Capítulo 13

Libby Neale giró la curva de Chalcot Square a tal velocidad que tuvo que apoyar los pies en el suelo para evitar que la Suzuki derrapara. Había decidido hacer una pausa del trabajo e irse a comer una versión inglesa de los típicos bocadillos americanos de panceta, lechuga y tomate en un Pret a Manger de Victoria Street. Mientras picaba algo delante de uno de los mostradores, echó un vistazo a un periódico sensacionalista que uno de los clientes anteriores se había dejado junto a una botella vacía de Evian. Lo abrió y se dio cuenta de que era The Sun, el periódico que más odiaba debido a la insultante presencia de la «Chica de la Página Tres», que le recordaba a diario lo que ella no era. Estaba a punto de dejarlo a un lado cuando los titulares le llamaron la atención. ASESINADA LA MADRE DE UN VIRTUOSO ocupaba unos diez centímetros de la portada. Debajo había una fotografía borrosa que era antigua a juzgar por el corte de pelo y por la ropa que llevaba: era la madre de Gideon.

Libby asió el periódico y lo leyó mientras comía. Saltó a la página cuatro, donde continuaba la historia, y lo que vio en esa página hizo que el bocadillo empezara a saberle a virutas. La página no sólo informaba de la muerte de la madre de Gideon -de la cual sólo se tenía una cantidad limitada de información-, sino que también informaba de otra muerte.

«Mierda», pensó Libby. Los bobos de Fleet Street estaban desenterrando toda la historia de nuevo. Y sabiendo cómo eran los periódicos sensacionalistas, seguro que no pasaría mucho tiempo antes de que empezaran a asediar a Gideon. De hecho, seguramente ya lo estarían haciendo. Si además se tenía en cuenta que Gideon había sido incapaz de tocar en Wigmore Hall, esa noticia pedía a gritos que se siguiera investigando. Y como si el pobre chico ya no tuviera la cabeza bastante confusa, el periódico intentaba relacionar de algún modo el mal rato que Gideon había pasado en ese concierto y el caso de atropellamiento y fuga de West Hampstead.

Como si ya no tuviera bastante, pensó Libby con desprecio.

¡Como si Gideon hubiera sido capaz de reconocer a su madre si se la hubiera encontrado en la calle o algo así!

De forma inusual, había tirado la mitad del bocadillo y se había guardado el periódico en el bolsillo delantero de su chaqueta de cuero. Todavía le quedaban dos repartos por hacer, pero al diablo con ese rollo. Tenía que ver a Gideon.

Una vez en Chalcot Square, avanzó a lo largo de la calle en dirección contraria e hizo derrapar la moto justo delante de la casa. Aparcó la motocicleta encima de la acera sin siquiera preocuparse de encadenarla a la verja. Después de subir los escalones de tres en tres, golpeó la puerta, y después llamó al timbre durante un buen rato. No hubo respuesta y, por lo tanto, echó un vistazo a la plaza para ver si veía su Mitsubishi. Lo divisó delante de una casa amarilla que estaba en la acera derecha, unas cuantas casas más abajo. Estaba en casa. «¡Venga, abre la puerta!», pensó.

Oyó cómo el teléfono empezaba a sonar dentro de la casa. Después de cuatro tonos dejó de sonar de inmediato, y eso le hizo pensar que estaba en casa pero que no quería abrir la puerta, pero entonces una voz distante e incorpórea que no alcanzó a reconocer le informó de que el contestador de Gideon estaba grabando el mensaje.

«¡Maldita sea», exclamó. Debe de haberse ido a alguna parte. Debe de haberse enterado de que los periódicos están sacando a la luz toda la información sobre la muerte de su hermana, y habrá decidido alejarse durante un tiempo. No podía echárselo en cara. La mayoría de la gente sólo tenía que soportar las malas noticias una vez. Pero parecía que tendría que volver a revivir todo lo que guardara relación con la muerte de su hermana.

Bajó hasta su casa. El correo del día descansaba sobre la alfombrilla, lo cogió, abrió la puerta y echó un vistazo a las cartas mientras entraba. Entre la factura del teléfono, un recibo del banco que indicaba que necesitaba una transferencia urgente y una propaganda de un sistema de alarma, también había un sobre de su madre; Libby temía abrirlo porque cabía la posibilidad de que tuviera que enfrentarse con otra de las maravillosas historias de su hermana. Pero, de todas formas, abrió la carta por uno de los extremos, y mientras se quitaba el casco con una mano, con la otra hacía caer la única hoja de papel violeta que su madre le había enviado.

«Consigue lo que quieras… Haz tus sueños realidad» estaba escrito en tinta negra en medio de la página. Según parecía, Equality Neale -presidenta general de Neale Publicity y recientemente chica de portada de la revista Money- iba a impartir un seminario en Boston sobre Asertividad y Éxito en los Negocios, que iría seguido de otro seminario en Amsterdam. La señora Neale, con esa letra tan perfecta que habría hecho que las monjas que le enseñaron a escribir se sintieran orgullosas de ella, había escrito: «¿No sería estupendo que pudierais veros en Europa? Ali podría parar en Londres en el viaje de regreso. ¿A qué distancia está Amsterdam de Londres?».

No lo bastante lejos, pensó Libby, y arrugó la nota. Con todo, la mera idea de Ali y todo eso que tanto la irritaba y que hacía que Ali fuera como era, Libby consiguió prescindir de la nevera, donde se habría dirigido después de comprobar que sus intenciones de ver a Gideon habían sido frustradas. Se sirvió un virtuoso vaso de agua Highland en vez de las seis quesadillas de Cheddar que había pensado zamparse. Mientras se bebía el vaso de agua, miró por la ventana. Junto al muro que marcaba los límites del jardín trasero de Gideon estaba el cobertizo en el que construía las cometas; la puerta estaba entreabierta, y la luz del interior iluminaba una parte del suelo que había delante.

Dejó el vaso de agua sobre el tablero de la cocina y salió de casa, saltando por encima de unos escalones cubiertos de líquenes de un color verde grisáceo. Gritó: «¡Hola, Gideon!» mientras avanzaba a toda prisa a lo largo del sendero. «¿Estás ahí?»

No hubo respuesta, lo cual la hizo dudar y, por lo tanto, redujo la velocidad de sus pasos por un momento. No había visto el Granada de Richard Davies en la plaza, pero tampoco se había fijado. Podría haber venido a visitarle con la intención de tener otra de esas horrorosas charlas entre padre e hijo a las que parecía ser adicto. Y si había conseguido hacer enfadar a Gideon lo suficiente, quizás éste se hubiera marchado a pie, y Richard podría estar rompiéndole las cometas para vengarse de él. Eso sería muy propio de él, pensó Libby. Era la única cosa que Gid hacía que no guardara relación con ese estúpido violín -aparte de planear, y Richard también lo desdeñaba-, y su padre no dudaría ni un segundo antes de hacerlas pedazos. Y después, incluso conseguiría inventarse una buena excusa. «Te estaban alejando de la música, hijo.»

«Como si no tuviera ya bastante», pensó Libby con desdén.

Richard continuó, aunque sólo fuera en su imaginación: «Primero lo acepté como una de tus aficiones, pero ya no puedo seguir haciéndolo. Tenemos que conseguir que te pongas bien. Tenemos que conseguir que toques. Tienes conciertos programados, grabaciones por hacer y un público que te espera».

«¡Vete a la mierda! -le dijo Libby a Richard Davies-. Tiene su propia vida. Y su vida está muy bien. ¿Por qué no empiezas a pensar en la tuya?»

El hecho de pensar que podría tener un mano a mano con Richard por una vez -de poder mandarlo a la mierda sin que Gideon estuviera allí para detenerla-renovó los enérgicos pasos de Libby por el sendero. Llegó hasta el cobertizo y al llamar a la puerta la acabó de abrir del todo.

Gideon estaba allí, pero Richard no. Estaba sentado junto a su mesa de delineante. Un trozo de papel de estraza descansaba sobre la mesa, y él lo miraba fijamente como si tuviera algo que decirle si él lo escuchara con la suficiente atención durante cierto tiempo.

– ¿Gid? ¡Hola! He visto luz -le dijo Libby.

Se comportó como si no la hubiera oído. Siguió mirando el trozo de papel que tenía delante.

– Llamé a la puerta de tu casa -prosiguió Libby-. También llamé al timbre. Vi tu coche en la plaza y, en consecuencia, me figuré que estabas en casa. Después, cuando vi la luz de fuera… -Oyó cómo sus propias palabras se desvanecían, como una planta que se marchita por falta de agua.

Con los ojos todavía clavados en el papel, comentó:

– Has llegado muy pronto de trabajar.

– Hoy me he organizado mis repartos muy bien para no tener que ir todo el día de un lado a otro de la ciudad. -Sus aptitudes para inventar mentiras en un momento la sorprendieron. Se lo debía de estar contagiando Rock.

– Me sorprende que tu marido no haya querido que te quedaras más tiempo.

– No lo sabe, y tampoco pienso contárselo. -Libby empezó a temblar. Había una pequeña estufa eléctrica en el suelo, pero Gideon no la tenía encendida-. ¿No tienes frío sin jersey ni nada?

– De hecho, no me había dado cuenta.

– ¿Llevas mucho rato aquí afuera?

– Unas cuantas horas, creo.

– ¿Qué estás haciendo? ¿Otra cometa?

– Algo que vuele -respondió-, pero más alto que las demás.

– Parece una idea excelente. -Se dirigió hacia él, ansiosa por ver su último diseño-. Podrías dedicarte a esto profesionalmente. Nadie hace cometas como las tuyas, Gid. Son increíbles. Son…

Se detuvo al ver el trozo de papel. Lo único que había hecho era un montón de borrones, allí donde había dibujado algo y lo había borrado. Cubrían el papel, y algunos de los borrones incluso habían llegado a romperlo.

Gideon se dio la vuelta para mirarla al ver que no seguía con sus comentarios. Se giró con tanta rapidez que ella no tuvo tiempo de recomponer su rostro.

– Según parece, también he perdido esto -apuntó.

– No, no lo has perdido -le contestó-. No seas tonto. Simplemente estás bloqueado, impedido o algo así. Esto es algo creativo, ¿no es verdad? Hacer cometas es creativo. Todo lo que es creativo se para en un momento u otro.

Gideon le leyó el rostro y parece ser que vio lo que no se había atrevido a decir. Negó con la cabeza. Tenía el peor aspecto que le había visto desde que había sido incapaz de tocar su música. Tenía un aspecto mucho peor que la noche anterior, cuando le había contado que su madre estaba muerta. El pelo, ralo y sucio, estaba pegado a la cabeza, sus ojos parecían estar hundidos, y sus labios estaban tan cortados que parecía que le estuvieran saliendo escamas. Todo parecía demasiado exagerado, pensó. Al fin y al cabo, hacía años que no veía a su madre, y tampoco había estado particularmente unido a ella cuando estaba viva, ¿no? Y tampoco es que estuviera muy unido a su padre.

Como si adivinara sus pensamientos y quisiera responder para rectificarlos, afirmó:

– La vi, Libby.

– ¿A quién?

– La vi, y había olvidado haberla visto.

– ¿A tu madre? -le preguntó-. ¿Viste a tu madre?

– No sé cómo pude olvidar haberla visto. No sé cómo funciona el proceso de olvidar, pero eso es lo que sucedió.

Estaba mirando a Libby, pero ella sabía que no la veía, ya que parecía hablar consigo mismo. Parecía odiarse tanto a sí mismo que Libby se apresuró a consolarle.

– Quizá no sabías quién era. Habían pasado… años y años desde que fueras un niño y la vieras por última vez. Además, no tienes ninguna fotografía de ella, ¿no es verdad? Por lo tanto, ¿cómo podías siquiera acordarte del aspecto que tenía?

– Estaba allí -añadió con tristeza-. Pronunció mi nombre. ¿Te acuerdas de mí, Gideon? Y quería dinero.

– ¿Dinero?

Me alejé de ella. Como comprenderás, soy demasiado importante y tengo que hacer conciertos igualmente importantes. Así pues, le di la espalda. Porque no sabía quién era. Pero es culpa mía, al margen de cómo o cuándo lo supiera.

– ¡Mierda! -musitó Libby, al empezar a darse cuenta de lo que estaba implicando-. ¡Por el amor de Dios, Gid! No estarás pensando que eres… responsable de lo que le sucedió a tu madre, ¿verdad?

– No lo pienso -respondió-. Lo sé. -Apartó la mirada de ella y la fijó en la puerta abierta, donde la luz del día se había apagado y lo único que quedaba eran sombras que formaban enormes pozos de oscuridad.

– ¡Eso es una tontería! -le replicó-. Si hubieras sabido quién era cuando fue hacia ti, la habrías ayudado. Te conozco, Gideon. Eres bueno. Eres honrado. Si tu madre hubiera estado con el agua hasta el cuello o algo así, si hubiera necesitado dinero, no la habrías dejado marchar sin antes ayudarla. Sí, te abandonó. Sí, estuvo alejada de ti durante años. Pero era tu madre, y además no eres el tipo de persona que guarde rencor a la gente, y mucho menos a tu madre. Tú no eres como Rock Peters. -Libby soltó una risa sin gracia al pensar en lo que su distante marido habría hecho si su madre hubiera aparecido en su vida para pedirle dinero después de una ausencia de veinte años. Le habría dado su opinión sobre al asunto, pensó Libby. Habría hecho mucho más que eso. Madre o no madre, le habría dado una de esas palizas que reservaba para las mujeres que le hacían enfadar, y con razón. Y, sin duda, eso le habría hecho enfadar mucho: que la madre que le había abandonado se presentara en la puerta de su casa pidiendo dinero sin siquiera decirle «¿cómo te ha ido durante todos estos años?». De hecho, le habría molestado tanto que…

Libby puso freno a sus descontrolados pensamientos. Se dijo a sí misma que la mera idea de que Gideon Davies precisamente fuera capaz de levantar la mano para dañar a una araña era una simple idiotez. Al fin y al cabo, era artista, y un artista no era el tipo de persona que atropellaría a alguien en la calle y que esperaría que su vena creativa siguiera como si nada después de hacer una cosa así. Salvo que aquí estaba con sus cometas, incapaz de hacer lo que había hecho antes con gran facilidad.

A pesar de que tenía la boca seca, le preguntó:

– ¿Tuviste noticias de ella? Quiero decir, después de que te pidiera dinero. ¿Volvió a ponerse en contacto contigo?

– No sabía quién era -repitió Gideon-. No sabía lo que quería, Libby, y por lo tanto no comprendía de lo que me estaba hablando.

Libby lo consideró un acto de negación, porque no quería creer que fuera cualquier otra cosa. Entonces le sugirió:

– Escucha, ¿por qué no nos vamos dentro? Te prepararé un poco de té. Aquí hace un frío espantoso. Si ya llevas tiempo aquí fuera, debes de estar como un cubito de hielo.

Libby le cogió del brazo y él le permitió que le ayudara a ponerse en pie. Apagó la luz y juntos se encaminaron hacia la puerta a través de la oscuridad. Parecía una carga pesada para Libby, y se apoyaba en ella como si todas sus fuerzas se hubieran agotado en las horas que había pasado intentando diseñar una simple cometa.

– No sé lo que voy a hacer -confesó-. Mi madre me habría ayudado, pero ahora ya no está.

– Lo que vas a hacer es tomarte una taza de té -le dijo Libby-. Y también te comerás un trozo de pastel.

– No puedo comer -protestó-. Ni tampoco puedo dormir.

– Entonces duerme conmigo esta noche. Puedes dormir conmigo siempre que quieras.

No harían nada más, pensó, de eso no cabía ninguna duda. Por primera vez se preguntó si debía de ser virgen, si había perdido la habilidad de intimar con una mujer después de que su madre le abandonara. Apenas sabía nada de psicología, pero le parecía una explicación razonable para la aparente aversión que Gideon tenía por el sexo. ¿Cómo podía correr el riesgo de que una mujer que amaba le abandonara de nuevo?

Libby le hizo bajar por la escalera y le llevó hasta la cocina, donde se dio cuenta enseguida de que no tenía ninguno de los pasteles que le había prometido. Tampoco tenía nada para poner en la tostadora, pero estaba segura de que él sí y, en consecuencia, lo hizo subir a toda prisa a su casa y le hizo sentarse a la mesa de la cocina mientras ella llenaba la tetera y rebuscaba en los armarios para ver si encontraba té o algo comestible para acompañarlo.

Permanecía sentado cual muerto viviente… aunque Libby se estremeció al pensar en la analogía. Le explicó lo que había hecho durante el día con la intención de distraerle, y se dio cuenta de que estaba poniendo tanta energía en ese esfuerzo que había empezado a sudar por debajo de su vestimenta de cuero. Sin pensarlo dos veces, bajó la cremallera de la chaqueta y empezó a quitársela mientras hablaba.

El periódico sensacionalista que había guardado dentro cayó al suelo. Cayó como un trozo de pan untado con mantequilla, precisamente del lado que uno nunca deseaba que cayera: hacia arriba. El gran titular consiguió lo que los grandes titulares siempre buscaban: llamó la atención de Gideon y se inclinó para cogerlo a medida que Libby también lo intentaba.

– ¡No lo hagas! ¡Sólo hará que empeorar las cosas! -le advirtió.

Levantó los ojos hacia ella y le preguntó:

– ¿Qué cosas?

– ¿Qué necesidad tienes de sufrir más? -le preguntó, asiendo un extremo del periódico mientras él tiraba del otro-. Lo único que hacen es desenterrarlo todo de nuevo. No te hace ninguna falta.

No obstante, los dedos de Gideon eran tan insistentes como los de ella, y sabía que si no le dejaba quedarse con el periódico acabaría rompiéndolo por la mitad, como si fueran dos mujeres luchando por un vestido en las rebajas de Nordstrom. Soltó su mitad y se maldijo mentalmente por haber traído ese periódico y por haber olvidado que lo llevaba consigo.

Gideon leyó el artículo, tal y como había hecho ella. Y del mismo modo, saltó a las páginas cuatro y cinco. Allí, vio las fotografías que habían desenterrado del archivo: su hermana, su padre y su madre, a sí mismo cuando tenía ocho años, y a todas las demás partes involucradas. Supongo que ese día no había muchas más noticias que contar, pensó Libby con amargura.

– Gideon, he olvidado decirte que alguien telefoneó mientras yo llamaba a la puerta. Oí una voz en el contestador automático. ¿Quieres oírlo? ¿Quieres que lo ponga en marcha?

– Eso puede esperar -contestó.

– Podría ser tu padre. Quizá sea algo relacionado con Jill. De hecho, ¿qué opinión te merece esa situación? Nunca me has dicho nada de eso. Debe de ser muy extraño tener un hermano o una hermana pequeña cuando eres lo suficiente mayor para tener tus propios hijos. ¿Ya saben lo que será?

– Una niña -respondió, aunque era evidente que tenía la cabeza en otra parte-. Jill se hizo las pruebas. Será una niña.

– ¡Qué bien! ¡Una hermana pequeña! ¡Qué suerte! ¡Serás un hermano mayor estupendo!

Se puso en pie de un salto y exclamó:

– ¡No puedo seguir teniendo pesadillas! Tardo horas en dormirme cuando me meto en la cama. Me tumbo, escucho y miro el techo. Cuando por fin me duermo, tengo esos sueños. Pesadillas y más pesadillas. ¡Soy incapaz de soportar esos sueños!

La tetera se apagó a sus espaldas. Libby quería encargarse del té, pero había algo en su rostro, algo tan salvaje y desesperante… Nunca había visto una expresión así con anterioridad, y se dio cuenta de que la tenía hipnotizada, que se sentía atraída hacia ella de un modo tan poderoso que era incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarla. Pensó que era mucho mejor eso que no ir en cualquier otra dirección… como, por ejemplo, pensar que había sido responsable de la muerte de su madre.

Eso era imposible, porque ¿qué motivos podía tener? ¿Cómo era posible que un hombre como él perdiera el juicio tras la muerte de su madre? ¿Que había muerto su madre? ¿Que no la había visto ni había tenido noticias de ella durante años? Bien, pues la vio una vez, le pidió dinero, no sabía quién era y se negó. ¿Era ése motivo suficiente para perder la cabeza? Libby creía que no. Lo único que sabía era que estaba muy contenta de que lo visitara una psiquiatra.

– ¿Le has contado tus sueños a la psiquiatra? -le preguntó-. Se supone que saben lo que significan, ¿no es verdad? Lo que te quiero decir es que, ¿por qué otro motivo iba uno a pagarles si no fuera para que te cuenten lo que significan y así dejar de tenerlos?

– He dejado de ir.

Libby frunció el ceño y exclamó:

– ¡A la psiquiatra! ¿Cuándo?

– He cancelado mi cita de hoy. No puede ayudarme a volver a tocar el violín. He estado perdiendo el tiempo.

– Pero yo creía que te gustaba.

– ¿Qué quieres decir con eso de que me gustaba? Si es incapaz de ayudarme, ¿qué sentido tiene? Quería que recordara, y he recordado, y ¿cuál ha sido el resultado? Mírame. Mira todo esto. Mira. Mira. ¿De verdad crees que puedo tocar así?

Gideon alargó las manos, y Libby se percató de algo que no había visto antes, algo que sabía que no había existido veinticuatro horas antes, cuando había ido hacia ella por primera vez y le había contado que su madre había muerto. Las manos le temblaban. Le temblaban mucho, al igual que las manos de su abuelo antes de que le administraran los medicamentos contra el Parkinson.

Una parte de ella deseaba celebrar lo que implicaba que Gideon hubiera dejado de ir a la psiquiatra. Estaba empezando a definirse como algo más que un simple violinista, y eso era bueno. Pero otra parte de ella sentía cierto malestar al oír lo que decía. Sin el violín, podría averiguar quién era, pero tenía que desear hacer esa averiguación, y por lo que decía no parecía el tipo de hombre que estuviera dispuesto a embarcarse en un viaje de autoconocimiento.

Con todo, le dijo dulcemente:

– El hecho de que no toques no quiere decir que sea el fin del mundo, Gideon.

– Es el fin de mi mundo -le replicó.

Gideon entró en la sala de música. Le oyó tropezar, chocarse contra algo y maldecir. Se encendió una luz, y mientras Libby se ocupaba del té -una sugerencia que ahora le parecía de lo más insignificante-, Gideon escuchó el mensaje que habían dejado cuando él intentaba trabajar en el cobertizo.

«Le habla el inspector Thomas Lynley -le dijo una voz afelpada de barítono de obra de época-. Me dirijo a Londres desde Brighton. ¿Me llamará al móvil cuando reciba este mensaje? Necesito hablar sobre su tío con usted.»

«¿Ahora aparece un tío?», se preguntó Libby mientras el detective recitaba el número de teléfono de su móvil. ¿Qué iba a suceder a continuación? ¿Qué más tendría que soportar Gideon y cuándo diría basta?

Estaba a punto de decir: «Espera hasta mañana, Gid. Duerme conmigo esta noche. Haré todo lo posible para que no tengas pesadillas. Te lo prometo», cuando oyó que Gideon empezaba a marcar un número de teléfono. Un instante más tarde comenzó a hablar. Intentó parecer ocupada con el té, pero de todos modos escuchó la conversación, por el bien de Gideon.

– Aquí Gideon Davies -dijo-. He recibido su mensaje… Gracias… Sí, fue un golpe muy duro.-Escuchó durante un buen rato lo que el detective le estaba diciendo. Al cabo de un rato respondió-: Preferiría hablarlo por teléfono, si no le importa.

«Un tanto a nuestro favor -pensó Libby-. Pasaremos una noche tranquila y después nos iremos a dormir.» Pero mientras llevaba las tazas de té a la mesa, Gideon continuó hablando, después de hacer otra pausa para escuchar al policía.

– De acuerdo, entonces. Si no puede ser de otra manera. -Le dio la dirección-. Estaré en casa, inspector. -Después colgó.

Regresó a la cocina. Libby intentó aparentar que no había estado escuchando tras la puerta. Se dirigió hacia un armario y lo abrió, en busca de algo que pudiera acompañar al té. Sacó un paquete de galletas japonesas. Rasgó el paquete y vertió el contenido en un cuenco, cogiendo dos semillas y llevándoselas a la boca a medida que llevaba el cuenco a la mesa.

– Era uno de los detectives -dijo Gideon innecesariamente-. Quiere hablar conmigo sobre mi tío.

– ¿También le ha pasado algo a tu tío? -Libby se puso una cucharada de azúcar dentro de la taza. En realidad no quería té, pero como lo había sugerido ella, no veía forma de librarse.

– No lo sé -le respondió Gideon.

– ¿Crees que deberías llamarle antes de que llegue la policía y averiguar qué pasa?

– No sé dónde vive.

– ¿No vive en Brighton? -Libby sintió cómo se sonrojaba-. Oí a ese tipo decir que venía de Brighton. En el contestador automático. Cuando lo pusiste en marcha.

– Podría vivir en Brighton. Pero me olvidé de preguntarle el nombre.

– ¿El de quién?

– El de mi tío.

¿No sabes el nombre…? Bien, supongo que no tiene importancia. -«Debía de ser simplemente otra rareza de su historia familiar», pensó Libby. «Había mucha gente que no conocía a sus parientes. Tal y como su padre habría dicho, era un reflejo de la época en que vivían»-. ¿No has podido convencerle de dejarlo para mañana?

– No quería aplazarlo más. Quiero saber lo que está pasando.

– Sí, claro. -Libby se sentía desilusionada, ya que se había imaginado ayudándole toda la noche, dando por sentado que el hecho de ayudarle en un momento en el que estaba tan bajo de moral podría llevar a estrechar su relación, y así conseguir un avance definitivo-. Supongo que eso sucederá si puedes confiar en él.

– ¿Qué quieres decir?

– Si puedes confiar en que te diga la verdad. Después de todo, es policía. -Se encogió de hombros y cogió un puñado de galletitas japonesas.

Gideon se sentó. Se acercó la taza de té, pero no bebió.

– No tiene tanta importancia.

– ¿El qué?

– El hecho de que me diga o no la verdad.

– ¿No? ¿Por qué no? -le preguntó Libby.

Gideon observó su expresión de estupefacción cuando asestó el golpe.

– Porque ya no puedo confiar en que nadie me cuente la verdad. Antes no lo sabía. No obstante, ahora ya lo sé.


Las cosas iban de mal en peor.

J.W. Pitchley, alias Hombre Lengua, también conocido por James Pitchford, se desconectó de Internet, se quedó mirando la pantalla en blanco y soltó una maldición. Por fin había conseguido que Bragas Cremosas se conectara de nuevo a la red, pero a pesar de que había pasado más de media hora intentando razonar con ella, no estaba dispuesta a cooperar. Lo único que tenía que hacer era ir a la comisaría de Hampstead y hablar durante cinco minutos con el comisario Leach, pero aún así se negaba a hacerlo. Sólo tenía que confirmar que ella y un hombre que usaba el nombre de Hombre Lengua habían pasado la noche juntos, primero en un restaurante de South Kensington y después en una pequeña habitación claustrofóbica que daba a Cromwell Road, donde el incesante ruido del tráfico disimulaba los frenéticos chirridos de los muelles de la cama y los gritos de placer que le sonsacaba cada vez que le ofrecía los servicios que hacían justicia a su apodo. Pero no, no estaba dispuesta a hacer eso por él. No importaba que le hubiera hecho tener seis orgasmos en menos de dos horas, no importaba que él hubiera esperado a obtener su propia satisfacción hasta que ella se sintiera débil, empapada en sudor y cansada después de haber disfrutado tanto, no importaba que él hubiera llevado a cabo todas esas fantasías sexuales que sólo eran posibles con el sexo entre extraños. No iba a dar ningún paso ni a «tener que soportar la humillación de que un completo desconocido sepa qué tipo de mujer puedo ser en determinadas circunstancias».

«Yo sí que soy un maldito desconocido, hija de perra -gritó Pitchley mentalmente-. No te lo pensaste dos veces antes de decirme a mí lo que te gusta que te hagan cuando estás cachonda.»

No obstante, parecía haber adivinado sus pensamientos a pesar de que no se lo había dicho directamente. Le había escrito: «Me preguntarán el nombre, ¿comprendes? Eso no, Lengua. Mi nombre no. Y mucho menos sabiendo cómo son los periódicos sensacionalistas. Lo siento, pero lo comprendes, ¿verdad?».

Y así fue como se dio cuenta de que no estaba divorciada. No era una mujer madura que estuviera desesperada por conseguir un hombre con el fin de demostrarle que aún tenía encantos. Era una mujer madura que buscaba emociones para compensar el tedio de su vida matrimonial.

Estaba convencido que de llevaba muchos años casada y de que no lo estaba con Cualquiera, sino con Alguien, un Alguien importante, un político, quizás, o un artista o un empresario conocido y con éxito. Y si le decía su nombre al comisario Leach, seguro que se filtraría con rapidez a través de la sustancia porosa que era la jerarquía de poder de una comisaría de policía. Después de haberse filtrado allí, pasaría a oídos de algún informante interno, cualquier chivato que aceptara dinero de un periodista deseoso de hacerse un nombre poniendo a alguien importante en la portada de su repugnante periódico.

«Zorra -pensó Pitchley-. Zorra, zorra, zorra.» Podría habérselo pensado dos veces antes de reunirse con él en The Valley of The Kings, señorita la-mantequilla-no-se-derretiría-aunque-la-pusieras-sobre-las-brasas.

Podría haber pensado en todas las posibles consecuencias antes de haber aceptado, antes de hacerse pasar por la señorita recatada, por la señorita anticuada, por la señorita no-tengo-experiencia-con-hombres, por la señorita por-favor-por-favor-por-favor-muéstrame-que-aún-soy-atractiva-porque-he-estado-triste-y-sola-durante-demasiado-tiempo. Podría haber pensado que llegaría un momento en el que tendría que decir: «De acuerdo, estuve en The Valley of Kings, tomando copas y después cenando con un completo desconocido que conocí mientras chateaba por Internet, en una página en la que la gente oculta su identidad mientras comparte sus fantasías sobre sexo salvaje, obsceno y lascivo». Podría haber pensado que tendría que admitir haber pasado horas abierta de piernas sobre un delgado colchón de una ruidosa habitación de South Kensington, desnuda sobre una cama con un hombre cuyo nombre no conocía, no había preguntado, ni deseaba saber. «Podrías haberlo pensado antes, vaca decadente.»

Pitchley se alejó del ordenador y apoyó los hombros sobre las rodillas. Se cogió la frente con las manos y se la apretó con las yemas de los dedos. Podría haberle ayudado. No le habría solucionado todo el problema -aún tendría que explicar el largo rato que había transcurrido entre el Comfort Inn y su llegada a Crediton Hill-, pero su ayuda habría supuesto algo por lo que empezar. Tal como estaban las cosas, sólo tenía su historia, su disposición a repetirla una y otra vez, la remota posibilidad de que el recepcionista nocturno del Comfort Inn confirmara que había estado allí hacía dos noches, sin confundir esa noche con las docenas de otras noches en las que le había entregado el dinero a través del mostrador, y la esperanza de que su cara fuera lo bastante inocente para poder convencer a la policía de que creyera en su historia.

Tampoco servía de mucha ayuda el hecho de que conociera a la mujer que había muerto en su calle mientras llevaba su dirección apuntada. Ni tampoco ayudaba en lo más mínimo que hubiera estado involucrado -al margen de que lo hubiera estado muy poco- en un atroz crimen que había sucedido cuando él vivía bajo el mismo techo.

Esa noche había oído los gritos y había corrido escaleras abajo porque los había reconocido. Cuando había llegado, todo el mundo ya estaba allí: el padre y la madre de la niña, los abuelos, el hermano, Sarah-Jane Beckett y Katja Wolff. «No la he dejado más de un minuto -gritaba, dando esa información frenéticamente delante de toda la gente que se apiñaba alrededor de la puerta cerrada del cuarto de baño-. ¡Lo juro! ¡No la he dejado más de un minuto!» Y tras ella había aparecido Robson, el profesor de violín, que la había cogido por los hombros y se la había llevado de allí. «Deben creerme», gritaba, y seguía gritando mientras él la obligaba a bajar las escaleras y a desaparecer de su vista.

Al principio no había sabido lo que estaba pasando. Ni había querido saberlo ni tampoco se lo había podido permitir. Había oído la discusión entre ella y los padres, le había contado que la habían despedido, y lo último en que quería pensar era si la discusión, el despido y el motivo de ese despido -el cual sospechaba, pero era incapaz de considerar-guardaban alguna relación con lo que había acontecido tras esa puerta del cuarto de baño.

– James, ¿qué está pasando? -Sarah-Jane Beckett le había cogido de la mano y se la había apretado mientras susurraba-: ¡Dios mío! No le habrá pasado nada a Sonia, ¿verdad?

La había mirado y se había dado cuenta de que los ojos le brillaban a pesar de su tono sombrío. Pero no se había preguntado qué significaba ese brillo. Lo único que se había preguntado era cómo librarse de ella y poder ir hacia Katja.

– Llévate al niño -le había ordenado Richard Davies-. ¡Por el amor de Dios, saca al niño de aquí, Sarah!

Había hecho lo que le habían ordenado, y se había llevado al pálido niño a su dormitorio, donde la música sonaba, alegremente, como si nada terrible hubiera sucedido en la casa.

Él mismo había ido a buscar a Katja y la había encontrado en la cocina, donde Robson la estaba obligando a beberse un vaso de coñac. Ella, que intentaba negarse, gritaba: «No, no, no puedo beber eso», despeinada, con los ojos desorbitados y sintiéndose culpable a más no poder, ya que era la niñera cariñosa y encargada de proteger a una niña que había… ¿qué? Tenía miedo de preguntar, miedo porque ya lo sabía y porque no se atrevía a pensar en lo que implicaría para su propia vida si lo que había pensado y temido resultaba ser verdad.

– Bébete esto -le decía Robson-. Katja, por el amor de Dios, serénate. La ambulancia llegará enseguida y no es conveniente que te vean en este estado.

– ¡No lo he hecho! ¡No lo he hecho! -Se dio la vuelta en la silla y se cogió a su camisa, asiendo y retorciendo el cuello-. ¡Debes decírselo, Raphael! Diles que no la he dejado sola.

– Te estás poniendo histérica. Tal vez no haya pasado nada.

Pero ése no resultó ser el caso.

Entonces debería haber estado con ella, pero no lo había hecho porque tenía miedo. El mero pensamiento de que algo pudiera haberle ocurrido a esa niña, o a cualquier niña de una casa en la que él viviera, le había paralizado. Y después, cuando podría haber hablado con ella -y, de hecho, lo intentó-para demostrarle una amistad que no era verdadera, ella se había negado a dirigirle la palabra. Parecía como si las sutiles críticas que estaba recibiendo por parte de la prensa inmediatamente después de la muerte de Sonia la hubieran obligado a quedarse en un rincón, y que la única manera de sobrevivir era volverse diminuta y callada, cual guijarro en un sendero. Todas las historias sobre el drama que estaba aconteciendo en Kensington Square empezaban con un recordatorio de que la niñera de Sonia Davies era la alemana cuya aclamada huida de Alemania Oriental -previamente considerada admirable y milagrosa-había costado la vida de un hombre joven, y que el lujoso ambiente en que se encontraba en Inglaterra suponía un contraste horrendo y desolador a la situación en la que había quedado su familia después de que ella buscara asilo político de una forma tan ostentosa. Cualquier cosa que pudiera ser remotamente cuestionable o interpretable en potencia fue sacada a la luz por la prensa. Y cualquier persona cercana a ella se exponía a recibir el mismo trato. Por lo tanto, había guardado las distancias, y luego ya era demasiado tarde.

Cuando finalmente fue acusada y llevada a juicio, la furgoneta que la trasladaba desde Holloway hasta el Tribunal Central de lo Criminal de Londres había sido bombardeada con huevos y fruta podrida, y gritos de «asesina de bebés» le daban la bienvenida cuando la misma furgoneta la devolvía a la cárcel por las noches y cuando tenía que recorrer los pocos metros que la separaban de la puerta de la prisión. El crimen que supuestamente había perpetrado despertó un gran interés entre el público: porque la víctima era una niña, porque era una niña deficiente, y porque -aunque nadie se atrevía a decirlo directamente- la supuesta asesina era alemana.

«Y ahora estaba de nuevo metido en todo eso», pensaba Pitchley mientras se frotaba la frente. Se veía igual de involucrado que hacía veinte años, como si no hubiera conseguido distanciarse de lo que había sucedido en esa desgraciada casa. Había cambiado de nombre, había cambiado de trabajo cinco veces, pero todos sus enormes esfuerzos por rehacerse a sí mismo iban a quedar en nada si no podía convencer a Bragas Cremosas de que su declaración era de vital importancia para su supervivencia.

Y no es que la declaración de Bragas Cremosas fuera lo único que necesitara para poner su vida en orden. También tenía que arreglar las cosas con Robbie y Brent, dos cañones desbocados que estaban a punto de disparar.

Cuando aparecieron por segunda vez por Crediton Hill, se había imaginado que le pedirían dinero. Aunque ya les hubiera dado un cheque, los conocía lo suficiente para saber que cabía la posibilidad de que Robbie se hubiera dejado inspirar al ver un Ladbrokes, no para depositar esos fondos en una cuenta bancaria, sino en la cabeza de un caballo cuyo nombre le gustaba en demasía. Esa suposición se vio ratificada cuando Robbie dijo: «Enséñaselo, Brent», antes de que hubieran pasado cinco minutos desde que entraran por la puerta principal, trayendo con ellos el hedor de sus pobres hábitos de aseo personal. Siguiendo las instrucciones de Robbie, Brent sacó de la chaqueta un ejemplar de The Source, el cual abrió como si estuviera sacudiendo las sábanas.

– ¡Mira a quién atropellaron delante de tu casa, Jay! -exclamó Brent con una sonrisa mientras le mostraba la portada del escabroso periódico. «Y evidentemente sólo podía ser The Source», pensó Pitchley. Era imposible que Brent o Robbie elevaran sus gustos a algo menos sensacionalista.

No pudo evitar ver lo que Brent balanceaba ante él: el llamativo titular, la fotografía de Eugenie Davies, el grabado de la calle en la que él mismo vivía, y una fotografía del chico que había dejado de serlo para convertirse en una celebridad. «Que esa muerte ocupara todas las portadas de los periódicos era culpa suya», pensó Pitchley con amargura. Si Gideon Davies no hubiera conseguido fama, fortuna y éxito en un mundo que valoraba cada vez más esos logros, los periódicos no habrían dado esa información. Simplemente sería un caso de atropellamiento y fuga que la policía no había acabado de investigar. Final de la historia.

– Claro que cuando vinimos ayer aún no lo sabíamos -apuntó Robbie-. ¿Te importa que me la quite, Jay? -Había conseguido desprenderse de su pesada chaqueta impermeabilizada y la había tirado sobre el respaldo de la silla. Se dio una vuelta por la sala y lo inspeccionó todo con atención-. ¡Una casa bien bonita! ¡Has prosperado mucho, Jay! Espero que te hayas hecho un nombre en el mundo de los negocios; como mínimo, entre la gente que cuenta. ¿No es así, Jay? Manoseas su dinero y abracadabra, haces más dinero y, por lo tanto, confían en que sigas haciéndolo, ¿no es verdad?

– Di lo que quieras, pero voy un poco mal de tiempo -le advirtió Pitchley.

– No veo el porqué -respondió Robbie-. Adelante. En Nueva York… – Castañeteó los dedos en dirección a su compañero-. Brent, ¿qué hora es en Nueva York?

Brent miró su reloj obedientemente. Se le movían los labios a medida que lo calculaba. Frunció el ceño y empezó a contar con los dedos de una mano. Al cabo de un rato exclamó:

– ¡Es temprano!

– De acuerdo -asintió Robbie-. Ves, Jay, aún es temprano. La bolsa de Nueva York todavía no ha cerrado. Aún te queda mucho tiempo para ganar unas cuantas libras antes de que se acabe el día. Incluso con esta pequeña conferencia que te estamos dando.

Pitchley soltó un suspiro. La única forma que tendría de librarse de esos dos hombres sería haciendo ver que les seguía el juego. Por lo tanto, se limitó a decir: «De acuerdo, tienes razón». Se dirigió hacia un escritorio que había junto a una ventana que daba a la calle y sacó un talonario y un bolígrafo que destapó con autoridad. Llevó el talonario al comedor, cogió una silla, se sentó y empezó a escribir. Empezó con la cantidad: tres mil libras. No se podía imaginar que Rob fuera a pedirle menos.

Rob entró en el comedor a grandes pasos. Brent, como siempre, siguió a su hermano.

– ¿Es eso lo que te piensas, Jay? ¿Que cada vez que venimos a verte sólo queremos dinero?

– ¿Qué más podríais querer? -Pitchley escribió la fecha y empezó a apuntar el nombre.

Robbie, golpeando la mesa del comedor con la mano, gritó:

– ¡Eh! ¡Haz el favor de dejar de escribir y de mirarme! -Y como medida de precaución, le quitó el bolígrafo de la mano-. ¿Piensas que se trata de dinero, Jay? Brent y yo venimos corriendo a tu casa, y mira que Hampstead nos pilla lejos, no te creas, dejando todos nuestros negocios de lado -al decirlo, inclinó la cabeza hacia la sala de estar, por lo que Pitchley pensó que se estaba refiriendo a la calle-, perdiendo dinero en grandes cantidades para estar aquí y charlar contigo diez minutos, y tú vas y te crees que hemos venido a por dinero. ¡Joder, hombre! -Se volvió hacia su hermano-. ¿Qué opinas, Brent?

Brent se unió a ellos junto a la mesa, con The Source todavía colgándole de los dedos. No sabría qué hacer con el periódico hasta que su hermano le diera nuevas instrucciones. Y por el momento, le daba algo con lo que tener las manos ocupadas.

«El pobre zoquete es patético», pensó Pitchley. Era un milagro que hubiera aprendido a atarse los zapatos.

– Muy bien, de acuerdo -dijo, y luego se reclinó en la silla.

– ¿Por qué no me cuentas a qué habéis venido, Rob?

– ¿No podemos pasar a hacerte una visita como amigos?

– Nuestra relación no se ha basado en eso, que digamos.

– ¿No? Bien, pues piensa en qué se ha basado. Porque nuestra relación está lo bastante madura para poder hacerte una visita, Jay. -Robbie rozó The Source con el dedo pulgar. Con ánimo de cooperar, Brent lo levantó un poco, como si fuera un estudiante mostrando su primitiva obra de arte-. Hay pocas noticias en portada últimamente. No hay nadie en la familia real que se porte mal, ni tampoco han pillado a ningún miembro del parlamento con la polla dentro del agujero de una adolescente. Los periódicos van a empezar a indagar, Jay. Brent y yo hemos venido a contarte nuestro plan.

– Plan -Pitchley repitió la palabra con sumo cuidado.

– Claro. Ya nos encargamos de todo una vez. Podemos volver a hacerlo. La situación se calentará con rapidez tan pronto como la policía averigüe quién eres, y cuando se lo cuenten a la prensa, como siempre hacen…

– Ya lo saben -respondió Pitchley, con la esperanza de poder librarse de Robbie, de poder engañarle con una media verdad que podría considerar una verdad completa-. Ya se lo he contado.

Pero Rob no estaba dispuesto a tragarse ese cuento.

– No me lo creo, Jay. Porque si lo hubieras hecho, te habrían tirado a los tiburones tan pronto como hubieran necesitado demostrar que están trabajando mucho. Ya sabes cómo funcionan las cosas. Supongo que es verdad que les contaste algo. Pero como te conozco, sé que no se lo contaste todo. -Lo observó con perspicacia y pareció gustarle lo que veía en su rostro-. Bien, por lo tanto, Brent y yo nos imaginamos que tendríamos que trazar algún plan. Necesitarás protección y nosotros sabemos cómo dártela.

«Y entonces estaré en deuda para siempre -pensó Pitchley-. El doble de lo que ya estoy, porque habréis conseguido mantener a los sabuesos a raya dos veces.»

– Nos necesitas, Jay -le dijo Robbie-. ¿Brent y yo? Nunca giramos la espalda cuando sabemos que alguien nos necesita. Alguna gente lo hace, pero nosotros no somos así.

Pitchley ya podía imaginarse cómo irían las cosas: Robbie y Brent lucharían por él, y utilizarían los mismos métodos de mano dura que tan ineficazmente habían usado en el pasado.

Estaba a punto de decirles que se fueran a casa, con sus esposas, con sus negocios ruinosos, inadecuados y mal llevados, a limpiar, encerar y pulir los coches de la gente rica con la que nunca se mezclarían. Estaba a punto de mandarles a la mierda para siempre, porque estaba cansado de ser drenado cual bañera y de ser tocado como si fuera un piano desafinado. De hecho, estaba a punto de abrir la boca para decírselo cuando sonó el timbre, cuando se dirigió hacia la ventana para ver quién era, cuando les dijo «no os mováis de aquí», y cuando cerró la puerta del comedor a sus espaldas.

«Pero ahora -pensaba con tristeza mientras estaba sentado delante del ordenador intentando, sin éxito, encontrar la manera de convencer a Bragas Cremosas- aún estaré más en deuda con ellos.» Les debería más por la rápida reacción de Rob, esa reacción que les hizo salir de la casa y llegar al parque antes de que esa policía regordeta fuera capaz de echarles el guante cuando estaban escondidos en la cocina. Aunque lo que hubieran podido contarle no habría empeorado una situación ya de por sí calamitosa. Pero Robbie y Brent no lo verían de la misma manera. Pensarían que su rápida reacción le había servido de ayuda y, por lo tanto, pasarían a cobrar cuando lo consideraran conveniente.


Después de ir al taller en el que estaban reparando el Audi de Ian Staines, Lynley regresó a Londres sin ningún contratiempo. Se había llevado a Staines con él a fin de evitar que pudiera llamar al garaje para intentar dirigir el curso del interrogatorio de Lynley, y una vez que se hubieron detenido delante del garaje, le había pedido que esperase en el Bentley mientras él entraba a hacer unas preguntas.

Una vez dentro, le confirmaron casi todo lo que el propio hermano de Eugenie Davies le había contado. Era verdad que estaban revisando el coche; lo había llevado a las ocho de esa misma mañana. Habían concertado la cita el jueves anterior, y la secretaria no había anotado nada irregular -como, por ejemplo, que repasaran la carrocería-cuando ésta se había hecho cargo de la llamada.

Cuando Lynley preguntó si podía ver el coche tampoco le pusieron ninguna traba. El representante del garaje lo acompañó hasta el coche, hablando por los codos de los grandes avances que Audi había hecho con respecto al montaje, a la maniobrabilidad y al diseño. Si sentía cierta curiosidad por saber por qué un policía le preguntaba por un coche en particular, no dio ninguna muestra de ello. Un cliente en potencia era, después de todo, un cliente en potencia.

El Audi en cuestión estaba en una de las plataformas de servicios, elevado a unos dos metros de altura sobre un montacargas hidráulico. Esa posición le dio a Lynley la oportunidad de examinar la parte inferior además de la parte delantera y de ambos guardabarros para ver si se había ocasionado algún desperfecto. La parte delantera estaba en perfecto estado, pero había unas rayas y una abolladura en el guardabarros izquierdo del coche que parecían misteriosas. Además, parecían recientes.

– ¿Es posible que hayan cambiado algún parachoques roto antes de que empezara a revisar el coche? -le preguntó al mecánico.

– ¡Esa posibilidad siempre existe, hombre! -le respondió-. Si la gente supiera comprar bien, no tendría por qué dejarse ni un céntimo en los garajes.

Así pues, a pesar de que había sido corroborado que el Audi se encontraba en buen estado y que se hallaba en el lugar en el que Staines le había dicho, aún cabía la posibilidad de que esas rayas y esa pequeña abolladura significaran alguna cosa más que unas limitadas habilidades automovilísticas. Staines no podía ser tachado de la lista, a pesar de que había insistido en que esas rayas y esa abolladura también eran un misterio para él y de la frase «la maldita Lydia también usa el coche, inspector».

Lynley le dejó en una parada de autobús y le ordenó que no se marchara de Brighton.

– Si se cambia de casa, llámeme -le dijo a Staines mientras le entregaba su tarjeta-. Quiero estar informado.

Luego se dirigió hacia Londres. Situada al nordeste de Regent's Park, Chalcot Square era otra zona de la ciudad que estaba experimentando cierto aburguesamiento. Si no se hubiera dado cuenta de eso por los andamios que había situados en la parte delantera de la mayoría de los edificios, lo habría hecho al ver las fachadas recién pintadas de las otras casas. Ese barrio le recordaba a Notting Hill. Los edificios de la calle estaban pintados con la misma variedad de colores brillantes.

La casa de Gideon Davies permanecía medio oculta en una esquina de la plaza. Estaba pintada de un azul intenso, y la puerta principal era de color blanco. Tenía un estrecho balcón en la primera planta a lo largo del cual se extendía una blanca balaustrada, y las puertaventanas que se veían más allá de ese balcón estaban resplandecientemente iluminadas.

Su llamada a la puerta fue respondida con rapidez, como si el dueño de la casa hubiera estado esperando detrás de la puerta. Gideon Davies le preguntó con tranquilidad: «¿Inspector Lynley? -y cuando éste asintió con la cabeza, le sugirió-: Subamos al piso de arriba». Lo llevó hasta el primer piso, a través de una escalera cuyas paredes mostraban los enmarcados éxitos de su carrera profesional, y lo condujo hasta la sala que Lynley había visto desde la calle, donde un aparato de música ocupaba una de las paredes, y donde el cómodo mobiliario dispuesto por toda la sala era interrumpido por mesas y atriles. Había partituras por encima de los atriles y de las mesas, pero ninguna estaba abierta.

– No conozco a mi tío, inspector Lynley -declaró Davies-. No sé hasta qué punto podré ayudarle.

Lynley había leído las historias de los periódicos después de que el violinista se marchara de Wigmore Hall. Había pensado -probablemente de la misma forma que la mayor parte del público interesado en esa historia- que era otro ejemplo de alguien que había estado demasiado protegido durante muchos años y que, por un motivo u otro, se había venido abajo. Había leído las explicaciones subsiguientes que había dado la maquinaria responsable de su publicidad: agotamiento después de un extenuante programa de conciertos en la primavera. Y había considerado el asunto como una noticia de tres días para que los periódicos pudieran rellenar sus espacios en una época del año en la que no se producían muchos eventos dignos de mención.

Sin embargo, en ese momento vio que el virtuoso parecía estar enfermo. Lynley pensó de inmediato en la enfermedad de Parkinson -sus pasos eran inseguros y las manos le temblaban- y cómo esa enfermedad podría poner fin a su carrera. Eso era algo que su máquina publicitaria querría esconderle al público durante todo el tiempo que fuera posible, llamándolo cualquier cosa, desde agotamiento hasta nerviosismo, hasta que llegara el momento en que ya no pudieran seguir ocultándolo.

Davies hizo un gesto y señaló un grupo de tres sillones demasiado rellenos que estaban dispuestos en torno a la chimenea. Davies se sentó en el más cercano al fuego: había carbones artificiales entre los que sobresalían rítmicamente llamas azules y naranjas que parecían un soporífero visual. A pesar de su apariencia enfermiza, Lynley observó el gran parecido entre el violinista y Richard Davies. Tenían la misma constitución, y a ambos les sobresalían los huesos y unos músculos fibrosos. Sin embargo, el hijo no tenía la espalda curvada, aunque su forma de cruzar las piernas y de apretar sus cerrados puños contra el estómago indicaba que tenía otros problemas físicos.

– ¿Cuántos años tenía cuando sus padres se divorciaron, señor Davies? -le preguntó Lynley.

– ¿Cuando se divorciaron? -El violinista tuvo que pensar en la pregunta antes de poder contestarla-. Yo debía de tener unos nueve años cuando mi madre se marchó, pero no se divorciaron de inmediato. Bien, tampoco podrían haberlo hecho, teniendo en cuenta lo que dice la ley. Por lo tanto, tardaron… ¿qué? ¿Unos cuatro años? De hecho, ahora que lo pienso, no lo sé, inspector. Nunca salió el tema.

– ¿El tema del divorcio o el hecho de que les abandonara?

– Ninguno de los dos. Simplemente se marchó un día.

– ¿Nunca preguntó por qué?

– En mi familia no solemos hablar de temas personales. Había mucha… supongo que podría designarlo reticencia. No sólo estábamos nosotros tres en la casa y como comprenderá… Estaban mis abuelos, mi profesor y un inquilino. Formábamos una pequeña multitud. Supongo que era una forma de tener cierta intimidad: permitían que todo el mundo tuviera una vida privada que nunca se comentaba. Nadie expresaba ni sus pensamientos ni sus sentimientos. Bien, era un comportamiento propio de esa época, ¿no es verdad?

– ¿Y cuando murió su hermana?

En ese momento, Davies apartó la mirada de Lynley y la dirigió hacia el fuego, aunque el resto de su cuerpo permaneció inmóvil.

– ¿Qué pasa con la muerte de mi hermana?

– ¿Todo el mundo se guardó sus pensamientos y sus sentimientos cuando fue asesinada? ¿Y durante el juicio que se produjo a continuación?

Davies juntó las piernas, como si ese gesto pudiera protegerle de las preguntas.

– Nadie hablaba nunca de eso. «Mejor olvidar» era el lema de la familia, inspector, y vivíamos de acuerdo con ese lema. -Levantó el rostro hacia el techo y tragó saliva-. ¡Dios mío! Supongo que ése es el motivo por el que mi madre nos dejó. En esa casa nunca se hablaba de lo que necesitaba ser hablado con urgencia, y me imagino que no pudo soportar esa situación por más tiempo.

– ¿Cuándo fue la última vez que la vio, señor Davies?

– Por aquel entonces -respondió.

– ¿Cuando tenía nueve años?

– Papá y yo nos fuimos de gira a Austria. Cuando regresamos, ya no estaba.

– ¿No ha tenido noticias suyas desde entonces?

– No.

– ¿No se puso en contacto con usted durante estos últimos meses?

– No. ¿Por qué?

– Su tío me ha dicho que ella intentó verle. Tenía intención de pedirle dinero prestado. También le contó que había sucedido algo que le impedía pedirle dinero. Me pregunto si sabe a qué se refería.

En ese momento, Davies pareció ponerse en guardia, como si una barrera hubiera caído como un delgado escudo de metal para cubrirle los ojos.

– He tenido… Bien, podríamos decir que he tenido ciertos problemas para tocar.

Dejó que Lynley completara la idea: una madre ansiosa por el bienestar de su hijo nunca le pediría dinero, ni para ella ni para un hermano que había dejado por imposible.

Esa suposición no contradecía lo que Richard Davies le había dicho sobre su ex mujer. Según él, lo había estado llamando para preguntar sobre el estado de salud de su hijo. Pero si su madre se había negado a pedirle dinero a su hijo a causa de su enfermedad, entonces había algo que no encajaba. De hecho, había varios meses de diferencia entre una cosa y otra. Gideon Davies había sufrido la experiencia traumática de Wigmore Hall en el mes de julio. Ahora estaban en noviembre. Y según Ian Staines, cuando su hermana había cambiado de opinión, las dificultades musicales de Gideon ya habían pasado. No era algo vital, pero no podía ser pasado por alto.

– Su padre me contó que ella le había estado llamando con regularidad para preguntar sobre su estado de salud; por lo tanto, estaba al corriente de sus dificultades -dijo Lynley a modo de asentimiento-. Pero nunca dijo nada de que quisiera verlo a usted o de que le pidiera permiso para hacerlo. ¿Está seguro de que no se puso en contacto directo con usted?

– Inspector, creo que me acordaría si mi madre hubiera intentado ponerse en contacto conmigo. Ni lo hizo, ni podía hacerlo. Mi número no aparece en el listín telefónico y, en consecuencia, sólo podría haberlo hecho a través de mi padre o de mi agente, o presentándose a uno de mis conciertos y enviando una nota a los camerinos.

– ¿No hizo nada de eso?

– No, no hizo nada de eso.

– ¿Y no le hizo llegar ningún mensaje a través de su padre?

– No me envió ningún mensaje -respondió Davies-. Por lo tanto, quizá mi tío mienta al decir que ella quería verme para pedirme dinero. O tal vez sea mi padre el que le mienta con lo de las llamadas telefónicas. Pero esto último es poco probable.

– Parece estar muy seguro. ¿Por qué?

– Porque mi padre era el primer interesado en que nos viéramos. Pensaba que podría serme de ayuda.

– ¿Con qué?

– Con el problema que tengo con la música. Mi padre pensaba que ella…-Entonces Davies volvió a mirar el fuego, y la seguridad que había mostrado unos instantes antes empezó a desaparecer. Las piernas le temblaban. Más para el fuego que para Lynley, prosiguió-: Aunque yo no creo que hubiera podido ayudarme. En este momento no creo que nadie pueda hacerlo. Pero estaba dispuesto a intentarlo. Eso es, antes de que fuera asesinada. Estaba dispuesto a intentarlo todo.

«Un artista que se ve obligado a estar alejado de su arte por culpa del miedo», pensó Lynley. El violinista no pararía hasta encontrar alguna clase de talismán. Estaría dispuesto a creer que su madre era el amuleto que podría hacer que tocara su instrumento de nuevo. Lynley, para asegurarse, le preguntó:

– ¿Cómo, señor Davies?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cómo podría haberlo ayudado su madre?

– Poniéndose de acuerdo con papá.

– ¿De acuerdo? ¿Sobre qué?

Davies reflexionó sobre la pregunta, y cuando la contestó, le explicó a Lynley muchísimas cosas sobre las diferencias que había entre su vida profesional y lo que le querían hacer creer al público.

– Que aceptara que no me pasa nada. Que aceptara que mi cabeza me está jugando una mala pasada. Eso es lo que papá quería que ella hiciera. Tenía que intentar convencerla, ¿comprende? Cualquier otra cosa habría sido impensable. Bien, «indecible» sería más bien la palabra que definiría a mi familia. Pero ¿impensable…? Eso supondría un esfuerzo demasiado grande. -Se rió débilmente, un claro indicio de que se sentía desanimado y amargado-. No obstante, habría aceptado verla. Y habría hecho todo lo posible por creerla.

En consecuencia, tenía motivos para querer a su madre viva, no muerta. Especialmente si se aferraba a la convicción de que ella era la cura para su enfermedad. Con todo, Lynley dijo:

– Esto es pura rutina, señor Davies, pero tengo que preguntárselo: ¿dónde estaba la noche que su madre fue asesinada? Debió de suceder entre las diez y las doce de la noche.

– Aquí -respondió-. En la cama. Solo.

– Desde que se marchó de su casa, ¿se ha puesto en contacto con un hombre llamado James Pitchford?

Davies pareció sorprendido de verdad.

– ¿James el Inquilino? No. ¿Por qué?

La pregunta le pareció lo bastante ingenua.

– Su madre iba a verle cuando fue asesinada.

– ¿Iba a ver a James? Eso no tiene sentido.

– No -asintió Lynley-. Es verdad.

«Ni tampoco lo tenían muchas otras cosas que Eugenie había hecho», pensó Lynley. Se preguntó cuál de ellas la habría llevado a la muerte.

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