Capítulo 25

– Ojalá esta situación dejara de cambiar de dirección cada veinticinco minutos -comentó Havers-. Si así fuera, quizá podríamos empezar a solucionar este caso.

Lynley giró por Belsize Avenue e hizo un rápido repaso mental del callejero para pensar en una buena ruta para llegar a Portman Street. A su lado, Havers seguía quejándose.

– Por lo tanto, si han eliminado a Davies, ¿quién nos queda? Leach debe de tener razón. Tendremos que volver a sospechar de Wolff; tal vez haya usado algún coche antiguo de alguien que aún no hayamos localizado. Ese alguien le presta el coche, seguramente sin saber para qué lo quiere, y empieza a perseguir a todos aquellos que declararon contra ella. O tal vez los dos vayan a por ellos. Aún no hemos contemplado esa posibilidad.

– Eso implicaría que una mujer inocente ha pasado veinte años en la cárcel -apuntó Lynley.

– No sería la primera vez -replicó Havers.

– Pero sí que sería la primera vez que la supuesta inocente no intenta decir nada en defensa propia.

– Es de Alemania Oriental, un antiguo estado totalitario. Cuando Sonia Davies fue asesinada, sólo llevaba en Inglaterra… ¿Qué? ¿Dos años? ¿Tres? Unos policías extranjeros empiezan a interrogarla, le entra la paranoia y se niega a responderles. Para mí, tiene sentido. No creo que en el país del que procedía tuvieran mucha simpatía por la policía, ¿no te parece?

– Estoy de acuerdo en que quizá la policía la pusiera nerviosa -contestó Lynley-. Pero le habría dicho a alguien que era inocente, Havers. Es obvio que se lo debería haber dicho a sus abogados, pero no lo hizo. ¿Qué te sugiere eso?

– Que alguien la coaccionó.

– ¿Cómo?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -Havers se estiró del pelo en un gesto de frustración, como si al hacerlo pudiera hacer que el cerebro le indicara otra posibilidad, pero no fue así.

No obstante, Lynley pensó en lo que Havers acababa de sugerir. Por lo tanto, le indicó:

– Llama a Winston. Tal vez tenga algo para nosotros.

Havers usó el móvil de Lynley para hacerlo. Avanzaron con dificultad hasta Finchley Road. El viento, que había arreciado durante todo el día, había cobrado fuerza a última hora de la tarde, y ahora arrastraba con violencia las hojas de otoño y los desperdicios por toda la calle. También traía consigo una tormenta del noreste, y a medida que giraban hacia Baker Street, gotas de lluvia empezaron a salpicar el parabrisas del Bentley. La temprana oscuridad de noviembre había caído sobre Londres, y los faros de los coches brillaban con intensidad, creando una zona de juego para las primeras ráfagas de lluvia.

Lynley soltó una maldición y exclamó:

– ¡Esto empeorará la situación del escenario del crimen!

Havers asintió. Sonó el móvil de Lynley. Havers se lo pasó.

Winston Nkata les informó que, a no ser que la novia de Katja Wolff les estuviera mintiendo, la mujer alemana quedaba fuera de toda sospecha. Tanto por lo que respectaba al asesinato de Eugenie Davies como al caso de atropellamiento y fuga de Webberly. Habían estado juntas ambas noches.

– Eso no es ninguna novedad, Winston -le replicó Lynley-. Ya nos había explicado que Yasmin Edwards le había confirmado que ella y Katja…

No se refería a Yasmin Edwards, les informó Nkata, sino a la guardiana suplente de la cárcel de Holloway, una tal Noreen McKay, que hacía años que estaba liada con Katja Wolff. No había querido confesarlo por razones obvias, pero después de presionarla, había conseguido que admitiera que había estado con la mujer alemana en las dos noches en cuestión.

– De todos modos, llame a la sala de incidencias para que su nombre conste en la lista -le dijo Lynley a Nkata-. Y que comprueben si aparece en la lista de la Dirección General de Tráfico. ¿Dónde está Wolff ahora?

– Supongo que está en su casa de Kennington -contestó Nkata-. Ahora mismo me dirijo hacia allí.

– ¿Por qué?

Se produjo una pausa al otro lado de la línea antes de que el agente dijera:

– Pensaba que sería una buena idea informarle de que estaba libre de sospecha. La he tratado con bastante dureza.

Lynley, que se estaba preguntando a quién debía de estar refiriéndose exactamente, le ordenó:

– Primero llame a Leach y dele el nombre de Noreen McKay. Y también la dirección.

– ¿Y después?

– Ocúpese del asunto de Kennington. Pero, Winnie, no se entretenga.

– ¿Por qué me lo dice, inspector?

– Tenemos otro caso de atropellamiento y fuga. -Lynley le puso al corriente de la situación, y le contó que él y Havers estaban en camino hacia Portman Street-. Ahora que Davies ha quedado descartado, tenemos un nuevo partido. Nuevas reglas, nuevos jugadores, y por lo que sabemos, un objetivo totalmente diferente.

– Pero si Wolff tiene coartada…

– Vaya con cuidado -le advirtió Lynley-. Aún hay muchas cosas que no sabemos.

Después de colgar, le hizo un resumen de la conversación a Havers. Cuando éste concluyó, Barbara exclamó:

– ¡Cada vez tenemos menos sospechosos!

– ¡Así es! -asintió Lynley.

Diez minutos después, ya habían finalizado el recorrido hasta Portman Street; aunque no hubieran sabido que se había producido un accidente, se habrían percatado enseguida al ver las luces intermitentes no muy lejos de la plaza y la lenta velocidad a la que se movía el tráfico. Aparcaron entre la acera y el carril del autobús.

Avanzaron con dificultad bajo la lluvia rumbo a las luces, abriéndose camino entre una gran multitud de curiosos. Las luces procedían de dos coches patrulla que bloqueaban el carril del autobús y de un tercero que impedía que pasaran los coches. Los agentes de uno de los coches estaban conversando en medio de la calle con un guardia urbano, mientras que los de los otros dos coches estaban hablando con la gente de la calle e intentando entrar en un autobús que estaba aparcado de lado con una rueda sobre la acera. No había ninguna ambulancia a la vista. Ni tampoco se veía ningún equipo que se ocupara del escenario del crimen. Ni tampoco habían acordonado la zona en la que se había producido la colisión, que no podía ser otra que el carril donde estaba aparcado el coche patrulla. Lo que significaba que nadie se estaba ocupando de las posibles pruebas que pudiera haber y que, por lo tanto, éstas desaparecerían bien pronto. Lynley dijo una palabrota en voz baja.

Con Havers pegada a sus talones, se abrió paso entre la multitud y le mostró la identificación al agente más cercano; es decir, un poli que llevaba anorak. La lluvia le resbalaba desde el casco hasta el cuello. De vez en cuando, se la sacudía de encima.

– ¿Qué ha sucedido? -le preguntó Lynley al agente-. ¿Dónde está la víctima?

– Se la han llevado al hospital -le respondió el agente.

– Así pues, ¿está vivo? -Lynley miró a Havers. Ésta hizo el signo de victoria con los dedos-. ¿En qué estado se encuentra?

– Yo diría que ha tenido mucha suerte. La última vez que tuvimos un caso así, estuvimos recogiendo restos humanos de la acera durante una semana, y el conductor ni siquiera consiguió avanzar cien metros.

– ¿Hay testigos? Tenemos que hablar con ellos.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Tenemos un caso similar de atropellamiento en West Hampstead -le contestó Lynley-. Otro en Hammersmith. Y un tercero en Maida Vale. La víctima de este caso guarda relación con los otros.

– Creo que les han informado mal.

– ¿Cómo dice? -Fue Havers quien lo preguntó.

– Eso no es un caso de atropellamiento y fuga. -El agente hizo un gesto con la cabeza para señalarles el autobús, donde uno de sus colegas estaba interrogando a una mujer que estaba sentada en el mismo asiento del conductor. El conductor en sí se encontraba en la acera, señalando el faro delantero izquierdo y hablando con gran seriedad con otro agente-. El autobús le dio a alguien -clarificó el agente-. Parece ser que alguien lo empujó desde la acera. Tuvo suerte de no morir en el acto. El señor Nai -señaló al conductor del autobús-tiene buenos reflejos y precisamente habían revisado los frenos del autobús la semana anterior. Hay algunos golpes y moretones, me refiero a los pasajeros, claro está, a causa del frenazo, pero la víctima tiene uno o dos huesos rotos, nada más.

– ¿Alguien vio quién le empujó?

– Eso precisamente es lo que estamos intentando averiguar.


Jill aparcó el Humber en un lugar en el que se indicaba con mucha claridad que estaba reservado para ambulancias, pero no le importó. Que se lo llevara la grúa, que se lo inmovilizaran, que le pusieran una multa. Salió como pudo de detrás del volante y se encaminó a toda prisa hacia la entrada de accidentes y urgencias. No había nadie en recepción, tan sólo un vigilante tras un sencillo mostrador de madera.

Echó un vistazo a Jill y le preguntó:

– ¿Quiere que llame a su médico, señora, o ya han quedado que vendrá a buscarla aquí?

– ¿Qué? -exclamó Jill, antes de comprender la conclusión a la que había llegado al ver su estado, su aspecto personal y el estado de nervios en el que se encontraba-. No, no quiero ningún médico.

Al oírlo, el hombre exclamó con un tono de desaprobación:

– ¿No tiene médico?

Ignorándolo, Jill avanzó con dificultad hacia una persona que parecía un doctor. Estaba consultando unas notas y llevaba un estetoscopio alrededor del cuello, lo que le daba un aire de autoridad que el vigilante no tenía. Jill le preguntó a gritos:

– ¿Richard Davies? -El doctor alzó la mirada-. ¿Dónde está Richard Davies? Me han llamado por teléfono. Me han dicho que venga. Lo han ingresado y no me diga que… No me diga que él… Por favor, ¿dónde está?

– Jill…

Se dio la vuelta. Estaba apoyado en una jamba cuya puerta daba a lo que parecía ser una sala de tratamiento que estaba justo detrás del mostrador del vigilante. Más allá pudo ver camillas con gente tumbada, tapada hasta la barbilla con delgadas mantas color pastel, y tras las camillas vio cubículos rodeados de cortinas, al pie de las cuales asomaban los pies de los que se ocupaban de los heridos, de los gravemente enfermos o de los moribundos.

Richard se encontraba entre los que no estaban heridos de gravedad. Jill sintió que le temblaban las piernas al verle. Exclamó:

– ¡Pensaba que estabas…! Me dijeron… Cuando me llamaron… -Empezó a llorar, lo que no era nada propio de ella y que, por lo tanto, indicaba lo asustada que estaba.

Richard avanzó hacia ella dando traspiés y se abrazaron.

– Les pedí que no te llamaran -le dijo-. Les dije que yo mismo te llamaría para comunicártelo, pero insistieron… Es lo que suelen hacer… Si hubiera sabido lo nerviosa… Ven aquí, Jill, no llores…

Intentó sacar un pañuelo para ella, y entonces fue cuando se dio cuenta de que llevaba el brazo derecho escayolado. Después se percató de todo lo demás: la escayola del pie derecho que asomaba tras las rasgada costura de los pantalones azul marino, el feo morado en un lado del rostro, y la hilera de puntos bajo su ojo derecho.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó a gritos.

– Llévame a casa, por favor. Quieren que pase la noche aquí, pero no necesito… No creo que haga falta… -La miró con seriedad-. Jill, ¿serías tan amable de llevarme a casa?

Le respondió que por supuesto que lo haría. ¿Había dudado alguna vez que estaría allí, que haría lo que le pidiera, que se ocuparía de él, que lo cuidaría?

Richard se lo agradeció con una gratitud que a ella le pareció conmovedora. Y cuando reunieron sus pertenencias, todavía se sintió más conmovida al ver que Richard había conseguido hacer las compras que había salido a hacer. Sacó cinco bolsas arrugadas y manchadas de la sala de tratamiento.

– Como mínimo, he encontrado el interfono del bebé -le comentó con ironía.

Se dirigieron hacia el coche, ignorando las protestas del joven médico y de la enfermera -todavía más joven-que intentaban detenerlos. Avanzaban poco a poco, ya que Richard tenía que pararse a descansar cada cuatro pasos más o menos. Mientras salían por la puerta de las ambulancias, le hizo un resumen de lo que había sucedido.

Había entrado en más de una tienda, le dijo, buscando lo que tenía en mente. Había acabado haciendo más compras de lo que se había imaginado, y las bolsas le habían resultado muy difíciles de llevar entre la multitud que ocupaba las calles.

– No estaba prestando atención, a pesar de que debería haberlo hecho -le dijo-. ¡Había tanta gente!

»Me dirigía hacia Portman Street para recoger el Granada, ya que lo había dejado en el aparcamiento subterráneo de Portman Square. Las aceras estaban abarrotadas: la gente corría de un lado a otro de Oxford Street para hacer las últimas compras antes de que las tiendas cerraran, los ejecutivos se dirigían a sus casas, grupos de estudiantes avanzaban a empujones, los vagabundos estaban ansiosos por encontrar portales en los que pasar la noche y por un puñado de monedas con el que saciar su hambre.

»Ya sabes cómo se pone esa parte de la ciudad -añadió-. Fue una locura ir allí, pero no lo quería posponer por más tiempo.

»Alguien me empujó en el preciso instante en que el autobús número 74 abandonaba la parada. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, ya estaba volando por los aires delante del vehículo. Una rueda me pasó por encima…

– ¡Del brazo! -exclamó Jill-. Del brazo. Oh, Richard…

– La policía me dijo que había tenido mucha suerte -concluyó Richard-. Podría haber sido… Bien, ya sabes lo que podría haber sucedido. -Se detuvo de nuevo de camino hacia el coche.

– ¡La gente ya no va con cuidado! -exclamó Jill enfadada-. Siempre andan con prisas. Van por la calle con los móviles pegados a la oreja y ni siquiera ven a nadie más. -Le pasó la mano por el morado de la mejilla-. Déjame que te lleve a casa, cariño. Déjame que te mime un poco. -Le sonrió con ternura-. Te prepararé un poco de sopa y de pescado, y te meteré en la cama.

– Esta noche tendré que ir a mi casa -apuntó Richard-. Perdóname, Jill, pero no me veo con ánimos de dormir en tu sofá.

– ¡Sólo faltaría! -contestó-. ¡Te llevaré a casa! -Se cambió de mano las cinco bolsas de la compra que había cogido de la sala de urgencias. Eran pesadas y raras, pensó. No era de extrañar que le hubieran hecho perder el equilibrio.

– ¿Qué le hizo la policía a la persona que te empujó? -le preguntó.

– No saben quién fue.

– ¿Que no saben…? ¿Cómo es posible, Richard?

Se encogió de hombros. Lo conocía lo suficiente para saber de inmediato que no se lo estaba contando todo.

– ¿Richard? -exclamó.

– Quienquiera que fuera, no dio la cara cuando me atropelló el autobús. Por lo que sé, él, o ella, ni siquiera sabía que me habían atropellado. Sucedió muy rápido, y en el preciso instante en que el autobús se alejaba de la acera. Si iba con prisas… -Se ajustó la chaqueta sobre los hombros, y le colgaba como una capa, ya que no podía ponérsela a causa de la escayola del brazo-. Sólo quiero olvidar que ha sucedido.

– Seguro que alguien ha visto alguna cosa -apuntó.

– Cuando la ambulancia vino a buscarme, ya habían empezado a interrogar a algunas personas. -Divisó el Humber donde Jill lo había dejado y avanzó dando tumbos en silencio. Jill le siguió y le preguntó-: Richard, ¿estás seguro de que me lo has contado todo?

No respondió hasta que estuvieron junto al coche. Entonces contestó:

– Creen que ha sido deliberado, Jill. ¿Dónde está Gideon? Tengo que advertirle.

Jill apenas sabía lo que hacía mientras abría la puerta del coche, echaba el asiento hacia delante y dejaba las bolsas de Richard sobre la parte trasera. Después de asegurarse que su prometido estuviera bien sentado, entró en el coche y se puso tras el volante.

– ¿Qué quieres decir con eso de deliberado? -Miró las marcas que la lluvia estaba dejando sobre el parabrisas e intentó ocultar su miedo.

Richard no respondió. Ella se volvió hacia él y le volvió a preguntar:

– ¿Qué quieres decir con eso de deliberado? ¿Guarda alguna relación con…? -Y entonces se percató de que sobre el regazo tenía el marco que ella había encontrado debajo del asiento.

– ¿De dónde ha salido esto? -le preguntó.

Jill se lo contó y añadió:

– Pero no entiendo… ¿De dónde debe de haber salido? ¿Quién es? No la conozco. No reconozco… Y es obvio que no puede ser… -Jill dudó, ya que no quería decirlo.

Richard lo hizo por ella:

– Es Sonia. Mi hija.

Jill sintió que un anillo de hielo le rodeaba el corazón de repente. Bajo la tenue luz procedente de la entrada del hospital, cogió la fotografía y se la acercó. Una niña -igual de rubia que su hermano de pequeño- sostenía un oso de peluche contra su mejilla. Sonreía a la cámara como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Si la tenía, seguramente no se habría dado cuenta, pensó Jill mientras contemplaba la fotografía por segunda vez.

– Richard, nunca me dijiste que Sonia… ¿Por qué nunca me ha dicho nadie que…? Richard. ¿Por qué nunca me has contado que tu hija tenía el síndrome de Down?

Entonces se volvió hacia ella y le contestó sin alterarse:

– No suelo hablar de Sonia. Nunca lo hago. Además, lo sabes.

– Pero necesitaba saberlo. Debería haberlo sabido. Merecía saberlo.

– Ahora te pareces a Gideon.

– ¿Qué tiene que ver Gideon con…? Richard, ¿por qué nunca me has hablado de ella? ¿Y qué hace esta fotografía en mi coche?

Las tensiones de todo el día -la conversación con su madre, la llamada desde el hospital, la frenética conducción- se le vinieron encima de repente. Le preguntó a gritos:

– ¿Intentas asustarme? ¿Crees que si veo lo que le sucedió a Sonia consentiré a tener a Catherine en el hospital y no en casa de mi madre? ¿Es eso lo que esperas? ¿Es eso de lo que se trata?

Richard lanzó la fotografía al asiento trasero y fue a caer sobre una de las bolsas.

– ¡No seas ridícula! Gideon quiere una fotografía de Sonia, sólo Dios sabe por qué, y la cogí para hacerla enmarcar de nuevo. Tal y como te habrás dado cuenta, le hace falta. El marco está abollado y el cristal… Lo has visto tú misma. Eso es todo, Jill. Nada más que eso.

– ¿Por qué no me lo contaste? ¿No te das cuenta del riesgo que corremos? Si tenía el síndrome de Down por una cuestión genética… Podríamos haber ido al médico. Podíamos habernos hecho análisis de sangre o algo así. Cualquier cosa. Lo que sea que hagan en estos casos. Pero en vez de eso, dejaste que me quedara embarazada sin que yo supiera que había una posibilidad…

– Lo sabía -respondió-. No hay ninguna posibilidad. Sabía que te harías la amniocentesis. Y una vez que supimos que Cara estaba bien, ¿qué sentido habría tenido darte un motivo de preocupación?

– Pero cuando decidimos tener un bebé, tenía el derecho… Porque si las pruebas hubieran indicado que algo iba mal, tendría que haber decidido… ¿No te das cuenta de que necesitaba saberlo desde el principio? Necesitaba conocer el riesgo para tener tiempo para pensarlo, en caso de que tuviera que decidir… Richard, no me puedo creer que me hayas ocultado una cosa así.

– Arranca el coche, Jill -sugirió-. Quiero irme a casa.

– No creas que me podrás hacer cambiar de tema con tanta facilidad.

Richard soltó un suspiro, levantó la cabeza hacia el techo, respiró profundamente y repuso:

– Jill, me acaba de atropellar un autobús. La policía cree que alguien me empujó de modo deliberado. Eso quiere decir que alguien intentó matarme. Bien, entiendo que estés enfadada. Estás empeñada en que tenías derecho a saberlo, y de momento lo acepto. Pero si fueras capaz de olvidarte de tus preocupaciones por un momento, te darías cuenta de que necesito ir a casa. Me duele la cara, me pica el tobillo y se me está hinchando el brazo. Podemos dejar todo esto en el coche y volver a urgencias para que me vea un médico o podemos volver a casa y hablar de todo esto mañana por la mañana. Tú eliges.

Jill se le quedó mirando hasta que Richard se volvió hacia ella y le miró a los ojos.

– Que no me lo hayas dicho es lo mismo que si me hubieras mentido.

Arrancó el coche antes de que él pudiera responder, y cambió de marcha con una violenta sacudida.

Richard se estremeció y dijo:

– Si hubiera sabido que ibas a reaccionar de esta manera, te lo habría dicho. ¿De verdad piensas que quiero discutir contigo? ¿Ahora precisamente? ¿Con el bebé a punto de nacer? ¿De verdad piensas que eso es lo que quiero? Por el amor de Dios, hemos estado a punto de perdernos uno al otro esta misma tarde.

Jill avanzó con el coche hasta Grafton Way. Su intuición le decía que algo iba mal, pero lo que su intuición no le decía era si tenía que ver con ella o con el hombre que amaba.

Richard no pronunció palabra hasta que hubieron atravesado Portland Place y hasta que empezaron a dirigirse hacia Cavendish Square bajo la lluvia. Entonces espetó:

– Debo hablar con Gideon lo antes posible. También podría estar en peligro. Si le sucediera algo… después de todo lo que ha pasado…

Ese «también» se lo dijo todo a Jill. Le preguntó:

– Eso guarda relación con lo que le sucedió a Eugenie, ¿no es verdad?

Su silencio fue una respuesta muy elocuente. El miedo empezó a corroerla de nuevo.

Jill se percató demasiado tarde de que el camino que había escogido les llevaría directamente a Wigmore Hall. Y lo peor de todo era que, según parecía, esa noche había un concierto, ya que un exceso de taxis llenaba la calle, y todos se empeñaban en dejar a sus pasajeros justo delante de la marquesina de cristal. Jill vio que Richard giraba la cara para no verlo.

– Ha salido de la cárcel -le anunció-. Y doce días después de que saliera, Eugenie fue asesinada.

– ¿Crees que la mujer alemana…? ¿La misma mujer que mató…? -Y entonces lo volvió a ver todo negro, lo que le imposibilitó tener otra discusión con él: la imagen de ese lastimoso bebé y el hecho de que le hubiera ocultado su enfermedad, precisamente a ella, a Jill Foster, que había tenido un interés serio y personal en conocer todo lo posible con respecto a Richard Davies y a sus hijos.

– ¿Tenías miedo de decírmelo? -le preguntó-. ¿Es eso?

– Ya sabías que Katja Wolff había salido de la cárcel. Incluso hablamos de ello con el detective el otro día.

– No estoy hablando de Katja Wolff. Te estoy hablando de… Ya sabes a lo que me refiero. -Giró hacia Portman Square y desde allí cruzó Park Lane-. Tenías miedo de que, si lo sabía, quizá no quisiera tener un hijo contigo. Me habría sentido demasiado asustada. Tenías miedo de eso y, por lo tanto, no me lo contaste porque no confiabas en mí.

– ¿Cómo esperabas que te diera esa información? -le preguntó Richard-. ¿Se suponía que debía decirte: «A propósito, mi ex mujer parió un hijo disminuido»? No era importante.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– Tú y yo no íbamos a por un bebé. Teníamos relaciones sexuales. Muy buenas. Las mejores. Y estábamos enamorados. Pero no íbamos…

– No tomaba ninguna clase de precaución. Y tú lo sabías.

– Pero lo que yo no sabía era que tú no estabas al corriente de que Sonia… ¡Santo Cielo! Cuando murió, apareció en todos los periódicos: que fue asesinada, que tenía síndrome de Down, que la ahogaron. Nunca se me pasó por la cabeza que tendría que decírtelo yo mismo.

– ¡No lo sabía! Murió hace más de veinte años, Richard. Yo sólo tenía dieciséis años. ¿A qué adolescente de dieciséis años conoces que sea capaz de recordar lo que leyó en el periódico veinte años atrás?

– No soy responsable de lo que tú puedas o no recordar.

– Pero tenías la responsabilidad de explicarme algo que podría afectar mi futuro y el futuro de nuestro bebé.

– Lo hacías sin precauciones. Supuse que ya tenías el futuro planeado.

– ¿Estás intentando decirme que crees que te tendí una trampa? -Habían llegado al semáforo del final de Park Lane, y Jill se giró de una forma extraña en el asiento para quedar de cara a él-. ¿Es eso lo que estás insinuando? ¿Estás intentando decirme que yo estaba tan desesperada por conseguirte como marido que me quedé embarazada a propósito para asegurarme que me llevaras al altar? Bien, las cosas no han salido precisamente así, ¿verdad? He tenido que transigir con muchas cosas para llegar a un acuerdo.

Un taxi tocó la bocina a su espalda. Primero, Jill miró por el espejo retrovisor, y luego se dio cuenta de que el semáforo ya estaba en verde. Avanzaron poco a poco alrededor de Wellington Arch, y Jill se sintió agradecida por el tamaño del Humber, ya que la hacía mucho más visible a los autobuses y mucho más amedrentadora a los coches más pequeños.

– Lo que intento decirte -prosiguió Richard imperturbable-es que no quiero discutir sobre esto. No te lo conté porque pensaba que ya lo sabías. Es posible que nunca lo mencionara, pero no hice nada por ocultártelo.

– ¿Cómo puedes decir eso si no tienes a la vista ni una sola fotografía de ella?

– Lo he hecho por Gideon. ¿Crees que quería que Gideon se pasara la vida contemplando a su hermana asesinada? ¿No crees que eso hubiera afectado su música? Cuando Sonia murió, fue un infierno para todos nosotros. Para todos, Jill, Gideon incluido. Necesitábamos olvidar, y quitar todas las fotografías de Sonia nos pareció una forma de hacerlo. Bien, si eres incapaz de entenderlo o de perdonarme, si quieres poner fin a nuestra relación por eso… -La voz empezó a temblarle. Se colocó la mano sobre el rostro, estirándose la piel de la mandíbula, estirándola con violencia, sin pronunciar palabra.

Y Jill tampoco dijo nada en lo que les quedaba de trayecto hasta Cornwall Gardens. Pasó por Kensington Gore. Siete minutos más tarde ya estaban aparcando en un lugar del centro de la plaza cubierta de hojas secas.

En silencio, Jill ayudó a su prometido a salir del coche, levantó el asiento para coger los paquetes de la parte trasera. Por una parte, como eran para Catherine, le parecía más lógico dejarlos donde estaban; por otra, como el futuro de los padres de Catherine había dejado de verse claro tan de repente, tenía la impresión, sutil pero inconfundible, que debería llevarlos al piso de Richard. Jill los recogió con rapidez. También cogió la fotografía que había sido la causa de su discusión.

– A ver, déjame que coja algo -le sugirió Richard a la par que le ofrecía la mano buena.

– Puedo arreglármelas sola -le replicó.

– Jill…

– Puedo hacerlo sola.

Se encaminó hacia Braemar Mansions, y el decrépito edificio le recordó una vez más hasta qué punto había tenido que transigir con su prometido. «¿Quién querría vivir en un sitio así? -se preguntó- ¿Quién estaría dispuesto a comprar un piso en un edificio en el que los cimientos se estaban viniendo abajo?» Si ella y Richard esperaban vender el piso de su prometido antes que el suyo propio, entonces estarían condenados a no tener un hogar con jardín en el que establecer una familia con Catherine. Y eso era, quizá, lo que él siempre había querido.

Nunca se había vuelto a casar, se dijo a sí misma. Desde su divorcio habían pasado veinte años -¿dieciséis?, ¿dieciocho?, en realidad no importaba-y en todo ese tiempo nunca había permitido que una mujer entrara en su vida. Y ahora, en este mismísimo día, en la misma tarde que podría haber perdido la vida, pensaba en ella. En lo que le había sucedido y en lo que debía hacer para proteger a… ¿a quién? Ni a Jill Foster, su novia embarazada, ni a su futura hija, sino a su hijo. Gideon. Su hijo. Su maldito hijo.

Richard apareció tras ella mientras ésta subía las escaleras del edificio. Pasó ante ella y abrió la puerta, empujándola de golpe para que ella pudiera entrar en el oscuro vestíbulo, con las baldosas medio rotas en el suelo, y con el papel colgando de las mohosas paredes. Le parecía muy ofensivo que no hubiera ascensor y que sólo hubiera una pequeña curva que hiciera las funciones de rellano, en caso de que alguien necesitara descansar mientras subía. Pero Jill no quería descansar. Subió hasta el primer piso y dejó que su prometido sufriera a su espalda.

Cuando Richard consiguió llegar hasta arriba, respiraba con dificultad. En otras circunstancias, se habría arrepentido de haberle dejado subir sin su ayuda, ya que sólo contaba con una barandilla insegura y el ascenso se le hacía muy difícil a causa de la escayola de la pierna; pero en ese momento pensó que le serviría de lección.

– Mi edificio tiene ascensor -apuntó Jill-. La gente quiere ascensores, sabes, cuando piensa en comprarse un piso. Y, de hecho, ¿cuánto dinero esperas conseguir por este piso, comparado con lo que podríamos obtener con el mío? Entonces podríamos mudarnos de casa. Podríamos tener un hogar. Y entonces tendrías tiempo para pintar, redecorar, o hacer cualquier cosa que lo convirtiera en un piso vendible.

– Estoy agotado -declaró-. No puedo seguir así. -Se abrió paso y fue cojeando hasta la puerta del piso.

– Te viene muy bien, ¿verdad? -comentó a medida que entraban y que Richard cerraba la puerta a sus espaldas. Las luces estaban encendidas. Richard frunció el ceño al verlo. Se encaminó hacia la ventana y se asomó-. Así no podrás seguir hablando de los temas que quieres evitar.

– Eso no es verdad. No estás siendo nada razonable. Has tenido un susto, ambos lo hemos tenido, y ahora estás reaccionando. Cuando hayas tenido la oportunidad de descansar…

– ¡No me digas lo que tengo que hacer! -replicó con voz estridente. En el fondo sabía que Richard tenía razón, que se estaba comportando de un modo poco razonable, pero no podía parar. En cierta manera, todas las dudas tácitas que había abrigado durante tantos meses se estaban confundiendo con sus miedos no reconocidos. Todo eso borboteaba en su interior, como si fueran gases nocivos que buscaran una fisura por la que filtrarse-. Tú siempre te has salido con la tuya. Y yo he cedido una y otra vez. Y ahora quiero que las cosas se hagan a mi manera.

Sin apartarse de la ventana, le preguntó:

– ¿Estás así porque has visto esa fotografía antigua? -Alargó la mano en su dirección-. Entonces, dámela. Quiero destruirla.

– Creía que querías guardarla para Gideon -gritó.

– Sí, pero si nos va a crear tantos problemas… Dámela, Jill.

– No. Se la daré a Gideon. Después de todo, él es el único que importa. Cómo se siente Gideon. Lo que hace Gideon. Si Gideon toca su instrumento. Se ha interpuesto entre nosotros desde el principio, ¡Dios mío! Incluso nos conocimos a través de él, y ahora no tengo ninguna intención de sacarlo de su sitio. Tú quieres que Gideon tenga esa fotografía y, por lo tanto, la tendrá. Llamémosle ahora mismo y digámosle que la tenemos.

– Jill, no seas tonta. No le he explicado que sabes que él tiene miedo de tocar, y si le llamas para decirle lo de la fotografía, se sentirá traicionado.

– En esta vida no se puede tener todo, cariño. Gideon quiere la fotografía y la tendrá esta misma noche. Se la llevaré yo misma. -Cogió el teléfono y empezó a marcar el número.

– ¡Jill! -gritó Richard a medida que se le acercaba.

– ¿Qué es lo que querías darme, Jill? -preguntó Gideon.

Ambos se dieron la vuelta al oír su voz. Se encontraba junto a la puerta de la sala de estar, en el oscuro pasillo que conducía al dormitorio y al estudio de Richard. Sostenía un sobre cuadrado en una mano y una tarjeta con flores en la otra. Tenía el rostro del color de la arena, y unas grandes ojeras a causa del insomnio.

– ¿Qué es lo que querías darme, Jill? -repitió.

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