GIDEON

28 de agosto


Hice todo lo que me sugirió, doctora Rose, y no tengo nada que contarle, excepto que me sentí un completo estúpido. Quizás el experimento hubiera salido de otra forma si yo hubiera cooperado y lo hubiera llevado a cabo en su consulta, tal y como me pidió, pero no me concentraba en lo que me decía y, además, me parecía absurdo. Más absurdo incluso que pasarme horas escribiendo estas notas, en vez de estar practicando con mi instrumento, como solía hacer. Tal y como deseo hacer. Pero aún no lo he tocado.

«¿Por qué?»

No haga preguntas obvias, doctora Rose. Se ha acabado. ¿No se da cuenta de lo que significa? La música se ha acabado.

Papá ha estado aquí esta mañana. Acaba de marcharse. Pasó a visitarme para ver si había mejorado -entiéndase por si había tocado de nuevo-, aunque fue lo bastante bueno para no hacerme la pregunta directamente. Aun así, no tenía ninguna necesidad de hacérmela, ya que el Guarneri estaba en la misma posición en la que él lo había dejado el día que me trajo a casa desde el Wigmore Hall. Ni siquiera he tenido el valor de tocar la funda.

«¿Por qué?», me pregunta.

Ya sabe la respuesta. Porque en este momento me falta valor. Si no puedo tocar, si el don, el oído, el talento, la genialidad, o como quiera llamarlo, ha desaparecido de mí, en parte o en su totalidad, ¿cómo puedo existir? No cómo puedo continuar, doctora Rose, sino cómo puedo existir. ¿Cómo puedo existir si la esencia de lo que soy y de lo que he sido en los últimos veinticinco años radica y está definida por mi música?

«Entonces analicemos la música en sí misma -me dice-. Si todas las personas de su vida están en verdad relacionadas, de un modo u otro, con su música, quizá deberíamos hacer un examen más profundo de su música, ya que ésta puede ser la llave que nos ayude a abrir la puerta de sus preocupaciones.»

Me río y le pregunto: «¿Esa metáfora le ha salido así como así?».

Y usted me mira con sus penetrantes ojos. Se niega a hablar de frivolidades. Me dice: «Esa pieza de Bartok sobre la que estaba escribiendo… la sonata para violín… ¿es la que asocia con Libby?».

Sí, la asocio con Libby. Pero ella no tiene nada que ver con mi problema actual. Se lo puedo asegurar.

A propósito, mi padre ha visto mi libreta. Cuando vino a visitarme la encontró junto al asiento de la ventana. Y antes de que me lo pregunte, no estaba fisgoneando. Mi padre puede llegar a ser un cabrón pesado e insoportable, pero no es ningún espía. Simplemente se ha pasado los veinticinco años de su vida potenciando la carrera profesional de su único hijo, y le gustaría ver que mi carrera sigue a flote en vez de ver cómo se va al traste.

Único hijo, pero no por mucho tiempo. En estas últimas semanas me había olvidado de ello. Debemos tener en cuenta a Jill. No me puedo ni imaginar tener un nuevo hermano o hermana a mi edad, y mucho menos una madrastra ni siquiera diez años mayor que yo. Pero estamos en la época de las familias flexibles, y la sabiduría sugiere que uno se adapte a la nueva definición de esposa, por no hablar de la de padre, madre o hermanos.

Pero sí, me parece un poco extraño que mi padre haya formado una nueva familia. No es que esperara que fuera un hombre solo y divorciado para el resto de su vida. Sólo que después de casi veinte años en los que, que yo sepa, nunca tuvo una cita -y mucho menos el tipo de relación que pudiera sugerir el tipo de intimidad física que engendra niños-, la verdad es que me ha cogido por sorpresa.

Conocí a Jill en la BBC, el día en que vi las primeras imágenes del documental que habían grabado en el Conservatorio East London. Eso fue hace muchos años, un poco antes de que produjera esa maravillosa adaptación de Remedios Desesperados -a propósito, ¿la vio? Es muy aficionada a Thomas Hardy-y por aquel entonces trabajaba en la sección de documentales, o como lo llamen. Me imagino que papá también la conoció en esa época, pero no recuerdo haberlos visto nunca juntos y tampoco sé en qué momento empezaron a verse habitualmente. Lo que sí recuerdo es que una vez papá me invitó a cenar a su casa y que ella estaba en la cocina, removiendo algo que había en el fuego, y aunque me sorprendió verla allí, sencillamente supuse que estaba allí porque había traído la copia final del documental para que la viéramos. Me imagino que eso podría haber sido el comienzo de su relación. Ahora que lo pienso, después de esa cena papá cada vez tenía menos tiempo para mí. Por lo tanto, quizá todo empezara esa noche. Pero como Jill y papá nunca vivieron juntos -aunque papá dice que están haciendo todos los preparativos para mudarse juntos antes de que nazca el bebé-, nunca tuve ningún motivo para imaginarme que había algo entre ellos.

«Y ahora que lo sabe -me pregunta-, ¿cómo se siente? ¿Cuándo se enteró de su relación y de lo del bebé? ¿Y dónde?»

Ya veo por dónde va. Pero debo decirle que no creo que nos ayude mucho a resolver mi caso.

Me enteré de la relación de mi padre con Jill hace unos pocos meses; no fue el día del concierto de Wigmore Hall y, de hecho, ni siquiera pasó ni en la misma semana ni el mismo mes del concierto. Ni tampoco había una puerta azul a la vista cuando me dijeron lo de mi futura hermanastra. ¿Ve? Sabía adónde quería llegar, ¿no es verdad?

«No obstante, ¿cómo se sintió? -insiste en preguntarme-. Al saber que su padre iba a formar una segunda familia después de tantos años…»

«No era la segunda familia -le replico con prontitud-. Era la tercera.»

«¿La tercera?» Revisa las notas que ha estado apuntando durante nuestras sesiones y no encuentra ninguna referencia a una familia anterior a mi nacimiento. Pero hubo una familia y un fruto de esa unión, una niña que murió de pequeña.

Se llamaba Virginia, pero no sé con exactitud cómo ni cuándo murió, ni cuánto tiempo pasó entre su muerte y la separación de mi padre con esa mujer; ni siquiera sé quién era. De hecho, sólo tengo conocimiento de su existencia -y del primer matrimonio de mi padre-porque mi abuelo lo dijo a gritos durante uno de sus episodios. Era una de esas maldiciones del tipo «no eres hijo mío» que profería cuando se lo llevaban de casa por la fuerza. Excepto que en esa ocasión afirmó que no podía ser hijo suyo porque sólo era capaz de engendrar gente rara. Y supongo que alguien me dio una explicación precipitada -¿me la dio mi madre o ya se había ido por aquel entonces?-, porque supongo que me imaginé que cuando el abuelo hablaba de gente rara se estaba refiriendo a mí. Me figuro que Virginia murió porque debía de padecer alguna enfermedad, quizá hereditaria. Pero, de hecho, no sé de qué murió, ya que quienquiera que fuera que me hablara de la existencia de Virginia no lo sabía o no me lo quería decir, y porque nunca se volvió a hablar de ese asunto.

«¿Nunca más?», me pregunta.

Ya sabe cómo son las cosas, doctora. Los niños no suelen hablar de temas que asocian con caos, alboroto o discusiones. Aprenden a una edad bastante temprana las consecuencias que acarrea mencionar un tema que más vale olvidar. Me figuro que a partir de esto puede sacar sus propias conclusiones: como yo sólo prestaba atención a mi violín, una vez me hube asegurado el cariño de mi abuelo, me olvidé del tema.

Sin embargo, el tema de la puerta azul es algo totalmente diferente. Tal y como le dije cuando empezamos, he hecho exactamente lo que me pidió que hiciera y del mismo modo que intentamos hacerlo en su consulta. Recreé la puerta en mi mente: azul de Prusia con un aro plateado en el centro que hacía de tirador; dos cerraduras, creo, del mismo color plateado que el aro; y tal vez el número de la casa o del piso escrito sobre el tirador.

Dejé la habitación a oscuras, me estiré en la cama, cerré los ojos y visualicé esa puerta: visualicé cómo me acercaba a ella, cómo mi mano asía el aro que hacía de tirador y cómo metía la llave en la cerradura, primero la de abajo con una de esas anticuadas llaves de grandes dientes que se pueden duplicar con facilidad, y después la de arriba, que era moderna, segura y a prueba de ladrones. Una vez que hube abierto las cerraduras, apoyé el hombro en la puerta, le di un ligero empujón y… Nada. Absolutamente nada.

Ahí dentro no hay nada, doctora Rose. Tengo la mente en blanco. Quiere hacer saltos interpretativos a partir de lo que yo encuentre tras esa puerta o del color del que esté pintada o del hecho de que tenga dos cerraduras en vez de una, o de que un aro haga de tirador -«¿es posible que esté huyendo de sus compromisos?», se pregunta-mientras yo me inspiro en este ejercicio para acabar diciéndole que no sirve de nada. No he averiguado nada. No hay nada demoníaco que esté al acecho tras esa puerta. No conduce a ninguna habitación que alcance a recordar, simplemente está al final de la escalera como…

«Escalera -dice con prontitud-. Así pues, hay una escalera.»

Sí. Una escalera. Ambos sabemos que eso significa subir, elevarse, ascender, hacer todo lo posible por salir de esta trampa… ¿Y qué?

Mis garabatos le indican el grado de agitación que padezco, ¿verdad? «Acepte el miedo -me dice-. No le hará daño, Gideon. Los sentimientos no le matarán. No está solo.»

«Nunca había pensado que lo estaba -le replico-. No afirme cosas que yo nunca he dicho, doctora Rose.»


2 de septiembre


Libby ha estado aquí. Sabe que algo va mal porque hace días que no oye el violín y, normalmente, cuando ensayo, lo oye sin parar. Ése es el principal motivo por el que no alquilé el piso de la planta baja después de que se marcharan los inquilinos anteriores. Contemplé la posibilidad de hacerlo cuando compré la casa de Chalcot Square y me trasladé allí, pero no quería la distracción de un inquilino entrando y saliendo -aunque fuera por una puerta diferente-ni tampoco quería limitar mis horas de ensayo teniendo que preocuparme por otra gente. Le conté todo eso a Libby cuando estaba a punto de marcharse ese día. Ya se había abrochado la cremallera de su chaqueta de piel, se había puesto el casco ante la puerta principal, y al reparar en el piso vacío de la planta baja a través de la verja de hierro forjado, me preguntó: «¿Está en alquiler?».

Le expliqué por qué estaba vacío. Le conté que una joven pareja vivía en ese piso cuando compré el edificio. Y que como no eran capaces de acostumbrarse a oír el violín a altas horas de la noche, pronto se marcharon.

Inclinó la cabeza y me preguntó: «A propósito, ¿cuántos años tiene? ¿Siempre habla de ese modo? Cuando me estaba mostrando las cometas, hablaba con normalidad. ¿Qué ha pasado? ¿Tiene algo que ver con el hecho de ser inglés o algo así? Tan pronto como pone un pie fuera de casa, empieza a hablar como Henry James».

«Él no era inglés», le repliqué.

«Bien, lo siento. -Empezó a abrocharse la correa del casco, pero parecía un poco contrariada porque tenía problemas para hacerlo-. Aprobé los exámenes del instituto porque me leía las Cliff Notes [2], colega, y, por lo tanto, no distingo a Henry James de Sid Vicious. De hecho, ni siquiera sé por qué lo he mencionado a él. Y si nos ponemos así, tampoco sé por qué me ha venido Sid Vicious a la memoria.»

«¿Quién es Sid Vicious?», le pregunté con solemnidad. Se me quedó mirando fijamente y exclamó: «¡Venga, hombre! Seguro que estás bromeando».

«Sí», le respondí.

Después se rió. Bien, más que una risa parecía un grito. Me asió del brazo y empezó «Mira que…» con un grado tan excesivo de familiaridad que me sentí estupefacto y encantado a la vez. Me ofrecí a enseñarle el piso de la planta baja.

«¿Por qué?», me pregunta.

Porque me había preguntado sobre el piso y yo quería mostrárselo, y supongo que quería disfrutar de su compañía durante un rato. ¡Era tan poco inglesa!

«No le he preguntado por qué le enseñó el piso, Gideon -me replica-. Lo que quiero saber es por qué me está contando cosas de Libby.»

Porque ha estado aquí. Acaba de irse.

«Ella es importante para usted, ¿verdad?»

No lo sé.


3 de septiembre


«Libertad -me dice-. Dios, ¿no te parece horroroso? Mis padres fueron hippies antes de convertirse en unos yuppies, lo cual sucedió antes de que mi padre ganara mil millones de dólares en Silicon Valley. Sabes lo que es Silicon Valley, ¿verdad?»

Nos dirigimos hacia la cima de Primrose Hill. Llevo una de mis cometas. Libby me ha convencido para que la hagamos volar al caer la tarde (en algún momento del año pasado). Debería estar ensayando, ya que debo hacer una grabación de Paganini -se trata del Concierto Número dos para Violín-con la Filarmónica antes de tres semanas, y el Allegro maestoso me ha causado más de un problema. Libby acaba de llegar a casa después de tener una discusión con el desagradable Rock acerca de un dinero que le había retenido de nuevo, y me contó lo que él le había respondido al pedírselo. El gilipollas le había dicho: «¡Vete a freír espárragos y déjame en paz!». Pensé que sí, que tenía razón y que debería salir a que me diera el aire. Además, Gideon, trabajas demasiado.

Llevo ensayando más de seis horas, dos sesiones de tres horas con un pequeño descanso de una hora al mediodía que he aprovechado para ir paseando hasta Regent's Park; por lo tanto, estoy de acuerdo con el plan. Le dejo escoger cometa y elige una de varias capas que requiere una velocidad precisa de viento para mostrar todo lo que puede hacer.

Nos ponemos en camino. Seguimos la curva de Chalcot Crescent -Libby, que según parece prefiere el Londres decadente al Londres modernizado, vuelve a criticar con dureza a los burgueses-, cruzamos Regent's Park Road y llegamos al parque; desde allí, empezamos a subir la colina.

«Demasiado viento -le digo, y lo hago a gritos porque las ráfagas de viento golpean la cometa y el nailon me da en la cara-. Esta cometa necesita condiciones perfectas. Dudo que ni siquiera consigamos alzarla.»

Ése resulta ser el caso, para decepción de Libby, ya que tiene ganas de maldecir a Rock. El canalla amenaza con decirle al responsable, quienquiera que sea -va moviendo la mano en dirección a Westminster, por lo cual me figuro que debe de estar hablando del gobierno-, que nunca estuvieron casados de verdad. Físicamente casados, quiere decir, ya que no lo hicieron. Y que todo es una mierda que no me puedo llegar a imaginar.

«¿Qué sucedería si él le contara al gobierno que nunca estuvisteis casados?»

«Pero sí que lo estábamos. De hecho, aún lo estamos. ¡Ostras! ¡Me saca de quicio!»

Parece ser que tiene miedo de que su situación legal se vea afectada si su marido se sale con la suya. Y como se ha trasladado de un piso indudablemente insalubre -así es como me lo imagino- a la planta baja de un edificio de Chalcot Square, él tiene miedo de perderla para siempre, lo cual no parece desear a pesar de sus constantes aventuras amorosas. Por lo tanto, acababan de tener otra discusión, que él había finalizado mandándola a freír espárragos.

Como no puedo complacerla con lo de la cometa, decido invitarla a tomar un café. Entonces me dice de qué nombre es diminutivo Libby: Libertad.

«Hippies -vuelve a decir de sus padres-. Querían que sus hijos tuvieran nombres diferentes -lo dice haciendo ver que da una calada a un porro imaginario de marihuana-, y el de mi hermana todavía es peor: Igualdad, ¿te lo puedes creer? La llaman Igu. Si hubieran tenido otra hija, la habrían llamado…»

«Fraternidad», respondo.

«¡Veo que lo has entendido! -me contesta-. Pero debería estar muy contenta de que escogieran nombres abstractos. ¡Ostras! Podría ser mucho peor. Podría llamarme Árbol.»

Me reí y añadí: «O quizás un tipo de árbol: pino, roble o sauce».

«Sauce Neale. El nombre perfecto para pasar inadvertida.» Manosea los sobres de azúcar hasta que encuentra uno de sacarina. Me entero de que siempre está a dieta y de que su intento de tener un cuerpo perfecto ha sido «el único contratiempo que ha sufrido en su tranquila existencia». Tira la sacarina en su café con leche descremada. «¿Qué me dices de ti, Gid?»

«¿De mí?»

«De tus padres, ¿cómo son? Estoy convencida de que no eran hippies.»

Como puede ver, aún no conoce a mi padre, a pesar de que él la vio desde la sala de música a finales de una tarde en la que ella regresaba del trabajo y aparcaba su Suzuki en el lugar habitual: en la acera, junto a las escaleras que conducen al piso de la planta baja. Había hecho rugir el motor dos o tres veces, tal y como acostumbraba, y había armado tal jaleo que había llamado la atención de mi padre. Mi padre se acercó a la ventana, la vio y exclamó: «¡Santo Cielo! Hay un motorista infernal que está encadenando su motocicleta a la verja de entrada, Gideon. Ven a ver». Dicho esto, abrió la ventana.

«Es Libby Neale. No pasa nada, papá. Vive aquí.»

Se dio la vuelta poco a poco de la ventana y exclamó: «¿Qué? ¿Eso es una mujer? ¿Vive aquí?».

«En el piso de la planta baja. Decidí alquilarlo. ¿No te lo había dicho?»

No se lo había contado. No obstante, no le había dicho nada de Libby ni del piso por ningún motivo en concreto; sencillamente, era un tema que no había aparecido en la conversación. Papá y yo hablamos a diario, pero nuestras conversaciones siempre giran en torno a nuestras preocupaciones profesionales: futuros conciertos, alguna gira que debe de estar organizando, sesiones de grabación que no han salido bien, entrevistas o apariciones en público. Lo prueba el hecho de que no supe nada de su relación con Jill hasta que llegó un punto en que no hablar de ella era más extraño que hacerlo. Después de todo, la repentina aparición de una mujer en un estado avanzado de embarazo en la vida de uno requiere algún tipo de explicación. Pero por otra parte, nunca hemos tenido una estrecha relación paternofilial. Desde mi infancia, ambos hemos estado absortos en mi carrera musical, y esa concentración por ambas partes ha excluido la posibilidad -o tal vez obviado la necesidad-de tener esa clase de intimidad que parece ser tan importante entre la gente de hoy en día.

No me malinterprete. En ningún momento he lamentado la clase de relación que existe entre mi padre y yo. Es sólida y verdadera, y aunque no sea el tipo de vínculo que nos haga desear subir juntos al Himalaya o recorrer el Nilo en barca, es una relación que me fortalece y que me ayuda. A decir verdad, doctora Rose, si no hubiera sido por mi padre, nunca habría podido llegar al lugar al que he llegado.


4 de septiembre


No. No me pillará con eso.

«¿Dónde está hoy, Gideon?», me pregunta con dulzura.

Pero me niego a participar. Mi padre no juega ningún papel en esto, sea lo que sea. Mi padre no tiene ninguna culpa de que yo ni siquiera sea capaz de sostener el violín. Me niego a convertirme en uno de esos bobos quejicas que echan la culpa a sus padres de todos sus problemas. La vida de mi padre fue muy dura, y él hizo todo lo que pudo.

«¿Dura? ¿En qué sentido?», quiere saber.

Bien, ¿puede imaginarse tener un padre como mi abuelo? ¿Que te mandaran a la escuela a los seis años? ¿Crecer con una dosis permanente de episodios psicóticos cuando estás en casa? ¿Y siempre tener la certeza de que no hay ninguna esperanza de estar a la altura de lo que se espera de ti por mucho que lo intentes, porque, en primer lugar, eres adoptado y tu padre nunca permitirá que lo olvides? No. Papá ha hecho todo lo posible por ser el mejor de los padres. Y, como hijo, se ha comportado mejor que la mayoría.

«¿Mejor que usted mismo?», me pregunta.

Eso se lo tendrá que preguntar a mi padre.

«Pero ¿qué opinión tiene de usted mismo como hijo, Gideon? ¿Qué es lo primero que le viene a la mente?»

«Decepción», le respondo.

«¿Siente que ha decepcionado a su padre?»

«No, sé que no debo, pero tal vez lo haga.»

«¿Le ha hecho saber lo importante que es para él que no le decepcione?»

«Ni una sola vez. Jamás. Pero…»

«¿Pero?»

Libby no le cae bien. De algún modo sabía que no le gustaría o, como mínimo, que no aprobaría que viviera abajo. Sabía que la consideraría una distracción en potencia, o lo que es peor, un impedimento a mi trabajo.

«Era la razón por la que dijo: "Se trata de esa chica, ¿no es verdad?" el día que sufrió la amnesia temporal en el Wigmore Hall. La culpó a ella de inmediato, ¿no es así?»

«Sí.»

«¿Por qué?»

«No es que él no quiera que esté con alguien. ¿Por qué debería hacerlo? La familia lo es todo para mi padre. Pero mi familia desaparecerá muy pronto si no me caso un día de éstos y tengo mis propios hijos.»

«Pero hay un bebé en camino, ¿no es verdad? La familia continuará de todas maneras, al margen de lo que usted haga.»

«Eso es verdad.»

«Por lo tanto, él puede desaprobar cualquier mujer de su vida sin temer a que usted se tome esa desaprobación a pecho y a que no se case. ¿No es así, Gideon?»

«No. No pienso seguir con esto. No se trata de mi padre. Si Libby no le cae bien es porque está preocupado por la influencia que pueda tener sobre mi música. Y tiene todo el derecho del mundo a estar preocupado. Libby es incapaz de distinguir una taza de un cuchillo de cocina.»

«¿Le interrumpe cuando trabaja?»

«No.»

«¿Le molesta? ¿Ignora su necesidad de estar solo? ¿Le pide hacer cosas durante el tiempo que tiene reservado para la música?»

«Nunca.»

«Usted mismo dijo que era una filistea. ¿Ha notado que se sienta orgullosa de su propia ignorancia?»

«No.»

«A pesar de todo eso, no le cae bien a su padre.»

Mire, es por mi propio bien. Nunca ha hecho nada que no fuera por mi bien. Estoy aquí gracias a él, doctora Rose. Cuando comprendió lo que me había sucedido en Wigmore Hall, no me dijo «espabílate», «cálmate» o «ahí delante tienes un público que ha pagado para verte». Lo único que le dijo a Raphael fue «está enfermo, haz el favor de excusarnos» y me sacó de allí a toda prisa. Me llevó a casa, me metió en la cama y estuvo sentado junto a mí la noche entera. «Saldremos de ésta, Gideon. De momento, intenta dormir.»

Le pidió a Raphael que buscara ayuda. Raphael sabía el buen trabajo que su padre había hecho con artistas bloqueados, doctora Rose. Y vine a usted. Lo hice porque mi padre quiere que pueda disfrutar de mi música.


5 de septiembre


Nadie más lo sabe. Sólo nosotros tres: Papá, Raphael y yo. Ni siquiera mi agente sabe muy bien lo que está ocurriendo. Según los consejos de un médico, ha divulgado la noticia de que se trata de agotamiento.

Supongo que la interpretación que se le ha dado a esa historia debe de ser alguna que otra versión de El Artista Resentido, pero no me importa. Prefiero que la gente piense que bajé del estrado porque no me gustaba la iluminación del escenario a que la verdad llegue a oídos del público.

«¿De qué verdad me habla?», me pregunta.

«¿Hay más de una?», le respondo.

«Sin duda -dice-: Existe la verdad de lo que le sucedió y existe la verdad del porqué. Lo que le ha pasado se llama amnesia psicogénica, Gideon. Nuestras sesiones tienen como objetivo averiguar por qué la padece.»

«¿Está intentando decirme que hasta que no sepamos por qué sufro esta…? ¿Cómo lo ha llamado?»

«Amnesia psicogénica. Es como la parálisis histérica o la ceguera: una parte de usted que siempre ha funcionado, en este caso su memoria musical, si quiere llamarlo así, simplemente deja de hacerlo. Hasta que no sepamos por qué está experimentando este problema, no podremos hacer nada por cambiarlo.»

Me pregunto si sabe hasta qué punto odio oír eso, doctora Rose. Me lo cuenta con gran amabilidad, pero me sigo sintiendo como un bicho raro. Y sí, sí. Ya sé cómo esa palabra resuena en mi pasado, no hace falta que me lo recuerde. Aún puedo oír cómo mi abuelo le gritaba a mi padre cuando se lo llevaban por la fuerza, y aún sigo designándome así cada día. «Bicho raro, bicho raro, bicho raro», me digo a mí mismo. Que acaben con el bicho raro. Que despachen al bicho raro.

«¿Es eso lo que es?», me pregunta.

¿Qué más podría ser? Nunca monté en bicicleta, ni jugué al rugby ni al criquet, jamás golpeé una pelota de tenis, y ni siquiera fui a la escuela. Tenía un abuelo dado a los ataques psicóticos, una madre que habría sido más feliz siendo monja de clausura y que, por lo que me han contado, acabó en un convento, un padre que trabajó el doble de lo normal hasta que yo me establecí profesionalmente, y un profesor de violín que me llevaba de las giras a los estudios de grabación y que no me perdía de vista. Me mimaban, me cuidaban y me adoraban, doctora Rose. En estas circunstancias, ¿qué más podría haber sido salvo un bicho raro con buena fe?

¿Le extraña que haya sufrido varias úlceras? ¿Que vomite sin parar antes de una actuación? ¿Que mi cerebro a veces retumbe como si me lo aporrearan con un martillo? ¿Que haga más de seis años que no he estado con una mujer? ¿Que incluso cuando era capaz de llevarme una mujer a la cama, no había ni intimidad ni alegría ni pasión en el acto, sino la mera necesidad de acabar lo antes posible, de descargar mis necesidades y de que se fuera a casa?

¿Y qué puede ser la suma de todo esto, doctora Rose, sino un bicho raro de lo más genuino?


7 de septiembre


Esta mañana Libby me ha preguntado si me pasaba algo. Ha venido al piso de arriba con su vestimenta habitual de días de fiesta -peto vaquero, camiseta y botas de montaña-y parecía estar a punto de irse a pasear porque llevaba el walkman que suele llevarse cada vez que se va a dar uno de esos largos paseos con el propósito de adelgazar. Yo me encontraba en el sillón que hay junto a la ventana, garabateando estas notas, cuando entró y vio que la estaba mirando. Se dirigió hacia mí.

Me contó que estaba probando una nueva dieta. Ella la llama la Dieta Anti-Blanca. «He probado la Dieta Mayonesa, la Dieta de la Sopa de Col, la Dieta de Zonas, la Dieta de Nueva York, la Dieta No Sé Qué No sé Cuantos. Ninguna me ha funcionado; por lo tanto, he decidido probar ésta.» Me cuenta que esta última consiste en comer todo lo que uno quiera mientras que no sea blanco. La comida que ha sido alterada artificialmente con colorantes también cuenta como blanca.

Me he dado cuenta de que está obsesionada por el peso, y eso es un misterio para mí. Que yo sepa, no está gorda, pero debo admitir que es difícil de ver porque siempre va vestida de cuero por su trabajo de mensajera o con su peto. No parece que tenga más ropa que esa. Aunque pueda parecer un poco gorda a los ojos de otra gente -y no me malinterprete porque a mí no me lo parece-, seguramente se debe al hecho de tener la cara redonda. ¿No es verdad que si uno tiene la cara redonda parece que esté gordo? Se lo digo, pero no le consuela en lo más mínimo. «Vivimos en una época esquelética -me dice-. Tienes suerte de tener una constitución delgada.»

Nunca le he contado el precio que he tenido que pagar para tener esa apariencia de demacrado que ella parece admirar tanto. En vez de eso le digo: «Las mujeres están demasiado obsesionadas por el peso. Estás estupendamente».

Una vez que le dije eso, me respondió: «Si estoy tan estupenda, ¿por qué no me invitas a salir?».

Y así fue como empezamos a vernos. ¡Qué expresión más rara eso de «vernos», como si fuéramos incapaces de ver a otra persona hasta que estuviéramos involucrados socialmente. Esa expresión no me gusta demasiado, porque tiene cierto sabor a eufemismo en un contexto innecesario. Por otro lado, lo de las «citas» me parece un poco adolescente. Y aunque no fuera así, tampoco definiría muy bien lo que estamos haciendo.

«Así pues, ¿qué es lo que hace con Liberty Neale?», desea saber.

Cuando en realidad lo que querría preguntar es: «¿Duerme con ella, Gideon? ¿Es la mujer que ha sido capaz de derretir el hielo que ha tenido en las venas estos últimos años?».

Supongo que eso depende de lo que usted entienda por dormir con alguien, doctora Rose. Y ya está usando otro eufemismo. ¿Por qué usamos la palabra «dormir» cuando dormir es la última cosa que queremos hacer cuando nos metemos en la cama con alguien del sexo contrario?

Pero sí, dormimos juntos. De vez en cuando. Con eso quiero decir que dormimos, no que follamos. Ninguno de los dos está preparado para nada más.

«¿Cómo llegaron a esa situación?», me preguntará.

Fue una progresión natural. Una vez me preparó la cena al final de un día especialmente agotador en el que había estado ensayando para un concierto en el Barbican. Me quedé dormido en su cama, ya que habíamos estado sentados allí escuchando una grabación. Me tapó con una manta y se tumbó junto a mí, y así permanecimos hasta la mañana siguiente. De vez en cuando dormimos juntos. Supongo que nos debe de parecer un consuelo a los dos.

«Reconfortante», me replicará.

Si con eso quiere decir que me gusta que esté, sí, es reconfortante.

«Eso es precisamente lo que no tuvo en su infancia, Gideon -señalará-. Si todo el mundo estaba tan obsesionado con su crecimiento artístico, es bastante probable que otras necesidades más importantes pasaran inadvertidas y, por lo tanto, insatisfechas.»

Doctora Rose, insisto en que acepte lo que le digo: tuve unos buenos padres. Tal y como ya le he dicho, mi padre trabajó como un burro para poder llegar a final de mes. Cuando se hizo patente que yo tenía el potencial, el talento y el deseo de ser… digamos lo que soy hoy en día, mi madre buscó un trabajo para poder ayudar con los gastos. Y si no veía a mis padres tan a menudo como me hubiera gustado a causa de todo esto, tenía a Raphael a mi lado casi todo el día, y si él no estaba, tenía a Sarah-Jane.

«¿Quién era?», me pregunta.

Sarah-Jane Beckett. De hecho, no sabría muy bien cómo llamarla. Institutriz es una palabra demasiado anticuada, y Sarah-Jane me habría dejado las cosas bien claras de inmediato si alguna vez hubiera osado llamarla así. Por lo tanto, supongo que debería decir que fue mi maestra. Como ya le he contado, una vez que quedó claro que tenía talento, nunca fui a la escuela porque los horarios eran incompatibles con las clases de violín. Así pues, contrataron a Sarah-Jane para que me instruyera. Cuando no estaba con Raphael, estaba con ella. Y como teníamos que encajar las horas de clase donde y como podíamos, vivía con nosotros. De hecho, vivió con nosotros durante muchos años. Debió de llegar cuando yo tenía cinco o seis años -tan pronto como mis padres se dieron cuenta de que sería imposible educarme del modo tradicional- y se quedó con nosotros hasta que yo cumplí los dieciséis, época en la que ya había completado mi educación y en la que mi horario de conciertos, grabaciones, ensayos y períodos de pruebas excluía la posibilidad de seguir estudiando. Pero hasta entonces, Sarah-Jane me dio clases a diario.

«¿La consideraba una especie de madre?», me preguntará.

Siempre, siempre saca el tema de mi madre. ¿Está buscando algún tipo de relación edípica, doctora Rose? ¿Qué le parece un complejo de Edipo por resolver? La madre se va al trabajo cuando el niño tiene cinco años, y éste por tanto se ve incapaz de llevar a cabo su deseo inconsciente de tirarse sobre ella. Después la madre desaparece cuando el niño tiene ocho o nueve años, quizá diez, los que sean, porque ni lo recuerdo ni me importa, y nunca más se volvió a saber de ella.

No obstante, recuerdo su silencio. ¡Qué extraño! Me acaba de venir a la mente. El silencio de mi madre. Recuerdo que una noche me desperté y que ella estaba en la cama conmigo. Me abrazaba con tanta fuerza que casi no podía respirar. Se me hacía muy difícil porque me rodeaba con los brazos y me cogía la cabeza como si… No importa. No lo recuerdo.

«¿Cómo le cogía la cabeza, Gideon?»

«No lo recuerdo. Lo único que sé es que me costaba respirar y que sentía su caluroso aliento en la cara.»

«¿Caluroso aliento?»

«Era tan sólo una sensación. Deseaba escapar de donde estaba.»

«¿Escapar de ella?»

«No. Tan sólo escapar. De hecho, deseaba correr. Aunque todo esto podría ser un sueño, ya que sucedió hace muchos años.»

«¿Sucedió más de una vez?», me preguntará.

Ya veo adónde quiere ir a parar, pero no le voy a seguir el juego, porque me niego a hacer ver que recuerdo lo que usted parece querer que yo recuerde. Los hechos son éstos: mi madre está junto a mí en la cama, me sostiene en sus brazos, hace calor y huelo su perfume. También siento un peso en la mejilla. Siento ese peso. Es cargante, pero inmóvil, y huele a perfume. Es extraño que recuerde ese olor. Soy incapaz de decirle qué era -me refiero al perfume, doctora Rose-, pero estoy convencido de que si lo oliera de nuevo lo reconocería de inmediato y que, además, me recordaría a mi madre.

«Supongo que le sostenía entre sus pechos -me dirá-. Por eso sentía un peso y el olor a perfume. ¿La habitación estaba a oscuras o había luz?»

«No lo recuerdo. Sólo me acuerdo del calor, del peso y del olor. Y del silencio.»

«¿Ha estado en la misma posición con alguna otra persona? ¿Con Libby, tal vez? ¿O con quien fuera que precediera a Libby?»

¡No! ¡Por el amor de Dios! Además, no se trata de analizar a mi madre. Ya lo sé. Sí. Soy consciente de que el hecho de que mi madre me/nos abandonara es de una gran importancia. No soy idiota, doctora Rose. Regreso a casa de Austria, mi madre ha desaparecido, nunca jamás vuelvo a verla, nunca más le oigo la voz ni vuelvo a leer ni una sola frase dirigida a mí escrita con su letra… Sí, sí, ya sé de qué va: es algo muy grave. Y como nunca más volví a tener noticias de ella, también me doy cuenta de la relación lógica que debí hacer de niño: era culpa mía. Tal vez hiciera esa relación cuando tenía ocho, nueve o los años que fuera que tenía cuando ella se marchó, pero no recuerdo haberla hecho y ni siquiera la hago ahora. Se marchó. Fin de la historia.

«¿Qué quiere decir con eso de "fin de la historia"?», me pregunta.

Pues simplemente eso. Nunca hablábamos de ella. O, como mínimo, yo nunca hablaba de ella. Si mis abuelos y mi padre lo hacían, o si Raphael o Sarah-Jane o James el Inquilino…

«¿Aún seguía allí cuando su madre se marchó?»

Sí… ¿O ya se había ido? Sí. No podía haber estado allí. Era Calvin, ¿no es verdad? Era Calvin el Inquilino el que intentaba llamar para pedir ayuda en medio del episodio del abuelo después de que mi madre nos abandonara… James se había largado hacía mucho tiempo.

«¿Largado? -me preguntará con asombro-. Esa palabra implica que había algún secreto -me dirá-. ¿Había algo extraño en el hecho de que James el Inquilino se marchara?»

Hay secretos en todas partes. Silencio y secretos. O, como mínimo, eso es lo que parece. Entro en una habitación y se hace el silencio, y sé que han estado hablando de mi madre. No me permiten que hable de ella.

«¿Qué pasa si lo hace?»

«No lo sé porque nunca me he saltado esa norma.»

«¿Por qué no?»

La música es lo más importante para mí. Tengo mi música. Aún la sigo teniendo. Mi padre, mis abuelos, Sarah-Jane, Raphael, incluso Calvin el Inquilino, tienen mi música.

«Esa norma de no poder preguntar nada sobre su madre, ¿se la han dictado explícitamente o es algo que se imagina?»

Debe de ser… No lo sé. No está en casa para darnos la bienvenida cuando regresamos de Austria. Se ha ido, pero nadie lo acepta. Cualquier indicio de ella en la casa ha desaparecido y, por lo tanto, da la impresión de que nunca vivió aquí. Nadie dice nada. No me hacen creer que se ha ido de viaje a alguna parte. Tampoco hacen ver que ha muerto de repente. Ni siquiera dejan entrever la posibilidad de que se haya fugado con otro hombre. Se comportan como si nunca hubiera existido. Y la vida sigue.

«¿Nunca preguntó nada?»

«Supongo que debía saber que ella era uno de los temas de los que nunca se hablaba.»

«¿Uno? ¿Había otros?»

Tal vez no la echara de menos. De hecho, no recuerdo haberlo hecho. Ni siquiera recuerdo muy bien el aspecto que tenía, salvo que tenía el pelo rubio y que solía cubrírselo con pañuelos de esos que normalmente lleva la Reina. Pero supongo que eso debía pasar cuando iba a la iglesia. Y sí, recuerdo haber estado con ella en la iglesia. La recuerdo llorando. La recuerdo llorando en una de esas misas matinales, con todas las monjas alineadas en los primeros bancos de esa capilla que tienen en Kensington Square. Las monjas están al otro lado de esa especie de pantalla que hay junto al crucifijo, aunque, en realidad, más que una pantalla parece una verja; la usan como separación entre ellas y el resto del público, salvo que en esas misas matinales no hay nadie para hacer de público. Sólo estamos mi madre y yo. Las monjas están delante, sentadas en esos bancos especiales y diciendo sus oraciones; una de ellas va vestida a la forma antigua, con el hábito, mientras que las demás van vestidas de calle, aunque con sencillez y con una cruz sobre el pecho. Durante la misa, mi madre se arrodilla, siempre lo hace, y apoya la cabeza en las manos. Llora sin parar. Y yo no sé qué hacer.

«¿Por qué llora?», es evidente que me preguntará.

Parece ser que siempre llora. Una de las monjas -la que lleva el hábito-se acerca a mi madre después de la comunión pero antes de que acabe la misa y nos lleva a ambos a una especie de sala de estar que hay en la capilla de al lado; una vez allí, la monja y mi madre hablan. Se sientan en una esquina de la habitación. Yo me encuentro en la otra esquina, en la más alejada, donde me han dicho que me siente y que me ponga a leer el libro que me han dado. Sin embargo, yo estoy impaciente por volver a casa, porque Raphael me ha ordenado que haga una serie de ejercicios de perfeccionamiento y, si los hago bien, me llevará al Festival Hall como recompensa. Un concierto. Tocará Ilya Kaler. Aún no tiene ni veinte años y ya ha ganado el Gran Premio del Concurso Paganini de Genova, y quiero oírle porque tengo la intención de llegar a ser más grande que Ilya Kaler.

«¿Cuántos años tiene entonces?», me pregunta.

Unos seis años. Como mucho, siete. Y estoy impaciente por volver a casa. Por lo tanto, me alejo de mi rincón, me acerco a mi madre, le estiro de la manga y le digo: «Mamá, me aburro», porque ésa es la forma que tengo de comunicarme con ella. No le digo: «Mamá, tengo que ir a practicar los ejercicios de Raphael», sino que le digo: «Me aburro y es tu deber de madre hacer algo para evitarlo». Pero sor Cecilia -sí, así se llama, he recordado su nombre- me suelta la mano de la manga de mi madre, me conduce de nuevo a mi rincón y me dice: «Estarás aquí sentado hasta que te llamemos, Gideon, y no me vengas con tonterías», y me quedo sorprendido porque nunca me habían hablado de ese modo. Después de todo, soy un niño prodigio. Soy -si se puede decir así- el más especial de toda la gente que me rodea.

Supongo que la sorpresa que me causó que una mujer vestida con un hábito me riñera de ese modo fue lo que hizo que me quedara quieto en mi rincón un rato más; mientras tanto, sor Cecilia y mi madre hablaban muy juntas en su esquina de la sala. Luego empiezo a darle patadas a una estantería para divertirme, pero le doy con demasiada fuerza y algunos libros empiezan a caer al suelo; también se cae una estatua de la Virgen María y se hace añicos sobre el suelo de linóleo. Mi madre y yo nos marchamos al cabo de un rato.

Esa misma mañana me luzco en mis clases. Raphael me lleva al Concierto, tal y como me había prometido. Lo ha organizado todo para que conozca a Ilya Kaler, y me llevo el violín para tocar con él. Kaler es fantástico, pero yo sé que llegaré más lejos que él. Incluso entonces, lo sé.

«¿Qué sucede con su madre?», me pregunta.

«Se pasa casi todo el día en el piso de arriba.»

«¿En el dormitorio?»

«No. No. En el cuarto de los niños.»

«¿En el cuarto de los niños? ¿Por qué?»

Y sé la respuesta. Sé la respuesta. ¿Dónde ha estado todos estos años? ¿Por qué me he acordado ahora de repente? Mi madre está con Sonia.


8 de septiembre


Tengo lagunas, doctora Rose. Están en mi cerebro como si fueran una serie de lienzos pintados por un artista, pero incompletos y coloreados sólo en negro.

Sonia forma parte de uno de esos lienzos. Ahora me acuerdo de su existencia. Había una Sonia, y era mi hermana pequeña. Murió a una edad muy temprana. También me acuerdo de eso.

Supongo que ésa es la razón por la que mi madre lloraba tanto en las misas matinales. Y la muerte de Sonia debe de haber sido otro de los temas de los que no hablábamos. Hablar de su muerte habría significado hurgar en la llaga del terrible dolor que sentía mi madre, y me imagino que queríamos evitarle ese sufrimiento.

He intentado formarme una imagen de Sonia, pero nada. Sólo el lienzo negro. Cada vez que intento evocarla participando en alguno de los eventos familiares -Navidades, por ejemplo, o Guy Fawkes Night [3], o el viaje anual en taxi con la abuela hasta Fortnum y Mason para celebrar la comida de aniversario en la Fuente… no recuerdo nada en absoluto. Ni siquiera recuerdo el día que murió. Ni tampoco el funeral. Sólo recuerdo el hecho de que murió porque de repente ya no estaba con nosotros.

«Igual que su madre, ¿no es verdad, Gideon?»

No. Esto es diferente. Debe de ser diferente porque lo siento diferente. Lo único que sé con certeza es que era mi hermana y que murió joven. En cambio, mi madre se fue. Lo que no sé es si se marchó inmediatamente después de que Sonia muriera o si pasaron meses o años. Pero, ¿por qué? ¿Por qué soy incapaz de acordarme de mi hermana? ¿Qué le sucedió? ¿De qué mueren los niños: cáncer, leucemia, fibrosis quística, escarlatina, gripe, neumonía… de qué más?

«Según lo que me ha contado es el segundo niño de su familia que murió joven.»

«¿Qué? ¿Qué quiere decir? ¿El segundo niño?»

«El segundo hijo que se le ha muerto a su padre, Gideon. Me contó lo de Virginia…»

Los niños mueren, doctora Rose. Son cosas que pasan. Todos los días de la semana. Los niños se ponen enfermos. Los niños mueren.

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