Capítulo 28

Richard sólo oyó la respiración en sus oídos. Jill cayó hacia abajo, y él oyó el crujido de la barandilla al romperse. Además, el enorme peso de su cuerpo aumentaba su velocidad; en consecuencia, en la única oportunidad que habría tenido de aterrizar -ese escalón ligeramente más ancho que Jill tanto odiaba-siguió rodando hacia el suelo.

No sucedió en un segundo. Pasó en un período de tiempo tan largo que para siempre parecería inadecuado. Y cada segundo que pasaba era un segundo en el que Gideon, un Gideon ágil y que no llevaba la pierna recubierta de escayola desde la rodilla hasta el pie, se alejaba cada vez más de su padre. Pero no sólo ganaba distancia, sino también seguridad. Y eso no lo podía permitir.

Richard bajó la escalera tan rápido como pudo. Al pie, Jill yacía desgarbada e inmóvil. Cuando llegó hasta ella, sus pestañas -que parecían azules bajo la tenue luz de las ventanas de la entrada-parpadeaban, y los labios se le abrían en un gemido.

– ¿Mamá? -susurró.

Tenía la ropa arrugada, y el enorme estómago le quedaba al descubierto de modo obsceno. El abrigo se le extendía por encima como un abanico gigantesco.

– ¿Mamá? -susurró de nuevo. Después soltó un lamento. Y luego profirió un grito y arqueó la espalda.

Richard avanzó hacia su cabeza. Con impaciencia, rebuscó entre los bolsillos del abrigo. La había visto guardarse las llaves en el bolsillo, ¿no? ¡Maldita sea, la había visto hacerlo! Tenía que encontrar esas llaves. Si no lo hacía, Gideon desaparecería; tenía que encontrarle, hablar con él, hacerle saber que…

Las llaves no estaban. Richard maldijo. Se puso en pie de un salto. Se encaminó de nuevo hacia la escalera y empezó a arrastrarse hacia arriba. A su espalda, Jill gritaba: «Catherine», pero Richard simplemente se apoyaba en la barandilla de la escalera, respiraba como un corredor y pensaba en el modo de detener a su hijo.

Una vez dentro del piso, buscó el bolso de Jill. Estaba en el suelo, junto al sofá. Lo recogió con rapidez. Luchó con el exasperante cierre. Le temblaban las manos. Los dedos se le movían con torpeza. Era incapaz de conseguir…

Sonó un timbre. Alzó la cabeza y miró alrededor de la habitación. No vio nada. Volvió al bolso. Consiguió descorrer el cierre y abrió el bolso con ímpetu. Vació el contenido sobre el sofá.

Sonó el timbre de nuevo. Lo ignoró. Después de manosear una barra de labios, el colorete, el talonario, la cartera, pañuelos de papel arrugados, bolígrafos y una pequeña libreta, las encontró. Estaban unidas por una familiar anilla de cromo: cinco llaves, dos de bronce, tres plateadas. Una de su propia casa, una del piso de Richard, una de la casa de sus padres en Wiltshire, y dos del Humber, la de contacto y la del maletero. Las cogió.

Otra vez el timbre. Pero esa vez alto e insistente, como si solicitara respuesta inmediata.

Soltó una maldición y se percató de que era el timbre de la puerta. ¿Gideon? ¡Santo Cielo! ¿Gideon? Pero no debía de ser él, porque él tenía su propia llave.

El timbre siguió sonando, pero Richard lo ignoró. Se dirigió hacia la puerta.

El sonido del timbre se desvaneció. Después cesó del todo. En sus oídos, Richard sólo oía su respiración. Parecía el lamento de las almas en pena, y el dolor empezó a acompañarlo, atravesándole la pierna derecha y abrasándole el brazo derecho, desde la mano hasta el hombro. El costado empezó a dolerle a causa del esfuerzo. Parecía incapaz de suspender el aliento.

Se detuvo y miró hacia abajo desde lo alto de la escalera. El corazón le latía a toda prisa. El pecho le palpitaba. Inspiró aire, rancio y húmedo.

Empezó a bajar. Se asió a la barandilla con fuerza. Jill no se había movido. ¿No quería o no podía? En realidad no importaba, ya que Gideon se había marchado.

– ¿Mamá? ¿Me ayudarás? -inquirió con voz débil. Pero mamá no estaba allí. Mamá no podía ayudarla.

Pero papá, sí. Papá lo haría. Siempre estaría junto a ella. No como en el pasado, esa figura revestida de esa astuta locura que iba y venía y que estaba entre papá y, sí, mi hijo, eres mi hijo. Pero el papá del presente, que no querría, no podría, sería incapaz de fallarle porque sí, hijo mío, eres mi hijo. Tú, lo que haces, lo que eres capaz de hacer. Todo tú. Eres mi hijo.

Richard llegó hasta el rellano.

A sus pies, oyó cómo se abría la puerta de la entrada.

– ¿Gideon? -gritó.

– ¡Por todos los santos! -exclamó una voz de mujer.

Una criatura achaparrada, que iba vestida con un abrigo de lana azul marino, pareció lanzarse sobre Jill. Tras ella apareció una figura, cubierta con un impermeable, a la que Richard Davies reconoció sin problemas. Sostenía una tarjeta de crédito entre las manos, el medio que había utilizado para poder abrir la puerta vieja y torcida de Braemar Mansions.

– ¡Santo Cielo! -exclamó, dirigiéndose a toda prisa hacia Jill para arrodillarse también junto a ella-. ¡Llame a una ambulancia, Havers! -Luego alzó la cabeza.

Sus ojos se posaron de inmediato en los de Richard; bajaba por la escalera, con las llaves del coche de Jill en la mano.


Havers acompañó a Jill Foster al hospital. Lynley se llevó a Richard Davies a la comisaría más cercana. Resultó ser la de Earl's Court Road, la misma comisaría de la que había salido Malcolm Webberly más de veinte años atrás, la noche en que le asignaron la investigación de la sospechosa muerte de Sonia Davies.

Si Richard Davies se percató de la ironía de la situación, no lo mencionó. De hecho, no dijo nada -estaba en su derecho-mientras Lynley le recitaba la lista de los derechos de los acusados. Trajeron a un abogado de oficio para que pudiera aconsejarle, pero lo único que preguntó Davies fue cómo podría mandarle un mensaje a su hijo.

– Debo hablar con Gideon -le dijo al abogado-. Gideon Davies. Seguro que ha oído hablar de él. El violinista que…

Aparte de eso, no tenía nada que decir. Se limitaba a repetir lo mismo que había dicho en interrogatorios anteriores. Conocía sus derechos, y la policía no tenía ninguna prueba para poder acusar al padre de Gideon Davies.

Lo que sí que tenían, no obstante, era el Humber, y Lynley regresó a Cornwall Gardens con el equipo oficial para supervisar la confiscación del vehículo. Tal y como Winston Nkata había pronosticado, los daños que hubiera podido sufrir el vehículo después de atropellar a dos -quizá tres-individuos deberían ser aparentes alrededor del parachoques delantero de cromo, y éste estaba bastante abollado. Pero eso era algo que cualquier abogado defensor podría rebatir con un poco de astucia y, en consecuencia, Lynley no contaba con eso para poder acusar a Richard Davies. Con lo que sí que contaba y con lo que sí que tendría serias dificultades ese mismo abogado para refutar serían las pruebas, tanto del parachoques como de la parte inferior del Humber. Porque era muy poco probable que Davies hubiera golpeado a Kathleen Waddington y a Malcolm Webberly, y que hubiera atropellado tres veces a su ex mujer sin dejar rastros de sangre, fragmentos de piel o el tipo de cabello que necesitaban con tanta desesperación -cabello pegado al mismísimo cuero cabelludo- en la parte inferior del coche. Para deshacerse de ese tipo de prueba, Davies debería haber contemplado esa posibilidad. Y Lynley tenía la corazonada de que no lo había hecho. Su larga experiencia le decía que no existía el asesino que pensara en todo.

Llamó al comisario Leach para darle la noticia y le pidió que le pasara la información al subjefe de policía Hillier. Le informó que permanecería en Cornwall Gardens hasta que retiraran el Humber de la calle, y que después iría a recoger el ordenador de Eugenie Davies, tal y como tenía previsto desde un principio. ¿Aún quería el comisario Leach que fuera a buscar ese ordenador?

Leach le respondió que sí. A pesar del arresto, Lynley había actuado con improcedencia al llevárselo, y aún tenía que registrarlo junto a las demás pertenencias de la víctima.

– Ahora que hablamos del tema, ¿ha ocultado alguna cosa más? -le preguntó Leach con perspicacia.

Lynley le respondió que no había cogido nada más que perteneciera a Eugenie Davies. Nada de nada. Y se sintió satisfecho con la verdad de su respuesta. Porque había llegado a comprender, tanto en la fortuna como en la adversidad, que las palabras apasionadas que un hombre había escrito sobre un papel y mandado a una mujer -de hecho, incluso las palabras que uno puede llegar a pronunciar-sólo son una especie de préstamo para la mujer, al margen del período de tiempo que cumplan su función. Las palabras en sí siempre pertenecen al hombre.


– No me empujó -fue lo que Jill Foster le dijo a Barbara Havers en la ambulancia-. No debe pensar que me empujó. -Su voz era débil, tan sólo un murmullo, y tenía la parte inferior del cuerpo manchada del charco de orina, agua y sangre que se había ido extendiendo a sus pies cuando Barbara se arrodilló junto a ella al pie de las escaleras. Pero eso era todo lo que era capaz de decir, porque el dolor se estaba apoderando de ella, o, como mínimo, eso era lo que le parecía a Barbara a medida que oía cómo Jill gritaba y cómo el enfermero observaba las constantes vitales mientras decía:

– Conecta la sirena, Cliff.

Era una explicación más que suficiente del estado en que se encontraba Jill.

– ¿El bebé? -le preguntó Barbara al enfermero en voz baja.

Le lanzó una mirada, no pronunció palabra, y después miró el gota a gota que había colocado junto a la paciente.

A pesar de la sirena, a Barbara se le hizo interminable el trayecto hasta el hospital más cercano que tuviera sala de emergencias. Pero cuando llegaron, la respuesta fue inmediata y gratificante. Los enfermeros llevaron a la paciente al edificio a toda prisa. Una vez dentro, la fue a buscar una multitud de personal, que se la llevó de inmediato, solicitando equipo, pidiendo que llamaran al departamento de obstetricia y reclamando fármacos oscuros y procedimientos misteriosos con nombres que camuflaban los propósitos.

– ¿Saldrá con vida? -le preguntaba Barbara a cualquier persona que se dignara a escucharla-. Va de parto, ¿verdad? ¿Se encuentra bien? ¿Y el bebé?

– Los bebés no deberían nacer en estas circunstancias -fue la única respuesta que fue capaz de obtener.

Permaneció en urgencias, recorriendo la sala de espera de un lado a otro hasta que se la llevaron a toda velocidad a la sala de operaciones. «Ya lo ha pasado bastante mal», fue la explicación que le dieron y «¿Es de la familia?», la razón por la que no le dijeron nada más. Barbara no sabía por qué sentía que para ella era importante saber que la mujer se iba a poner bien. Lo atribuyó a una extraña hermandad que en ese instante sentía hacia Jill Foster. Después de todo, no habían pasado tantos meses desde que ella misma fuera llevada a toda prisa en una ambulancia después de su encuentro con un asesino.

No se creía que Richard Davies no hubiera empujado a Jill Davies escaleras abajo. Pero eso era algo que tenía que ser solucionado más tarde, una vez que el período de recuperación le hubiera dado tiempo a Jill de ponerse al corriente de las otras maldades que había perpetrado su prometido. Una hora más tarde, le informaron de que se recuperaría. Había dado a luz a una niña: sana, a pesar de la precipitada entrada que había hecho en este mundo.

En ese momento, Barbara pensó que podía marcharse, y cuando empezaba a hacerlo -de hecho, ya se encontraba delante del hospital intentando averiguar qué autobuses, si es que había alguno, pasaban por Fulham Palace Road-, se dio cuenta de que estaba delante de Charing Cross Hospital, el mismo hospital en el que estaba ingresado el comisario jefe Webberly. Entró de nuevo.

En la planta undécima, le preguntó a una enfermera que había junto a la Unidad de Cuidados Intensivos. «Crítico y estacionario» fueron las palabras que la enfermera utilizó para describir el estado del comisario jefe, de lo que Barbara dedujo que aún estaba en coma, que todavía estaba conectado al sistema de respiración artificial, y que aún estaba en peligro de sufrir más complicaciones; en consecuencia, rezar por su recuperación le parecía tan arriesgado como contemplar la posibilidad de su muerte. Las personas que habían sido atropelladas y que habían sufrido lesiones cerebrales solían superar la crisis radicalmente cambiados. Barbara no sabía si deseaba un cambio de esa índole para su superior. No quería que muriese. Ni siquiera se atrevía a pensar en ello. Pero tampoco se lo podía imaginar sufriendo meses o años de terrible convalecencia.

– ¿Está su familia con él? -le preguntó a la enfermera-. Soy una de las agentes que está investigando lo que sucedió. Les traigo noticias. Si quieren escucharlas, claro está.

La enfermera miró a Barbara de arriba abajo. Barbara soltó un suspiro y le mostró la identificación. La enfermera la miró de soslayo y le dijo:

– Si es así, espere un momento.

Barbara se quedó a la espera de ver lo que sucedía a continuación.

Havers se imaginó que saldría a recibirla el subjefe de policía Hillier, pero en su lugar apareció la hija de Webberly. Miranda parecía exhausta, pero le sonrió y exclamó:

– ¡Hola, Barbara! ¡Qué bien que hayas venido! ¡No puede ser que aún estés de servicio a estas horas!

– Hemos arrestado a alguien -respondió-. ¿Se lo dirás a tu padre? Bien, ya sé que no puede oírte ni nada… Aun así, ya sabes…

– Sí que puede oírme -replicó Miranda.

Barbara, esperanzada, le preguntó:

– ¿Ya ha salido del coma?

– No, no es eso. Pero los médicos me han dicho que la gente que está en coma puede oír lo que se dice a su alrededor. Y estoy segura de que estará encantado de saber que han arrestado al que lo atropelló, ¿no cree?

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Barbara-. Se lo he preguntado a una enfermera, pero no me ha dicho gran cosa. Sólo que todavía no se había producido ningún cambio.

Miranda sonrió, pero le pareció una respuesta que fue generada para aliviar la preocupación de Barbara, no un reflejo de lo que la chica sentía en realidad.

– No, de hecho, no ha habido ningún cambio. Pero tampoco ha sufrido otro ataque al corazón, lo que todo el mundo considera una buena señal. Hasta ahora, ha estado estable, y nosotros… bien, nosotros tenemos esperanza. Sí. Nos sentimos bastante optimistas.

Sus ojos estaban demasiado brillantes, demasiado asustados. Barbara deseaba decirle a Miranda que no tenía ninguna necesidad de fingir ante ella, pero comprendió que ese intento de optimismo era más para sí misma que para los demás.

– Entonces yo también tendré esperanza. Todos nosotros la tendremos. ¿Necesitas algo?

– ¡Oh, no! Al menos, creo que no. Vine desde Cambridge a toda prisa y me dejé un trabajo que tengo que entregar. Pero es para la semana que viene y supongo que para entonces… Bien, quizá…

– Sí, quizá.

Unos pasos procedentes del pasillo les desviaron la atención. Se dieron la vuelta y vieron que se acercaba el subjefe de policía Hillier con su mujer. Entre ambos se hallaba Frances Webberly

– ¡Mamá! -gritó Miranda.

– ¡Randie! -exclamó Frances-. Randie, querida…

– ¡Mamá! -repitió-. ¡Estoy tan contenta! ¡Mamá! -Se dirigió hacia ella y le dio un fuerte y largo abrazo. Y después, quizá sintiendo que se liberaba de un peso que nunca debería de haber soportado en primer lugar, rompió a llorar.

– Los médicos han dicho que si tiene otro ataque al corazón, podría… Que, en realidad, podría…

– ¡No digas nada! -repuso Frances, con la mejilla apoyada en el pelo de su hija-. Llévame a ver a papá, ¿serías tan amable, cariño? Nos sentaremos juntas con él.

Cuando Miranda y su madre hubieron atravesado la puerta, el subjefe de policía Hillier le sugirió a su esposa:

– Quédate con ellas, Laura. Por favor. Asegúrate de que… -Hizo un gesto significativo. Laura Hillier las siguió.

El subjefe de policía observó a Barbara con un poco menos de desaprobación que de costumbre. De repente, tomó conciencia de la ropa que llevaba. Hacía meses que hacía todo lo posible para no cruzarse con él, y siempre que sabía con antelación que se lo iba a encontrar, se vestía con esa idea en mente. Pero en ese instante… Sentía que sus zapatillas rojas alcanzaban proporciones descomunales, y que los pantalones elásticos verdes que se había puesto esa mañana parecían tan sólo un poco menos apropiados.

– Hemos hecho un arresto, señor -le informó-. He pensado que podía pasar…

– Leach me ha llamado.

Hillier se encaminó hacia una puerta al otro lado del pasillo y la señaló con la cabeza. Debía seguirle. Cuando estuvieron dentro de lo que resultó ser una sala de espera, Hillier fue hacia un sofá y se dejó caer. Por primera vez, Barbara se percató de lo cansado que parecía, y se dio cuenta de que había estado ocupándose de su familia desde la noche anterior. Esa certeza la contrastó con la idea que tenía de él, ya que Hillier siempre le había parecido sobrehumano.

– ¡Buen trabajo, Barbara! -le felicitó-. El de los dos.

– Gracias, señor -le contestó con cautela; luego esperó a ver qué sucedería a continuación.

– Siéntese -le sugirió.

– Señor -contestó, y aunque hubiera preferido irse a su casa, se encaminó hacia una silla de comodidades limitadas y se sentó en un extremo.

En un mundo mejor, pensó Barbara, el subjefe de policía Hillier reconocería en ese momento de in extremis emocional las faltas en las que había incurrido. La miraría, reconocería sus mejores cualidades -era obvio que entre ellas no se incluía su sentido de la moda-y las admitiría una por una. La elevaría a su posición profesional previa y ése sería el fin del castigo que Hillier le había impuesto a finales del verano.

Pero no se encontraban en un mundo mejor y, en consecuencia, el subjefe de policía Hillier no hizo nada de eso. Se limitó a decir:

– Quizá no sobreviva. Todos estamos haciendo ver que sí vivirá, especialmente alrededor de Frances, por el bien que le pueda hacer, pero tenemos que enfrentarnos a la realidad.

Barbara no sabía qué decir y, por lo tanto, murmuró:

– ¡Maldita sea! -Porque así era cómo lo veía: como una maldición. Se sentía agobiada y sepultada en la impotencia. Y condenada, con el resto de la humanidad, a una espera interminable.

– Hace siglos que le conozco -prosiguió Hillier-. Ha habido momentos en los que no he sentido demasiada simpatía por él y Dios sabe que nunca he sido capaz de entenderle, pero ha estado junto a mí durante años, una presencia que de algún modo podía contar con que… seguiría ahí. Y me doy cuenta de que no me gusta la idea de que se vaya.

– Quizá no se muera -repuso Barbara-. Tal vez se recupere.

Hillier le lanzó una mirada y le replicó:

– Uno jamás se recupera de una cosa así. Es posible que viva, pero recuperarse… no. No será el mismo. No se recuperará. -Cruzó una pierna por encima de la otra, y en ese instante fue la primera vez que Barbara se fijó en su ropa, que eran las primeras prendas que se había encontrado la noche anterior, ya que nunca había tenido la ocasión de cambiarse durante el día. Y por primera vez en la vida le vio como un ser humano y no como su superior: ataviado con ropa informal, con un jersey que tenía un agujero en la manga-. Leach me ha explicado que todo fue para desviar sospechas.

– Sí, eso es lo que el inspector Lynley y yo pensamos.

– ¡Qué lástima! -Después se la quedó mirando-. ¿No hay nada más?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿No atropellaron a Malcolm por cualquier otro motivo?

Le miró a los ojos sin vacilación y leyó la pregunta que había tras ellos, la que preguntaba si lo que el subjefe de policía Hillier suponía, creía o deseaba creer sobre el matrimonio Webberly y sus componentes era cierto. Pero Barbara no tenía ninguna intención de darle al subjefe de policía ninguna información que guardara relación con ese asunto.

– No hay ninguna otra razón -le contestó Barbara-. Por lo que parece, a Davies le resultó muy fácil seguirle la pista a Webberly.

– Eso es lo que usted piensa -replicó Hillier-. Pero Leach me ha contado que Davies se niega a hablar.

– Hablará tarde o temprano -repuso Barbara-. Davies sabe mejor que nadie las consecuencias que puede tener el hecho de guardar silencio.

– Le he ordenado a Lynley que asuma las funciones de comisario jefe hasta que todo esto se solucione -le informó Hillier-. Lo sabe, ¿verdad?

– Dee Harriman me puso al corriente de la situación. -Barbara inspiró aire y lo retuvo, esperando, deseando y soñando que sucediera lo que al final no sucedió.

»Winston Nkata está haciendo un buen trabajo, teniendo en cuenta la situación, ¿no cree?

«¿Qué situación?», se preguntó. No obstante, contestó:

– Sí, señor. Está haciendo un buen trabajo.

– Creo que bien pronto lo ascenderemos.

– Se sentirá muy satisfecho, señor.

– Sí, supongo que sí.

Hillier la observó durante un buen rato, y luego apartó la mirada. Cerró los ojos. Apoyó la cabeza en el sofá.

Barbara permaneció sentada en silencio, preguntándose qué debería hacer. Al cabo de un rato, se decidió a decir:

– Debería irse a casa y dormir un poco, señor.

– Pienso hacerlo -contestó Hillier-. Todos deberíamos hacerlo, agente Havers.


Eran las diez y media cuando Lynley aparcó en Lawrence Street y dobló la esquina de casa de St. James. No había llamado con antelación para decirles que iba a pasar por su casa, pero mientras se dirigía hacia allí desde Earl's Court Road, decidió que si las luces de la planta baja estaban apagadas, no molestaría a sus ocupantes. Sabía que, en su mayor parte, era un acto de cobardía. Se estaba acercando el momento en el que tendría que recoger la cosecha que hacía tiempo que estaba sembrando, pero no tenía ningún interés en hacerlo. No obstante, había visto cómo su pasado dejaba caer las semillas perniciosamente en su presente, y sabía que para tener el futuro que deseaba no le quedaba más remedio que hacer un exorcismo que sólo se podría llevar a cabo si hablaba. Aún así, le habría gustado aplazarlo, y mientras doblaba la esquina esperó ver oscuridad en las ventanas, como una señal de que un poco más de dilación sería aceptable.

No tuvo tanta suerte. No sólo había luz en la puerta principal, sino que las ventanas del estudio de Deborah St. James lanzaban amarillentos rayos sobre la verja de hierro forjado que bordeaba la casa.

Subió los escalones y llamó al timbre. Dentro de la casa, el perro ladró a modo de respuesta. Seguía ladrando cuando Deborah St. James abrió la puerta.

– ¡Tommy! ¡Dios mío, estás empapado! -exclamó-. ¡Vaya nochecita! ¿Te has olvidado el paraguas? Ven aquí, Peach. Basta ya. -Cogió al pequeño teckel ladrador del suelo y se lo colocó debajo del brazo-. Simon no está en casa y papá está mirando un documental sobre lirones, no me preguntes por qué. Por lo tanto, se está tomando la vigilancia más en serio que de costumbre. Peach, deja ya de gruñir.

Lynley entró y se quitó el abrigo mojado. Lo colgó del perchero que había a la derecha de la puerta. Alargó la mano hacia el perro para que pudiera reconocerlo por el olfato, y Peach dejó de ladrar y de gruñir; además, mostró su disposición a aceptar sus saludos en forma de caricias detrás de las orejas.

– ¡No podría estar más malcriada! -exclamó Deborah.

– Está haciendo su trabajo. De todos modos, no deberías abrir la puerta sin más a estas horas de la noche, Deb. No es muy inteligente.

– Siempre doy por sentado que si llama un ladrón, Peach le morderá los tobillos antes de que pueda llegar a la primera habitación. No es que tengamos cosas de mucho valor, pero no me importaría que alguien se llevara esa cosa horrible con plumas de pavo real que descansa sobre el aparador del comedor. -Sonrió-. ¿Cómo estás, Tommy? Yo, ya ves, trabajando.

Lo condujo hasta el estudio, donde vio que Deborah estaba envolviendo las fotografías que había seleccionado para la exposición de diciembre. El suelo estaba cubierto de fotografías enmarcadas que aún no habían sido protegidas con el plástico, junto con un frasco de limpiacristales que había estado usando para limpiar el cristal que las cubría, un rollo de papel de cocina, cientos de láminas de plástico, cinta adhesiva y tijeras. Había encendido la chimenea de gas de la sala, y Peach se dirigió al desvencijado cesto que había delante.

– Es una carrera de obstáculos -afirmó Deborah-, pero si eres capaz de recordar el camino hasta el mueble bar, sírvete un poco del whisky de Simon.

– ¿Dónde está? -le preguntó Lynley. Rodeó las fotografías y se dirigió hacia el mueble bar.

– Ha ido a la Real Sociedad Geográfica para asistir a una conferencia: alguien que ha hecho un viaje a alguna parte y que luego iba a firmar los libros. Creo que tiene algo que ver con osos polares. En fin, que ha ido a una conferencia.

Lynley sonrió. Tomó un buen trago de whisky. Le serviría para darle coraje. Mientras esperaba a que el alcohol le llegara a la sangre, le dijo:

– Hemos arrestado a alguien en el caso en el que estoy trabajando.

– No has tardado mucho. Eres la persona adecuada para hacer este trabajo, Tommy. ¿Quién lo habría dicho, teniendo en cuenta el modo en que te criaste?

Rara vez mencionaba su infancia. Al ser un niño privilegiado que había engendrado otro niño privilegiado, hacía tiempo que se había sentido irritado por las cargas de la sangre, de la historia familiar, y de las responsabilidades que ambas implicaban. El hecho de pensar en todo eso -la familia, títulos inútiles que cada vez tenían menos sentido, capas de terciopelo ribeteadas con piel de armiño, y más de doscientos cincuenta años de linaje que siempre determinaban cuál debería ser el siguiente movimiento- le sirvió de recordatorio de lo que había venido a decirle y por qué. Aun así, buscó evasivas y contestó:

– Sí. Bien. Uno siempre tiene que actuar con rapidez cuando se trata de un caso de homicidio. Si las pistas empiezan a enfriarse, cada vez es más difícil hacer un arresto. A propósito, he venido a por el ordenador. El que le traje a Simon. ¿Todavía está en el laboratorio? ¿Puedo subir a buscarlo, Deb?

– ¡Por supuesto! -contestó, aunque le lanzó una mirada de curiosidad, bien por el tema que había escogido, si tenía en cuenta a lo que se dedicaba su marido, estaba más que enterada de la necesidad de ir rápido en un caso de asesinato, o bien por el tono en el que habló, que era demasiado cordial para ser creíble-. Sube. No te importa que yo siga aquí trabajando, ¿verdad?

– En absoluto -respondió, e hizo su huida, tomándose su tiempo para subir la escalera hasta la última planta de la casa. Una vez allí, encendió las luces del laboratorio y encontró el ordenador en el mismo sitio exacto en el que St. James lo había dejado. Lo desenchufó, se lo colocó sobre los brazos y volvió a bajar. Lo dejó junto a la puerta principal, y contempló la posibilidad de despedirse de ella con un adiós animado y salir por la puerta. Al fin y al cabo, era tarde, y la conversación que necesitaba mantener con Deborah St. James podía esperar.

Sin embargo, en el preciso instante en que estaba pensando posponerlo de nuevo, Deborah apareció junto a la puerta del estudio y empezó a observarle.

– ¡Hay algo que no va bien en tu mundo! -comentó-. No le pasa nada a Helen, ¿verdad?

Y Lynley se percató de que no podía seguir evitándolo, por mucho que deseara hacerlo.

– No, a Helen no le pasa nada.

– Me alegra oírlo -contestó-, ya que los primeros meses de embarazo pueden ser terribles.

Abrió la boca para responder pero perdió las palabras. Luego las encontró de nuevo.

– Así pues, lo sabes.

Deborah sonrió y dijo:

– ¡Cómo no iba a saberlo después de…! ¿Qué? ¿Cuántos llevo? ¿Siete embarazos?… Me sé los síntomas de memoria. Nunca consigo llegar muy lejos, me refiero a los embarazos, claro está, pero eso ya lo sabes, pero sí lo suficiente para saber que nunca podía sobreponerme a los mareos.

Lynley tragó saliva. Deborah entró de nuevo en el estudio. La siguió, encontró el vaso de whisky en el mismo sitio en que lo había dejado, y se refugió momentáneamente en sus profundidades. Cuando pudo, dijo:

– Sabemos cuánto deseas… Cómo has intentando… Tú y Simon…

– Tommy -dijo con firmeza-. Me alegro por vosotros. Nunca deberías pensar que mi situación, la de Simon y la mía…bien, no… la mía, en realidad, podría evitar que me sintiera feliz por vosotros. Sé lo que significa para vosotros dos, y el hecho de que yo no pueda traer un bebé al mundo… Sí, bien, es doloroso. Claro que es doloroso. Pero no quiero que el resto del mundo se suma en mi dolor. Y, desde luego, no deseo que nadie más esté en mi situación para así sentirme acompañada.

Se arrodilló entre las fotografías. Parecía haber dado el tema por concluido, pero Lynley no podía porque, por lo que a él respectaba, aún no habían empezado a hablar del tema de verdad. Se sentó delante de ella, en el sillón de piel en el que St. James siempre se sentaba cuando estaba en la sala.

– Deb -dijo, y al ver que alzaba los ojos, prosiguió-: Hay algo más.

Los ojos verdes de Deborah se oscurecieron al preguntar:

– ¿A qué te refieres?

– A Santa Barbara.

– ¿A Santa Barbara?

– Al verano en que tenías dieciocho años, cuando estudiabas en el instituto. Ese año en que hice cuatro viajes para verte: en octubre, en enero, en mayo y en julio; especialmente en julio, cuando condujimos por la carretera de la costa hasta Oregón.

Deborah no dijo nada, pero su rostro palideció; en consecuencia, supo que ella comprendía adónde quería ir a parar. Incluso mientras lo hacía, deseaba que algo sucediera para poder detenerle y para que no tuviera que confesarle algo que ni siquiera él podía soportar.

– En ese viaje dijiste que era a causa del coche -le explicó-. No estabas muy acostumbrada a conducir. O quizá fuera la comida, dijiste. O el cambio de clima. O el calor cuando estabas dentro o el frío cuando estabas fuera. No estabas habituada a esos cambios de temperatura del aire acondicionado, pero ¿no es verdad que los americanos son adictos al aire acondicionado? Escuché todas las excusas que me diste y opté por creerte. Pero siempre… -No deseaba decirlo, habría dado cualquier cosa por no tener que hacerlo. Pero en el último momento se esforzó por admitir lo que hacía tiempo que intentaba apartar de su mente-lo supe.

Deborah bajó la mirada. Vio cómo alargaba las manos para coger las tijeras y un trozo de envoltorio de plástico, a la vez que acercaba una de las fotografías. No hizo nada con ella.

– Después de ese viaje, esperé a que tú misma me lo contaras -añadió-. Lo que pensaba es que cuando me lo dijeras, podríamos decidir juntos lo que queríamos hacer. «Estamos enamorados y, por lo tanto, nos casaremos», me decía a mí mismo. Tan pronto como Deb admita que está embarazada.

– Tommy…

– Déjame que continúe. Hace años que lo pienso, y ahora que estamos aquí, debo llegar hasta el final.

– Tommy, no puedes…

– Siempre lo supe. Creo que incluso sé la noche en que sucedió. Esa noche en Montecito.

Ella permaneció en silencio.

– Deborah, por favor. Dímelo.

– Ya no tiene importancia.

– Para mí sí que la tiene.

– No después de todo este tiempo.

– Sí, después de todo este tiempo. Porque no hice nada. ¿No te das cuenta? Lo sabía, pero no hice nada. Dejé que te enfrentaras sola, fuera lo que fuera. Eras la mujer que amaba, la mujer que quería, e ignoré lo que estaba sucediendo porque… -Se percató de que aún no le miraba, que tenía la cara totalmente escondida por el ángulo de la cabeza y por el modo en que el pelo le caía sobre los hombros. Pero no paró de hablar porque por fin comprendió lo que le había motivado entonces, lo que de verdad era la causa de su vergüenza-… porque no sabía cómo solucionarlo. Porque no había planeado que sucediera de esa manera, y porque no podía permitir que nada interfiriera con el tipo de vida que tenía planeado. Y mientras tú no dijeras nada, podía dejar que la situación entera pasara, dejar que todo pasara, dejar que toda mi maldita vida siguiera su curso sin que yo tuviera que preocuparme. En el fondo, podía hacer ver que no había ningún bebé. Podía decirme a mí mismo que si lo hubiera habido, me lo habrías contado. Y como no lo hiciste, me pude permitir el lujo de creer que había estado equivocado. Pero en el fondo de mi corazón sabía que no era verdad. En consecuencia, no dije nada en julio, ni en agosto, ni en septiembre. Y fuera lo que fuera con lo que tuviste que enfrentarte después de tomar una decisión, lo tuviste que hacer sola.

– Era responsabilidad mía.

– No, era nuestra. Nuestro hijo. Nuestra responsabilidad. Pero te dejé sola. Y lo lamento.

– No es necesario que lo hagas.

– Sí que lo es. Porque cuando tú y Simon os casasteis, cuando perdiste todos esos bebés, no podía dejar de pensar que si hubieras tenido ese niño, el nuestro…

– ¡Tommy, no! -Levantó la cabeza.

– … entonces nada de esto habría sucedido.

– Las cosas no fueron de ese modo -replicó-. Créeme. Las cosas no son así. No tienes ninguna necesidad de castigarte por ello. No tienes ninguna obligación hacia mí.

– Ahora, quizá no. Pero entonces sí que la tenía.

– No. De todas formas, no habría importado. Sí, podríamos haber hablado de ello. Me podrías haber llamado. Podrías haber regresado en el siguiente avión, y haberme expuesto lo que pensabas que estaba sucediendo. Pero eso no habría hecho cambiar las cosas. O tal vez podríamos habernos casado a toda prisa o algo así. Incluso podrías haberte quedado conmigo en Santa Barbara para que yo pudiera finalizar mis estudios. Pero incluso así, no habría habido ningún bebé. Ni tuyo ni mío. Ni mío ni de Simon. Ni mío ni de nadie, tal y como están las cosas.

– ¿Qué quieres decir?

Se apoyó sobre los talones, dejando las tijeras y la cinta adhesiva a un lado. Luego respondió:

– Lo que oyes. Al margen de lo que decidiera, nunca habría conseguido tener un bebé. He tardado demasiado tiempo en averiguarlo. -Parpadeó con rapidez y volvió la cabeza con decisión hacia la estantería. Un momento después, se giró de nuevo hacia él-. También habría perdido a nuestro bebé, Tommy. Es algo que se llama translocación equilibrada.

– ¿Qué es?

– Mi… ¿Cómo lo llamo? ¿Mi problema? ¿Mi enfermedad? ¿Mi situación? -Le dedicó una débil sonrisa.

– Deborah, ¿qué intentas decirme?

– Que no puedo tener hijos. Que nunca seré capaz de tenerlos. Parece increíble que un único cromosoma pueda tener tanto poder, pero es así. -Se apretó los dedos contra el pecho-. Fenotipo: normal en todos los aspectos. Genotipo… bien, uno tiene «pérdidas fetales excesivas», así designan los… abortos… ¿no te parece obsceno?, y siempre hay una razón médica. En mi caso, es genética: un brazo del cromosoma veintiuno está del revés.

– ¡Dios mío! -exclamó-. Deb, lo…

– Simon todavía no lo sabe -añadió con prontitud, como si quisiera evitar que prosiguiera-. Y prefiero que aún no lo sepa. Le prometí que dejaría pasar un año entero antes de hacerme más pruebas y me gustaría que pensara que he cumplido mi promesa. Tenía intención de hacerlo, pero en junio pasado… ¿recuerdas ese caso que llevabais en el que murió esa niña pequeña? Después de eso, necesitaba saberlo, Tommy. No sé por qué, a excepción de que estaba… bien, estaba muy afectada por su muerte. Por la inutilidad. Por la terrible vergüenza y por la pérdida, que esa vida pequeña y dulce desapareciera… Así pues, volví al médico. No obstante, Simon no lo sabe.

– Deborah. -Lynley pronunció su nombre poco a poco-. Lo siento muchísimo.

Al oírlo, los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas. Intentó apartar las lágrimas con furia, y cuando él intentó acercársele movió la cabeza con la misma furia.

– No. No pasa nada. Estoy bien. Lo que quiero decir es que me encuentro bien. La mayor parte del tiempo ni pienso en ello. Y hemos iniciado el proceso de adopción. Hemos rellenado tantas solicitudes… todos esos papeles… que seguro que… tarde o temprano. Y también lo estamos intentando en otros países. Sólo deseaba, por Simon, que las cosas no hubieran ido así. Es egoísta y lo reconozco, tiene que ver con el ego, pero me habría gustado hacer un hijo juntos. Creo que quería… que también le habría gustado, pero es demasiado bueno para decírmelo. -Y luego sonrió, a pesar de una gran lágrima que no pudo reprimir-. No quiero que pienses que no estoy bien, Tommy. Lo estoy. He aprendido que las cosas pasan como tiene que pasar, al margen de lo que nosotros queramos; por lo tanto, es mejor desear poco y darle las gracias a las estrellas, a la suerte, o a los dioses por tener todo lo que tenemos.

– Pero eso no me absuelve de lo que sucedió -le repuso-. Por aquel entonces. En Santa Barbara. El hecho de que me marchara y nunca dijera una palabra. Esto no me absuelve, Deb.

– No -asintió-. No te absuelve en absoluto, pero, Tommy, créeme. Yo sí.


Helen le estaba esperando cuando llegó a casa. Ya estaba en la cama, con un libro abierto sobre el regazo. Pero se había quedado medio dormida mientras leía, y su cabeza descansaba sobre las almohadas que había apilado a su espalda; su pelo era un contorno oscuro junto al blanco algodón.

En silencio, Lynley se acercó a su mujer y se la quedó mirando. Era luz y sombra, perfectamente omnipotente y dolorosamente vulnerable. Se sentó en un extremo de la cama.

No se sobresaltó, como otros podrían haber hecho, ni se despertó de repente por su presencia. Se limitó a abrir los ojos y a mirarlo con una comprensión preternatural.

– Frances por fin ha ido a verle -le dijo, como si hiciera rato que hablaran-. Laura Hillier llamó para comunicarnos la noticia.

– Me alegro -respondió-. Es lo que tenía que hacer. ¿Cómo está Malcolm?

– No ha habido cambios, pero aguanta.

Lynley suspiró, hizo un gesto de asentimiento y añadió:

– De todos modos, todo ha acabado. Hemos hecho un arresto.

– Ya lo sé. También me llamó Barbara. Me dijo que te informara de que todo va bien en su lado del mundo. Te habría llamado al móvil, pero quería saber cómo me encontraba.

– Muy amable de su parte.

– Es muy buena persona. A propósito, también me ha contado que Hillier tiene intenciones de ascender a Winston. ¿Lo sabías, Tommy?

– ¿De verdad?

– Me contó que Hillier quería asegurarse de que ella lo supiera. Aunque primero la felicitó a ella. Por el caso. Bien, os felicitó a los dos.

– Sí, bien, eso es muy propio de Hillier. Nunca diría «bien hecho» con demasiado convencimiento sólo para que uno no fuera a volverse engreído.

– A ella le gustaría recuperar su antigua posición. Pero, claro, tú eso ya lo sabes.

– Y me gustaría tener el poder para dársela. -Cogió el libro que su esposa había estado leyendo. Le dio la vuelta y examinó el título. Una lección antes de morir. «¡Qué apropiado!», pensó.

– Lo he encontrado entre tus novelas de la biblioteca -le informó-. Me temo que no he leído mucho. Me he quedado dormida. ¡Dios mío! ¿Por qué estoy tan cansada? Si esto sigue así durante los nueve meses, al final del embarazo acabaré durmiendo veinte horas al día. Y el resto del tiempo estaré mareada. Se suponía que tenía que ser mucho más romántico. O, como mínimo, eso es lo que siempre me habían hecho creer.

– Se lo he contado a Deborah. -Le explicó por qué había ido a Chelsea y después añadió-: Resultó que ya lo sabía.

– ¿De verdad?

– Sí. Bien, es obvio que conoce los síntomas. Está muy contenta, Helen. Tenías razón al querer compartir la noticia con ella. Estaba esperando a que se lo comunicaras.

Entonces Helen le examinó el rostro, quizá por haber oído algo en el tono de voz que le había parecido inoportuno, dada la situación. Y había algo. Él mismo se daba cuenta. Pero no tenía nada que ver con Helen y mucho menos con el futuro que Lynley tenía intención de compartir con ella.

– ¿Y tú, Tommy? ¿Estás contento? -le preguntó-. Ya me has dicho que sí, pero ¿qué otra cosa podías decir? Esposo, caballero, parte implicada en el proceso, no creo que te fueras a subir por las paredes. Pero últimamente he tenido la sensación de que las cosas no iban muy bien entre nosotros. Nunca la había tenido antes de quedarme embarazada y, por lo tanto, pensé que tal vez no estabas tan preparado como te creías.

– No -replicó-. Todo va bien, Helen. Y estoy contento. Mucho más de lo que te pueda expresar en palabras.

– Supongo que nos habría ido bien pasar juntos el período de adaptación -remarcó Helen.

Lynley pensó en lo que Deborah le había dicho, en que la felicidad procedía de lo que ya teníamos.

– Tenemos el resto de nuestras vidas para adaptarnos -le dijo a su mujer-. Si no disfrutamos del momento, el momento desaparece.

Dejó la novela sobre la mesita de noche. Se agachó, la besó en la frente y le dijo:

– Te quiero, cariño.

Helen acercó su boca a la suya, juntó los labios con los de él, y sugirió:

– Hablando de disfrutar del momento… -Se dio cuenta de que le devolvió el beso de un modo que los unía como no lo habían estado desde que le comunicara que estaba embarazada.

Entonces sintió una gran deseo hacia ella, esa mezcla de sensualidad y amor que siempre le dejaba débil y resuelto, empeñado en dominarla, pero estando a la vez dominado por el poder de su esposa. Le dejó un rastro de besos desde el cuello hasta los hombros, y sintió cómo se estremecía mientras le bajaba las tiras del camisón poco a poco y las dejaba caer sobre los hombros. Mientras le rodeaba los pechos desnudos con las manos y se inclinaba hacia ellos, sus dedos empezaron a desanudarle la corbata y a desabrocharle los botones de la camisa.

Entonces la miró, la pasión de repente mitigada por la preocupación.

– ¿Qué pasa con el bebé? -preguntó-. ¿Es seguro?

Sonrió, le estrechó entre sus brazos y respondió:

– El bebé, querido Tommy, estará perfectamente.

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