Capítulo 23

– Waddington -les informó el comisario Leach cuando Lynley y Havers se reunieron con él en la sala de incidencias. Estaba de lo más exaltado: su rostro resplandecía mucho más que en los últimos días, y andaba a paso muy ligero mientras cruzaba la sala a toda prisa para garabatear el nombre de Kathleen Waddington en una de las pizarras.

– ¿Dónde la atrepellaron? -preguntó Lynley.

– En Maida Vale. Y actuaron de la misma manera: barrio tranquilo. Una persona sola. De noche. Coche negro. Zas.

– ¿Ayer por la noche? -le preguntó Havers-. Pero eso significaría que…

– No, no. Sucedió hace diez días.

– Podría ser una coincidencia -apuntó Lynley.

– No lo creo. Pertenece al antiguo grupo. -Leach les explicó quién era exactamente Kathleen Waddington: una terapeuta sexual que había salido de la clínica después de las diez de la noche en cuestión. La habían atropellado en la calle y la habían dejado con una cadera rota y un hombro dislocado. Cuando fue interrogada por la policía respondió que el coche que la había atropellado era grande, «como un coche de gángster», que se movía con rapidez, que era oscuro, probablemente negro-. Repasé mis notas del otro caso, el del asesinato de Sonia Davies. Waddington fue la mujer que desmintió la historia de Katja Wolff de que había salido del baño un minuto o dos para responder al teléfono. La mujer que, según Wolff, la había llamado el día en que Sonia fue asesinada. Sin Waddington, quizás hubiera pasado por un caso de negligencia y sólo habría pasado unos pocos años en la cárcel. Pero como demostró que Katja Wolff era una mentirosa… Fue otro paso hacia su destrucción. Tenemos que arrestar a Wolff. Díganselo a Nkata. Dejemos que disfrute de la gloria de ese momento. La ha estado siguiendo desde hace tiempo.

– ¿Y qué pasa con el coche? -preguntó Lynley.

– Eso llegará a su debido tiempo. Es imposible que se pasara veinte años en la cárcel sin pensar en quién podría ayudarla cuando saliera.

– ¿Alguien con un coche antiguo? -preguntó Barbara Havers.

– Diría que sí. Tengo una agente que está examinando todos los detalles de importancia. -Ladeó la cabeza para señalar a una agente de policía que estaba sentada delante de uno de los terminales de la sala-. Está seleccionando todos los nombres que han aparecido en los informes y los está pasando por el sistema. También conseguiremos todos los informes de la cárcel y comprobaremos a todas las personas con las que Katja Wolff se puso en contacto mientras estaba dentro. Podremos hacerlo cuando la tengamos aquí delante para interrogarla. ¿Quiere llamar a su hombre y darle el mensaje? ¿O quiere que lo haga yo mismo? -Leach se frotó las manos con rapidez.

En ese instante, la policía del ordenador se levantó del asiento con un papel en la mano y dijo:

– Creo que ya lo tengo, señor.

Leach se le acercó y exclamó:

– ¡Estupendo! ¡Buen trabajo, Vanessa! ¿Qué tenemos?

– Un Humber -contestó.

El vehículo en cuestión era un turismo de después de la guerra que había sido fabricado en una época en la que la relación entre la gasolina que se gastaba y los kilómetros que se recorrían no era ninguna prioridad. Era más pequeño que un Rolls-Royce, un Bentley o un Daimler -por no decir que era menos costoso- pero era más grande que el promedio de coches que se veían circular en la actualidad. Y mientras que el coche moderno se fabricaba con aluminio y aleación para que no pesara mucho y pudiera recorrer grandes distancias, el Humber estaba hecho de acero y cromo, y la parte delantera tenía unas pesadas rejillas en el parachoques que servían para protegerlo de cualquier cosa, desde insectos con alas hasta pájaros pequeños.

– ¡Excelente! -exclamó Leach.

– ¿De quién es? -preguntó Lynley.

– Pertenece a una mujer -contestó Vanessa-. Se llama Jill Foster.

– ¿La prometida de Richard Davies? -Havers miró a Lynley. Sonrió-. Así son las cosas, inspector. Cuando tu…

No obstante, Lynley la interrumpió:

– ¿Jill Foster? No lo creo, Havers. Me la presentó. Está en un estado muy avanzado de embarazo. No es capaz de hacer una cosa así. Y aunque lo fuera, ¿qué razón podía tener para ir a por Waddington?

– Señor…-espetó Havers.

Leach la interrumpió:

– Entonces, debe de haber otro coche. Otro vehículo antiguo.

– ¿Le parece muy probable? -le preguntó la agente con una expresión de incredulidad.

– Llame a Nkata -le ordenó Leach a Lynley. Después se volvió hacia Vanessa-: Consiga los informes de la cárcel sobre Wolff. Tenemos que examinarlos. Seguro que hay un coche…

– ¡Esperen! -exclamó Havers de repente-. Hay otra forma de interpretarlo. Escuchen. Dijo «Pytches». Richard Davies dijo «Pytches». Ni Pitchley ni Pitchford, sino «Pytches». -Se cogió del brazo de Lynley para darle más énfasis-. Cuando nos estábamos tomando el café, me comentó que le había dicho «Pytches». Eso era lo que tenía apuntado en las notas. Cuando interrogó a Richard Davies. ¿Se acuerda?

– ¿Pytches? -preguntó Lynley-. ¿Qué tiene que ver Jimmy Pytches con todo esto, Havers?

– Fue un lapsus. ¿No se da cuenta?

– Agente -protestó Leach con impaciencia-, ¿de qué demonios está hablando?

Havers prosiguió, dirigiendo sus comentarios a Lynley:

– Richard Davies no podría haber hecho ese tipo de error cuando le comunicaron que su ex mujer había sido asesinada. En ese momento no podía saber que J.W Pitchley era Jimmy Pytches. Podría haber sabido que James Pitchford era Jimmy Pytches, sí, de acuerdo, pero no le llamaba Pytches, nunca le había conocido por Pytches, entonces, ¿por qué demonios iba a llamarle así delante de usted, si en aquel momento usted ni siquiera sabía quién era Pytches? De hecho, ¿por qué iba a llamarle por ese nombre en cualquier otro momento? No lo habría pronunciado si no lo hubiera tenido en mente, y para hacerlo habría tenido que seguir el mismo proceso que yo: ir a los archivos de St. Catherine. ¿Y por qué? Para localizar a James Pitchford.

– ¿De qué va todo esto? -inquirió Leach.

Lynley levantó la mano y dijo:

– Espere un momento, señor. Ha encontrado algo. Havers, continúa.

– ¡Y tanto que tengo algo! -afirmó Havers-. Hacía meses que hablaba con Eugenie. Lo tiene apuntado en sus notas. Lo declaró y los informes de la telefónica lo confirman.

– Es verdad -asintió Lynley.

– Y Gideon le contó que él y su madre iban a verse, ¿no es verdad?

– Sí.

– Se suponía que Eugenie podía ayudarle a superar el miedo a tocar en público. O, como mínimo, eso es lo que dijo. También está en sus notas. Sólo que nunca llegaron a verse, ¿no es verdad? Nunca llegaron a verse porque antes fue asesinada. ¿Qué pasaría si alguien la asesinó para evitar que se vieran? Eugenie no sabía dónde vivía Gideon, ¿no? Sólo podría haberlo averiguado a través de Richard.

Lynley, pensativo, propuso:

– Davies quiere matarla y encuentra una forma de hacerlo. Le da lo que ella cree que es la dirección de Gideon, le dice a qué hora deben encontrarse, espera a que llegue…

– …y cuando ella va por la calle con la dirección apuntada o lo que fuera, zas. Se la carga -concluyó Havers-. Después la atropella de nuevo para rematarla. Pero quiere que parezca que guarda relación con el crimen de hace veinte años y, por lo tanto, primero atropella a Waddington y después a Webberly.

– ¿Por qué? -preguntó Leach.

– Ésa es la cuestión -reconoció Lynley. Se volvió hacia Havers-: Tiene sentido, Barbara. Veo que lo tiene. Pero si Eugenie Davies podía ayudar a su hijo con la música, ¿por qué querría Richard Davies detenerla? Después de hablar con él, por no decir nada del piso, que en realidad es un altar dedicado a todos los éxitos de Gideon, la única conclusión razonable a la que llegué es que Richard Davies estaba empeñado en conseguir que su hijo tocara de nuevo.

– ¿Cabe la posibilidad de que lo estemos interpretando desde el ángulo equivocado? -preguntó Havers.

– ¿Qué quiere decir?

– Acepto que Richard Davies quiera que su hijo toque de nuevo. Si hubiera tenido algún problema con la música de su hijo, como de celos o algo así, o que sintiera que su hijo era más famoso que él y que, en consecuencia, no pudiera aceptarlo, ya habría hecho algo por remediarlo hace mucho tiempo. Pero por lo que sabemos, ese chico ha estado tocando desde el día que le quitaron los pañales. Por lo tanto, ¿qué pasaría si Eugenie Davies deseara ver a Gideon para convencerle de que no tocara nunca más?

– ¿Qué motivos podía tener para hacer una cosa así?

– Podría tratarse de un quid pro quo con Richard. Si su matrimonio acabó por algo que él había hecho…

– ¿Como dejar a la niñera embarazada? -sugirió Leach.

– O dedicar todas las horas del día a Gideon y olvidarse de que tenía una esposa, una mujer que estaba de luto, una mujer con necesidades… Eugenie pierde a su hija y en vez de tener a alguien en quien confiar sólo tiene a Richard, y a éste sólo le preocupa que Gideon no sufra un trauma, que no se deje impresionar, que no deje de tocar música, que no deje de ser el hijo que tanto ha admirado y que está a punto de hacerse famoso y que ha hecho realidad todos los sueños del padre, y qué pasa con ella durante todo este tiempo… ¿Qué pasa con su madre? Ha sido olvidada, abandonada a su propio dolor, y ella nunca olvida lo que pasó; por lo tanto, cuando tiene la oportunidad de apretarle los tornillos a Richard, sabe cómo hacerlo: cuando él la necesita tal y como ella le necesitaba a él. -Havers inspiró profundamente al final de toda esa frase y miró al comisario y a Lynley para ver su reacción.

Leach fue el que le preguntó:

– ¿Cómo?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cómo podía evitar que su hijo siguiera tocando? ¿Qué podía hacerle, agente? ¿Romperle los dedos? ¿Atropellarle?

Havers inspiró aire de nuevo y lo soltó con un suspiro.

– No lo sé -respondió, con los hombros caídos.

– ¡Bien! -exclamó Leach con un bufido-. Cuando lo sepa…

– No -le interrumpió Lynley-. Lo que dice tiene mucho sentido, señor.

– Debe de estar bromeando -replicó Leach.

– Tiene su parte de razón. Si aceptamos la teoría de Havers, tenemos una explicación de por qué esa noche Eugenie Davies llevaba la dirección de Pitchley apuntada en un trozo de papel. No hay nada de lo que hemos averiguado hasta ahora que lo explique.

– ¡Tonterías! -exclamó Leach.

– ¿Qué otra explicación puede haber? Nada la relaciona con Pitchley. No hay ni cartas, ni llamadas telefónicas, ni mensajes por Internet.

– ¿Tenía acceso a Internet? -preguntó Leach.

– Sí -respondió Havers-. El ordenador… -Se detuvo con brusquedad, tragándose el resto de la frase con una mueca de dolor.

– ¿«Ordenador»? -repitió Leach-. ¿Dónde demonios está ese ordenador? En sus informes no dicen nada de un ordenador.

Lynley sintió cómo Havers le miraba; después bajó la mirada hacia el bolso, donde empezó a buscar con afán algo que probablemente no necesitaría. Lynley se preguntó qué sería mejor en ese momento: decir la verdad o mentir. Optó por decir:

– Yo mismo examiné el ordenador. No había nada. Cierto, tenía algunos mensajes. Pero como no había nada de Pitchley, pensé que no había necesidad de…

– ¿De incluirlo en el informe? -inquirió Leach-. ¿Qué clase de trabajo policial es ése?

– Me pareció innecesario.

– ¿Qué? ¡Santo Cielo! Quiero que me traiga ese ordenador ahora mismo, Lynley. Quiero que nuestra gente lo examine como si fueran hormigas sobre un helado. Usted no es ningún experto en ordenadores. Podría habérsele pasado por alto… ¡Maldita sea! ¿Se ha vuelto loco? ¿En qué demonios estaba pensando?

¿Qué podía decir? ¿Que pensaba que así ahorraría tiempo? ¿Que se ahorraría problemas? ¿Que salvaría una reputación? ¿Que salvaría un matrimonio? Le respondió con cautela:

– Meterse en su correo electrónico no me supuso ningún problema, señor. Después de examinarlo, vimos que prácticamente no había nada que…

– ¿Prácticamente?

– Sólo un mensaje de Robson, y ya hemos hablado con él. Creo que nos oculta algo. Pero no creo que lo que oculta tenga nada que ver con la muerte de la señora Davies.

– ¿Y usted cómo lo sabe?

– Es pura intuición.

– ¿La misma que le llevó a ocultar, o debería decir eliminar una prueba?

– Me lo dictó la conciencia, señor.

– No está en posición de hacer caso de lo que le dicte la conciencia. Quiero ese ordenador. Aquí y ahora.

– ¿Qué pasa con el Humber? -se aventuró a preguntar Havers.

– ¡A la mierda con el Humber! ¡A la mierda con Davies! Vanessa, consiga los malditos informes de la prisión sobre Wolff. Por lo que sabemos, tiene a diez personas en el puño, todos con vehículos tan viejos como Matusalén, y todos ellos guardan relación, de una manera u otra, con este caso.

– Eso no concuerda con lo que tenemos -protestó Lynley-. Lo que acaba de averiguar, lo del Humber, puede llevarnos…

– Acabo de decir que a la mierda con el Humber, Lynley. Por lo que a mí respecta, volvemos a la casilla número uno. Traiga ese ordenador. Y cuando lo haya hecho, póngase de rodillas y rece para que no informe a sus superiores de su comportamiento.


– Ya es hora de que vengas a casa conmigo, Jill. -Dora Foster acabó de secar el último de los platos, dobló con cuidado el paño de cocina y lo dejó sobre la estantería cercana al fregadero. Alisó los bordes con su característica atención a los detalles más microscópicos y se volvió hacia Jill, que estaba descansando junto a la mesa de la cocina, con los pies en alto y pasándose los dedos por los doloridos músculos de la parte inferior de la espalda. Jill se sentía como si llevara un saco de harina de veinticinco kilos en el estómago, y se preguntaba cómo sería capaz de perder peso para la boda, ya que ésta se celebraría dos meses después del nacimiento del bebé-. Nuestra pequeña Catherine ya está en posición. Es una cuestión de días. De hecho, podría nacer en cualquier momento.

– Richard aún no se ha resignado del todo al plan -le informó Jill.

– Conmigo estarás en mejores manos de lo que estarías sola en una sala de partos, con una enfermera que asomara la cabeza de vez en cuando para comprobar que aún estabas entre los vivos.

– Mamá, ya lo sé. Pero Richard está preocupado.

– He asistido cientos de…

– Ya lo sabe.

– Entonces…

– No es que piense que no eres lo bastante competente. Pero dice que es diferente cuando se trata de alguien de tu propia sangre. Dice que los doctores nunca operan a sus propios hijos. Si algo sucediera, el médico no podría actuar con objetividad. Una emergencia. Una crisis. Ya sabes a lo que me refiero.

– Si se produce alguna emergencia, iremos al hospital. Diez minutos en coche.

– Ya se lo he dicho. Pero me respondió que en diez minutos podría suceder cualquier cosa.

– No sucederá nada. Este embarazo ha ido tan fino como una seda.

– Sí, pero Richard…

– Richard no es tu marido -dijo Dora Foster con firmeza-. Podría haberlo sido, pero optó por no serlo. Y eso no le da ningún derecho a decidir. ¿Se lo has hecho ver?

Jill suspiró y respondió:

– Mamá…

– No me vengas con ese cuento de mamá…

– ¿Qué importa en este momento que no estemos casados? Nos casaremos: la iglesia, el cura, el paseo ante el altar del brazo de papá, la recepción en el hotel… Nos ocuparemos de todo eso. ¿Qué más necesitas?

– No se trata de lo que yo necesite -replicó Dora-, sino de lo que tú te mereces. Y no me vengas otra vez con eso de que fue idea tuya, porque sé que es una tontería. Has tenido tu boda planeada desde que tenías diez años, desde las flores hasta la mismísima decoración del pastel, y que yo recuerde, nunca mencionaste que te casarías después de dar a luz.

Jill no quería hablar de eso. Se limitó a decir:

– Los tiempos cambian, mamá.

– Pero tú no. Sí, ya sé que está muy de moda que las mujeres encuentren un compañero en vez de un marido. Un compañero, como si uno pudiera tener hijos con cualquiera. Y cuando los tienen, los pasean arriba y abajo sin sentir ni una pizca de vergüenza. Sé que eso sucede continuamente. No estoy ciega. Pero tú no eres ni actriz ni cantante de rock Jill. Siempre has sabido lo que querías, y nunca te has dejado influir por las modas.

Jill cambió de posición. Su madre la conocía mejor que nadie, y lo que estaba diciendo era verdad. Pero lo que también era verdad era que se necesitaba cierto nivel de compromiso para que una relación funcionara, y además de querer un hijo, quería un matrimonio que fuera feliz, lo cual nunca conseguiría si forzaba a Richard.

– Bien, ahora ya está hecho -contestó-. Y es demasiado tarde para cambiar las cosas. No tengo intención de recorrer el pasillo de la iglesia con esta pinta.

– Lo que te convierte en una mujer sin ataduras -apuntó su madre-. Por lo tanto, puedes decidir cómo y dónde quieres tener a tu hijo. Y si a Richard no le parece bien, ya puedes decirle que como escogió no convertirse en tu marido antes del nacimiento del bebé, tal y como se había hecho siempre, puede irse y no volver a aparecer hasta el día de la boda. Bien. -Su madre se acercó hasta la mesa, donde descansaba una caja de invitaciones de boda, a la espera de que alguien las enviara-. Voy a por tu bolsa y te llevo a casa, a Wiltshire. Puedes dejarle una nota. O puedes llamarle. ¿Quieres que te traiga el teléfono?

– No voy a ir a Wiltshire esta misma noche -replicó Jill-. Hablaré con Richard. Le preguntaré otra vez si…

– ¿Qué le preguntarás? -Su madre puso la mano sobre el hinchadísimo tobillo de Jill-. ¿Qué quieres preguntarle? ¿Preguntarle si le parece bien que tengas a tu hija…?

– Catherine también es hija suya.

– Eso no tiene nada que ver. Tú eres la que va a dar a luz. Jill, eso no es propio de ti. Siempre has sabido lo que querías, pero ahora te comportas como si estuvieras preocupada, como si tuvieras miedo de hacer algo que pudiera alejarlo de ti. Es una absurdidad, y lo sabes. Es muy afortunado de tenerte. Considerando la edad que tiene, es muy afortunado de tener cualquier…

– ¡Mamá! -Ése era un tema del que ya hacía tiempo habían decidido no hablar: la edad de Richard y el hecho de que fuera dos años mayor que el padre de Jill, y cinco años mayor que su madre-. Tienes razón, sé lo que quiero. Ya lo he decidido: hablaré con Richard cuando vuelva a casa. Pero no iré a Wiltshire hasta que hable con él y, desde luego, no pienso dejarle ninguna nota. -Le dio a su voz esa entonación de El Filo, un tono de voz que hacía tiempo que usaba en la BBC, el tono de voz que había necesitado para que las producciones se realizaran a tiempo y según el presupuesto acordado. Nadie se atrevía a discutir con ella cuando usaba ese tono.

Y Dora Foster tampoco discutió con ella en ese momento. Se limitó a soltar un suspiro. Observó el vestido de novia color marfil que colgaba de la puerta tras el velo transparente.

– Nunca me imaginé que sería así -afirmó.

– Todo irá bien, mamá. -Jill se convenció a sí misma de que así sería.

Pero cuando su madre se hubo marchado, se quedó con sus pensamientos, esos maliciosos compañeros de la soledad. Insistían en que reflexionara con atención sobre las palabras de su madre, lo que le hizo pensar sobre el tipo de relación que mantenía con Richard.

No quería decir nada que él hubiera sido el que había deseado esperar. La decisión había sido tomada con cierta lógica. Y la habían tomado de mutuo acuerdo, ¿verdad? ¿Qué importaba que hubiera sido idea de Richard? Había usado unos argumentos muy sólidos.

Ella le había anunciado que estaba embarazada, y él se había alegrado de la noticia tanto como ella. Él le había dicho: «Nos casaremos. Dime que nos casaremos», y ella se había reído al ver la expresión de su rostro, ya que parecía un niño pequeño que tuviera miedo de sufrir un desengaño. Ella le había respondido: «¡Claro que nos casaremos!». Después la había estrechado entre sus brazos y se la había llevado al dormitorio.

Después de hacer el amor, permanecieron abrazados y él le habló de la boda. Se había sentido en el cielo, durante esos gratificantes y agradables momentos de después del orgasmo, en los que todo parece posible y cualquier cosa parece razonable. En consecuencia, cuando le confesó que quería que ella tuviera una boda como Dios manda y no algo sencillo, le respondió medio dormida: «Sí, sí, una boda como Dios manda, cariño». A lo que él añadió: «Con un bonito vestido de novia. Flores y damas de honor. Por la iglesia. Con un fotógrafo y una recepción. Quiero celebrarlo, Jill».

Sin embargo, era evidente que no podrían hacer todos esos preparativos en los siete meses que faltaban para el nacimiento del bebé. Y aunque hubieran sido capaces de hacerlo, no habría podido llevar el bonito vestido de novia con esa barriga. Lo más práctico era esperar. De hecho, mientras Jill pensaba en todo eso, se dio cuenta de que Richard la había convencido para que cuando hubiera acabado de recitar todas las cosas que tenían que hacer para conseguir la boda que ella se merecía («No tenía ni idea de los muchos meses que… Jill, ¿te sentirás cómoda casándote en un estado tan avanzado de embarazo?») ella ya estuviera dispuesta a aceptar lo que le iba a decir a continuación: «Nadie debería disfrutar de ese día más que tú. Y como todavía eres tan pequeña…», le colocó la mano sobre el estómago para darle más énfasis. Era liso y tirante, pero bien pronto dejaría de serlo. «¿No crees que deberíamos esperar?», le había sugerido.

«¿Por qué no?», había pensado. Hacía treinta y siete años que esperaba el día de su boda. No le importaba esperar unos cuantos meses más.

Pero eso había ocurrido antes de que los problemas de Gideon hubieran cobrado protagonismo en la mente de Richard. Y los problemas de Gideon habían hecho que Eugenie apareciera en escena.

Jill se daba cuenta ahora de que la preocupación de Richard tras el concierto de Wigmore Hall podría haber tenido otra causa, aparte del hecho de que su hijo hubiera sido incapaz de tocar en público. Y cuando juntó esa otra causa con su aparente reticencia a casarse, sintió que cierto desasosiego la invadía, como si fuera un banco de niebla deslizándose en silencio hacia una orilla desprevenida.

Culpaba a su madre de ello. Dora Foster estaba muy contenta de estar a punto de tener su primera nieta, pero no estaba satisfecha con el padre que su hija había elegido, aunque era lo bastante inteligente para no decírselo abiertamente. Con todo, sentía la necesidad de expresar sus objeciones de forma sutil, y lo conseguía haciéndole dudar de la fe implícita que tenía con respecto al honor de Richard. No es que en realidad pensara que un hombre debía hacer «lo honorable». Después de todo, no vivía en una novela de Hardy. Cuando pensaba en el honor, se imaginaba que un hombre debía decir la verdad sobre sus acciones e intenciones. Richard decía que se casarían; por lo tanto, lo harían.

Evidentemente, se podrían haber casado tan pronto como hubieran sabido que estaba embarazada. A ella no le habría importado. Después de todo, el matrimonio y los hijos era lo que había apuntado en la lista de las cosas que tenía que conseguir antes de cumplir los treinta y cinco. Nunca había escrito la palabra boda, y sólo había considerado la boda como uno de los medios para conseguir sus objetivos. De hecho, si no se hubiera sentido tan extasiada después de haber hecho el amor con él, probablemente le habría dicho: «¡A quién le importa una boda como Dios manda! ¡Casémonos ahora, Richard!». Y, sin lugar a dudas, él habría estado de acuerdo.

«¿O no?», se preguntó. ¿Del mismo modo que había aceptado el nombre que ella había escogido para el bebé? ¿Del mismo modo que había aceptado que su madre trajera al bebé al mundo? ¿Del mismo modo que había aceptado que vendieran su piso antes que el de él? ¿En comprar esa casa que ella había encontrado en Harrow? ¿A ir simplemente a echar un vistazo a esa casa con el agente inmobiliario?

¿Qué quería decir que Richard frustrara sus planes siempre que se le presentara la ocasión? ¿Que se los frustrara con la más perfecta de las sutilezas, de tal manera que pareciera que todas las decisiones habían sido tomadas de mutuo acuerdo, en vez de dar la impresión de que Jill cedía porque tenía…? ¿Qué? ¿Miedo? Y si era así, ¿de qué?

La respuesta estaba ahí mismo, a pesar de que la mujer estaba muerta, de que no podría volver para hacerles daño, de que no se podría entrometer en sus vidas, de que no podría evitar lo que estaba destinado a ser…

Sonó el teléfono. Jill se sobresaltó. Miró a su alrededor, aturdida al principio. Estaba tan absorta en sus pensamientos que por un momento no se percató de que aún estaba en la cocina y de que el teléfono inalámbrico estaba en algún lugar de la sala de estar. Avanzó pesadamente hacia el teléfono.

– ¿Es la señorita Foster? -preguntó una voz de mujer. Era una voz profesional y competente. Una voz como la que Jill había tenido en el pasado.

– Sí -respondió.

– ¿La señorita Jill Foster?

– Sí, sí. ¿Quién llama, por favor?

Y la respuesta rompió el mundo de Jill en mil pedazos.


Hubo algo en la forma en que Noreen McKay pronunció la frase -«No puedo demostrar su inocencia»-que hizo que Nkata se detuviera antes de lanzar los fuegos artificiales para celebrarlo. Había cierta desesperación tras los ojos de la guardiana suplente y un pánico incipiente en el modo en que se bebió el resto de la bebida de un trago.

– ¿No quiere o no puede demostrar su inocencia, señorita McKay? -le preguntó.

– Tengo dos adolescentes en los que pensar -le respondió-. Son la única familia que me queda. No quiero tener que luchar por su custodia con su padre.

– Hoy en día los tribunales son más tolerantes.

– También tengo que pensar en mi carrera. No es la que quería, pero es la única que tengo. La que me he forjado. ¿No se da cuenta? Si sale a la luz que yo… -Se detuvo.

Nkata suspiró. De una forma u otra, no podía darlo por concluido.

– Entonces estaba con usted -concluyó-. ¿Hace tres noches? ¿Y también ayer por la noche? ¿A altas horas de la madrugada?

Noreen McKay parpadeó. Era tan alta y estaba sentada tan recta en la silla que parecía un recortable de cartón de sí misma.

– Señorita McKay, debo saber si puedo tachar su nombre de la lista.

– Y yo debo saber si puedo confiar en usted. El hecho de que haya venido hasta aquí, hasta la misma prisión… ¿No se da cuenta de lo que sugiere?

– Sugiere que estoy ocupado. Sugiere que no tiene ningún sentido que tenga que atravesar Londres de punta a punta cuando usted está a… ¿qué? ¿A uno o dos kilómetros del despacho de Harriet Lewis?

– Sugiere mucho más que eso -replicó Noreen Mckay-. Me indica que es egoísta, agente, y si es egoísta, ¿quién me dice que no le va a pasar mi nombre a un chivato por unas cincuenta libras? ¿O que se chive usted mismo por unas cincuenta más? Es una buena historia para vender al periódico Mail. Me ha hecho amenazas peores durante esta conversación.

– Si eso es lo que cree, podría hacerlo en este mismo momento. Ya me ha dado información suficiente.

– ¿Qué le he dado? ¿El hecho de que una abogada y su clienta vinieran una noche a mi casa? ¿Qué espera que el Mail haga con eso?

Nkata no tenía más remedio que aceptar que Noreen McKay tenía razón. La poca información que le había dado no era de gran utilidad. Sin embargo, tenía lo que ya sabía y lo que podía suponer a partir de eso, y lo que a la larga podría hacer con esa información. Pero la verdad del asunto, por mucho que le costara admitirlo, era que necesitaba que ella le confirmara los hechos y la hora en que se produjeron. Por lo que respectaba al resto, a las razones y a los detalles… Si le decía la verdad, los quería, pero no los necesitaba, no de un modo profesional.

– El atropellamiento de Hampstead de la otra noche se produjo entre las diez y media y las once. Harriet Lewis me ha asegurado que usted se encontraba con Katja Wolff a esa hora. También me ha dicho que se niega a admitirlo, lo que me hace pensar que entre ustedes dos hay una relación, y que ésta se vería afectada si se hiciera pública.

– Ya se lo he dicho: no pienso hablar de eso.

– Eso ya lo he entendido, señorita McKay. Perfectamente. Así pues, ¿por qué no hablamos de algo de lo que sí quiera hablar? ¿Qué le parece hablar de los hechos en sí y nada más?

– ¿Qué quiere decir?

– Que sólo me responda sí o no.

Noreen Mckay echó un vistazo a la barra, donde sus colegas se estaban bebiendo unas pintas de Guinnes. Se abrió la puerta del pub y entraron tres empleadas más de la cárcel; todas ellas llevaban uniformes similares al de la guardiana suplente. Dos de ellas la saludaron y pareció que quisieran acercarse para que les presentara a su compañero. Noreen les dio la espalda con brusquedad y exclamó en voz baja:

– ¡Es imposible! No debería haber… Tenemos que salir de aquí.

– No creo que quede muy bien si se marcha ahora -musitó Nkata-. Especialmente si me pongo en pie de un salto y empiezo a pronunciar su nombre a gritos. Pero si se limita a responderme sí o no, me marcho, señorita McKay. Con discreción. Y puede decirles que soy cualquier persona: el tutor del colegio que ha venido a hablar con usted porque sus sobrinos han hecho novillos. Un cazatalentos del Manchester United que está interesado en su sobrino. No me importa. Si me responde sí o no, recuperará su vida, sea la que sea.

– ¡No tiene ni idea de cómo es!

– Evidentemente. Tal y como ya le he dicho, sea la que sea.

Se le quedó mirando durante un instante antes de decirle:

– De acuerdo. Pregunte.

– ¿Estaba con usted hace tres noches?

– Sí.

– ¿Entre las diez y las doce?

– Sí.

– ¿A qué hora se marchó?

– Hemos dicho que sólo tenía que responder sí o no.

– Sí, de acuerdo. ¿Se marchó antes de la medianoche?

– No.

– ¿Llegó antes de las diez?

– Sí.

– ¿Estaba sola?

– Sí.

– ¿La señora Edwards sabía dónde estaba?

Noreen McKay pareció sorprendida al oír esa pregunta, pero no lo debía de saber porque estaba a punto de mentir:

– No.

– ¿Y ayer por la noche?

– ¿Qué quiere saber sobre ayer por la noche?

– ¿Se quedó Katja Wolff con usted después de que se marchara su abogada?

Noreen McKay le miró de nuevo y respondió:

– Sí.

– ¿Se quedó mucho rato? ¿Aún estaba allí a eso de las once y media o las doce?

– Sí, se marchó… Se debió de marchar a eso de la una y media.

– ¿Conoce a la señora Edwards?

Pareció sorprenderse de nuevo. Vio cómo se le tensaba la mandíbula.

– Sí, sí, conozco a Yasmin Edwards. Cumplió casi toda su condena en Holloway.

– ¿Sabe que ella y Katja…?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué interfiere con su relación? -le preguntó con brusquedad, renunciando a las repuestas previas de sí o no con una repentina necesidad de atacarla, con una necesidad personal que apenas era capaz de reconocer y mucho menos de comprender-. ¿Usted y Katja tienen alguna especie de plan? ¿La están utilizando a ella y a su hijo por algún motivo?

Lo miró pero no respondió.

– Son personas, señorita McKay -añadió-. Tienen sus propias vidas y sus sentimientos. Si usted y Katja tienen intención de perjudicar a Yasmin, como por ejemplo, dejar pistas falsas en su puerta, hacer que parezca culpable, ponerla en peligro…

Noreen se inclinó hacia delante de golpe, contestándole en un susurro:

– ¿No es obvio que ha sucedido precisamente lo contrario? Soy yo la que tiene problemas. Soy yo la que está en peligro. ¿Y por qué? Porque la amo, agente. Ése es mi pecado. Cree que se trata de sexo eventual, ¿no es verdad? De abuso de poder. Se imagina que la he pervertido por la fuerza, y que entre rejas se producen escenas repugnantes de mujeres desesperadas, con consoladores colgándoles de las caderas, que se tiran a mujeres igualmente desesperadas. Pero lo que no comprende es que esto es muy complicado, que tiene que ver con el hecho de amar a alguien, pero de no poder hacerlo abiertamente y que, por lo tanto, sólo puedo hacerlo de la única manera que puedo, y aceptando que las noches en que estamos separadas, y créame, son muchas más de las que estamos juntas, esté con otra persona, amando a otra persona, o, como mínimo, haciéndolo ver porque eso es lo que yo quiero. Y ninguna discusión tiene solución, porque las dos tenemos lo que hemos elegido. No puedo darle lo que ella quiere de mí, y yo no puedo aceptar lo que quiere darme. Por lo tanto, se lo da a otra persona, y yo me quedo con los restos y ella se queda con lo que puede, y así son las cosas, al margen de lo que ella diga sobre cómo, cuándo y para quién cambiarán las cosas. -Se recostó en la silla después del discurso, respirando con agitación a medida que se intentaba poner el abrigo azul marino. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

Nkata la siguió. En la calle, el viento arreciaba con fuerza, y Noreen McKay lo soportaba. Respiraba como un corredor bajo la luz de una farola, con una mano alrededor del poste. Contemplaba la prisión de Holloway al otro lado de la calle.

En vez de ver a Nkata, pareció sentir su presencia. No lo miró mientras le decía:

– Al principio, sólo sentía curiosidad por ella. Después del juicio la pusieron en la unidad médica, que es donde yo estaba asignada por aquel entonces. La vigilaban para que no intentara suicidarse. Pero yo sabía que no tenía ninguna intención de lastimarse a sí misma. Emanaba una gran determinación, la certeza de que sabía quién era. Eso me pareció atractivo, irresistible de hecho, porque aunque yo también sabía quién era, nunca había sido capaz de reconocerlo. Después la trasladaron a la unidad de embarazadas, y después de que el bebé naciera podría haber ido a la unidad de maternidad, pero no quiso hacerlo, no quería al bebé, y me di cuenta de que yo necesitaba saber lo que Katja quería y de lo que estaba hecha para poder existir sintiéndose tan segura y tan sola.

Nkata no dijo nada. La protegió del aire con la espalda mientras se colocaba delante de ella.

– Por lo tanto, me limité a observarla. Cuando salió de la unidad médica, estaba en peligro, claro está. Hay cierto honor entre las presas, y las peor consideradas son las asesinas de bebés; en consecuencia, no estaba a salvo a no ser que estuviera con otras delincuentes que también fueran consideradas peligrosas. Pero el hecho de no estar a salvo no le importaba, y eso me fascinaba. Al principio pensaba que era así porque consideraba su vida como acabada, y quería hablar con ella de eso. Creía que era mi deber y, además, por aquel entonces me ocupaba de las Samaritanas…

– ¿Samaritanas? -preguntó Nkata.

– Dentro de la cárcel tenemos un programa de visitas para ellas. Si una presa desea participar, sólo tiene que decírselo a la funcionaría responsable del tema.

– ¿Katja quiso participar?

– No. Nunca. Pero yo lo utilicé como una excusa para hablar con ella. -Observó el rostro de Nkata y debió de leer algo en su expresión, ya que siguió hablando-: Hago bien mi trabajo. Ya tenemos doce programas diferentes. Cada vez participa más gente. Disponemos de mejor rehabilitación y hemos conseguido que las familias puedan visitar más a menudo a las madres que cumplen condena. Hago bien mi trabajo. -Apartó los ojos de él y observó la calle, donde el tráfico de la noche avanzaba en tropel hacia los barrios del norte-. No quería que nadie la ayudara, pero yo no entendía por qué. No había querido que la deportaran a Alemania, y yo tampoco lo entendía. No hablaba con nadie a no ser que alguien le hablara primero. Pero no cesaba de observar. Y, de ese modo, al cabo de un tiempo se dio cuenta de que estaba pendiente de ella. Cuando me asignaron a su sección, eso sucedió después, empezamos a hablar. Fue ella quien tomó la iniciativa, lo que me sorprendió. Me preguntó: «¿Por qué me miras tanto?». Lo recuerdo. Y lo que siguió. También me acuerdo de eso.

– Katja tiene la sartén cogida por el mango, señorita McKay -apuntó Nkata.

– No me hará chantaje, agente. Katja podría destrozarme, pero sé que no lo hará.

– ¿Por qué?

– Hay cosas que simplemente se saben.

– Estamos hablando de una ex presidiaría.

– Estamos hablando de Katja. -La guardiana suplente se apartó de la farola y se acercó al semáforo que le permitiría cruzar la calle para regresar a la cárcel. Nkata anduvo junto a ella-. Sabía lo que era desde una edad muy temprana. Supongo que mis padres se dieron cuenta de que solía disfrazarme de soldado, de pirata o de bombero. Pero nunca me disfrazaba de princesa, de enfermera o de mamá. Y eso no es normal, pero cuando uno consigue llegar a los quince, lo único que quiere es ser normal. En consecuencia, lo intenté: minifaldas, zapatos de tacón, jerséis escotados, todo eso. Perseguía a los hombres y me tiraba a todos los chicos que podía. Pero un día vi en el periódico un anuncio de mujeres que buscaban a otras mujeres; por lo tanto, llamé. «Como si fuera una broma», me dije a mí misma. Para reírme. Nos encontramos en un gimnasio, nadamos un poco, nos tomamos un café y me llevó a su casa. Ella tenía veinticuatro años. Yo tenía diecinueve. Estuvimos juntas cinco años, hasta que empecé a trabajar en la cárcel. Pero después… No podía llevar esa vida. Me parecía demasiado arriesgado. Y luego mi hermana contrajo la enfermedad de Hodgkin, me tuve que hacer cargo de sus hijos, y durante un buen tiempo eso fue más que suficiente.

– Hasta que apareció Katja.

– Me he acostado con un montón de hombres, pero sólo he tenido dos relaciones serias: ambas con mujeres. Katja es una de ellas.

– ¿Cuánto tiempo hace que dura?

– Diecisiete años, con pequeñas interrupciones.

– ¿Piensa seguir así para siempre?

– ¿Con Yasmin en medio, quiere decir? -Observó a Nkata, como si quisiera leer una respuesta en su silencio-. Si se pudiera decir que escogemos a la gente que amamos, entonces le diría que la escogí por dos motivos: Nunca hablaba de lo que la llevó a la cárcel; por lo tanto, sabía que podría guardar mi secreto. Y ella misma también tenía un gran secreto: por aquel entonces yo creía que tenía una amante fuera de la cárcel. «Estaré a salvo si me lío con ella», pensaba. Cuando salga de la cárcel, se irá con ella o con él, y yo habré tenido la oportunidad de sacarme esto del cuerpo y podré vivir célibe el resto de mi vida, pero, como mínimo, sabré que he tenido algo… -El semáforo de Parkhust Road cambió de color, y el pequeño peatón andante pasó del rojo al verde. Noreen bajó de la acera, pero lo miró por encima del hombro mientras hacía el último comentario-: Han pasado diecisiete años, agente. Es la única presa que jamás haya tocado… de esa forma. Es la única mujer que jamás haya amado… de esa manera.

– ¿Por qué? -le preguntó mientras empezaba a cruzar la calle.

– Porque es digna de confianza -le respondió al alejarse-. Y porque es fuerte. Nadie puede acabar con Katja Wolff.


– ¡Maldita sea! ¡Lo que me faltaba! -musitó Barbara Havers. Empezaba a sentir el peligro de su situación. Después de dos meses degradada por insubordinación y agresión a un superior, no se podía permitir el lujo de tener otro bache en su mal pavimentada carrera-. Si Leach le cuenta a Hillier lo del ordenador, estamos acabados, inspector. Lo sabes, ¿verdad?

– Sólo estaremos acabados si en ese ordenador hay algo que pueda ser de utilidad para la investigación -señaló Lynley mientras avanzaban con el Bentley a través del denso tráfico nocturno de Rosslyn Hill-. Y no hay nada que pueda serlo, Havers.

Su completa serenidad contrastaba con la gran aprensión de Barbara. Después de salir del despacho de Leach, se habían dirigido al coche con tanta rapidez que ni siquiera había tenido tiempo de fumarse un cigarrillo, y se moría de ganas de fumarse uno para calmar los nervios; por lo tanto, a su temor había que añadir cierta irritabilidad.

– Lo sabes, ¿verdad? -repitió-. ¿Y qué me dices de las cartas? De las que el comisario jefe le mandó a Eugenie. Si necesitamos esas cartas para preparar el caso contra Richard Davies… para justificar por qué fue a por Webberly… para explicar por qué hizo todo lo posible para que pareciera que era obra de Wolff…

Se pasó la mano por el pelo y sintió que se le erizaba. Tenía que cortárselo. Lo haría esa misma noche. Usaría las tijeras de las uñas y haría un buen trabajo. Quizá debería cortárselo bien corto y ponerse gomina en los cuatro pelos que le quedaran. Eso sí que serviría para distraer a Hillier del papel que había jugado en la ocultación de pruebas.

– No creo que tengas razón en todo -apuntó Lynley.

– ¿Qué quieres decir con eso exactamente?

– No puede haber matado a Eugenie sólo porque ésta amenazara la carrera de Gideon, Havers, ni después haber ido a por Webberly porque se hubiera sentido celoso de su relación con Eugenie. Si va en esa dirección, ¿qué pinta Kathleen Waddington en todo esto?

– Tal vez esté equivocada respecto a la carrera de Gideon -respondió-. Quizás atropellara a Eugenie porque se había liado con Webberly.

– No, tienes razón. Su objetivo era Eugenie, la única persona que mató. Pero también fue a por Webberly y a por Waddington para que pareciera que Katja Wolff estaba detrás de todo eso.-Lynley parecía tan seguro, tan impasible ante la peligrosa situación en la que se encontraba, que a Barbara le entraron ganas de pegarle. Él podía permitirse esa indiferencia, decidió. Si le echaban del Nuevo Departamento de Scotland Yard, sencillamente tendría que irse a vivir a su mansión de Cornualles y pasar el resto de sus días con la pequeña aristocracia rural. Ella, sin embargo, no tenía esa opción.

– Pareces estar muy seguro de ti mismo -se quejó.

– Davies tenía la carta, Havers.

– ¿Qué carta? -inquirió.

– La carta que le informaba de que Katja Wolff había salido de la cárcel. Sabía que sospecharía de ella tan pronto como me la enseñara.

– ¿Crees que se cargó al comisario jefe y a la Waddington esa para que pareciera que la muerte de Eugenie había sido una venganza? ¿Que Katja se dedicó a perseguir a toda esa multitud que la hizo encarcelar?

– Eso es lo que pienso.

– Pero tal vez sí que sea una venganza, inspector. Quizá supiera lo de Eugenie y Webberly. Tal vez siempre lo hubiera sabido, habría esperado el momento propicio, se habría consumido por los celos y habría jurado que un día…

– No tiene sentido, Havers. Las cartas de Webberly a Eugenie Davies fueron enviadas a Henley. Son posteriores al divorcio. Davies no tenía ningún motivo para estar celoso. Lo más seguro es que ni siquiera conociera su existencia.

– Entonces, ¿por qué escogió a Webberly? ¿Por qué no a cualquier otra persona relacionada con el juicio? ¿Al fiscal del Estado, al juez, a otro testigo?

– Supongo que Webberly era más fácil de localizar. Hace veinticinco años que vive en la misma casa.

– Pero si Davies encontró a Waddington, seguro que sabía dónde vivían todos los demás.

– ¿A quién te refieres?

– A la gente que declaró contra ella. A Robson, por ejemplo. ¿Qué me dices de Robson?

– Robson ayudaba a Gideon. Me lo contó él mismo. No creo que Davies hiciera nada que pudiera perjudicar a su hijo. Toda su hipótesis, la que se le ocurrió en el despacho de Leach, se basa en la suposición de que Davies actuó para proteger a su hijo.

– Bien. De acuerdo. Quizás esté equivocada. Tal vez todo esté relacionado con el romance de Eugenie y Webberly. Tal vez las cartas y el ordenador hubieran sido pruebas que nos habrían ayudado a demostrarlo. Y quizá, después de todo, estemos bien jodidos.

Se volvió hacia ella y repuso:

– Barbara, no lo estamos. -Lynley le observó las manos y se dio cuenta de que las estaba retorciendo, como si fuera la heroína desgraciada e impotente de un melodrama representado por Simon Legree-. ¡Concédete ese gusto!

– ¿De qué me estás hablando? -le preguntó.

– Del tabaco. Fúmate uno. Te lo mereces. Lo resistiré. -Incluso apretó el encendedor del Bentley, y cuando éste saltó de repente, se lo entregó y le sugirió-: Enciéndete uno. Es probable que nunca más te vuelvas a encontrar en una situación como ésta.

– ¡Eso espero! -musitó Barbara.

Le lanzó una mirada y replicó:

– Me refería a lo de fumar en el coche, Barbara.

– Sí. Bien, no…

Sacó uno de sus Players y usó los espirales calientes del mechero para encenderse un cigarrillo. Inspiró profundamente y, de mala gana, le dio las gracias a su superior por haberla complacido una vez en la vida con respecto a su vicio. Fueron avanzando hacia el sur a lo largo de la calle principal, y Lynley echó un vistazo al reloj de bolsillo. Le pasó el móvil a Barbara y le dijo:

– Llama a St. James y dile que tenga el ordenador a punto.

Cuando Barbara estaba a punto de hacerlo, el móvil le sonó en las manos. Apretó la tecla y Lynley le hizo un gesto para indicar que respondiera. Por lo tanto, Barbara dijo:

– Aquí Havers.

– ¿Agente? -Era el comisario Leach, que más que hablar parecía gruñir-. ¿Dónde demonios están?

– Vamos a buscar el ordenador, señor. Es Leach -le dijo en voz baja a Lynley-en otro ataque de mal humor.

– ¡A la mierda el ordenador! -exclamó Leach-. Diríjanse a Port-man Street. Entre Oxford Street y Portman Square. Cuando lleguen, ya verán lo que ha pasado.

– ¿Portman Street? -preguntó Barbara-. Pero, señor, no quería que…

– ¿El oído le funciona tan mal como el sentido común?

– Yo…

– Tenemos otro caso de atropellamiento y fuga -le informó con brusquedad.

– ¿Qué? -inquirió Barbara-. ¿Otro? ¿Quién?

– Richard Davies. Pero esta vez hay testigos. Y quiero que usted y Lynley los pasen a todos por el cedazo antes de que desaparezcan.

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