Capítulo 6

Doll Cottage tenía un desván, y eso fue lo último que inspeccionaron la agente Havers y su superior en la casa de Eugenie Davies. Era una buhardilla diminuta metida entre los aleros. Se llegaba a ella a través de un ventanuco que había en el techo justo delante del cuarto de baño. Una vez que estuvieron dentro, no les quedó más remedio que avanzar a gatas sobre un suelo totalmente limpio, lo que sugería que alguien lo visitaba con regularidad, para limpiarlo o para inspeccionar los contenidos de ese pequeño cuarto.

– ¿Qué opinas? -le preguntó Barbara mientras Lynley estiraba una cuerda que estaba sujeta a una bombilla del techo. Un cono de luz amarilla resplandeció sobre él, proyectando sombras sobre su frente y ocultándole los ojos-.Wiley ha dicho que ella quería contarle algo, pero en realidad lo único que tendría que hacer es actuar con rapidez y con inteligencia antes de la fecha límite que le hemos puesto, y ya está.

– ¿Es ésa tu forma enrevesada de decir que el comandante Wiley tenía motivos para matarla? -le preguntó Lynley-. Aquí no hay ni una sola telaraña, Havers.

– Ya me he dado cuenta. Ni tampoco hay ni una mota de polvo.

Lynley pasó la mano por encima de un baúl de madera que había junto a un montón de grandes cajas de cartón. Tenía un pasador por pestillo, y como no había cerradura, levantó la tapa y examinó el interior mientras Barbara se arrastraba hacia la primera de las cajas.

– Tres pacientes años de esfuerzos, con la esperanza de conseguir un tipo de relación que implicaba mucho más de lo que ella le podía ofrecer. Ella, a regañadientes, le confiesa que nunca podrá haber nada más serio entre ellos porque… -comenta Lynley.

– … porque existe un tipo que conduce un Audi azul marino, o negro, con el que acaba de pelearse en un aparcamiento.

– Es posible. Frustrado, la sigue hasta Londres, me refiero al comandante Wiley, claro está, y la atropella. Sí. Supongo que podría haber sucedido de ese modo.

– Sin embargo, no lo crees probable.

– Creo que aún es demasiado pronto para saberlo. ¿Qué tenemos por aquí?

Barbara, después de examinar el contenido de la caja que había abierto, respondió:

– Ropa.

– ¿De Eugenie?

Barbara levantó la primera prenda y la sostuvo en alto: un peto de pana de niño pequeño, rosa y con flores amarillas bordadas. Entonces contestó:

– Supongo que es de su hija.

Siguió escarbando y sacó un montón de ropa: vestidos, jerséis, pijamas, pantalones cortos, camisetas, peleles, zapatos y calcetines. Todo era del mismo estilo: los colores y los dibujos indicaban que esas prendas habían sido usadas para vestir a la niña que había sido asesinada. Barbara lo metió de nuevo en la caja y se volvió hacia la siguiente caja en el instante en que Lynley sacaba el contenido del baúl de madera. La segunda caja contenía lo que parecía la ropa de cama y todos los demás objetos que se usan para la cuna de un bebé. Contenía sábanas de Peter Rabbit cuidadosamente dobladas, un móvil musical, un peluche muy gastado de Jemima Puddleduck, otros seis animales de peluche muy nuevos, lo cual sugería que al bebé no le habían gustado tanto como el de Jemima, y la almohadilla que solía ponerse alrededor de la cuna para evitar que los niños se dieran golpes contra la pared.

La tercera caja contenía accesorios de baño: cualquier cosa desde patos de goma a un albornoz diminuto. Cuando Barbara estaba a punto de comentar lo macabro que le parecía haber guardado todos esos objetos -teniendo en cuenta cómo había muerto la niña-, oyó que Lynley decía:

– Esto parece interesante, Havers.

Levantó los ojos y vio que se había puesto las gafas y que estaba sosteniendo un montón de artículos de periódico. Ya estaba leyendo con atención el primero. A su lado, en el suelo, había apilado los demás contenidos del baúl, que consistían en una colección de periódicos y revistas, y cinco álbumes de piel que podían ser usados tanto para fotografías como para recortes.

– ¿Qué has encontrado? -le preguntó.

– Tiene una verdadera biblioteca virtual sobre Gideon.

– ¿La ha sacado de los periódicos? ¿Es famoso por algún motivo?

– Toca el violín. -Dejó a un lado el artículo de revista que estaba leyendo-. Se trata de Gideon Davies, Havers.

Barbara se apoyó en los talones. Mientras sostenía un guante para lavar con forma de gato, le preguntó:

– ¿Debería desmayarme al enterarme de esa noticia?

– ¿No sabes quién es…? No importa -respondió Linley-. Es culpa mía. Había olvidado que la música clásica no es lo tuyo. En cambio, si fuera el guitarrista de Rotting Teeth…

– ¿Noto cierto desprecio hacia mis gustos musicales?

– …o cualquier otro grupo de ese estilo, seguro que lo habrías reconocido de inmediato.

– De acuerdo -asintió Barbara-. ¿Quién es ese tipo cuando está en la ducha de su casa?

Lynley se lo explicó: un virtuoso del violín, un antiguo niño prodigio, el poseedor de una gran reputación mundial por haber hecho su debut profesional antes de tener diez años.

– Según parece, su madre guardó todo lo que tenía que ver con su carrera profesional.

– ¿A pesar de que no se veían nunca? -preguntó Havers-. Eso me sugiere que ese distanciamiento fue propiciado por él mismo, o tal vez por el padre.

– Eso parece -asintió Lynley a medida que revisaba el material-. Esto es un verdadero tesoro escondido. Especialmente todo lo que recopiló desde su última actuación en público, incluida la prensa sensacionalista.

– Bien, si es famoso…

Barbara extrajo una caja más pequeña de entre los artículos de baño. La abrió y encontró una colección de recetas, todas extendidas para la misma persona: Sonia Davies.

– No, más bien fue algún tipo de fiasco -puntualizó Lynley-. Era una pieza musical para un trío. Ya me acuerdo, sucedió en Wigmore Hall. Se negó a tocar. Abandonó el escenario al principio de la actuación y nunca más ha vuelto a tocar en público desde entonces.

– ¿Quizá se le cruzaran los cables?

– Es posible.

– ¿Pánico a tocar en público?

– Es una posibilidad. -Lynley sostuvo los periódicos en alto: tanto los de prensa amarilla como los de calidad-. Parece ser que ha guardado todos los artículos que hablaban de él, por muy pequeños que fueran.

– Bien, era su madre. ¿Qué hay en los álbumes?

Lynley abrió el primer álbum mientras Barbara se acercaba a mirar. Había más recortes guardados dentro de los álbumes de piel. Estos iban acompañados de programas de conciertos, fotografías publicitarias y folletos de una organización llamada East London Conservatory.

– Me pregunto qué pudo causar que se distanciaran tanto -comentó Barbara, en vista de todo aquello.

– Es una buena pregunta -contestó Lynley.

Continuaron examinando los contenidos de las cajas y del baúl y se dieron cuenta de que todo lo que había guardaba relación con Gideon o Sonia Davies. Daba la sensación, pensó Barbara, de que Eugenie Davies no hubiera existido antes del nacimiento de sus hijos. Y que, al perderlos, también hubiera dejado de existir. Salvo que, evidentemente, sólo había perdido a uno.

– Supongo que tendremos que ir a hablar con Gideon -advirtió Barbara.

– Ya está en la lista -contestó Lynley.

Lo volvieron a colocar todo en su sitio y regresaron al piso de abajo. Lynley cerró el ventanuco.

– Coge las cartas del dormitorio, Havers. Vayamos al Club para Mayores de 6o Años. Quizá podamos averiguar algo más.

Una vez en la calle, subieron por Friday Street, en dirección contraria al río, pasaron por delante de la librería de Wiley, y Barbara se dio cuenta de que el comandante Ted Wiley no hizo ningún esfuerzo por disimular. Estaba de pie tras una colección de libros de fotografías, mirándoles a través del escaparate. En el momento que pasaban por delante de él, Wiley se llevó un pañuelo a la cara. ¿Estaba llorando? ¿Haciendo ver que lloraba? ¿O simplemente sonándose la nariz? Barbara no pudo evitar preguntárselo. Tres años era una espera demasiado larga para un compromiso, sobre todo si al final se iba a pique.

Friday Street era una amalgama de comercios y de casas residenciales. Desembocaba en Duke Street, donde la tienda de música Henley exhibía una colección de violines y de violas -además de una guitarra, de una mandolina y de un banjo-en el escaparate.

– Espera un momento, Barbara -le dijo Lynley, mientras se detenía a mirar los instrumentos.

Barbara aprovechó la oportunidad para encenderse un cigarrillo, y también los miró con espíritu de colaboración, preguntándose qué se suponía que ella y Lynley debían ver.

– ¿Qué? ¿QUÉ? -le preguntó a Lynley al cabo de un rato cuando vio que los seguía observando mientras, meditabundo, se tocaba la barbilla.

– Es igual que Menuhin -respondió-. El principio de sus respectivas carreras está lleno de semejanzas. Pero me pregunto si la familia también se parece. Menuhin disfrutó de la dedicación total de sus padres desde un principio. Si Gideon no…

– Menu… ¿quién?

– Otro niño prodigio, Havers -contestó Lynley mientras se daba la vuelta hacia ella. Cruzó los brazos, cambió el peso de pierna, con la intención, según parecía, de darle una conferencia sobre el tema-. Es algo a tener en cuenta. ¿Qué sucede con la vida propia de los padres cuando averiguan que han traído un genio al mundo? Toda una serie de responsabilidades, totalmente diferentes de las que tienen que asumir los padres de los niños normales, recae sobre ellos. Si a las responsabilidades que implican los niños normales les añadimos las que requieren un niño fuera de lo corriente…

– Estás pensando en Sonia, ¿no es verdad? -preguntó Havers.

– Sí. Esas responsabilidades son igualmente absorbentes, agotadoras y difíciles, pero de un modo diferente.

– No obstante, ¿son igual de satisfactorias para los padres? Y si no lo son, ¿cómo se las arreglan? ¿Y cómo afecta a su vida en pareja?

Lynley asintió con la cabeza, observando los violines de nuevo. Teniendo en cuenta sus palabras, Barbara se preguntaba hasta qué punto estaba pensando en su propio futuro mientras observaba los instrumentos. Aún no le había dicho nada sobre la conversación que había mantenido con su mujer la noche anterior. Ahora no le parecía el momento oportuno para hacerlo. Pero, por otra parte, le había propiciado una oportunidad difícil de ignorar. ¿Y no le iría bien tener una amiga a quien contarle todas las preocupaciones que fueran surgiendo durante los meses que Helen estuviera embarazada? No era probable que tuviera intención de comentárselas a su mujer.

– ¿Preocupado, señor? -le preguntó; siguió fumando su Player con un poco de aprehensión porque, aunque llevaban más de tres años trabajando juntos, rara vez se aventuraban a hablar de su vida privada.

– ¿Preocupada, Havers?

Espiró el humo por la comisura de los labios, con el buen propósito de no echárselo a la cara cuando Lynley se diera la vuelta hacia ella.

– Ayer por la noche Helen me contó lo del… ya sabe a lo que me refiero. Supongo que eso implica ciertas preocupaciones. Todo el mundo las tiene en algún momento. Lo que le quiero decir es que… -Se apartó el pelo y se abrochó el botón superior de su chaqueta de lana, y se lo desabrochó de inmediato al ver que le oprimía.

– ¡Ah! ¡El bebé! ¡Sí, claro! -contestó él.

– Supongo que en algunos momentos uno debe de estar asustado.

– Sí, en ciertos momentos -respondió sin alterarse-. Prosigamos. -Dobló la esquina de la tienda de música y puso fin a la conversación.

«¡Vaya respuesta más extraña!», pensó Barbara. Una reacción muy rara. Se dio cuenta de lo estereotípica que había esperado que fuera su reacción ante su inminente paternidad. Procedía de una familia distinguida, tenía un título -por muy anacrónico que pudiera parecer- y poseía una finca familiar que había heredado cuando apenas había cumplido los veinte años. ¿No era de esperar que trajera al mundo un heredero poco después de su matrimonio? ¿No debería de estar encantado de haber cumplido con su deber a los pocos meses de haber dado el paso decisivo?

Barbara frunció el ceño, lanzó la colilla al suelo y ésta fue a aterrizar en un charco que había en la acera. «¡Cuántas cosas ignora una de los hombres!», pensó.

El Club para Mayores de 6o Años era un edificio modesto que estaba ubicado en uno de los extremos del aparcamiento de Albert Road. Cuando entraron, Barbara y Lynley fueron inmediatamente saludados por una mujer pelirroja de grandes dientes; ésta llevaba un vestido transparente con dibujos de flores que era mucho más adecuado para una fiesta al aire libre en un día soleado que para el día gris de noviembre que hacía. Les mostró sus espantosas perlas bucales y se presentó como Georgia Ramsbottom, secretaria del Club, «por voto unánime por quinto año consecutivo». ¿Podía serles de ayuda? ¿Quizá sus padres se mostraban poco dispuestos a informarse sobre las amenidades del Club? ¿O tal vez su madre había enviudado hacía poco? ¿O quizá su padre intentara aceptar la muerte de su querida esposa?

– A veces nuestros jubilados -era evidente que ella no se consideraba uno de ellos, a pesar de su piel resplandeciente y tersa que indicaba los grandes esfuerzos que hacía para retardar el proceso de envejecimiento-se sienten poco inclinados a cambiar cosas en su vida, ¿no es verdad?

– Eso no sólo sucede con los jubilados -respondió Lynley con amabilidad mientras le mostraba el carné y hacía las presentaciones.

– ¡Oh! ¡Santo Cielo! ¡Lo siento! No sé por qué me imaginé que… -Georgia Ramsbottom bajó la voz-. ¿De la policía? No creo que pueda ayudarles en nada. Como ven, a mí sólo me han elegido.

– Pero durante cinco años consecutivos -apuntó Barbara amablemente-. ¡Felicidades!

– ¿Hay algo que…? Entonces, supongo que querrán hablar con la directora, ¿no es verdad? Aún no ha llegado. No entiendo por qué, salvo que Eugenie siempre tiene asuntos importantes por resolver; pero puedo llamarla a casa, si no les importa esperar un momento en la sala de juegos.

Señaló la misma puerta por la que ella había aparecido para darles la bienvenida. Más allá de la puerta se veía gente sentada en pequeñas mesas: grupos de cuatro jugando a cartas, grupos de dos jugando al ajedrez o a las damas, y una persona sola jugando al solitario Paciencia, aunque con muy poca, si uno se dejaba guiar por los frecuentes «¡a la mierda!» que profería. La secretaria se dirigió hacia una oficina cerrada, en cuya puerta estaba pintada la palabra DIRECTORA sobre un cristal translúcido.

– Entraré un momento en su oficina y la llamaré.

– ¿Está hablando de la señora Davies? -preguntó Lynley.

– Sí, por supuesto, de Eugenie Davies. Normalmente está aquí, a excepción de las temporadas que pasa en las residencias para ancianos. Nuestra Eugenie es muy buena. Muy generosa. Un ejemplo perfecto de… -Parecía incapaz de acabar la metáfora; por lo tanto, cambió de tema-. Pero si la buscan a ella, ya lo deben de saber… quiero decir, la buena reputación que tiene por las buenas obras que hace. Porque si no lo saben…

– Me temo que está muerta -espetó Lynley.

– ¡Muerta! -repitió Georgia Ramsbottom un momento después mientras les miraba fijamente como si no lo comprendiera-. ¿Eugenie? ¿Eugenie Davies? ¿Muerta?

– Sí, murió en Londres ayer por la noche.

– ¿En Londres? ¿Estaba…? ¿Qué le sucedió? ¡Dios mío! ¿Lo sabe Teddy? -Georgia miró rápidamente hacia la puerta por la que acababan de pasar Lynley y Barbara. Su rostro indicaba que deseaba salir corriendo para comunicarle las malas noticias al comandante Ted Wiley con toda urgencia-. Él y Eugenie -dijo con rapidez y en voz baja, como si temiera que los jugadores de cartas de la sala contigua pudieran prestar atención a algo que no fueran sus partidas-. Estaban… Bien, evidentemente, ninguno de los dos lo anunció en público, pero Eugenie era así, ¿no es verdad? Muy discreta. No era una persona muy dada a contarle a cualquiera los detalles más íntimos de su vida. Pero cuando uno los veía juntos, era evidente que Ted estaba loco por ella. Yo, más que nadie, me sentí muy contenta por los dos, porque aunque Ted y yo siempre íbamos juntos cuando él llegó a Henley, yo ya había llegado a la conclusión de que Ted no acababa de ser el hombre que yo quería, y cuando se lo pasé a Eugenie, no podría haberme sentido más feliz al ver que congeniaban. Química. Eso era precisamente lo que había entre ellos, y lo que nunca hubo entre Ted y yo. Ya saben cómo son esas cosas. -Les enseñó los dientes de nuevo-. ¡Pobre Ted! ¡Pobre cariño mío! ¡Es un encanto! Es una de las personas más queridas del club.

– Ya sabe lo de la señora Davies -le informó Lynley-. Hemos hablado con él.

– Pobre hombre. Primero su mujer y después esto. ¡Dios mío! -Suspiró-. ¡Santo Cielo! Tendré que decírselo a todo el mundo.

Por un instante, Barbara se preguntó hasta qué punto iba a disfrutar haciéndolo.

– Si pudiéramos entrar en su oficina… -Lynley señaló la oficina con una inclinación de cabeza.

– Sí, por supuesto -respondió Georgia Ramsbottom-. No debería estar cerrada con llave. Normalmente no lo está. El teléfono está ahí adentro, y si Eugenie no está aquí, alguien tiene que entrar para contestar. Es normal, porque algunos de nuestros miembros tienen a sus cónyuges en residencias para ancianos y una llamada telefónica podría significar… -Fue bajando el tono de voz a propósito. Giró el tirador, abrió la puerta de un golpe y les indicó que pasaran.

– Si no les importa, me gustaría preguntarles…

Una vez dentro, Lynley se mostró indeciso. Se volvió hacia la mujer en el instante en que Barbara entraba, se dirigía hacia el único escritorio de la oficina y se dejaba caer en la silla. Sobre la mesa había una agenda; Barbara la cogió en el momento en que Lynley decía:

– ¿Sí?

– ¿Estaba Ted…? ¿Está…? -Se esforzaba por conseguir un tono fúnebre-. ¿Está muy conmovido, inspector? Somos tan buenos amigos, que creo que debería llamarle de inmediato. ¿O quizá debería visitarle y ofrecerle unas palabras de consuelo?

«¡Por el amor de Dios!», pensó Barbara. El cadáver aún estaba caliente. Pero, evidentemente, cuando un hombre quedaba libre no había tiempo que perder. Mientras Lynley pronunciaba todos esos sonidos correctos y educados para darle a entender que sólo un amigo podía saber si era mejor llamarle por teléfono o ir a verle, y mientras Georgia Ramsbottom se encerraba en su mundo para pensárselo, Barbara se dedicó a examinar la agenda de Eugenie Davies. Vio que la directora del club social se mantenía ocupada con reuniones del comité que guardaban relación con los eventos del club, con visitas a lugares llamados Quiet Pines, River View y The Willows, que, según parecía, debían de ser residencias para ancianos, con citas con el comandante Wiley -marcadas con un Ted escrito sobre una determinada hora-, o con una serie de citas concertadas en lugares con nombres de pub o de hotel. Estas últimas aparecían de forma regular a lo largo de todo el año. No coincidían ni en el día ni en la semana, pero aparecían, como mínimo, una vez al mes. Le pareció curioso que las citas no tan sólo estuvieran apuntadas en los meses previos del año y en el mes en el que se encontraban, sino también en toda la agenda, que incluía los primeros seis meses del año siguiente. Barbara se lo comentó a Lynley mientras éste empezaba a leer una agenda de teléfonos que había sacado del cajón superior de la derecha del escritorio.

– Parecen citas importantes -apuntó.

– ¿Para ir de pub en pub? -preguntó Barbara-. ¿Para escribir reseñas de hoteles? No lo creo. Escucha: Catherine Wheel, King's Head, Fox and Glove, Claridges… No creo que se trate de eso. ¿Qué te sugiere? Quizá fueran citas amorosas.

– ¿Sólo aparece un hotel?

– No, hay más. Aquí está el Astoria y el Lords of the Manor. También sale Le Meridien. Algunos están en el centro de la ciudad y otros en las afueras. Se veía con alguien, inspector, y me apuesto lo que quiera que no se trataba de Wiley.

– Llame a los hoteles y averigüe si alguna vez reservó una habitación.

– ¡Qué labor tan estimulante!

– Es uno de los cometidos más importantes de nuestro oficio.

Mientras hacía las llamadas, Barbara examinó las demás cosas que había sobre el escritorio de Eugenie Davies. Los otros cajones contenían material de oficina: tarjetas de visita, sobres y papel de escribir, celo y grapas, gomas elásticas, tijeras, lápices y bolígrafos. Los archivos contenían contratos realizados con empresas suministradoras de productos alimenticios, mobiliario, ordenadores y fotocopiadoras. Cuando Barbara consiguió averiguar que en el primer hotel no constaba que Eugenie Davies hubiera pasado ninguna noche allí, ya había llegado a la conclusión que en el escritorio no había nada de índole personal.

Se fijó en la superficie del escritorio a medida que Lynley se agachaba junto a un ordenador que estaba en la modalidad de reiniciar. Ahondó en la bandeja de entrada de la mujer muerta. Lynley penetró en su mundo cibernético.

Barbara se dio cuenta de que, al igual que los hoteles, la bandeja de entrada tampoco era ninguna fuente fascinante de información. Contenía tres solicitudes para apuntarse en el club -todas ellas de mujeres de unos setenta años que acababan de enviudar-, además de lo que parecían ser los borradores de las notas informativas sobre futuras actividades. Barbara, al ver lo que el club tenía previsto para sus miembros, silbó en voz baja. Debido a la proximidad de las vacaciones, los jubilados habían programado una colección admirable de eventos. Había de todo, desde un viaje en autocar a Bath para asistir a una cena y a una representación navideña hasta una fiesta de Fin de Año. Fiestas, cenas, bailes, excursiones para el día de San Esteban y misas a medianoche estaban previstas para una multitud de mayores de sesenta años que ciertamente hacían todo lo posible por disfrutar de la edad de oro.

A su espalda, Barbara oyó el runrún y los bips del ordenador de Eugenie Davies. Se puso en pie y se dirigió hacia el único archivador mientras Lynley se sentaba junto a la mesa y giraba la silla para quedar de cara al ordenador. El archivador tenía cerradura, pero estaba abierto; por lo tanto, Barbara abrió el primer cajón y empezó a hojear los archivos. Parecía que casi todo se trataba de correspondencia con otras organizaciones para jubilados del Reino Unido. Sin embargo, también había documentos que versaban sobre la Seguridad Social, sobre un programa de viaje y estudios llamado Eider Hostel, sobre temas geriátricos desde el Alzheimer hasta la osteoporosis, y sobre temas legales referentes a testamentos, fideicomisos e inversiones. Había una carpeta manila que contenía la correspondencia de los hijos de los miembros del club. La mayoría eran cartas de agradecimiento y elogios de lo que el club estaba haciendo para sacar a Mamá y Papá de su cascara. Algunos se cuestionaban la devoción que Mamá y Papá sentían por una organización que no tenía nada que ver con la familia más próxima. Barbara sacó este último grupo de la carpeta y lo depositó sobre el escritorio. Quizás algún familiar se había sentido demasiado preocupado por el afecto que Papá y Mamá le tenían a la directora del club, por no decir nada de las consecuencias que ese afecto podría acarrear. Comprobó que ninguna de las cartas estuviera firmada por Wiley. No había ninguna, pero eso no quería decir que el comandante no tuviera ninguna hija que le hubiera mandado una carta a Eugenie.

Una de las carpetas tenía un interés especial, ya que estaba llena de fotografías del club realizadas en distintas ocasiones. Mientras Barbara las iba hojeando, se dio cuenta de que el comandante Wiley aparecía con frecuencia en las fotografías y que normalmente iba acompañado de una mujer que se le colgaba del brazo, que le rodeaba los hombros o que se le sentaba en el regazo. Georgia Ramsbottom. Estimado Teddy. «Por supuesto», pensó Barbara. Comenzó a decir «inspector», en el preciso instante en que Lynley anunció:

– Aquí hay algo, Havers.

Fotografías en mano, se dirigió hacia el ordenador. Vio que se había conectado a Internet y que el correo electrónico de Eugenie Davies aparecía en pantalla.

– ¿No tenía contraseña? -le preguntó Barbara mientras le entregaba las fotografías.

– Sí -respondió-, pero fue bastante fácil de adivinar, teniendo en cuenta la situación.

– ¿El nombre de algún hijo? -preguntó Barbara.

Sonia -contestó-. ¡Maldita sea!

– ¿Qué pasa?

– Aquí no hay nada.

– ¿No hay ningún mensaje que sea una amenaza de muerte? ¿No hay detalles de un posible viaje a Hampstead? ¿No hay ninguna invitación para ir a Le Meridien?

– Nada de nada. -Lynley observó la pantalla de cerca-. ¿Cómo se localiza el correo electrónico, Havers? ¿Podría tener antiguos mensajes escondidos por alguna parte?

– ¿Me lo pregunta a mí? ¡Si aún no me he acabado de habituar al móvil!

– Tenemos que encontrarlos. Si existen, claro está.

– Tendremos que llevárnoslo, señor -precisó Barbara-. Me refiero al ordenador, señor. Seguro que habrá alguien en Londres que pueda ayudarnos.

– Sí, es verdad -respondió Lynley. Examinó las fotografías que le acababa de entregar, pero no pareció que les dedicara demasiada atención.

– Georgia Ramsbottom -advirtió Barbara-. Parece ser que hubo un momento en que ella y Teddy estaban muy unidos.

– ¿Mujeres de sesenta años atropellándose en la carretera? -preguntó Lynley.

– Sólo es una posibilidad -replicó Barbara-. Me pregunto si su coche estará abollado.

– No sé por qué, pero lo dudo -contestó Lynley.

– Sin embargo, deberíamos comprobarlo. No creo que podamos…

– Sí, sí, le echaremos un vistazo. Seguro que está en el aparcamiento. -Sin embargo, lo dijo sin tomárselo en serio, y a Barbara no le gustó mucho ver que dejaba las fotografías de lado y que volvía al ordenador, sumido en sus propios pensamientos. Cerró el correo de Eugenie Davies, apagó el ordenador y se dispuso a desenchufarlo-. Veamos qué páginas consultó la señora Davies en Internet. Es imposible conectarse sin dejar rastro.


«Bragas Cremosas.» El comisario Eric Leach mantuvo el rostro impasible. Hacía más de veintiséis años que trabajaba de policía y ya hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que, en su oficio, tan sólo un majadero optimista podía llegar a la conclusión de que ya había visto todo lo que había por ver de sus compañeros de raza humana. Pero, en realidad, eso era algo digno de anotación.

– ¿Ha dicho «bragas cremosas», señor Pitchley?

Se encontraban en una de las salas de interrogatorios de la comisaría de policía: J.W. Pitchley, su abogado -un hombre diminuto llamado Jacob Azoff, que tenía unos pelos en la nariz que se asemejaban a un plumero y una gran mancha de café que le decoraba la corbata-, un agente llamado Stanwood, y Leach en persona, que hacía el interrogatorio y que se tragaba pastillas para el constipado con la misma facilidad que si de caramelos se tratara, preguntándose con amargura cuánto tiempo tardaría su sistema inmunitario en ponerse a la altura de la vida que tenía que llevar. Una noche yendo de bar en bar y se había convertido en caldo de cultivo para todos los virus conocidos por la humanidad.

El abogado de Pitchley le había llamado aún no hacía dos horas. Azoff le había informado brevemente de que su cliente deseaba hacer unas declaraciones a la policía. Y quería asegurarse de que sus declaraciones serían confidenciales, sólo entre los chicos, tratadas con discreción y santificadas con agua bendita. En resumen, que Pitchley no quería que la prensa se enterara de su nombre, y si existía la más mínima posibilidad de que la prensa consiguiera su nombre… etcétera, etcétera, etcétera. Aburridísimo.

– No es la primera vez que pasa por esto -dijo Azoff con un tono de voz de superioridad-. Por lo tanto, si conseguimos llegar a un acuerdo preliminar con respecto a la confidencialidad de su conversación, comisario Leach, creo que tenemos en nuestras manos a un hombre que hará todo lo posible por ayudarle en sus investigaciones.

Así pues, Pitchley y su abogado fueron a comisaría, les hicieron entrar por la puerta trasera como si fueran colaboradores secretos, les obsequiaron con los refrescos que pidieron -«zumo de naranja natural y agua con gas con hielo y un poco de lima, pero que no sea limón, gracias»- y se instalaron cómodamente en la mesa de entrevistas en la que Leach había presionado el botón de grabar, y había recitado el día, la hora y los nombres de los presentes.

La historia de Pitchley no había cambiado en nada de lo que había dicho la noche anterior, pero estaba dando muchos más detalles sobre los lugares y sobre lo que había estado haciendo, y estaba siendo mucho más explícito con los nombres. Por desgracia, aparte de los apodos que sus compañeras usaban durante sus encuentros amorosos en el Comfort Inn, fue incapaz de proporcionar el nombre verdadero de nadie que pudiera corroborar su historia.

Así pues, como era de esperar, Leach le preguntó:

– Señor Pitchley, ¿qué le hace pensar que podremos seguirle la pista a esa mujer si ni siquiera quiso decírselo al hombre que se la estaba follando…

– Nunca usamos esa palabra -replicó Pitchley, un poco ofendido.

– …y cómo puede esperar que se muestre comunicativa con la policía? ¿El hecho de que ocultara su nombre no le sugiere nada?

– Siempre…

– ¿No le sugiere que no desea que la reconozcan en situaciones que no se lleven a cabo a través de Internet?

– Sólo es parte del juego que nosotros…

– Y si no desea que la localicen, ¿no le sugiere que debe de vivir con alguien, como, por ejemplo, un marido, que no vería con muy buenos ojos a un tipo que, por cierto, se ha dedicado a revolcarse desnudo con su mujer, y que se presentara en la puerta de su casa con flores y bombones con la esperanza de que confirmara su coartada?

Pitchley cada vez se estaba poniendo más rojo. Pero también hay que decir que Leach se mostraba cada vez más incrédulo. Después de muchas vacilaciones, el hombre había confesado ser un casanova cibernético que a menudo seducía a mujeres entradas en años, pero que nunca le decían su nombre ni tampoco sabían el suyo. Pitchley afirmó que era incapaz de recordar la cantidad de mujeres con las que se había citado desde el nacimiento del correo electrónico y de los chats, y desde luego no podía acordarse de los nombres cibernéticos de todas ellas, pero podía jurar sobre un montón de ochenta y cinco libros religiosos que Leach escogiera, que una vez que habían acordado citarse, él siempre seguía el mismo procedimiento: copas y cena en The Vailey of Kings de South Kensington, seguido de varias horas de intercambio sexual atlético y creativo en el Comfort Inn de Cromwell Road.

– Por lo tanto, ¿lo reconocerían en el restaurante o en el hotel? -le preguntó Leach.

Pitchley sintió cierta tristeza al admitir que eso podría representar un pequeño problema. Los camareros de The Vailey of Kings eran extranjeros. El recepcionista nocturno del Comfort Inn también lo era. Y los extranjeros a menudo tenían ciertas dificultades para recordar una cara inglesa, ¿no era verdad? Porque los extranjeros…

– Dos terceras partes de los habitantes de Londres son extranjeros -le interrumpió Leach-. Si no nos propone algo más convincente que lo que nos ha estado contando hasta ahora, señor Pitchley, todo esto será una pérdida de tiempo.

– Me gustaría recordarle, comisario Leach, que el señor Pitchley ha venido a la comisaría por voluntad propia -recalcó Jake Azoff a esas alturas de la conversación. Él había sido el que se había pedido el zumo de naranja, y Leach se percató de que un trozo de pulpa le colgaba del bigote cual excremento de pájaro mal teñido-. Quizá si mostrara un poco más de educación, mi cliente se mostraría más dispuesto a colaborar.

– Supongo que el señor Pitchley ha venido hasta la comisaría porque tiene algo que contarme que no me explicó ayer por la noche -replicó Leach-. De momento, lo único que estamos haciendo es darle vueltas a lo mismo, y lo que está consiguiendo es complicar aún más la ya embarullada situación de su cliente.

– No comprendo cómo puede haber llegado a esa conclusión -respondió Azoff, ofendido por la implicación.

– ¿No lo entiende? Permítame que se lo explique. A no ser que haya estado soñando, el señor Pitchley nos ha informado de que su pasatiempo favorito consiste en usar Internet para ponerse en contacto con mujeres mayores de cincuenta años; es decir, para ligárselas y conseguir llevárselas a la cama. También nos ha contado que ha tenido mucho éxito en este campo, tanto que ni siquiera es capaz de recordar cuántas mujeres han disfrutado de sus talentos eróticos. ¿Me equivoco, señor Pitchley?

Pitchley cambió de posición en la silla y tomó un trago de agua. Aún tenía la cara sonrojada, y el pelo -del color del polvo y con una raya en medio que hacía que se le formaran dos especies de alas a cada lado-le cubría la cara cada vez que asentía. Mantenía la cabeza baja. Porque se sentía violento o arrepentido, porque estaba turbado… ¿Quién demonios lo podía saber?

– Bien. Continuemos. Tenemos a una mujer mayor que ha sido atropellada por un vehículo en la calle del señor Pitchley, a unas cuantas casas de distancia de la suya. Va y resulta que esa mujer tiene apuntada la dirección del señor Pitchley. ¿Eso qué le sugiere?

– Yo no sacaría ninguna conclusión -contestó Azoff.

– Es normal, pero mi trabajo consiste en llegar a conclusiones. Y la conclusión a la que llego es que esa mujer se dirigía hacia la casa del señor Pitchley.

– Nunca hemos reconocido que el señor Pitchley conociera a la mujer en cuestión o que estuviera esperándola.

– Y si en verdad iba a verle, el señor Pitchley nos ha dado una razón excelente con sus propias palabras. -Leach hizo hincapié en su argumento inclinándose hacia delante para poder ver mejor a Pitchley bajo su mata de cabello-. Tenía más o menos la edad de las mujeres que le gustan: sesenta y dos años. Tenía un bonito cuerpo, eso es, claro está, antes de que el coche la destrozara; estaba divorciada y no se había vuelto a casar. No tenía hijos en casa. Me pregunto si se había comprado un ordenador. Algo que le sirviera para pasar el rato en las noches que se encontrara sola en Henley.

– ¡Eso es imposible! -exclamó Pitchley-. Nunca saben dónde vivo. Nunca saben dónde encontrarme después de… una vez que hemos… bien, después que nos hayamos marchado de Cromwell Road.

– Simplemente se las folla y se marcha -sentenció Leach-. Eso está muy bien. Sin embargo, ¿qué sucedería si una de ellas decidiera que no le gustaba ese plan? ¿Qué pasaría si una de ellas le hubiera seguido hasta casa? No ayer por la noche, evidentemente, sino cualquier otro día. ¿Si le hubiera seguido, se hubiera apuntado dónde vivía y hubiera esperado el momento propicio en que usted hubiera dejado de llamarla?

– No lo hizo. Es imposible.

– ¿Por qué no?

– Porque nunca voy directamente a casa. Cuando salimos del hotel, doy vueltas en coche durante media hora como mínimo, a veces durante una hora, para asegurarme de que no… -Se detuvo y consiguió tener una expresión relativamente abatida por la confesión que estaba haciendo-… doy vueltas en coche para tener la certeza de que… no me siguen.

– Muy inteligente de su parte -comentó Leach con ironía.

– Ya sé lo mal que suena. Ya sé que me hace quedar como una mierda. Y si eso es lo que soy, lo acepto. Pero no soy el tipo de hombre que atropellaría a una mujer en medio de la calle, y lo debe de saber muy bien si ha examinado mi coche y ha aprovechado la oportunidad para darse una vuelta por Londres sin mi permiso. Me gustaría que me devolvieran el coche, inspector Leach.

– ¿Es eso lo que le gustaría?

– Pues sí. Usted quería información y yo se la he dado. Le he dicho dónde estaba ayer por la noche, por qué y con quién.

– Con Bragas Cremosas.

– De acuerdo. Me volveré a poner en contacto con ella. La convenceré para que venga a comisaría, si es eso lo que quiere.

– Puede hacerlo y lo hará -asintió Leach-. Sin embargo, creo que debe saber que eso no será de mucha ayuda.

– ¿Por qué no? ¡No puedo haber estado en dos lugares a la vez!

– Cierto. Pero aunque la señorita Bragas Cremosas, o quizá sea la señora Bragas Cremosas -Leach no pudo ocultar su sonrisa y tampoco hizo nada por intentarlo-, corrobore su historia, hay una parte en la que no puede serle de ayuda, ¿no es verdad? No podrá decirnos dónde estuvo durante esa hora o esa media hora después de haberse despedido de ella. Y si está a punto de decirme que quizá se dedicara a seguirle, entonces volverá a estar en terreno peligroso. Porque si le siguió, existe la posibilidad de que Eugenie Davies, después de un revolcón similar en Cromwell Road, hiciera lo mismo.

Pitchley se apartó con brusquedad de la mesa, y lo hizo con tanta fuerza que la silla chirrió cual sirena al caer al suelo.

– ¿Quién? -Tenía la voz ronca, como si fuera un trozo de papel de lija que intentara hablar-. ¿Quién ha dicho que era?

– La mujer muerta se llamaba Eugenie Davies. -Incluso al pronunciar esas palabras, el comisario Leach se percató de la nueva realidad que expresaba el rostro de Pitchley-. ¿La conoce? ¿La conoce por ese nombre? ¿La conoce, señor Pitchley?

– ¡Oh, Dios mío! ¡Por todos los santos! -gimió Pitchley.

En un instante, Azoff le preguntó a su cliente:

– ¿Necesitas cinco minutos?

El sospechoso ni siquiera tuvo que responder, porque alguien llamó a la puerta de la sala de interrogatorios. Una agente de policía asomó la cabeza y le dijo a Leach:

– El inspector Lynley al teléfono, señor. ¿Se lo paso ahora o un poco más tarde?

– Volveré dentro de cinco minutos -dijo secamente a Pitchley y a Azoff. Cogió sus papeles y les dejó solos.


Aunque lo pareciera, la vida no era un continuo de acontecimientos. De hecho, era un tiovivo. En la niñez, uno se montaba en un caballito galopante y comenzaba un viaje durante el cual se suponía que las circunstancias irían cambiando a medida que avanzara el viaje. Pero la verdad de la vida era que consistía en una repetición interminable de lo que uno ya había experimentado… dando vueltas y más vueltas sobre ese caballito. Y a no ser que uno hiciera frente a los retos que uno deseara superar a lo largo del camino, esos retos aparecían una y otra vez de una forma u otra hasta el fin de nuestros días. Si J.W. Pitchley aún no había suscrito esa opinión, ahora se había convertido en su más fiel partidario.

Se encontraba de pie en las escaleras de la Comisaría de Policía de Hampstead con su abogado, y escuchaba el solemne discurso que Jake Azoff le estaba pronunciando. Era un soliloquio sobre el tema de confianza y veracidad entre un cliente y su abogado. Al final le dijo:

– ¿De verdad crees que habría venido hasta aquí si hubiera sabido lo que me ocultabas, imbécil? Me has hecho quedar como a un idiota, y ¿cómo crees que eso afecta mi credibilidad con la policía?

Pitchley deseaba decirle que la situación actual no tenía nada que ver con él, pero ni siquiera se molestó en hacerlo. No pronunció palabra, lo que causó que Azoff le preguntara:

– Así pues, ¿cómo le gustaría que le llamara, señor? -El señor no era indicio de nada que no fuera desprecio, pero le dio cierto colorido-. Durante el poco tiempo que queda de nuestra relación legal, ¿cómo debo llamarle, Pitchley o Pitchford?

– Pitchley es totalmente legal -respondió J.W. Pitchley-. No hay nada sospechoso en el hecho de que cambiara de apellido, Jake.

– Quizá tengas razón -replicó Azoff-, pero quiero una explicación detallada por escrito encima de mi escritorio antes de las seis de la tarde: me la mandas por fax, por mensajero, por correo electrónico o por paloma mensajera, me da igual. Y después veremos qué sucederá con nuestra relación profesional.

J.W. Pitchley, también conocido por James Pitchford, alias Hombre Lengua para sus amigas cibernéticas, asintió servicialmente, a pesar de que sabía que Jake Azoff tan sólo estaba tratando de impresionarle. El historial de Azoff demostraba que su habilidad para administrar dinero era tan desastrosa que sería incapaz de sobrevivir ni un solo mes sin que nadie le aconsejara en qué invertir; además, Pitchley-Pitchford-Hombre Lengua hacía tantos años que se ocupaba de sus inversiones y con una pericia tan grande en el juego de manos que era el departamento financiero, que entregarle el control a un gurú fiscal menos competente sería como poner a Azoff en manos de Hacienda, y el abogado se mostraba comprensiblemente reacio a que eso sucediera. Pero Azoff necesitaba descargar su Furia, y J.W. Pitchley -antes conocido como James PitchFord y actualmente alias Hombre Lengua-en realidad no podía culparle de eso. Por lo tanto, le dijo:

– Eso mismo haré, Jake. Siento que te haya sorprendido tanto.

Y observó cómo Azoff le contestaba enojado, cómo se subía el cuello del abrigo para protegerse del helado viento y cómo se alejaba calle abajo.

Pitchley, que no tenía acceso a su coche y que no había recibido ninguna invitación por parte de Azoff para llevarle hasta Crediton Hill, partió desconsolado hacia la estación de tren de Hampstead Heath, preparándose para soportar los insalubres abrazos. «Por lo menos no tengo que coger el metro», se dijo a sí mismo. Y, por lo menos, hacía más de una semana que no se había producido ningún choque violento entre líneas de ferrocarril rivales que luchaban por conseguir el Diploma de Máxima Incompetencia.

Subió por Downshire Hill, giró hacia la derecha y llegó a la Alameda de Keats; delante de la casa y biblioteca del poeta que le daba nombre, una mujer de mediana edad salía de unos parterres inundados, con una gran bolsa en la mano derecha cuyo peso le lastimaba el hombro. Pitchley-Pitchford aminoró la marcha cuando ella giró hacia la derecha para encaminarse en la misma dirección que él. En otro momento de su vida habría ido a ayudarla a toda prisa. Después de todo, era lo que se esperaba de un caballero.

Pitchley-Pitchford se percató de que tenía los tobillos demasiado gruesos, pero el resto de su cuerpo encajaba con el tipo de mujeres que le gustaban: un poco deterioradas, ligeramente despeinadas, y con ese aire académico y preocupado que sugería no sólo un buen nivel de inteligencia, sino también esa especie de falta de confianza sexual que siempre le parecía tan estimulante. Las mujeres con las que chateaba siempre resultaban ser así, y ése era el motivo que le impulsaba a conectarse a Internet, a pesar de su sentido común, por no decir nada de la amenaza de las enfermedades de transmisión sexual. Además, si tenía en cuenta lo que acababa de sufrir en la comisaría de policía de Hampstead, aunque la mejor parte de su mente le estaba sermoneando sobre la estupidez de futuros encuentros con mujeres cuyos nombres no habían tenido ninguna importancia hasta ese momento, la otra parte de su mente -su cerebro de reptil-no había aprendido la lección ni había sentido la más mínima turbación respecto al futuro. «Hay cosas más importantes a tener en cuenta que un simple encuentro con la policía», declaró James, el del cerebelo de lagartija. Como, por ejemplo, explayarse en el placer infinito que uno podía dar y recibir con los orificios individuales de la anatomía femenina.

No obstante, esa especie de fantasía adolescente era una locura tremenda. Lo que no era una fantasía era la muerte de Eugenie Davies en Crediton Hill; Eugenie Davies, la mujer que llevaba apuntada su dirección.

Cuando conoció a Eugenie, él se llamaba James Pitchford, tenía veinticinco años, había pasado tres años en la universidad y vivía en una habitación con derecho a cocina en Hammersmith que era del tamaño de una uña. El año que pasó en esa habitación alquilada le dio la posibilidad de acceder a la academia que necesitaba, en la que por una suma exorbitante de dinero que tardó meses en reunir, adquirió conocimientos de su lengua materna adecuados para el mundo de los negocios, para fines académicos, para la vida social y para poder acobardar a los porteros de hoteles de categoría.

Desde allí, había conseguido, no sin muchas dificultades, su primer trabajo en el centro de Londres, y le había parecido muy oportuno tener una dirección que fuera céntrica. Y como nunca invitaba a sus compañeros de oficina a casa para tomar unas copas ni para cenar ni para cualquier otra cosa, ellos no tenían modo de averiguar que las cartas, los documentos y las invitaciones para fiestas que le enviaban a una dirección del elegante barrio de Kensington llegaban, en realidad, a una habitación que ocupaba en el cuarto piso, que era aún más pequeña que la que había alquilado en Hammersmith.

El hecho de vivir en una habitación tan pequeña en aquella época no le había supuesto un gran esfuerzo, ya que no sólo la dirección era respetable, sino que también había hecho nuevas amistades. En el tiempo que había pasado desde que viviera en Kensington Square, J.W Pitchley había aprendido a no pensar en los habitantes de esa casa. Sin embargo, James Pitchford, que había disfrutado mucho en su compañía y que había conseguido reinventarse con gran habilidad, apenas había podido vivir ni un solo momento sin pensar en un miembro u otro de la casa. Especialmente en Katja.

«¿Puedes ayudar hablar inglés, por favor? -le había preguntado-. Sólo estar aquí un año. No aprendo tanto como quiero. Le estaría muy agradecida.» Su forma encantadora de pronunciar uve en vez de uve doble al hablar, compensaba en cierta manera el hecho de que se hubiera esforzado tanto en pronunciar las haches.

Consintió en ayudarla porque se lo había pedido con mucho entusiasmo. Aceptó ayudarla porque -aunque ella no podía saberlo y él estaría dispuesto a morir antes de contárselo- eran de la misma calaña. Su huida de Alemania oriental -a pesar de que había sido más dramática y temeraria-reflejaba una huida que él mismo había protagonizado. Además, aunque sus motivos eran diferentes, el origen de sus preocupaciones era el mismo.

Él y Katja hablaban la misma lengua, y si él podía ayudarla a mejorar su dominio de la lengua con algo tan simple como con ejercicios de gramática y pronunciación, estaría encantado de hacerlo.

Se reunían en su tiempo libre, cuando Sonia estaba dormida o con su familia. Usaban una u otra habitación, ya que ambos tenían una mesa que era lo bastante grande para los libros con los que Katja hacía sus ejercicios de gramática y para el magnetófono que usaba para los de pronunciación. Se esforzaba mucho por mejorar la dicción, la articulación y la pronunciación. Se complacía en intentar aprender una lengua que le era tan extraña como la mismísima comida inglesa. De hecho, era esa obstinación lo que había hecho que James Pitchford empezara a admirar a Katja Wolff. Esa audacia total que le había hecho cruzar el muro de Berlín era algo tan heroico que sólo sentía deseos de imitarla.

«Conseguiré hacerme merecedor de tu afecto», le decía James en voz baja mientras descifraban los misterios de los verbos irregulares. Mientras la luz de la mesa le reflejaba el pelo rubio y suave, él se imaginaba acariciándolo, pasándole los dedos, acariciándole el pecho desnudo después de haberse abrazado.

Sobre la cómoda que había al otro lado de la habitación, el interfono interrumpía sus ensueños con la misma frecuencia que les permitía soñarlos. Llegaban los gemidos del bebé desde dos pisos más abajo, y Katja tenía que interrumpir sus clases nocturnas.

«No debe de ser nada importante», solía decirle, porque si lo era, el poco tiempo que podían pasar juntos llegaría a su fin. Porque si los gemidos de Sonia Davies se convertían en llanto, había muchas posibilidades de que surgieran problemas.

«Es la pequeña. Debo irme», solía decirle Katja.

«¡Espera un momento!», aprovechaba la oportunidad para cogerla de la mano.

«No puedo, James. Si empieza a llorar y la señora Davies la oye y se entera de que no estoy con ella… Ya sabes cómo es. Además, es mi trabajo.»

«¿Trabajo?», pensó. Más bien parecía una servidumbre absoluta. Tenía que trabajar durante muchas horas y sus obligaciones nunca acababan. Cuidar de una niña que estaba enferma tan a menudo requería algo más que los esfuerzos de una joven mujer que apenas tenía experiencia.

James Pitchford se daba perfecta cuenta de eso, aunque sólo tuviera veinticinco años. Sonia Davies necesitaba una enfermera profesional. Por qué no la tenía era uno de los misterios de Kensington Square. Sin embargo, no estaba en posición de resolver ese misterio. Necesitaba pasar inadvertido y no hacerse notar demasiado.

Con todo, cada vez que Katja interrumpía sus clases para ir a atender a la niña a toda prisa, cada vez que la oía saltar de la cama en medio de la noche y bajar las escaleras corriendo para ocuparse de ella, cada vez que volvía del trabajo y se encontraba a Katja dándole de comer, bañándola, intentando distraerla con cualquier cosa, solía pensar: «Esa pobre criatura tiene familia, ¿no es así? ¿Qué está haciendo por cuidar de ella?».

Y le parecía que la respuesta era muy simple. Dejaban que Katja se ocupara de Sonia Davies, para que todos los demás miembros de la familia pudieran girar en torno a Gideon.

Pitchford se preguntaba si podía culparlos por ello. Y si pudiera, ¿tenían otra elección? Los Davies se habían lanzado a educar a Gideon mucho antes de que naciera Sonia, ¿no era eso verdad? Ya se habían comprometido a llevar a cabo una acción, tal y como demostraba la presencia de Raphael Robson y de Sarah-Jane Beckett en su mundo.

Pitchley-Pitchford entró en la estación y metió la cantidad adecuada de monedas en la máquina sin dejar de pensar en Robson y en Beckett. Mientras avanzaba hacia el andén, cayó en la cuenta de que hacía muchos años que no había pensado en ellos. Era normal que se hubiera olvidado de Robson, porque, al fin y al cabo, el profesor de violín no vivía con ellos. Pero le parecía extraño que ni siquiera hubiera pensado en Sarah-Jane Beckett en todos esos años. Después de todo, había sido una presencia importante en la casa.

«Encuentro que mi posición aquí es de lo más adecuada -le había dicho una vez al poco tiempo de su llegada, con ese estilo previctoriano tan peculiar que usaba cuando potenciaba su papel de institutriz-. Por muy difícil que pueda resultar a veces, Gideon es un alumno excelente, y me siento muy honrada de que me hayan elegido a mí, de entre otras diecinueve candidatas, para ocuparme de su educación.» Hacía poco que había llegado a la casa, y le habían adjudicado un dormitorio cercano al suyo entre los aleros del piso superior de la vivienda. Tendrían que compartir un cuarto de baño del tamaño de un alfiler. No había bañera, tan sólo una ducha en la que un hombre de constitución normal apenas podía darse la vuelta. Se había dado cuenta de eso el mismo día que se mudó, y lo miró con desaprobación, pero se limitó a soltar un suspiro con la resignación propia de una mártir.

«No suelo lavar la ropa en el cuarto de baño -le había informado-. Y me gustaría que usted también se abstuviera de hacerlo. Si nos respetamos en estos pequeños detalles, me atrevería a decir que nos llevaremos bastante bien. ¿De dónde es, James? No acabo de adivinar su procedencia. A menudo reconozco los acentos sin ningún problema. La señora Davies, por ejemplo, se crió en Hampshire. ¿Lo había notado? Me cae bastante bien. Y el señor Davies también. Pero el abuelo parece un poco… Bien. No me gusta criticar, pero…» Se dio un suave golpe en la sien con un dedo y alzó los ojos hacia el techo.

Loco era la palabra que James habría utilizado en otro momento de su vida, pero se limitó a decir: «Sí, es un poco raro, ¿verdad? Pero si se esfuerza por no verlo demasiado a menudo, se dará cuenta que es bastante inofensivo».

Así pues, durante un poco más de un año vivieron en armonía y con ganas de cooperar. Cada día, James se iba a trabajar al centro mientras que Richard y Eugenie Davies acudían a sus respectivos puestos de trabajo. La generación mayor se quedaba en casa: el abuelo se ocupaba del jardín y la abuela llevaba la casa. Raphael Robson se encargaba de dar clases de violín a Gideon. Sarah-Jane Beckett le daba clases de todo, desde literatura hasta geología.

«Es maravilloso trabajar con un genio -le había confesado-. Ese niño es como una esponja, James. Sería fácil suponer que no podría sobresalir en nada que no fuera la música, pero ése no es el caso. Cuando lo comparo con el alumno que tuve el primer año que llegué al norte de Londres… -Una vez más, y como siempre, usaba la mirada para expresar el resto. El norte de Londres, donde vivía la escoria de la sociedad. Le había contado que la mitad de sus alumnos eran negros, y que la otra mitad, había hecho una pausa para impresionarle, eran irlandeses-. No es que quiera calumniar a las minorías, pero hay límites respecto a lo que uno quiere soportar en la carrera profesional que ha escogido, ¿no cree?»

Cuando Sarah-Jane no estaba con Gideon, pasaba el rato con James. Una vez le había preguntado si quería ir con ella a tomar algo al Greyhound o si prefería ir al cine. «Como amigos», le había aclarado. Sin embargo, en esas salidas de «amigos», a menudo Sarah apretaba la pierna contra la suya en la oscuridad a medida que el celuloide proyectaba las imágenes en la pantalla, o le cogía del brazo cuando entraban en el pub, y le recorría los bíceps, el hombro y la muñeca con la mano de tal manera que cuando sus dedos se tocaban parecía de lo más natural que se cogieran de la mano y que siguieran así una vez que estuvieran sentados.

«Cuéntame cosas de tu familia, James -le incitaba-. Cuéntame. Quiero saber todos los detalles.»

Así pues, se inventaba historias para ella, y ya hacía tiempo que inventar historias se había convertido en una de sus especialidades. Se sentía halagado por la atención que ella -una mujer educada de uno de los condados más adinerados de los alrededores de Londres- estaba dispuesta a mostrarle. Siguiendo sus propios consejos, se había mantenido aislado durante tantos años que el interés que Sarah-Jane Beckett demostraba hacia él le había despertado un afán de compañía que había mantenido reprimido a lo largo de casi toda su vida.

Sin embargo, ella no era el tipo de compañera que andaba buscando. Y aunque mientras pasaba esas noches con Sarah-Jane no hubiera podido decir qué tipo de compañera buscaba, la verdad es que no sentía ningún estremecimiento especial cuando le rozaba la pierna, y tampoco deseaba ningún tipo de contacto que fuera más allá del de las palmas de las manos.

Entonces llegó Katja Wolff, y con ella la situación cambió. No obstante, no había en el mundo dos personas que pudieran ser más diferentes que ellos dos.

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