GIDEON

Lugar y Fecha.

Texto. 20 de octubre, 22.00


– ¡Una chica encantadora! -exclamó papá-. ¿Siempre grita como una verdulera en medio de la calle u hoy ha sido algo especial?

– Estaba enfadada.

– Eso es bastante obvio. Por no decir nada de sus sentimientos hacia tu trabajo; quizá sea algo que debas considerar si deseas seguir saliendo con ella.

No tenía ganas de hablar de Libby con él. Desde un principio ha dejado muy claro lo que pensaba. No hace falta perder el tiempo intentando hacerle cambiar de opinión.

Estábamos en la cocina, adonde fuimos una vez que Libby se despidió de nosotros en las escaleras. Ella le había dicho: «Richard, apártate de mi camino», y había abierto la puerta de la verja con un estruendo. Había bajado a su piso a toda velocidad, y el volumen de su música pop nos ilustraba el estado de ánimo en el que se encontraba.

– Hemos ido a ver a Bertram Cresswell-White -le conté a papá-. ¿Te acuerdas de él?

– He estado mirando tu jardín -respondió papá, inclinando la cabeza hacia la parte trasera de la casa-. Las malas hierbas empiezan a estar demasiado altas, Gideon. Si no vas con cuidado, les taparán la luz a las demás plantas; bien, a las pocas que tienes. Ya sabes que si no te gusta la jardinería, siempre puedes contratar a un filipino. ¿Has contemplado esa posibilidad?

La música pop sonaba muy fuerte desde el piso de Libby. Había abierto las ventanas. Frases distorsionadas de una canción resonaban desde el piso de la planta baja: How can your man… loves you… slow down, bay-bee…

– Papá, te acabo de preguntar…

– A propósito, te he traído dos camelias. -Se dirigió a la ventana que daba al jardín.

«…let him know… he's playing around!…»

Ya había oscurecido; por lo tanto, no había nada que ver, a excepción de mi reflejo y el de papá en la ventana. El suyo era claro, el mío oscilaba cual fantasma, como si se viera afectado por el ambiente o por mi incapacidad de mostrarme fuerte.

– Las he plantado a ambos lados de la escalera -declaró papá-. La floración no es tan perfecta como esperaba, pero ya me estoy acercando.

– Papá, te estoy preguntando…

– Te he quitado las malas hierbas de dos maceteros, pero tendrás que encargarte del resto del jardín.

– ¡Papá!

a chance to feel…free to… the feeling grab you, bay-bee…

– O siempre le puedes pedir a tu amiga americana si te quiere ser de alguna utilidad, aparte de insultarte en medio de la calle o de entretenerte con su exquisito gusto musical.

– ¡Maldita sea, papá! ¡Te estoy haciendo una pregunta!

Se dio la vuelta desde la ventana y contestó:

– Ya he oído la pregunta y…

Love him. Love him. Love him.

– …si no tuviera que competir con el entretenimiento auditivo de tu pequeña americana, quizá me plantearía respondértela.

– ¡Entonces, ignora la música! -exclamé-. ¡Ignora también a Libby! Las cosas que no te interesan bien que las ignoras, ¿no es verdad, papá?

La música paró de repente, como si me hubiera oído. El silencio que siguió a mi pregunta creó el enemigo de la naturaleza, el vacío, y esperé a ver qué lo llenaría. Un instante después, Libby cerró su puerta de golpe. Un instante más tarde, el motor de la Suzuki retumbaba por toda la calle. Rugía a medida que le daba más gas. Entonces el sonido empezó a desvanecerse a medida que se alejaba de Chalcot Square.

Papá, con los brazos cruzados, me dirigió una mirada acusadora. Ambos estábamos en terreno peligroso, y sentía el peligro cual alambre conectado que cortaba el aire que nos separaba.

– Sí, sí, supongo que lo hago, ¿no es verdad? -respondió con tranquilidad-. Ignoro todo lo que me resulta desagradable para poder seguir viviendo.

Pasé por alto las implicaciones que había tras sus palabras. Poco a poco, como si me dirigiera a alguien que no hablara mi lengua, le pregunté:


– ¿Te acuerdas de Cresswell-White?

Soltó un suspiro y se apartó de la ventana. Entró en la sala de música. Lo seguí. Se sentó junto al tocadiscos y las hileras de discos compactos. Yo me quedé junto a la puerta.

– ¿Qué quieres saber? -me preguntó.

Interpreté la pregunta como una señal de conformidad; por lo tanto, proseguí:

– Recuerdo haber visto a Katja en el jardín. Era de noche. Estaba con alguien, con un hombre. Estaban…-Me encogí de hombros, ruborizado, consciente de lo infantil que era ese rubor, lo cual sólo hacía que me sintiera más incómodo-. Estaban juntos. Todo muy íntimo. No recuerdo quién era él. No lo vi bien.

– ¿Qué importancia tiene?

– Ya lo sabes. Estoy intentando recordar. Ya sabes lo que ella, la doctora Rose, quiere que haga.

– Así pues, dime, ¿qué relación guarda este recuerdo en particular con tu música?

– Intento recordar todo lo que puedo. En el orden que puedo. Cuando puedo. Un recuerdo parece llevarme a otro, y si consigo relacionar unos cuantos, existe una posibilidad de que recuerde lo que me está impidiendo tocar.

– No hay nada que te impida tocar. Sencillamente no lo estás haciendo.

– ¿Por qué no me respondes? ¿Por qué te niegas a ayudarme? Limítate a decirme con quién estaba Katja…

– ¿Qué te hace pensar que lo sé? -me preguntó-. ¿O es que me estás preguntando si yo era el hombre que estaba en el jardín con Katja Wolff? Es obvio que mi relación con Jill indica que prefiero a las mujeres jóvenes, ¿no es verdad? Y si las prefiero ahora, ¿por qué no las podía preferir entonces?

– ¿Vas a responderme?

– Debes saber que mis preferencias actuales son recientes y sólo conciernen a Jill.

– Por lo tanto, no eras el hombre que estaba con Katja Wolff en el jardín.

– No.

Lo observé. Me pregunté si me estaría diciendo la verdad. Pensé en la fotografía de Katja y de mi hermana, en la forma en que ella sonreía a quienquiera que fuera que estaba haciendo la fotografía, y en lo que esa sonrisa podría significar.

Con un gesto cansado que indicaba las hileras de CDs junto a la silla, comentó:

– Mientras te esperaba, Gideon, tuve la oportunidad de echar un vistazo a tu colección de CDs.

Esperé, cansado de esa forma de conversar.

– Tienes una colección bastante buena. ¿Cuántos tienes? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos?

No hice ningún comentario.

– Además tienes versiones diferentes de las mismas piezas musicales.

– Estoy seguro de que esto tiene su importancia -apunté al cabo de un rato.

– Pero no tienes ni un solo disco de El Archiduque. ¿A qué será debido? Me pregunto.

– Nunca me he sentido especialmente atraído por esa obra en particular.

– Entonces, ¿por qué querías tocarla en Wigmore Hall?

– Lo sugirió Beth. Sherrill estuvo de acuerdo. Y yo no puse ninguna objeción…

– ¿Al hecho de no tocar una obra que no te gusta especialmente? -me preguntó-. ¿En qué demonios estabas pensando? El famoso eres tú, Gideon. Ni Beth ni Sherrill lo son. El que manda eres tú, no ellos.

– No quiero hablar del concierto.

– Lo comprendo. De verdad que lo comprendo. Te has negado a hacerlo desde el principio. De hecho, vas a ver a esa maldita psiquiatra porque no quieres hablar sobre el concierto.

– Eso no es verdad.

– Hoy han llamado a Joanne desde Filadelfia. Querían saber si serás capaz de hacer el concierto acordado. Los rumores han llegado a los Estados Unidos, Gideon. ¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir engañando al mundo?

– Estoy intentando llegar al fondo de todo esto de la única manera que sé.

– Intentando llegar al fondo de todo esto -se burló-. No estás haciendo nada salvo optar por la cobardía, y nunca lo hubiera creído posible. Sólo doy gracias a Dios por el hecho de que tu abuelo no haya podido presenciar este momento.

– ¿Das gracias por mí o por ti mismo?

Inspiró aire poco a poco. Apretó una de las manos y con la otra la acarició.

– ¿Qué quieres decir exactamente?

No podía continuar. Habíamos llegado a uno de esos momentos en los que pensaba que si continuábamos el daño sería irreparable. Además, ¿qué sentido tenía continuar? ¿Qué provecho sacaría de forzar a mi padre a que examinara su propia niñez? ¿O su vida de adulto? ¿O todo lo que había hecho, sido o intentado hacer con el propósito de ser aceptado por el hombre que lo adoptó?

«Monstruos, monstruos, monstruos», le había gritado el abuelo al hijo que había traído tres de ellos al mundo. Porque yo también soy un monstruo de la naturaleza, doctora Rose. En el fondo, siempre lo he sido.

– Cresswell-White me ha contado que toda la gente de la casa testificó contra Katja Wolff- declaré.

Papá me observó con los ojos entornados antes de hacer un comentario, y no podía saber si su indecisión guardaba relación con mi pregunta o con el hecho de no haber respondido a la suya. Al cabo de un rato, contestó:

– No creo que sea una cosa tan extraña en un juicio por asesinato.

– También me dijo que a mí no me llamaron a declarar.

– Sí, es verdad.

– No obstante, recuerdo haber hablado con la policía. También te recuerdo a ti y a mamá discutiendo por el hecho de que yo hablara con la policía. También he recordado que había una gran cantidad de preguntas relacionadas con Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino.

– Pitchford. -La voz de papá sonaba más grave, más cansada-. Se llamaba James Pitchford.

– Sí, de acuerdo. James Pitchford. -Había permanecido en pie todo ese rato, y en ese momento acerqué una silla y la llevé hacia donde papá estaba sentado. La coloqué delante de él-. En el juicio, alguien dijo que tú y mamá tuvisteis una discusión con Katja unos días antes de… lo que le sucedió a Sonia.

– Estaba embarazada, Gideon. Había descuidado sus responsabilidades. Tu hermana ya era lo bastante difícil de cuidar y…

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -Se frotó las cejas como si quisiera refrescar su propia memoria. Cuando bajó la mano, miró al techo en vez de a mí, pero tuve suficiente tiempo para ver que los ojos se le habían puesto rojos. Sentí una punzada de dolor, pero no lo detuve cuando prosiguió-. Gideon, ya te he recitado la letanía de las enfermedades de tu hermana. El hecho de que tuviera síndrome de Down tan sólo era la punta del iceberg. Estuvo constantemente en el hospital durante los dos años que vivió, y cuando no estaba allí, necesitaba que alguien la cuidara las veinticuatro horas del día. Ese alguien era Katja.

– ¿Por qué no contratasteis a una enfermera profesional?

Se rió de buen humor y contestó:

– No teníamos suficiente dinero.

– El gobierno…

– ¿Ayudas estatales? Impensable.

Algo se desató en mi interior, y oí los bramidos de mi abuelo en la mesa que decían: «¡No vamos a rebajarnos a pedir caridad, maldita sea! Un hombre de verdad mantiene a su familia, y si no puede hacerlo, en primer lugar, no debería haber formado una familia. Si eres incapaz de hacer frente a las consecuencias, Dick, no saques a relucir los trapos sucios. ¿Me oyes, hijo?».

Y a eso, papá añadió:

– Además, aunque hubiéramos intentado conseguir ayuda del estado, ¿qué habríamos conseguido una vez que hubieran averiguado el dinero que estábamos gastando en emplear a Raphael Robson y a Sarah-Jane Beckett? Podríamos habernos apretado el cinturón. En un principio, escogimos no hacerlo.

– ¿Qué hay de la discusión que tuvisteis con Katja?

– ¿Qué quieres saber? Sarah-Jane nos contó que Katja estaba descuidando sus obligaciones. Hablamos con la chica y durante la conversación nos enteramos de que tenía mareos matinales. Fue muy fácil adivinar que estaba embarazada. No lo negó.

– Así pues, la despedisteis.

– ¿Qué más podíamos hacer?

– ¿Quién la dejó embarazada?

– No nos lo quiso decir. Y no la despedimos porque no nos lo quisiera decir, ¿de acuerdo? Eso no tenía ninguna importancia. La despedimos porque era incapaz de cuidar de tu hermana como era debido. Además, había otros problemas, problemas anteriores que habíamos pasado por alto porque nos parecía que era muy cariñosa con Sonia, y eso nos complacía.

– ¿Qué tipo de problemas?

– Nunca llevaba la ropa apropiada. Le habíamos pedido que llevara uniforme o bien una simple falda y una blusa. Por mucho que insistiéramos, se negaba. Nos dijo que necesitaba expresar su personalidad. Asimismo, tenía muchas visitas que entraban y salían a cualquier hora del día o de la noche, a pesar de que le advertimos que no debería visitarla tanta gente.

– ¿Quién la visitaba?

– No lo recuerdo. ¡Santo Cielo! ¡Eso sucedió hace más de veinte años!

– ¿Katie?

– ¿Qué?

– Alguien llamada Katie. Era gorda. Llevaba ropa cara. Me acuerdo de Katie.

– Quizás hubiera una Katie. No lo sé. Venían del convento. Se sentaban en la cocina, hablaban, bebían café y fumaban cigarrillos. Y muchas de las veces en las que Katja salía con ellas en su noche libre, llegaba a casa borracha y era incapaz de levantarse por las mañanas. Lo que te estoy intentando decir, Gideon, es que ya había problemas antes de que se quedara embarazada. Ese embarazo, además de la enfermedad que lo acompañaba, fue la gota que colmó el vaso.

– Pero tú y mamá discutisteis con Katja cuando la despedisteis.

Se puso en pie de un salto, atravesó la sala y se quedó mirando la funda de mi violín, que ya llevaba días cerrada, el Guarneri fuera de mi vista para ver si así dejaba de atormentarme.

– Claro, no quería que la despidiéramos. Estaba embarazada de unos cuantos meses y, por lo tanto, era poco probable que nadie le fuera a dar trabajo. Discutió con nosotros. Nos suplicó que la dejáramos quedarse.

– Entonces, ¿por qué no se libró del bebé? Incluso en aquella época había… sitios, clínicas.

– Esa no fue la decisión que tomó, Gideon. El porqué no lo sé. -Se puso en cuclillas y le quitó los cierres a la funda. Alzó la tapa. Dentro, el Guarneri yacía bruñido por la luz, y el resplandor de la madera parecía hacer una acusación para la que no tenía ni una sola respuesta-. Así pues, discutimos. Los tres. Y la siguiente vez que Sonia se puso difícil, fue el día siguiente, Katja… solucionó el problema. -Sacó el violín de la funda y cogió el arco. Con un tono de voz agradable y con los bordes de los ojos más rojos que antes, me dijo-: Ahora ya sabes la verdad. ¿Tocarás para mí, hijo?

Y quería hacerlo, doctora Rose. Pero sabía que no había nada dentro de mí, nada de lo que antes me había incitado a crear la música desde el alma para transportarla hasta el cuerpo, los brazos y los dedos. Ésa es mi maldición, incluso ahora.

– Esa noche recuerdo que había gente en la casa… cuando Sonia… recuerdo voces, pasos, mamá pronunciando tu nombre…

– Estábamos muy asustados. Todo el mundo tenía mucho miedo. Estaban los de la ambulancia, los bomberos, tus abuelos, Pitchford, Raphael.

– ¿Raphael también estaba allí?

– Sí.

– ¿Qué hacía?

– No lo recuerdo. Tal vez hablara por teléfono con la gente de Juilliard. Llevaba meses intentando convencernos de que deberías ir. Se había empeñado en que fueras; incluso mostraba más entusiasmo que tú.

– Por lo tanto, todo esto sucedió durante la época de Juilliard.

Papá bajó los brazos, que no habían dejado de ofrecerme el Guarneri.

El violín colgaba de una mano y el arco de la otra, huérfanos por mi atroz impotencia.

– ¿Adónde nos va a llevar todo esto, Gideon? -me preguntó-. ¿Qué demonios tiene esto que ver con tu instrumento? Dios sabe que intento cooperar, pero no me estás dando ninguna referencia.

– Referencia, ¿para qué?

– Para saber si estás haciendo progresos. ¿Cómo sabes que estás progresando?

Y no pude responderle, doctora Rose. Porque la verdad es lo que él teme y lo que a mí me horroriza: soy incapaz de saber si estoy mejorando, si la dirección que he tomado me conducirá de nuevo a la vida que una vez conocí y que tanto amaba.

– La noche que sucedió… yo me encontraba en mi habitación. Me he acordado de eso. He recordado los gritos y los enfermeros, más bien el ruido que no el hecho de verlos, y a Sarah-Jane escuchando tras la puerta, conmigo en la habitación, diciendo que, después de todo, no haría falta que se marchara. Lo que no recuerdo es que ella tuviera intenciones de marcharse antes de que sucediera… lo de Sonia… lo que le pasó a Sonia.

Veía cómo la mano derecha de papá se tensaba alrededor del mástil del Guarneri. Estaba claro que ésa no era la respuesta que había esperado al sacar el violín de la funda.

– Un violín como éste necesita ser tocado -sentenció-. También necesita que lo guardes como es debido. ¡Mira el arco, Gideon! ¡Mira en qué estado está! ¿Cuándo fue la última vez que guardaste un arco sin destensarlo? ¿Ya no piensas en esas cosas ahora que sólo te esfuerzas en recordar el pasado?

Pensé en el día que había intentado tocar, el día que Libby me oyó, el día que estuve seguro de lo que hasta entonces sólo había sido una premonición: que mi música había desaparecido, y para siempre.

– Nunca solías hacer ese tipo de cosas -protestó papá-. Jamás dejabas el instrumento en el suelo. Lo guardabas para protegerlo del frío y del calor. Nunca estaba cerca de un radiador y a menos de seis metros de distancia de una ventana abierta.

– Si Sarah-Jane tenía planeado marcharse antes de que sucediera todo, ¿por qué no se marchó? -le pregunté.

– No has limpiado las cuerdas desde el día de Wigmore Hall, ¿verdad? ¿Cuándo fue la última vez que no limpiaste las cuerdas después de un concierto, Gideon?

– No hubo ningún concierto. No toqué.

– Y no has tocado desde entonces. Ni siquiera se te ha ocurrido hacerlo. No has tenido el valor de…

– Cuéntame cosas de Sarah-Jane Beckett.

– ¡Maldita sea! Sarah-Jane Beckett no es el tema que nos ocupa.

– Entonces, ¿por qué no me respondes?

– Porque no hay nada que decir. Fue despedida. Sarah-Jane Beckett también fue despedida.

Jamás me hubiera imaginado esa respuesta. Pensaba que me diría que se había prometido, que había encontrado un empleo mejor o que sencillamente había decidido hacer un cambio en su carrera profesional. Pero que ella también fuera despedida junto con Katja Wolff… Ni siquiera había contemplado esa posibilidad.

– Teníamos que reducir gastos -apuntó papá-. No podíamos emplear a Sarah-Jane Beckett y a Raphael Robson, además de tener una niñera para Sonia. Por lo tanto, le dimos dos meses para que encontrara otra cosa.

– ¿Cuándo?

– Poco antes de averiguar que también teníamos que despedir a Katja Wolff.

– Así pues, cuando Sonia murió y Katja se marchó…

– No había ninguna necesidad de que Sarah-Jane también lo hiciera. -Se dio la vuelta y volvió a colocar el Guarneri en su funda.

Sus movimientos eran lentos; la escoliosis le hacía parecer un hombre de ochenta años.

– Entonces, Sarah-Jane podría haber… -dije.

– Cuando ahogaron a tu hermana, Gideon, ella se encontraba con Pitchford. Lo juró y Pitchford lo confirmó. -Papá se puso en pie después de cerrar la funda y se volvió hacia mí. Parecía agotado. Sentí cómo la angustia, la culpa y el dolor me consumían al ver que le estaba obligando a recordar unos hechos que había enterrado junto a mi hermana. Pero tenía que continuar. Tenía la sensación de que era la primera vez que estábamos haciendo progresos desde mi episodio en Wigmore Hall (y sí, estoy usando esa palabra a propósito, tal y como usted hizo, doctora Rose, un «episodio») y, por lo tanto, no podía echarme atrás.

– ¿Por qué no dijo nada? -le pregunté.

– Te acabo de decir que…

– No me refiero a Sarah-Jane Beckett, sino a Katja Wolff. Cresswell-White me contó que habló una sola vez con la policía y que no quiso hablar con nadie más. Sobre el crimen, quiero decir. Sobre Sonia.

– No puedo responder a esa pregunta. No sé la respuesta. No me importa. Y…-En ese instante cogió la partitura que había dejado en el atril el día que había intentado tocar y la cerró poco a poco, como si deseara poner fin a algo que ninguno de los dos quería nombrar-. No llego a entender por qué sigues empeñado en desenterrar el pasado. ¿No crees que Katja Wolff ya nos ha hecho suficiente daño?

– No se trata de Katja Wolff, sino de lo que sucedió -le respondí.

– Ya sabes lo que sucedió.

– No lo sé todo.

– Sabes lo suficiente.

– Lo que sé es que cuando pienso en mi vida, cuando hablo o escribo sobre ella, lo único que recuerdo con exactitud es la música: cómo empecé, cómo continué, los ejercicios que Raphael Robson me hacía practicar, los conciertos que hice, las orquestas con las que toqué, los directores, los primeros violines, los periodistas que me entrevistaron, las grabaciones que hice.

– Ésa ha sido tu vida. Eso es lo que eres.

Sin embargo, eso no coincidía con lo que me había dicho Libby. Podía oír como me gritaba de nuevo. Podía sentir su frustración. Podía ahogarme en la desdicha que anegaba su corazón.

Voy a la deriva, doctora Rose. Soy un hombre que ya no tiene país. Una vez existí en un mundo que reconocía y en el que me sentía cómodo, un mundo con fronteras claras, poblado por ciudadanos que hablaban una lengua que comprendía. Ahora aquel pasado me parece un país extranjero, pero no por ello menos extraño que la tierra por la que vago, sin guía y sin mapa, a merced de sus instrucciones.

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