GIDEON

25 de octubre


«Cuando se presentaron todos los hechos», había dicho Raphael Robson. Y eso es lo que busco, ¿no es verdad?, una presentación detallada de los hechos.

No me contesta. Se limita a mirarme con esa cara inexpresiva, tal y como sin duda le enseñaron a hacer cuando era interna en un hospital psiquiátrico o cualquier otra cosa que fuera en su época de estudiante, y espera a que yo le dé una explicación del porqué he decidido actuar en esa dirección. Al verlo, me quedo sin palabras y, en consecuencia, comienzo a cuestionarme a mí mismo. Examino los motivos que me pueden haber llevado a un cambio de actitud -como usted lo llamaría-y reconozco cada uno de mis miedos.

«¿Cuáles son?», me pregunta.

«Ya sabe a qué miedos me refiero, doctora Rose.»

«Me los imagino -responde-. Yo pienso, especulo y me pregunto cuáles son, pero no lo sé. El único que puede saberlo es usted, Gideon.»

«De acuerdo. Tiene razón. Y para demostrarle hasta qué punto estoy de acuerdo con usted, se los nombraré: miedo a las multitudes, miedo a quedarme atrapado en el metro, miedo a la velocidad excesiva, pánico a las serpientes.»

«Son miedos muy comunes», apunta.

Además del miedo al fracaso, miedo a la desaprobación de mi padre, miedo a los espacios cerrados…

Al oírlo levanta una ceja, un lapso momentáneo en su inexpresivo rostro.

Sí, tengo miedo a quedarme encerrado, y veo la conexión que eso guarda con las relaciones, doctora Rose. Tengo miedo de sentirme asfixiado por alguien, y ese miedo indica que tengo un miedo mayor a intimar con una mujer. Con cualquier persona, a ese respecto. Pero eso no es nada nuevo para mí. He tenido muchos años para pensar cómo, por qué y en qué momento mi relación con Beth se vino abajo, y, créame, he tenido muchas oportunidades para reflexionar sobre mi falta de respuesta por Libby. Por lo tanto, si conozco y admito mis miedos, si los saco a la luz y los sacudo como si fueran trapos, ¿cómo puede usted o mi padre o cualquier otra persona acusarme de sustituirlos por un interés enfermizo por la muerte de mi hermana, en lo que la causó, en el juicio que hubo a continuación y en lo que pasó después del juicio?

«Yo no le acuso de nada, Gideon -me dice, estrechando las manos sobre su regazo-. No obstante, ¿se acusa a sí mismo?»

«¿De qué?»

«Quizá pueda decírmelo.»

«Ya entiendo de qué va el juego. Y sé adónde quiere llevarme. Al mismo sitio que todos los demás, a excepción de Libby, claro está. Quiere llevarme a la música, doctora Rose, a que le hable de música, a ahondar en la música.»

«Sólo si es ahí donde quiere ir», me dice.

«¿Y si no quiero hacerlo?»

«Podríamos hablar del porqué.»

«¿Se da cuenta? Está intentando engañarme. Si puede conseguir que reconozca…»

«¿El qué? -me pregunta cuando ve que dudo, con una voz tan suave como un plumón de oca-. Quédese con ese miedo -me dice-. El miedo sólo es un sentimiento. No es un hecho.»

«Pero el hecho es que soy incapaz de tocar. Y ese miedo está relacionado con la música.»

«¿Sólo con la música?»

¡Ya conoce la respuesta, doctora Rose! Sabe que tengo miedo a una obra en particular. Sabe hasta qué punto me obsesiona El Archiduque. Y también sabe que cuando Beth sugirió que lo tocáramos, no me pude negar. Porque fue Beth quien lo sugirió, no Sherrill. Si lo hubiera hecho Sherrill, podría haberle dicho: «¿Por qué no escoges otra cosa?» sin pensármelo dos veces, porque aunque Sherrill no tenga ninguna pieza musical de la mala suerte y, por lo tanto, podría haber cuestionado mi negativa a tocar El Archiduque, la verdad es que Sherrill tiene un talento tan grande que para él cambiar de una obra a otra es tan simple que el hecho de cuestionar ese cambio le habría supuesto un gasto de energía superior al que hubiera deseado dedicar a ese asunto. Pero Beth no es como Sherrill, doctora Rose, ni en talento ni en laissez-faire. Beth ya se había preparado El Archiduque y, por lo tanto, ella lo habría cuestionado. Y al hacerlo, podría haber relacionado mi incapacidad de tocar El Archiduque con ese otro fracaso importante con el que estuvo demasiado familiarizada en el pasado. En consecuencia, no hice nada por intentar cambiar su elección. Decidí enfrentarme de cabeza a mi pieza de la mala suerte. Y cuando me pusieron a prueba, fracasé.

«¿Y antes?», me pregunta.

«¿Antes de qué?»

«Antes de la actuación en Wigmore Hall. Supongo que debieron ensayar.»

«Por supuesto que sí.»

«¿Entonces la tocó?»

«Nunca habríamos organizado un concierto en público de tres instrumentos si uno de ellos…»

«¿Entonces la tocó sin problemas? Me refiero al ensayo.»

«Nunca la he tocado sin problemas, doctora Rose. Ni en privado ni durante los ensayos, nunca he sido capaz de tocarla sin estar hecho un saco de nervios, sin retorcimiento de tripas, sin dolor de cabeza, sin una sensación de mareo que me hace pasar una hora en el lavabo, y todo eso me sucede cuando ni siquiera toco en público.»

«¿Qué sucedió la noche de Wigmore Hall? -me pregunta-. ¿Reaccionó de la misma forma ante El Archiduque antes del concierto de Wigmore Hall?»

Dudo.

Veo cómo sus ojos brillan con interés al ver mi vacilación: tenía que evaluar, decidir y escoger entre salir adelante o esperar y dejar que la comprensión y las confesiones llegaran cuando quisieran.

Porque no sufrí antes de esa actuación.

Y hasta este momento nunca me lo había planteado.


26 de octubre


He estado en Cheltenham. Sarah-Jane Beckett ahora se llama Sarah-Jane Hamilton, y se ha llamado así durante los últimos doce años. No ha cambiado mucho físicamente desde la época en que me daba clases: ha engordado un poco, pero aún no se le han desarrollado los pechos, y su pelo es tan rojizo como cuando vivíamos bajo el mismo techo. El corte de pelo es diferente -lo lleva echado hacia atrás con una diadema-, pero lo tiene igual de liso que cuando vivía con nosotros.

La primera cosa que noté distinta era su manera de vestir. Según parece, ya no lleva los vestidos que usaba cuando era mi profesora -que, por lo que recuerdo, solían tener cuellos adornados y encajes- y ha mejorado, ya que ahora lleva faldas, conjuntos y perlas. La segunda cosa que noté diferente eran sus uñas, que ya no las llevaba cortas a más no poder y con las cutículas mordisqueadas, sino que las llevaba largas, brillantes y pintadas, supongo que para poder lucir mejor un anillo de zafiros y de diamantes que era del tamaño de una pequeña nación africana. Me fijé en sus uñas porque mientras estábamos juntos no paró de mover las manos mientras hablaba, como si quisiera mostrarme los progresos que había hecho en la vida.

El que le financiaba esos progresos no se encontraba en casa cuando yo llegué a Cheltenham. Sarah-Jane estaba en el jardín delantero de la casa -situada en un barrio muy elegante, donde todo el mundo parece tener Mercedes-Benz o Range Rovers-y rellenaba un enorme recipiente con alpiste para pájaros; se encontraba en lo alto de una escalera de tres peldaños y sostenía una bolsa muy pesada. No quería asustarla y, en consecuencia, no le dije nada hasta que hubo bajado de la escalera, alisado el conjunto y tocado el pecho para asegurarse de que las perlas aún estaban en su sitio. En ese momento grité su nombre, y después de saludarme con sorpresa y placer, me informó que Perry -marido y generoso proveedor- se encontraba en Manchester por viaje de negocios, y que a la vuelta estaría muy desilusionado al ver que se había perdido mi visita.

– Ha oído hablar mucho de ti a lo largo de estos años -dijo-, pero creo que nunca se ha creído que te conozco de verdad. -En ese instante soltó una risita que me hizo sentir muy incómodo, aunque no sabría decir por qué, a excepción de que ese tipo de risas nunca me han parecido genuinas-. ¡Entra! ¡Entra! ¿Quieres un poco de café? ¿Té? ¿Algún refresco?

Me condujo al interior de la casa, donde todo era de tan buen gusto que sólo podía ser obra de un decorador de interiores: el mobiliario adecuado, los colores perfectos, los objets d'art indicados, iluminación sutil pensada para favorecer, y un toque hogareño en la cuidadosa selección de fotografías de familia. Cogió una cuando se dirigía a preparar el café y me la enseñó.

– Éste es Perry. Sus hijas y las nuestras. Casi siempre están con su madre. Las tenemos cada quince días, la mitad de las vacaciones y en los días de fiesta de mediados de trimestre. La típica familia británica de hoy en día, ya sabes. -Volvió a soltar esa risa, y desapareció tras una puerta giratoria que supuse debía de conducir a la cocina.

Cuando me quedé solo, empecé a mirar a la familia en una fotografía de estudio. El ausente Perry estaba sentado entre cinco mujeres: su mujer estaba sentada junto a él, las dos hijas mayores a su espalda con una mano sobre sus hombros, una chica más pequeña apoyada en Sarah-Jane y la última -más pequeña todavía-sobre las rodillas de Perry. Tenía esa expresión de satisfacción que supongo que sólo se consigue después de haber formado una familia. Las chicas más mayores parecían estar muertas de aburrimiento, las más jóvenes estaban encantadoras, y Sarah-Jane parecía demasiado satisfecha.

Salió de la cocina en el instante en que yo dejaba la fotografía sobre la mesa de la que la había cogido.

– Tener hijastras se parece mucho a dar clases: se trata de animarlas continuamente, pero sin la libertad de decir lo que uno piensa de verdad. Y siempre se acaba discutiendo con los padres, en este caso con la madre. Lamento comunicarte que es adicta a la bebida.

– ¿Conmigo también era así?

– ¡Santo Cielo! Tu madre no bebía.

– Me refiero a lo demás: eso no de poder decir lo que pensabas.

– Uno aprende a ser diplomático -respondió-. Ésta es mi Angelique. -Señaló a la niña que Perry sostenía sobre las rodillas-. Y ésta es Anastasia. Tiene cierto talento para la música.

Esperé a que identificara las chicas más mayores. Al ver que no lo hacía, hice la pregunta obligatoria sobre su instrumento favorito. Me contestó que le gustaba el arpa. «Muy adecuado», pensé. Sarah-Jane siempre había tenido ese aire de realeza, como si de alguna forma hubiera sido un personaje desplazado de una novela de Jane Austen, más apta para escribir cartas, hacer encajes y pintar acuarelas inofensivas que para el continuo ajetreo del que disfrutaban las mujeres modernas. Era incapaz de imaginarme a Sarah-Jane Beckett Hamilton corriendo por Regent's Park con un móvil en la oreja, ni tampoco apagando fuegos, trabajando en una mina de carbón o tripulando un yate en unas Regatas. Por lo tanto, encaminar a su hija mayor hacia el arpa en vez de a la guitarra eléctrica era un acto lógico de educación parental, y no tenía ninguna duda de que lo había usado con destreza tan pronto como su hija le había comunicado su interés por la música.

– ¡Evidentemente, no puedo compararla contigo! -exclamó Sarah-Jane mientras me mostraba otra fotografía, una de Anastasia con su arpa, con los brazos levantados con elegancia para que sus manos, achaparradas, por desgracia, como las de su madre, pudieran rozar las cuerdas-. Pero lo hace bastante bien. Espero que algún día puedas oírla tocar. Cuando tengas tiempo, evidentemente. -Soltó esa alegre risita de nuevo-. ¡Ojalá Perry pudiera estar aquí para conocerte, Gideon! ¿Has venido a hacer un concierto?

Le respondí que no había ido hasta allí para tocar, pero no añadí nada más. Era evidente que no había leído ningún artículo sobre el incidente de Wigmore Hall, y cuanto menos tuviera que hablar de eso con Sarah-Jane, mucho mejor me sentiría. Le expliqué que esperaba poder hablar con ella sobre la muerte de mi hermana y del juicio que hubo a continuación.

– ¡Sí, ya entiendo! -exclamó. Se sentó sobre un rechoncho sofá del color de la hierba recién cortada y me indicó que me sentara en un sillón, cuya tela representaba una escena otoñal de caza con perros y ciervos.

Esperé a que hiciera las preguntas lógicas: «¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahondar en el pasado, Gideon?». Pero no las hizo, y eso me pareció extraño. Sarah-Jane se instaló en el sofá, cruzó las piernas a la altura de los tobillos, colocó una mano sobre la otra -con la del anillo de zafiros en la parte de arriba- y puso una expresión completamente atenta y no defensiva en lo más mínimo, como me había imaginado.

– ¿Qué te gustaría saber? -me preguntó.

– Cualquier cosa que puedas decirme. Sobre todo, cosas de Katja Wolff. Sobre cómo era ella y el hecho de vivir en la misma casa.

– ¡Sí, claro! -Sarah-Jane permaneció tranquila, ordenando sus pensamientos. Al cabo de un rato, empezó diciendo-: Bien, desde el principio era evidente que no estaba cualificada para ser la niñera de tu hermana. Tus padres cometieron un error al contratarla, pero cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde.

– Me han contado que era afectuosa con Sonia.

– ¡Ah, afectuosa sí que lo era! Era muy fácil ser cariñosa con Sonia. Era una cosita frágil, y aunque tenía un carácter díscolo, ¿qué niño no lo habría tenido en sus circunstancias?, también era un encanto y se hacía querer; además, es casi imposible no querer a un bebé. Pero Katja tenía otras cosas en la cabeza, cosas que se interpusieron entre ella y su dedicación a Sonia. Y los niños necesitan dedicación, Gideon. El cariño solo no basta para hacer frente al primer ataque de testarudez o de lágrimas.

– ¿Qué tipo de cosas?

– No se tomaba el trabajo en serio. Para ella sólo era un medio para conseguir sus objetivos. Quería ser diseñadora de modas, aunque sólo Dios sabe por qué, a juzgar por la extraña ropa que llevaba, y su intención era trabajar para tus padres hasta que reuniera suficiente dinero para… para lo que fuera que quisiera estudiar. Esa era una de las cosas.

– ¿Y las otras?

– Celebridad.

– ¿Quería hacerse famosa?

– Ya lo era: La Chica Que Consiguió Cruzar El Muro De Berlín Mientras Su Novio Moría Entre Sus Brazos.

– ¿Entre sus brazos?

– Como mínimo, así es como ella nos contó la historia. No te creas, tenía un álbum en el que guardaba todas las entrevistas que le habían hecho los periódicos y las revistas de todo el mundo después de su huida, y si uno la oía contar la historia, acababa por creer que ella sola había diseñado e inflado el globo, y yo dudo mucho que ése fuera el caso. Siempre he dicho que fue una sucesión de eventos afortunados lo que propició que ella fuera la única superviviente. Si el chico hubiera vivido, ¿cómo se llamaba? ¿Georg? ¿Klaus?, estoy convencida de que habría contado una historia completamente diferente sobre de quién había sido la idea y quién había hecho todo el trabajo. Por lo tanto, llegó a Inglaterra con cierto aire de superioridad, que aumentó aún más durante el año que pasó en el convento de la Inmaculada Concepción. Más entrevistas, comidas con el alcalde, una audiencia privada en el palacio de Buckingham. No estaba preparada psicológicamente para el trabajo que suponía ser la niñera de tu hermana. Y por lo que respecta a su estabilidad física y mental para afrontar lo que se le venía encima, por no decir nada de su preparación psicológica… No lo estaba. No estaba preparada.

– Así pues, estaba destinada a fracasar -comenté con tranquilidad, y debí de parecer pensativo, porque Sarah-Jane llegó a una conclusión de lo que yo debía de estar pensando, y se apresuró a decir:

– No he querido decir que tus padres la contrataran porque no estaba ni preparada ni cualificada, Gideon. Eso no correspondería con la realidad en absoluto. E incluso podría llegar a sugerir que… Bien. No importa. No.

– Sin embargo, desde un buen principio fue obvio que no podría asumir sus responsabilidades.

– Sólo si uno quiere verlo -contestó-. Y, sin lugar a dudas, tú y yo pasamos muchas más horas con Katja y el bebé que los demás y, en consecuencia, podíamos ver y oír… Y estábamos en casa, nosotros cuatro, mucho más a menudo que tus padres, ya que ambos trabajaban. Por lo tanto, podíamos ver más cosas. O, por lo menos, yo sí que las vi.

– ¿Y mis abuelos? ¿Dónde estaban?

– Es verdad que tu abuelo estaba mucho en casa. Katja le caía muy bien, y le gustaba tenerla cerca. Pero no acababa de estar del todo allí, si entiendes lo que te quiero decir. Por lo tanto, era incapaz de poder contarle a nadie si había visto una irregularidad.

– ¿Irregularidad?

– Que Katja ignorara los lloros de Sonia. Que se ausentara de casa mientras Sonia hacía la siesta después de comer. Que hablara por teléfono mientras tu hermana comía. Que se impacientara cuando el bebé se ponía difícil. Ese tipo de cosas que son cuestionables y molestas, pero que no implican una negligencia absoluta.

– ¿Se lo contaste a alguien?

– ¡Claro! Se lo conté a tu madre.

– ¿Por qué no a mi padre?

Sarah-Jane dio un pequeño respingo en el sofá y exclamó:

– ¡El café! ¡Me había olvidado! -Se excusó y salió de la sala a toda prisa.

«¿Por qué no a mi padre?» La sala estaba tan silenciosa, el vecindario estaba tan tranquilo, que mi pregunta pareció rebotar en las paredes cual eco en un cañón. «¿Por qué no a mi padre?»

Me levanté de la silla y me dirigí a una de las dos vitrinas que había a ambos lados de la chimenea. Observé el contenido: cuatro estanterías llenas de muñecas antiguas de todas formas y tamaños que representaban todas las edades desde bebés hasta adultos, todas ataviadas con vestidos de época, quizá de la misma época en que las muñecas fueron fabricadas. No sé nada de muñecas y, por lo tanto, no tenía ni idea de lo que estaba mirando, pero era evidente que la colección era impresionante: por la cantidad, por la calidad de los vestidos y por el estado en que se encontraban las muñecas, que era el original. Algunas parecían no haber sido nunca tocadas por un niño, y me pregunté si alguna vez las hijas o hijastras de Sarah-Jane se habrían detenido a mirar una de las dos vitrinas para observar de cerca lo que nunca podrían poseer.

Entonces caí en la cuenta de que las paredes exhibían una colección de acuarelas que parecían haber sido pintadas por el mismo artista. Representaban casas, puentes, castillos, automóviles e incluso autobuses, y cuando observé la firma en la esquina derecha de dos de ellas, vi el nombre de SJ Beckett escrito con letras inclinadas. Me eché hacia atrás y las observé. No recordaba haber visto a Sarah-Jane pintando cuando se encargaba de mi educación, pero a la vista de su trabajo era evidente que tenía un gran talento para la precisión de los detalles o, como mínimo, la confianza para conseguir que una pincelada de pintura se interpretara como una imagen.

– ¡Has descubierto mi secreto!

Habló desde la puerta, donde se había detenido, llevando una gran bandeja en la que había puesto una adornada cafetera de plata con una azucarera y una jarra de leche a juego. Lo había acompañado de tazas de café de porcelana, cucharas y una bandeja de galletas de jengibre que, tal como me confió, habían sido hechas por ella esa misma mañana. Inexplicablemente, me encontré preguntándome cómo reaccionaría Libby ante todo eso: ante las muñecas, las acuarelas, la presentación del café y ante la mismísima Sarah-Jane Beckett Hamilton y, principalmente, ante lo que había dicho hasta entonces y lo que había evitado decir.

– Me temo que soy un desastre con la gente -confesó-. Con los animales también. Dijéramos que con cualquier cosa viviente, a excepción de los árboles. Los árboles no me suponen ningún problema; no obstante, las flores pueden conmigo.

Durante un momento me pregunté de qué debía de estar hablando. Pero entonces me di cuenta de que se estaba refiriendo a sus cuadros e hice un comentario adecuado sobre la gran calidad de su trabajo.

– ¡Adulador! -Soltó una risita.

Dejó la bandeja sobre una mesa auxiliar y empezó a servir el café.

– No he hablado muy bien del modo de vestir de Katja. Debes perdonarme, pero a veces hago cosas así. Paso tanto tiempo sola, Perry viaja, tal y como ya te he contado, y las niñas van a la escuela, claro, que me olvido de controlar la lengua las raras veces que alguien pasa a visitarme. Lo que debería haber dicho es que no tenía ninguna experiencia con la moda, el color o el diseño, ya que se había criado en Alemania Oriental. ¿Qué podía uno esperar de alguien de un país del este? ¿Alta costura? Así pues, era admirable que aún tuviera la ambición de ir a la universidad y de aprender diseño de modas. Fue mala suerte, y una tragedia, en realidad, que sus sueños y su poca experiencia con niños confluyeran en casa de tus padres. Fue una combinación mortal. ¿Azúcar? ¿Leche?

Cogí la taza que me ofrecía. No estaba dispuesto a permitir que me hiciera iniciar una conversación sobre la ropa que llevaba Katja Wolff.

– ¿Sabía mi padre que Katja abandonaba sus responsabilidades con respecto a Sonia?

Sarah-Jane cogió su propia taza y empezó a remover el café, a pesar de que aún no había puesto ni la leche ni el azúcar.

– Seguro que tu madre se lo dijo.

– Sin embargo, tú no le dijiste nada.

– Como ya se lo había explicado a tu madre, no me pareció necesario tener que contárselo también a tu padre. Además, tu madre pasaba más tiempo en casa, Gideon. Tu padre rara vez estaba allí, pues, como bien sabes, tenía más de un trabajo. Coge una galleta. ¿Aún te gustan los dulces? ¡Qué graciosa! Acabo de acordarme de que a Katja le encantaban. Tenía una verdadera pasión por los bombones. Bien, supongo que debe de ser otra de las consecuencias de haber crecido en un país del este. Privaciones.

– ¿Tenía alguna otra pasión?

– ¿Alguna otra…? -Sarah-Jane parecía perpleja.

– Sé que se quedó embarazada, y recuerdo haberla visto en el jardín con un hombre. A él no pude verle con claridad, pero sabía perfectamente lo que estaban haciendo. Raphael me contó que era James Pitchford, el inquilino.

– ¡Me parece muy poco probable! -protestó Sarah-Jane-. ¿James y Katja? ¡Santo Cielo! -Luego se rió-. James Pitchford no estaba liado con Katja. ¿Qué te ha hecho pensar eso? La ayudaba con su inglés, es verdad, pero aparte de eso… Bien, James siempre sintió cierta indiferencia hacia las mujeres, Gideon. Uno no podía dejar de preguntarse… si me permites decirlo… sobre su orientación sexual. No. No. Katja no tuvo ninguna relación amorosa con James Pitchford. -Cogió otra galleta de jengibre-. Siempre se tiende a pensar eso cuando un grupo de gente adulta vive bajo el mismo techo y cuando una de las mujeres se queda embarazada: que uno de los residentes de la casa debe de ser el padre. Supongo que es normal, pero en este caso… No fue James. Tu abuelo tampoco pudo haber sido. ¿Quién queda? Bien, Raphael, claro. Podría haber intentado confundirte hablándote de James Pitchford.

– ¿Y mi padre?

Pareció desconcertada, y replicó:

– ¿Cómo es posible que pienses que tu padre y Katja…? Además, lo habrías reconocido si él hubiera sido el hombre que estaba con ella en el jardín, Gideon. Y aunque no lo hubieras reconocido, sólo tenía ojos para tu madre.

– Pero el hecho de que se separaran dos años después de la muerte de Sonia…

– Eso fue una consecuencia de la muerte en sí, de la inhabilidad de tu madre para enfrentarse con la situación… Pasó una época muy mala después de que asesinaran a tu hermana, ¿qué madre no habría reaccionado igual?, y fue incapaz de superarlo. No. No debes pensar mal de tu padre. No lo permitiré.

– Pero se negó a decir el nombre del padre… se negó a hablar de nada que guardara relación con mi hermana…

– ¡Gideon, escúchame! -Sarah-Jane colocó la taza de café sobre la mesa y dejó lo que le quedaba de la galleta en un extremo del platillo-. Es posible que tu padre admirara la belleza física de Katja Wolff, al igual que todos los demás hombres. Podría haber pasado algún que otro rato a solas con ella. Podría haberse reído con cariño de los errores que hacía en inglés e incluso es posible que le comprara algún regalo para Navidades o para su cumpleaños… Pero nada de eso quiere decir que fuera su amante. Debes quitarte esa idea de la cabeza.

– Pero que no hablara con nadie. Que Katja nunca pronunciara ni una sola palabra. No sé, no tiene sentido.

– Para nosotros no lo tiene -asintió Sarah-Jane-. Sin embargo, debes recordar que Katja era muy testaruda. Diría que estaba convencida de que no le pasaría nada si mantenía la boca cerrada. Desde su punto de vista, y teniendo en cuenta, además, que venía de un país comunista, donde la criminología no estaba tan desarrollada como en Inglaterra, ¿cómo podía pensar de otra manera?, debía de creer que no tenían ninguna prueba que no se pudiera rebatir. Podría afirmar que la habían llamado un momento por teléfono, aunque nunca entenderé por qué estaba empeñada en afirmar algo que se podía refutar con tanta facilidad, y que, como consecuencia, se había producido un trágico accidente. ¿Cómo iba ella a saber que se harían públicas otras cosas que, consideradas conjuntamente con la muerte de Sonia, podrían demostrar su culpabilidad?

– ¿Qué más se hizo público? Aparte del embarazo, de la mentira sobre la llamada telefónica y de la discusión que había tenido con mis padres. ¿Qué más se hizo público?

– ¿Aparte de todo eso y del daño que le había infligido a tu hermana? Bien; por un lado, estaba su carácter. El cruel desprecio que sentía por su propia familia de Alemania Oriental. Lo que le sucedió a consecuencia de su huida. Después de su detención, alguien hizo unas averiguaciones en Alemania. Apareció en todos los periódicos. ¿No lo recuerdas? -Cogió la taza de nuevo y se sirvió un poco más de café. Ni siquiera se dio cuenta de que yo todavía no había tocado el mío-. Pero no, no creo que lo recuerdes. Se hizo todo lo posible para no hablar del caso en tu presencia, y dudo mucho que leyeras los periódicos; por lo tanto, ¿cómo podrías saber, y mucho menos acordarte de que le siguieron la pista a su familia, Dios sabe cómo, a pesar de que los alemanes del este debían de estar más que contentos de poder darles esa información como una advertencia para cualquiera que contemplara la posibilidad de escaparse…?

– ¿Qué les sucedió? -le pregunté con interés.

– Sus padres perdieron el trabajo y sus hermanas se quedaron sin la plaza en la universidad. ¿Había Katja vertido una sola lágrima por su familia mientras vivía en Kensington Square? ¿Había intentado ponerse en contacto con ellos o ayudarles? No. Ni siquiera los mencionó nunca. Como si nunca hubieran existido para ella.

– ¿Tenía amigos?

– ¡Humm! Había esa chica gorda que siempre tenía la cabeza en las nubes. Recuerdo su apellido, Waddington, porque me hacía pensar en bádminton, un juego del que siempre hablaba.

– ¿Era una chica que se llamaba Katie?

– ¡Sí, sí, eso es! Katie Waddington. Katie la conocía del convento, y cuando Katja se fue a vivir a casa de tus padres, esa chica, Katie, solía ir a verla con bastante frecuencia. Siempre estaba comiendo, bien, teniendo en cuenta su tamaño, y no paraba de hablar de Freud. Y de sexo. Estaba obsesionada con el sexo. Con Freud y el sexo. Con el sexo y Freud. El significado del orgasmo, la resolución del drama de Edipo, la gratificación de los deseos prohibidos e incumplidos de la infancia, el papel del sexo como catalizador del cambio, la esclavitud sexual de las mujeres por culpa de los hombres, y la de los hombres por culpa de las mujeres… -Sarah-Jane se inclinó hacia adelante, cogió la cafetera y me sonrió-. ¿Quieres más? ¡Pero si aún no te lo has bebido! ¡Déjame que te sirva otro café calentito!

Antes de que pudiera responder, me cogió la taza de café de las manos y se fue hacia la cocina, dejándome solo con mis pensamientos: sobre la fama y la pérdida repentina de ésta, sobre la destrucción de la familia más cercana, sobre el hecho de tener sueños y sobre la crucial habilidad de poder aplazar la realización inmediata de esos sueños, sobre la belleza física y la ausencia de ésta, sobre el hecho de mentir por malicia y de decir la verdad por la misma razón.

Cuando Sarah-Jane entró de nuevo en la sala, ya tenía la pregunta preparada:

– ¿Qué sucedió la noche que mi hermana murió? Recuerdo lo siguiente: recuerdo que llegaron los de urgencias, los equipos medicalizados o quienquiera que fueran. Recuerdo que nosotros dos estábamos en mi dormitorio mientras ellos se ocupaban de Sonia. Recuerdo que la gente gritaba. Creo que recuerdo la voz de Katja. Pero eso es todo. ¿Qué sucedió en realidad?

– Seguro que tu padre te puede contestar mucho mejor que yo. Deduzco que ya se lo has preguntado.

– Para él es muy duro hablar de esa época.

– Sí, claro, ya me lo imagino… mientras que para mí… -Se tocó las perlas con los dedos-. ¿Azúcar? ¿Leche? Tienes que probar mi café. -Y cuando la complací llevándome esa bebida amarga a los labios, añadió-: Me temo que no hay mucho más que contar. Yo me encontraba en mi dormitorio cuando sucedió. Había estado preparando las clases para el día siguiente y había pasado un momento por la habitación de James para pedirle que me ayudara a idear un esquema para hacer que te interesaras por los pesos y las medidas. Como era un hombre, bien, es un hombre, suponiendo que aún está con vida, y no hay ningún motivo para pensar que no lo esté, pensé que sería capaz de sugerirme alguna actividad que pudiera intrigar a un muchachito que -entonces me guiñó el ojo-no siempre estaba dispuesto a aprender algo que pensara que no guardaba ninguna relación con su música. Así pues, James y yo estábamos repasando algunas ideas cuando oímos el alboroto del piso de abajo: gritos, ruido de pasos y portazos. Bajamos las escaleras a toda prisa y nos encontramos a todo el mundo en el pasillo…

– ¿A todo el mundo?

– Sí, a todos. A tu madre, a tu padre, a Katja, a Raphael Robson, a tu abuela…

– ¿Mi abuelo no estaba?

– No… Bien, supongo que también estaba ahí. A no ser, claro está, que se encontrara… en el campo para una de sus curas de salud. No, no, creo que también estaba en casa, Gideon. Porque había un gran griterío, y tu abuelo era de los que más gritaban. En cualquier caso, me ordenaron que te llevara a la habitación y que me quedara contigo, y eso fue lo que hice. Cuando llegó la ambulancia, les obligaron a salir de allí. Sólo se quedaron tus padres. Y tú y yo podíamos oírles desde la habitación.

– No recuerdo nada de eso -apunté-. Sólo recuerdo que estábamos en mi habitación.

– Es normal, Gideon. Eras un niño. ¿Cuántos años tenías? ¿Siete? ¿Ocho?

– Ocho.

– ¿Cuántos de nosotros tenemos recuerdos explícitos y claros de los buenos momentos de nuestra niñez? Y éste es un recuerdo terrible y espantoso. Me atrevería a decir que olvidarlo es lo mejor que has podido hacer, cariño.

– Dijiste que ya no tendrías que marcharte. Eso sí que lo recuerdo.

– ¡Claro que no te habría dejado solo en medio de esa confusión!

– No, lo que quiero decir es que no dejarías de ser mi maestra. Papá me contó que te había despedido.

Al oírlo, se sonrojó de un color carmesí que era el reflejo de su pelo, un pelo que había sido teñido de su tono original porque ya se estaba acercando a los cincuenta.

– Tenían problemas económicos, Gideon -declaró con un débil tono de voz.

– De acuerdo. Lo siento. Ya lo sé. No tenía ninguna intención de… Es obvio que no te habrían contratado durante tantos años si no hubieras sido una profesora estupenda.

– Gracias.

Su respuesta fue excesivamente formal. O bien se sentía herida por mis palabras o bien deseaba que así lo pensara. Y, créame, doctora Rose, era evidente que ese sentimiento podría haber cambiado el rumbo de la conversación; no obstante, lo evité.

– ¿Qué estabas haciendo antes de ir al dormitorio de James para pedirle que te ayudara con la actividad de los pesos y las medidas?

– ¿Esa misma noche? Ya te lo he dicho. Estaba en mi habitación preparando las clases del día siguiente.

No añadió nada más, pero su expresión me indicó que sabía que yo mismo me había encargado de hacerlo: había estado sola en su habitación antes de ir a pedirle ayuda a James.

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