Capítulo 15

Un sonido penetrante obligó a Lynley a nadar contracorriente y a salir de un profundo sueño. Abrió los ojos a la oscuridad de la habitación y alargó la mano hacia el despertador; maldijo al ver que lo había tirado al suelo sin conseguir pararlo. A su lado, Helen ni se movió. Ella continuó durmiendo incluso cuando encendió la luz. Hacía tiempo que tenía esa facilidad, y había continuado teniéndola a pesar de su embarazo. Siempre dormía cual efigie en una catedral gótica.

Parpadeó, volvió en sí, y se dio cuenta de que era el teléfono y no el despertador. Miró la hora -las cuatro menos veinte de la mañana- y supo que no eran buenas noticias.

El subjefe de policía sir David Hillier estaba al otro lado de la línea. Le informó con brusquedad:

– Charing Cross Hospital. A Malcolm lo han atropellado.

– ¿Qué? ¿Malcolm? ¿Cómo dice?

– Despiértese, inspector -le ordenó Hillier-. Pásese cubitos de hielo por la cara si es necesario. Malcolm está en el quirófano. Venga ahora mismo. Quiero que se encargue de esto. ¡Ahora!

– ¿Cuándo? ¿Qué ha sucedido?

– ¡El maldito hijo de puta ni siquiera se paró! -exclamó, y su tono voz, de una agresividad inusitada y muy diferente del tono educado y moderado que el subjefe de policía solía usar en el Nuevo Departamento de Scotland Yard, le indicó hasta qué punto estaba preocupado.

«Lo han atropellado. El maldito hijo de puta ni siquiera paró.» Lynley se despertó de repente, como si le hubieran inyectado una mezcla de cafeína y de adrenalina en el corazón.

– ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Charing Cross Hospital. ¡Haga el favor de venir ahora mismo, Lynley! -Hillier colgó el teléfono.

Lynley salió de la cama de un salto y se vistió con lo primero que encontró. Le garabateó una nota a su mujer en vez de despertarla, explicándole lo poco que sabía. Añadió la hora y dejó la nota sobre la almohada. Sin haberse acabado de poner el abrigo, se adentró en la oscuridad de la noche.

El viento del día anterior había cesado, pero el frío persistía y había empezado a llover. Lynley se subió el cuello del abrigo y giró la esquina a toda prisa rumbo a una calle de casas pequeñas en la que guardaba su Bentley en un garaje.

Intentó no pensar en el lacónico mensaje de Hillier, ni en el tono de voz en el que le había hablado. No quería hacer una interpretación de los hechos antes de conocerlos, pero, de todas maneras, no hacerlo le resultaba prácticamente imposible. Un caso de atropellamiento y fuga. Y ahora otro.

Supuso que habría poco tráfico en King's Road a esas horas de la noche y, por lo tanto, se dirigió directamente hacia Sloane Square, transitable a medias alrededor de la fuente cubierta de hojas que había en el medio, y pasó a toda velocidad por delante de Peter Jones, donde -haciendo honor a la creciente comercialización de la sociedad en que vivían- las decoraciones navideñas relucían desde hacía tiempo desde las ventanas. Pasó por delante de las elegantes tiendas de Chelsea, por delante de las tranquilas calles y de sus majestuosas viviendas. Vio a un agente uniformado de cuclillas junto a una figura cubierta por una manta en la puerta principal del ayuntamiento -ese vagabundo era otro ejemplo de los difíciles tiempos en que vivían-, pero ésos fueron los únicos indicios de vida que encontró además de los pocos coches que divisó en su carrera frenética hacia Hammersmith.

A poca distancia de King's College, giró a la derecha y cogió un atajo para llegar a Lillie Road, lo que lo acercaría a King's Cross Hospital. Cuando entró en el aparcamiento a toda velocidad y se dirigió de inmediato a urgencias, se permitió por fin mirar el reloj. Habían pasado menos de veinte minutos desde que recibiera la llamada de Hillier.

El subjefe de policía -tan mal afeitado y despeinado como el propio Lynley- se encontraba en la sala de espera de urgencias, hablando bruscamente con un agente uniformado, mientras que no muy lejos había otros tres policías juntos e inquietos. Tan pronto como vio a Lynley, le hizo un gesto con el dedo al agente uniformado para indicarle que ya se podía marchar. Mientras el agente se reunía con sus compañeros, Hillier avanzó a grandes pasos para encontrarse con Lynley en medio de la sala.

A pesar de la hora, la lluvia hacía que hubiera mucho movimiento en la sección de urgencias. Alguien gritó: «¡Viene otra ambulancia de Earl's Court!», lo que les sugirió cómo iban a ser los próximos cinco minutos; en consecuencia, Hillier cogió a Lynley del brazo, lo condujo más allá de la sección de urgencias, a través de varios pasillos y de unos cuantos rellanos de escaleras. No pronunció palabra hasta que se encontraron en una sala de espera privada, designada especialmente para los familiares de la gente que estaba siendo operada. No había nadie.

– ¿Dónde está Frances? -preguntó Lynley-. No está…

– Nos llamó Randie -le interrumpió Hillier-. A eso de la una y cuarto.

– ¿Miranda? ¿Qué ha sucedido?

– Frances la llamó a Cambridge. Malcolm no estaba en casa. Frances ya se había ido a dormir y se despertó al oír los ladridos enloquecidos del perro. Se lo encontró en el jardín delantero con la correa atada al collar, pero Malcolm no estaba con él. Le entró un ataque de pánico y llamó a Randie. Randie nos llamó a nosotros. Cuando conseguimos hablar con Frances, Malcolm ya estaba en urgencias y el hospital ya se había puesto en contacto con ella. Frances pensó que le había dado un ataque al corazón mientras paseaba al perro. Todavía no sabe… -Hillier expiró aire-. No conseguimos hacerla salir de casa. La llevamos hasta la puerta, incluso la abrimos, Laura asiéndola de un brazo y yo del otro. Pero cuando sintió el aire de la noche, se echó atrás. Se puso histérica. El maldito perro se puso como loco. -Hillier sacó un pañuelo y se lo pasó por encima de la cara. Lynley reparó que era la primera vez que veía al subjefe de policía ligeramente descompuesto.

– ¿Es muy grave? -le pregunté.

– Le están operando el cerebro para ver si pueden quitarle el coágulo de debajo de la fractura craneal. Tiene una gran tumefacción, y también se están ocupando de eso. Están haciendo algo con un monitor… no me acuerdo muy bien. Tiene que ver con la presión. Hacen algo con un monitor para hacer un seguimiento de la presión. ¿Se lo ponen en el cerebro? No lo sé. -Se guardó el pañuelo y se aclaró la garganta-. ¡Santo Cielo! -Se quedó mirando fijamente al frente.

– Señor… ¿le traigo un café? -se ofreció Lynley, notando lo extraña que era la situación mientras se lo decía. Siempre habían sentido una gran antipatía el uno por el otro. Hillier nunca había hecho ningún esfuerzo por ocultar esa antipatía hacia Lynley, y éste tampoco había hecho nada por ocultar el desprecio que sentía por el rapaz deseo de promocionarse de Hillier. Sin embargo, al verle de ese modo, en un momento de vulnerabilidad a medida que Hillier se enfrentaba con lo que le había sucedido a su cuñado y amigo durante más de veinticinco años, vio a Hillier con otros ojos. Pero Lynley no estaba muy seguro de lo que debía hacer con esa nueva opinión.

– Me han dicho que seguramente tendrán que extraerle casi todo el bazo -continuó Hillier-. Creen que podrán salvarle el hígado, quizá la mitad. Pero todavía no lo saben.

– ¿Aún está…?

– ¡Tío David!

La llegada de Miranda Webberly interrumpió la pregunta de Lynley. Pasó por la puerta de la sala de espera a toda prisa. Llevaba un chándal muy holgado, y el pelo, rizado, lo llevaba hacia atrás y recogido con un pañuelo atado. Iba descalza y estaba muy pálida. Asía las llaves del coche con una mano. Salió disparada hacia los brazos de su tío.

– ¿Has conseguido que alguien te trajera? -le preguntó.

– Una de mis amigas me ha prestado su coche. He conducido yo misma.

– Randie, te dije que…

– ¡Tío David! -Después se volvió hacia Lynley-. ¿Le ha visto, inspector? -Luego se volvió hacia su tío sin siquiera esperar una respuesta-. ¿Cómo está? ¿Dónde está mamá? ¿No está…? ¡Dios! Ha sido incapaz de venir, ¿verdad? -Miranda tenía los ojos vidriosos a medida que proseguía con amargura y un tono de desesperación-: ¡Claro que lo ha sido! ¡Claro que ha sido incapaz!

– Tu tía Laura está con ella -contestó Hillier-. Ven aquí, Randie. Siéntate. ¿Dónde tienes los zapatos?

Miranda se miró los pies sin comprender.

– ¡Cielo Santo! He venido sin zapatos, tío David. ¿Cómo está?

Hillier le contó lo mismo que le acababa de contar a Lynley; todo, a excepción de que el accidente había sido una caso de atropellamiento y fuga. Cuando estaba a punto de contarle la parte de que quizá conseguirían salvarle el hígado, un médico ataviado con una bata empujó la puerta y preguntó:

– ¿Webberly?

Los contempló a los tres con la característica mirada de un hombre que no es portador de buenas noticias.

Hillier se identificó, presentó a Randie y a Lynley, rodeó la espalda de su sobrina con el brazo y preguntó:

– ¿Qué ha sucedido?

El cirujano les respondió que Webberly estaba en proceso de recuperación y que le llevarían directamente a la Unidad de Cuidados Intensivos, donde lo mantendrían en un estado de coma químicamente inducido para que el cerebro pudiera descansar. Usarían esteroides para aliviar la tumefacción y barbitúricos para mantenerlo inconsciente. Asimismo, lo mantendrían inmóvil con anestésicos musculares hasta que el cerebro se recuperara.

Randie se fijó en la última palabra y le preguntó:

– ¿Se salvará? ¿Papá se salvará?

El cirujano le respondió que todavía no lo sabían. Su estado era crítico. Nunca podían estar seguros del todo en los casos de edema cerebral. No podían dejar de observar la tumefacción y tenían que evitar que hubiera una hemorragia en el cerebro.

– ¿Qué ha pasado con el hígado y el bazo? -le preguntó Hillier.

– Hemos salvado lo que hemos podido. También tiene varias fracturas, pero son de menor importancia comparadas con el resto.

– ¿Puedo verle? -preguntó Randie.

– ¿Usted es…?

– Su hija. Es mi padre. ¿Puedo verle?

– ¿No hay ningún pariente más próximo? -le preguntó el doctor a Hillier.

– Su mujer está enferma -contestó.

– ¡Qué mala suerte! -respondió. El cirujano le hizo un gesto de asentimiento a Randie y añadió-: La avisaremos cuando pueda verle. Aunque todavía pasarán unas cuantas horas. Debería intentar descansar un poco.

Cuando el médico se marchó, Randie se volvió hacia su tío y hacia Lynley, y exclamó:

– No se morirá. Eso quiere decir que no se morirá. Eso es lo que quiere decir.

– Aún está vivo, y eso es lo que cuenta -le contestó su tío, pero no le dijo lo que Lynley sabía que estaba pensando: quizá Webberly no muriera, pero tal vez tampoco se recuperara, o como mínimo de tal modo que le permitiera llevar una vida que no fuera la de un simple inválido.

Sin desearlo, Lynley se encontró pensando en otra lesión cerebral, en otro problema relacionado con el cerebro. Había dejado a su amigo Simon St. James en el estado en el que se encontraba en ese momento, y los años que habían pasado desde su larga convalecencia no le habían devuelto lo que le había quitado la negligencia de Lynley.

Hillier hizo que Randie se sentara en un sofá de polivinilo, donde una manta de hospital indicaba que alguien más había pasado la noche esperando con ansiedad noticias de un familiar.

– Voy a buscarte un poco de té -anunció Hillier, haciéndole un gesto a Lynley para que le siguiera. Una vez en el pasillo, Hillier se detuvo-: Hasta nueva orden, se encargará de este caso. Reúna a un equipo para recorrer la ciudad en busca del hijo de puta que lo atropello.

– Estoy trabajando en ese caso que…

– ¿Tiene problemas de oído? -le interrumpió Hillier-. Deje ese caso. Quiero que se encargue de éste. Utilice todos los recursos que necesite. Infórmeme cada mañana. ¿Queda claro? Los agentes uniformados del piso de abajo le pondrán al corriente de lo que tenemos hasta ahora, que es muy poco. Un conductor que iba en dirección contraria vislumbró el coche, pero sólo consiguió percatarse de que era un automóvil grande, parecido a una limusina o a un taxi. Le pareció que el techo era gris, pero eso ya lo puede descartar. El reflejo de las farolas podría haberlo hecho parecer de ese color. Además, ¿cuándo fue la última vez que vio un coche de dos tonalidades diferentes?

– Una limusina o un taxi. Un vehículo negro. De acuerdo -asintió Lynley.

– Me satisface comprobar que no ha perdido sus extraordinarias habilidades de deducción.

Esa broma mostró hasta qué punto Hillier quería que Lynley se involucrara en el caso que los ocupaba. Al oírla, Lynley sintió de nuevo esa rabia, y cómo los dedos se le tensaban para formar un puño. No obstante, cuando le preguntó:

– ¿Por qué yo? -Hizo todo lo posible para que la pregunta sonara bienintencionada.

– Porque si Malcolm pudiera hablar, lo elegiría a usted -le respondió Hillier-. Y tengo intención de respetar sus deseos.

– Entonces es que cree que no sobrevivirá.

– Yo no pienso nada. -Pero el temblor de su voz delató la mentira de sus palabras-. Póngase a trabajar. Deje lo que estaba haciendo y póngase a trabajar en esto ahora mismo. Encuentre a ese hijo de perra. Tráigamelo por los pelos. Hay casas a lo largo de la calle donde fue atropellado. Alguien debió de ver alguna cosa.

– Quizá guarde relación con el caso en el que estoy trabajando -apuntó Lynley.

– ¿Cómo demonios tengo que decirle que…?

– ¿Sería tan amable de escucharme?

Hillier lo escuchó mientras Lynley le hacía un resumen del caso de atropellamiento y fuga de hacía dos días. Le explicó que también se trataba de un coche negro, y que el inspector Malcolm Webberly guardaba relación con la víctima. Lynley no le relató la naturaleza de esa relación. Se limitó a decir que una investigación de hacía dos décadas podría ser la clave de esos dos casos de atropellamiento y fuga.

No obstante, Hillier no habría conseguido su posición en el Departamento de Policía si no hubiera tenido un buen cerebro.

Con una expresión de incredulidad, le preguntó:

– ¿La madre de la niña asesinada y el inspector? Si esto guarda alguna relación, ¿quién demonios iba a esperar veinte años para ir a por ellos?

– Supongo que alguien que no se enteró hasta hace poco de dónde estaban.

– ¿Y le parece probable que haya alguien así entre el grupo de gente que está interrogando?

– Sí -respondió Lynley después de reflexionar un momento-. Creo que es bastante probable.


Yasmin Edwards se sentó en un extremo de la cama de su hijo y le acarició el pequeño y perfecto hombro con una mano.

– ¡Vamos, Danny! ¡Es hora de levantarse! -Le dio una sacudida-. ¡Dan! ¿No has oído el despertador?

Daniel frunció el ceño y aún se hundió más bajo las mantas, con lo que el trasero le formó una especie de bonito montículo que le robó el corazón a Yasmin.

– Un minuto más, mamá. Por favor. Venga. Tan sólo un minuto más.

– Ni un minuto más. El tiempo pasa volando. Llegarás tarde a la escuela o no tendrás tiempo de desayunar antes de irte.

– De acuerdo.

– ¡Ni hablar! -le replicó. Le dio un golpecito en el trasero y después le sopló al oído-. Si no te levantas, los bichos besucones van a ir a por ti, Dan.

Sus labios formaron una sonrisa, aunque sus ojos permanecieron cerrados.

– No -contestó-, porque me he puesto loción antibichos.

– ¿Loción antibichos besucones? No lo creo. Los bichos besucones son invencibles. Observa y verás.

Se inclinó hacia él y le besó en la mejilla, en la oreja y en el cuello. Empezó a hacerle cosquillas hasta que consiguió despertarle del todo. Comenzó a reírse, a dar patadas y a intentar librarse de ella mientras gritaba:

– ¡Ay! ¡No! ¡Quítame los bichos, mamá!

– No puedo -respondió jadeante-. ¡Oh, Dios mío! Hay más, Dan. Hay bichos por todas partes. No sé qué hacer. -Apartó las mantas y fue a por su estómago, gritando: «Besucones, besucones, besucones», deleitándose en lo que siempre le parecía la novedad de la sonrisa de su hijo a pesar de los años que hacía que había salido de la cárcel. Había tenido que enseñarle el juego de los bichos besucones una y otra vez, y aún les quedaban muchos besos por recuperar, ya que ser la víctima de los bichos besucones no era precisamente uno de los infortunios que tenían que soportar los niños que estaban bajo custodia estatal.

Levantó a Daniel e hizo que éste se sentara; luego lo apoyó en las almohadas de StarTrek. Recuperó el aliento y dejó de reírse, mirándola con sus castaños ojos de felicidad. Siempre que la miraba así, sentía que el estómago se le inflaba y se le iluminaba.

– ¿Qué quieres hacer en las vacaciones de Navidad, Dan? ¿Has pensado en ello, tal y como te dije?

– ¡Disney World! -cacareó-. ¡Orlando, Florida! Primero podemos ir al Magic Kingdom, después al Centro Epcot, y por último a los Estudios Universal. Después, podemos ir a Miami Beach, mamá, y tú puedes tumbarte en la playa mientras yo hago surf.

Yasmin le sonrió y exclamó:

– Así pues, quieres ir a Disney World, ¿no es verdad? ¿Y de dónde sacaremos el dinero? ¿Tienes planeado robar un banco?

– Tengo dinero ahorrado.

– ¿De verdad? ¿Cuánto?

– Tengo veinticinco libras.

– No está mal para empezar, pero no es suficiente.

– ¡Mamá…! -Pronunció esa palabra de dos sílabas con la característica expresión de desilusión de un niño.

Yasmin odiaba tener que negarle algo después de los primeros años de vida que había tenido que pasar. Se sentía obligada a intentar complacer los deseos de su hijo. Pero sabía que no tenía ningún sentido alentar sus esperanzas -ni las suyas propias-porque había muchas más cosas a tener en cuenta que la voluntad de su hijo o la suya con respecto a cómo iban a pasar las vacaciones de Navidad de Daniel.

– ¿Qué pasaría con Katja? No podría venir con nosotros, Dan. Tendría que quedarse aquí y trabajar.

– ¿Y qué? ¿Por qué no podemos ir nosotros dos, mamá? Como antes.

– Porque ahora Katja es parte de nuestra familia. Ya lo sabes.

Frunció el ceño y se dio la vuelta.

– Ahora está en la cocina preparándote el desayuno -añadió Yasmin-. Está haciendo esos creps holandeses que te gustan tanto.

– Que haga lo que quiera -musitó Daniel.

– ¡Cariño! -Yasmin se inclinó hacia él. Para ella era importante que lo comprendiera-. Katja es como de la familia. Es mi compañera. Y ya sabes lo que eso significa.

– Significa que no podemos hacer nada sin esa vaca estúpida.

– ¡Eh! -Le dio un golpecito en la mejilla-. ¡No hables mal de ella! Aunque sólo fuéramos tú y yo, Dan, tampoco podríamos ir a Disney World. Por lo tanto, no culpes a Katja de tu decepción, hijo. Yo soy la que no tiene bastante dinero.

– Entonces, ¿por qué me lo preguntaste? -le dijo con la inteligencia manipuladora de un niño de once años-. Si ya sabías que no podríamos ir, ¿por qué me preguntaste adónde me gustaría ir?

– Yo te pregunté qué te gustaría hacer, Dan, y no adónde te gustaría ir.

En eso tenía razón, y él lo sabía; lo milagroso de su hijo era que en cierta manera ni había aprendido ni le gustaba discutir tal y como hacían muchos niños de su edad. Pero, con todo, seguía siendo un niño, y no tenía un arsenal lleno de armas para luchar contra el desengaño. En consecuencia, se le ensombreció el rostro, cruzó los brazos y se sentó en la cama de mal humor.

Le cogió la barbilla para levantarle la cara. Opuso resistencia. Yasmin suspiró y exclamó:

– Algún día tendremos más de lo que tenemos ahora, pero debes tener paciencia. Te quiero. Y Katja también. – Se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta-. Ahora levántate, Dan. Quiero verte en el cuarto de baño en menos de veintidós segundos.

– Quiero ir a Disney World -repitió con insistencia.

– Yo aún tengo muchas más ganas de llevarte allí.

Le dio una palmadita a la jamba de la puerta con gesto meditativo y regresó a la habitación que compartía con Katja. Una vez allí, se sentó en un extremo de la cama y escuchó los sonidos del piso: Daniel levantándose y encaminándose hacia el cuarto de baño, Katja preparando esos creps holandeses en la cocina, el crepitar del rebozado a medida que dejaba caer una pequeña porción en la sartén con forma de concha en la que esperaba la mantequilla caliente, los chasquidos de las puertas de los armarios abriéndose y cerrándose a medida que sacaba los platos y el azúcar extrafino, el sonido metálico de la tetera al apagarse, y después su voz gritando:

– ¡Daniel! ¡Hoy hay creps! ¡Te he preparado tu desayuno favorito!

«¿Por qué?», se preguntaba Yasmin. Deseaba preguntárselo, pero hacerlo no era tan simple como el hecho de mezclar la harina y la leche, añadir la levadura y remover la mezcla.

Pasó la mano por encima de la cama; aún estaba por hacer y se veían las marcas de los dos cuerpos. Las almohadas todavía tenían las marcas de las cabezas, y el barullo de mantas y de sábanas reflejaba la forma en que dormían: los brazos de Katja a su alrededor, rodeándole los pechos con sus cálidas manos.

Había fingido dormir cuando su compañera se metió en la cama. La habitación estaba a oscuras -nunca más vería las luces del pasillo de la cárcel desde una habitación en la que durmiera- y, por lo tanto, sabía que Katja no se daría cuenta de si tenía los ojos abiertos o cerrados. Le había susurrado: «¿Yas?», pero Yasmin no le había respondido. Y cuando movió las mantas al levantarlas, a medida que se metía en la cama como un barco de vela atracando a la perfección y seguro de que estaba atracando donde siempre, Yasmin emitió esos sonidos característicos de una mujer que ha sido despertada de sus sueños por una interrupción, y se dio cuenta de que Katja se quedó inmóvil por un instante, como si esperara a ver hasta qué punto Yasmin estaba despierta.

Ese momento de inmovilidad le había dicho algo a Yasmin, pero su significado real no estaba claro del todo. Por lo tanto. Yasmin se volvió hacia Katja en el instante en que ésta se cubría con la manta.

– ¡Hola, cariño! -murmuró con voz de dormida, pasando la pierna por encima de la cadera de Katja-. ¿Dónde has estado?

– Por la mañana -le susurró Katja-. Tengo muchas cosas que contarte.

– ¡Muchas! ¿Por qué?

– ¡Shh! Ahora duérmete.

– Te he echado de menos -musitó Yasmin y puso a Katja a prueba a pesar de ella misma, a sabiendas de lo que estaba haciendo pero sin saber qué haría con los resultados. Alzó la boca para que su amante la besara. Deslizó los dedos para acariciarle el suave pelo del pubis. Katja le devolvió el beso como de costumbre y un momento más tarde ya se había colocado suavemente sobre ella.

– ¡Eres una chica loca! -le susurró con una voz ronca.

– ¡Loca por ti! -le contestó Yasmin. Después oyó la risa entrecortada de Katja.

¿Qué se podía decir cuando se estaba haciendo el amor en la oscuridad? ¿Qué se podía decir de las bocas, de los dedos y del prolongado contacto con una piel dulce y suave? ¿Qué podía uno aprender de seguir la corriente hasta que fluyera con tanta rapidez que ya no importara quién llevara el barco a puerto mientras éste llegara a su destino? ¿Qué demonios se podía averiguar con eso?

«Debería haber encendido la luz -pensó Yasmin-. Si le hubiera visto la cara, lo habría sabido.»

En ese mismo momento se dijo a sí misma que no tenía dudas, y que las dudas eran normales. Se dijo a sí misma que no había nada seguro en la vida. Pero, con todo, sintió cómo el tornillo de la incertidumbre era apretado por un destornillador que manipulaba una mano invisible. Aunque quería ignorarlo, era incapaz de hacerlo, ya que era como ignorar un tumor que amenazara su vida.

No obstante, se libró de esos pensamientos. El día que le esperaba asomó en su mente. Se levantó del borde de la cama y empezó a hacerla, repitiéndose a sí misma que si lo peor era verdad, habría otras oportunidades para saberlo.

Se reunió con Katja en la cocina, donde el aire estaba endulzado por el olor de los creps holandeses que tanto gustaban a Daniel. Katja había hecho suficientes para los tres, y estaban apilados, como guijarros cubiertos de nieve, en una bandeja de metal que se mantenía caliente sobre los fogones. Estaba añadiendo al desayuno algo que era decididamente inglés: unas lonchas de tocino crepitaban sobre la parrilla.

– ¡Aquí estás! -exclamó Katja con una sonrisa-. El café ya está a punto. He hecho té para Daniel. ¿Dónde está nuestro chico? ¿Se está duchando? ¡Eso sí que es una novedad! ¿Habrá alguna chica en su vida?

– No lo sé -contestó Yasmin-. Si la hay, no me ha contado nada.

– Sucederá bien pronto. Daniel y las chicas. Más pronto de lo que crees. Ahora los niños crecen muy rápido. ¿Ya has hablado con él? Sobre la vida, ya sabes a lo que me refiero.

Yasmin se sirvió una taza de café y preguntó:

– ¿Te refieres a los «hechos de la vida»? ¿Con Daniel? ¿Si le he contado cómo se hacen los bebés?

– Sería una información muy útil si aún no sabe nada del asunto. ¿O crees que ya se lo habrán contado? En el pasado, quiero decir.

Con sumo cuidado, Katja evitó decir «cuando estaba bajo custodia del Estado», y Yasmin sabía que la mujer alemana haría todo lo posible por no pronunciar esas palabras e invocar los recuerdos que asociaban con éstas. La manera de ser de Katja la impulsaba a mirar hacia el futuro, nunca hacia el pasado.

– ¿Cómo crees que puedo sobrevivir entre estas paredes? -le había dicho una vez a Yasmin-. Haciendo planes. Sólo pienso en el futuro, nunca en el pasado. -Y había proseguido diciendo que Yasmin debería seguir su ejemplo-. Debes saber lo que harás cuando salgas de aquí -le había insistido-. Debes saber con exactitud quién serás. Y tienes que conseguir que suceda. Puedes hacerlo. Pero tienes que empezar a crear a esa persona aquí mismo, aquí dentro, mientras tengas la oportunidad de concentrarte en ella.

«¿Y tú? -pensó Yasmin en la cocina mientras observaba cómo su amante empezaba a servir los creps en los platos-. ¿Qué hay de ti, Katja? ¿Cuáles eran tus planes cuando estabas dentro y qué clase de persona querías ser?»

Yasmin se dio cuenta en ese momento de que Katja nunca se lo había respondido con exactitud. «Ya habrá tiempo cuando sea libre», le había dicho.

«¿Tiempo para quién? -se preguntó Yasmin-. ¿Tiempo para qué?»

Nunca se había parado a pensar en la seguridad que ofrecía la cárcel. Las respuestas, al igual que las preguntas, eran simples. En la vida en libertad, había demasiadas de ambas.

Katja se dio la vuelta de los fogones, con un plato en la mano.

– ¿Dónde está ese chico? Si no se da prisa, sus creps se quedarán más duros que una piedra.

– Quiere ir a Disney World durante las vacaciones de Navidad -le contó Yasmin.

– ¿De verdad? -Katja sonrió-. Bien, quizá podamos conseguir que eso suceda.

– ¿Cómo?

– Hay maneras y maneras -respondió Katja-. Nuestro Daniel es un buen chico. Debería obtener lo que quiere. Y tú también.

Ahí estaba su oportunidad, y Yasmin no dudó en aprovecharla.

– ¿Y si te quiero a ti? ¿Y si tú eres lo único que quiero?

Katja se rió, dejó el plato de Daniel sobre la mesa y se acercó a Yasmin.

– ¿Ves qué fácil es? Expresas tu deseo y se te concede de inmediato. -La besó y regresó de nuevo a los fogones-. ¡Daniel! ¡Tus creps ya están a punto! ¡Ven ahora mismo! ¡Ven!

Sonó el timbre y Yasmin echó un vistazo al pequeño reloj desportillado que colgaba sobre la cocina. Las siete y media. ¿Quién demonios…? Frunció el ceño.

– Es demasiado temprano para que sea un vecino -comentó Katja mientras Yasmin desanudaba y ataba de nuevo la cinta del kimono escarlata que usaba como bata de estar por casa-. Espero que no haya ningún problema, Yas. Daniel no ha estado haciendo de las suyas, ¿verdad?

– Espero que no -contestó. Se dirigió hacia la puerta y miró por la mirilla. Inspiró profundamente cuando vio quién estaba al otro lado de la puerta, esperando con paciencia a que alguien le abriera, o tal vez no con tanta paciencia porque llamó al timbre por segunda vez. Katja se había acercado a la puerta de la cocina, con la sartén en una mano y con la bandeja en la otra. Yasmin le susurró con brusquedad:

– ¡Es ese maldito policía!

– ¿El negro que vino ayer? ¡Ah, bien! Déjale entrar, Yas.

– No quiero…

Llamó al timbre de nuevo, y mientras lo hacía Daniel asomó la cabeza desde el cuarto de baño, gritando:

– ¡Mamá! ¡Alguien está llamando a la puerta! ¿Piensas ir a abrir? -Ni siquiera se dio cuenta de que su madre permanecía inmóvil delante de ella, como un niño desobediente que intenta eludir un castigo. Cuando la vio, se volvió hacia Katja.

– Yas, abre la puerta -dijo Katja. Luego se volvió hacia Daniel-. Tus creps ya están preparados. Te he hecho media docena, tal y como te gustan. Tu madre me ha dicho que quieres pasar las vacaciones de Navidad en Disney World. Vístete y cuéntamelo.

– No vamos a ir -respondió de mal humor mientras el timbre sonaba de nuevo.

– ¡Ah! ¿Cómo puedes saber lo que sucederá en el futuro? Vístete. Luego hablaremos de eso.

– ¿Por qué?

– Porque al hablar, los sueños se vuelven más reales. Y cuando los sueños se vuelven reales, hay más posibilidades de que se realicen. Yasmin, mein Gott, ¿quieres hacer el favor de abrir la puerta? Nos ha oído. No creo que tenga intención de marcharse.

Yasmin la abrió. Tiró de la puerta con tanta fuerza que casi se le escapó de las manos; mientras tanto, Daniel se metió en su cuarto y Katja regresó a la cocina. Sin más preámbulos, le preguntó al agente negro:

– ¿Cómo ha conseguido subir hasta aquí? No recuerdo haberle permitido subir al ascensor.

– La puerta del ascensor estaba abierta de par en par -contestó el agente Nkata-. Y he aprovechado la oportunidad.

– ¿Por qué? ¿Qué más quiere de nosotras?

– Hacerle unas cuantas preguntas. ¿Está su…? -Vaciló y observó el interior del piso, donde la luz de la cocina formaba un reflejo oblongo y amarillento sobre los cuadrados de la moqueta de la sala de estar, donde todavía no habían encendido ninguna luz-. ¿También está Katja Wolff?

– Son las siete y media de la mañana. ¿Dónde más podría estar? -le preguntó Yasmin, pero no le gustó la expresión de su cara mientras le hacía la pregunta y, en consecuencia, se apresuró a cambiar de tema-. Ayer le contamos todo lo que sabíamos. Aunque se lo contemos todo de nuevo, no cambiará en nada lo que ya le hemos dicho.

– Hay una novedad -le respondió con tranquilidad-. No vengo a hablar de lo mismo.

– ¡Mamá! -gritó Daniel desde su dormitorio-. ¿Dónde está el suéter del colegio? ¿Está junto a la tele? No está con el resto de la ropa… -Sus palabras se fueron desvaneciendo a medida que salía del dormitorio para buscar el suéter. Llevaba una camisa blanca, los calzoncillos y los calcetines, y el pelo aún le brillaba por el agua de la ducha.

– ¡Buenos días, Daniel! -exclamó el policía con un gesto de asentimiento y una sonrisa-. ¿Te estás preparando para ir a la escuela?

– A usted no le importa para lo que se está preparando -contestó Yasmin con brusquedad antes de que Daniel pudiera responder. Después se volvió hacia su hijo a medida que descolgaba el suéter de uno de los colgadores que había junto a la puerta-. Dan, haz el favor de ir a almorzar. Esos creps cuestan mucho de hacer. Asegúrate de comértelos todos.

– ¡Hola! -le dijo Daniel al policía con timidez, y pareció tan contento que a Yasmin se le revolvieron las tripas-. ¡Se ha acordado de mi nombre!

– ¡Claro! -contestó Nkata con amabilidad-. Yo me llamo Winston. ¿Te gusta la escuela, Daniel?

– ¡Dan! -Yasmin gritó con tal violencia que su hijo se sobresaltó. Le lanzó el suéter-. ¿Has oído lo que te he dicho? ¡Vístete y empieza a desayunar!

Daniel asintió con la cabeza. Sin embargo, no apartó los ojos del policía. Estaba tan pendiente de él y mostraba un interés tan descarado por conocerle y por dejarse conocer que a Yasmin le entraron ganas de interponerse entre ellos, y de empujar a su hijo en una dirección y al policía en la otra. Daniel se dirigió de espaldas hacia su dormitorio, sin apartar la mirada de Nkata y preguntándole:

– ¿Le gustan los creps? Son más pequeños de lo normal. Son especiales. Espero que haya suficientes para…

– ¡Daniel!

– De acuerdo. Lo siento, mamá. -Irradió esa sonrisa de treinta mil vatios y se adentró en su habitación.

Yasmin se volvió hacia Nkata. De repente se percató de lo frío que era el aire que entraba por la puerta, de cómo envolvía insidiosamente sus pies descalzos y sus piernas expuestas, de cómo le hacía cosquillas en las rodillas y le acariciaba los muslos, de cómo le endurecía los pezones. El mero hecho de que se hubieran endurecido la irritaba, como si la hiciera vulnerable ante su propio cuerpo. Empezó a temblar a causa del frío, sin saber si cerrarle la puerta en las narices al detective o dejarle pasar.

Katja tomó la decisión por ella. Desde la puerta de la cocina, donde se hallaba de pie con la sartén de creps en una mano, le dijo tranquilamente:

– Déjale entrar, Yas.

Yasmin se echó atrás mientras el policía le hacía un gesto de agradecimiento a Katja. Yasmin cerró la puerta de un golpe y se fue a por el abrigo; lo cogió del colgador y se lo ciñó tanto alrededor de la cintura que bien podría haber sido un corsé y ella una dama victoriana con una figura tan delgada como un reloj de arena. Por su parte, Nkata se desabrochó el abrigo y se quitó la bufanda como si fuera un invitado que ha ido a cenar.

– Estamos desayunando -le dijo Katja-. Y Daniel no debe llegar tarde a la escuela.

– Así pues, ¿qué quiere? -le preguntó Yasmin al detective.

– Quiero comprobar si quiere cambiar algo de lo que me dijo la otra noche -le dijo a Katja.

– No quiero hacer ningún cambio -le respondió Katja.

– Quizá quiera pensárselo un poco más -apuntó.

Yasmin estaba que rabiaba, y su ira y su miedo pudieron más que su sentido común.

– ¡Esto es acoso! -gritó-. ¡Esto es acoso! ¡Esto es un puto acoso, y usted lo sabe muy bien, joder!

– ¡Yas! -espetó Katja. Dejó la sartén de los creps sobre los fogones. Permaneció donde estaba, junto al marco de la puerta de la cocina, y la luz de la cocina a sus espaldas hacía que su cara permaneciera en la sombra, y allí siguió-. Déjale que diga lo que tenga que decir.

– Ya lo hemos oído una vez.

– Supongo que tendrá algo nuevo que contarnos, ¿no crees?

– No.

– ¡Yas…!

– ¡No! ¡No estoy dispuesta a aceptar que ningún negro de mierda se presente en mi casa con su placa de policía…!

– ¡Mamá!

Daniel había entrado de nuevo en la sala, ya vestido para ir al colegio, y tenía tal expresión de horror en el rostro que Yasmin deseaba retirar lo que había dicho, ya que se cernía sobre ellos cual sonriente matón, abofeteando su propia cara con mucha más violencia de la que había conseguido abofetear a la del detective.

– ¡Cómete el desayuno! -le ordenó a su hijo con brusquedad.

Después se volvió hacia el detective-: ¡Diga lo que tenga que decir y márchese!

Durante un larguísimo momento, Daniel no se movió, como si esperara instrucciones del detective, como si éste tuviera que darle permiso para hacer lo que su madre le acababa de decir que hiciera. Al verlo, a Yasmin le entraron ganas de pegarle a alguien, pero se limitó a respirar y a intentar tranquilizar los crueles latidos de su corazón.

– ¡Dan! -exclamó, y su hijo se dirigió hacia la cocina, pasando por delante de Katja, quien, mientras se hacía a un lado, le dijo:

– Hay zumo en la nevera, Daniel.

Nadie dijo nada hasta que los sonidos sordos de la cocina les indicaron que Daniel como mínimo estaba haciendo un esfuerzo por comerse el desayuno a pesar de todo lo que estaba sucediendo a su alrededor. Los tres mantenían las mismas posiciones que habían adoptado cuando el policía entró en el piso, formando un triángulo representado por la puerta principal, la cocina y el televisor. Yasmin deseaba abandonar su posición y unirse a su amante, pero en el preciso instante en que iba a hacerlo, el detective empezó a hablar, y sus palabras la detuvieron.

– Las cosas se complican cuando las historias no son coherentes, señorita Wolff. ¿Está segura de que la otra noche estaba mirando la televisión? ¿Cree que Daniel responderá lo mismo si se lo pregunto?

– ¡Deje a mi hijo en paz! -gritó Yasmin-. ¡No se atreva a dirigirle la palabra!

– Yas -dijo Katja con un tono de voz tranquilo pero insistente-. Ve a desayunar, ¿de acuerdo? Por lo que parece el detective quiere hablar conmigo.

– No te dejaré sola hablando con ese tipo. Ya sabes lo que hacen los policías. Ya sabes cómo son. No puedes confiar en ellos para nada y…

– Los hechos -le interrumpió Nkata-. Pueden confiarnos los hechos. Así pues, respecto a la otra noche…

– No tengo nada que añadir.

– De acuerdo. Pero ¿qué puede contarme sobre ayer por la noche, señorita Wolff?

Yasmin vio cómo el rostro de Katja se alteraba al oír esa pregunta, sobre todo alrededor de los ojos, que se entrecerraron perceptiblemente.

– ¿Qué quiere que le cuente? -preguntó.

– ¿Se quedó en casa mirando la tele como la otra noche?

– ¿Por qué quiere saberlo? -le preguntó Yasmin-. Katja, no le cuentes nada hasta que te explique por qué te lo pregunta. No conseguirá engañarnos. Si no nos dice por qué te lo pregunta, tendrá que sacar su enorme culo negro y su graciosa cara de mi casa. ¿Le ha quedado claro, señor?

– Tenemos otro caso de atropellamiento y fuga -le dijo Nkata a Katja-. ¿Sería tan amable de decirme dónde estaba ayer por la noche?

La alarma se disparó en la cabeza de Yasmin y, en consecuencia, apenas oyó cómo Katja respondía:

– Aquí.

– ¿A eso de las once y media?

– Aquí -repitió.

– ¡Entendido! -respondió, y entonces añadió lo que Yasmin sabía que había querido decir desde el primer momento que entrara por la puerta-. Así pues, no pasó toda la noche con ella. Quedaron, se la folló y después se marchó. ¿Fue así cómo sucedió?

Se produjo un silencio horrible, interrumpido nada más por la voz interna de Yasmin que gritaba: «¡No!». Deseó que su compañera respondiera de algún modo, que no se quedara callada y que tampoco se marchara.

Katja miraba a Yasmin cuando le respondió al policía:

– No sé de lo que me está hablando.

– Le estoy hablando del viaje en autobús por el sur de Londres ayer por la noche después del trabajo -le respondió el detective-. Le estoy hablando sobre el trayecto que se acabó en el bar Frère Jacques de Putney. Le estoy hablando del paseo que hizo a través de Wandsworth hasta el número cincuenta y cinco de Galveston Road. Le estoy hablando de lo que pasó dentro y con quién pasó. ¿Empieza a sonarle familiar? ¿O aún insiste en que ayer por la noche estaba mirando la tele? Porque si tengo que guiarme por lo que vi, por mucho que la tele estuviera en marcha, usted tenía los ojos puestos en otra parte.

– Veo que me siguió -declaró Katja con tranquilidad.

– Sí, a usted y a la dama de negro. A la dama blanca vestida de negro -añadió como medida de precaución, y le lanzó una mirada rápida a Yasmin mientras lo decía-. La próxima vez que haga algo interesante delante de una ventana, señorita Wolff, apague la luz.

Yasmin sintió cómo unos pájaros salvajes empezaban a revolotear delante de ella. Quería agitar los brazos para asustarles, pero sus brazos no se movían. Lo único que alcanzaba a oír era: «Dama blanca vestida de negro. La próxima vez apague la luz».

– Ya entiendo -respondió Katja-. Ha hecho un buen trabajo. Me siguió, mis felicitaciones. Después nos siguió a las dos, felicitaciones de nuevo. Pero si se hubiera quedado más tiempo, lo que es obvio que no hizo, se habría dado cuenta de que nos marchamos a los quince minutos. Y aunque seguro que usted no dedicaría más tiempo a hacer eso tan interesante, como usted lo designa, agente, Yasmin podrá confirmarle que soy una mujer que se toma mucho más tiempo cuando se trata de dar placer a los demás.

Nkata parecía perplejo, y Yasmin se deleitó en esa mirada y en el hecho de que Katja le cogiera ventaja al decir:

– Si hubiera hecho bien los deberes, se habría enterado de que la mujer con la que me reuní en Frère Jacques era mi abogada, agente Nkata. Se llama Harriet Lewis, y si quiere su número de teléfono para que le confirme mi historia, no tendré ningún problema en dárselo.

– ¿Y qué pasa con el número cincuenta y cinco de Galveston Road? -le preguntó.

– ¿Qué pasa?

– ¿Quién vive allí y a quién fueron a visitar usted y su… -su vacilación y el énfasis con el que pronunció la palabra les indicó que corroboraría su historia-abogada, señorita Wolff?

– Su socia. Y si me pregunta qué les estaba consultando, tendré que responderle que es un asunto privado, y eso mismo le contestará Harriet Lewis cuando la llame para que le confirme mi historia.

Katja cruzó la pequeña sala de estar en dirección al sofá, donde su bolso descansaba sobre un almohadón descolorido. Encendió una luz y disipó la penumbra de la mañana. Sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno a medida que seguía rebuscando en el bolso. Extrajo una tarjeta de visita, la llevó hasta Nkata y se la entregó. Era la personificación de la calma, aspirando el aire del cigarrillo y mandando un penacho de humo hacia el techo mientras decía:

– Llámela. Y si ya no quiere averiguar nada más de nosotras esta mañana, nuestro desayuno nos está esperando.

Nkata cogió la tarjeta y, con los ojos clavados en Katja como si así pudiera evitar que ésta se moviera, respondió:

– Rece para que sus historias coincidan, por que si no…

– ¿Es todo lo que quería saber? -le interrumpió Yasmin-. Porque si es así, ha llegado la hora de que ponga los pies en polvorosa.

Nkata, volviéndose hacia ella, le recordó:

– Ya sabe dónde puede encontrarme.

– ¡Como si tuviera algún interés en hacerlo! -Yasmin se rió.

Abrió la puerta de par en par y ni siquiera lo miró mientras se marchaba. Cerró la puerta de golpe a sus espaldas mientras Daniel gritaba desde la cocina:

– ¡Mamá!

– Voy enseguida, cariño -le respondió-. Sigue comiéndote los creps.

– ¡Y no te olvides de las lonchas de tocino! -añadió Katja.

Pero mientras le hablaban a Daniel, se miraban a los ojos. Se observaron larga y fijamente mientras esperaban que la otra dijera lo que tenía que ser dicho.

– ¡No me dijiste que habías quedado con Harriet Lewis! -protestó Yasmin.

Katja se llevó el cigarrillo a la boca e inspiró con calma. Al cabo de un rato contestó:

– Tengo que resolver algunos asuntos. Asuntos de estos últimos veinte años. Nos llevará bastante tiempo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué tipo de asuntos? Katja, ¿tienes problemas o algo así?

– Sí, hay algún problema, pero no me concierne a mí. Sólo es una cuestión que debe ser solucionada.

– ¿Qué cuestión? ¿Qué se ha de…?

– Yas, es muy tarde. -Katja se puso en pie y apagó el cigarrillo en un cenicero que había sobre una mesa auxiliar-. Tenemos que ir a trabajar. Ahora no puedo explicártelo todo. La situación es demasiado compleja.

Yasmin deseaba decirle: «¿Y ése es el motivo por el que tardaste tanto ayer por la noche, Katja? ¿Porque la situación, sea la que sea, es demasiado compleja?», pero no dijo nada. Guardó la pregunta en el archivo mental donde guardaba todas las otras preguntas que todavía no había hecho. Como las preguntas sobre las ausencias de Katja del trabajo y de casa, las preguntas sobre adónde iba cuando cogía el coche prestado y, en primer lugar, por qué lo cogía prestado. Si ella y Katja querían establecer algo duradero -una relación fuera de los muros de la cárcel que no fuera definida por la necesidad de mantener un baluarte contra la soledad, el desespero y la depresión-, entonces tendrían que empezar a disipar las dudas. Todas sus preguntas se formulaban a partir de la duda, y la duda era la enfermedad virulenta que podía destruirlas.

Para apartar esos pensamientos de su mente, pensó en los primeros días de prisión preventiva en Holloway en el centro médico en el que la mantuvieron en observación para ver si su abatimiento podía ser causa de un trastorno mental, en la humillación que sufrió durante la primera revisión en la que le hicieron desnudarse -«Echemos un vistazo a esa tos»- y en todas las demás revisiones que siguieron, en todos los sobres que llegó a rellenar con cartas durante horas como quien no quiere la cosa como parte de las actividades de rehabilitación en la cárcel, en esa ira tan profunda que pensaba que se le adentraría en el cuerpo. Y pensó en Katja y en cómo se había comportado durante los primeros días de su encarcelamiento y durante el juicio, observándola desde la distancia pero sin dirigirle la palabra hasta el día en que Yasmin le preguntó qué quería, una vez que se encontraban tomando el té en el comedor en el que Katja siempre se sentaba sola, una asesina de bebés, el peor tipo de monstruo: el que no se arrepiente.

– No te metas con Geraldine -le habían dicho-. Esa hija de perra está pidiendo a gritos que le den una buena paliza.

Pero ella se lo había preguntado de todos modos. Se había sentado en la mesa de la alemana, dejando la bandeja con brusquedad y preguntándole:

– ¿Qué quieres de mí, hija de perra? Desde el primer día me has estado observando como si fuera la cena de la semana próxima, y ya estoy harta. ¿Lo has entendido?

Había intentado parecer muy dura. Sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijera, que la única forma de sobrevivir entre esos muros y tras esas puertas cerradas era no mostrando nunca el menor indicio de debilidad.

– Hay formas de soportarlo -le había respondido Katja-. Pero no lo conseguirás si no te sometes.

– ¿Someterme a esos desgraciados? -Yasmin había empujado su propia taza con tanta fuerza que había vertido el té sobre la servilleta de papel y la había dejado empapada de un color entre marrón y rojizo-. ¡No debería estar aquí! ¡Me limité a actuar en defensa propia!

– Y eso es lo que uno hace cuando se somete. Defender su propia vida. No la vida en la cárcel, sino la vida que está por llegar.

– ¿Qué tipo de vida será ésa? Cuando salga de aquí, mi hijo ni siquiera me reconocerá. ¿Te puedes imaginar lo que duele?

Katja podía imaginárselo, a pesar de que nunca hablaba del niño que había dado en adopción el mismo día que nació. El milagro de Katja, tal y como Yasmin lo interpretó, era que Katja era capaz de comprender todas las emociones: desde la pérdida de la libertad a la pérdida de un hijo, desde haber sido embaucada para que confiara en la gente equivocada hasta aprender que uno sólo podía confiar en sí mismo. Habían empezado a desarrollar su amistad basándose en el carácter comprensivo de Katja. Y durante el tiempo que pasaron juntas, Katja Wolff -que ya llevaba diez años en la cárcel cuando conoció a Yasmin-había diseñado un plan de vida para cuando las dejaran en libertad.

La venganza no había formado parte de ese plan para ninguna de las dos. De hecho, jamás habían llegado a pronunciar la palabra venganza. Pero ahora Yasmin se preguntaba qué habría querido decir Katja años atrás cuando había declarado: «Estoy en deuda», sin siquiera explicarle con quién ni por qué motivo.

No se atrevía a preguntarle a su amante adónde había ido la noche anterior después de haber salido de esa casa de Galveston Road en compañía de su abogada, Harriet Lewis. El hecho de recordar la Katja que la había aconsejado, la que la había escuchado y amado a lo largo de toda su condena, era lo que hacía que Yasmin mantuviera sus dudas a raya.

Pero con todo, Yasmin era incapaz de olvidar que Katja se había quedado inmóvil cuando había entrado en la cama. No podía pasar por alto lo que significaba el abrupto silencio de su amante. Por lo tanto, exclamó:

– ¡No sabía que Harriet Lewis tuviera compañera!

Katja apartó los ojos de ella y miró hacia la ventana, donde las cortinas echadas impedían el paso de la creciente luz del día.

– Por extraño que parezca, Yas, yo tampoco lo sabía.

– Entonces, ¿crees que será capaz de ayudarte? ¿De ayudarte con lo que estás intentando solucionar?

– Sí. Sí, espero que me ayude. Eso estaría muy bien, ¿no crees?, acabar con esta lucha.

Y Katja permaneció allí, esperando algo más, esperando oír la gran cantidad de preguntas que Yasmin Edwards era incapaz de hacerle.

Al ver que Yasmin no decía nada, Katja hizo un gesto de asentimiento, como si ella misma hubiera preguntado algo y le hubieran contestado.

– Todo se solucionará -afirmó-. Esta noche vendré directamente a casa después del trabajo.

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