GIDEON

8 de octubre


Ayer por la noche soñé con ella, o con alguien parecido a ella. No obstante, ni el sitio ni el momento eran los adecuados, ya que me encontraba en el Eurostar e íbamos avanzando por debajo del canal de la Mancha. Era como bajar a una mina.

Todo el mundo estaba presente: papá, Raphael, los abuelos y alguien indefinido y sin rostro que reconocía como a mi madre. Ella también estaba allí: la chica alemana, con un aspecto muy parecido al que tenía en la fotografía del periódico. Y sí, Sarah-Jane Beckett también estaba, con una cesta de picnic de la que no sacó comida, sino un bebé. Ofreció el bebé a los presentes como si fuera una bandeja de bocadillos, pero todo el mundo declinó con la cabeza. El abuelo le dijo que los bebés no se podían comer.

De repente oscureció al otro lado de las ventanas. Alguien exclamó: «¡Sí, claro, ahora estamos debajo del agua!».

Y en ese instante sucedió.

Las paredes del túnel se vinieron abajo. El agua las atravesó. Sin embargo, no estaba oscuro como en el interior del túnel, sino que más bien parecía el lecho de un río en el que uno pudiera nadar y contemplar el sol a través del agua.

Inesperadamente, tal y como suele suceder en los sueños, ya no estábamos dentro de un tren. El vagón desapareció, y todos nosotros estábamos fuera del agua, en la orilla de un lago. Había una cesta de picnic encima de una manta, y yo quería abrirla porque me sentía hambriento. Pero era incapaz de desabrochar las correas de cuero de la cesta, y aunque le pedí a alguien que me la abriera, nadie lo hizo porque no me oían.

Eran incapaces de oírme porque estaban todos de pie, señalando y gritándole a un bote que flotaba no muy lejos de la orilla. De repente me percaté de lo que estaban gritando: era el nombre de mi hermana. Alguien exclamó: «¡Se ha quedado dentro del bote! ¡Debemos ir a por ella!», pero nadie se movió.

Después, las correas de la cesta desaparecieron, como si nunca hubieran existido. Exultante y contento, abrí la cesta de un golpe para coger la comida, pero dentro no había comida, tan sólo el bebé. Aunque no podía verle el rostro, de algún modo sabía que ese bebé era mi hermana. Llevaba la cabeza y los hombros cubiertos por un velo, de esos que suelen haber sobre las estatuas de la Virgen.

En el sueño, grité: «Sosy está aquí. Está aquí mismo». Pero nadie me prestó la menor atención y empezaron a nadar hacia el bote, mientras me sentía incapaz de detenerles por mucho que gritara. Saqué al bebé de la cesta para demostrarles que les estaba diciendo la verdad. Grité: «¡Está aquí! ¡Mirad! ¡Sosy está aquí! ¡Regresad! ¡En el bote no hay nadie!». No obstante, siguieron nadando, uno a uno cruzando la línea del agua, uno a uno desapareciendo bajo la superficie del lago.

Estaba desesperado por detenerles. Pensaba que si pudieran verle la cara, que si pudiera sostenerla en alto por encima de mis hombros, me creerían y regresarían. Por lo tanto, rasgué el velo del rostro de mi hermana. Pero encontré otro velo debajo, doctora Rose. Y otro y otro y otro. Los rasgué todos hasta que me puse frenético y empecé a llorar; entonces me di cuenta de que me había quedado solo en la orilla. Incluso Sonia se había ido. Me di la vuelta hacia la cesta y me di cuenta de que no estaba llena de comida, sino de docenas de cometas que no paré de sacar y de apartar a un lado. Mientras lo hacía, sentía una desesperación que nunca había sentido con anterioridad. Desesperación y un miedo atroz porque todo el mundo se había ido y me había quedado solo.

«¿Qué hizo?», me pregunta con dulzura.

No hice nada. Libby me despertó. Me di cuenta de que estaba empapado de sudor, de que el corazón me palpitaba a toda velocidad y de que, de hecho, estaba llorando.

Llorando, doctora Rose. ¡Santo Cielo, estaba llorando a causa de un sueño!

Le dije a Libby:

– No había nada en la cesta. No podía detenerles. La tenía conmigo pero no la podían ver; por lo tanto, se adentraron en el lago y nunca salieron.

– Sólo estabas soñando -me respondió-. Ven aquí. Déjame que te abrace, ¿de acuerdo?

Y sí, doctora Rose. Había pasado la noche del modo en que solíamos pasarlas. O ella o yo cocinábamos, fregábamos los platos y veíamos la televisión. He quedado reducido a eso: a la televisión. Si Libby se da cuenta de que ya no estamos escuchando a Perlman, a Rubinstein o a Menuhin -especialmente Yehudi, estupendo Yehudi, niño prodigio del instrumento tal y como yo fui una vez-, no dice nada. Estoy convencido de que se siente contenta de que la televisión esté encendida. En el fondo, ¡es tan americana!

Cuando nos quedamos sin programas por ver, nos adormecemos poco a poco. Dormimos en la misma cama y entre las mismas sábanas, que no han sido lavadas durante semanas. Pero no están manchadas por el intercambio de nuestros fluidos. No, no hemos llegado a eso.

Libby me sostenía entre sus brazos mientras mi corazón martilleaba cual minero extrayendo carbón. Me acariciaba la nuca dulcemente con la mano derecha mientras me pasaba la izquierda por la columna vertebral. Desde la columna, me la iba bajando hasta el trasero hasta que nuestras pelvis se tocaban y lo único que nos separaba era la fina franela de mi pijama y el algodón de sus bragas. Me susurraba: «No pasa nada. Todo va bien. Te encuentras estupendamente», y a pesar de esas palabras que podrían haber sido reconfortantes en otras circunstancias, sabía lo que se suponía que tenía que suceder a continuación. Mi pene se llenaría de sangre y podría sentir su pulso. El pulso iría en aumento y el órgano se pondría a punto. Levantaría la cabeza para encontrar su boca o bien la bajaría para encontrarme con sus pechos, y me acercaría a ella con lentitud. La colocaría debajo de mí y la tomaría en un silencio que tan sólo sería interrumpido por nuestros gritos de placer -un placer diferente de todos los placeres que conocen el hombre y la mujer, como bien sabe-al llegar al orgasmo. Juntos, evidentemente. Llegamos al orgasmo a la vez. Cualquier cosa que no sea un orgasmo simultáneo no es digna de mi habilidad de macho. Salvo que es evidente que eso no es lo que sucedió. ¿Cómo habría podido suceder teniendo en cuenta quién y qué soy?

«¿Y qué es?», me pregunta.

Un caparazón que no cubre nada, doctora Rose. No, menos que eso. Sin mi música, no soy nada.

Libby no es capaz de comprenderlo, ya que no entiende que hasta el día de Wigmore Hall yo sólo era la música que hacía, y que el instrumento era el modo que yo tenía de hacerme real.

Cuando usted me oye, no me dice nada, doctora Rose. No me quita los ojos de encima -a veces me pregunto la disciplina que debe de tener para mirar con tanta insistencia a una persona que ni siquiera está con usted en la sala- y parece pensativa. Pero sus ojos expresan algo más que simples pensamientos. ¿Lástima? ¿Confusión? ¿Dudas? ¿Frustración?

Sigue inmóvil, enfundada en sus ropas negras de viuda. Me observa por encima de su taza de té. «¿Qué grita en el sueño? -me pregunta-. Cuando Libby le despierta, ¿qué es lo que está gritando, Gideon?»

Mamá.

Pero supongo que ya lo sabía antes de preguntarlo.


10 de octubre


Puedo ver a mi madre gracias a los periódicos de la Asociación de Prensa. La contemplo -está en la página de enfrente de la que está la fotografía de Sonia-antes de lanzar el periódico sensacionalista fuera de mi vista. Sabía que era mi madre porque iba cogida del brazo de mi padre, porque estaban en las escaleras del Tribunal Central de lo Criminal de Londres, porque encima de la fotografía había un titular en letras del tipo ocho que rezaba: «¡Justicia para Sonia!».

Como mínimo, ahora soy capaz de verla, porque antes tan sólo era una imagen borrosa. Veo su pelo rubio, los ángulos de su rostro, su barbilla afilada y cómo la mandíbula parece formar la parte inferior de un corazón. Lleva pantalones negros y un jersey gris claro, y viene a buscarme a un rincón de la habitación en el que Sarah-Jane y yo estamos haciendo clases de geografía. Estamos estudiando el río Amazonas. Cómo serpentea a lo largo de seis mil kilómetros, desde los Andes, atravesando Perú y Brasil, hasta desembocar en el inmenso océano Atlántico.

Mi madre le dice a Sarah-Jane que debemos interrumpir la clase, y yo sé que a Sarah-Jane no le gusta nada ese plan porque sus labios se convierten en una incisión en su rostro, a pesar de que contesta: «Faltaría más, señora Davies», antes de cerrar los libros.

Sigo a mi madre. Bajamos por la escalera. Me lleva a la sala de estar, en la que un hombre está esperando. Es un hombre enorme con una espesa mata de pelo color bermejo.

Mamá me dice que es policía, que me quiere hacer algunas preguntas, pero que no debo sentir miedo porque ella no saldrá de la habitación mientras él esté allí. Se sienta en el sofá y acaricia un cojín que tiene junto al muslo. Cuando me siento, me pasa el brazo por los hombros, y siento cómo tiembla mientras dice: «Ya puede empezar, inspector».

Seguramente me ha dicho su nombre, pero soy incapaz de recordarlo. Lo que sí que recuerdo es que acerca una silla hasta nosotros y que se inclina hacia delante, con los codos encima de las rodillas y con los brazos doblados para poder apoyar la barbilla en los pulgares. Cuando está así de cerca, huelo el olor a puros. El olor debe de estar impregnado en su ropa y en su pelo. No es un olor desagradable, pero no estoy acostumbrado y me acerco más a mi madre.

Me dice: «Tu mamá tiene razón, chico. No hay ninguna razón por la que debas sentir miedo. Nadie va a hacerte daño». Mientras habla, levanto los ojos para mirar a mi madre, pero me doy cuenta de que ella se está mirando el regazo. Allí están nuestras manos, la suya y la mía, porque me ha cogido de la mano para que nos sintamos más unidos: con un brazo me rodea los hombros y con la otra mano me entrelaza los dedos. Me presiona los dedos, pero no responde nada a lo que el policía acaba de decir.

Me pregunta si sé lo que le sucedió a mi hermana. Le respondo que sé que a Sosy le sucedió algo malo. Le digo que había mucha gente en la casa y que se la llevaron al hospital.

– Mamá te ha dicho que ahora está en el cielo, ¿verdad? -me pregunta.

Y yo le respondo que sí, que Sosy está con Dios.

Me pregunta si sé lo que significa estar con Dios.

Le respondo que quiere decir que Sosy ha muerto.

– ¿Sabes cómo murió? -me pregunta.

Bajo la cabeza. Siento que los pies me rebotan contra la parte delantera del sofá. Le digo que tengo que ensayar durante tres horas, porque Raphael me ha ordenado que perfeccione algo -¿se trataba de un Alegro?-si quiero ver al señor Stern el mes siguiente. Mamá alarga la mano y me para los pies. Me ordena que intente responder al policía.

Sé la respuesta. He oído el sonido de los pasos pesados en la escalera y en el cuarto de baño. He sido testigo de los gritos en la noche. He escuchado las conversaciones que mantenían en voz baja. He oído las preguntas y las acusaciones que han hecho. Por lo tanto, sé lo que le sucedió a mi hermana pequeña.

– En el cuarto de baño -le contesto-. Sosy murió en el cuarto de baño.

– ¿Dónde estabas cuando Sosy murió? -me pregunta.

– Escuchando el violín -le respondo.

Entonces mi madre interviene. Le cuenta que Raphael me ha ordenado escuchar una pieza de música dos veces al día porque no la toco tan bien como debiera.

– Así pues, estás aprendiendo a tocar el violín, ¿no es verdad? -me pregunta el policía con amabilidad.

– Ya soy violinista -le respondo.

– ¡Ah! -exclama el policía con una sonrisa-. Violinista. Siento haberme equivocado. -Se instala más cómodamente en la silla y apoya las manos en los muslos-. Chico, tu madre me ha explicado que ella y tu padre no te han dicho exactamente cómo murió tu hermana pequeña.

– En el cuarto de baño -repito-. Murió en el cuarto de baño.

– Cierto, pero no fue un accidente. Alguien tenía intención de hacerle daño y lo hizo. ¿Sabes lo que eso significa?

Me imagino palos y piedras, y eso es lo que le respondo. Le contesto que daño quiere decir tirar piedras. Daño quiere decir ponerle la zancadilla a alguien, daño quiere decir golpear, pellizcar o morder. Me imagino todas esas cosas ocurriéndole a Sosy.

– Ésa es una clase de daño -apunta el policía-. Pero hay otras clases, las que un adulto le puede hacer a un niño. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

– Que te peguen -le respondo.

– Mucho peor que eso.

Y en ese momento mi padre entra en la habitación. ¿Acaba de volver del trabajo? ¿Ha ido a trabajar? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la muerte de Sonia? Estoy intentando colocar mis recuerdos en un contexto, pero el único contexto que tengo es que si la policía me está haciendo preguntas sobre la familia, entonces debe de ser antes de que acusaran a Katja.

Papá se da cuenta de lo que está sucediendo y pone fin a la situación. Eso sí que lo recuerdo. Además, está enfadado: no sólo con el policía, sino también con mi madre.

– ¿Qué está pasando aquí, Eugenie? -pregunta a medida que el policía se pone en pie.

– El inspector quería hacerle unas cuantas preguntas a Gideon -le responde.

– ¿Por qué? -le pregunta.

– Debemos interrogar a todo el mundo, señor Davies -le contesta el policía.

– No irá a suponer que Gideon… -advierte mi padre.

Y mi madre pronuncia su nombre. Lo pronuncia del mismo modo que mi abuela dice Jack cuando abriga la esperanza de impedir un episodio.

Papá me dice que me vaya a mi cuarto, y el policía le contesta que sólo está posponiendo lo inevitable. No sé lo que eso significa, pero me limito a hacer lo que me ordenan -tal y como siempre hago cuando es papá el que da las órdenes-y salgo de la sala. Oigo al inspector decir: «Esto sólo hace que la situación sea más aterradora para el niño», y oigo que mi padre le contesta: «Haga el favor de escucharme…», mientras mi madre dice: «Por favor, Richard», en un quebradizo tono de voz.

Mamá está llorando. Supongo que a esas alturas ya debería estar acostumbrado. Tengo la impresión de que, vestida de negro o de gris, con el rostro igualmente oscuro, lleva más de dos años llorando. Pero al margen de que llorase o no, es incapaz de cambiar las circunstancias de ese día.

Desde el entresuelo, veo que el policía se marcha. Veo que mi madre le acompaña hasta la puerta. Veo cómo le habla a mi madre -que tiene la cabeza agachada-, cómo la observa fijamente, cómo alarga la mano y después la retira. Entonces papá pronuncia el nombre de mi madre y ella se da la vuelta. No me ve mientras se vuelve hacia él. Papá le grita tras la puerta cerrada.

Entonces alguien me coloca las manos sobre los hombros y me aparta de la barandilla. Alzo la mirada y veo a Sarah-Jane Beckett de pie junto a mí. Se pone en cuclillas. Me pasa el brazo por los hombros, tal y como hizo mi madre, pero ni su cuerpo ni su brazo tiemblan. Permanecemos así durante unos minutos, y mientras tanto la voz de papá suena fuerte y decidida, mientras que la de mi madre parece indecisa y asustada… «Se acabó, Eugenie -le dice papá-. No estoy dispuesto a aceptarlo. ¿Me oyes?»

Hay algo más que simple ira en esas palabras. Siento violencia, esa violencia tan propia del abuelo. Esa violencia que se produce cuando una mente está a punto de estallar. Tengo miedo.

Alzo los ojos hacia Sarah-Jane, buscando… ¿Qué? ¿Protección? ¿Confirmación de lo que estoy oyendo en el piso de abajo? ¿Distracción? Cualquier cosa o todas ellas. Pero ella está absorta en la puerta de la sala de estar, con la mirada fija en sus oscuros entrepaños. Observa esa puerta sin parpadear, y me presiona los dedos contra el hombro con tal fuerza que casi me hace daño. Me quejo y me quedo mirando sus manos, y veo que tiene las uñas rotas y mordidas; además tiene padrastros airados, mordidos y sangrientos. No obstante, tiene el rostro resplandeciente, respira con profundidad y no se mueve de allí hasta que la conversación cesa y las pisadas resuenan en el suelo de parqué. Entonces me coge de la mano y me lleva hasta el segundo piso, pasando por delante del cuarto de los niños -que ahora está cerrado-, y me hace entrar otra vez en mi habitación, donde los libros de texto han sido reabiertos en la página del río Amazonas, que se arrastra cual serpiente venenosa a través del continente.

«¿Qué pasa con sus padres?», me pregunta.

Y ahora la respuesta me parece obvia: Culpa.


11 de octubre


Sonia está muerta y debe de haber un ajuste de cuentas. No sólo debe haberlo en las salas del Tribunal, sino también en las salas de la opinión pública y en las del seno de la familia. Porque alguien debe cargar con la responsabilidad de Sonia: primero por su nacimiento -era imperfecta-, después por la cantidad de problemas médicos que asediaron su corta existencia, y finalmente por su muerte prematura y violenta. Ahora lo entiendo, pero por aquel entonces habría sido incapaz de comprenderlo: no hay forma de sobrevivir a lo que sucedió en ese cuarto de baño de Kensington Square si no se le puede echar la culpa a nadie.

Papá viene hacia mí. Sarah-Jane y yo hemos acabado nuestras clases y ella se va con James el Inquilino. Los observo desde la ventana a medida que cruzan el suelo de la parte delantera de la casa y cruzan la verja. Sarah-Jane ha dado un paso atrás para permitir que James le aguante la puerta, ella le espera al otro lado y le coge del brazo. Se ha apoyado en él del modo que suelen hacer las mujeres, para que ellos puedan sentir sus pechos prácticamente inexistentes contra el brazo. Pero si los ha sentido, no ha mostrado ningún indicio. Se ha limitado a empezar a andar rumbo al pub, y ella ha hecho un gran esfuerzo por seguirle los pasos.

He puesto la obra musical que Raphael me ha asignado. La estoy escuchando cuando mi padre entra. Intento sentir las notas además de oírlas, porque sólo si las siento seré capaz de encontrarlas en el instrumento.

Estoy sentado en una esquina de la habitación y papá me busca. Se agacha delante de mí y la música gira a nuestro alrededor. Vivimos dentro de la música hasta que el movimiento llega a su fin. Papá apaga el tocadiscos.

– Ven aquí, hijo -me ordena mientras se sienta en la cama. Voy hacia él y me quedo de pie.

Me observa, intento escapar, pero no lo hago.

– Vives para la música, ¿no es verdad? -me pregunta a medida que me acaricia el pelo con la mano-. Pues concéntrate en la música, Gideon. En la música y en nada más.

Percibo su olor: limones y almidón, tan diferente del olor a cigarros.

– Me preguntó cómo había muerto Sosy -le informo.

Papá me acerca hacia él y añade:

– Ahora Sosy ya no está. Pero nadie puede hacerte daño.

Está hablando de Katja. La he oído marcharse. La he visto en compañía de la monja; en consecuencia, quizás haya regresado al convento. Nadie pronuncia su nombre en nuestro pequeño mundo. Ni el de Sonia tampoco, a no ser que un policía saque uno de esos temas.

– Me dijo que alguien le hizo daño a Sosy -añadí.

– Piensa en la música, Gideon -me contestó-. Escucha la música y perfecciónala, hijo. Es lo único que tienes que hacer en este momento.

Pero ése no resulta ser el caso, porque el policía ordena a mi padre que me lleve a la comisaría de Earl's Court Road, donde nos sentamos en una pequeña sala muy bien iluminada, en compañía de una mujer que lleva un traje de hombre y que escucha con atención todas las preguntas que me están haciendo, cual guardián que estuviera allí para protegerme de algo. El que hace las preguntas es Pelo Bermejo en persona.

Lo que quiere saber es algo muy simple.

– Sabes quién es Katja Wolff, ¿verdad, chico? -me pregunta. Miro a mi padre y después a la mujer. Lleva gafas y cuando les da la luz, forma un reflejo y le oculta la mirada.

– Pues claro que sabe quién es Katja Wolff -replica mi padre-. No es idiota. Haga el favor de ir al grano.

El policía no parece prestarle atención. Me habla como si mi padre no estuviera presente. Me pregunta sobre el nacimiento de Sonia, sobre el momento en que Katja vino a vivir con nosotros, y sobre los cuidados que Sosy recibió en manos de Katja. Papá protesta al oír esas preguntas:

– ¿Cómo quiere que un niño de ocho años responda a ese tipo de preguntas?

El policía le responde que los niños son muy observadores, y que yo podré decirle muchas más cosas de lo que se podría llegar a imaginar.

Me han dado una lata de Coca-Cola y una galleta rellena de nueces y de pasas de Corinto, y están sentados delante de mí como si fueran un signo de admiración en tres dimensiones. Observo la humedad que se ha formado en la lata, y le paso los dedos para dibujar una clave de sol en la parte curva. Al estar en la comisaría, me estoy perdiendo mis tres horas de ejercicios de cada mañana. Eso hace que me sienta inquieto, ansioso y difícil. Y ya tengo bastante miedo.

«¿De qué?», me pregunta.

De las preguntas en sí mismas, de dar las respuestas equivocadas, de la tensión que noto en mi padre, que, ahora que lo pienso, es muy diferente al dolor de mi madre. ¿No debería estar postrado por el dolor, doctora Rose? ¿O, como mínimo, desesperado por esclarecer lo que le ha sucedido a Sonia? Pero no se siente apenado, y si está desesperado, parece un sentimiento nacido de una urgencia que no le ha explicado a nadie.

«¿Responde a las preguntas a pesar del miedo que siente?», me pregunta.

Las contesto lo mejor que puedo. Me hacen revivir los dos años que Katja Wolff vivió en nuestra casa. Por algún motivo, las preguntas giran en torno a la relación que mantenía con James el Inquilino y Sarah-Jane Beckett. Sin embargo, al final empiezan a preguntarme detalles específicos sobre los cuidados que Katja dispensaba a Sosy.

– ¿Oyó alguna vez que Katja le gritara a su hermana pequeña? -me preguntó el policía.

– No.

– ¿Alguna vez vio que Katja castigara a Sonia si ésta se portaba mal?

– No.

– ¿Alguna vez vio que la tratara mal? ¿Que la sacudiera cuando Sonia no paraba de llorar? ¿Que la azotara en el culo cuando no obedecía? ¿Que le estirara del brazo para que le hiciera caso? ¿Que la cogiera de la pierna para moverla cuando le cambiaba los pañales?

– Sosy lloraba mucho -le respondo-. Katja salía de la cama en medio de la noche para cuidarse de Sosy. Le hablaba en alemán…

– ¿En un tono de voz enfadado?

– … y, a veces, Katja también lloraba. La oía desde mi habitación, y en una ocasión me levanté de la cama, salí al pasillo y la vi andando de un lado a otro con Sosy entre sus brazos. Sosy no paraba de llorar; por lo tanto, Katja la dejó de nuevo en su cuna. Cogió un juego de llaves de plástico y las hizo sonar a medida que le repetía: Bitte, bitte, bitte, que en alemán quiere decir gracias. Y cuando vio que las llaves no conseguían que Sosy parara de llorar, cogió la cuna por un lado y le dio un empujón.

– ¿De verdad que viste eso? -El policía se inclina hacia mí desde el otro lado de la mesa-. ¿Viste cómo Katja lo hacía? ¿Estás seguro, chico?

Hay algo en su voz que me indica que he dado una respuesta que es satisfactoria. Le respondo que estoy seguro.

– Katja lloraba y Katja le dio un empujón a la cuna.

– Creo que ahora estamos llegando a alguna parte -afirma el policía.


12 de octubre


¿Hasta qué punto lo que dice un niño es producto de la memoria, doctora Rose? ¿Hasta qué punto lo que dice un niño es producto de sus sueños? ¿Hasta qué punto lo que le digo al detective en esas horas que pasé en la comisaría es lo que de verdad presencié? ¿Hasta qué punto no alberga razones tan diversas como la misma tensión que siento entre el policía y mi padre y mi propio deseo de complacerles a ambos?

No es muy difícil que el hecho de sacudir una cuna se interprete como que se ha sacudido un niño. Y desde allí, sólo requiere un poco de fantasía llegar a decir que la había visto retorcerle el brazo, que le había doblegado el pequeño cuerpo para ponerle el abrigo, que le había apretado y pellizcado su redondo rostro cada vez que escupía la comida al suelo, que la había peinado a estirones, y que le había puesto las piernas dentro del pelele rosa con extrema violencia.

«¡Ah!», exclama. Se abstiene de comprometerse e intenta responderme sin emitir ningún juicio, doctora Rose. Sin embargo, levanta las manos y las junta de una manera que parece que esté rezando. Las coloca debajo de su barbilla. No aparta la mirada, pero yo aparto la mía.

Ya me imagino lo que está pensando, y yo también lo estoy haciendo. Mis respuestas a las preguntas del policía fueron las que mandaron a Katja Wolff a la cárcel.

Pero no hice de testigo en el juicio, doctora Rose. Si lo que dije era tan importante, ¿por qué no me llamaron a declarar? Cualquier cosa que no sea declarada ante un tribunal de justicia tiene el mismo valor que un artículo que aparece en primera página de un periódico sensacionalista: algo que no se puede llegar a creer del todo, algo que sugiere que los profesionales tienen que llevar a cabo una investigación más profunda del asunto.

Si dije que Katja Wolff le hizo daño a mi hermana, lo único que pude provocar es que revisaran la alegación. ¿No es verdad? Y si existía forma de corroborar lo que yo les dije, seguro que la encontraron.

Seguro que eso es lo que sucedió, doctora Rose.


15 de octubre


Quizá lo viera de verdad. Tal vez hubiera presenciado esas cosas que declaré que habían sucedido entre mi hermana pequeña y su niñera. Si tantas partes de mi cerebro están en blanco por lo que al pasado se refiere, ¿hasta qué punto es ilógico pensar que en alguna parte de ese enorme lienzo residen imágenes que son demasiado dolorosas para ser recordadas con exactitud?

«El pelele rosa es un recuerdo bastante exacto», apunta. Ese recuerdo sólo puede proceder de la memoria o de las ganas de adornar una historia, Gideon.

«¿Cómo podría embellecer la historia con ese detalle si en realidad no hubiera llevado ese pelele?»

«Era una niña pequeña -me dice con ese encogimiento de hombros tan poco convincente, como si no acabara de tomárselo en serio-. Las niñas pequeñas normalmente van vestidas de rosa.»

«¿Me está llamando mentiroso, doctora Rose? ¿Me está intentando decir que era un niño prodigio y un mentiroso a la vez?»

«Una cosa no excluye a la otra», me señala.

La cabeza me da vueltas y ve algo en mi rostro: ¿Congoja?, ¿pánico?, ¿culpa?

«No le estoy diciendo que ahora sea un mentiroso, Gideon, pero lo podría haber sido por aquel entonces. Las circunstancias podrían haberlo obligado a mentir.»

«¿Qué clase de circunstancias, doctora Rose?»

No tiene más respuesta que ésta: «Escriba todo lo que recuerde».


17 de octubre


Libby me encontró en lo alto de Primrose Hill. Yo estaba de pie ante ese grabado de metal que le permite a uno identificar los edificios y los monumentos que se pueden ver desde la cima, y me estaba esforzando por contrastar las vistas -desde el este hacia el oeste- para poder distinguir cada uno de los edificios. Por el rabillo del ojo, la vi subir por el sendero, ataviada con su ropa negra de cuero. Había dejado el casco en alguna parte, y el viento le ondulaba los rizos hacia la cara.

– He visto tu coche en la plaza -me dijo-. Pensaba que te encontraría aquí. ¿No has traído ninguna cometa?

– No. -Toqué la superficie de metal del grabado, dejando los dedos sobre St. Paul's Cathedral. Observé el perfil de la ciudad.

– ¿Qué pasa? No tienes muy buen aspecto. ¿No tienes frío? ¿Qué haces aquí sin un suéter?

«Buscando respuestas», pensé.

– ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? -preguntó-. Te estoy hablando.

– Necesitaba pasear -le respondí.

– Hoy has ido a la psiquiatra, ¿verdad? -me preguntó.

Deseaba decirle que la veo incluso cuando no la veo, doctora Rose. Pero pensé que no lo comprendería y que el comentario le haría pensar que estoy obsesionado con mi médico, y ése no es el caso.

Dio la vuelta alrededor del grabado para colocarse delante de mí y para taparme las vistas. Alargó la mano sobre la lámina de metal y me tocó el pecho.

– ¿Qué te pasa, Gid? ¿Cómo te puedo ayudar?

Su tacto me recordó todo lo que no sucedía entre nosotros -todo lo que podría haber sucedido entre una mujer y un hombre normal-, y el peso de esa idea, unida a lo que ya me estaba preocupando, de repente me pareció imposible de soportar.

– Es posible que haya mandado a una mujer a la cárcel -le contesté.

– ¿Qué?

Le conté el resto.

Cuando acabé, me respondió:

– Tenías ocho años. Un policía te estaba haciendo preguntas. Hiciste todo lo que pudiste en una situación difícil. Y, además, es posible que en realidad lo vieras. Se han hecho estudios sobre el tema, Gid, y han llegado a la conclusión de que los niños no suelen inventarse historias en casos de abusos. Si el río suena, agua lleva. Y, de todas formas, seguro que alguien corroboró tu historia, ya que tú no tuviste que testificar en el tribunal.

– Ése es el problema. No estoy tan seguro de que no lo hiciera, Libby.

– Pero me dijiste…

– Te dije que había conseguido acordarme del policía, de las preguntas, de la comisaría: aspectos de una situación que había borrado de mi mente. ¿Quién te puede asegurar que no hubiera borrado también el recuerdo de haber testificado en el juicio de Katja Wolff?

– Sí, claro. Ya veo por dónde vas. -Observó las vistas e intentó controlar el pelo, mordiéndose el labio inferior a medida que pensaba en lo que le acababa de decir. Al final, anunció:

– De acuerdo. Entonces, averigüemos lo que realmente pasó.

– ¿Cómo?

– ¿Te parece que será muy difícil averiguar lo que sucedió en un juicio que seguramente fue seguido por todos los periódicos del país?


19 de octubre


Empezamos por Bertram Cresswell-White, el abogado que había llevado la acusación de Katja Wolff. Encontrarle, tal y como había asegurado Libby, no nos supuso ningún problema. Tenía un despacho privado en el Colegio de Abogados, en el número cinco de Paper Buildings, y accedió a verme una vez que conseguí hablar con él por teléfono. Me dijo: «Recuerdo el caso perfectamente. Sí. Estaré encantando de hablar con usted, señor Davies».

Libby insistió en venir conmigo.

– Cuatro ojos ven más que dos. Lo que no se te ocurra a ti, ya se me ocurrirá a mí.

Así pues, fuimos en coche hasta el Colegio de Abogados. Entramos por Victoria Enbankment, donde una calle de guijarros pasa por debajo de una arcada ornamentada y da acceso a las mejores mentes jurídicas de todo el país. Paper Buildings está situado en la parte este de un frondoso jardín que hay dentro del edificio del Colegio de Abogados. Los abogados que tienen despachos privados allí disfrutan de las vistas de los árboles o del Támesis.

Bertram Cresswell-White tenía vistas de ambos. Una mujer que le entregó unos escritos entrelazados con lazos rosas nos hizo pasar al despacho, y lo encontramos tras el escritorio, contemplando una lancha que se dirigía poco a poco hacia Waterloo Bridge. Cuando se dio la vuelta desde la ventana, estuve seguro de que nunca le había visto con anterioridad, y de que no había borrado nada de mi mente -de forma deliberada o inconsciente- que tuviera algo que ver con él, ya que si me hubiera interrogado en la sala del tribunal, seguro que me habría acordado de una figura tan imponente.

Debe de medir metro noventa, doctora Rose, y tiene una constitución que sólo se consigue después de haber remado mucho. Tiene las aterradoras cejas tan características de los hombres que tienen más de sesenta años, y cuando me miró, sentí el típico estremecimiento que debe de sentir cualquier persona que reciba una mirada tan penetrante de un hombre que está acostumbrado a intimidar a los testigos.

– Nunca pensé que llegaría a conocerle -dijo-. Le oí tocar hace algunos años en el Barbican. -Se volvió hacia la mujer que colocaba los escritos sobre un escritorio que ya tenía un montón de carpetas manila en el centro-. Trae café, Mandy, por favor. -Se volvió hacia Libby y hacia mí-. ¿Quieren?

Yo le respondí que sí. Libby le contestó: «Sí, claro. Gracias». Observó la sala mientras con los labios formaba una pequeña o por la que exhalaba aire. La conozco lo suficiente para saber lo que estaba pensando en su estilo más puramente californiano: «¡Vaya garito que tienes!». Y no estaba equivocada.

El despacho privado de Cresswell-White estaba diseñado para impresionar: estaba repleto de candelabros de bronce, las paredes estaban cubiertas por estanterías que contenían tomos jurídicos muy bien encuadernados, y tenía una chimenea en la cual quemaba una estufa eléctrica adornada con carbones artificiales. Nos hizo un gesto para que nos dirigiéramos a una zona de sillones de piel que estaban colocados encima de una alfombra persa y en torno a una mesa auxiliar. Encima de la mesa tenía una fotografía enmarcada: un hombre joven ataviado con la peluca y la toga de abogado posaba al lado de Cresswell-White, con los brazos cruzados y una sonrisa en el rostro.

– ¿Es su hijo? -le preguntó Libby a Cresswell-White-. Se le parece mucho.

– Sí, es mi hijo Geoffrey -le respondió el abogado-. El día que concluyó su primer caso.

– Se diría que lo ganó -apuntó Libby.

– Lo hizo. A propósito, debe de ser de su edad. -Esto último me lo dijo a mí con un gesto de asentimiento a medida que dejaba las carpetas sobre la mesa auxiliar. Reparé en que en cada una de las etiquetas ponía: FISCALÍA GENERAL DEL ESTADO CONTRA WOLFF-. Me di cuenta de que nacieron en el mismo hospital con una semana de diferencia. En el momento del juicio no lo sabía. Pero un día que estaba leyendo algo sobre usted en alguna parte, supongo que sería en la época en que usted era adolescente, el artículo incluía los datos de su nacimiento y ahí estaba todo: fecha, lugar y hora. Es extraordinario lo relacionados que todos llegamos a estar.

Mandy regresó con el café y colocó la bandeja sobre la mesa: tres tazas y tres platillos, leche y azúcar, pero ninguna cafetera: una sutil omisión que determinaba la duración de nuestra visita. Nos pasamos nuestros cafés a medida que se marchaba.

– Hemos venido para hacerle unas preguntas concretas sobre el juicio de Katja Wolff -le informé.

– No ha tenido noticias suyas, ¿verdad? -El tono de voz de Cresswell-White era acerbo.

– ¿Si he tenido noticias de ella? No. Desde que se marchó de nuestra casa, cuando mi hermana murió, no he vuelto a verla. Como mínimo… no creo haberla visto.

– ¿No cree que…? -Cresswell-White cogió su taza de café y la sostuvo sobre la rodilla. Llevaba un traje de calidad, lana gris y hecho a medida, y las arrugas de los pantalones parecían haber sido colocadas allí por decreto real.

– No recuerdo el juicio -le dije-. No recuerdo con claridad esa época. Muchas partes de mi infancia están bastante borrosas, y estoy intentando recordar los hechos. -No le dije el motivo que me impulsaba a intentar recapturar el pasado. No usé la palabra represión, y fui incapaz de decir nada más.

– Ya veo. -Cresswell-White me dedicó una breve sonrisa que desapareció tan pronto como hizo presencia en su rostro. La sonrisa me pareció no sólo irónica, sino también para sí mismo, y el comentario que hizo a continuación corroboró mi suposición-. Gideon, ojalá todos nosotros pudiéramos beber de las aguas del río Leteo. Por lo que a mí respecta, seguro que dormiría mucho mejor. A propósito, ¿puedo llamarle Gideon? Siempre le he llamado así, aunque no nos conociéramos.

Fue una respuesta concluyente para la pregunta que me atormentaba, y el alivio que sentí al oírla me indicó lo graves que habían sido mis miedos.

– Así pues, no me llamaron a declarar, ¿verdad? No declaré contra ella en el juicio, ¿no es así?

– ¡Santo Cielo! ¡Claro que no! Nunca consentiría que un niño de ocho años tuviera que pasar por algo así. ¿Por qué me lo pregunta?

– Gideon habló con la policía cuando su hermana murió -le contestó Libby con toda franqueza-. Como no recuerda muy bien el juicio, pensó que el hecho de declarar contra Katja fue lo que la llevó a ser encarcelada.

– ¡Ya entiendo! Y ahora que ha salido, quiere prepararse en caso de que…

– ¿Ya ha salido? -le interrumpí.

– ¿No lo sabía? ¿No se lo han dicho sus padres? Les mandamos una carta explicándoselo. Hace más de… -Echó un vistazo a unos documentos que había en una de las carpetas-… hace un poco más de un mes.

– No. No, no lo sabía. -Sentí unas pulsaciones repentinas en el cráneo, y vi ese diseño familiar de puntos brillantes de luz que siempre indica que esas pulsaciones se van a convertir en veinticuatro horas de palpitaciones. Pensé: «¡No, por favor! ¡Aquí y ahora, no!».

– Quizá no lo consideraran necesario -apuntó Cresswell-White-. Si tiene intención de acercarse a alguien de esa época, lo más probable es que se ponga en contacto con sus padres, ¿no cree? O conmigo. O con cualquier persona que declarara en su contra.- Prosiguió diciendo más cosas, pero yo ya no podía oírle porque las pulsaciones eran cada vez más fuertes y los puntos de luz se habían convertido en un arco luminoso. Mi cuerpo era como un ejército invasor, y yo, que debería haber sido el general, me convertí en el objetivo.

Sentí que los pies se me empezaban a mover con violencia, como si quisieran sacarme de ese despacho. Inspiré aire y al hacerlo me volvió la imagen de esa puerta: esa puerta tan azul que había al final de las escaleras, con las dos cerraduras y el aro en el medio. La veía como si la tuviera delante. Quería ir hacia allí y abrirla, pero era incapaz de levantar la mano.

Libby pronunció mi nombre. Fue lo único que alcancé a oír además de las pulsaciones. Alcé la mano para pedir un minuto, un minuto para reponerme.

«¿De qué? -me preguntará, y se inclinará hacia mí, siempre dispuesta a intentar desenmarañar la historia-. ¿Reponerse de qué? Vuelva, Gideon.»

«¿Adónde?»

«A ese momento del despacho de Cresswell-White, a las pulsaciones, a lo que le provocó esas pulsaciones.»

«Fue el hecho de hablar sobre el juicio lo que hizo que se me acelerara el pulso.»

«Ya habíamos hablado del juicio con anterioridad. Debe de haber algo más. ¿Qué intenta evitar?»

No estoy evitando nada… Pero no está muy convencida, ¿verdad, doctora Rose? Se supone que debo escribir todo lo que recuerde, y usted ya ha empezado a preguntarse cómo me va a ayudar con mi música el hecho de recordar el juicio de Katja Wolff. Me previene. Me recuerda que la mente humana es fuerte, que se agarra a sus neurosis con una protección feroz, que posee la habilidad de negar y de confundir, y que esa expedición al Colegio de Abogados bien podría ser un esfuerzo monumental para la parte de mi mente que está bloqueada.

Las cosas tendrán que ser así, doctora Rose. No sé cómo enfrentarme a esto de otra manera.

«De acuerdo -me responde-. El rato que pasó con Cresswell-White, ¿le desencadenó algo más, aparte del episodio de la cabeza?»

Episodio. Escoge esa palabra a propósito, y soy consciente de ello. Pero no morderé el anzuelo que me ha echado, sino que le hablaré de Sarah-Jane. Porque eso es lo que averigüé en el despacho de Cresswell-White: el papel que Sarah-Jane Beckett representó en el juicio de Katja Wolff.


19 de octubre, 21.00


– Después de todo, ella vivía en la casa con su familia y la señorita Wolff -declaró el señor Bertram Cresswell-White.

Había cogido la primera de las carpetas en las que ponía FISCALÍA GENERAL DEL ESTADO CONTRA WOLFF, y había empezado a ojear los documentos que había en el interior, leyendo de vez en cuando, si su memoria necesitaba ser refrescada. Y estaba en una posición muy buena para observar lo que sucedía.

– Así pues, ¿ella vio algo? -le preguntó Libby.

Había acercado su silla a la mía, y me había puesto la mano sobre la nuca como si supiera, sin necesidad de que yo se lo dijera, en qué estado se encontraba mi cabeza. Me acariciaba la nuca con dulzura y yo quería agradecérselo. Pero también sentía la indignación que el abogado sentía hacia esa muestra pública de cariño que me estaba profesando, y me puse más nervioso a causa de esa indignación, tal y como siempre hago cada vez que un hombre más mayor me observa con ojos críticos.

– Vio que Wolff estaba mareada por las mañanas, todas las mañanas durante el mes anterior a que la niña fuera asesinada -declaró-. Sabe que estaba embarazada, ¿verdad?

– Es lo único que me contó mi padre -le contesté.

– Sí. Bien. Beckett se dio cuenta de que a la chica alemana se le estaba acabando la paciencia. La niña, su hermana, la despertaba tres o cuatro veces cada noche, por lo tanto dormía poco y eso, sumado a las dificultades de los mareos matinales, hizo que se sintiera exhausta. Empezó a dejar a Sonia sola durante demasiado tiempo, y la señorita Beckett se dio cuenta de eso porque le daba clases en el mismo piso en el que se encontraba el cuarto de los niños. Al cabo de un tiempo, pensó que era su obligación contarles a sus padres que Katja no estaba cumpliendo con sus obligaciones. Ese hecho provocó una discusión que tuvo como consecuencia que despidieran a Wolff.

– ¿Ese mismo día? -preguntó Libby.

Cresswell-White consultó uno de los documentos para poder responder:

– No. Le dieron un mes de tiempo. Tus padres fueron bastante generosos teniendo en cuenta la situación, Gideon.

– Sin embargo, ¿llegó a declarar en el juicio que había visto a Wolff maltratando a mi hermana? -le pregunté.

El abogado cerró la carpeta y contestó:

– Beckett testificó que la chica alemana y sus padres habían discutido. También declaró que había dejado que Sonia llorara en la cuna durante más de una hora en varias ocasiones. También afirmó que la noche en cuestión, oyó cómo Katja la bañaba. Pero fue incapaz de decir el lugar o la hora en la que había presenciado malos tratos.

– ¿Quién lo hizo? -preguntó Libby.

– Nadie -contestó el abogado.

– ¡Santo Cielo! -murmuré.

Cresswell-White pareció adivinar lo que yo estaba pensando, porque dejó la carpeta sobre la mesa junto a la taza de café y se apresuró a decir:

– Un caso judicial es como un mosaico, Gideon. Si no hay ningún testigo presencial del crimen, tal y como sucedió en esa situación, entonces cada una de las piezas del caso que la Fiscalía presenta deben en algún momento formar un dibujo desde el cual ver el cuadro completo. Ese cuadro completo es lo que convence al jurado de la culpabilidad de la acusada. Y eso es precisamente lo que sucedió en el caso de Katja Wolff.

– ¿Testificó alguien más en su contra? -preguntó Libby.

– Sí, por supuesto.

– ¿Quién? -Mi voz era débil; podía oír mi debilidad a la vez que me odiaba por no ser capaz de librarme de ella.

– El policía que escuchó su primera y única declaración, el médico forense que realizó la autopsia, la amiga con la que Wolff había estado hablando por teléfono durante un minuto, tal y como ella misma había declarado en un principio, mientras Sonia estaba sola en la bañera, su madre, su padre, sus abuelos. No se trata de animar a la gente para que incrimine directamente a la acusada, sino más bien de presentar los hechos reales ante un jurado y dejar que éste saque sus propias conclusiones. En consecuencia, todo el mundo contribuyó al mosaico final. Acabamos por tener el caso de una mujer alemana de veintiún años que se había hecho notoria por la publicidad que consiguió al escapar de su país natal, que fue capaz de emigrar a Inglaterra gracias a la buena voluntad de un grupo de monjas, y cuya celebridad, que le había alimentado el ego, se desvaneció con rapidez a su llegada; una mujer a la que le dieron un trabajo que incluía alojamiento y manutención, que se quedó embarazada, que en consecuencia se puso enferma, que fue incapaz de hacer frente a los hechos y que se desmoronó.

– Más que un caso de asesinato parece un caso de homicidio sin premeditación -comentó Libby.

– Y probablemente es así como lo habrían considerado si no se hubiera negado a declarar. Pero se negó. Fue un hecho muy arrogante de su parte, pero supongo que muy coherente con su pasado. Se negó a declarar. El hecho de que se negara a hablar con la policía, a excepción de esa única vez, y que también se negara a hablar con su abogado, sólo empeoró las cosas.

– ¿Por qué se negó a hablar? -preguntó Libby.

– No lo sé con certeza. Pero la autopsia mostró que el cuerpo había sufrido fracturas de las que nadie sabía nada y que el médico no podía explicar, Gideon, y el hecho de que la chica alemana se negara a decir nada a nadie con respecto a Sonia hizo creer a todo el mundo que conocía el origen de esas fracturas. Y aunque se le indicó al jurado, tal y como se hacía en esa época, que el silencio de Wolff no se le debería tener en cuenta, los jurados están compuestos por seres humanos, ¿no es verdad? Pero estoy seguro de que ese silencio influenció en su decisión.

– Por lo tanto, lo que yo le conté a la policía…

Cresswell-White me indicó con un movimiento de la mano que no era lo que pensaba. Luego añadió:

– Leí su declaración. Obviamente, formó parte del sumario. De hecho, cuando me llamó, lo volví a leer. Y aunque lo podría haber tenido en cuenta hace veinte años, créame, no habría condenado a Katja Wolff sólo por su declaración. -Sonrió-. Después de todo, Gideon, sólo tenía ocho años. Mi hijo tenía la misma edad y, por lo tanto, yo era plenamente consciente de cómo se comportaban los niños. Tuve que considerar el hecho de que Katja Wolff quizá le hubiera reprendido por algo en los días que antecedieron a la muerte de su hermana. Y si ése hubiera sido el caso, podría haber utilizado su imaginación para vengarse un poco de ella, sin saber qué consecuencias podría tener lo que declaró en la comisaría.

– ¡Ahora ya lo sabes, Gideon!

– Por lo tanto, tranquilícese si se siente culpable respecto a Katja Wolff-dijo Cresswell-White con dulzura-. Ella se hizo mucho más daño a sí misma del que usted jamás podría hacerle.


20 de octubre


¿Fue una venganza o fue un recuerdo, doctora Rose? Y si fue venganza, ¿por qué motivo? No recuerdo que nadie me hubiera reñido, a excepción de Raphael, y cuando éste lo hacía era para obligarme a escuchar una pieza que yo no acababa de tocar bien, y eso no me parecía un castigo en lo más mínimo.

«¿Era El Archiduque una de las obras que escuchaba?», me pregunta.

«No lo recuerdo. Pero sí que me acuerdo de otras obras. El Lalo y obras musicales de Saint-Saéns y Bruch.»

«¿Las tocaba bien? ¿Era capaz de tocarlas después de haberlas escuchado?»

«Sí, por supuesto. Las tocaba todas.»

«Pero no El Archiduque.»

«Esa obra siempre ha sido mi béte noire.»

«¿Quiere que hablemos de eso?»

«No hay nada de que hablar. El Archiduque existe. Nunca he sido capaz de tocarlo bien. Y ahora ni siquiera soy capaz de tocar el violín. Ni siquiera creo que pueda tocarlo en un futuro próximo. ¿Tendrá razón mi padre? ¿Estaremos perdiendo el tiempo? ¿Es simplemente un problema de nervios lo que me ha puesto en este estado y lo que ha propiciado que busque la solución en otra parte? Ya sabe lo que quiero decir: insistir para que alguien cargue con el problema y así no tener que enfrentarme con él. Entregárselo a la psiquiatra para ver qué hace ella.»

«¿Es eso lo que piensa, Gideon?»

«Ya no sé qué pensar.»

Después de salir del despacho de Bertram Cresswell-White nos dirigimos a casa en coche. Era evidente que Libby creía que habíamos encontrado una solución a mis problemas, ya que el abogado me había dado la absolución. La conversación era animada -me contaba lo que iba a hacerle a Rock la próxima vez que ese canalla intentara quedarse con su salario-, y cuando no cambiaba la marcha, me ponía la mano sobre la rodilla. Ella había sido la que había sugerido conducir mi coche, y yo ya estaba satisfecho. La absolución de Cresswell-White no me había aliviado el incipiente dolor de cabeza. Más me valdría no ponerme al volante.

De vuelta en Chalcot Square, Libby aparcó el coche, se dio la vuelta y exclamó:

– ¡Ya tienes la respuesta que buscabas, Gideon! ¡Vayamos a celebrarlo!

Se inclinó hacia mí y acercó su boca a la mía. Sentí su lengua en mis labios y abrí la boca para permitir que me besara.

«¿Por qué?», me pregunta.

«Porque quería creer lo que me acababa de decir: que había encontrando las respuestas que había estado buscando.»

«¿Es ésa la única razón?»

«No, claro que no. Quería ser normal.»

«¿Y?».

De acuerdo. Conseguí responder de alguna forma. Tenía un dolor de cabeza terrible, pero la abracé, la sostuve entre mis brazos y le acaricié el pelo. Permanecimos así; mientras tanto, nuestras lenguas danzaban al son de la expectación que se estaba creando entre nosotros. Su boca sabía al café que se había bebido en el despacho de Cresswell-White, y bebí de ella sedientamente, con la esperanza de que esa sed repentina me llevara a sentir el hambre que hacía años que no sentía. Deseaba sentir esa hambre, doctora Rose. De repente, necesitaba sentirla para darme cuenta de que estaba vivo.

Con una mano aún acariciándole el pelo, y con la otra asiéndola hacia mí, le besé el rostro. Alargué la mano y le toqué el pecho, y sentí cómo el pezón se le endurecía, erecto, se le endurecía a través del suéter, y se lo apreté para provocarle dolor y placer, y ella gemía. Abandonó su asiento y se sentó en el mío, abriéndose de piernas encima de mí, besándome. Me llamaba «cariño», «cielo» y «Gid», y me desabotonaba la camisa a medida que yo le apretaba el pezón y se lo soltaba, se lo apretaba y se lo soltaba, y su boca estaba sobre mi pecho, y sus labios reseguían un recorrido que empezaba en el cuello, y yo quería sentir, quería sentir, y, por lo tanto, empecé a gemir y dejé que sus cabellos me cubrieran el rostro.

Olía una fragancia: menta fresca. Supongo que era del champú. Pero de repente ya no me encontraba en el coche. Estaba en el jardín trasero de nuestra casa de Kensington: era una noche de verano. He cogido unas cuantas hojas de menta y me las estoy pasando por las palmas de las manos para que me las perfumen, y oigo los sonidos antes de llegar a divisar a la gente. Parece el sonido de unos comensales que se relamen los labios después de una cena, que es precisamente lo que pienso al principio, pero después les veo entre la oscuridad al final del jardín, donde un destello de color -su pelo rubio-me llama la atención.

Están apoyados en el cobertizo de ladrillo en el que se guardan los utensilios de jardinería. Él me da la espalda. Ella le cubre la cabeza con las manos y le rodea el trasero con una pierna, apretándolo hacia ella, gimoteando, gimoteando sin parar. Ella tiene la cabeza echada hacia atrás y él la besa en el cuello, y no llego a ver quién es él, pero a ella sí que la veo. Es Katja, la niñera de mi hermana pequeña. Está con uno de los hombres de la casa.

«¿No puede ser cualquier otra persona? -me pregunta-. ¿No puede ser alguien de la calle?»

«¿Quién? Katja no conoce a nadie, doctora Rose. No ve a nadie, a excepción de la monja del convento y de una chica que viene a visitarla de vez en cuando, una chica llamada Katie. Y esa persona que está ahí afuera en la oscuridad no es Katie, porque me acordaría de ella. ¡Santo Cielo! Ahora ya me acuerdo de ella, porque Katie es gorda, divertida, viste con gusto y habla en la cocina mientras Katja le da de comer a Sonia. Katie dice que la huida de Katja de Berlín Este fue una metáfora para un organismo, pero en realidad lo que dijo no fue organismo, sino orgasmo, ¿no es así? Y es de lo único que sabe hablar.»

«Gideon -me dice-. ¿Quién es ese hombre? Fíjese en el cuerpo, en el pelo.»

«Ella le cubre la cabeza con las manos. Y, de todos modos, él está inclinado hacia ella. No le puedo ver el pelo.»

«¿No puede o no quiere? ¿De qué se trata, Gideon? ¿No puede o no quiere?»

«No puedo. No puedo».

«¿Ha visto al Inquilino? ¿A su padre? ¿A su abuelo? ¿A Raphael Robson? ¿Quién es, Gideon?»

«NO LO SÉ.»

Y entonces Libby se puso encima de mí, bajó las manos, hizo lo que hace una mujer normal cuando está excitada y quiere compartir su excitación. Se rió entrecortadamente y me dijo:

– No me puedo creer que lo estemos haciendo en tu coche.

Me quitó la hebilla del cinturón, me desabrochó los pantalones, puso los dedos en la cremallera y volvió a besarme en la boca.

Pero dentro de mí no había nada, doctora Rose. Ni hambre, ni sed, ni pasión, ni deseo. Ni una gota de sangre para despertar mi lujuria, ningún hinchamiento de venas para endurecer mi pene.

Le cogí las manos. No hacía falta que me inventara una excusa o que le dijera nada. Puede que sea americana -un poco ruidosa a veces, un poco vulgar, un poco demasiado informal, demasiado extrovertida y demasiado directa-, pero no es estúpida.

Se apartó de mí y se sentó de nuevo en su asiento.

– Soy yo, ¿verdad? -espetó-. Estoy demasiado gorda para ti.

– No seas idiota.

– No me llames idiota.

– Pues no te comportes como si lo fueras.

Se dio la vuelta hacia la ventana. Estaba empañada. La luz de la plaza se reflejaba a través del vapor y le confería cierto brillo apagado a las mejillas. La mejilla parecía redonda, y podía ver que estaba sonrojada, del tono de un melocotón a medida que crece y madura. El desespero que sentí -por mí, por ella, por los dos juntos-fue lo que me hizo continuar.

– Estás muy bien, Libby. Estás estupenda. Eres perfecta. No tiene nada que ver contigo.

– Entonces, ¿qué pasa? ¿Es por Rock? Es por él. Es porque aún estamos casados. Es porque sabes lo que me hace, ¿verdad? Lo has averiguado.

No sabía de lo que me estaba hablando, y tampoco deseaba saberlo.

– Libby, si aún no te has dado cuenta de que hay algo en mí, algo muy grave, que no acaba de funcionar…

Al oírlo, salió del coche. Abrió la puerta de par en par, la cerró de un golpe e hizo lo que nunca había hecho: ¡gritar!

– ¡A ti no te pasa nada, Gideon! ¿Me oyes? ¡Nada de nada, joder!

Yo también salí del coche, y nos quedamos cara a cara por encima del capó.

– ¡Sabes que te estás engañando! -exclamé.

– Lo único que sé es lo que tengo delante de mis narices. Y lo que tengo delante eres tú.

– Has oído cómo intentaba tocar. Te has sentado en tu casa y lo has oído. Además, lo sabes.

– ¿Me estás hablando del violín? ¿Todo gira en torno a lo mismo, Gideon? ¡Maldito sea ese violín chupapollas! -Golpeó el capó del coche con una fuerza tal que me asusté-. Tú no eres el violín. La música es sólo a lo que te dedicas. No es, ni nunca lo ha sido, lo que tú eres.

– ¿Y si no puedo tocar? ¿Qué sucede entonces?

– Entonces te puedes dedicar a vivir, ¿de acuerdo? ¡Haz el favor de empezar a vivir, joder! ¿O te parece una idea demasiado profunda?

– No lo entiendes.

– Entiendo más de lo que te crees. Entiendo que te has colgado de la idea de ser el señor Violín. Te has pasado tantos años rascando las cuerdas que no tienes ninguna otra identidad. ¿Por qué lo haces? ¿Qué intentas demostrar? ¿Quizá tu papá te querrá lo suficiente si sigues tocando hasta que te sangren los dedos? -Se dio la vuelta y se apartó del coche y de mí-. Ni siquiera sé por qué me preocupo por ti, Gideon.

Empezó a avanzar hacia la casa a grandes pasos y yo la seguí, y en ese momento me di cuenta de que la puerta principal estaba abierta y de que alguien estaba de pie en las escaleras de entrada y de que seguramente había estado allí desde que Libby aparcara el coche en la plaza. Le vio en el mismo instante que yo y, por primera vez, vi en su rostro una expresión que me indicaba que sentía una aversión hacia él que era tan fuerte -o más-que la que él sentía por ella.

– Entonces quizás haya llegado el momento de que dejes de preocuparte -respondió papá. Su voz era bastante agradable, pero sus ojos eran fríos, puro metal.

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