Capítulo 1

Fue la promesa de una caricia -reservada para él, pero dada a otro-lo que hizo que Ted Wiley saliera esa noche. Lo había visto desde la ventana y, aunque no se había propuesto espiar, lo había hecho de todos modos. La hora: pasaban unos pocos minutos de la una. El lugar: Friday Street, Henley-on-Thames, a tan sólo unos cuarenta y cinco metros del río, y delante de la casa de ella, de la que habían salido hacía un momento, teniendo que agachar la cabeza para no chocarse con un dintel que habían colocado en el edificio siglos atrás, cuando hombres y mujeres eran más bajos y sus vidas estaban mejor definidas.

A Ted Wiley le gustaba eso: que los papeles estuvieran claros. A ella no le gustaba. Si Ted aún no había comprendido hasta entonces que sería difícil calificar a Eugenie de su mujer y colocarla en la categoría adecuada de su vida, Ted, sin lugar a dudas, se percató de ello cuando les vio a los dos -a Eugenie y a ese extraño delgaducho- abrazados en la acera.

«Es un escándalo -pensó-. Eugenie quiere que lo vea. Quiere que vea cómo lo abraza, cómo tuerce la palma de la mano para describir la forma de su mejilla mientras él se aleja. ¡Que Dios la maldiga! Quiere que lo vea.»

Era evidente que aquello era un sofisma, y si el abrazo y la caricia se hubieran producido a una hora más razonable, Ted se hubiera disuadido a sí mismo del siniestro rumbo que su mente había empezado a coger. Habría pensado: «No puede significar nada si está en medio de la calle, en público, bajo los rayos de luz de la ventana de su propia sala de estar, bajo la luz de otoño y delante de Dios, de todo el mundo y, principalmente, de mí… El hecho de que toque a un extraño no debe de tener ninguna importancia porque sabe con qué facilidad puedo verla…». Pero en vez de pensar todo eso, lo que implicaba que un hombre saliera de casa de una mujer a la una de la madrugada llenó la cabeza de Ted cual gas nocivo, cuyo volumen no cesó de aumentar en los siete días siguientes en los que él -ansioso e interpretando cualquier gesto y matiz esperaba que ella le dijera: «Ted, ¿te he contado que mi hermano -o mi primo o mi padre o mi tío o el arquitecto homosexual que va a construir otra habitación en lo alto de la casa- pasó un momento a hablar conmigo la otra noche? No paró de hablar hasta altas horas de la madrugada y pensé que nunca iba a marcharse. A propósito, quizá nos vieras delante de la puerta de mi casa si estabas escondido tras las cortinas de la ventana, tal y como te ha dado por hacer últimamente». Excepto que, evidentemente, no había ningún hermano ni primo ni tío ni padre de los que Ted conociera la existencia, y si había algún arquitecto homosexual, Eugenie todavía no se lo había contado.

Lo único que le había oído decir, con nervios en el estómago, era que tenía que contarle algo importante. Cuando le había preguntado de qué se trataba y había pensado que le gustaría que se lo contara de inmediato, por mucho que le supusiera un golpe mortal, ella le había respondido: «Pronto. Aún no estoy preparada para confesarte mis pecados». Le había acariciado la mejilla con la palma de la mano. Sí, sí, de la misma forma. La misma caricia.

Así pues, a las nueve en punto de una noche lluviosa de noviembre, Ted Wiley le puso el collar a su viejo perro perdiguero y decidió que le iría bien un paseo. Le dijo al perro -cuya artritis y aversión a la lluvia hacía que no fuera el más colaborador de los paseantes-que llegarían hasta el final de Friday Street, que avanzarían unos metros más allá por Albert Road, y que si por casualidad se encontraban a Eugenie saliendo del Club para Mayores de 6o Años -donde el Comité de Gala de la Fiesta de Nochevieja aún estaba reunido para decidir el menú de los festejos venideros- sería simplemente eso: una coincidencia y una oportunidad casual para hablar un rato. Era obvio que todos los perros necesitaban dar un paseo antes de ir a dormir. Nadie podía discutírselo ni acusarle de nada.

El perro -bautizado ridículamente, aunque con cariño, con el nombre de Bebé Precioso por la difunta esposa de Ted, y llamado BP por éste-se detuvo ante la puerta y parpadeó mientras contemplaba la calle; la lluvia de otoño caía a ráfagas continuas que presagiaban una tormenta larga y fría. Empezó a ponerse en posición de cuclillas, y habría conseguido sentarse en esa posición si Ted no le hubiera arrastrado hasta la acera con la desesperación de un hombre que no piensa permitir que le frustren los planes.

«Vamos, BP», le ordenó, a medida que tiraba de la correa para que el collar le tensara el cuello. El perro reconoció tanto el tono como el gesto. Con un suspiro bronquítico que llenó el húmedo aire de la noche con una ráfaga de aliento perruno, el perro avanzó, desconsolado y con dificultad, hacia la lluvia.

El tiempo era horroroso, pero él no podía hacer nada por cambiarlo. Además, el viejo perro necesitaba un paseo. Se había vuelto muy perezoso en los cinco años que habían pasado desde la muerte de su dueña, y Ted no había hecho mucho para que se mantuviera en forma. Bien, eso estaba a punto de cambiar. Le había prometido a Connie que cuidaría del perro, y así lo haría, con un nuevo régimen que empezaría esa misma noche. «Se ha acabado eso de ir husmeando en el jardín trasero antes de ir a dormir, amigo mío -le dijo en silencio a BP-. A partir de ahora, paseos y nada más.»

Comprobó dos veces que la puerta de la librería estuviera bien cerrada, y se ajustó el cuello de su vieja chaqueta impermeabilizada para protegerse de la humedad y del frío. Tan pronto como salió por la puerta y la primera salpicadura de agua le mojó el cuello, cayó en la cuenta de que debería de haber cogido un paraguas. Una gorra de visera no le protegía lo suficiente, por muy bien que le quedara. «Pero ¿por qué demonios se preocupaba de lo que le quedaba bien?», pensó. ¡Por todos los santos! Si un día de esos alguien consiguiera penetrar en su mente, lo único que encontraría sería telas de araña y madera podrida a la deriva.

Ted carraspeó, escupió en el suelo y empezó a darse ánimos a sí mismo a medida que él y el perro avanzaban con dificultad por delante del edificio de Infantería de Marina, en cuyo tejado una alcantarilla rota despedía agua de lluvia formando un penacho plateado. Era un buen partido, se dijo a sí mismo. Comandante Ted Wiley, retirado del ejército y viudo después de cuarenta y dos años de feliz matrimonio; era un buen partido para cualquier mujer. En Henley-on-Thames, ¿no eran tan escasos los buenos hombres como los diamantes en bruto? Así era. ¿Y no eran aún más escasos los hombres que no tuvieran repugnantes pelos en la nariz, cejas excesivamente pobladas y abundante pelo en las orejas? Sí, y otra vez sí. ¿No era verdad que los hombres limpios, en plenas facultades mentales, con una salud excelente, diestros en la cocina, y dispuestos a amar a sus mujeres eran tan poco frecuentes en la ciudad que cada vez que se dignaban a hacer acto de presencia en una reunión social eran víctimas de algo parecido a una locura colectiva?

¡Y tanto que lo eran! Además, él era uno de ellos. Todo el mundo lo sabía.

Eugenie incluida, se recordó a sí mismo.

¿No le había dicho en más de una ocasión: «Eres un buen hombre, Ted Wiley»? Sí, lo había hecho.

¿No había pasado los tres últimos años aceptando con gusto su compañía y disfrutando de ella? Sí, lo había hecho.

¿No había sonreído, no se había sonrojado y había apartado la mirada el día que fueron a visitar a su madre a la residencia de ancianos Quiet Pines cuando oyó que ésta declaraba con su característico tono de voz irritante y arrogante: «Me gustaría veros casados antes de morir. ¿Me habéis entendido?»? Sí, sí y sí. Lo había hecho.

Entonces, ¿qué significaba una caricia en el rostro de un extraño comparado con todo esto? ¿Por qué no se lo podía borrar de la mente, como si se le hubiera convertido en algo permanente y no en lo que en realidad era: un recuerdo desagradable que ni siquiera habría tenido si no hubiera empezado a observar, a preguntar, a espiar, a querer saber, a insistir en atrancar las escotillas de su vida, como si no fuera su propia vida, sino un buque de vela que pudiera perder el cargamento si no estaba alerta?

Eugenie era la respuesta a todo eso: Eugenie, cuyo cuerpo sumamente delgado pedía protección; cuyo bonito pelo -muy canoso pero con bellos mechones grises-pedía ser liberado de los pasadores que lo sujetaban; cuyos vidriosos ojos pasaban del azul al verde y al gris y de nuevo al azul, pero siempre cautelosos; cuya modesta, pero provocativa feminidad, despertaba en Ted un interés en la ingle que le incitaba a llevar a cabo una acción que había sido incapaz de hacer desde la muerte de Connie; Eugenie era la respuesta.

Él era el hombre adecuado para Eugenie: el hombre que la protegería y que la devolvería a la vida, porque todas aquellas cosas que habían quedado por decir durante esos tres años demostraban hasta qué punto Eugenie se había estado negando a sí misma la posibilidad de relacionarse con hombres. Aun así, esa negativa se había manifestado abiertamente la primera vez que él la había invitado a tomar una copa de jerez en el Catherine Wheel.

«¿Por qué hace años que no sale con ningún hombre?», se había preguntado Ted Wiley al ver la reacción de aturdimiento que había tenido al oír su invitación.

Ahora quizá lo supiera. Tenía secretos para él, eso era. «Tengo que contarte algo importante, Ted. Pecados por confesar», le había dicho. Pecados.

Bien, no se le ocurría un momento mejor que el presente para oír lo que Eugenie tenía que contarle.

Ted esperó a que el semáforo del final de Friday Street cambiara de color, con BP temblando junto a él. Duke Street era la carretera principal en dirección a Reading o Marlow y, como tal, estaba repleta de todo tipo de vehículos que cruzaban la ciudad con estruendo. Una noche lluviosa como ésa no hacía que el tráfico disminuyera, ya que, tristemente, la sociedad cada vez confiaba más en los coches y, lo que era peor, estaba deseosa de llevar un estilo de vida que implicara trabajar en la ciudad y vivir en el campo. En consecuencia, incluso a las nueve de la noche, coches y camiones avanzaban entre los charcos de la carretera mojada, mientras sus faros formaban abanicos de colores rojizos que se reflejaban en las ventanas y en los remansos de agua estancada.

«Demasiada gente yendo a demasiados sitios», pensó Ted de mal humor. Demasiada gente que no tiene la más remota idea de por qué se toma la vida con tanta prisa.

El semáforo cambió de color; Ted cruzó la calle y recorrió la pequeña distancia que lo separaba de Grey Road con BP avanzando a trompicones junto a él. A pesar de que no habían andado ni siquiera cuatrocientos metros, el viejo perro no paraba de jadear, por lo que Ted se detuvo junto a la entrada de Antigüedades Mirabelle para que el pobre perro pudiera recobrar el aliento. Le tranquilizó diciéndole que estaban a punto de llegar y que estaba seguro de que era capaz de avanzar unos metros más hasta llegar a Albert Road.

Un aparcamiento hacía las funciones de patio del Club para Mayores de 6o Años, una organización que se ocupaba de las necesidades sociales de la comunidad, cada vez mayor, de jubilados de Henley. Allí trabajaba Eugenie de directora, y allí la había conocido Ted después de haberse mudado a la ciudad cuando ya no podía soportar vivir en Maidstone a causa de los recuerdos de la prolongada agonía de su esposa.

– ¡Comandante Wiley, qué maravilla! También vive en Friday Street -le había dicho Eugenie mientras repasaba su solicitud de ingreso-. Usted y yo somos vecinos. Yo estoy en el número sesenta y cinco. ¿Conoce la casa rosa? ¿Doll Cottage? Pues yo hace años que vivo allí, y usted debe de…

– En la librería -le había respondido-. Al otro lado de la calle. Sí, el piso está justo encima. No tenía ni idea… Quiero decir que no la había visto por allí.

– Siempre me marcho temprano y regreso tarde. No obstante, conozco la librería. He estado ahí muchas veces. Como mínimo, cuando su madre se encargaba de ella. Antes de la apoplejía, quiero decir. Ahora ya se encuentra bien. ¡Estupendo! Cada vez está mejor, ¿no es verdad?

En un principio pensó que Eugenie se lo estaba preguntando, pero luego se dio cuenta de que en realidad sólo estaba afirmando la información que ya sabía. También se percató de que ya la había visto antes: en la residencia de ancianos Quiet Pines, a la que Ted iba tres veces a la semana para visitar a su madre. Eugenie trabajaba de voluntaria por las mañanas y los pacientes se referían a ella como a «nuestro ángel». O, por lo menos, eso era lo que le había dicho su madre un día que miraban juntos cómo Eugenie entraba en una de las diminutas habitaciones con un pañal para adultos doblado por encima de la muñeca.

– No tiene ningún familiar aquí, y la residencia no le paga ni un penique, Ted.

– Entonces, ¿por qué? -había querido saber Ted-. ¿Por qué?

«Secretos -pensaba ahora-. Secretos y aguas tranquilas.»

Se quedó mirando al perro, que se había agachado junto a él, fuera del alcance de la lluvia y dispuesto a dormir siempre que se le presentara la oportunidad. «Venga, BP. Ya no queda mucho», le había dicho mientras observaba la calle a través de los árboles pelados y se daba cuenta de que tampoco les quedaba mucho tiempo.

Desde donde él y el perro se resguardaban de la lluvia, vio cómo los miembros del Comité de Gala de Nochevieja salían del club. Mientras los miembros del Comité abrían sus paraguas y pisaban los charcos como si fueran aficionados a la cuerda floja, se iban dando las buenas noches con una alegría tal que hacía pensar que habían conseguido ponerse de acuerdo en el menú. Seguro que Eugenie estaba satisfecha. Si estaba satisfecha no cabía ninguna duda de que se sentiría efusiva y de que estaría dispuesta a hablar con él.

Ted cruzó la calle, impaciente por encontrarse con ella, con el perro perdiguero tras él. Llegó a la pequeña pared que separaba la acera del aparcamiento en el preciso instante en que el último de los miembros se alejaba en su coche. Las luces del club se apagaron y la puerta de entrada quedó bañada en sombras. Un momento después, Eugenie en persona se adentró en la vaporosa penumbra que había entre el edificio y el aparcamiento, intentando abrir un paraguas negro. Ted abrió la boca para pronunciar su nombre, para vocear una cordial salutación y para ofrecerse personalmente a escoltarla hasta casa. «No son horas para que una mujer encantadora vaya sola por la calle, querida. ¿Le gustaría cogerse del brazo de un ferviente admirador? Me temo que con perro incluido. BP y yo hemos salido para hacer el último reconocimiento de la ciudad.»

Podría haber dicho todo esto, y de hecho estaba cogiendo aire para hacerlo cuando de repente lo oyó. Una voz de hombre llamó a Eugenie, y ésta se volvió hacia la izquierda. Ted miró en la lejanía y vio a una figura que salía de un turismo de color oscuro. A pesar de estar iluminado por una de las farolas que estaban esparcidas por el aparcamiento, se hallaba prácticamente en la oscuridad. No obstante, la forma de la cabeza y esa nariz de gaviota fueron suficiente para indicarle que el visitante de la una de la mañana había regresado a la ciudad.

El extraño se acercó a Eugenie. Ella no se movió. En el cambio de luz, Ted pudo ver que se trataba de un hombre mayor -quizá debía de tener la misma edad que él-, con el pelo totalmente cano, peinado hacia atrás y cayéndole hasta el cuello doblado de un Burberry.

Empezaron a hablar. Él le cogió el paraguas, lo sostuvo por encima de ellos y le habló con urgencia. Debía de ser unos veinte centímetros más alto que Eugenie; por lo tanto, tenía que agacharse para hablarle. Ella alzó el rostro para oírle mejor. Ted hizo un esfuerzo por oír lo que decía, pero sólo consiguió oír: «Tienes que hacerlo, ¿mis rodillas, Eugenie?», y por fin, en voz alta: «Por qué no quieres darte cuenta de que…», frase que Eugenie interrumpió susurrando algo con dulzura y colocándole la mano en el brazo. «¿Y tú me dices eso?», fueron las últimas palabras del hombre que Ted consiguió oír antes de que el extraño apartara la mano de Eugenie con brusquedad, le lanzara el paraguas encima y se dirigiera ofendido hacia el coche. En ese momento, Ted exhaló una bocanada de alivio en el frío aire de la noche.

Fue una liberación momentánea. Eugenie siguió al extraño y lo detuvo en el instante en que éste abría con fuerza la puerta del vehículo. Ella continuó hablando, a pesar de que la puerta los separaba. Sin embargo, su oyente apartó el rostro y gritó: «¡No, no!». Entonces Eugenie alargó la mano e intentó acariciarle la mejilla. Parecía que quisiera acercarlo hacia ella, sin tener en cuenta la puerta que los separaba cual escudo.

En realidad, esa puerta era tan eficaz como un escudo, ya que el extraño escapó a todas las caricias que Eugenie quería prodigarle. Se sentó con rapidez, cerró la puerta de golpe y al poner el motor en marcha hizo tanto ruido que el sonido retumbó en los edificios de las tres esquinas del aparcamiento.

Eugenie se apartó. El coche dio marcha atrás. Las marchas rechinaban cual animal que está siendo descuartizado. Los neumáticos giraban con dificultad sobre el suelo mojado. El caucho entró en contacto con el asfalto y emitió un sonido parecido al desespero.

Otro rugido y el coche se dirigía a toda velocidad hacia la salida. Apenas a seis metros de distancia de donde Ted los observaba al abrigo de un árbol resinoso, el Audi -ya que ahora se encontraba lo bastante cerca para que Ted pudiera distinguir los círculos cuádruples del capó-se desvió con brusquedad hacia la calle, parándose tan sólo un breve momento para ver si había coches en la carretera. Antes de que el Audi girara a la izquierda con rumbo a Duke Street y de que luego virara hacia la derecha con dirección a Reading Road, Ted sólo tuvo tiempo de vislumbrar un rostro retorcido por la emoción. Ted lo siguió con la mirada, intentando descubrir el número de matrícula e intentando determinar si había escogido un mal momento para encontrarse con Eugenie.

Sin embargo, no le quedaba mucho tiempo para decidir si regresaba a casa o hacía ver que acababa de llegar. Eugenie se encontraría con él dentro de treinta segundos o menos.

Observó el perro, que había aprovechado la oportunidad para tumbarse bajo el árbol resinoso, donde yacía hecho un ovillo, con la manifiesta y martirizada resolución de dormir bajo la lluvia. Ted se cuestionó hasta qué punto podría intentar convencer a BP para que empezara a moverse y poder salir de allí antes de que Eugenie llegara al extremo del aparcamiento. La verdad es que no lo veía muy probable. Por lo tanto, le haría creer a Eugenie que él y el perro acababan de llegar.

Se puso recto y tiró de la correa. Pero, mientras lo hacía, cayó en la cuenta de que Eugenie no se dirigía hacia él, sino que avanzaba en dirección contraria, hacia una calle peatonal entre edificios que llevaba a Market Place. ¿Adónde diablos iba?

Ted se apresuró tras ella; iba a una velocidad que BP no tenía ningún interés en seguir, pero no le quedaba más remedio, a no ser que quisiera correr el riesgo de morir estrangulado. Delante de él, Eugenie era una oscura figura: el impermeable negro, las botas negras y el paraguas negro hacían que Eugenie no fuera fácil de seguir en una noche lluviosa.

Giró a la derecha en Market Place, y Ted se preguntó por segunda vez adónde iría. A esas horas las tiendas ya estaban cerradas, y Eugenie no solía ir de bares sola.

Ted tuvo que soportar un momento de agonía mientras BP hacía sus necesidades junto a un bordillo. La enorme vejiga de BP era toda una leyenda, y Ted estaba convencido de que mientras esperara a que BP vaciara esa charca de orina humeante en la acera, perdería de vista a Eugenie en Market Place Mews o en Market Lane cuando ésta empezara a ir calle abajo. Pero después de un vistazo rápido a ambos lados de la calle vio que ella seguía por el mismo camino, en dirección al río. Después de pasar por Duke Street, cruzó hasta Hart Street, y en ese momento Ted empezó a pensar que sencillamente estaba regresando a casa por el camino más largo a pesar del mal tiempo que hacía. Pero luego se encaminó hacia las puertas de St. Mary the Virgin, cuya hermosa torre almenada formaba parte de la espectacular vista desde el río por la que Henley era tan famosa.

No obstante, Eugenie no había ido hasta allí para admirar las vistas, ya que entró en la iglesia a toda velocidad.

«¡Maldita sea!», refunfuñó Ted. ¿Qué iba a hacer ahora? En verdad, no podía entrar en la iglesia con el perro. Y esperarla bajo la lluvia tampoco le parecía una idea muy atrayente. Aunque atara al perro a una farola y se uniera a ella en sus oraciones -si es que había ido hasta allí para rezar-tampoco podría hacerle creer que había sido un encuentro fortuito, ya que pasaban de las nueve de la noche y a esas horas no había servicio religioso. Y aunque hubiera habido misa, Eugenie sabía que él no era muy aficionado a ir a la iglesia. Por lo tanto, ¿qué podía hacer a excepción de dar la vuelta y regresar a casa como un idiota enfermo de amor? Continuamente recordaba el momento del aparcamiento en el que ella le había acariciado de nuevo; otra vez esa caricia…

Ted sacudió la cabeza con energía. No podía seguir así. Por muy malo que fuera, tenía que saberlo. Debía averiguarlo esa misma noche.

A la izquierda de la iglesia, el cementerio formaba una especie de triángulo de plantas empapadas y que quedaba dividido por un sendero que conducía a una hilera de viejas casas de beneficencia cuyas ventanas titilaban radiantemente en la oscuridad. Ted llevó a BP en esa dirección y decidió que iba a aprovechar el tiempo que Eugenie permaneciera dentro de la iglesia para ordenar las ideas y preparar lo que le iba a decir.

«Mira este perro, gordo como un cerdo -le diría-. Hemos empezado un nuevo plan de adelgazamiento. El veterinario dice que si sigue así le fallará el corazón, así que aquí estamos y aquí estaremos cada noche a partir de hoy, salvando los obstáculos de la ciudad. ¿Podemos regresar a casa juntos? Porque vas a casa, ¿verdad? Estás dispuesta a hablar, ¿no es así? ¿Podríamos hablar bien pronto? Porque no sé cuánto tiempo podré resistir preguntándome qué quieres contarme.»

El problema estaba en que él había decidido por ella, en que él había tomado esa decisión sin saber si ella también lo había hecho. En los cinco años que habían pasado desde la muerte de Connie, nunca había tenido que perseguir a una mujer dado que las mujeres ya se habían encargado de perseguirle a él. Y aunque eso le hubiera mostrado lo poco que le gustaba que le persiguieran -era una maldición porque ¿cuándo se habían vuelto las mujeres tan condenadamente agresivas?, se preguntaba- y aunque lo que había resultado de esas persecuciones era casi siempre una presión para actuar en unas circunstancias que siempre le habían desanimado, debía confesar que se había sentido muy halagado al averiguar que el viejo chico aún tenía el don y que, además, estaba muy solicitado.

Pero Eugenie no le pedía nada, y eso hacía que Ted se preguntara si era lo bastante hombre para las demás mujeres -aunque de forma superficial-, pero si no lo era para Eugenie, por el motivo que fuera.

¡Maldición! ¿Por qué se sentía así? ¿Por qué se sentía como un adolescente que nunca ha tenido relaciones sexuales? Decidió que era debido a los fracasos que había tenido con otras mujeres, pero que nunca había tenido con Connie.

– Deberías ver a un doctor y contarle ese pequeño problema que tienes -le había dicho la piraña esa de Georgia Ramsbottom mientras apartaba su flaco cuerpo de su cama y se ponía la bata de franela-. No es normal, Ted, y menos para un hombre de tu edad. ¿Cuántos años tienes? ¿Sesenta? De verdad que no es normal.

«Sesenta y ocho -pensó-. Y con un trozo de carne entre las piernas que permanecía inerte a pesar de las ayudas más apasionadas.»

Sin embargo, eso sucedía porque le perseguían. Si tan sólo le hubieran permitido hacer lo que la naturaleza dicta al hombre -es decir, ser el cazador y no la presa-entonces todo habría funcionado con normalidad. ¿No es verdad? ¿No es verdad? Necesitaba saberlo.

Un repentino movimiento en uno de los cuadrados de luz de las casas de beneficencia atrajo su atención. Ted echó un vistazo en esa dirección y vio que alguien había entrado en la habitación. Era una mujer, y mientras Ted la observaba con curiosidad, se sorprendió al ver que la mujer había empezado a quitarse el suéter rojo que llevaba, pasándoselo por la cabeza y dejándolo caer al suelo.

Miró a ambos lados de la calle. Sintió que las mejillas le ardían, a pesar de que estaba lloviendo a cántaros. Era extraño que algunas personas no supieran cómo funcionaba una ventana iluminada por la noche. Como no podían ver el exterior, se imaginaban que nadie les podía ver a ellos. Los niños también eran así. Ted tuvo que enseñar a sus tres hijas a correr las cortinas antes de desvestirse. Pero si nadie enseñaba a los niños a hacerlo… le parecía raro que cierta gente no lo supiera.

Le echó una mirada furtiva. La mujer se había quitado el sujetador. Ted tragó saliva. A pesar de ir atado, BP había comenzado a husmear la hierba que bordeaba el sendero del cementerio y, de forma inocente, se dirigía hacia las casas de beneficencia.

«Suelta la correa. No irá lejos.» Pero en vez de hacerlo, Ted le siguió con la correa entrelazada entre los dedos.

La mujer de la ventana empezó a peinarse. Cada vez que se pasaba el peine los pechos le subían y le bajaban. Tenía los pezones tensos, con profundas aureolas color castaño a su alrededor. Al verlos, Ted clavó los ojos en esos pechos como si fueran lo que había estado esperando toda la noche y todas las noches anteriores a ésa; Ted sintió el incipiente deseo en su ser, y después el gratificante torrente de sangre seguido del latido de la vida.

Suspiró. No le pasaba nada. Nada en absoluto. El problema radicaba en que se había sentido perseguido. Perseguir -y después pedir y obtener-era la única solución.

Estiró la correa de BP para que éste no siguiera avanzando. Se sentó a observar la mujer de la ventana y a esperar a su Eugenie.


En la capilla de St. Mary the Virgin, Eugenie no rezó, sino que esperó. Hacía años que no cruzaba el umbral de un edificio de culto, y la única razón por la que lo había hecho esa noche era para librarse de la conversación que le había prometido a Ted.

Sabía que la estaba siguiendo. No era la primera vez que había salido del club para encontrarse con la silueta de Ted bajo los árboles de la calle, pero era la primera vez que no estaba dispuesta a hablar con él. Así pues, aunque lo podría haber hecho, no se había dirigido hacia Ted en un momento en que habría tenido que explicarle lo que acababa de presenciar en el aparcamiento. En vez de hacerlo, se encaminó hacia Market Place sin tener ni la más mínima idea de adónde se dirigía.

Cuando sus ojos se posaron en la iglesia, decidió entrar y adoptar una actitud de súplica. Durante los primeros cinco minutos que permaneció en la capilla, incluso se arrodilló en uno de los polvorientos cojines, contempló la estatua de la Virgen y esperó a que las familiares palabras de devoción acudieran a su mente. Sin embargo, no lo consiguió. Tenía la cabeza llena de demasiados obstáculos para poder rezar: viejas discusiones y acusaciones, viejas fidelidades y pecados perpetrados en su nombre, contratiempos actuales con sus respectivas implicaciones, consecuencias futuras si en ese momento cometía un error.

En el pasado, había dado suficientes pasos en falso para arruinar la vida de muchísimas personas. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido que llevar a cabo una acción era como tirar una piedra en aguas tranquilas: los círculos concéntricos que forma la piedra pueden atenuarse, pero siguen existiendo.

Cuando Eugenie vio que era incapaz de rezar, se puso en pie. Se sentó con los pies sobre el suelo y se dedicó a examinar el rostro de la estatua. «No lo perdiste por propia elección, ¿verdad? -le preguntó a la Virgen en voz baja-. Entonces, ¿cómo puedo pedirte que me comprendas? Y aunque lo entendieras, ¿qué mediación te puedo pedir que hagas por mí? No puedes hacer que el tiempo retroceda. No puedes deshacer lo que ya está hecho, ¿verdad? No puedes devolver la vida a lo que está muerto y desaparecido, porque si pudieras, ya lo habrías hecho para ahorrarte la tortura de Su asesinato.

«Aunque nunca dicen que fue un asesinato, ¿no es verdad? Dicen que fue un sacrificio por una causa más grande. Es dar la vida por algo mucho más importante que la vida en sí. Como si algo pudiera ser…»

Eugenie apoyó los codos en los muslos y descansó la frente sobre las palmas de las manos. Si tenía que creer lo que su antigua religión le enseñó a creer, entonces la Virgen María habría sabido desde un buen principio lo que se esperaba de ella. Habría comprendido perfectamente que el niño que estaba criando le sería arrancado de este mundo cuando éste estuviera en la flor de la vida. Vilipendiado, apaleado, ultrajado y sacrificado, moriría ignominiosamente y ella estaría allí para presenciarlo. La fe sería la única seguridad que tendría de que Su muerte significaría algo mucho más trascendente de lo que implicaba que le escupieran a la cara y que lo clavaran en una cruz entre dos vulgares criminales. Porque, aunque la tradición religiosa cuenta que se le apareció un ángel para comunicarle los acontecimientos venideros, ¿quién podría en verdad hacer un esfuerzo mental tan grande para comprenderlo?

Así pues, tuvo que confiar en su fe ciega de que en alguna parte existía algo más grande. No en vida ni en vida de los nietos que nunca tendría. Pero allí. En alguna parte. Bastante real. Allí.

Evidentemente, todavía no había sucedido. Dos mil brutales años después, la humanidad aún estaba esperando que llegara el salvador. ¿Qué debía de pensar la Virgen María, observante y expectante desde su trono en las alturas? ¿Cómo empezó a valorar los beneficios en función del coste?

Durante años los periódicos habían servido para decirle a Eugenie que los beneficios -lo bueno-inclinaba la balanza en contra del precio que ella misma había pagado. Pero ahora ya no estaba tan segura. La Bondad Suprema que había creído servir amenazaba con desintegrarse ante ella, cual alfombra tejida cuyo constante deshilachamiento hace que el trabajo que supuso hacerla parezca una burla y ella era la única que podía poner fin a esa desintegración, si se decidía a hacerlo.

El problema era Ted. No se había propuesto intimar con él. Durante mucho tiempo no se había permitido a sí misma acercarse a nadie lo suficiente para poder fomentar intimidades de ninguna clase. Y que en ese momento se sintiera capaz -por no decir que se lo merecía-de establecer contacto con otro ser humano le parecía una forma de orgullo desmesurado que la destrozaría. Aun así, quería intimar con él de todas maneras, como si él fuera el analgésico frente una enfermedad que no se atrevía a designar.

Por lo tanto, se sentó en la iglesia. En parte, porque no quería enfrentarse con Ted Wiley todavía, antes de allanar el camino. En parte, porque aún no poseía las palabras para allanarlo.

«Dime lo que tengo que hacer, Dios -rogó-. Dime lo que tengo que decir.»

Pero Dios permaneció igual de silencioso que en los últimos años. Eugenie metió unas monedas en el platillo y salió de la iglesia.

En la calle, aún llovía sin parar. Abrió el paraguas y se encaminó hacia el río. Mientras se acercaba a la esquina, el viento empezó a arreciar; en el preciso instante en que se detenía para protegerse del viento, éste arremetió con una fuerza inusitada y le dejó el paraguas del revés.

– Déjame que te ayude, Eugenie.

Se dio la vuelta y vio a Ted, con el viejo perro empapado junto a él, el agua goteándole por la nariz y la barbilla. Su chaqueta impermeabilizada brillaba por la humedad, y tenía la gorra pegada a la cabeza.

– ¡Ted! -Fingió e hizo ver que estaba sorprendida-. ¡Pero si estás empapado! ¡Y el pobre BP! ¿Qué haces aquí con tu encantador perro?

Arregló el paraguas y lo sostuvo sobre ambos. Ella le cogió del brazo.

– Hemos empezado un nuevo programa de ejercicios -le contó-. Subimos hasta Market Place, bajamos hasta el jardín de la iglesia, y regresamos a casa cuatro veces al día. ¿Qué haces tú aquí? No acabarás de salir de la iglesia, ¿verdad?

«Sabes que acabo de hacerlo -quería decirle-. Lo que no sabes es el porqué.» Pero en vez de eso, le dijo dulcemente:

– Descansando un poco después de la reunión del Comité. ¿Te acuerdas del Comité de Nochevieja? Les he puesto una fecha límite para que decidan el menú. Como ya debes de saber, se han de pedir muchas cosas, y no podemos tener al abastecedor esperando hasta que ellos se pongan de acuerdo, ¿no crees?

– ¿Te diriges hacia casa?

– Sí.

– ¿Puedo…?

– Ya sabes que sí.

Qué ridículo era: estaban manteniendo una conversación trivial, cuando la cantidad de cosas importantes que tenían que decirse permanecían silenciadas.

«No confías en mí, Ted, ¿no es verdad? ¿Por qué no confías en mí? ¿Cómo podemos fomentar nuestro amor si no nos basamos en la confianza? Sé que estás preocupado porque aún no te he contado lo que te dije que te iba a contar, pero ¿por qué no te conformas por el momento con el hecho de que quiera hacerlo?»

No obstante, en ese momento no podía correr el riesgo de decirle nada. Se lo debía a vínculos más antiguos que los que sentía hacia Ted; por lo tanto, quería ordenar sus ideas antes de expresarlas.

Estuvieron hablando de cosas banales mientras se dirigían hacia el río: cómo les había ido el día, quién había entrado en la librería y cómo le iba a su madre en la residencia. Él estaba efusivo y animado. Ella se mostraba amable, aunque un poco reservada.

– ¿Cansada? -le preguntó cuando llegaron a la puerta de su casa.

– Un poco -admitió-. Ha sido un día muy largo.

Mientras le daba el paraguas, le dijo:

– Entonces no te entretendré más. -Pero su colorado rostro tenía tal gesto de impaciencia que sabía que estaba esperando a que le preguntara si quería entrar a tomar un coñac antes de irse a dormir.

Fue el aprecio que sentía hacia él lo que le hizo contarle la verdad.

– Tengo que ir a Londres, Ted.

– ¿A primera hora de la mañana?

– No, esta misma noche. Tengo una cita.

– ¿Una cita? Con esta lluvia tardarás más de una hora… ¿Has dicho una cita?

– Sí.

– ¿Qué clase de…? Eugenie… -Soltó un bufido. Eugenie oyó que maldecía en voz baja. Y parece ser que BP también lo hizo, porque el viejo perro levantó la cabeza y se quedó mirando a Ted con un gesto de sorpresa. El pobre perro estaba empapado. Como mínimo, gracias a Dios, tenía el pelaje tan grueso como el de un mamut-. Déjame que te lleve -dijo Ted por fin.

– No creo que sea muy buena idea.

– Pero…

Le puso la mano en el brazo para detenerlo, y luego la levantó para tocarle la mejilla, pero él se echó atrás y ella apartó la mano.

– ¿Estás libre mañana por la noche? -le preguntó-. ¿Quieres que quedemos para cenar?

– Ya sabes que sí.

– Entonces cenemos juntos. Aquí mismo. Mañana podremos hablar, si quieres.

Se la quedó mirando con la intención -ella lo sabía- de leer sus pensamientos, pero sin lograrlo. «Ni siquiera lo intentes -quería decirle-. He ensayado demasiado para un papel dramático que tú aún no comprendes.»

Ella lo observó fijamente, a la espera de su respuesta. La luz de la sala de estar se filtró a través de la ventana y reveló un rostro marcado por la edad y por preocupaciones que él no se atrevía a nombrar. Le estaba agradecida porque él no le contaba sus miedos más profundos. El hecho de no saber lo que le asustaba a él le daba el coraje para luchar contra todo lo que le asustaba a ella misma.

Entonces se quitó la gorra, un gesto de humildad que nunca en la vida le hubiera pedido que hiciera. Al hacerlo, su grueso pelo gris quedó expuesto a la lluvia y borró la diminuta sombra que le había ocultado la rubicunda piel de la nariz. Le hacía aparentar lo que era: un hombre mayor. Le hizo sentir lo que ella era en realidad: una mujer que no merecía el amor de un hombre tan bueno.

– Eugenie -dijo-, si crees que no puedes decirme que tú… que tú y yo… que no somos… -Volvió la cabeza hacia la librería del otro lado de la calle.

– No estoy pensando nada -le respondió-. Sólo pienso en Londres y en el viaje en coche hasta allí. Además está lloviendo. No obstante, iré con cuidado. No tienes de qué preocuparte.

Durante un momento pareció satisfecho y tal vez un poco aliviado por la seguridad que parecía transmitir.

– Eres el mundo para mí -le dijo simplemente-. ¿Lo sabes, Eugenie? Eres el mundo entero, y casi todo el día me comporto como un idiota, pero yo…

– Ya lo sé -replicó ella-. Ya lo sé. Mañana hablaremos.

– De acuerdo, entonces. -La besó de una forma extraña; se dio un golpe en la cabeza con la punta del paraguas y lo tiró a un lado.

La lluvia le caía a raudales sobre el rostro. Un coche pasó a toda velocidad por Friday Street. Sintió cómo el agua de los neumáticos le salpicaba los zapatos.

Ted se dio la vuelta y le gritó al vehículo:

– ¡Eh! ¡A ver si conducimos un poco mejor!

– No pasa nada -le replicó-. No es nada, de verdad, Ted.

Se volvió hacia ella y le dijo:

– ¡Maldita sea! ¿No era ese…? -Se detuvo.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Quién?

– Nadie. Nada. -Hizo levantar al perro para que recorriera los pocos metros que faltaban hasta su casa-. Entonces, ¿hablaremos? ¿Mañana? ¿Después de cenar?

– Sí, hablaremos -respondió ella-. Hay mucho de qué hablar.

Tenía pocos preparativos por hacer. Se lavó la cara y se cepilló los dientes. Se peinó y se cubrió la cabeza con un pañuelo azul marino. Se protegió los labios con un pintalabios incoloro y se puso el forro de invierno bajo el impermeable para protegerse del frío. Aparcar en Londres siempre era difícil, y no sabía cuánto tiempo tendría que andar en el frío aire de tormenta antes de llegar a su destino.

Bajó las estrechas escaleras con el impermeable puesto y con un bolso de mano colgándole del brazo. Entró en la cocina y cogió una fotografía enmarcada en un sencillo marco de madera. Era una de las muchísimas fotografías que había esparcidas por toda la casa. Antes de escoger, las había puesto en fila sobre la mesa como si fueran soldados, y allí seguían las restantes.

Abrazó el marco a la altura del pecho. Luego se adentró en la noche.

Tenía el coche aparcado en un patio cubierto, un lugar por el que pagaba cada mes y que estaba calle abajo. El patio estaba detrás de unas vallas eléctricas que habían sido inteligentemente diseñadas para que parecieran formar parte de los edificios con entramados de madera que había a ambos lados. Eso le daba sensación de seguridad, y a Eugenie le gustaba la seguridad. Le gustaba la sensación de seguridad que le daban las vallas y las cerraduras.

Una vez dentro del coche -un Polo de segunda mano cuyo ventilador sonaba como la ruidosa respiración de un asmático en fase terminal-dejó cuidadosamente la foto enmarcada sobre el asiento del copiloto y puso el motor en marcha. Se había preparado con antelación para ese viaje a Londres. Había comprobado el aceite y los neumáticos, y también había llenado el depósito de gasolina tan pronto como se había enterado de la fecha y el lugar. Había sucedido más tarde de lo esperado y, en un principio, se había negado, ya que se había dado cuenta de que tenía que ser a las once menos cuarto de la noche y no de la mañana. Pero de nada le serviría protestar y, además, lo sabía; por lo tanto, consintió. Su visión nocturna no era tan buena como antes, pero ya se las arreglaría.

Sin embargo, no había contado con la lluvia. A medida que salía de las afueras de Henley y que se dirigía al noroeste con rumbo a Marlow, se encontró asiendo y agarrando el volante, medio ciega por los faros de los coches que se acercaban y asustada por la forma en la que la persistente lluvia difractaba la luz en fragmentos que acribillaban el limpiaparabrisas con laceraciones ópticas.

Las cosas no mejoraron en la autopista, ya que coches y camiones lanzaban tales ráfagas de agua que el limpiaparabrisas del Polo apenas daba abasto. Las líneas de los carriles prácticamente habían desaparecido bajo el agua estancada, y las que eran visibles pasaban de parecerle serpientes retorciéndose de dolor a líneas que se movían a un lado y que se aproximaban a un carril totalmente diferente.

Hasta que no llegó a la zona de Wormwood Scrubs no se atrevió a relajar la tensión con la que asía el volante. Incluso entonces, no respiró con tranquilidad hasta que hubo salido del resbaladizo y empapado río de cemento en el que se había convertido la autopista, y hasta que no empezó a dirigirse hacia el norte en las proximidades de Maida Hill.

Tan pronto como pudo, se detuvo ante una tintorería que ya tenía las luces apagadas. Una vez allí, exhaló tal cantidad de aire que parecía que lo hubiera estado reteniendo desde que había salido de Duke Street en Henley.

Revolvió el bolso en busca de las indicaciones que se había apuntado después de consultar el callejero de Londres. Aunque había conseguido salir ilesa de la autopista, aún le quedaba una cuarta parte del viaje a través de las laberínticas calles de Londres.

En las mejores circunstancias, la ciudad era un laberinto. Por la noche, se convertía en un laberinto mal iluminado, además de tener una escasez irrisoria de señales. Pero de noche y bajo la lluvia era un infierno. Después de intentarlo tres veces, sólo consiguió llegar hasta el Campo de Deportes de Paddington. Sabiamente, cada vez que se perdía, regresaba por el mismo camino que había ido, como si fuera un taxista empeñado en descubrir dónde había cometido el primer error.

Eran casi las once y veinte cuando encontró la calle que había estado buscando al norte de Londres. Pasó otros siete minutos desesperantes dando vueltas hasta que encontró un sitio en el que aparcar.

Abrazó de nuevo la foto enmarcada, cogió el paraguas del asiento trasero del coche, y salió. La lluvia había disminuido, pero el viento aún arreciaba con fuerza. Las pocas hojas que quedaban en los árboles otoñales estaban siendo arrastradas por el aire y acababan por caer en el suelo, en la calle y en los coches aparcados.

La casa que buscaba estaba en el número treinta y dos, y Eugenie cayó en la cuenta de que debía de estar en el extremo de la calle y en la otra acera. Caminó unos veinte metros por la acera. A esas horas de la noche la mayoría de las casas por las que pasaba tenían las luces apagadas, y como si ya no estuviera lo bastante nerviosa acerca de la conversación que estaba a punto de tener, su estado de ansiedad se vio acrecentado por la oscuridad y por lo que su activa imaginación le decía que podía haber oculto en los alrededores. Así pues, decidió ir con cuidado, porque así era como debía ir una mujer sola, en una ciudad y en una noche lluviosa de finales de otoño. Se aventuró a bajar de la acera y siguió avanzando por el centro de la calle, ya que así tendría tiempo de prepararse en caso de que alguien deseara atacarla.

Pensó que era poco probable, pues era un barrio respetable. Con todo, sabía lo importante que era la precaución, por lo que se sintió aliviada cuando vio la luz de unos faros que le indicaban que un coche había doblado la esquina a su espalda. Avanzaba poco a poco, al igual que había hecho ella, y hacía lo mismo que ella había hecho, es decir, buscar lo más preciado de la ciudad: un sitio donde aparcar. Se dio la vuelta, se echó hacia atrás y esperó a que el coche pasara por delante de ella. Pero mientras lo hacía, el coche se apartó y le hizo señales con las luces para indicarle que pasara.

«¡Ah! Se había equivocado», pensó mientras se volvía a poner el paraguas sobre el hombro y seguía avanzando. El coche no buscaba aparcamiento, sino que estaba esperando a que alguien saliera de la casa ante la que se encontraba. Cuando llegó a esta conclusión, se dio la vuelta y echó un vistazo hacia atrás; como si el conductor desconocido le hubiera estado leyendo los pensamientos, el conductor de repente tocó la bocina una vez, como un padre que estuviera llamando a un hijo sordo.

Eugenie siguió andando. A medida que avanzaba iba contando los números de las casas. Vio el número diez y el número doce. Cuando apenas había avanzado seis casas desde donde había aparcado el coche, la uniforme luz que tenía tras ella cambió de posición; después se apagó por completo.

«¡Qué raro!», pensó. Uno no puede dejar el coche aparcado en medio de la calle así como así. Y mientras lo pensaba, empezó a darse la vuelta. Tal como fueron las cosas, ése no fue el peor de sus errores.

De repente vio una luz brillante. La cegó al instante. Incapaz de ver, se quedó inmóvil, tal y como a menudo hacen las presas.

Un motor sonó con estrépito y el chirriar de neumáticos se oyó por toda la calzada.

Cuando el coche la derribó, su cuerpo salió disparado hacia arriba, con los brazos completamente abiertos, y la fotografía enmarcada salió volando cual cohete en el aire frío de la noche.

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