Capítulo 11

Yasmin Edwards tuvo una mañana muy ajetreada, lo cual le hizo sentirse muy satisfecha. La habían llamado media docena de personas desde un asilo de Lambeth, y las seis mujeres en cuestión se presentaron en la tienda a la vez. Ninguna necesitaba peluca -solía reservarlas para las mujeres que estaban siendo tratadas con quimioterapia o que sufrían alopecia-, pero todas querían que las maquillaran, y Yasmin se sintió feliz de poder atenderlas a todas. Sabía lo que era sentirse desgraciada por culpa de un hombre, y no se sorprendió en absoluto cuando las mujeres empezaron a hablar en voz baja sobre su aspecto y sobre los cambios que esperaban que Yasmin Edwards pudiera hacerles. Por lo tanto, Yasmin las trató con dulzura, les ofreció café y galletas, y dejó que ellas mismas decidieran lo que querían, después de mirar unas revistas.

– ¿Conseguirá que me parezca a una de éstas? -Fue la pregunta que rompió el hielo. Una de las mujeres, que no volvería a cumplir los sesenta y que debía de pesar más de ciento veinte kilos, había escogido la fotografía de una núbil modelo negra con pechos suntuosos y labios prominentes.

– ¡Si consigues que me parezca a ella, me quedo a vivir en esta maldita tienda! -exclamó una de las otras mujeres. Las tímidas sonrisas se convirtieron en enérgicas risas, y todo fue más fácil a partir de entonces.

Por extraño que parezca, fue el olor a líquido de limpieza -que Yasmin estaba usando para limpiar las mesas después de que las mujeres se fueran-lo que le hizo pensar de repente en la mañana. Durante un momento, se preguntó por qué, pero después recordó que había estado limpiando la bañera de los pocos pelos que Daniel había dejado después de acabar de lavar las pelucas la noche anterior; en ese preciso instante Katja había entrado en el cuarto de baño para cepillarse los dientes.

– ¿Vas a ir a trabajar? -le preguntó. Daniel ya se había marchado a la escuela y, en consecuencia, era la primera vez que podían hablar con libertad. O, como mínimo, eran libres para intentarlo.

– Por supuesto -contestó Katja-. ¿Qué te hace pensar que no iba a ir?

Aún tenía un ligero acento alemán. A veces Yasmin pensaba que el hecho de haber pasado veinte años sin hablar su lengua materna habría sido más que suficiente para que Katja cambiara sus hábitos más arraigados, pero aún se le notaba cierto acento. Había habido una época en la que a Yasmin le había encantado la forma de hablar inglés de su compañera, pero eso ya no era así. Era incapaz de saber cuándo el encanto había empezado a disminuir para ella. Pensó que no debía de hacer mucho tiempo. Pero no se podía permitir el lujo de poner una fecha exacta al cambio de sus sentimientos.

– Me dijo que habías faltado al trabajo. Cuatro veces en doce semanas.

Los ojos azules de Katja miraron fijamente a los de Yasmin en el espejo que había encima del lavamanos.

– ¿Y tú te lo crees, Yas? Él es policía, y tú y yo somos… ya sabes lo que somos para él: convictas que vuelven a estar en la calle. Quizá tú no te dieras cuenta, pero yo me fijé en la forma en que nos miraba. ¿Qué razón podría tener un hombre como ése para decirnos cómo son las cosas si él va a servirse de mentiras para intentar separarnos?

Yasmin no podía negar que había una parte de verdad en lo que Katja estaba diciendo. En su opinión, uno nunca podía confiar en la policía. De hecho, no se podía confiar en nadie que formara parte del sistema judicial. En el sistema legal, los abogados contaban la historia y los hechos a su manera, presentándoselos ante el juez de tal modo que la libertad bajo fianza se consideraba imprudente y, en consecuencia, los llevaban al Tribunal de lo Penal: allí llegaban a la conclusión de que una condena larga sería la única forma de erradicar lo que ellos denominaban una plaga social. Como si ella hubiera sido una enfermedad y Roger Edwards hubiera sido la persona que la hubiera infectado; sin embargo, las cosas habían ido de otro modo: ella había sido una chica de diecinueve años que llevaba mucho tiempo siendo el juguete de padrastros, hermanastros y de los amigos de ambos; él había sido un australiano rubio que siguió a su novia hasta Londres con un libro de poemas bajo el brazo, y que luego fue abandonado por ésta. Era el mismo libro de poemas que él había dejado sobre la caja registradora del supermercado Sainsbury's, donde ella le cobraba una vez a la semana; un libro de poemas que le hizo pensar que él era mejor que los hombres a los que ella estaba acostumbrada.


Y era así. Era Roger Edwards, diferente a los demás en muchos aspectos, pero no en los más importantes.

Lo que hacía que un hombre y una mujer se sintieran atraídos nunca era una cuestión simple. Y aunque lo pareciera -pene erecto y coño ardiente-, nunca lo era. No había forma de explicarlo: su propia historia y la de Roger, sus miedos y la inmensa desesperación de Roger, las necesidades comunes y los pensamientos silenciados de lo que debería significar la relación para ellos. Lo único que importaba era lo que había sucedido. Y lo que había sucedido era una pesada colección de acusaciones que eran consecuencia de sus adicciones, y una serie aún más pesada de negativas que nunca eran suficientes, no sin pruebas que a la vez provocaban más acusaciones. Y todo esto fue alimentado por una paranoia creciente que se veía incrementada a su vez por el uso de las drogas y del alcohol, hasta que llegó un momento en el que ella quería que él saliera de su vida, de la vida de su hijo, del piso, por mucho que su hijo se quedara sin padre como muchos otros chicos de su comunidad, sin padre a pesar de la promesa que se había hecho a sí misma de que Daniel no crecería atrapado en una red de mujeres.

No obstante, Roger se había negado a marcharse. Él había luchado con fuerza. Lo había hecho del modo que un hombre lucha contra otro hombre: en silencio, con ahínco y con los puños apretados. Pero la que tenía el arma era ella y, por lo tanto, la usó.

Había cumplido cinco años de condena. Había sido arrestada y acusada. Yasmin medía metro ochenta y dos y, en consecuencia, era doce centímetros más alta que su marido, así pues, señoras y señores del jurado, ¿qué necesidad tendría esa mujer de usar un cuchillo para detenerle cuando él supuestamente empezó a abusar de ella? Roger se encontraba bajo la influencia de una sustancia extraña y, por lo tanto, sus puñetazos no le habían dado de lleno o simplemente le habían rozado en vez de golpearle la oscura piel, de amoratársela o, mucho mejor, de romperle los huesos. Con todo, ella agredió a ese hombre desafortunado con un cuchillo; además, consiguió clavárselo en el cuerpo ocho veces como mínimo.

Un poco más de sangre hubiera sido útil para la investigación que llevó a cabo la policía local. Me refiero, claro está, a la sangre de Yasmin, no a la de Roger. Tal y como fueron las cosas, lo único que tenía era la historia en sí: un tipo atractivo al que lo acaba de dejar la novia se siente atraído por una chica que está escondida del mundo. La convence para que salga de su escondite; ella le promete un fresco trago de olvido. Y si él usó un poco y bebió mucho, ¿por qué tenía que preocuparse? Al fin y al cabo, era un comportamiento que le era familiar. Fue el descenso a la pobreza y el dinero que le obligaba a ganar por las noches en los portales, en los coches aparcados, o apoyada en un árbol del parque con las piernas abiertas lo que ella no había estado dispuesta a aceptar de Roger Edwards.

«¡Márchate! ¡Márchate!», le había gritado. Y esas palabras y esos gritos fueron lo que después los vecinos recordaron.

«Cuéntenos la historia, señora Edwards -le había dicho la policía junto al cuerpo ensangrentado y completamente inerte de su marido-. Lo único que tiene que hacer es contarnos la historia y nosotros ya nos encargaremos de arreglarlo todo.»

El hecho de contar la historia a la policía le había supuesto cinco años de cárcel. Su idea de arreglarlo todo se había visto plasmada en cinco años de cárcel. Durante esos años no había podido estar con su hijo, había salido de la cárcel sin nada, y se había pasado los cinco años siguientes trabajando, planificando, suplicando, pidiendo dinero prestado e intentando recuperar el tiempo perdido. Así pues, Katja tenía razón y Yasmin lo sabía. Sólo una estúpida creería en lo que dijera un policía.

Pero no sólo tenía que luchar contra las palabras del policía con respecto a las ausencias de Katja: del trabajo, del piso y de todas partes. También estaba el asunto del coche. Y aunque no pudiera confiar en ese policía negro, el coche no le podía mentir.

– Se ha roto el faro del coche, Katja -le dijo-. El policía lo estuvo examinando ayer por la noche. Me preguntó cómo se había roto.

– ¿Me estás haciendo la misma pregunta?

– Supongo que sí. -Yasmin empezó a limpiar la vieja bañera vigorosamente, como si al hacerlo y justo de esa manera pudiera eliminar las zonas en las que la porcelana se había desconchado y dejaba entrever el revestimiento de metal-. Que yo recuerde, no he chocado contra nada. ¿Y tú?

– ¿Por qué quería saberlo? ¿Y a él qué le importa cómo se rompió el faro?

Katja había acabado de cepillarse los dientes y se inclinó hacia el espejo, observándose el rostro como siempre hacía, tal y como Yasmin había estado haciendo los primeros meses después de salir de la cárcel, con el fin de comprobar que realmente estaba allí, en esa habitación en particular, sin guardias, sin muros, sin cerraduras, con lo que le quedaba de vida e intentando no asustarse demasiado ante esa extensión, vacía y desestructurada, de tiempo.

Katja se lavó la cara y se la secó con una toalla. Se dio la vuelta, se apoyó en el lavabo y observó cómo Yasmin acababa de limpiar la bañera. Cuando Yasmin cerró los grifos, Katja habló de nuevo:

– ¿Por qué nos sigue la pista, Yas?

– Te la sigue a ti -replicó Yasmin-. No va a por mí, sino a por ti. ¿Cómo se rompió el faro?

– ¡Ni siquiera sabía que estaba roto! -protestó Katja-. No he mirado… Yas, ¿con qué frecuencia examinas la parte delantera del coche? ¿Sabías que estaba roto antes de que te lo indicara él? Quizá lleve muchas semanas roto. ¿Está roto del todo? ¿Siguen funcionando las luces? Lo más probable es que alguien chocara dando marcha atrás en el aparcamiento, o en la calle.

«Es verdad», pensó Yasmin. Pero ¿no había demasiada prisa, demasiada ansiedad en las palabras de Katja para creerlas? ¿Y por qué no le había preguntado de qué faro se trataba? ¿No era lógico que quisiera saber qué faro era?

– Podría haber sucedido mientras tú lo conducías, ya que ninguna de las dos sabía que estaba roto -añadió Katja.

– Sí -admitió Yasmin-. Ya entiendo.

– Entonces…

– Quería saber dónde estabas. Fue a tu trabajo e hizo preguntas sobre ti.

– Eso es lo que dice. Pero si en verdad habló con ellos, y si ellos le contestaron que había faltado cuatro días al trabajo, ¿por qué te lo contó a ti y no a mí? Me encontraba allí de pie, en la misma habitación que vosotros dos. ¿Por qué no me preguntó el motivo de mis ausencias? Piénsalo bien.

Yasmin lo hizo. Y cayó en la cuenta de que lo que Katja le estaba diciendo tenía cierta lógica. El agente no le había preguntado nada a Katja sobre los motivos que la habían obligado a faltar al trabajo, a pesar de que los tres se encontraban en la sala de estar. Se había limitado a contárselo a Yasmin, como si fueran viejos amigos que hacía tiempo que no se veían.

– Ya sabes lo que pretende -le advirtió Katja-. Quiere separarnos porque le será útil para sus propósitos. Y si consigue hacerlo, separarnos, me refiero, no creo que después se esfuerce mucho en intentar reconciliarnos de nuevo, aunque consiga lo que quiera… sea lo que sea que desee.

– Está investigando algo -contestó Yasmin-. O a alguien. Por lo tanto…-Respiró profunda y dolorosamente-. ¿Hay algo que no me hayas contado? ¿Me estás ocultando algo?

– Es así como funciona -contestó Katja-. Sucede exactamente lo que él quiere que suceda.

– Sin embargo, no estás respondiendo a mis preguntas, ¿no es verdad?

– Porque no tengo nada que decir. Porque no tengo nada que ocultar, ni a ti ni a nadie.

Le sostuvo la mirada. Su voz era firme. Tanto los ojos como la voz albergaban promesas. También le recordaron a Yasmin la relación que habían tenido, el consuelo que una había procurado y que la otra había aceptado, y lo que finalmente había surgido de ese consuelo para perpetuar su amistad. Pero en el corazón no había nada que no fuera indestructible. La experiencia se lo había enseñado a Yasmin Edwards.

– Katja, ¿qué pensarías si…?

– ¿Si qué?

– Si…

Katja se arrodilló en el suelo, entre la bañera y Yasmin. Suavemente, le acarició la curva de la oreja con los dedos.

– Esperaste cinco años a que saliera -afirmó-. No hay ningún si que valga, Yas.

Se besaron larga y tiernamente, y Yasmin no pensó nada de lo que había pensado en un principio: «¡Qué locura! Estoy besando a una mujer… Me está tocando… Le estoy permitiendo que me acaricie. Su boca está aquí, allí, me está besando en el preciso lugar donde quiero ser besada… Es una mujer y lo que está haciendo es… Sí, sí, lo deseo. Sí». Lo único que pensaba era lo agradable que era estar con ella, lo agradable que era sentirse segura y a salvo.

En la tienda de pelucas, volvió a poner los artículos de maquillaje dentro de la caja y tiró a la basura los rollos de cocina que había usado para limpiar los asientos en que las mujeres se habían sentado, una por una, para que las embelleciera. Sonrió al recordarlas mentalmente, sonrientes, riéndose como adolescentes, disfrutando la oportunidad de ser algo más de lo que habían elegido ser. A Yasmin Edwards le gustaba su trabajo. Cuando lo pensaba, se hacía cruces al ver que una temporada en la cárcel le había proporcionado un oficio útil, una compañera y una vida que amaba. Sabía que era muy extraño haber conseguido todo eso después de los problemas que había tenido.

La puerta se abrió a sus espaldas. Seguro que era Ashaki, la hija mayor de la señora Newland, que venía a recoger la peluca recién lavada de su madre.

Yasmin se volvió hacia la puerta con una sonrisa de bienvenida.

– ¿Podría hablar un momento con usted? -le preguntó el policía negro.


El comandante Ted Wiley fue la última persona de Henley-on-Thames a la que Lynley y Havers le mostraron la fotografía de Katja Wolff. No lo habían planeado así. En circunstancias normales habría sido el primero en verla porque, si tenían en cuenta que él les había dicho que era el mejor amigo de Eugenie Davies y que tenía la librería justo delante de Doll Cottage, era la persona que tenía más probabilidades de haber visto a Katja en Henley, si es que ésta había ido por allí. No obstante, a su llegada a Friday Street, se habían encontrado con que la librería estaba cerrada y con un cartel que rezaba: VOLVERÉ ENSEGUIDA, y que decía la hora en la que el comandante tenía previsto volver. Así pues, se dedicaron a enseñar la fotografía por las otras tiendas de la calle, pero sin éxito.

Havers, que no estaba sorprendida en absoluto, exclamó con paciencia de mártir:

– ¡Seguimos la pista equivocada, inspector!

– Es una fotografía hecha en la cárcel -protestó Lynley-. ¡Es tan mala como las de los pasaportes! Es posible que no se le parezca. Probemos en el Club para Mayores de 6o Años antes de descartar la posibilidad. Si el hombre misterioso fue a buscarla allí, ¿por qué no podría haberlo hecho Katja Wolf?

El Club estaba bastante lleno, teniendo en cuenta la hora que era. La mayoría de los miembros presentes estaban enfrascados en lo que parecía un campeonato de bridge, aunque un ruidoso grupo de cuatro mujeres también estaba jugando muy en serio al Monopoly: docenas de hoteles rojos y casas verdes cubrían el tablero. Además, en una estrecha habitación que parecía ser una cocina, tres hombres y dos mujeres estaban sentados alrededor de una mesa, con carpetas abiertas ante ellos. La terrible cabeza rojiza de Georgia Ramsbottom sobresalía entre este último grupo, y el sonido de su voz retumbaba incluso con más fuerza que la de Fred Astaire, que estaba bailando muy apretado -o, como mínimo, lo simulaba- con Ginger Rogers en la pantalla de una televisión de una sala que había sido equipada con cómodos sillones.

– Pienso que sería mucho más razonable escoger a alguien del centro -decía Georgia Ramsbottom-. Como mínimo, deberíamos probarlo, Patrick. Si alguien del club deseara dirigirlo ahora que Eugenie ya no está…

Una de las mujeres la interrumpió, pero con un tono de voz más bajo. Georgia le contestó:

– Eso me parece una falta de consideración, Margery. Alguien tiene que velar por los intereses del club. Sugiero que nos olvidemos de nuestro dolor y que procedamos a ocuparnos de eso ahora mismo. Si no es hoy, tendremos que hacerlo antes de que más mensajes se queden sin responder -en ese instante señaló un fajo de Postits en los que estaban escritos los mencionados mensajes-y antes de que más facturas se queden sin pagar.

Se produjo un murmullo que bien podría ser de asentimiento o de desaprobación, algo que no acabó de quedar muy claro, ya que en ese momento Georgia Ramsbottom divisó a Lynley y a Havers. Se excusó con sus compañeros de mesa y se dirigió hacia los agentes. Les informó de que el comité ejecutivo del Club Para Mayores de 6o Años estaba reunido, como si cada uno de los temas que el comité estaba tratando fuera de importancia nacional. También les dijo que el club no podía seguir sin timón y sin director durante mucho más tiempo, aunque les explicó que «un período adecuado de luto» por Eugenie Davies no obviaba necesariamente que el proceso de sustituirla no fuera un reto.

– No creo que nos lleve mucho tiempo -le respondió Lynley-. Sólo necesitamos unos pocos minutos con cada miembro del club, de uno en uno. Si fuera tan amable de organizar…

– ¡Inspector! -exclamó Georgia, consiguiendo dotar a sus palabras de la cantidad de descaro adecuada-. Los miembros del Club para Mayores de 6o Años son gente muy reservada, honrada y seria. Si ha venido aquí pensando que alguno de ellos tuvo algo que ver con la muerte de Eugenie…

– No he venido aquí pensando en nada en particular -le interrumpió Lynley con educación, pero sin pasar por alto el pronombre de tercera persona que Georgia había usado para diferenciarse a ella del resto de los miembros del club-. Así pues, quizá pudiéramos empezar por usted, señora Ramsbottom. ¿Vamos a la oficina de la señora Davies o…?

Los miembros les siguieron con la mirada a medida que Georgia, muy estirada, los conducía hacia la puerta de la oficina. Ese día estaba abierta, y mientras entraban, Lynley se percató de que todos los objetos que habían guardado la más mínima relación con Eugenie Davies estaban colocados dentro de una caja de cartón que permanecía con aire de abandono sobre el escritorio. Se preguntó inútilmente qué entendía la señora Ramsbottom por «un período adecuado de luto» para la directora del club. Sin lugar a dudas, estaba haciendo todo lo posible por borrar cualquier rastro de Eugenie de allí.

Cuando Havers hubo cerrado la puerta y se hubo colocado delante de ella, libreta en mano, Lynley fue directo al grano. Se sentó detrás del escritorio, le hizo un gesto a Georgia Ramsbottom para indicarle que se sentara en la silla de delante y sacó la fotografía de Katja Wolff. ¿Había visto la señora Ramsbottom a esa mujer en las proximidades del club o de Henley en las semanas que precedieron a la muerte de Eugenie Davies?

Al ver la fotografía, Georgia pareció dispuesta a decir: «¿La asesina…?», en ese tipo de tono reverencial que habría sido tan útil en una novela de Agatha Christie. De repente se volvió muy servicial, como si se hubiera dado cuenta de que la policía no buscaba al asesino entre los miembros del club. Se apresuró a añadir:

– Yo ya sé que fue un asesinato, inspector, y no un simple caso de atropellamiento y fuga. El querido Teddy me lo contó cuando le llamé ayer por la noche.

Al otro lado de la sala, Havers pronunciaba con rimbombancia: Querido Teddy. «Amor frustrado entre las ruinas», implicaba su expresión. Apuntó algunas cosas en la libreta a toda prisa. Georgia oyó el sonido de su lápiz garabateando sobre el papel. Se dio la vuelta para mirarla.

– ¿Sería tan amable de mirar la fotografía, señora Ramsbottom? -le sugirió Lynley.

Georgia lo hizo. Observó la fotografía. Se la acercó al rostro. La observó desde lejos. Inclinó la cabeza. Pero no, dijo por fin, nunca había visto a la mujer de la fotografía. No. Como mínimo, en Henley-on-Thames.

– ¿La ha visto en alguna otra parte? -le preguntó Lynley.

– No, no. No quería decir eso. -Claro que tal vez la hubiera visto en Londres, ¿pasando por la calle, quizá?, cuando iba a ver a sus queridos nietos. Pero si la había visto, era incapaz de recordarla.

– Gracias -le dijo Lynley, dispuesto a despedirse de ella.

Pero reparó en que ella no tenía ninguna intención de marcharse de allí. Cruzó las piernas, pasó la mano por encima de uno de los pliegues de su falda, se alisó las medias y añadió:

– Hablará con Teddy, ¿verdad, inspector? -Más que una pregunta parecía una sugerencia-. El querido Teddy vive cerca de Eugenie, pero supongo que eso ya lo sabe, ¿no? Y si esa mujer rondaba por ahí o la visitaba, es posible que él lo sepa. De hecho, tal vez la misma Eugenie se lo contara porque eran muy buenos amigos, ¿no es verdad?, ellos dos, Teddy y Eugenie. Así pues, quizá le hiciera confidencias si esa mujer…-Entonces Georgia dudó, golpeándose ligeramente la mejilla con unos dedos cubiertos de anillos-. Pero no. ¡No! Después de todo, creo que no.

Lynley suspiró para sus adentros. No estaba dispuesto a participar en el juego de la información con esa mujer. Si quería disfrutar del poder de comunicarles lo que sabía en cuentagotas, tendría que buscarse a otro. Se permitió el lujo de decirle un «gracias, señora Ramsbottom», y le hizo un gesto a Havers para que la hiciera salir de la oficina.

Georgia reveló sus intenciones y prosiguió:

– De acuerdo. Hablé con el querido Teddy -confesó-. Tal y como ya les he dicho, lo llamé ayer por la noche. Después de todo, uno siempre quiere dar el pésame cuando otra persona ha perdido a un ser querido, incluso en situaciones en las que los niveles de devoción no estén tan equilibrados como a uno le hubiera gustado ver en la vida amorosa de un estimado amigo.

– Ese estimado amigo debe de ser el comandante Wiley -aclaró Havers con cierto grado de impaciencia.

Georgia le lanzó una mirada furibunda y se volvió de nuevo hacia Lynley:

– Inspector, creo que podría serle útil saber… no es que quiera hablar mal de los muertos… pero no creo que esto pueda considerarse hablar mal, porque, al fin y al cabo, son hechos.

– ¿Qué intenta decirme, señora Ramsbottom?

– Me estaba preguntando si debería contarle algo que tal vez no guarde ninguna relación con el caso. -Esperó algún tipo de respuesta o confirmación. Al ver que Lynley no decía nada, se sintió obligada a continuar-. Pero tal vez sí que guarde relación. Sí, es probable. Y si no se lo cuento… como pueden ver estoy pensando en el pobre Teddy. Sólo de pensar que se pudiera hacer público algo que le resultara doloroso… Se me hace difícil de soportar.

A Lynley le pareció poco probable.

– Señora Ramsbottom, si sabe algo sobre la señora Davies que nos pueda ayudar a encontrar a su asesino, le conviene contárnoslo sin rodeos.

«Y a nosotros también nos conviene», decía la expresión de Havers. Parecía que le hubiese gustado estrangular a esa mujer exasperante.

– Si no es así -añadió Lynley-, tenemos trabajo que hacer. Agente, si hiciera el favor de ayudar a la señora Ramsbottom a organizar a los demás miembros para los interrogatorios…

– Se trata de Eugenie -se apresuró a decir Georgia-. Odio tener que contárselo, pero lo haré. Es esto: ella no le correspondía, no del todo.

– ¿A qué se refiere?

– A los sentimientos de Teddy. Ella no compartía el entusiasmo de sus sentimientos hacia ella, pero él no se daba cuenta.

– Pero usted sí -apuntó Havers desde la puerta.

– No estoy ciega -le respondió a Havers por encima del hombro. Luego se volvió hacia Lynley-. Ni soy estúpida. Había otra persona y Teddy no lo sabía. De hecho, aún no lo sabe, pobre hombre.

– ¿Otra persona?

– Mucha gente estaría de acuerdo en que había algo que ocupaba la mente de Eugenie constantemente, y eso era lo que le impedía intimar con Teddy. Pero yo diría que más bien era «alguien», y que aún no se había atrevido a darle la noticia al pobre hombre.

– ¿Llegó a verla con otra persona? -le preguntó Lynley.

– No me hacía falta -contestó Georgia-. Veía perfectamente lo que hacía cuando estaba aquí: las llamadas telefónicas que respondió con la puerta cerrada, los días que se marchó a las once y media y que nunca regresó. Y esos días venía al club en coche, mientras que los demás venía andando desde Friday Street. Además, esos días que venía en coche no iba a hacer de voluntaria a la residencia de ancianos, porque a Quiet Pines iba los lunes y los miércoles.

– ¿Y qué días se marchaba a las once y media?

– Los jueves o los viernes. Siempre. Una vez al mes. Algunas veces dos. ¿A usted qué le sugiere, inspector? A mí me sugiere una cita amorosa.

Lynley pensó que podría sugerir cualquier cosa, desde una visita al médico a una sesión en la peluquería. No obstante, a pesar de que lo que Georgia Ramsbottom les estaba contando estaba adornado por el obvio desagrado que sentía hacia Eugenie Davies, Lynley no podía pasar por alto el hecho de que esa información coincidía con lo que habían visto apuntado en la agenda de la mujer muerta.

Después de darle las gracias por su cooperación -a pesar de lo mucho que había tenido que luchar para conseguirla-, Lynley mandó a la mujer de nuevo a su comité e hizo que Havers la ayudara a organizar el resto de los miembros del club para que examinaran personalmente la fotografía de Katja Wolff. Era obvio que todo el mundo quería ser útil, pero nadie fue capaz de afirmar haber visto a la mujer fotografiada en los alrededores del club.

Se dirigieron de nuevo hacia Friday Street, donde Lynley había aparcado el coche delante de la diminuta casa de Eugenie Davies. Mientras andaban, Havers le preguntó:

– ¿Satisfecho, inspector?

– ¿De qué?

– De la perspectiva Wolff. ¿Ya está satisfecho?

– No del todo.

– Pero no es posible que todavía la sigas considerando la asesina. No después de esto. -Lo dijo señalando el Club para Mayores de 6o Años con el dedo pulgar-. Si Katja Wolff atropello a Eugenie Davies, primero tendría que haber sabido adonde se dirigía esa noche, ¿no cree? O tendría que haberla seguido hasta Londres desde aquí, ¿no está de acuerdo?

– Eso me parece obvio.

– Por lo tanto, en cualquiera de los casos, tendría que haber establecido algún tipo de contacto con ella después de salir de la cárcel. Ahora bien, quizá las conversaciones telefónicas nos den una alegría y podamos comprobar que Eugenie Davies y Katja Wolff se pasaron las noches de estas doce últimas semanas hablando por teléfono como unas colegialas por razones totalmente incomprensibles. Pero si no conseguimos nada de los registros telefónicos, entonces sólo nos quedará pensar que alguien la siguió hasta Londres desde aquí. Y ambos sabemos a quién le habría resultado muy fácil hacer eso, ¿no es verdad? -Señaló la puerta de la librería, de la que ya habían quitado el cartel de VOLVERÉ ENSEGUIDA.

– Veamos lo que nos puede contar el comandante Wiley -sugirió Lynley. Después abrió la puerta.

Encontraron a Ted Wiley desempaquetando una caja de libros nuevos y disponiéndolos sobre una mesa de la que colgaba un letrero escrito a mano que rezaba: NOVEDADES. No estaba solo. En el extremo más alejado de la tienda, una mujer que llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo de cachemira estaba sentada en un cómodo sillón, bebiendo felizmente de la tapa de un termo con un libro abierto sobre las rodillas.

– Vi su coche al regresar -afirmó Wiley haciendo referencia al Bentley mientras sacaba tres libros de la caja. Les quitó el polvo uno por uno con un trapo antes de dejarlos sobre la mesa-. ¿Qué han conseguido averiguar?

Lynley pensó que ese hombre tenía una habilidad innata para dirigir y pedir. Parecía dar por sentado que los detectives de Londres habían ido hasta Henley-on-Thames con la intención de informarle sobre los últimos progresos.

– El incipiente estado de la investigación aún no nos permite llegar a ninguna conclusión, comandante Wiley -le replicó.

– Lo único que sé -afirmó Wiley- es que cuanto más tiempo pase más difícil será coger a ese cabrón. Deben de tener alguna pista. Sospechosos. Algo.

Lynley, mostrándole la fotografía de Katja Wolff, le preguntó:

– ¿Ha visto alguna vez a esta mujer? Quizás en el vecindario o en cualquier otra parte de la ciudad.

Wiley rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó unas gafas de aspecto pesado y con montura de concha; las abrió con una mano y se las colocó sobre su grande y rojiza nariz. Miró el rostro de Katja Wolff de soslayo durante sus buenos quince segundos antes de preguntar:

– ¿Quién es?

– Se llama Katja Wolff. Es la mujer que ahogó a la hija de Eugenie Davies. ¿La reconoce?

Wiley examinó la fotografía de nuevo, y por la expresión de su cara era evidente que deseaba reconocerla, posiblemente para poner fin a la ansiedad que le suponía el hecho de no saber quién había atropellado y matado a la mujer que amaba, o quizá por un motivo totalmente diferente. Pero al cabo de un rato negó con la cabeza y le devolvió la fotografía a Lynley.

– ¿Qué saben de ese tipo? -les preguntó-. Del tipo del Audi. Estaba muy furioso. Estoy seguro de que tenía intención de hacerle daño a alguien. Y la forma en la que arrancó el coche… Era precisamente la clase de desgraciado que suele cabrearse. Como no puede conseguir lo que quiere, expresa su disconformidad y eso suele tener como consecuencia un cadáver, o varios. Ya saben a la clase de gente a la que me refiero. Hungerford, Dunblane…

– No le hemos descartado -respondió Lynley-. Los agentes de Londres están examinando una lista de todos los propietarios de Audis de Brighton. Pronto sabremos algo.

Wiley soltó un gruñido y se quitó las gafas. Las volvió a poner en el bolsillo de la chaqueta.

– Nos dijo que la señora Davies deseaba hablar con usted -apuntó Lynley-, que le dijo claramente que tenía algo que contarle. ¿Tiene alguna idea de lo que podía ser, comandante Wiley?

– Ninguna. -Wiley metió la mano en la caja para sacar más libros. Quitó el polvo de la portada, e incluso llegó a abrirlos uno por uno y a pasar los dedos por la solapa interior para ver si había alguna imperfección.

Mientras lo hacía, Lynley reflexionó sobre el hecho de que un hombre normalmente sabe si la mujer que ama corresponde a sus emociones. Un hombre también sabe -era imposible no saberlo – cuándo la pasión de la mujer que ama empieza a marchitarse. A veces se engaña a sí mismo, y lo niega hasta que llega un momento en el que ya no puede seguir haciéndolo ni escapar de ese engaño. Pero si las cosas no van bien siempre lo sabe, aunque sea de forma inconsciente. Aunque admitirlo abiertamente es una forma de tortura. Y algunos hombres son incapaces de hacer frente a esa tortura y, por lo tanto, escogen otro sistema para resolver el asunto.

– Comandante Wiley -continuó Lynley-, ayer oyó los mensajes del contestador de la señora Davies. Oyó voces de hombre y, en consecuencia, no le sorprenderá que le pregunte si la señora Davies salía con algún otro hombre además de usted, y si eso era tal vez lo que había deseado decirle.

– Lo he pensado -contestó Wiley con tranquilidad-. De hecho, no he parado de hacerlo desde que… ¡maldita sea! -Movió la cabeza a uno y otro lado y se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Sacó un pañuelo y causó tal estrépito al sonarse que seguro que interrumpió la lectura de la mujer del sillón. Ésta miró alrededor de la librería, vio a Lynley y a Havers y preguntó:

– ¿Comandante Wiley? ¿Va todo bien?

Wiley asintió con la cabeza, alzó una mano como si quisiera confirmarlo y se dio la vuelta para que no pudiera verle la cara. Debió de parecerle una respuesta adecuada, ya que prosiguió leyendo a medida que Wiley le decía a Lynley:

– Me siento como un estúpido.

Lynley esperó a que continuara. Havers empezó a golpear el cuaderno con el lápiz y frunció el ceño.

Wiley se repuso y les contó algo que le costó mucho de explicar: las noches que vigilaba la casa de Eugenie Davies desde la ventana del primer piso, y una noche en particular en la que su vigilancia fue por fin recompensada.

– Era la una de la madrugada -declaró-. Era el tipo del Audi. Y el modo en que le acarició… Sí, sí, yo la amaba y ella estaba liada con otra persona. ¿Cree posible que fuera eso lo que intentara decirme, inspector? No lo sé. No lo quise saber entonces, ni tampoco lo quiero saber ahora. ¿Qué importancia podría tener?

– Lo importante ahora es encontrar al asesino -espetó Havers.

– ¿Cree que fui yo?

– ¿Qué clase de coche tiene?

– Un Mercedes. Está ahí mismo, delante de la librería.

Havers miró a Lynley como si esperara instrucciones, y éste hizo un gesto de asentimiento. Salió a la calle y los dos hombres la observaron mientras hacía una inspección completa de la parte delantera. Era negro, pero el color no tenía ninguna importancia si no había ninguna abolladura.

– Yo nunca le habría hecho daño -declaró Wiley sosegadamente-. Yo la amaba. Confío en que comprendan lo que eso significa.

«Y lo que implica», pensó Lynley. No obstante no dijo nada; se limitó a esperar a que Havers acabara la inspección y a que entrara de nuevo. «Está limpio», le indicó la expresión de sus ojos. Lynley reparó en que se sentía desilusionada.

Wiley captó el mensaje. Se permitió el placer de decir:

– Espero que eso les satisfaga. ¿O también me quieren acusar?

– Supongo que espera que hagamos nuestro trabajo -apuntó Havers.

– Entonces, háganlo -respondió Wiley-. Ha desaparecido una de las fotografías de casa de Eugenie.

– ¿Qué clase de fotografía? -le preguntó Lynley

– La única en la que la niña salía sola.

– ¿Por qué no nos lo contó ayer?

– No me di cuenta. No me he percatado hasta esta misma mañana. Las tenía alineadas sobre la mesa de la cocina. Tres hileras de cuatro. Pero Eugenie tenía trece fotografías de sus hijos en la casa -doce de los dos y una de la niña- y, a no ser que la hubiera llevado de nuevo al piso de arriba, la fotografía ha desaparecido.

Lynley se quedó mirando a Havers. Ésta negó con la cabeza. No había visto ninguna fotografía en las tres habitaciones que había inspeccionado en el primer piso de Doll Cottage.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio esa fotografía? -le preguntó Lynley.

– Siempre que iba a su casa, las veía todas. No como estaban ayer, en la cocina, sino repartidas por la casa: en la sala de estar, en el primer piso, en el rellano, en la habitación de coser.

– Tal vez la hubiera llevado a enmarcar -sugirió Havers-. O quizá la hubiera tirado.

– Nunca habría hecho una cosa así -repuso Wiley, horrorizado.

– O quizá la regalara o se la dejara prestada a alguien.

– ¿Una fotografía de su hija? ¿A quién se la podría haber regalado?

Lynley sabía que era una pregunta que no podía quedar sin respuesta.


Cuando estuvieron de nuevo en Friday Street, Havers sugirió otra posibilidad:

– Podría habérsela enviado por correo a alguien. A su marido, por ejemplo. ¿No, inspector? ¿Viste fotografías de su hija en el piso cuando fuiste a interrogarle?

– No vi ninguna. Sólo vi fotografías de Gideon.

– ¿Te das cuenta? Habían estado en contacto por teléfono, ¿verdad? Hablaban del pánico al escenario que siente Gideon, ¿por qué no podrían haber hablado también de su hija? Así pues, él le pidió una fotografía y ella se la mandó. Eso es bastante fácil de averiguar, ¿no crees?

– Sin embargo, me parece muy extraño que no tuviera ninguna fotografía de su hija, Havers.

– La naturaleza humana es extraña -añadió Havers-. Pensaba que ya te habrías dado cuenta después de tanto tiempo en el cuerpo de policía.

Lynley no se lo podía discutir, y sugirió:

– Echemos otro vistazo a su casa para asegurarnos de que la fotografía no está ahí.

Era cuestión de pocos minutos verificarlo de nuevo y demostrar que el comandante Wiley estaba en lo cierto. Las doce fotografías de la cocina eran las únicas que quedaban en la casa.

Lynley y Havers se encontraban de pie en la sala de estar, reflexionando sobre eso, en el instante en que empezó a sonar el móvil de Lynley. Era Eric Leach, y le llamaba desde la sala de incidencias de la comisaría de Hampstead.

– Hemos encontrado a alguien -le dijo a Lynley sin preámbulo y con voz de satisfacción-. El hombre que llamó desde un número Cellnet tiene un Audi y vive en Brighton.

– ¿Ian Staines? -preguntó Lynley al recordar el nombre que habían asociado con ese número de teléfono-. ¿Su hermano?

– El mismo. -Leach les dio la dirección y Lynley la anotó en la parte trasera de una de sus tarjetas de visita-. Vayan a interrogarle -les ordenó-. ¿Han averiguado algo sobre Wolff?

– No, nada. -Lynley le explicó brevemente la conversación que habían mantenido con los miembros del Club Para Mayores de 6o Años y con el comandante Wiley, y también le contó a Leach que faltaba una fotografía.

El comisario les ofreció otra interpretación:

– Se la podría haber llevado a Londres.

– ¿Para enseñársela a alguien?

– Eso nos llevaría de nuevo a Pitchley.

– Pero ¿qué motivos podía tener para enseñarle la fotografía? ¿O para dársela?

– Estoy convencido de que desconocemos muchas cosas de esta historia -apuntó Leach-. Consigan una fotografía de Eugenie Davies. Seguro que hay alguna en la casa. O Wiley tendrá alguna. Muéstrenla en The Valley of Kings y en el Comfort Inn. Existe la posibilidad de que alguien la recuerde.

– ¿Con Pitchley?

– Le gustan mayorcitas, ¿no es verdad?


Cuando la policía se fue, Ted Wiley ordenó a la señora Dilday que vigilara la librería. Había sido una mañana tranquila, y no parecía que las cosas fueran a cambiar a lo largo de la tarde; por lo tanto, no sintió ningún remordimiento al poner a su entregada clienta a cargo de la librería. Ya era hora de que hiciera algo para merecerse el privilegio de leerse todos los libros de éxito sin comprar nada, a excepción de alguna tarjeta de felicitación; así pues, la hizo levantar de su sillón favorito y le explicó cómo funcionaba la caja registradora.

Después subió a su casa.

Se encontró a BP dormitando bajo los tenues rayos de sol. Pasó por encima del perro perdiguero y se acercó al antiguo escritorio de Connie, debajo de cuya inclinada superficie había guardado los folletos de las futuras temporadas de ópera en Viena, Santa Fe y Sydney. Había albergado la esperanza de que una de esas temporadas le serviría de telón para intensificar su relación con Eugenie. Viajarían a Austria, a los Estados Unidos o a Australia y disfrutarían con Rossini, Verdi o Mozart a medida que comprobaban lo felices que se sentían juntos y que profundizaban en la naturaleza de su amor. Se habían acercado poco a poco hacia ese fin a lo largo de tres largos y cautelosos años, y habían construido una relación que estaba compuesta de ternura, devoción, afecto y apoyo moral. Se habían dicho a sí mismos que todo lo demás que ocurría entre un hombre y una mujer que salían juntos -en particular el sexo- llegaría a formar parte de la relación con el tiempo.

Había sido un alivio para Ted después de la muerte de Connie -por no decir nada de la constante persecución que había sufrido por parte de otras mujeres-encontrarse en compañía de una mujer que había querido establecer una relación sólida antes de vivir juntos. Pero entonces, después de que la policía se marchara, Ted se había obligado por fin a aceptar una realidad que ni siquiera había sido capaz de considerar antes de ese momento: que las dudas de Eugenie, que sus cariñosos y siempre amables «aún no estoy preparada, Ted» eran en realidad una prueba de que no estaba preparada para él. Porque, ¿qué otra cosa podía significar que otro hombre la hubiera llamado por teléfono y hubiera dejado un mensaje teñido de desesperación en su contestador automático? ¿Que un hombre hubiera salido de su casa a la una de la madrugada? ¿Que un hombre se le hubiera acercado en el aparcamiento del Club Para Mayores de 6o Años y le hubiera suplicado del modo que un hombre suplica cuando todo -y especialmente su corazón- está en juego? Sólo había una respuesta a todas esas preguntas, y Ted sabía cuál era.

Se había portado como un tonto. En vez de sentirse agradecido por la bendita tregua antes de pasar a la acción que las reservas de Eugenie le habían prometido, debería haber sospechado de inmediato que estaba liada con otro hombre. Pero no lo había hecho porque Eugenie había sido un gran alivio después de las exigencias carnales de Georgia Ramsbottom.

Le había llamado la noche anterior. Su «Teddy, lo siento muchísimo. Hoy he hablado con la policía y me han dicho que Eugenie… Querido Teddy, ¿puedo hacer algo por ti?» apenas había podido ocultar el entusiasmo con el que había hecho la llamada. «Voy a venir a verte de inmediato -le había dicho-. No hay peros que valgan, querido. No puedes pasar por todo esto tú solo.»

Ni siquiera había tenido la oportunidad de protestar y no había tenido el valor de irse antes de su llegada. Se había presentado en su casa apenas diez minutos después, con una bandeja en la que llevaba su especialidad: pastel de carne y patata. Quitó el papel de aluminio que lo cubría y vio que el pastel era deprimentemente perfecto, con pequeñas crestas adornadas que parecían olas bordeando el puré de patata. Mientras le dedicaba una amplia sonrisa, le dijo: «Aún está un poco caliente, pero si lo metemos en el microondas, estará perfecto. Debes comer, Teddy, y sé que no lo estás haciendo. ¿O me equivoco?». Ni siquiera había esperado una respuesta. Se había dirigido directamente al microondas y había cerrado la puerta tan pronto como había puesto el pastel dentro, y después se había empezado a mover con rapidez por la cocina, sacando platos y cubiertos de armarios y cajones con la autoridad implícita de una mujer que quiere demostrar que está familiarizada con el domicilio de un hombre.

«Estás anonadado -le había dicho-. Lo veo en tu cara. ¡Lo siento tanto! Sé lo buenos amigos que erais. Y perder a una amiga como Eugenie… Debes permitirte expresar tu dolor, Teddy.»

«Amiga», pensó. Ni amante. Ni esposa. Ni prometida. Ni compañera. Amiga y todo lo que esa palabra implicaba.

En ese momento odió a Georgia Ramsbottom. La odió no sólo por el hecho de que había irrumpido en su soledad cual barco que rompe el hielo del océano, sino también por la agudeza de su percepción. Le había dicho como quien no quiere la cosa lo que él ni siquiera se había atrevido a pensar: su imaginación y sus anhelos habían creado el vínculo que pensaba haber tenido con Eugenie Davies.

Las mujeres que estaban interesadas por un hombre mostraban su interés. Lo mostraban pronto y sin ningún tipo de vergüenza. No podían hacer otra cosa en una época y en una sociedad en la que el número de mujeres superaba con creces a la cantidad de hombres disponibles. Georgia era una prueba de ello, al igual que las otras mujeres que la habían precedido en sus años de viudedad. Se bajaban las bragas antes de que el hombre les pudiera decir de modo tranquilizador: «¡Ya no soy tan joven!». Y si no se bajaban las bragas era porque tenían las manos demasiado ocupadas en la entrepierna. Pero Eugenie no había hecho nada de eso, ¿verdad? Recatada Eugenie. Dócil Eugenie. Maldita Eugenie.

Se había sentido tan airado que había sido incapaz de responder a los comentarios de Georgia. Deseaba golpear algo duro con el puño. Deseaba romperlo. Georgia interpretó su silencio como una especie de estoicismo, ese orgullo que era el gran logro de todos los británicos honrados. Le había dicho: «Ya lo sé. Ya lo sé. Y es espantoso, ¿verdad? Cuanto mayores seamos, más muertes tendremos que presenciar de nuestros amigos. Pero he descubierto que lo importante es cuidar a las estimadas amistades que nos quedan. Por lo tanto, no debes alejarte de los que se preocupan tanto por ti, Teddy. No estamos dispuestos a aceptarlo».

Había alargado la mano por encima de la mesa y le había acariciado el brazo con su incrustación de anillos. Había pensado de inmediato en las manos de Eugenie y en lo diferentes que eran de las de esa sanguijuela desesperada. Sin anillos, uñas bien cortas y medias lunas plateadas en la parte inferior.

«No nos des la espalda, Teddy -le había dicho Georgia mientras le apretaba el brazo con la mano-. A ninguno de nosotros. Estamos aquí para ayudarte a superarlo. Te tenemos un gran y profundo afecto. Ya lo verás.»

Parecía que su corto y desgraciado pasado con Teddy nunca hubiera existido para ella. El fracaso de Ted y el desprecio que ella había sentido al presenciarlo parecían haberse esfumado a una tierra lejana. Los años que había pasado sin marido le habían enseñado evidentemente qué era importante y qué no lo era. Era una mujer diferente, tal y como él vería una vez que él le permitiera entrar de nuevo en su vida.

Ted lo comprendió al observar cómo le acariciaba el brazo y al fijarse en la tierna sonrisa que le había dedicado. La bilis se le subió a la garganta y el cuerpo le ardía. Necesitaba aire.

Se puso en pie con brusquedad. «Ese viejo perro -dijo antes de llamarle-. ¿BP? ¿Dónde te has escondido? ¡Venga, vamos!» Luego se volvió hacia Georgia: «Lo siento, pero cuando me llamaste estaba a punto sacar a pasear al perro».

Se había escapado de ese modo, sin invitar a Georgia a que lo acompañara y sin darle la oportunidad de poder sugerirlo por sí misma. Gritó de nuevo: «¡BP, vamos! ¡Es la hora del paseo!», y había desaparecido antes de que Georgia tuviera tiempo de asimilar lo que estaba sucediendo. Sabía que Georgia deduciría que ella había actuado con demasiada rapidez. También sabía que no deduciría nada más. Y eso era importante, se percató Ted de repente. Eso era crucial: limitar lo que la mujer pudiera averiguar de él.

Había andado con rapidez, volviéndolo a sentir todo de nuevo. «Estúpido -se dijo a sí mismo-. Estúpido y ciego.» Esperando como un tonto a ver si la fulana del pueblo le hacía caso, sin darse cuenta de que era una fulana porque era demasiado joven, demasiado inexperto, demasiado impulsivo, demasiado… demasiado lacio. Sí, eso. Demasiado lacio.

Se había dirigido hacia el río, arrastrando al pobre perro tras él. Necesitaba poner cierta distancia entre él y Georgia, y quería estar fuera del piso el tiempo suficiente para asegurarse de que ella ya no estaría allí a su regreso. Ni siquiera Georgia Ramsbottom echaría a perder todas las oportunidades jugando todas sus cartas en la primera noche. Se iría de su casa. Se retiraría unos cuantos días. Después, cuando pensara que él ya se había recuperado de su escaramuza inicial, atacaría de nuevo, ofreciéndole de nuevo el más tierno de los cariños. Ted estaba convencido de que las cosas irían así.

Había girado a la izquierda en la esquina de Friday Street y del río. Avanzó a grandes pasos por la orilla del Támesis. Las farolas de la calle formaban intermitentes charcos de suero de manteca sobre la acera, y el viento convertía unas pesadas neblinas en encrespadas olas que parecían surgir del mismísimo río. Ted se subió el cuello de la chaqueta impermeabilizada y le dijo «venga, vamos» al perro, que observaba con anhelo un arbolito que acababan de plantar en las cercanías, posiblemente con la esperanza de poder echar una cabezadita bajo sus hojas. «¡Vamos, BP!» Como siempre, consiguió moverlo estirando de la correa. Continuaron a toda prisa.

Llegaron al patio de la iglesia antes de que Ted tuviera tiempo de darse cuenta. Llegaron al patio de la iglesia antes de que recordara lo que había visto allí la noche en que murió Eugenie. BP se dirigió hacia el césped, cual caballo a su establo, antes de que Ted se percatara de lo que estaba haciendo. Se dejó caer pesadamente y se puso a descansar antes de que Ted tuviera tiempo de obligarlo a ir a otra parte.

Sin querer, sin pensar, sin ni tan siquiera considerar lo que la acción implicaba, Ted sintió que los ojos se le iban del perro a las casas de beneficencia que había al final del sendero. Se dijo a sí mismo que sólo echaría un vistazo rápido para ver si la mujer que vivía en la tercera casa de la derecha tenía las cortinas echadas. Si ése no era el caso y la luz estaba encendida, le haría un favor y le haría saber que cualquier extraño que pasara por allí podría verla y… bien, calibrar sus posesiones para ver si valía la pena entrar a robar.

La luz estaba encendida. Había llegado el momento de hacer su buena obra del día. Ted alejó a BP de la lápida rebordeada que estaba husmeando y lo instó a dirigirse a toda prisa hacia el sendero. Era muy importante que llegaran a la casa de beneficencia antes de que la mujer pudiera hacer algo que resultara embarazoso para ambos. Porque si empezaba a desnudarse, tal y como había hecho la otra noche, sería incapaz de llamar a su puerta, advertirle de su indiscreción y, de ese modo, admitir que la había estado observando, ¿o no?

– Date prisa, BP-le dijo al perro-. ¡Vamos!

Llegó quince segundos tarde. Cuando tan sólo se encontraban a menos de cinco metros de distancia de la casa, ella empezó. Y fue muy rápida, tan rápida que antes de que tuviera tiempo de desviar la mirada, ya se había quitado el jersey, había echado la cabeza hacia atrás y se había quitado el sujetador. Se agachó -¿para quitarse los zapatos?, ¿las medias?, ¿los pantalones?, ¿qué?-y sus pechos caían pesadamente.

Ted tragó saliva. Pensó dos palabras -«santo cielo»- y empezó a notar las primeras respuestas de su cuerpo a lo que estaba presenciando. La había observado una vez, había estado allí una vez, había seguido con los ojos esas curvas suntuosas. Pero no podía permitirse -no podía-el culpable placer de hacerlo de nuevo. Alguien tenía que decírselo. Alguien tenía que avisarla. Debía… ¿qué?, se preguntó. ¿Había alguna mujer que no lo supiera? ¿Había alguna mujer que no supiera las mínimas normas de cautela y lo que sucedía por la noche con las ventanas iluminadas? ¿Había alguna mujer que se quitara la ropa en una habitación totalmente iluminada sin cortinas ni persianas y que no supiera que posiblemente podría haber alguien al otro lado de esos delgadísimos milímetros de cristal observándola, deseándola, fantaseando, excitándose…? Ted se dio cuenta de que ella lo sabía. Lo sabía.

Por lo tanto, había observado a esa mujer desconocida de la habitación de la casa de beneficencia por segunda vez. Esa vez se había quedado más tiempo, hipnotizado al ver cómo se untaba el cuello y los brazos con crema hidratante. Cuando usó esa misma crema sobre sus pechos suculentos, se encontró gimiendo cual preadolescente que hojea por primera vez una Playboy.

En el mismísimo patio de la iglesia, se había masturbado a escondidas. Bajo su chaqueta impermeabilizada y a medida que la lluvia empezaba a caer, se acariciaba el pene como un hombre que rociara los insectos del jardín. El orgasmo le produjo la misma satisfacción que cualquiera obtendría después de usar un pulverizador de jardín, y después del orgasmo no sintió ni alegría ni alivio; sólo una amarga vergüenza.

La sintió de nuevo en la sala de estar, ola tras ola de oscura humillación, creciendo y encrespándose mientras estaba sentado delante del viejo escritorio de Connie. Contempló la brillante fotografía de la Sydney Opera House, y después la fotografía de un teatro al aire libre de Santa Fe, donde Las Bodas de Fígaro fue cantada bajo las estrellas; la dejó también a un lado, y cogió la fotografía de una calle antigua y estrecha de Viena. Contempló esta última envuelto en una tristeza de espíritu y oyendo en su interior una voz -que era la de su madre- cerniéndose sobre él durante todos esos años de su pasado, siempre dispuesta a juzgar, y aún más dispuesta a condenar, si no a él a cualquier otra persona: «¡Qué pérdida de tiempo, Teddy! ¡No seas tan tonto!».

Sin embargo, lo era, ¿verdad? Se había pasado muchas horas imaginándose con Eugenie en un lugar u otro, como actores moviéndose en una cinta de celuloide que no permitía ni un solo defecto ni en los personajes ni en la situación. En su imaginación, no había habido ningún rayo de sol que reflejara sobre una piel que estaba envejeciendo, ni un cabello fuera de lugar en sus cabezas, ningún aliento que necesitara ser refrescado, ningún esfínter que tuviera que ser reprimido para evitar una embarazosa explosión intestinal en un momento inoportuno, ninguna uña demasiado larga, ni arrugas en la piel, y lo que era más importante, no había fracasado en el momento final. Se los había imaginado eternamente jóvenes a los ojos del otro, ya que no a los del mundo. Y eso era lo único que le había importado a Ted: cómo se veían el uno al otro.

No obstante, las cosas habían sido diferentes para Eugenie. Ahora lo comprendía. Porque no era normal para una mujer mantener a un hombre a distancia durante tantos meses que se habían convertido inexorablemente en años. No era normal. Tampoco era justo.

Llegó a la conclusión de que lo había usado como tapadera. No había ninguna otra explicación para las llamadas telefónicas que había recibido, para las visitas nocturnas, ni para el inexplicable viaje que había hecho a Londres. Lo había usado como tapadera, ya que si sus amigos comunes y las amistades de Henley -por no decir nada del Comité del Club Para Mayores de 6o Años que le daba trabajo-creían que estaba manteniendo una relación casta con el comandante Ted Wiley, sería mucho menos probable que especularan sobre el hecho de que pudiera tener una relación impúdica con cualquier otro hombre.

«Tonto. Tonto. No seas tan tonto. El hombre es el único que tropieza dos veces con la misma piedra. Creía que a estas alturas ya lo sabrías.»

Pero ¿cómo podía uno saberlo? Actuar con tanta cautela implicaría no aventurarse nunca a estar en compañía de otra persona, y Ted no quería eso. Su matrimonio con Connie -feliz y satisfactorio durante muchos años- le había hecho ser demasiado optimista. Su matrimonio con Connie le había hecho creer que ese tipo de unión era posible de nuevo, que era algo habitual por lo que uno tenía que luchar, y que si no se conseguía con facilidad, entonces se conseguiría a través de un esfuerzo basado en el amor.

«Mentiras», pensó. Todo habían sido mentiras. Mentiras que se había dicho a sí mismo y mentiras que había aceptado gustosamente mientras Eugenie se las contaba. «Todavía no estoy preparada, Ted.» Pero la realidad era que Eugenie no había estado preparada para él.

La sensación de traición que sentía era como una enfermedad que lo invadía. Empezaba en la cabeza y descendía, rezumante, poco a poco. Le parecía que la única forma de derrotarla era extrayéndosela del cuerpo, y si hubiera tenido un látigo, lo habría usado para librarse de ella; además, habría disfrutado con el dolor. Tal como estaban las cosas, sólo tenía unos cuantos folletos sobre el escritorio, esos símbolos patéticos de su imbecilidad pueril.

Los sentía lisos y brillantes bajo sus manos, y notaba cómo sus dedos empezaban a arrugarlos para acabar rompiéndolos. Su pecho soportaba un peso que podría haber sido el de sus arterias cerrándose poco a poco; sin embargo, sabía que era simplemente el fallecimiento de otra cosa mucho más necesaria para su ser que el simple corazón de un anciano.

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