Capítulo 14

Jill Foster era consciente de que a Richard no le hacía ninguna gracia tener que volver a hablar con la policía. Y Richard aún se sintió más molesto cuando se enteró de que el policía venía de ver a Gideon. Recibió esa información con aparente naturalidad a medida que le indicaba al inspector Lynley que tomara asiento, pero la forma en que tensó la boca cuando el detective le contó los hechos le indicó a Jill que no estaba contento.

El inspector Lynley observaba a Richard de cerca, como si quisiera calibrar sus reacciones más insignificantes. Eso le produjo a Jill una sensación de intranquilidad. Sabía cómo funcionaba la policía porque hacía años que leía historias en los periódicos de casos que se habían hecho famosos por lo mal resueltos que estaban y aún de muchos más casos de errores judiciales; por lo tanto, estaba versada en los extremos a los que podía llegar la policía con el fin de poder acusar falsamente a un sospechoso. Cuando se trataba de asesinatos, la policía estaba más interesada por argumentar un caso sólido en contra de alguien -en contra de cualquiera-que por llegar al fondo de lo que en realidad había sucedido, porque formular un caso en contra de alguien significaba poner fin a la investigación, lo que implicaba volver a casa para ver a sus mujeres y a sus familias a una hora razonable por una vez en la vida. Ese deseo permanecía latente en cualquier movimiento que hicieran en una investigación de asesinato, y recordar ese hecho incumbía a cualquier persona que fuera interrogada por la policía.

«La policía no es amiga nuestra, Richard -le dijo a su prometido en silencio-. No digas ni una palabra que más tarde puedan alterar y usar en tu contra.»

Y sin lugar a dudas eso era lo que estaba haciendo el detective. Fijó sus oscuros ojos -eran castaños, y no azules como uno habría esperado en una persona rubia-en Richard y esperó pacientemente la respuesta a su comentario, con una pulcra libreta abierta entre sus grandes y bonitas manos.

– Cuando nos vimos ayer, no me comentó que había estado intentando convencer a Gideon para que viera a su madre, señor Davies. Y no entiendo el porqué.

Richard estaba sentado en una silla de respaldo alto que había girado desde la mesa en la que él y Jill solían comer. Esa vez no le había ofrecido ninguna taza de té. Eso hubiera significado que daban la bienvenida al detective, y desde luego ése no era el caso. Tan pronto como hubo llegado, e incluso antes de que el inspector mencionara la visita que le había hecho a Gideon, Richard ya había protestado:

– Quiero serle útil, inspector, pero debo pedirle que sea razonable con sus visitas. Jill necesita sus horas de descanso, y si pudiéramos vernos durante el día, le estaría muy agradecido.

Los labios del policía se habían movido de tal forma que una persona ingenua habría pensado que era una sonrisa. Pero miró a Richard de una manera que indicaba que no era el tipo de hombre que estuviera acostumbrado a que le dijeran lo que tenía que hacer, ni tampoco se tomó la molestia de disculparse por haberse presentado en South Kensington ni por robarles demasiados momentos de su tiempo.

– ¿Señor Davies? -repitió Lynley.

– No le conté que estaba intentando organizar un encuentro entre Gideon y su madre porque no me lo preguntó -respondió Richard. Se volvió hacia el extremo de la mesa en el que estaba sentada Jill, con el portátil en marcha e intentando escribir por quinta vez el Acto III de la Escena I de su adaptación televisiva de Hermosos y malditos-. Supongo que querrás seguir trabajando, Jill. ¿Por qué no te vas a la mesa del estudio…?

Jill, que no iba a permitir que la condenaran a esa especie de mausoleo que Richard le había dedicado a su padre en ese lugar que él designaba el estudio, le respondió:

– De momento no tengo ningún problema para concentrarme. -Después grabó y revisó lo que acababa de escribir. Si iban a hablar de Eugenie, ella iba a estar presente.

– ¿Le había pedido ver a Gideon? -le preguntó el detective a Richard.

– No.

– ¿Está seguro?

– ¡Pues claro que estoy seguro! No quería vernos a ninguno de los dos. Esa es la elección que hizo años atrás cuando decidió marcharse sin siquiera preocuparse por decirnos adónde iba.

– ¿Qué le parecería explicarme el porqué? -le preguntó el inspector Lynley.

– ¿El porqué? ¿De qué?

– El porqué de su partida. ¿Se lo dijo alguna vez su mujer?

Richard se ofendió. Jill contuvo la respiración, intentando ignorar la puñalada que acababa de recibir en el pecho al oír esas palabras: «su mujer». En esos momentos no se podía permitir el lujo de pensar cómo le afectaba que alguien usara esas palabras para referirse a una persona que no fuera ella, porque la pregunta del detective era un asunto por el que ella estaba muy interesada. Se desvivía por saber no sólo por qué su mujer le había dejado, sino también qué había sentido él en ese momento, y lo que era más importante, cómo se sentía ahora.

– Inspector -dijo Richard con tranquilidad-. ¿Alguna vez ha perdido un hijo? ¿Lo ha perdido como consecuencia de un acto violento? ¿Lo ha perdido en manos de alguien que vive bajo su propio techo? ¿No? ¿No lo ha perdido? Bien, pues le sugiero que piense en lo que una pérdida como ésa puede hacerle a un matrimonio. No necesitaba que Eugenie me diera ninguna explicación detallada de por qué se iba. Algunos matrimonios superan las crisis de ese tipo. Otros no.

– ¿No intentó encontrarla después de que se marchara?

– No le veía ningún sentido. No quería obligar a Eugenie a permanecer en un lugar en el que no deseaba estar. Tenía que pensar en Gideon, y no soy de los que piensan que dos padres son mejor que uno para un niño, sin tener en cuenta el estado del matrimonio. Si el matrimonio no va bien, tiene que acabar. Los niños aceptan eso mucho mejor que tener que vivir en una casa que prácticamente es un campo de batalla.

– ¿Fue una separación hostil?

– Está haciendo deducciones.

– Es parte de mi trabajo.

– Pues le están llevando en la dirección equivocada. Siento desilusionarle, pero no hubo mala sangre entre Eugenie y yo.

Richard estaba irritado. Jill se lo notaba en el tono de voz, y estaba segura de que el detective también se daba cuenta. Eso la preocupaba; se movió en la silla a fin de llamar la atención de su prometido para lanzarle una mirada de advertencia que él pudiera interpretar, y así poder hacerle cambiar, si no las respuestas que le daba, el tono de voz que usaba. Comprendía muy bien el origen de esa irritación: Gideon, Gideon, siempre Gideon, lo que Gideon hacía o dejaba de hacer, lo que Gideon decía o dejaba de decir. Richard estaba enfadado porque Gideon no le había llamado para contarle que el detective había pasado a verle. Pero el detective no lo vería de esa manera. Era mucho más probable que pensara que Richard se sentía molesto porque le estaba haciendo preguntas demasiado íntimas sobre Eugenie.

– Richard, lo siento -espetó Jill-. ¿Podrías ayudarme un momento a…? -Se volvió hacia el detective con una sonrisa de desesperación-. Últimamente tengo que ir al lavabo cada quince minutos. Gracias, querido. ¡Santo Cielo! La verdad es que no me aguanto de pie. -Asió el brazo de Richard durante un momento, haciendo el papel de la mujer que se encuentra mareada, a la espera de que Richard le dijera que la acompañaría al lavabo, lo que le daría un poco de tiempo para serenarse. No obstante, para frustración suya, se limitó a rodearle la cintura con el brazo durante un momento y a decirle-: Ve con cuidado. -Pero no hizo ningún gesto que indicara que iba a acompañarla.

Intentó telegrafiarle sus intenciones. «Ven conmigo.» No obstante, o las ignoró o no captó el mensaje, porque tan pronto como vio que ella podía andar sin dificultad, la soltó del brazo y se volvió de nuevo hacia el detective.

No le quedaba otro remedio que ir al lavabo, y Jill lo hizo con toda la habilidad que pudo, teniendo en cuenta su tamaño. De todas maneras, tenía que orinar -últimamente siempre tenía que orinar- y se agachó sobre el retrete intentando oír lo que decían en la sala de la que acababa de salir.

Richard estaba hablando cuando ella regresó. Jill se sintió satisfecha al ver que Richard había conseguido dominar su genio. Hablaba con tranquilidad.

– Mi hijo tiene miedo a actuar en público, inspector, tal y como ya le he dicho. Ha perdido el valor. Si lo ha visto, también se habrá dado cuenta de que el chico no está nada bien. Bien, si Eugenie hubiera podido ayudarle de alguna manera con su problema, no habría dudado en intentarlo. Estaba dispuesto a intentarlo todo. Quiero a mi hijo. Lo último que quiero ver en este mundo es que un miedo irracional le destruya la vida.

– ¿Le pidió que fuera a verlo?

– Sí.

– ¿Por qué dejó pasar tanto tiempo desde el día del evento?

– ¿Qué evento?

– El concierto del Wigmore Hall.

Richard se sonrojó. Jill sabía que Richard odiaba que hablaran de ese día. Jill no tenía ninguna duda de que si Gideon conseguía tocar de nuevo, su padre no le permitiría ir más allá de la puerta de su casa. Después de todo, era el escenario de su humillación pública. Era mucho mejor acabar con el problema para siempre.

– Lo hemos probado todo, inspector -admitió Richard-. Aromaterapia, tratamientos contra la ansiedad, relajación, psiquiatría, todo lo posible, a excepción de que un astrólogo le hiciera la carta astral. Seguimos todos esos caminos durante meses, y Eugenie era la última oportunidad. -Observó cómo Lynley lo anotaba en la libreta, y después añadió-: A propósito, le agradecería mucho que esta información no se hiciera pública.

Lynley alzó la mirada y preguntó:

– ¿Cómo dice?

– ¡No soy tonto, inspector! -replicó Richard-. Sé cómo funcionan. No les pagan muy bien y, por lo tanto, ganan un dinero extra pasando la información que pueden. De acuerdo. Lo comprendo. Tienen bocas que alimentar. Pero lo último que Gideon necesita en este momento es que sus problemas aparezcan en los periódicos sensacionalistas.

– No suelo relacionarme con periodistas -respondió Lynley. Y luego hizo una pausa para anotar algo en su libreta-. A no ser que me vea obligado, señor Davies.

Richard entendió la amenaza implícita porque le respondió con efusión:

– ¡Escuche! ¡Estoy cooperando con usted y como mínimo…!

– ¡Richard!

Jill no pudo hacer nada por contenerse. Había demasiadas cosas en juego para dejarle continuar, y si continuaba sólo conseguiría distanciar al detective y estropear las cosas.

Richard cerró la boca de golpe y le lanzó una mirada. Con los ojos le intentó decir que recuperara el sentido común: «Dile lo que quiere saber y nos dejará en paz». Parece ser que esa vez comprendió el mensaje.

– De acuerdo -respondió-. Lo siento. Tengo los nervios de punta. Primero Gideon, luego Eugenie. Después de tantos años y cuando más la necesitábamos… Pierdo los estribos con facilidad.

– ¿Ya había organizado el encuentro? -le preguntó Lynley.

– No. La había llamado y le había dejado un mensaje en el contestador. Pero ella aún no me había respondido.

– ¿Cuándo la llamó?

– A principios de semana. No me acuerdo del día. Martes, tal vez.

– ¿Era propio de ella no contestar las llamadas?

– En ese momento no le di importancia. En el mensaje no mencioné a Gideon para nada. Sólo le decía que me llamara cuando pudiera.

– ¿Y nunca fue ella la que le pidió que organizara un encuentro por motivos propios?

– No. ¿Qué motivos podía tener? Me llamó cuando Gideon tuvo sus… dificultades en el concierto. En julio. Pero creo que eso ya se lo conté ayer.

– Y cuando lo llamaba, ¿sólo era para preguntarle sobre la enfermedad de su hijo?

– Mi hijo no sufre ninguna enfermedad -replicó Richard-. Sólo tiene miedo a tocar en público, inspector. Son nervios. Son cosas que pasan. Es parecido al bloqueo de un escritor, al escultor que no consigue moldear un trozo de arcilla, al pintor que pierde su visión durante una semana.

Jill pensó que parecía un hombre desesperado por convencerse a sí mismo, y estaba segura de que el inspector también lo notaba. Haciendo un intento por no parecer la típica mujer que excusaba al hombre que amaba, precisó:

– Richard ha dedicado su vida entera a la música de Gideon. Lo ha hecho del modo en que debe hacerlo cualquier padre de un niño prodigio: sin pensar en sí mismo. Y cuando uno dedica toda su vida a algo, es doloroso ver que el proyecto se va a pique.

– Sólo en el caso que una persona sea un proyecto -apuntó el inspector Lynley.

Se sonrojó y reprimió las ganas de contestarle. «De acuerdo -pensó-. Dejemos que disfrute de su momento de gloria. Pero no voy a permitir que me irrite.»

– En el curso de esas llamadas telefónicas, ¿le habló alguna vez su ex mujer de su hermano?

– ¿De quién? ¿De Doug?

– No, del otro. De Ian Staines.

– ¿Ian? -Richard negó con la cabeza-. Nunca. Que yo sepa, Eugenie hacía años que no lo veía.

– Me ha contado que Eugenie tenía intención de hablar con Gideon para pedirle dinero prestado. Está pasando un mal momento y…

– ¿Cuándo no ha estado Ian pasando un mal momento? -le interrumpió Richard-. Se marchó de casa cuando era adolescente, y se pasó los treinta años siguientes intentando que Doug se sintiera responsable de ello. Es obvio que si Ian se dirigió a Eugenie fue porque Doug se había quedado sin fondos. Sin embargo, Eugenie no quiso ayudarle en el pasado, me refiero a la época en que estábamos casados y en que Ian tenía problemas de dinero, y dudo mucho que ahora hubiera aceptado ayudarle. -Juntó las cejas al darse cuenta de adonde quería llegar el detective-. ¿Por qué me está haciendo preguntas sobre Ian?

– Lo vieron con Eugenie la noche que fue asesinada.

– ¡Qué horror! -murmuró Jill.

– Tiene muy mal genio -añadió Richard-. Pero no es gratuito. Su padre era un hombre rabioso. Nadie estaba a salvo de su mal genio. Lo excusaba diciendo que nunca había alzado la mano contra un miembro de su familia, pero eso era una forma especial de tortura. Y el cabrón era cura, aunque parezca imposible.

– Eso no es lo que recuerda Ian Staines -replicó Lynley.

– ¿Qué quiere decir?

– Me ha contado que les pegaba.

Richard soltó un bufido y preguntó:

– ¿Que les pegaba? Ian seguramente decía que él recibía las palizas para que los demás no tuvieran que soportarlas. Y eso lo hacía para poder conseguir que Doug y Eugenie se sintieran culpables cada vez que iba a pedirles dinero.

– Quizá les hiciera chantaje -subrayó Lynley-. A su hermano y a su hermana, me refiero. ¿Qué le sucedió al padre?

– ¿Adónde quiere llegar?

– A lo que fuera que Eugenie deseara confesarle al comandante Wiley.

Richard no dijo nada. Jill vio que las rápidas pulsaciones le enrojecían las venas de la sien.

– Hacía más de veinte años que no veía a mi mujer, inspector. Podría haber querido contarle cualquier cosa a su amante.

«Mi mujer.» Jill oyó las palabras como si fueran una pequeña lanza que le desgarrara el corazón. Asió a ciegas la tapa del portátil. La bajó y la cerró con más fuerza de la que era necesaria.

– ¿Le habló alguna vez del comandante Wiley durante alguna de sus conversaciones? -le preguntó el inspector.

– Sólo hablábamos de Gideon.

– Así pues, no sabe nada de lo que podría rondarle por la cabeza -añadió el detective.

– ¡Por el amor de Dios, ni siquiera sabía que salía con un hombre de Henley, inspector! -exclamó Richard malhumorado-. ¿Cómo quiere que sepa lo que Eugenie pensaba confesarle?

Jill intentó encontrar los sentimientos que se escondían detrás de sus palabras. Puso su reacción -y cualquier emoción que la pudiera haber causado- junto a su anterior referencia a Eugenie como su mujer, y excavó entre el polvo alrededor de ambas cosas para ver qué emociones fosilizadas podrían haber quedado intactas. Esa misma mañana había conseguido echar un vistazo al Daily Mail, y había pasado las hojas con desespero hasta encontrar una fotografía de Eugenie. En consecuencia, ahora sabía que Eugenie había sido atractiva de un modo que ella nunca podría llegar a ser. Y deseaba preguntarle al hombre que amaba si esa belleza aún le tenía obsesionado, y que si era así, qué implicaba esa obsesión. No estaba dispuesta a compartir a Richard con un fantasma. Su matrimonio iba a ser todo o nada, y si acababa siendo nada, quería saberlo con tiempo para ajustar sus planes de acuerdo con la nueva situación.

Pero ¿cómo preguntárselo? ¿Cómo sacar el tema?

– Quizá no lo relacionara directamente con lo que Eugenie deseaba contarle al comandante Wiley -apuntó el inspector Lynley.

– Entonces tampoco habría sabido de qué se trataba, inspector. Soy incapaz de adivinar los pensamientos…-Richard se detuvo con brusquedad. Se puso en pie y por un momento Jill pensó que, harto ya de hablar de su ex mujer, «mi mujer», la había llamado, iba a pedirle al policía que se fuera. Pero en vez de eso, dijo-: ¿Qué se sabe de la señorita Wolff? Tal vez Eugenie estuviera preocupada a causa de Katja. Seguro que también había recibido esa carta en la que se le comunicaba que había salido de la cárcel. Quizás estuviera asustada. Eugenie declaró contra ella en el juicio, y tal vez se hubiera imaginado que Wolff iba a ir a por ella. ¿No le parece una posibilidad?

– No obstante, nunca se lo comentó, ¿verdad?

– A mí no, pero tal vez se lo dijera al Wiley ese. Vive en Henley. Si Eugenie buscaba protección, o simplemente una sensación de seguridad o alguien que cuidara de ella, él habría sido la persona adecuada para dársela. Yo no. Y si eso era lo que quería, primero le tendría que haber explicado el porqué.

Lynley asintió con la cabeza, y parecía pensativo al decir:

– Es una posibilidad. El comandante Wiley no vivía en Inglaterra cuando su hija fue asesinada. Nos lo contó él mismo.

– Entonces, ¿sabe dónde está la señorita Wolff? -le preguntó Richard.

– Sí, hemos averiguado su paradero. -Lynley cerró la libreta de un golpe y se puso en pie. Les dio las gracias por el tiempo que le habían dedicado.

Richard, como si de repente no quisiera que el detective les dejara solos -con lo que ese «solos» implicaba-, se apresuró a decir:

– Quizá tuviera el propósito de ajustar las cuentas, inspector.

Lynley, guardándose la libreta en el bolsillo, le preguntó:

– ¿También declaró contra ella en el juicio, señor Davies?

– Sí, casi todos lo hicimos.

– Entonces vaya con cuidado hasta que consigamos aclarar las cosas.

Jill vio cómo Richard tragaba saliva.

– Sí, claro. Así lo haré -respondió Richard.

Con una inclinación de cabeza, Lynley salió del piso.

De repente, Jill se asustó.

– ¡Richard! ¿No creerás que…? ¿Y si la mató esa mujer? Si consiguió encontrar a Eugenie, también cabe la posibilidad de que… Tú también podrías estar en peligro.

– Jill. No pasa nada.

– ¿Cómo puedes decir eso cuando Eugenie está muerta?

Richard se le acercó y le suplicó:

– Por favor, no te preocupes. Todo irá bien. Todo irá bien.

– Pero tienes que ir con cuidado. Vete con ojo… Prométemelo.

– Sí, de acuerdo. Te lo prometo. -Le acarició la mejilla-. ¡Dios mío! ¡Te has quedado blanca como el papel! No estarás preocupada, ¿verdad?

– ¡Claro que estoy preocupada! Acaba de decir que…

– ¡Basta! Ya hemos tenido suficiente. Ahora mismo te voy a llevar a casa. Y no quiero discutir, ¿de acuerdo? -La ayudó a levantarse y no se alejó de ella mientras Jill hacía los preparativos para marcharse.

– Le has dicho una cosa que no es verdad, Jill. O que, como mínimo, no lo es del todo. Antes no he hecho ningún comentario, pero ahora me gustaría aclararlo.

Jill colocó el portátil dentro del maletín y levantó los ojos a medida que cerraba la cremallera.

– ¿Qué quieres aclarar?

– Lo que has dicho: que he dedicado mi vida entera a Gideon.

– ¡Ah! ¡Eso!

– Sí, eso. Antes era verdad. Lo era hasta hace un año. Pero ahora ya no lo es. Siempre será importante para mí. ¿Cómo podría no serlo? Es mi hijo. Pero aunque fue el centro de mi mundo durante más de dos décadas, ahora ya no lo es gracias a ti.

Richard le aguantó el abrigo. Ella metió los brazos y se dio la vuelta hacia él.

– Estás contento, ¿verdad? -le preguntó-. Me refiero a nuestra relación y al bebé.

– ¿Contento? -Colocó una mano sobre su enorme estómago-. Si pudiera entrar en tu interior y pasar un rato con nuestra pequeña Cara, lo haría. Sería la única forma en que los tres podríamos estar más unidos de lo que ya estamos.

– Gracias -le dijo Jill, y lo besó, alzando la boca para juntarla con la que ya le era tan familiar, abriendo los labios, sintiendo su lengua y experimentando la correspondida pasión del deseo.

«Catherine -pensó-. Se llama Catherine», pero lo besó con anhelo y pasión, y se sintió violenta: por desearle sexualmente a pesar del avanzado estado de su embarazo. Pero de repente se sintió tan atraída hacia él que la pasión se convirtió en dolor.

– Hazme el amor -le dijo con la boca apretada contra la suya.

– ¿Aquí? -musitó-. ¿En mi incómoda cama?

– No. En mi casa. En Shepherd's Bush. Vamos. Hazme el amor, cariño.

– ¡Humm!

Los dedos de Richard encontraron sus pezones. Los apretó con suavidad. Ella suspiró. Se los apretó con más fuerza, y sintió cómo su cuerpo mandaba fuego a sus genitales a modo de respuesta.

– ¡Por favor! -musitó-. Richard. ¡Dios!

Soltó una risita y le preguntó:

– ¿Estás segura de que es lo que quieres?

– Me muero de ganas de hacer el amor contigo.

– Bien, pues tendremos que buscar una solución. -La soltó, le pasó las manos por los hombros y le observó el rostro-. Pero si pareces estar muy cansada…

Jill sintió que se desanimaba.

– Richard…

– Pero debes prometerme que después te meterás en la cama y que no abrirás los ojos hasta que no hayan pasado, como mínimo, diez horas. ¿De acuerdo?

Un sentimiento de amor -o de algo que ella entendía como tal le invadió el cuerpo. Sonrió.

– Entonces, llévame a casa ahora mismo, y disfruta conmigo. Si no haces ambas cosas, no respondo de lo que pueda suceder en tu incómoda cama.


Había momentos en los que uno debía dejarse guiar por el instinto. El agente Winston Nkata lo había visto muchas veces mientras colaboraba con algún que otro agente para investigar un caso, y reconoció esa misma inclinación en sí mismo.

Una sensación desagradable no le había abandonado en toda la tarde desde que saliera de la tienda de Yasmin Edwards. Le decía que Yasmin no se lo había contado todo. Por lo tanto, se detuvo en Kennington Park Road y salió de la tienda de comidas para llevar con un sarnosa de cordero en una mano y con un tarro de dal para usar como salsa en la otra. Su madre le guardaría la cena caliente, pero podrían pasar horas antes de que pudiera hincarle el diente al estofado de pollo que le había prometido para cenar. Mientras tanto, necesitaba algo para apaciguar sus tripas.

Masticó y se fijó en los empañados cristales de la lavandería Crushley, al otro lado de la calle y tres puertas más abajo de donde había aparcado. Había pasado por delante y había echado un vistazo en el interior cuando la puerta se había abierto de golpe, y la había visto, enorme, en la parte trasera, trabajando junto a una tabla de planchar con el vapor elevándose a su alrededor.

– ¿Hoy ha ido a trabajar? -le había preguntado a su jefe por teléfono poco después de salir de la tienda de Yasmin-. Sólo es una comprobación rutinaria. No hace falta que le diga que estoy al aparato.

– De acuerdo -le había dicho Betty Crushley, como si sostuviera un cigarro entre los labios-. Por una vez en la vida está donde debe.

– Me alegra oírlo.

– Y a mí también.

Por lo tanto, estaba esperando a que Katja Wolff saliera del trabajo. Si recorría directamente la corta distancia que la separaba del edificio Doddington Grove, entonces tendría que empezar a desconfiar de sus instintos; pero si se dirigía a cualquier otro sitio, sabría que no se había equivocado respecto a ella.

Nkata estaba mojando el último trozo de sarnosa en el tarro de dal cuando la mujer alemana salió por fin de la lavandería, con una chaqueta en el brazo. Se metió la pasta en la boca a toda prisa, dispuesto para la acción, pero Katja Wolff sólo permaneció en la acera de delante de la lavandería durante un minuto. Hacía frío, y un fuerte viento llevaba el olor a gasolina a las mejillas de los peatones, pero las bajas temperaturas no parecían importarle.

Tardó un momento en ponerse la chaqueta, y luego sacó del bolsillo una boina azul que se colocó sobre su pelo corto y rubio. Luego se subió el cuello de la chaqueta y empezó a andar por Kennington Park Road rumbo a casa.

Nkata estaba a punto de maldecir sus instintos por haberle hecho perder tanto tiempo en el preciso instante en que Katja hizo lo inesperado. En vez de girar por Braganza Street, que conducía al edificio Doddington Grove, cruzó la calle y continuó avanzando por Kennington Park Road, sin siquiera mirar en la dirección en la que tendría que haber ido. Pasó por delante de un pub, de la tienda de comidas para llevar en la que había comprado su tentempié, de una peluquería y de una papelería, y se detuvo en una parada del autobús, donde se encendió un cigarrillo y esperó entre una pequeña multitud de pasajeros potenciales. No hizo ningún caso de los dos primeros autobuses que se detuvieron, pero se subió en el tercero después de tirar la colilla al suelo. A medida que el autobús se movía pesadamente entre el tráfico, Nkata empezó a seguirla, satisfecho de no encontrarse en un coche patrulla y agradecido por la oscuridad.

No se hizo muy popular entre sus compañeros de conducción a medida que seguía al autobús, parando cada vez que éste lo hacía, manteniendo los ojos fijos en cada una de las paradas para asegurarse de que no iba a perder a Katja en la creciente oscuridad. Más de un conductor le hizo un gesto obsceno con los dedos mientras serpenteaba entre los coches, y estuvo a punto de darle a un ciclista que llevaba una máscara, cuando un pasajero apretó el botón de parada sin darle apenas tiempo al autobús para que se detuviera.

De esta manera, cruzó el sur de Londres. Katja Wolff había tomado asiento junto a una ventana y, por lo tanto, Nkata era capaz de divisar su boina azul cada vez que el autobús tomaba una curva. Confiaba en que sería capaz de verla cuando bajara del autobús, y así fue cuando, después de sufrir la peor hora punta del día, el autobús se detuvo en la estación de Clapham.

Pensó que Katja tenía intención de coger un tren, y se preguntó lo visible que sería si se tenía que montar en el mismo vagón que ella. Mucho, decidió. Pero no podía hacer nada por evitarlo y tampoco tenía tiempo para pensar en otras alternativas. Buscó con desesperación un sitio donde aparcar.

No apartó los ojos de ella a medida que ésta se abría camino entre la multitud de fuera de la estación. No obstante, en vez de entrar en la estación, tal y como había pensado que haría, se dirigió a una segunda parada de autobús, donde, después de una espera de cinco minutos, se embarcó en otro trayecto a través del sur de Londres.

Esa vez no se sentó junto a la ventana y, en consecuencia, Nkata se vio obligado a mantener los ojos bien abiertos cada vez que bajaba algún pasajero. Le estaba causando mucha ansiedad -por no decir nada de lo enfadados que estaban los otros conductores-, pero ignoró el tráfico y se concentró en lo que tocaba.

En la estación de Putney, se vio recompensado. Katja Wolff bajó del autobús y, sin siquiera mirar ni a derecha ni izquierda, empezó a andar por Upper Richmond Road.

Era imposible que Nkata pudiera seguirla en coche sin llamar la atención cual avestruz en Alaska o sin convertirse en la víctima de la ira de cualquier conductor; así pues, la adelantó y avanzó unos cincuenta metros, donde encontró una sección de dobles líneas amarillas tras una parada de autobús al otro lado de la calle. Dio la vuelta y aparcó. Después esperó, sin apartar los ojos del espejo retrovisor, y ajustándolo para poder ver la acera del otro lado.

A su debido tiempo, Katja Wolff apareció en escena. Iba con la cabeza baja y el cuello subido para protegerse del viento; por lo tanto, no se percató de su presencia. Que un coche estuviera mal aparcado en Londres no era ninguna anomalía. Aunque lo viera, a la tenue luz podría pasar por cualquier persona que iba a buscar a alguien a la parada del autobús.

Cuando Katja ya debía haber avanzado unos veinte metros, Nkata abrió la puerta del coche y empezó a seguirla. Cubrió su gran cuerpo con el abrigo a medida que le pisaba los talones, y se puso una bufanda alrededor del cuello a la vez que daba gracias a su buena suerte, ya que esa misma mañana su madre había insistido en que se la llevara. Se deslizó entre las sombras formadas por el tronco de un viejo sicómoro en el instante en que Katja Wolff se detuvo, se colocó de espaldas al viento y se encendió un cigarrillo. Despues siguió avanzando por la acera, esperó a que el tráfico disminuyera y cruzó al otro lado de la calle.

En ese punto, la carretera se convertía en un área comercial que estaba formada por una variedad de tiendas que tenían la vivienda en el piso de arriba. Allí se encontraban todo el tipo de establecimientos que la gente del barrio podría necesitar: tiendas de vídeo, quioscos, restaurantes, floristerías y similares.

Katja Wolff optó por ir a la Brasserie Frére Jacques, donde la bandera del Reino Unido y la de Francia ondeaban al viento. Era un edifico amarillo chillón, cuyos ventanales estaban cubiertos por travesaños, y cuyo interior estaba muy bien iluminado. Cuando ella entró en el bar-restaurante, Nkata esperó a tener una oportunidad para cruzar. Cuando consiguió llegar hasta allí, Katja ya se había quitado el abrigo y se lo había entregado a un camarero que le indicaba una barra que había más allá de las hileras de pequeñas mesas iluminadas por velas. No había ningún otro cliente en el restaurante, a excepción de una mujer muy bien vestida que llevaba un traje negro entallado y que estaba sentada en un taburete de la barra, con un vaso entre las manos.

«Parecía tener dinero», pensó Nkata. Se lo indicaba su corte de pelo, cortado de tal modo que el corto pelo le caía sobre el rostro cual casco elegante; se lo indicaba su atuendo, que era elegante y atemporal, el tipo de vestimenta que sólo se puede adquirir con grandes cantidades de dinero. Nkata había pasado el tiempo suficiente ojeando la revista GQ durante los años en que se había reinventado a sí mismo para saber cómo vestía la gente cuando ésta compraba casi toda su ropa en lugares como Kightsbridge, donde con veinte libras uno podría comprarse un pañuelo y poca cosa más.

Katja Wolff se acercó a esa mujer, que se bajó del taburete con una sonrisa para saludarla. Se cogieron de las manos y juntaron sus mejillas, besándose con esa distancia tan propia de los europeos. La mujer le hizo un gesto a Katja para indicarle que se sentara.

Nkata se agachó dentro de su abrigo y las observó desde un lugar en el que se había instalado, entre las sombras que había más allá de las ventanas del restaurante y al lado de un Oddbins. Si se giraban hacia él, siempre podría hacer ver que estaba leyendo los carteles de ofertas que estaban escritos en la ventana: se dio cuenta de que vendían vino español a muy buen precio. Y mientras tanto podría observarlas e intentar averiguar qué tipo de relación tenían entre ellas, a pesar de que él ya había formulado una serie de sospechas a ese respecto. Después de todo, había presenciado la familiaridad con la que se habían saludado. Además, la mujer de negro tenía dinero, y seguro que a Katja eso ya le satisfacía. En consecuencia, las piezas estaban empezando a encajar, alineándose con la mentira de la mujer alemana con respecto a dónde había estado la noche en que Eugenie Davies murió.

Sin embargo, Nkata deseaba que hubiera habido algún modo de escuchar su conversación. El modo en que se cernían sobre sus bebidas, codo a codo, sugería una charla confidencial que él se moría de ganas de oír. Y cuando Wolff le acarició el contorno de los ojos con una mano y la otra le pasó el brazo por los hombros y le dijo algo al oído, Nkata incluso consideró la posibilidad de entrar en el restaurante y de presentarse, sólo para ver cómo Katja reaccionaría al ver que la habían descubierto.

«Sí, sin lugar a dudas allí estaba pasando algo», pensó. Eso era seguramente lo que Yasmin Edwards sabía, pero de lo que no quería hablar. Porque uno siempre se da cuenta cuando su amante empieza a salir por las noches para algo más que no sea tomar el aire o ir a comprar un paquete de cigarrillos. Y la parte más difícil era llegar a aceptarlo. La gente hacía todo lo posible por evitar ver, hablar o tener que enfrentarse con algo que les resultara doloroso. Aunque fuera una estupidez no querer ver lo que sucedía en las relaciones, era sorprendente la cantidad de gente que todavía lo seguía haciendo.

Nkata empezó a mover los pies para quitarse la sensación de frío y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Las observó durante otro cuarto de hora, y cuando estaba empezando a considerar sus opciones, se dio cuenta de que las dos mujeres estaban recogiendo sus pertenencias.

Entró en Oddbins mientras ellas salían por la puerta del restaurante. Medio escondido tras un mostrador de Chianti Classico, cogió una botella como si quisiera examinar la etiqueta, mientras que el dependiente lo miraba con esa expresión que ponen todos los dependientes cuando ven a un hombre negro que toca algo que no tiene intención de comprar. Nkata lo ignoró, con la cabeza baja pero con la mirada clavada en las ventanas delanteras de la tienda. Cuando vio que Wolff y su acompañante pasaban por delante, dejó la botella de nuevo en el mostrador, se abstuvo de decirle lo que pensaba al hombre que había tras la caja registradora -¿cuándo llegaría el momento en que no tuviera que decirles «soy policía» mientras les cogía por las solapas de la camisa?-, salió de Oddbins y empezó a seguirlas.

La compañera de Katja la llevaba cogida del brazo, y ésta no paraba de hablarle mientras paseaban. Del hombro derecho le colgaba un bolso de piel del tamaño de un maletín, y lo asía con fuerza bajo el brazo, como si fuera una mujer que supiera qué podría acontecer en la calle a los desprevenidos. De ese modo, las dos mujeres siguieron andando, pero no rumbo a la estación, sino por Upper Richmond Road en dirección a Wandsworth.

Después de avanzar unos cuatrocientos metros, giraron a la izquierda. Eso las llevaría a un barrio muy poblado de hileras de viviendas y de casas semiadosadas. Nkata sabía que si entraban en una de esas casas, un poco de suerte no le bastaría para encontrarlas. Aceleró el paso y empezó a correr.

Cuando dobló la esquina se dio cuenta de que había tenido suerte. Aunque había muchas callejuelas que salían de la calle principal y que llevaban al poblado barrio, las dos mujeres aún no habían girado por ninguna de ellas. Más bien seguían avanzando delante de él, a pesar de que en ese momento la que hablaba era Katja, que iba haciendo gestos con las manos mientras la otra la escuchaba.

Giraron por Galveston Road, una pequeña calle llena de hileras de casas; algunas habían sido reconvertidas en pisos mientras que otras seguían siendo casas individuales. Era un vecindario de clase media con cortinas de encaje, edificios recién pintados, cuidados jardines y jardineras de ventana en las que plantaban pensamientos, anticipándose a la llegada del invierno. Wolff y su compañera anduvieron hasta la mitad de la calle, desde donde atravesaron una valla de hierro forjado y se acercaron a una puerta roja. Había una placa de latón con el número cincuenta y cinco entre dos estrechas ventanas translúcidas.

El jardín estaba descuidado, a diferencia de los otros jardines de la calle. A ambos lados de la puerta principal crecían malas hierbas, y los tentáculos del jazmín de un lado y de una hiniesta del otro colgaban hacia la puerta principal como si buscaran un sitio en el que anclar. Desde el otro lado de la calle, Nkata observó cómo Katja cruzaba con cautela los matojos y subía los dos escalones del porche delantero. No llamó a la puerta. Se limitó a abrirla y a entrar. Su compañera la siguió.

La puerta se cerró a su espalda y se encendió la luz de la entrada. Cinco segundos más tarde, esa luz fue reemplazada por una más tenue, que empezó a resplandecer tras las cortinas de la parte salediza de la ventana delantera. Ese tipo de cortinas sólo permitía entrever las siluetas. Pero no era necesario ver nada más para comprender lo que estaba sucediendo cuando las mujeres se estrecharon entre sus brazos y se fundieron en una sola persona.

«Bien», dijo Nkata con un suspiro. Como mínimo había visto lo que había venido a ver: una prueba concreta de la infidelidad de Katja Wolff.

Presentar esa información ante la confiada Yasmin Edwards sería más que suficiente para hacer que empezara a contarle qué pasaba con su compañera. Y si se marchaba en ese preciso instante y se iba corriendo hacia el coche, sería capaz de llegar al edificio Doddington Grove mucho antes que Katja, y de ese modo podría preparar a Yasmin para hacerle oír algo que Katja después calificaría de mentira.

Pero a medida que las dos figuras de la sala de estar de Galveston Road se separaban para disponerse a hacer lo que fuera que tuvieran en mente para darse placer, Nkata empezó a tener sus dudas. Se preguntó cómo podría sacar el tema de la infidelidad de Katja sin provocar que Yasmin Edwards deseara matar al portador de la noticia en vez de pensar en lo que implicaba.

Después se cuestionó por qué se estaba preguntando eso. Esa mujer era una imbécil; además, era una ex presidiaria. Había matado a su marido a navajazos y había cumplido cinco años de condena, y sin lugar a dudas habría aprendido unas cuantas triquiñuelas del oficio mientras estaba encarcelada. Era una mujer peligrosa y él -Winston Nkata, que había escapado a una vida que le podría haber llevado por el mismo camino que el de ella-haría bien en recordarlo.

Decidió que no tenía ninguna necesidad de ir a toda prisa al edificio Doddington Grove. Y tal como estaban las cosas en Galveston Road, tampoco parecía que Katja Wolff fuera a ir a ninguna parte en el futuro inmediato.


Al llegar a casa de los St. James, a Lynley le sorprendió que su mujer aún se encontrara allí. Casi era hora de cenar, mucho después de la hora en la que ella acostumbraba a irse. Pero cuando Joseph Cotter -suegro de St. James y el hombre que había mantenido la familia unida en la casa de Cheyne Row durante más de una década- le hizo pasar, lo primero que le dijo fue:

– Todos están en el laboratorio. Y no es de extrañar. No han parado de trabajar en todo el día. Deb también está ahí arriba, pero creo que no está cooperando tanto como lady Helen. Ni siquiera han comido. Me dijeron que no podían parar, ya que casi habían acabado.

– ¿El qué? -preguntó Lynley, dándole las gracias a Cotter cuando éste dejó la bandeja que llevaba y le cogió el abrigo.

– ¡Sólo Dios lo sabe! ¿Quiere beber algo? ¿Una taza de té? Hay bollos recién hechos. -Señaló la bandeja-. Quizá podría subírselos. Los hice para la hora del té, pero no bajó nadie.

– Ya investigaré la situación. -Lynley cogió la bandeja que Cotter había dejado precariamente sobre un paragüero-. ¿Quiere que les dé algún mensaje?

– Dígales que la cena será a las ocho y media -contestó Cotter-. Ternera con salsa de vino de Oporto. Patatas nuevas. Calabacines y zanahorias.

– No cabe duda de que eso les tentará.

Cotter soltó un bufido y replicó:

– Sí, supongo que sí, aunque es poco probable que lo haga. Pero dígales que si quieren que siga cocinando para ellos, no pueden faltar a la cena. A propósito, Peach también está allá arriba. No le dé ni un solo bollo, por mucho que se lo pida. Está a régimen.

– De acuerdo. -Obedientemente, Lynley empezó a subir la escalera.

Encontró a todo el mundo donde Cotter le había prometido que estarían: Helen y Simon estaban absortos en el estudio de una serie de gráficos que estaban extendidos sobre una mesa, mientras que Deborah examinaba una tira de negativos dentro de su cuarto oscuro. Peach estaba husmeando el suelo. Fue la primera en divisar a Lynley, y al ver la bandeja que llevaba se puso a hacer cabriolas de felicidad, moviendo la cola de un lado a otro y con los ojos resplandecientes.

– Si fuera ingenuo, pensaría que me estás dando la bienvenida -le dijo Lynley al animal-. Pero me temo que tengo órdenes estrictas de no darte de comer.

Al oírlo, St. James levantó la mirada y exclamó:

– ¡Tommy! -Después miró hacia la ventana con el ceño fruncido y añadió-: ¡Santo Cielo! ¿Qué hora es?

– Nuestros resultados no tienen ningún sentido -le dijo St. James a Lynley sin darle otra explicación-. ¿Que un gramo es la dosis mortal mínima? Se reirán de nosotros en la vista.

– ¿Cuándo es la vista?

– Mañana.

– Entonces parece que será una noche larga.

– O un suicidio colectivo.

En ese momento, Deborah se les acercó y exclamó:

– ¡Hola, Tommy! ¿Qué nos has traído? -El rostro se le iluminó-. ¡Ah, bollos! ¡Magnífico!

– Tu padre te envía un mensaje con respecto a la cena.

– ¿Comer o morir?

– Algo parecido. -Lynley miró a su mujer-. Pensaba que ya te habrías marchado hace un buen rato.

– ¿No has traído té para acompañar los bollos? -le preguntó Deborah, cogiéndole la bandeja mientras Helen decía:

– No nos hemos dado cuenta de que era tan tarde.

– Eso no es muy propio de ti -le dijo Deborah a Helen mientras dejaba la bandeja junto a un grueso libro que estaba abierto por una espeluznante ilustración de un hombre que según parecía había muerto de algo que había provocado que un vómito color verde azulado le saliera por la boca y la nariz. O bien porque se olvidó de ese dibujo poco apetecible o porque ya estaba acostumbrada a verlo, Deborah cogió un bollo-. Si no podemos confiar en ti para que nos recuerdas las horas de las comidas, Helen, ¿en quién podemos confiar? -Partió el bollo por la mitad y se puso un trozo dentro de la boca-. ¡Está buenísimo! Ni siquiera me había dado cuenta de que tenía hambre. No obstante, no me puedo comer un bollo entero si no hay nada para beber. Voy a por jerez. ¿Alguien quiere?

– Me parece una idea estupenda-St. James también cogió un bollo a medida que su mujer salía del laboratorio y se dirigía hacia la escalera-. ¡Trae vasos para todos, cariño!

– Así lo haré -gritó Deborah antes de decir-: ¡Ven, Peach! Es hora de cenar. -La perra la siguió obedientemente, sin apartar los ojos del bollo que Deborah sostenía entre las manos.

– ¿Cansada? -le preguntó Lynley a Helen. Tenía la cara muy pálida.

– Un poco -contestó, pasándose un mechón de pelo por detrás de la oreja-. Hoy nos está haciendo trabajar como esclavos.

– ¿Hay algún día que no lo haga?

– Tengo que mantener mi reputación de explotador -respondió St. James-. Pero hay una persona honrada bajo esa apariencia engañosa. Te lo demostraré. Echa un vistazo a esto, Tommy.

Se encaminaron hacia la mesa del ordenador, donde Lynley vio que había instalado el ordenador que él y Havers habían cogido de la oficina de Eugenie Davies. Junto a éste había una impresora láser, de cuya bandeja St. James cogió un fajo de papeles.

– ¿Has conseguido averiguar lo que consultó en Internet? -le preguntó Lynley-. ¡Bien hecho, Simon! Estoy impresionado y agradecido.

– Ahórrate lo de impresionado. Lo podrías haber hecho tú mismo si tuvieras unos conocimientos básicos de tecnología.

– No seas demasiado duro con él, Simon. -Helen le dedicó una sonrisa cariñosa a su marido-. No hace mucho tiempo que por fin ha aceptado usar el correo electrónico en el trabajo. No le presiones a aceptar el futuro con tanta rapidez.

– Podría ser contraproducente -asintió Lynley. Sacó las gafas del bolsillo de la chaqueta-. ¿Qué tenemos por aquí?

– Primero el uso que hizo de Internet. -St. James le explicó que el ordenador de Eugenie Davies, por no decir nada de los ordenadores en general, siempre mantenía constancia de las páginas que se habían visitado. St. James le entregó una lista, y Lynley se sintió satisfecho al ver que incluso él era capaz de reconocer que eran direcciones de Internet-. Visitó páginas muy corrientes -apuntó St. James-. Si crees que hacía algo sospechoso en la red, no creo que lo encuentres aquí.

Lynley echó un vistazo a la lista de direcciones que St. James había confeccionado tras analizar el historial de navegación de Eugenie Davies: le explicó que eran las direcciones que habría tecleado en la barra de localización con el fin de acceder a páginas concretas. Con tan sólo dejar el cursor sobre la flecha que había junto a la barra de localización y apretar el botón de la izquierda, se podía acceder con facilidad al rastro que dejaba cualquier persona después de conectarse a la red. Sin prestar demasiada atención a las explicaciones que St. James le daba sobre cómo había obtenido esa información, Lynley iba haciendo gestos de asentimiento a medida que inspeccionaba las direcciones que Eugenie Davies había escogido. Se percató de que St. James había hecho un seguimiento del uso de Internet por la mujer muerta con la precisión que le caracterizaba. Todas las páginas -como mínimo las direcciones- parecían guardar relación con su trabajo de directora del Club Para Mayores de 6o Años: había consultado de todo, desde una página dedicada a la Seguridad Social hasta otra que organizaba viajes en autocar por el Reino Unido para jubilados. También parecía que hubiera consultado algunos periódicos, principalmente Daily Mail e Independent. Y todas las páginas que había visitado con regularidad, especialmente durante los últimos cuatro meses. Eso podría confirmar lo que Richard Davies le había dicho con respecto al seguimiento que Eugenie Davies había hecho del estado de salud de Gideon a través de los periódicos.

– No creo que me sirva de mucho -asintió Lynley.

– No, pero quizás esto sí. -St. James le entregó el resto de los papeles-. Sus mensajes de correo electrónico.

– ¿Hay muchos?

– Muchísimos. Desde el primer día que se conectó a la red.

– ¿Los guardó?

– Sí, pero no tenía intención de hacerlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que la gente intenta protegerse en la red, pero que no siempre funciona. Escogen contraseñas que resultan ser evidentes para cualquier persona que los conozca…

– Tal y como hizo al escoger Sonia.

– Sí, exacto. Ése fue su primer error. El segundo consistió en no saber si su ordenador estaba programado para guardar todos los mensajes que recibía. La gente piensa que tiene intimidad, pero la verdad es que su vida es un libro abierto para cualquier persona que sepa qué teclas tocar. En el caso de la señora Davies, los mensajes que borraba iban a parar a la papelera de reciclaje, pero como nunca vació dicha papelera, los mensajes siguieron guardados en el ordenador. Sucede sin parar. La gente aprieta el botón de borrar y supone que se ha deshecho de algo, cuando lo único que ha hecho es cambiarlo de ubicación.

– Entonces, ¿están todos aquí? -Lynley señaló el fajo de papeles.

– Sí, todos los mensajes que recibió. Debes darle las gracias a Helen por haber hecho la impresión. También los ha revisado todos y te ha marcado los que parecen mensajes de trabajo con el fin de ahorrarte un poco de tiempo. Supongo que querrás leer el resto con atención.

– Muchas gracias, querida -le dijo a su mujer, que había cogido un bollo de la bandeja y estaba mordisqueando las puntas.

Examinó el fajo de papeles, dejando a un lado los que Helen había marcado como correspondencia de trabajo. Leyó los demás por orden cronológico. Buscaba cualquier cosa que pudiera ser mediañámente sospechosa, cualquier cosa de alguien que hubiera querido hacerle daño a Eugenie Davies. Y aunque sólo lo admitió para sí mismo, también buscaba algo de Webberly, algo reciente, algo que pudiera ser comprometedor para el comisario jefe.

Aunque algunos de los remitentes no usaban sus nombres verdaderos, sino apodos relacionados con su ámbito de trabajo o intereses especiales, Lynley se sintió aliviado al ver que no había ningún mensaje que pudiera ser relacionado con su superior del Nuevo Departamento de Policía de Londres. En la lista tampoco aparecía ninguna dirección de Scotland Yard, y eso aún era mucho mejor.

Lynley soltó un suspiro de alivio y siguió leyendo los mensajes, a pesar de que no encontró ninguno que procediera de alguien que se diera a conocer como Hombre Lengua, Pitchley o Pitchford. Y cuando examinó por segunda vez el primer documento que St. James le había entregado, se percató de que ninguna de las direcciones que Eugenie Davies había consultado parecía ser una tapadera inteligente para una página web en la que se concertaran encuentros sexuales. Lo cual podría llevar o no a que tacharan a Hombre Lengua-Pitchley-Pitchford de la lista.

Se dedicó de nuevo a leer la lista de mensajes de correo electrónico mientras que St. James y Helen volvían al examen detenido de los gráficos en los que habían estado trabajando a su llegada.

– El último mensaje que recibió fue la mañana del día que fue asesinada, Tommy -añadió Helen-. Es el último del montón, pero quizá quieras echarle un vistazo ahora. Me llamó la atención.

Lynley comprendió por qué cuando lo extrajo de debajo de la pila. El mensaje sólo estaba compuesto por tres frases, y sintió cierto estremecimiento al leerlas: «Debo volver a verte, Eugenie. Te lo suplico. No me ignores después de tanto tiempo».

– ¡Maldita sea! -exclamó-. «Después de tanto tiempo.»

– ¿Qué opinas? -le preguntó Helen, aunque por el tono de voz parecía que ya había llegado a sus propias conclusiones sobre el asunto.

– No lo sé.

No había ninguna despedida en el mensaje, y el remitente se encontraba entre el grupo que usaba un apodo en vez de su nombre verdadero. Jete era la palabra que precedía a la identificación del proveedor. El proveedor en sí era Claranet, aunque no llevaba asociado ningún nombre de empresa.

Eso indicaba que habían usado un ordenador personal para ponerse en contacto con Eugenie Davies, lo cual le produjo cierto grado de alivio, porque, que él supiera, Webberly no tenía ordenador en casa.

– Simon, ¿hay alguna forma de averiguar el nombre verdadero de alguien que usa un apodo? -le preguntó.

– A través del proveedor -contestó St. James-, aunque supongo que tendrás que presionarles para que te lo digan. No están obligados a hacerlo.

– Pero en una investigación por asesinato… -inquirió Helen.

– Eso sería más que suficiente -admitió St. James.

Deborah regresó con cuatro copas y un decantador.

– ¡Aquí está! -anunció-. Bollos y jerez.-Procedió a servirlo.

– Yo no quiero, Deborah. Gracias -se apresuró a decir Helen, mientras untaba un trozo de bollo con mantequilla.

– Debes beber algo -replicó Deborah-. Estamos trabajando como esclavos. Nos merecemos un premio. ¿Prefieres una tónica con ginebra, Helen? -Arrugó la nariz-. ¿En qué demonios debo estar pensando? ¿Tónica con ginebra y bollos? ¡Eso sí que parece apetecible! -Le pasó una copa a su marido y otra a Lynley-. Hoy es un día bastante señalado. Nunca me hubiera imaginado que fueras a rehusar una copa de jerez, Helen, y mucho menos después de haber sido explotada por Simon. ¿Te encuentras bien?

– Me encuentro perfectamente -respondió. Luego se volvió hacia Lynley.

Lynley pensó que era el momento perfecto. No encontraría un momento mejor para decírselo. Estaban los cuatro agradablemente reunidos en el laboratorio de St. James y, por lo tanto, qué podía refrenarle a decir como quien no quiere la cosa: «A propósito, tenemos que comunicaros una noticia, pero es probable que ya lo hayáis adivinado. ¿Ya lo habéis hecho?». Podría rodear la espalda de Helen con sus brazos a medida que hablaba. Podría continuar y besarla en la cabeza. «Obligaciones parentales -podría haber dicho a modo de broma-. Se ha acabado eso de salir por la noche y de dormir hasta tarde los domingos por la mañana. Ha llegado la hora de los pañales y del biberón del bebé.»

Pero no dijo nada de eso. Se limitó a alzar la copa para brindar con St. James y a declarar:

– Muchísimas gracias por el gran esfuerzo que has hecho con lo del ordenador, Simon. Una vez más estoy en deuda contigo. -Luego bebió un trago de jerez.

Deborah observó a Lynley y a Helen con curiosidad. Helen se dispuso a apilar los gráficos mientras St. James brindaba con Lynley. Un tenso silencio se produjo entre ellos; fue interrumpido por los rápidos pasos de Peach en las escaleras, que ya se había zampado la cena. Expectante, entró a toda prisa en el laboratorio y se colocó debajo de la mesa en la que todavía permanecían los bollos, y emitió un ladrido agudo a medida que el penacho que tenía por cola limpiaba el suelo.

– Sí, bien -espetó Deborah. Luego, dirigiéndose a la perra que ladraba de nuevo, exclamó-: ¡No, Peach! ¡No te vas a comer ningún bollo! ¡Simon, mírala! ¡Es totalmente incorregible!

El hecho de prestar atención a la perrita les sacó del apuro, y Helen empezó a recoger sus pertenencias.

– Simon, cariño, me encantaría quedarme a pasar la noche para ayudarte a solucionar el problema… -le dijo Helen a St. James.

– Ya has hecho demasiado quedándote tanto tiempo -le respondió-. Conseguiré salir del paso con heroicidad.

– Es peor que la perra -subrayó Deborah-. Desvergonzadamente manipulador. Más valdría que te marcharas antes de que te atrape.

Helen siguió sus consejos. Lynley la siguió. St. James y Deborah se quedaron en el laboratorio.

Lynley y su mujer no pronunciaron palabra hasta que se encontraron en la acera de Cheyne Row, el viento arreciando calle arriba desde el río.

– Bien -fue lo único que dijo Helen, más para sí misma que para él. Parecía triste y cansada. Lynley no sabía qué le pesaba más, si la tristeza o el cansancio, pero se lo podía imaginar.

– ¿Crees que es demasiado pronto? -le preguntó Helen.

Sin hacer nada por disimular, contestó:

– No. No. Claro que no.

– Entonces, ¿qué pasa?

Intentó pensar en una explicación, una que ambos pudieran aceptar y que no pudiera obsesionarlos en un futuro.

– No quiero hacerles daño. Me imagino cómo reaccionarán, con una expresión de satisfacción en el rostro, mientras que en su interior estarán gritando por lo injusto que es todo.

– La vida está llena de injusticias. Y tú lo sabes mejor que nadie. No puedes hacer nada por remediarlo, y tampoco eres capaz de predecir el futuro. No sabes lo que les deparará la vida. Ni tampoco lo que nos deparará a nosotros.

– Ya lo sé.

– Entonces…

– Lo sé, pero eso no basta, Helen. Tenemos que tener en cuenta sus sentimientos.

– ¿Y qué pasa con los míos?

– Lo son todo para mí. Tú lo eres todo para mí. -Se acercó a ella, le abrochó el botón superior del abrigo y le puso la bufanda alrededor del cuello-. No te quedes aquí afuera. ¿Has venido en coche? ¿Dónde lo tienes?

– Quiero hablar de esto. Te comportas como si… -Dejó que su voz se apagara. El único modo de decírselo era directamente. No existía ninguna metáfora que pudiera describir lo que ella temía, y él era consciente de ello.

Lynley deseaba tranquilizarla, pero no podía. Había imaginado alegría; había imaginado entusiasmo; había imaginado la ilusión de la anticipación compartida. Lo que no se había imaginado era el sentimiento de culpa y miedo: la certeza de que tenía que enterrar a sus muertos antes de poder dar una bienvenida de todo corazón a los vivos.

– Vayámonos a casa -sugirió-. Ha sido un día muy largo y necesitas descansar.

– Necesito algo más que simple descanso -le replicó a medida que le daba la espalda.

La observó mientras se dirigía hacia el final de la calle, donde había aparcado el coche entre los pubs King's Head y Eight Bells.


Malcolm Webberly colocó el auricular del teléfono sobre la base. Eran las doce menos cuarto y no debería haberlos llamado, pero no pudo hacer nada por evitarlo. A pesar de que su mente le había dicho que era demasiado tarde, que ya estarían durmiendo, y que aunque Tommy aún estuviera trabajando y que a Helen no le haría ninguna gracia recibir una llamada a esas horas de la noche, no le había prestado ninguna atención. Porque durante todo el día había estado esperando a que le llamaran, y al ver que no lo habían hecho, se había dado cuenta de que esa noche no sería capaz de dormir hasta que hablara con Lynley.

Podría haber llamado a Eric Leach. Podría haberle pedido las últimas noticias de la investigación, y él le habría contado todo lo que sabía. Pero involucrar a Eric le habría hecho recordarlo todo con una claridad desgarradora que no habría podido soportar, ya que Eric había estado demasiado implicado: en la casa de Kensington Square en la que todo había empezado, en casi todos los interrogatorios que había llevado a cabo, declarando en el juicio. Incluso había estado presente -al mismísimo lado de Webberly-cuando habían visto el cadáver de la niña muerta por primera vez, siendo por aquel entonces un hombre soltero que no tenía ni la más remota idea de lo que podía suponer la pérdida de un hijo.

Le había sido imposible no pensar en su hija Miranda cuando vio el cuerpo sin vida de Sonia Davies sobre la mesa de autopsias. Y cuando le hicieron el primer corte en la piel, esa incisión reveladora que nunca podría ser camuflada por otra cosa que no fuera la mutilación brutal aunque necesaria que era, se había echado atrás y había reprimido un grito de protesta al ver que semejante crueldad tenía que ser practicada sobre una persona que ya había sufrido bastante con anterioridad.

No obstante, no sólo había habido crueldad en la muerte de Sonia Davies, sino que también había habido crueldad en su vida, aunque sólo hubiera sido una crueldad natural, una irregularidad minúscula en la pantalla genética que le había causado esa enfermedad.

Había visto los informes médicos. Se había maravillado ante la sucesión de operaciones y enfermedades a las que esa diminuta niña había conseguido sobrevivir en sus dos primeros años de vida. Había dado gracias por la suerte que había tenido de procrear junto con su mujer la niña sana y llena de vida que era Miranda, y se había preguntado cómo la gente era capaz de hacer frente a ciertas situaciones en las que tendrían que aguantar cosas más duras de las que jamás se habrían imaginado.

Eric Leach se había preguntado lo mismo, y le había comentado:

– Ya entiendo por qué tenían una niñera. Era demasiado, teniendo en cuenta, además, que el abuelo estaba medio loco y que tenían un hijo que era un Mozart o algo así. No obstante, ¿por qué no contrataron a una persona cualificada para cuidar de ella? Necesitaban una enfermera, no una refugiada política.

– Fue una decisión equivocada -había asentido Webberly-. Y tendrán que pagar por ello. Pero por mucho que sufran en los tribunales o a causa de la prensa, no será nada en comparación con el sentimiento de culpa que tendrán.

– A no ser que… -Leach no había acabado la frase. Se había limitado a bajar la cabeza y a arrastrar los pies.

– A no ser, ¿qué?, sargento.

– A no ser que fuera una elección deliberada, señor. A no ser que en realidad no quisieran que la niña recibiera los cuidados adecuados, por la razón que fuera.

Webberly había permitido que su rostro expresara la aversión que había sentido. En consecuencia, le había replicado:

– No sabe de lo que está hablando. Espere a tener un hijo y verá lo que se siente. No. No espere. Ya se lo explicaré yo mismo. A uno le entran ganas de matar a alguien.

Y a medida que les había ido llegando más información durante las semanas siguientes, así es como se había sentido -con ganas de matar-, porque había sido incapaz de dejar de pensar en su hija Miranda mientras contemplaba a esa niña, completamente diferente de la suya propia. Por aquel entonces había empezado a dar los primeros pasos por la casa, siempre con su gastado burrito Eeyore de Winnie the Pooh bajo el brazo, y él veía peligros por todas partes. En todos los rincones había algo que podría causarle la muerte, destrozándole el corazón y atormentándole las entrañas. En consecuencia, había deseado vengar la muerte de Sonia Davies como si con ello pudiera garantizar la seguridad de su propia hija. «Si soy capaz de que su asesino reciba su merecido castigo, entonces Dios protegerá a Randie para recompensarme por mi rectitud.»

Claro que al principio ni siquiera había sabido que se trataba de un asesinato. Como todos los demás, había pensado que un momento de negligencia había provocado una tragedia cuyo recuerdo obsesionaría a toda la gente que había estado implicada. Pero cuando la autopsia reveló las antiguas fracturas de su esqueleto, y cuando un examen más detallado del cuerpo mostró las contusiones en los hombros y en el cuello que indicaban que había sido ahogada deliberadamente, había sentido cómo el deseo de venganza crecía en su interior. Quería vengar la muerte de esa niña, sin tener en cuenta las imperfecciones con las que había nacido. Pero también quería vengarse en nombre de la mujer que la había traído a este mundo.

No había habido testigos presenciales y las pruebas habían sido insuficientes; eso había preocupado a Leach, pero no a Webberly. El escenario del crimen hablaba por sí solo, y sabía que podría usarlo para apoyar una teoría que no tardaría mucho en formular. La bandeja de la bañera permanecía intacta, descartando por tanto la teoría de que una niñera asustada se había encontrado a la niña dentro del agua y que había pedido ayuda frenéticamente mientras intentaba sacarla de la bañera y salvarla. También estaban las medicinas -había un armario lleno- y los extensos informes médicos, y la historia tantas veces contada de que cuidar de una niña en el estado de Sonia era una gran carga. También estaban las discusiones entre la niñera y los padres, confirmadas bajo juramento por más de un habitante de la casa. También tenían las declaraciones de los padres, del hijo mayor, de los abuelos, del profesor, de la amiga que en teoría había telefoneado a la niñera la noche en cuestión, y el inquilino, la única persona que hizo todo lo posible por evitar hablar de la chica alemana. Asimismo, estaba la mismísima Katjia Wolff, que después de su declaración preliminar se encerró en un silencio incomprensible y definitivo.

Como Katja se negaba a hablar, tenía que basarse en lo que le decían los demás miembros de la casa. «Me temo que, de hecho, no vi nada esa noche…» «Claro que siempre había momentos de tensión cuando trataba con el bebé…» «No siempre tenía la paciencia que debería haber tenido, pero las circunstancias eran de lo más difíciles, ¿no es verdad?…» «Al principio parecía muy dispuesta a trabajar…» «Fue una discusión entre los tres porque ella se había vuelto a quedar dormida…» «Decidimos despedirla…» «Ella creía que no era justo…» «No estábamos dispuestos a darle referencias porque pensábamos que no estaba cualificada para el cuidado de niños…» Se fue formando un modelo de comportamiento a partir de los demás y de ella misma. Con ese modelo se había confeccionado la historia, una tela cosida de lo que se había visto y oído, y de lo que se podía concluir a partir de ambas cosas.

– El caso no está claro del todo -había dicho Leach durante una pausa en las diligencias del Tribunal de Magistrados.

– Pero sigue siendo un caso -le había contestado Webberly-. Mientras mantenga la boca cerrada, nos estará haciendo la mitad del trabajo y perjudicándose a sí misma en gran manera. Me parece imposible de creer que su abogado no se lo haya dicho.

– La prensa la está crucificando, señor. Están contando la vista palabra por palabra, y cada vez que usted habla de interrogarla y dice que «se negó a responder a sus preguntas» la está haciendo quedar…

– Eric, ¿adónde quiere ir a parar? -le había preguntado Webberly al otro agente-. No puedo hacer nada por evitar que la prensa publique lo que está publicando. No es problema nuestro. Si está preocupada por lo que pueda pensar el jurado de ese silencio, debería considerar la posibilidad de hablar y ayudarnos, ¿no cree?

Le recordó a Leach que su obligación y su trabajo consistían en resolver una situación difícil con justicia, en exponer los hechos para que el tribunal de los magistrados pudiera decidir si tenía que ir o no a juicio. Y eso era precisamente lo que había hecho. Eso era lo único que había hecho. Había hecho justicia para la familia de Sonia Davies. No podía proporcionarles paz ni que sus pesadillas se acabaran. Pero sí que podía darles eso, y, en consecuencia, lo había hecho.

En ese momento, en la cocina de su casa de Stamford Brook, Webberly estaba sentado a la mesa con una taza de chocolate caliente que se enfriaba con rapidez, y pensaba en lo que había averiguado durante su nocturna conversación telefónica con Tommy Lynley. Sus pensamientos se centraban en una cosa: Eugenie Davies había estado saliendo con un hombre, y eso le satisfacía. El hecho de que Eugenie hubiera conocido a otro hombre podría aliviar en cierta manera el remordimiento que nunca había dejado de sentir después de poner fin a su relación amorosa de una forma tan cobarde.

Había abrigado las mejores intenciones hacia ella, hasta el mismísimo día en que supo que su relación no podía continuar. Había entrado en su vida como un profesional desapasionado que quería hacerle justicia a su familia, y cuando esa situación había empezado a cambiar después de su encuentro fortuito en la Estación de Paddington y habían empezado a ser amigos, se había convencido a sí mismo de que podrían continuar siendo amigos a pesar de esa parte de él que bien pronto quiso más. Es una mujer vulnerable, se había dicho a sí mismo en el vano intento de no dar rienda suelta a sus sentimientos. Ha perdido una hija y un marido, y uno nunca debe pisar un terreno tan frágil e insustancial.

Si ella no hubiera dicho lo que tenía que haber permanecido tácito, él no se habría aventurado. O, como mínimo, eso era lo que se decía a sí mismo durante la larga temporada que duró su relación. Ella lo quiere tanto como yo, se repetía a sí mismo, y hay momentos en los que las trabas de las convenciones sociales deben ser ignoradas para poder entregarse a lo que sin duda es un bien inmejorable.

La única forma en la que había sido capaz de justificar una relación como la suya era viéndola en términos espirituales. «Me llena -se decía a sí mismo-. Lo que comparto con ella sucede en el plano del alma, no tan sólo en el del cuerpo. ¿Y cómo puede un hombre tener una vida entera sin alimentar el alma?»

Con su mujer no tenía ese tipo de relación. Se repetía que la relación con su mujer pertenecía al mundo de lo terrenal y de lo cotidiano. Era un contrato social que se basaba en la ya anticuada idea de compartir propiedades, en tener un buen apellido y perpetuarlo a través de los propios hijos, y en tener un interés mutuo por la cohabitación. Según las condiciones de ese contrato, un hombre y una mujer tenían que vivir juntos, reproducirse si era posible, y facilitarse mutuamente un tipo de vida que fuera satisfactorio para ambos. Pero en ninguna parte estaba escrito o se implicaba que tuvieran que socorrer el alma encarcelada y terrestre del otro, y ése, se repetía, era el problema del matrimonio. Daba a los participantes un falso sentimiento de seguridad. Ese sentimiento tenía como consecuencia un tipo de olvido en el que el hombre y la mujer perdían de vista sus identidades y el hecho de que eran individuos sensibles.

Eso mismo había ocurrido en su propio matrimonio. Por lo tanto, había decidido que eso no sucedería en el seno del matrimonio espiritual, y tan difícil de definir, que había tenido con Eugenie Davies.

Se siguió engañando a sí mismo a medida que el tiempo pasaba y ellos seguían viéndose. Se dijo a sí mismo que la profesión que había elegido era perfecta para respaldar la infidelidad que él había empezado a calificar de «derecho bendecido por Dios». Su trabajo siempre había requerido un horario desigual, ya que había pasado fines de semana enteros investigando casos, o a veces había tenido que salir de casa de modo repentino a causa de una llamada en medio de la noche. ¿Por qué el destino, Dios o una simple coincidencia le habían hecho elegir ese tipo de trabajo si no era para que lo usara con el fin de mejorar su crecimiento y desarrollo como ser humano? Así pues, se convenció a sí mismo de que debía continuar, representando el papel de su propio Mefistófeles, echando miles de barcos de deslealtad al mar de la vida. El hecho de que pudiera llevar una doble existencia -justificaba sus ausencias con excusas laborales-empezó a hacerle creer que esa doble existencia era su deber.

No obstante, el peor defecto de la humanidad es el deseo de tener más de todo. Y el deseo de Webberly había acabado por enturbiar lo que en un principio había sido amor celestial, calificándolo de temporal al igual que cualquier otra cosa, pero sin dejar de considerarlo menos apremiante. Después de todo, ella había puesto fin a su matrimonio. Él podría hacer lo mismo con el suyo. Sería cuestión de mantener unas cuantas conversaciones molestas con su mujer, y después sería libre.

Pero nunca había conseguido tener esas conversaciones con Frances, ya que sus fobias eran las que le habían hablado a él. Había caído en la cuenta de que él, su amor y todo el coraje que pudiera cobrar para defender a ese amor no eran nada comparado con la aflicción que se había apoderado de su mujer, y que había acabado por apoderarse de ambos.

Nunca se lo había dicho a Eugenie. Le había escrito una última carta, pidiéndole que le esperara, pero nunca le había vuelto a escribir. Nunca la había vuelto a llamar. Nunca la había vuelto a ver. En vez de todo eso, había suspendido temporalmente su vida, convenciéndose a sí mismo de que debía calibrar cada uno de los progresos de Frances, anticipando el momento en el que ella se encontrara lo suficiente bien para que él pudiera decirle que quería marcharse.

Con el tiempo se había dado cuenta de que la enfermedad de su mujer no era algo que se pudiera solucionar con facilidad; habían pasado demasiados meses, y no podía soportar la idea de ver de nuevo a Eugenie si luego tenía que separarse de ella para siempre. La cobardía le paralizaba la mano que podría haber cogido el bolígrafo o marcado el número de teléfono. Era mucho mejor convencerse de que en realidad no habían tenido nada -sólo unos cuantos años de intervalos apasionados con el disfraz de unidad amorosa- que enfrentarse con ella, tener que perderla de nuevo y reconocer que el resto de su vida carecería del significado que él se desvivía por darle. En consecuencia, dejó que las cosas pasaran y siguieran su propio rumbo, permitiendo que Eugenie pensara de él lo que quisiera.

Ella ni le había llamado ni le había buscado, y había utilizado esos hechos para asegurarse de que no se veía tan afectada como él por la relación que habían mantenido y por el brusco final de ésta. Y después de haberse convencido de eso, había empezado a borrar su imagen de su mente, y a olvidar los recuerdos de las mañanas, tardes y noches que habían pasado juntos. Al hacerlo, le había sido tan infiel como a su propia mujer. Y había pagado por ello.

No obstante, había averiguado que había conocido a un hombre, a un viudo, alguien libre para amarla y para darle todo lo que ella se merecía.

– Un hombre llamado Wiley -le había dicho Lynley por teléfono-. Nos contó que ella deseaba confesarle algo. Algo que, según parece, había evitado que ellos pudieran tener una relación.

– ¿Cree que podría haber sido asesinada para impedir que ella hablara con Wiley? -le preguntó Webberly.

– Eso sólo es una posibilidad entre muchas -le había respondido Lynley.

Había continuado haciendo una descripción de todas las demás, actuando como un perfecto caballero -en vez de emplear la cruel determinación del investigador que debería haber sido-y tampoco le dijo nada sobre lo que había descubierto sobre sus relaciones con la mujer asesinada. Se limitó a hablar largamente del hermano, del comandante Ted Wiley, de Gideon Davies, de J.W. Pitchley, también conocido por James Pitchford, y del ex marido de Eugenie.

– Wolff ha salido de la cárcel -anunció Lynley-. Hace doce semanas que está en libertad condicional. Davis no la ha visto, pero no quiere decir que ella no le haya visto a él. Y Eugenie declaró contra ella en el juicio.

– Al igual que casi todo el mundo que estuvo implicado en ese asunto. La declaración de Eugenie no fue más irrecusable que las demás, Tommy.

– Sí, bien. Creo que todo el mundo que estuvo relacionado con ese caso debería andarse con cuidado hasta que hayamos aclarado las cosas.

– ¿Cree que están en peligro?

– Es una posibilidad que no podemos descartar.

– ¡No me diga que está pensando que Katja Wolff piensa ir a por todos!

– Tal y como le he dicho, lo único que creo es que deberían tener un poco de cuidado, señor. A propósito, ha llamado Winston. La ha estado siguiendo esta misma noche hasta una casa de Wandsworth. Parecía una cita. Hay muchas cosas que no sabemos de ella.

Webberly había esperado a que Lynley continuara hablando de la cita de Katjia Wolff- por el mensaje de infidelidad que implicaba- y que lo relacionara con su propia infidelidad, pero no lo había hecho. El inspector se había limitado a decirle:

– Estamos investigando su correo electrónico y el uso que hizo de Internet. La misma mañana en que murió recibió un mensaje, y lo había leído porque estaba en la papelera de reciclaje, de alguien llamado Jete que quería verla. De hecho, suplicaba verla. «Después de tanto tiempo» habían sido sus palabras.

– ¿Se refiere al correo electrónico?

– Sí. -Lynley hizo una pausa antes de continuar-. La tecnología avanza a una rapidez que me es difícil de seguir, señor. Simon se encargó de investigar en su ordenador. También nos ha dado una lista con todos sus mensajes y con todas las páginas que consultó.

– ¿Simon? ¿Por qué ha llevado el ordenador de Eugenie a casa de St. James? ¡Por el amor de Dios, Tommy! Debería haberlo llevado directamente a…

– Sí, sí, ya lo sé… Pero quería ver… -Lynley dudó de nuevo y por fin se aventuró-. No me resulta fácil preguntarle esto, señor. ¿Tiene ordenador en casa?

– Randie tiene un portátil.

– ¿Tiene acceso a él?

– Cuando está aquí, sí, pero normalmente lo tiene en Cambridge. ¿Por qué?

– Supongo que ya sabe el porqué.

– ¿Sospecha que Jete soy yo?

– «Después de tanto tiempo.» Se trata de borrar el nombre de Jete de la lista, en el caso de que sea usted, ya que no puede haberla asesinado…

– ¡Santo Dios!

– Lo siento. Lo siento de veras. Pero tengo que decírselo. No puede haberla asesinado porque estaba en casa con una docena de testigos celebrando sus bodas de plata. Por lo tanto, si es Jete, señor, me gustaría saberlo para no tener que perder el tiempo intentando localizarle.

– O localizarla, Tommy. «Después de tanto tiempo» podría haber sido escrito por Wolff.

– Sí, es una posibilidad. ¿No es usted?

– No.

– Gracias. Es todo lo que necesito saber, señor.

– Nos ha descubierto con rapidez. A mí y a Eugenie.

– No fui yo, fue Havers.

– ¿Havers? ¿Cómo demonios…?

– Eugenie había guardado sus cartas. Estaban todas juntas en la cómoda de su dormitorio. Barbara las encontró.

– ¿Dónde están ahora? ¿Se las ha entregado a Leach?

– Pensé que no guardaban ninguna relación con el caso. ¿O sí que la guardan, señor? Porque el sentido común me indica que no puedo descartar la posibilidad de que Eugenie Davies deseara hablar con Ted Wiley sobre usted.

– Si ella deseaba hablar con Wiley sobre mí, sólo habría servido para confesarle transgresiones pasadas antes de continuar con su vida.

– ¿Hubiera sido eso propio de ella, comisario jefe?

– ¡Y tanto! -exclamó en voz baja-. ¡Muy propio de ella!

No había sido criada de ese modo, pero había vivido como una católica, con ese sentimiento profundo y poderoso de culpa y remordimiento. Eso había marcado la vida que había vivido en Henley y, sin lugar a dudas, la forma de enfrentarse con su futuro. Estaba seguro de ello.

Webberly se percató de una suave presión en el hombro. Alf había abandonado su harapiento cojín de dormir que tenía junto a la estufa, se le había acercado y había apoyado la cabeza en el brazo de su dueño, quizá sintiendo que podía necesitar un poco de consuelo canino. La presencia del perro le recordó a Webberly que no había sacado al pastor alemán a hacer su habitual paseo nocturno.

Se dirigió al piso de arriba para ver cómo estaba Frances, obligado por la punzada de culpabilidad que sentía por haber pasado las últimas cuarenta y ocho horas viviendo en mente y en espíritu, aunque no en cuerpo, con otra mujer. Encontró a su esposa en la cama de matrimonio, roncando ligeramente, y permaneció allí de pie para observarla. El sueño borraba las arrugas de ansiedad de su rostro. Aunque no la hacía parecer joven de nuevo, le daba un aire de indefensión que nunca había podido ignorar. ¿Cuántas veces a lo largo de los años había hecho eso -contemplar a su mujer mientras dormía- y cuántas veces se había preguntado cómo habían llegado a esa situación? ¿Cómo habían podido vivir tanto tiempo dejando pasar días que se convertían en semanas y rápidamente en meses sin siquiera aventurarse a comprender qué anhelos más profundos les hacían cantar en su encadenada vida -con los rostros mirando al cielo- cuando se encontraban solos? Pero él tenía la respuesta a esa pregunta, como mínimo por su parte, cuando echaba un vistazo a la ventana con las cortinas corridas del todo, sabiendo que tras ellas la ventana estaba bien cerrada, y viendo la clavija de madera que descansaba en el suelo para ser usada como medida de seguridad extra durante las noches que él no estaba en casa.

Ambos habían sentido miedo desde el principio. Sólo que los miedos de Fran habían tomado una forma mucho más aparente ante los ojos del observador fortuito. Los miedos de su esposa habían reclamado su comprensión, suplicándole su constancia de un modo no sólo abierto sino también tácito, y sus propios miedos lo habían atado a ella, y se había sentido aterrado de que pudieran llegar a convertirse en algo más obsesivo.

Un suave gemido al pie de las escaleras despertó a Webberly de sus ensoñaciones. Cubrió el destapado hombro derecho de su mujer con la manta, susurró «que duermas bien, Frances» y salió del dormitorio.

En el piso de abajo, Alfie se había acercado a la puerta principal y se había sentado, expectante, sobre las patas traseras. Se puso en pie tan pronto como Webberly entró en la cocina para coger la chaqueta y la correa del perro. Cuando Webberly se le acercó y le ató la correa al collar, Alfie se encontraba dando vueltas de alegría.

Esa noche, Webberly tenía intención de dar un paseo más corto de lo habitual: andarían por Palgrave Road, subirían por Stamford Brook Road y volverían de nuevo a Palgrave pasando por Hartswood Road. Estaba cansado. No tenía ganas de seguir a Alfie a través del parque de Prebend Gardens. Se dio cuenta de que eso no sería justo para el pastor alemán. El perro era la encarnación de la paciencia, de la tolerancia y de la fidelidad, y lo único que pedía a cambio de su devoción era comida, agua y la oportunidad de poder corretear felizmente alrededor y a través de Prebend Gardens dos veces al día. No era mucho pedir, pero esa noche Webberly no estaba de humor.

– Mañana daremos un paseo el doble de largo, Alfie- dijo al perro, prometiéndose a sí mismo que lo haría.

En la esquina de Stamford Brook Road, el tráfico avanzaba ruidosamente; no era tan denso como en otros momentos del día, pero aún resonaba con los ruidos ocasionales de autobuses y coches. Alf se sentó con obediencia, tal y como le habían enseñado a hacer. Pero cuando Webberly se dispuso a girar a la izquierda en vez de cruzar la calle para ir al parque, Alfie no se movió. Miró a su dueño y después a la lóbrega extensión de árboles, arbustos y césped al otro lado de la calle, sin dejar de golpear el suelo con la cola.

– Mañana, Alfie- prometió Webberly-. Mañana daremos un paseo doble. Te lo prometo. Mañana. Ven aquí. -Su dueño estiró de la correa.

El perro se levantó. No obstante, seguía mirando el parque de tal modo que Webberly pensó que no podía perpetrar otro acto de traición al fingir que no se daba cuenta de lo que el perro quería en realidad. Soltó un suspiro y exclamó:

– De acuerdo, pero sólo unos minutos. Hemos dejado a mamá sola y si se despierta no le hará ninguna gracia que ninguno de los dos estemos en casa.

Esperaron a que el semáforo cambiara de color; Alfie no paraba de menear la cola y Webberly se dio cuenta de que se estaba empezando a animar al ver el placer que sentía el perro. Pensó en lo fácil que era la vida para los perros: las cosas más simples podían hacerlos felices.

Cruzaron la calle y entraron en el parque; la puerta de hierro crujió a causa del óxido del otoño. Tras cerrar la puerta a sus espaldas,Webberly soltó a Alfie de la correa, y a la tenue luz que procedía de Stamford Brook Road por un lado y de South Side por el otro, observó cómo el perro brincaba con felicidad a través del parque. No se había acordado de traer la pelota, pero al pastor alemán no parecía importarle. Había muchísimos olores nocturnos para distraerle, y disfrutó de ellos a medida que correteaba.

Pasaron un cuarto de hora de esa manera, a medida que Webberly recorría poco a poco la distancia que separaba los lados este y oeste del parque. El viento ya había empezado a arreciar durante la tarde, y Webberly se metió las manos en los bolsillos, arrepintiéndose de haber salido de casa sin los guantes y la bufanda.

Empezó a temblar y a caminar por la pista de ceniza que bordeaba el césped. Al otro lado de la verja de hierro y del plantío de arbustos, el tráfico seguía zumbando a lo largo de Stamford Brook Road. Y, aparte del crujido de las ramas desnudas al viento, no se oía ningún otro sonido en la noche.

En el extremo más alejado del parque, Webberly sacó la correa del bolsillo y llamó al perro, que había correteado una vez más, cual oveja juguetona, hasta el final del parque. Silbó y esperó a que el pastor alemán recorriera los jardines por última vez; llegó hecho una feliz bola húmeda de pelaje recubierta de hojas empapadas. Webberly se rió entre dientes al ver al animal. La noche estaba lejos de acabarse para los dos. Cuando llegaran a casa, tendría que darle un buen cepillado.

Volvió a atarle la correa. Una vez fuera del parque, subieron la avenida que conducía a Stamford Brook Road, donde un paso cebra marcaba una zona de paso seguro hasta Hartswood. Podían pasar, pero Alfie hizo lo que le habían enseñado a hacer: se sentó y esperó la orden que indicaba que cruzar era seguro.

Webberly esperó a que se hiciera una pausa en el tráfico y, teniendo en cuenta la hora que era, no tuvo que esperar mucho tiempo. Después de que un autobús pasara ruidosamente por delante de ellos, él y el perro bajaron de la acera. El otro lado de la calle estaba a menos de veinte metros.

Webberly era un peatón responsable, pero por un momento su atención se concentró en el buzón que había al otro lado de la calle. Había estado allí desde el reinado de la Reina Victoria, y desde allí había mandado las cartas a Eugenie a lo largo de todos esos años, incluida la última, que había puesto fin a su relación sin que las cosas acabaran entre ellos. Fijó su mirada en el buzón y se vio a sí mismo como se había visto cientos de mañanas diferentes, tirando a toda prisa la carta a través de la abertura, dándose la vuelta para comprobar, a pesar de lo improbable del evento, que Frances no le hubiera seguido hasta allí. Mientras se veía tal y como había sido tiempo atrás, comprometido por el amor y el deseo de renegar de su fe para librarse de unas promesas que eran demasiado para él, se despistó. Se despistó tan sólo un segundo, pero en realidad fue más que suficiente.

A su derecha, Webberly oyó el bramido de un motor. En ese preciso instante, Alfie empezó a ladrar. Entonces Webberly sintió el impacto. A medida que la correa del perro se elevaba en la oscuridad, Webberly salió disparado hacia el buzón que había sido el depositario de sus incontables efusiones de amor eterno.

Un golpe le aplastó el pecho.

Un rayo de luz le traspasó los ojos como si fuera un faro.

Después se hizo de noche.

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