GIDEON

2 de noviembre


Creo que la verdad sobre James Pitchford y Katja Wolff reside entre lo que Sarah-Jane dijo sobre la indiferencia de James ante las mujeres y lo que papá dijo sobre el encaprichamiento de James con Katja. Ambos tenían motivos para modificar los hechos. Si a Sarah-Jane le hubiera caído mal Katja y hubiera querido a James para sí misma, es poco probable que hubiera admitido que James tenía otras preferencias. Y por lo que respecta a papá… Si hubiera sido responsable del embarazo de Katja, no creo que me hubiera confesado ese pecado. Los padres no acostumbran a contar ese tipo de cosas a sus hijos.

Me escucha con una expresión de sosegada tranquilidad en el rostro, y como esa expresión es tan sosegada, tranquila, tan poco dada a expresar su opinión y tan abierta a aceptar cualquier cosa sobre la que yo quiera seguir divagando, sé lo que está pensando, doctora Rose: se aferra al hecho de que Katja Wolff se quedara embarazada como si fuera el único medio del que dispusiera para evitar…

«¿El qué? -doctora Rose-. ¿Y qué pasaría si no estuviera evitando nada?»

«Ése precisamente podría ser el caso, Gideon. Pero tenga en cuenta que hace mucho tiempo que no tiene ningún recuerdo relacionado con la música. Ha recordado muy pocas cosas de su madre. Su abuelo ha sido prácticamente borrado de los recuerdos de su infancia, al igual que su abuela. Y Raphael Robson, tal y como era cuando usted era niño, tan sólo ha merecido un comentario superficial.»

«No puedo hacer nada por cambiar la forma en que mi cerebro relaciona los hechos, ¿no es verdad?»

«Por supuesto que no. Pero para poder estimular los pensamientos asociativos, uno debe ponerse en una posición mental en la que la mente se sienta libre para pensar. Ése es el objetivo de permanecer en silencio, de estar tranquilo y de buscar un lugar para escribir sin que nadie lo moleste. Empeñarse en recordar la muerte de su hermana y el juicio posterior…»

«¿Cómo puedo pensar en otra cosa si mi mente está llena de eso? Soy incapaz de despejar el cerebro y de pensar en otra cosa. Fue asesinada, doctora Rose. Había olvidado cómo había muerto. Que Dios me perdone, pero incluso me había olvidado de su existencia. No puedo olvidarlo así como así. Sencillamente no puedo sentarme a anotar los detalles de por qué tocaba ansiosamente cuando tenía nueve años en vez de tocar animato, ni tampoco puedo empezar a reflexionar sobre el significado psicológico que se esconde tras el hecho de que no pueda tocar bien una obra como El Archiduque.»

«Pero ¿qué me dice de esa puerta azul? -me pregunta, mostrándose todavía como la mismísima razón en persona-. Teniendo en cuenta el papel que esa puerta ha jugado en su elaboración mental, ¿no le sería más útil reflexionar y escribir sobre esa puerta en vez de hacer caso de lo que le dicen los demás?»

«No, doctora Rose. Esa puerta, si me permite el juego de palabras, está cerrada.»

«Aun así, ¿por qué no cierra los ojos durante unos instantes e intenta visualizar esa puerta de nuevo? -me sugiere-. ¿Por qué no intenta situarla en un contexto que no tenga nada que ver con Wigmore Hall? Tal y como la ha descrito, parece la puerta principal de una casa o de un piso. ¿Es posible que no guardara ninguna relación con Wigmore Hall? Quizá fuera el color sobre lo que escribió durante un tiempo, y no sobre la puerta en sí. Tal vez sea el hecho de que tiene dos cerraduras en vez de una. Quizá sea la luz de encima de la puerta y la mera idea de pensar para qué la usan.»

«Freud, Jung, y cualquier otra persona que esté con nosotros en la consulta… Sí, sí, sí, doctora Rose. Soy un campo que está a punto para la siega.»


3 de noviembre


Libby ha vuelto a casa. Estuvo fuera tres días después de nuestro altercado en la plaza. No tuve noticias suyas durante todo ese tiempo, y el silencio de su casa era una acusación, afirmando que mi cobardía y mi monomanía era lo que la había obligado a marcharse. El silencio aseguraba que mi monomanía era simplemente un escudo útil tras el que podía esconderme para no tener que enfrentarme con el fracaso que había tenido con Libby: mi incapacidad de relacionarme con un ser humano que Dios Todopoderoso me había enviado con el único objetivo de hacer que me relacionara con ella.

«Aquí la tienes, Gideon -me dijo el Destino, o Dios, o el Karma el mismo día en que acepté alquilarle el piso de abajo a una mensajera de pelo rizado que necesitaba refugiarse de su marido-. Aquí tienes la oportunidad de solucionar lo que te ha estado atormentando desde que Beth saliera de tu vida.»

No obstante, había permitido que esa extraña oportunidad de redención se me escapara de las manos. No sólo eso, sino que había hecho todo lo posible por evitar esa oportunidad. Porque, ¿qué mejor modo había de intentar evitar el contacto íntimo con una mujer que no fuera el de echar a pique mi carrera profesional, y así darme a mí mismo un único objetivo hacia el que encaminar mis esfuerzos? No es el momento adecuado para hablar de nuestra situación, querida Libby. No es el momento de reflexionar sobre la singularidad del caso. No es el momento de meditar por qué -después de estrechar tu cuerpo desnudo entre mis brazos, de sentir tus suaves pechos contra los míos, de notar tu pubis contra mi cuerpo- soy incapaz de experimentar nada, salvo la atroz humillación de no poder sentir nada. En realidad, no tengo tiempo para nada que no guarde relación con esa cuestión persistente, molesta y perniciosa que es mi música, Libby.

¿O el hecho de pensar en Libby en este momento es sólo un pretexto que me ayuda a encubrir lo que sea que represente esa puerta azul? ¿Cómo demonios puedo saberlo?

Cuando Libby regresó a Chalcot Square, ni llamó a mi puerta ni me telefoneó. Ni tampoco anunció su presencia haciendo rugir la Suzuki con estridencia ni poniendo música pop a todo volumen. Me enteré de que estaba de vuelta por el repentino ruido de las viejas cañerías que resonaba desde el interior de las paredes del edificio. Estaba tomando un baño.

Le di cuarenta minutos de tiempo desde que dejé de oír las cañerías. Entonces bajé la escaleras, salí al exterior y bajé los escalones que llevaban a su puerta principal. Dudé antes de llamar, y estuve a punto de abandonar la idea de mejorar mis relaciones con ella. Pero en el último momento, cuando estaba empezando a pensar: «Al infierno con todo», que era mi forma de dar la espalda y eludir el problema, me percaté de que no quería estar de punta con Libby. Como mínimo, había sido una buena amiga. Echaba de menos esa amistad, y quería asegurarme de que aún la tenía.

Tuve que llamar varias veces para conseguir que me respondiera. Y cuando lo hizo, preguntó: «¿Quién es?», desde detrás de la puerta cerrada, a pesar de que sabía muy bien que yo era probablemente la única persona que podría pasar a visitarla en Chalcot Square. Me mostré paciente. Me dije a mí mismo que debía de estar enfadada conmigo. Y que, considerando cómo habían ido las cosas, estaba en su derecho. Cuando abrió la puerta, le dije lo que se acostumbra a decir en esos casos:

– ¡Hola! Estaba preocupado por ti. Cuando desapareciste…

– ¡No mientas! -fue su respuesta, aunque no lo dijo con crueldad. Había tenido tiempo de vestirse, e iba vestida de forma diferente de lo que era habitual: una colorida falda que le colgaba hasta las pantorrillas y un suéter negro que le llegaba hasta la cadera. Iba descalza, aunque tenía una cadena de oro alrededor del tobillo. Estaba bastante guapa.

– No es mentira. Cuando te marchaste, pensé que te habías ido a trabajar. Pero cuando vi que no volvías… No sabía qué pensar.

– Otra mentira -replicó.

Insistí, diciéndome a mí mismo que era culpa mía y que tenía que aceptar el castigo.

– ¿Puedo pasar?

Se alejó de la puerta haciendo un movimiento no muy distinto de un estremecimiento. Entré en el piso y vi que había estado cocinando. Tenía la comida dispuesta sobre la mesa auxiliar de delante del futón que usaba como sofá; era algo completamente diferente de sus habituales comidas preparadas o con curry: pechuga de pollo a la plancha, brócoli, y una ensalada de lechuga y tomates.

– Veo que estás comiendo. Lo siento. ¿Quieres que vuelva más tarde? -le pregunté, odiando la formalidad que oí en mi propia voz.

– No es necesario, siempre que no te importe verme comer -respondió.

– No me importa. ¿Te molesta que te mire mientras comes?

– No.

Ambos estábamos comprobando el grado de tensión con esa conversación. Había muchas cosas de las que hablar, pero las estábamos esquivando.

– Siento lo del otro día. Me refiero a lo que sucedió entre nosotros. Estoy pasando por un momento muy malo. Bien, es evidente que eso ya lo sabes. Pero hasta que no acabe con esto, no estaré bien para nadie.

– ¿Antes lo estabas, Gideon?

Confundido, le pregunté:

– ¿Qué quieres decir?

– Que si antes estabas bien para alguien. -Se encaminó de nuevo hacia el sofá, alisándose la falda a medida que se sentaba, un gesto muy poco propio de ella.

– No sé cómo responderte a eso con sinceridad, si a la vez quiero ser sincero conmigo mismo -respondí-. Supongo que debería decir que sí, que antes me encontraba bien y que volveré a estar bien de nuevo. Pero la verdad del asunto es que quizá no lo estuviera. Bien, lo que te quiero decir es que tal vez nunca me encontrara bien, y quizá jamás lo esté. En este momento es lo único que sé.

Bebía agua, y no Coca-Cola, que había sido su bebida favorita desde que la conocí. Tenía un vaso con una rodaja de limón que flotaba entre los cubitos de hielo; lo cogió mientras yo hablaba, y me observó por encima del borde mientras empezaba a beber.

– ¡Me parece muy bien! -exclamó-. ¿Es esto lo que has venido a decirme?

– Tal y como ya te he dicho, estaba preocupado por ti. No tuvimos una despedida muy amistosa. Y al ver que te marchabas y que no volvías… Supongo que pensé que podías haberte… Bien, me alegra que hayas vuelto. Y que estés bien. Me alegra verte tan contenta.

– ¿Por qué? -me preguntó-. ¿Qué pensaste que había hecho? ¿Que me había tirado al río o algo así?

– Por supuesto que no.

– ¿Entonces?

En ese momento no me di cuenta de que estaba cogiendo el camino equivocado. Fui un estúpido al hacerlo y al dar por sentado que nos llevaría al destino que yo tenía en mente.

– Sé que tu situación en Londres es muy inestable, Libby. Por lo tanto, no te recriminaría que… bien, que hicieras todo lo que consideraras necesario para mejorar tu situación… Especialmente teniendo en cuenta el modo en que nos separamos. Pero estoy contento de que hayas vuelto. Muy contento. He echado de menos el hecho de tenerte cerca y poder hablarte.

– ¡Ya entiendo! -exclamó mientras guiñaba el ojo, a pesar de que no sonrió-. Ya entiendo lo que quieres decir, Gideon.

– ¿Qué?

Libby cogió el tenedor y el cuchillo y empezó a cortar el pollo. A pesar de que ya llevaba varios años en Inglaterra, me percaté de que todavía comía como una americana, pasándose de forma ineficaz el tenedor y el cuchillo de una mano a otra. Estaba explayándome en ese hecho cuando me respondió:

– Crees que he estado con Rock, ¿verdad?

– Bien, en realidad no había… Después de todo, trabajas para él. Y después de que tú y yo tuviéramos esa pelea… Sé que sería de lo más normal que tú…- No estaba muy seguro de cómo acabar la frase. Masticaba el pollo poco a poco, y observaba cómo me debatía por encontrar las palabras adecuadas, decidida, tal vez, a no hacer nada por ayudarme.

Al cabo de un rato, habló:

– Lo que pensabas es que había vuelto con Rock, y que estaba haciendo lo que Rock quiere que haga. Básicamente, follar con él siempre que él así lo desee. Y teniendo que soportarle, ya que él se folla todo lo que se le pone delante. ¿No es verdad?

– Ya sé que tiene la sartén por el mango, Libby, pero desde que te fuiste he estado pensando que si lo consultaras con un abogado especializado en leyes de inmigración…

– ¡Y una mierda has estado pensando eso! -se burló.

– Escucha. Si tu marido sigue amenazándote con ir al Ministerio del Interior, podemos…

– Eso es lo que crees, ¿verdad, Gideon? -Dejó el tenedor-. No estaba con Rock Peters, Gideon. Seguro que te parece muy difícil de creer. Quiero decir, ¿por qué no iba a volver con un completo estúpido, si ésa es, en realidad, mi manera de actuar? De hecho, ¿por qué no me voy a vivir con él y aguanto toda su mierda de nuevo? He soportado la tuya durante mucho tiempo sin ningún problema.

– Veo que todavía estás enfadada. -Solté un suspiro, frustrado por la incapacidad que parecía tener para comunicarme con la otra gente. Deseaba mucho salir de esa situación, pero no sabía a qué situación quería llegar. Era incapaz de ofrecerle a Libby lo que me había estado pidiendo a gritos durante meses, y en realidad no sabía qué más podía ofrecerle que le pareciera satisfactorio, no sólo en ese momento, sino también en el futuro. Sin embargo, deseaba ofrecerle algo-. Libby, no estoy bien. Lo has visto. Lo sabes. Todavía no hemos hablado de mis problemas más graves, pero te los imaginas porque has experimentado… Has visto… Has estado conmigo por la noche… -¡Dios! Era horrible intentar decirlo de una forma directa.

No había tomado asiento cuando ella lo había hecho; por lo tanto, atravesé la sala de estar hasta la cocina y regresé a la sala de nuevo. Esperaba a que ella me rescatara.

«¿Las otras solían hacerlo?», me pregunta.

«¿El qué?»

«Rescatarte, Gideon. Porque a menudo esperamos de la gente aquello a lo que nos han acostumbrado. Abrigamos esperanzas de que una persona nos dé lo que normalmente nos han dado los demás.»

«Dios sabe que ha habido muy pocas, doctora Rose. Tuve una relación con Beth, claro está. Pero ella expresó su dolor a través del silencio, y desde luego yo no quería que Libby reaccionara así.»

«¿Qué quería de Libby?»

«Comprensión, supongo. Que me aceptara tal y como soy, y así no tener que seguir con la conversación y evitar una confesión detallada. Pero me dejó muy claro que no me iba a dar nada de eso.»

– No eres lo único que hay en la vida, Gideon -me dijo.

– Nunca he dicho eso -le respondí.

– Sí que lo has hecho. Desaparezco durante tres días y presupones que me he vuelto loca porque no podemos tener una relación normal. Das por sentado que he vuelto con Rock, y que nos pasamos el día en la cama por ti.

– Nunca habría pensado que te habías metido en la cama con él por mi culpa. Pero debes admitir que no te habrías ido a su casa si nosotros no hubiéramos… Si las cosas nos hubieran ido de otro modo. A ti y a mí.

– ¡Ostras! ¿Estás sordo, o qué? ¿Me has escuchado? Pero ¿por qué ibas a hacerlo si no estamos hablando de ti?

– ¡No es justo! Además, sí que te he escuchado.

– ¿De verdad? Pues te acabo de decir que no estaba con Rock. Le vi, claro está. Iba a trabajar todos los días y, por lo tanto, no me quedaba más remedio que verlo. Y podría haber vuelto con él si así lo hubiera deseado, pero no quería hacerlo. Y si quiere llamar a la policía, o a quienquiera que sea que se llame en estos casos, lo hará y lo único que tendré que hacer será comprarme un billete de ida a San Francisco. Y no puedo hacer nada por evitarlo. Final de la historia.

– Tenéis que llegar a un acuerdo. Si te ama tanto como parece, tal vez puedas conseguir cierto asesoramiento que te permita…

– ¿Te has vuelto completamente loco, o qué? ¿O tienes miedo de que empiece a pedirte cosas?

– Tan sólo estoy sugiriendo una solución al problema de la inmigración. No quieres que te deporten. Yo tampoco quiero que lo hagan. Y, sin lugar a dudas, Rock tampoco lo quiere, porque si lo quisiera ya habría hecho algo para alertar a las autoridades, a propósito, el que se ocupa de esto es el Ministerio del Interior, y ya habrían venido a por ti.

Estaba cortando el pollo de nuevo y se había llevado el tenedor a la boca. Pero no se había metido el trozo de pollo en la boca. Se limitaba a sostener el tenedor en el aire mientras yo hablaba, y cuando acabé, dejó el tenedor en el plato y se me quedó mirando durante unos quince segundos antes de pronunciar palabra. No obstante, lo que dijo no tenía ningún sentido. «Claqué», fueron sus palabras.

– ¿Qué?

– Claqué, Gideon. Allí es donde fui cuando me marché de aquí. Eso es lo que hago: claqué. No lo hago muy bien, pero no me importa, porque no lo hago para sobresalir en ello. Lo hago porque me acaloro, sudo, porque me divierto y porque cuando acabo me siento muy bien.

– Sí, ya lo veo -respondí, aunque en realidad no lo veía. Estábamos hablando de su matrimonio, de su situación legal en el Reino Unido, de nuestras propias dificultades, como mínimo, lo estábamos intentando, y no llegaba a entender qué tenía que ver el claqué con todo eso.

– En mi clase de claqué hay una chica muy maja: una chica india que asiste a clase en secreto. Me invitó a su casa para que conociera a su familia. Y allí es donde he estado. Con ella. Con la familia. No estaba con Rock. Ni siquiera se me pasó por la cabeza ir a su casa. Lo único que pensé fue en lo que sería mejor para mí. Y eso es lo que hice, Gid. Así de simple.

– Sí, bien. Ya entiendo. -Me sentía como un disco roto. Percibía su enfado, pero no sabía qué hacer con él.

– No, no entiendes nada. Toda la gente de tu diminuto mundo vive, muere y respira por ti, y eso siempre ha sido de esa forma. Por lo tanto, supones que las cosas funcionan del mismo modo conmigo. No se te levanta cuando estamos juntos y, por lo tanto, yo me siento tan desgraciada que me voy a toda prisa a buscar al mayor gilipollas de todo Londres y me lo monto con él, y todo por tu culpa. Debiste de pensar que dije: «Gid no me quiere, pero el bueno de Rock seguro que sí, y si ese gilipollas integral me desea, yo me siento bien, me hace real, me hace existir».

– Libby, yo no he dicho nada de eso.

– No es necesario. Es tu forma de vivir y, por lo tanto, piensas que todo el mundo también vive así. Solo en tu mundo, vives para ese estúpido violín en vez de vivir para otra persona, y si el violín te rechaza o algo similar, ya no sabes quién eres. Y eso es lo que te pasa, Gideon. Pero mi vida no gira a tu alrededor. Y la tuya no debería girar en torno al violín.

Permanecí allí de pie, preguntándome cómo habíamos llegado a esa situación. No se me ocurría ninguna respuesta clara. Y en mi cabeza sólo podía oír a mi padre diciéndome: «Eso te pasa por ir con americanos; y de éstos, los de California son los peores. No conversan. Psicoanalizan».

– Soy músico, Libby -espeté.

– No, eres una persona. Igual que yo.

– La gente no existe si no es por lo que hace.

– ¡Claro que existe! La mayoría de la gente no tiene ningún problema en existir. Sólo la gente que no tiene un interior verdadero, la gente que nunca se ha tomado la molestia de averiguar quién es en realidad, se desmorona cuando las cosas no le salen como desea.

– Es imposible que sepas cómo… se acabará esta situación. Te he dicho que estoy pasando una mala época, pero estoy empezando a superarla. Cada día hago algo por salir de ella.

– ¡No me estás escuchando! -Lanzó el tenedor sobre la mesa. No se había comido ni la mitad, pero llevó el plato hasta la cocina, metió el pollo y el brócoli en una bolsa de plástico y tiró la bolsa dentro de la nevera-. No tienes nada a lo que recurrir si la música no va bien. Y, por lo tanto, piensas que yo tampoco tengo nada si mi relación contigo, o mi relación con Rock, o mi relación con quien sea no funciona. Pero yo no soy como tú. Tengo una vida. Quien no la tiene eres tú.

– Esa es la razón por la que estoy intentando recuperarla. Porque hasta que no lo consiga, no seré bueno ni para mí ni para nadie.

– Falso. No. Nunca has tenido una vida propia. Lo único que tenías era el violín. Tocar el violín nunca te definió como persona, pero hiciste que así fuera, y ése es el motivo por el que en este momento no eres nada.

«Tonterías -oía cómo se mofaba papá-. Otro mes en la compañía de esta criatura y lo poco que te queda en el cerebro se convertirá en papilla. Ése es el resultado de una dieta constante de McDonalds, debates televisivos y libros de autoayuda.»

Con papá en la cabeza y Libby delante de mí, no tenía ninguna oportunidad. La única alternativa que me quedaba era hacer una salida digna; lo intenté diciendo:

– Creo que ya lo hemos dicho todo sobre este tema. Podríamos concluir que será un tema en el que nunca estaremos de acuerdo.

– Bien, pues asegurémonos de que sólo hablemos de temas en los que estemos de acuerdo -replicó Libby-. Porque si las cosas se ponen, digamos, demasiado tensas para nosotros, quizá fuéramos capaces de cambiar.

Me encontraba junto a la puerta, pero con ese comentario de despedida se estaba pasando de la raya y, en consecuencia, tuve que corregirla:

– Hay gente a la que no le hace falta cambiar, Libby. Tal vez necesiten entender lo que les está sucediendo, pero eso no quiere decir que tengan que cambiar.

Antes de que pudiera responderme, me marché. Decir la última palabra me parecía de vital importancia. Con todo, mientras cerraba la puerta a mis espaldas -y lo hice con cuidado para que no pudiera pensar que había reaccionado mal a nuestra conversación- oí que decía: «Sí. Claro, Gideon», y algo cayó sobre el suelo de madera con virulencia, como si le hubiera pegado una patada a la mesilla.


4 de noviembre


Yo soy la música. Yo soy el instrumento. Ella no lo ve con buenos ojos, pero yo sí. Lo que veo es lo diferentes que somos, esa diferencia que papá me ha estado intentando mostrar desde el primer día en que se conocieron. Libby nunca ha sido una profesional, y no es artista. Para ella es muy fácil decir que yo no soy el violín porque nunca ha sabido lo que es una vida que está inextricablemente relacionada con una actuación artística. A lo largo de su vida, ha tenido varios empleos, trabajos que ha hecho desde la mañana hasta la noche. Los artistas no llevan ese tipo de vida. Suponer que la llevan o que la pueden llevar muestra una ignorancia sobre la que se debe reflexionar.

«¿Reflexionar?», me pregunta.

Reflexionar sobre las posibilidades que tenemos. Libby y yo. Porque hubo una época en la que pensé… Sí. Me parecía que nuestra relación estaba muy bien. Me parecía que había una gran ventaja en el hecho de que Libby no supiera quién era, que no reconociera mi nombre al verlo apuntado en el paquete, que no supiera los progresos de mi carrera profesional, que no le importara si tocaba el violín o hacía cometas para venderlas en Camden Town. Esa parte de ella me gustó mucho. Pero ahora veo que, si voy a vivir mi vida, es muy importante estar con alguien que la comprenda.

Esa necesidad de comprender fue lo que me animó a buscar a Katie Waddington, esa chica del convento que recordaba sentada en la cocina de Kensington Square, la visitante más asidua de Katja Wolff.

«Katja Wolff era sólo la mitad de las dos KW -me informó Katie cuando averigüé su paradero-. A veces -prosiguió-, cuando uno tiene una amiga íntima, comete el error de presuponer que esa amistad, invariable y reconfortante, durará para siempre; pero eso no acostumbra a suceder.»

Localizar a Katie Waddington no me supuso ningún problema. Ni tampoco me deparó ninguna sorpresa averiguar que había llevado un tipo de vida similar a lo que había anunciado que sería su misión dos décadas antes. La localicé a través del listín telefónico, y la encontré en una clínica de Maida Vale. La clínica se llama Armonía de Cuerpos y Mentes, y supongo que es un nombre útil para ocultar su función principal: terapia sexual. No lo llaman terapia sexual abiertamente, porque ¿quién tendría el valor de apuntarse si ése fuera el caso? Lo llamaban «terapia de pareja», y a la incapacidad de tener relaciones sexuales lo llamaban «disfunción de pareja».

– Le sorprendería saber la gran cantidad de gente que tiene problemas sexuales -me informó Katie, de una manera que parecía amistosa desde el punto de vista personal y tranquilizadora desde el profesional-. Cada día nos llegan, como mínimo, tres personas recomendadas. Algunas tienen problemas médicos: diabetes, enfermedades cardíacas, traumas postoperatorios. Ese tipo de cosas. Pero por cada cliente con problemas médicos, hay nueve o diez con problemas psicológicos. Supongo que en realidad no es de extrañar, dada nuestra obsesión nacional con el sexo, a pesar de que hacemos ver que no lo es. Uno sólo tiene que mirar los periódicos sensacionalistas y las revistas para ver el grado de interés que la gente tiene en el sexo. Me sorprende que no haya más gente en tratamiento para poder luchar contra todo eso. Dios sabe que nunca me he encontrado con nadie que no tuviera algún problema que no guardara relación con el sexo. La gente sana es la que se preocupa por solucionarlo.

Me condujo por un pasillo pintado en colores cálidos y terrosos, y después nos dirigimos hacia su despacho. Éste daba a una terraza, donde una gran profusión de plantas proporcionaba un fondo verde a un cómodo despacho con demasiados muebles, cojines y una colección de cerámica («sudamericana», me informó), cestas («norteamericanas… son preciosas, ¿verdad? Son uno de mis vicios. No me lo puedo permitir, pero las compro de todos modos. Supongo que hay peores vicios en la vida»). Nos sentamos y nos observamos uno al otro. Katie, con esa voz cálida, amistosa y reconfortante, me preguntó:

– Bien. ¿Qué puedo hacer para ayudarle, Gideon?

Me percaté de que creía que había ido hasta allí para pedirle consejo, y me apresuré a hacerle cambiar de opinión. Le dije de todo corazón que no necesitaba nada que tuviera que ver con su especialidad. Si no le importaba, lo que en realidad quería era información sobre Katja Wolff. La recompensaría por su dedicación, ya que le estaría robando el tiempo que podría haber dedicado a un paciente. Pero por lo que respectaba a… digámoslo así, al tipo de dificultades que solía tratar… «¡Ya, ya!» Risita. Bien, por el momento: no necesitaba ese tipo de ayuda.

– ¡Estupendo! ¡Estoy encantada de oírlo! -exclamó Katie mientras se reclinaba en el sillón. Era de respaldo alto y tapizado con los mismos colores otoñales con los que estaba decorado el pasillo y la sala de espera. También era grande en exceso, aunque en realidad era una cualidad necesaria teniendo en cuenta el tamaño de Katie.

Porque si cuando solía sentarse en la cocina de Kensington Square era una estudiante universitaria de veinte y pico años con tendencia a engordar, ahora era una obesa de pies a cabeza, y tenía un tamaño que seguramente ya no cabría en un asiento del cine o de un avión. Pero seguía vistiendo con tonalidades que le favorecían, y las joyas que llevaba eran elegantes y de aspecto caro. No obstante, se me hacía difícil imaginarme cómo era capaz de desplazarse por la ciudad. Y debo admitir que no podía imaginarme que alguien le contara sus secretos más íntimos y libidinosos. Sin embargo, era obvio que los demás no compartían mi aversión. La clínica parecía un negocio muy rentable, y sólo había conseguido ver a Katie porque un paciente habitual había cancelado la visita minutos antes de que yo llamara.

Le conté que estaba intentando refrescar algunos recuerdos de mi infancia, y que me había acordado de ella. Había recordado que a menudo se encontraba en la cocina mientras Katja Wolff daba de comer a Sonia, y que como no tenía ni idea del paradero de Katja, había pensado que quizás ella -Katie-pudiera ayudarme a rellenar los huecos en los que la memoria me fallaba.

Gracias a Dios, no me preguntó por qué había desarrollado ese interés tan repentino por el pasado. Ni tampoco, supongo que debido a su sabiduría profesional, me comentó qué podía significar que no lo recordara todo. Se limitó a decir:

– La gente del convento de la Inmaculada Concepción solía llamarnos las dos KW. «¿Dónde están las KW?», solían preguntar. «Que alguien vaya a buscar a las KW para que echen un vistazo a esto.»

– Así que eran buenas amigas.

– No fui la única que la ayudó cuando llegó al convento, pero supongo que nuestra amistad… se consolidó. Sí, en aquella época éramos amigas íntimas.

Había una mesa baja junto a su sillón, y sobre ésta descansaba una elaborada jaula con dos periquitos dentro, uno de color azul brillante y otro verde. Mientras Katie hablaba, abrió la puerta de la jaula y sacó el pájaro azul, asiéndolo con su puño grande y grueso. Graznó a modo de protesta y le mordisqueó los dedos. «¡Joey, eres un travieso!», exclamó mientras cogía una paleta que había junto a la jaula. Durante un momento horrible pensé que iba a usarla para golpear al pajarillo, pero la usó para masajearle la cabeza y el cuello, de tal manera que lo calmó. En verdad, parecía que lo estuviera hipnotizando, y obtuvo el mismo efecto conmigo, ya que empecé a observar con fascinación cómo se iban cerrando los ojos del pájaro. Katie abrió la palma de la mano y el pajarillo se acurrucó en ella con expresión de felicidad.

– ¡Es terapéutico! -me informó Katie mientras seguía con el masaje, usando las yemas de los dedos ahora que el periquito ya estaba adormecido-. Baja la presión sanguínea.

– No sabía que los pájaros tuvieran la presión alta.

Se rió en silencio y replicó:

– No me refiero a la de Joey, sino a la mía. Padezco obesidad patológica, aunque supongo que eso es obvio. El médico me ha dicho que si no pierdo ochenta kilos moriré antes de cumplir los cincuenta. «Cuando naciste no eras gorda», me dice. «No, pero casi siempre lo he sido», le respondo yo. Es fatal para el corazón, y ni siquiera vale la pena que diga lo malo que es para la presión. Pero todos nos moriremos algún día. Yo simplemente estoy eligiendo mi propia forma de morir. -Pasó los dedos a lo largo de la recogida ala derecha de Joey. A modo de respuesta, con los ojos todavía cerrados, la extendió-. Eso es lo que me atrajo de Katja. Tomaba decisiones, y eso me encantaba. Seguramente porque en mi familia todo el mundo se dedicó al negocio de los restaurantes sin siquiera plantearse si podían hacer otra cosa con sus vidas. Pero Katja era una persona que trataba de dirigir su vida. No se limitaba a aceptar lo que le tocaba vivir.

– Alemania Oriental -admití-. La huida en globo.

– Sí, ése es un ejemplo estupendo. La huida en globo y cómo se las ingenió para hacerlo.

– Salvo que el globo no lo construyó ella, ¿no es verdad? O, como mínimo, eso es lo que me han contado.

– No, no lo construyó. No me refería a eso con lo de ingenió. Quería decir cómo convenció a Hannes Hertel para que se la llevara con él. Cómo le hizo chantaje, si lo que me contó es verdad, y supongo que lo es, porque ¿qué interés podía tener en mentir sobre algo tan poco halagador? Pero por muy nefasto que hubiera sido su plan, tuvo el coraje de ir hasta él y amenazarle. Era un hombre corpulento, entre metro noventa y dos y metro noventa y cinco, si debo guiarme por lo que me explicó, y podría haberle hecho mucho daño si así lo hubiera deseado. Supongo que podría haberla matado y seguir con su plan de volar por encima del muro para desaparecer de la ciudad. Era un riesgo premeditado, pero ella lo corrió. Amaba la vida hasta ese punto.

– ¿Qué clase de riesgo?

– ¿Se refiere a la amenaza? -Katie había empezado a acariciar la otra ala de Joey, y éste la había extendido con el mismo ánimo de cooperación que había mostrado con la primera. Dentro de la jaula, el segundo periquito había volado hasta una de las perchas y observaba la sesión de masaje con ojos optimistas-. Le amenazó con alertar a las autoridades si no se la llevaba con él.

– Esa historia nunca ha salido a la luz, ¿verdad?

– Supongo que soy la única persona a la que se la contó, y es probable que nunca se diera cuenta de que lo había hecho. Habíamos estado bebiendo, y cuando Katja se emborrachaba, no lo hacía muy a menudo, no se crea, hacía o decía cosas que era incapaz de recordar veinticuatro horas más tarde. Nunca le hablé de Hannes después de que me lo contara, pero yo la admiraba por ello, ya que indicaba hasta qué punto estaba dispuesta a luchar por lo que quería. Y como yo también tenía que luchar mucho para conseguir lo que deseaba -señaló el despacho y la clínica, algo muy diferente de la cadena de restaurantes de su familia-, supongo que, después de un tiempo, nos sentíamos como hermanas.

– ¿Usted también vivía en el convento?

– ¡No, claro que no! Pero Katja sí. Trabajaba para las monjas, en la cocina, creo, a cambio del alojamiento mientras aprendía inglés. No obstante, yo vivía detrás del convento. Había residencias estudiantiles en la parte inferior del parque. Justo delante de la carretera, por lo que el ruido era espantoso. Pero el alquiler era barato, y la ubicación, cercana a tantas facultades, hacía que fuera muy práctico. Por aquel entonces vivían allí varios centenares de estudiantes, y casi todos sabíamos de la existencia de Katja. -Sonrió-. Y si no hubiera sido así, la habríamos conocido tarde o temprano. Lo que podía llegar a hacer con un suéter, tres pañuelos y unos pantalones era de lo más extraordinario. Tenía una mente innovadora para la moda. Eso es a lo que se quería dedicar, a propósito. Y lo habría hecho si las cosas no le hubieran ido tan mal.

Ése era exactamente el punto al que quería llevar la conversación: qué cosas le habían sucedido a Katja Wolff y por qué.

– No estaba cualificada para ser la niñera de mi hermana, ¿verdad? -le pregunté.

En ese momento Katie estaba acariciando las plumas de la cola del periquito y las extendía con el mismo espíritu de cooperación con el que había extendido las alas; aún las tenía extendidas, como si el pájaro se hubiera paralizado por el mero placer del tacto de la terapeuta.

– Sentía verdadera devoción por tu hermana -respondió Katie-. La quería. Se portaba muy bien con ella. Nunca vi que mostrara nada hacia Sonia que no fuera la más profunda de las ternuras y gentilezas. Fue un regalo celestial para tu hermana, Gideon.

Eso no era precisamente lo que esperaba oír y, en consecuencia, cerré los ojos e intenté recordar a Katja y a Sonia juntas. Quería una imagen mental que correspondiera a lo que yo le había explicado al policía de pelo rojo, no a lo que Katie me estaba contando en ese instante.

– Me imagino, sin embargo, que casi siempre las vería en la cocina, cuando Katja le daba de comer.

Apunté, con los ojos cerrados a medida que intentaba recordar, como mínimo, esa imagen: las viejas baldosas rojas y negras de linóleo del suelo, la mesa de madera con los pequeños semicírculos que habían quedado grabados por no haber puesto posavasos bajo las tazas, las dos ventanas inferiores a la altura de la calle y los barrotes que las protegían. Es extraño que pudiera recordar cómo los pies pasaban sobre la acera por delante de las ventanas de la cocina, pero que fuera incapaz de formarme una idea de una sola escena en la que hubiera acontecido algo que pudiera confirmarme lo que le había explicado a la policía.

– Las veía en la cocina -asintió Katie-. Pero también las veía en el convento, en la plaza, en todas partes. Parte del trabajo de Katja consistía en estimular sus sentidos y… -En ese instante se detuvo y dejó de acariciar al pájaro-… supongo que todo eso ya lo sabe.

– Tal y como le he dicho, mi memoria… -musité distraídamente.

Pareció ser suficiente, ya que prosiguió:

– ¡Ah! Sí, de acuerdo. Bien, todos los niños, discapacitados o no, se benefician de que los estimulen sensorialmente, y Katja se encargó de que Sonia estuviera expuesta a una variedad de experiencias. Trabajó con ella para ayudarle a desarrollar las habilidades psicomotrices, y se preocupó de que estuviera expuesta a otros ambientes, aparte del de casa. Estaba limitada por la salud de su hermana, pero cuando Sonia era capaz de hacerlo, Katja se la llevaba de paseo. Y si yo estaba libre, también las acompañaba. En consecuencia, la veía con Sonia, no cada día pero bastantes veces por semana, durante todo el tiempo que su hermana estuvo…bien, viva. Además, Katja se portó muy bien con Sonia. Por lo tanto, cuando sucedió lo que sucedió… Bien, todavía no he sido capaz de entenderlo.

Todo lo que me estaba explicando era tan diferente de lo que me habían dicho o había leído en los periódicos que me vi obligado a intentar un ataque frontal.

– Esto no concuerda en lo más mínimo con lo que me han explicado.

– ¿A quién se refiere?

– A Sarah-Jane Beckett, entre otros.

– ¡No me sorprende! -exclamó Katie-. No debería tomarse en serio nada de lo que Sarah-Jane pueda decirle. Ella y Katja eran como el aceite y el agua. Asimismo, se ha de tener en cuenta a James. Estaba loco por Katja, no cabía en sí de alegría cada vez que Katja le dirigía la palabra. A Sarah-Jane no le sentó nada bien. Era más que evidente que se había reservado a James para sí misma.

Lo que me contó sobre James el Inquilino no tenía nada que ver con lo que me habían explicado de él, doctora Rose. La historia siempre cambiaba según adónde, cómo o a quién me dirigiera. Cambiaba de un modo sutil, una pequeña variación por aquí, un pequeño cambio por allá, pero era más que suficiente para despistarme y para que empezara a preguntarme a quién debería creer.

«Tal vez a nadie -me señala-. Cada persona ve las cosas a su manera, Gideon. Cada persona desarrolla una versión de los hechos pasados con la que pueda vivir, y si le preguntan, ésa es la versión que cuenta. En el fondo, es la que se cree.»

Pero ¿qué necesidad tenía Katie Waddington de alterar su propia versión veinte años más tarde? Entiendo que papá pueda hacerlo, que Sarah-Jane también lo haga, pero Katie… Ni siquiera vivía en casa. No le interesaba nada que no fuera la simple amistad con Katja Wolff, ¿no cree?

Con todo, la declaración de Katie Waddington en el juicio fue, entre otras muchas cosas, lo que determinó el destino de Katja Wolff. Lo había leído en un recorte de periódico en el que las palabras LA NIÑERA LE MIENTE A LA POLICÍA formaban un titular gigantesco. En la única declaración que hizo a la policía, Katja Wolff había afirmado que una llamada telefónica de Katie Waddington era lo que le había hecho ausentarse del cuarto de baño uno o dos minutos en la noche que Sonia se ahogó. Pero Katie Waddington había declarado, bajo juramento, que se encontraba en una clase nocturna en el preciso instante en que supuestamente había hecho esa llamada. Su declaración había sido confirmada por el profesor. Y la defensa prácticamente inexistente de Katja recibió un duro golpe.

«Pero, un momento. ¡Santo Cielo! ¿También habría amado Katie a James el Inquilino? -me pregunté-. ¿Habría organizado los acontecimientos de tal modo que James Pitchford quedara libre para ella?»

Como si se hubiera percatado de los pensamientos que ocupaban mi mente, Katie prosiguió con el mismo tema con el que había empezado:

– Katja no tenía ningún interés en James. Lo veía como alguien que podía ayudarle con su inglés, y supongo que podríamos afirmar que lo utilizó. Se dio cuenta de que él deseaba que pasara el poco tiempo libre del que disponía con él, y a ella no le importaba siempre que ese tiempo libre fuera usado para recibir clases de inglés. James estuvo de acuerdo con eso. Me imagino que esperaba que, si se portaba lo bastante bien con ella, acabaría enamorándose de él tarde o temprano.

– Por lo tanto, podría ser el hombre que la dejó embarazada.

– ¿Como pago por las clases de inglés? Lo dudo. Katja no era de las que intercambiaba el sexo por cualquier otra cosa. Después de todo, podría haberle ofrecido sexo a Hannes Hertel a cambio de que la dejara subir al globo. Pero escogió una estrategia totalmente diferente, una que podría haber sido muy peligrosa.

Katie había dejado de acariciar el periquito azul y observaba al pájaro a medida que éste iba recuperando los sentidos. Las plumas de la cola fueron las primeras en volver a la normalidad; luego las de las alas, y finalmente abrió los ojos. Parpadeó, como si se preguntara dónde estaba.

– Entonces, estaba enamorada de una persona que no era James. Seguro que sabe de quién.

– Que yo sepa, no estaba enamorada de nadie.

– Pero si estaba embarazada…

– No sea ingenuo, Gideon. Una mujer no necesita estar enamorada para quedarse embarazada. Ni siquiera necesita querer hacerlo. -Devolvió el pájaro azul a la jaula.

– ¿Me está sugiriendo que…? -No podía ni decirlo de lo horrorizado que estaba, sólo con pensar lo que podría haber sucedido y con quién.

– ¡No, no! -se apresuró a decir Katie-. Nadie la violó. Me lo habría contado. Estoy segura. Lo que quería decir era que… -Dudó un instante durante el cual sacó al pájaro verde de la jaula y empezó a darle el mismo masaje que le había dado al otro-. Tal y como ya le he dicho, bebía un poco. No mucho y no muy a menudo. Pero cuando bebía… bien, me temo que se olvidaba de ciertas cosas. Por lo tanto, existe la posibilidad de que ni ella misma lo supiera… Esa es la única explicación que se me ocurre.

– ¿Explicación? ¿Para qué?

– Para el hecho de que yo no supiera que estaba embarazada -contestó Katie-. Nos lo contábamos todo. Y el hecho de que nunca me contara que estaba embarazada me sugiere que ni ella misma lo sabía. A no ser que quisiera mantener la identidad del padre en secreto, me imagino.

No quería ir en esa dirección, y tampoco quería que ella lo hiciera. En consecuencia, dije:

– Si bebía en sus noches libres y una vez acabó con alguien que ni siquiera conocía, quizá quisiera mantener el secreto. Si lo hubiera contado, aún habría quedado peor, ¿no cree? Especialmente cuando fue a juicio. Porque, tal y como tengo entendido, en el juicio hablaron de su personalidad. O, como mínimo, creo que Sarah-Jane Beckett sí que lo hizo.

– Por lo que al juicio se refiere -añadió Katie, dejando de acariciar la cabeza del pájaro verde por un instante-, yo quería ser testigo de solvencia moral. A pesar de su mentira sobre la llamada telefónica, yo creía que podía hacer mucho por ella. Pero no me lo permitieron. Su abogado no me llamó. Y cuando el fiscal del Estado averiguó que yo no sabía que estaba embarazada… Ya se puede imaginar la que armó durante el interrogatorio: «¿Cómo quiere que me crea que usted era la mejor amiga de Katja Wolff y una autoridad para decidir lo que era o no capaz de hacer si no confiaba en usted lo bastante para contarle que estaba embarazada?».

– Ya veo cómo fueron las cosas.

– Decidieron que se trataba de un asesinato. Creía que podría ayudarla. Deseaba ayudarla. Pero cuando me pidió que mintiera sobre esa llamada telefónica…

– ¿Se lo pidió?

– Sí, me pidió que mintiera. Pero yo era incapaz. En un tribunal. Bajo juramento. No habría mentido por nadie. En ese momento tuve que fijar mis límites, y eso puso fin a nuestra amistad.

Bajó los ojos para observar el pájaro que sostenía en la palma de la mano, con el ala derecha extendida para recibir la caricia que el otro pájaro ya había recibido. «Criaturilla inteligente», pensé. Aún no había sido hipnotizada por las caricias, y ya estaba cooperando.

– Es extraño, ¿verdad? -espetó-. Uno puede creer de todo corazón que tiene un tipo de relación con una persona, y luego descubrir que nunca fue como se había imaginado.

– Sí -respondí-. Es muy extraño.

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