Capítulo 21

Las últimas palabras que le dirigió fueron: «No lo olvidemos, Eric. Fuiste tú quien pidió el divorcio. En consecuencia, si no puedes soportar que salga con Jerry, no me hagas creer que es un problema de Esme». Y había puesto una expresión tan triunfante, tan llena de mírame-ahora-he-encontrado-a-alguien-que-me-quiere-de-verdad que, de hecho, Leach se encontró maldiciendo a su hija de doce años -que Dios lo perdone- por haber sido capaz de manipularle y de convencerle para que hablara con su madre. «Tengo derecho a salir con otra gente -había afirmado Bridget-. Tú mismo me diste esa oportunidad.»

– Mira, Bridg -le había dicho-. No es que esté celoso. Es que Esme lo está pasando mal porque se cree que te vas a volver a casar.

– Tengo intenciones de volverme a casar. Quiero volverme a casar.

– Bien. De acuerdo. Pero ella cree que ya has elegido a ese tipo y que…

– Y si lo he hecho, ¿qué pasa? ¿Qué pasa si he decidido que es agradable sentirse amado? Estar con un hombre al que no le importe que tenga los pechos un poco caídos y unas cuantas arrugas de personalidad en el rostro. A propósito, él las llama así, Eric, arrugas de personalidad.

– Te sientes así porque antes te habías sentido rechazada -intentó explicarle Leach.

– No me digas lo que es, porque si lo haces, empezaré a analizar tu carácter: imbecilidad de cuarentón, inmadurez prolongada, estupidez adolescente. ¿Quieres que continúe? ¿No? De acuerdo. Ya me lo imaginaba.

Se dio la vuelta y lo dejó allí. Regresó a su clase de la escuela primaria, donde diez minutos antes Leach le había hecho señas desde la puerta, habiéndose parado con anterioridad a hablar con la directora para preguntarle si podía hablar un momento con la señora Leach. La directora le había comentado que era muy poco frecuente que los padres de los alumnos pasaran a hablar con los profesores en horas de clase, pero cuando Leach se presentó, la directora se mostró de repente comprensiva y con ganas de colaborar; eso le indicó que estaba al corriente no sólo del divorcio pendiente sino del nuevo novio que tenía. Tenía ganas de decirle: «Me importa un rábano que salga con otro hombre», pero no estaba tan seguro de que ése fuera el caso. Sin embargo, el hecho de que tuviera un novio le hacía sentirse, como mínimo, menos culpable por haber pedido la separación y, como su mujer se había ido con paso airado, intentó concentrarse en esa idea.

– Bridg, escucha. Lo siento -le dijo a la espalda que se retiraba, pero no lo había dicho en voz muy alta y, por lo tanto, sabía que no había podido oírlo; de todas maneras, tampoco estaba muy seguro de por qué se disculpaba.

Aun así, mientras observaba cómo se alejaba, sintió que le había herido el orgullo. En consecuencia, intentó eliminar el pesar por la forma en que se habían separado, y se dijo a sí mismo que había hecho lo correcto. Si tenía en cuenta la rapidez con la que había conseguido sustituirlo, no había ninguna duda de que su matrimonio había estado muerto mucho antes de que él mencionara el hecho.

Con todo, no podía evitar pensar que algunas parejas conseguían seguir juntas a pesar de lo que sucediera con sus respectivos sentimientos. De hecho, algunos matrimonios juraban que se sentían «absolutamente desesperados por crecer juntos», cuando en realidad el único pegamento que los mantenía pegados uno al otro era una cuenta bancaria, las posesiones, los hijos compartidos y cierta desgana para repartirse los muebles y las decoraciones navideñas. Leach conocía a hombres en el Cuerpo de Policía que estaban casados con mujeres a las que siempre habían odiado. Pero el hecho de pensar que podían perder a sus hijos, las propiedades -por no decir nada de las pensiones-, les había hecho sacar brillo al anillo de bodas durante años.

Esa idea le hizo pensar ineludiblemente en Malcolm Webberly.

Leach había intuido que sucedía algo por las llamadas telefónicas, por las notas que había garabateado, metido en sobres y enviado por correo, por la manera, a menudo distraída, en la que Webberly solía iniciar las conversaciones. Había tenido sus sospechas. Pero había sido capaz de descartarlas porque no lo había sabido con seguridad hasta que los vio juntos, siete años después del caso, cuando casualmente Bridget y él habían llevado a los niños a la Regata porque Curtis tenía que hacer un trabajo para la escuela -«La cultura y las tradiciones de nuestro país»… ¡Santo Dios! Todavía se acordaba del maldito título de ese trabajo- y allí estaban, los dos, de pie sobre ese puente que cruzaba el Támesis a su paso por Henley, con su brazo alrededor de la cintura de Eugenie mientras el sol les daba en la cara. Al principio no supo quién era, no la recordaba, sólo se percató de que era una mujer atractiva y de que formaban esa unidad que se autodenomina Amor.

Qué extraño, pensaba ahora Leach, al recordar lo que había sentido al ver a Webberly y a su Amiga. Se percató de que no había considerado a su superior como un hombre de carne y hueso hasta ese momento. Cayó en la cuenta de que había estado viendo a Webberly de la misma forma que un niño ve a un adulto mucho mayor. Y la certeza repentina de que Webberly tenía una vida secreta le sentó igual de mal que si un niño de ocho años hubiera visto que su padre se lo montaba con una mujer del vecindario.

Y así es cómo le había parecido esa mujer del puente, familiar, como si fuera alguien del barrio. De hecho, le había resultado tan familiar que durante un tiempo había esperado encontrársela en el trabajo -quizá fuera una secretaria que aún no conocía-o tal vez saliendo de una oficina de Earl's Court Road. Había pensado que simplemente era una mujer que Webberly había conocido, con la que había iniciado una conversación por casualidad, por la que se había sentido atraído, y que había pensado: «¿Por qué no, Malc? ¡No hace falta que seas tan puritano!».

Leach era incapaz de recordar cuándo o cómo había empezado a sospechar que su amante era Eugenie Davies. Pero cuando hubo confirmado sus sospechas, fue incapaz de quedarse callado. Había usado su ira como una excusa para hablar, no como un niño pequeño que teme que su padre vuelva a marcharse de casa, sino como un adulto que sabía distinguir lo que está bien de lo que está mal. ¡Dios mío!, pensar que un agente de la Brigada de Homicidios -su propio compañero-había sido capaz de algo tan ruin, de aprovechar la oportunidad de satisfacerse a sí mismo con alguien que había sido traumatizado, castigado y brutalizado no sólo por los trágicos acontecimientos, sino también por las consecuencias… Era inconcebible.

Aunque no le había hecho ningún caso, Webberly, como mínimo, se había dignado a escucharle. No había hecho ningún comentario hasta que Leach hubo acabado de recitarle todos los aspectos en que su conducta mostraba ser muy poco profesional. Luego le había preguntado: «¿Qué demonios piensas de mí, Eric? Las cosas no son como te imaginas. No empezó durante el caso. Hacía años que no la veía cuando empezamos a… No hasta que… Fue en la estación de Paddington… Y por casualidad. Hablamos durante diez minutos o menos, entre trenes. Después… ¡Caramba! ¿Por qué te lo estoy explicando? Si crees que me he vuelto loco, pide un traslado».

Pero él no había querido pedirlo.

«¿Por qué?», se preguntó.

Por lo que Malcolm Webberly representaba para él.

El pasado realmente define nuestro presente, pensaba Leach. Ni siquiera nos damos cuenta de que sucede, pero cada vez que llegamos a una conclusión, que expresamos una opinión, que tomamos una decisión, los años de nuestra vida están apilados a nuestra espalda: todas esas fichas de dominó que son nuestras influencias y que no reconocemos que nos ayudan a definir quiénes somos.

Condujo hasta Hammersmith. Se dijo a sí mismo que necesitaba unos pocos minutos para desconectar de la escena con Bridget, e hizo esa desconexión dentro del coche, dirigiéndose rumbo al sur hasta que estuvo muy cerca de Charing Cross Hospital. Por lo tanto, acabó el trayecto y buscó la sala de espera de Cuidados Intensivos.

Cuando cruzó las puertas giratorias, la monja responsable le dijo que no podía entrar a verlo. A los pacientes que estaban en la Unidad de Cuidados Intensivos sólo podían entrar a verlos los familiares. ¿Era él un miembro de la familia?

«Y tanto», pensó. Y de la familia más cercana, aunque en verdad nunca lo había reconocido, y Webberly tampoco había contemplado esa posibilidad. Pero lo que dijo fue:

– No. Sólo soy otro agente. El comisario jefe y yo solíamos trabajar juntos.

La enfermera asintió con la cabeza. Comentó lo positivo que era que tantos miembros del Departamento de Policía de Londres hubieran pasado a verle, hubieran telefoneado, le hubieran mandado flores o se hubieran ofrecido para hacer donaciones de sangre para el paciente.

– Grupo B -le informó-. ¿No será por casualidad…? ¿O tal vez O, que es universal?, aunque supongo que eso ya lo sabe.

– AB negativo.

– Es muy poco frecuente. No podríamos usarlo en este caso, pero debería donar sangre con regularidad, si no le importa que se lo diga.

– ¿Hay algo que pueda…? -Hizo un gesto en dirección a las habitaciones.

– Su hija está con él. Su cuñado también. En realidad no hay nada que… Pero hacemos todo lo que está en nuestras manos.

– ¿Aún está conectado a las máquinas?

Parecía lamentarlo, pero le dijo:

– Lo siento muchísimo, pero no puedo darle los detalles… espero que lo entienda. No obstante, si me permite que se lo pregunte… ¿Reza…?

– Normalmente, no.

– A veces ayuda.

Pero había algo mucho más útil que las plegarias, pensó Leach. Como, por ejemplo, meterles prisa a los del equipo de homicidios y, como mínimo, conseguir hacer progresos para encontrar al hijo de puta que le hizo eso a Malcolm. Y eso sí que podía hacerlo.

Cuando estaba a punto de despedirse de la enfermera, una joven que llevaba un chándal y unas zapatillas desatadas salió de una de las habitaciones. La enfermera la llamó y le dijo:

– Este caballero pregunta por su padre.

Leach no había visto a Miranda Webberly desde que ésta era una niña, pero se dio cuenta de que se parecía mucho a su padre: el mismo cuerpo robusto, el mismo pelo color de orín, la misma tez colorada, la misma sonrisa que le causaba arrugas junto a los ojos y que formaba un hoyuelo en la mejilla izquierda. Parecía el tipo de mujer a la que no le preocuparan mucho las revistas de moda; y le gustó por ese motivo.

Le habló en voz baja del estado de su padre: que no había recobrado el conocimiento, que esa misma mañana había tenido «problemas muy serios de corazón», pero que se había estabilizado gracias a Dios, que el recuento sanguíneo -creo que se trataba de las células blancas, pero quizá fueran las otras- indicaba que había un derrame interno que tendrían que localizar bien pronto, porque a pesar de que ahora le estaban haciendo una transfusión, sería un derroche de sangre si la estaba perdiendo por otro lado.

– Me han dicho que puede oír, aunque esté en coma, y por eso le he estado leyendo -le confesó Miranda-. No se me ocurrió traer nada de Cambridge, pero el tío David fue a comprar un libro sobre barcazas. Creo que es el primero que encontró. Pero es aburridísimo y creo que si sigo leyendo caeré en un estado de coma yo también. Y no creo que consiga despertar a papá, ya que no debe de tener ningún interés en saber cómo acaba. Claro que está en coma porque así lo quieren los médicos. Como mínimo, eso es lo que me han dicho.

Parecía esforzarse por hacer que Leach se sintiera cómodo, por hacerle saber que apreciaba sus patéticos esfuerzos por ser de ayuda. Parecía agotada, pero se mantenía tranquila, como si no tuviera expectativas de que nadie -a excepción de ella misma- pudiera rescatarla de la situación en la que se encontraba. Aún le cayó mejor.

– ¿Hay alguien que pueda sustituirte? -le preguntó-. ¿Para que puedas ir a casa a darte un baño? ¿Para que puedas echarte a dormir un rato?

– Sí, claro -respondió, rebuscó en la chaqueta del chándal y sacó una goma elástica que usó para disciplinarse el pelo, que se asemejaba a virutas de acero-. Sin embargo, quiero estar aquí. Es mi padre y… Puede oírme, ¿no lo entiende? Sabe que estoy con él. Y si eso puede servirle de ayuda… Lo que quiero decir es que creo que es importante que una persona que está pasando por lo que él está pasando sienta que no está solo, ¿no cree?

Eso implicaba que la esposa de Webberly no estaba con él. Eso sugería en buena medida cómo había sido la vida de Webberly en todos esos años que habían transcurrido desde que decidiera no dejar a Frances para irse con Eugenie.

Habían hablado de ello la única vez que Leach había sacado el tema. No podía recordar por qué se había sentido obligado a aventurarse en un área tan privada de otra persona, pero algo había ocurrido -¿Un comentario encubierto? ¿Una conversación telefónica con un subtexto de hostilidad por parte de Webberly? ¿Una fiesta del departamento en la que Webberly había aparecido solo por duodécima vez?-y ese algo le había incitado a decir: «No entiendo cómo puedes hacer ver que amas a alguien cuando en realidad estás con otra persona. Podrías dejar a Frances, Malc. Ya lo sabes. Tienes a donde ir».

Al principio, Webberly no le había respondido. De hecho, pasaron varios días sin que le respondiera. Leach pensó que nunca lo haría hasta que un día, dos semanas más tarde, Leach lo acercó a casa, ya que Webberly tenía el coche en el garaje y, de hecho, tampoco tenía que dar tanta vuelta. Eran las ocho y media, y ella estaba en pijama cuando se acercó a la puerta, la abrió y gritó: «Papá, papá, papá», corriendo por el sendero para que su padre la estrechara entre sus brazos. Webberly había ocultado su rostro entre el rizado pelo de su hija, le había dado sonoros besos en el cuello, había conseguido que profiriera más gritos de alegría.

– Ésta es mi Randie -le había dicho a Leach-. Éste es el motivo.

Ahora Leach le preguntó a Miranda:

– Tu madre no está aquí, ¿verdad? ¿Se ha ido a casa a descansar un poco?

– Le diré que ha venido, inspector -le respondió-. Estará muy contenta de saberlo. Todo el mundo se ha portado tan… bien. De verdad. -Negó con la cabeza y dijo que quería volver con su padre.

– ¿Si hay algo que pueda hacer…?

– Ya lo ha hecho -le aseguró.

Pero cuando regresaba hacia la comisaría de Hampstead, Leach no tenía esa sensación. Y una vez dentro, empezó a recorrer la sala de incidencias mientras leía un informe tras otro, a pesar de que ya los había leído casi todos. Le preguntó a la agente que estaba junto al ordenador:

– ¿Qué han dicho los de Swansea?

Negó con la cabeza y contestó:

– Todos los sospechosos principales tienen coches modernos, señor. El más viejo tiene diez años de antigüedad.

– ¿De quién es?

Consultó una lista, fue bajando el dedo por la página, y respondió:

– De un tal Robson. Raphael. Tiene un Renault. De color… déjeme ver… plateado.

– ¡Maldición! ¡Tiene que haber algo! -Leach pensó en otra forma de enfocar el problema-. Mire los otros.

– ¿Cómo dice, señor?

– Revise los otros informes. Apunte todos los nombres. Esposas, maridos, novios, novias, adolescentes que conduzcan, cualquier persona que guarde relación con este caso y que tenga carné de conducir. Compare los nombres con la lista de la Dirección General de Tráfico y averigüe si hay algún coche que corresponda a la descripción.

– ¿De todos ellos, señor? -le preguntó.

– Según creo hablamos la misma lengua, Vanessa.

Soltó un suspiro y respondió:

– Sí, señor. -Y volvió al trabajo a medida que uno de los nuevos agentes entraba en la sala a toda velocidad.

Se llamaba Solberg, un agente recién salido de la Academia que se había empeñado en demostrar su valía desde el primer día que ingresara en el Departamento de Homicidios. Arrastraba un montón de papeles, y estaba tan rojo que parecía un corredor al final de una maratón.

– Guv, mire esto -gritó-. Es de hace diez días y aún está caliente. Caliente.

– ¿De qué me está hablando? -le preguntó Leach.

– De algo un poco complicado -le contestó el agente.


Nkata decidió ir a hablar con la abogada de Katja Wolff después de su conversación con Yasmin Edwards. Le había dicho: «Ya tiene lo que quiere, así que ahora márchese, agente», tan pronto como vio que apuntaba 12.41 en la libreta, y se negó a especular sobre dónde podría haber estado su amante en la noche que Eugenie Davies fue asesinada. Le había pasado por la cabeza presionarla un poco más -«ya me mintió una vez, señora y, por lo tanto, quién me asegura que no lo esté haciendo de nuevo y, ¿sabe lo que les sucede a las ex presidiarías que son cómplices de asesinato?»- pero no lo había hecho. No había tenido valor de hacerlo, porque había visto cómo las emociones se le reflejaban en el rostro a medida que la interrogaba, y podía hacerse una idea del gran esfuerzo que le había supuesto contarle lo poco que le había contado. Aún así, no había podido evitar pensar qué sucedería si le preguntaba por qué: ¿por qué estaba traicionando a su amante y, lo que era más importante, qué implicaba que lo estuviera haciendo? Pero ése no era asunto suyo, ¿verdad? No podía serlo porque él era policía y ella una ex convicta. Y así eran las cosas.

En consecuencia, había cerrado la libreta. Había pensado salir de la tienda con un simple, pero rotundo: «Gracias, señora Edwards. Ha hecho lo que debía», pero en vez de eso le preguntó: «¿Se encuentra bien, señora Edwards?», y se sintió sorprendido de la ternura que sentía. Era de lo más peligroso sentirse conmovido por una mujer de esa índole en una situación como aquélla; por lo tanto, cuando ella le dijo: «Márchese», él actuó con inteligencia y se marchó.

Dentro del coche, había sacado la tarjeta que Katja Wolff le diera a primera hora de esa mañana. Había sacado el callejero de la guantera y había consultado dónde tenía el despacho Harriet Lewis. Tal y como era de esperar, el despacho de la abogada estaba en Kentish Town: al otro lado del río y, por lo tanto, tendría que atravesar Londres de nuevo. Pero el hecho de tener que dirigirse hasta allí le daba tiempo para pensar en un plan que le permitiera sacarle información a la abogada. Además, sabía que necesitaba un plan decente, ya que la proximidad de su despacho a la Prisión de Holloway sugería que debía de tener más criminales por clientas, lo que a su vez sugería que si quería averiguar algo tendría que actuar con mucha astucia.

Cuando por fin aparcó junto a la acera, Nkata vio que Harriet Lewis había montado un despacho humilde entre una tienda de periódicos y una verdulería que exhibía en la mismísima acera medio brócoli y una coliflor en mal estado. Había una puerta en ángulo oblicuo a la calle que lindaba con la puerta de la tienda de periódicos, y en la parte superior de la ventana translúcida estaba impresa la palabra ABOGADOS y nada más.

En el interior, una escalera recubierta de una gastada moqueta roja conducía a dos puertas que estaban en el rellano, una frente a la otra. Una de las puertas estaba abierta; dejaba entrever una habitación vacía que daba a otra, y un suelo de anchas tablas de madera que estaba cubierto de polvo. La otra puerta estaba cerrada, y una tarjeta estaba prendida en el entrepaño con una chincheta. Nkata examinó la tarjeta de cerca y vio que era idéntica a la que Katja Wolff le había dado. La levantó con el extremo de la uña y miró debajo. No había ninguna otra tarjeta. Nkata sonrió. Las cosas empezaban tal y como él quería. Entró sin llamar, y se encontró en una especie de recepción completamente diferente del barrio, del entorno inmediato y del piso de enfrente. Una alfombra persa cubría la mayor parte del elegante suelo, y sobre éste descansaba una mesa de recepción, un sofá, unas cuantas sillas y mesas de un diseño muy moderno. Todo era de diseño, de madera y de piel, y aunque podría parecer que no pegaba mucho con la alfombra, y mucho menos con el revestimiento y el papel de la pared, sugerían el grado perfecto de modernidad que uno esperaría encontrarse en el despacho de un abogado.

– ¿En qué le puedo ayudar?

La pregunta fue formulada por una mujer de mediana edad que estaba sentada delante de un teclado y de una pantalla; llevaba unos auriculares minúsculos a través de los cuales parecían dictarle algo. Iba ataviada con un traje chaqueta azul marino y crema, llevaba el pelo corto y aseado, y éste empezaba a encanecérsele en un mechón que le salía desde encima de la sien izquierda. Tenía las cejas más oscuras que Nkata jamás hubiera visto, y en un mundo en el que estaba acostumbrado a que las mujeres blancas le miraran con recelo, nunca se había encontrado con una mirada tan hostil.

Le mostró la placa y le informó de que quería hablar con la abogada. No había concertado cita, le dijo a la señorita Cejas antes de que ésta se lo preguntara, pero confiaba en que la señora Lewis…

– Señorita Lewis -replicó la recepcionista, quitándose los auriculares y dejándolos a un lado.

… le vería tan pronto como le dijera que venía a hablarle de Katja Wolff. Dejó su tarjeta sobre la mesa y añadió:

– Désela si quiere. Dígale que esta misma mañana hemos hablado por teléfono. Espero que lo recuerde.

La señorita Cejas le hizo comprender que no cogería la tarjeta hasta que él dejara de tocarla con sus dedos. Luego la cogió y le ordenó:

– Espere aquí, por favor. -Entró en el despacho. Volvió a salir unos dos minutos más tarde y se puso los auriculares de nuevo. Empezó a teclear sin siquiera mirarle, lo que habría podido causar que empezara a hervirle la sangre, si no hubiera sido porque había aprendido a aceptar el comportamiento de las mujeres blancas como lo que en realidad era: obvio e ignorante a más no poder.

Así pues, se dedicó a examinar las fotografías que colgaban de las paredes -viejas fotografías en blanco y negro de rostros de mujer que le hicieron pensar en la época en la que el imperio Británico se extendía por el mundo entero-y, cuando hubo acabado de examinarlas, cogió un ejemplar del Ms. de América y se puso a leer con atención un artículo sobre las alternativas a la histerectomía. Parecía haber sido escrito por una mujer que tenía un orgullo del tamaño de un canto rodado de Blidworth [7].

No se sentó, y cuando la señorita Cejas le dijo: «Tardará un buen rato, agente, ya que ha venido sin cita concertada», él le respondió: «Los asesinatos son así, ¿verdad? Nunca avisan con antelación». -Apoyó el hombro en el claro papel a rayas y le dio una palmadita con la mano, a la vez que decía:

– Es muy bonito. ¿Cómo se llama este diseño?

Vio cómo la recepcionista observaba el trozo de pared que había tocado, como si buscara manchas de grasa. No le respondió. Le hizo un amable gesto de asentimiento, abrió la revista bien abierta y apoyó la cabeza en la pared.

– Tenemos un sofá, agente -le informó la señorita Cejas.

– He estado sentado todo el día -le respondió. Luego añadió-: Sobre unos pilotes -y le dedicó una sonrisa como medida de precaución.

Pareció efectivo. Se puso en pie, se adentró en el despacho de nuevo y regresó un minuto más tarde. Llevaba una bandeja con los restos del té de la tarde, y le informó de que la abogada ya podía verle.

Nkata sonrió para sí mismo. Estaba seguro de que así era.

Harriet Lewis, vestida de negro tal y como había ido la noche anterior, permanecía de pie tras el escritorio cuando Nkata entró. Le dijo:

– Ya hemos mantenido nuestra conversación, agente Nkata. Creo que acabaré llamando a los de seguridad.

– ¿De verdad cree que será necesario? -le preguntó Nkata-. ¿Una mujer como usted tiene miedo de enfrentarse a esto sola?

– Una mujer como yo -le imitó-no es ninguna estúpida. Me paso la vida diciéndoles a mis clientas que mantengan la boca cerrada en presencia de la policía. Sería muy estúpida si no siguiera mis propios consejos, ¿no cree?

– Todavía lo estaría más…

– Sería -le corrigió.

– Sería -repitió- si la acusaran de obstruir una investigación policial.

– Que yo sepa, aún no han acusado a nadie -replicó-. No tienen pruebas de nada.

– El día todavía no se ha acabado.

– No me amenace.

– Pues haga su llamada telefónica -le dijo Nkata. Miró a su alrededor y vio que en un extremo del despacho había una zona de diseño que constaba de tres sillones y de una mesa auxiliar. Se dirigió hacia allí poco a poco, se sentó y exclamó-: ¡Qué bien! ¡Qué agradable es descansar un poco después de ir todo el día de un lado a otro! -Hizo un gesto para señalar el teléfono-. Adelante. Tengo tiempo. Mi madre es una cocinera excelente y me guardará la cena caliente.

– ¿De qué va todo esto, agente? Ya hemos hablado. No tengo nada que añadir a lo que ya le he contado.

– Veo que no tiene ninguna socia -apuntó-, a no ser que esté escondida debajo de la mesa.

– Nunca le he dicho que la tuviera. Debe de haber llegado a esa conclusión usted solo.

– Basándome en la mentira de Katja Wolff. Galveston Road, número cincuenta y cinco, señora Lewis. ¿Le gustaría especular conmigo sobre ese tema? En teoría, su socia vive allí, ¿no es verdad?

– Mi relación con mi cliente es confidencial.

– Muy bien. Entonces, una de sus clientas vive allí.

– Yo no he dicho eso.

Nkata se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y dijo:

– Entonces escuche lo que tengo que decirle. -Miró el reloj-. Hace setenta y siete minutos la coartada de Katja Wolff sobre el caso de atropellamiento y fuga de West Hampstead se vino abajo. ¿Lo ha entendido bien? Y al no tener coartada pasa a ser la sospechosa número uno. Según mi experiencia, la gente no suele mentir sobre su paradero en la noche en que se ha perpetrado un asesinato, a no ser que tenga una buena razón. En este caso, la única razón que se me ocurre es que estaba involucrada. La mujer que fue asesinada…

– Ya sé quién fue asesinada -le contestó con brusquedad.

– ¿Lo sabe? Perfecto. Entonces también debe de saber que su clienta podría querer vengarse de esa mujer.

– Esa idea es ridícula. Si eso fuera verdad, sería completamente al revés.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que Katja Wolff quería que Eugenie Davies siguiera con vida? ¿Qué motivo podía tener, señora Lewis?

– Esa información es confidencial.

– Gracias. Entonces añada esto a su información confidencial: ayer por la noche se produjo un segundo caso de atropellamiento y fuga en Hammersmith. Éste se produjo alrededor de la medianoche. La víctima era el policía que metió a Katja entre rejas. No está muerto, pero su vida pende de un hilo. Y ya sabe qué piensa la policía de un sospechoso cuando se carga a uno de sus compañeros.

Esa información pareció hacer la primera abolladura en la armadura de tranquilidad de Harriet Lewis. Enderezó la columna ligeramente y declaró:

– Katja Wolff no tiene nada que ver con todo esto.

– Le pagan para que lo diga. Y para que lo crea. Y así mismo lo diría y creería su socia, en caso que tuviera una.

– ¡No insista con eso! Tanto usted como yo sabemos que yo no soy responsable de que una clienta mía le haya pasado esa información errónea cuando yo no estoy presente.

– De acuerdo. Pero ahora sí que lo está. Y como ya tenemos claro que no tiene ninguna socia, quizá deberíamos pensar por qué me dijo que sí que la tenía.

– No tengo ni idea.

– ¿De verdad? -Nkata sacó la libreta y el portaminas y empezó a dar golpecitos con el lápiz sobre la cubierta de piel para darle un poco más de énfasis-. Esto es lo que me parece: es la abogada de Katja Wolff, pero también es algo más, algo más suculento y que no tiene nada que ver con su trabajo. Bien…

– ¡Es increíble!

– …si eso se llega a saber, señora Lewis, las cosas se pondrán muy feas para usted. Seguro que debe de tener algún código de ética, y no creo que ese código acepte que un abogado tenga relaciones amorosas con su cliente. De hecho, estoy empezando a pensar que ése es el motivo que la lleva a ocuparse de las criminales: se pone en contacto con ellas cuando están en su peor momento, y después es muy fácil llevárselas a la cama.

– ¡Esto es intolerable!

Harriet Lewis salió por fin de detrás del escritorio. Atravesó el despacho a grandes pasos, se colocó tras uno de los sillones que había junto a la mesa auxiliar, asió el respaldo y le ordenó:

– ¡Salga de esta oficina, agente!

– Podemos jugar a pensar en voz alta -le sugirió con tranquilidad mientras se recostaba en el sillón.

– La gente de su calaña ni siquiera saben hacerlo en silencio.

Nkata sonrió. Se concedió un punto a sí mismo, y le dijo:

– Sigamos hablando, de todos modos.

– No tengo ninguna intención de seguir hablando con usted. Ahora márchese. Si no lo hace, me encargaré personalmente de que las autoridades responsables de las quejas de la policía le llamen la atención.

– ¿De qué se quejará? ¿Y qué cree que pensará la gente cuando se entere de que fue incapaz de enfrentarse a un único policía que vino a hablar con usted sobre una asesina? Y no una asesina cualquiera, señora Lewis. Una asesina de bebés que ha estado en la cárcel durante veinte años.

La abogada no respondió nada.

Nkata siguió presionándola, inclinando la cabeza en dirección al escritorio de Harriet Lewis.

– Por lo tanto, llame ahora mismo al Departamento de Quejas Policiales, acúseme de hostigamiento y presente todas las demandas que quiera. Y cuando la historia llegue hasta los periódicos, veremos quién sale perjudicado.

– Me está haciendo chantaje.

– Sólo le estoy relatando los hechos. Puede hacer lo que quiera con ellos. Lo que yo quiero es la verdad sobre Galveston Road. Si me la cuenta, me marcharé.

– ¿Por qué no va allí usted mismo?

– Porque ya he ido una vez. No pienso volver sin municiones.

– Galveston Road no tiene nada que ver con…

– ¿Señora Lewis? No me tome por estúpido. -Nkata señaló el teléfono-. ¿Piensa llamar al Departamento de Quejas? ¿Está dispuesta a presentar una demanda contra mí?

Harriet Lewis parecía considerar las alternativas mientras exhalaba aire. Rodeó el sillón y se sentó.

– La coartada de Katja Wolff vive en esa casa, agente Nkata. Es una mujer llamada Noreen McKay, y no está dispuesta a dar la cara por Katja. Ayer por la noche fuimos a hablar de eso con ella. No lo conseguimos. Y dudo mucho que usted lo consiga.

– ¿Por qué? -le preguntó Nkata.

Harriet Lewis se alisó la falda. Pasó los dedos por un diminuto trozo de hilo que le colgaba del borde de un botón de la chaqueta.

– Supongo que usted lo tacharía de código ético -apuntó por fin.

– ¿También es abogada?

Harriet Lewis se puso en pie y respondió:

– Para poder responder a esa pregunta, tendré que llamar a Katja y pedirle permiso.


Libby Neale se dirigió de inmediato a la nevera cuando regresó a casa desde South Kensington. Tenía un gran mono de alimentos blancos, y pensó que se merecía darse ese gusto. Guardaba una tarrina de Hägen-Dazs de vainilla en el congelador para emergencias de ese tipo. La sacó, encontró una cuchara después de revolver todo el cajón de cubiertos y abrió la tapa haciendo palanca. Se había tragado unas doce cucharadas antes de ser capaz de pensar.

Cuando por fin consiguió pensar, lo que pensó fue más blanco; por lo tanto, revolvió el cubo de basura que había debajo del fregadero de la cocina y encontró parte de la bolsa de palomitas con sabor a queso que había tirado el día anterior en un momento de aversión. Se sentó en el suelo y procedió a atiborrarse con los dos puñados de palomitas que quedaban en la bolsa. Cuando hubo acabado, cogió un paquete de tortitas de harina, que hacía tiempo que guardaba como un reto a sí misma para mantenerse alejada de los productos blancos. Se percató, sin embargo, de que ya no eran exactamente blancas, ya que sobre ellas crecían trozos de moho, como si fueran manchas de tinta sobre el lino. Pero el moho no era tan difícil de quitar, y si se tragaba un poco de forma accidental, tampoco le pasaría nada, ¿verdad? Sólo tenía que pensar en la penicilina.

Sacó un trozo de Wensleydale de su envoltorio y partió el suficiente para prepararse una quesadilla. Dejó caer los trozos de queso sobre la tortita, puso otra encima y metió toda esa mezcla en una sartén. Cuando el queso se hubo derretido y la tortita ya estaba dorada, apartó el festín del fuego, lo enrolló y se sentó de nuevo en el suelo de la cocina. Procedió a meterse la comida en la boca, como si fuera víctima del hambre.

Cuando se hubo zampado la quesadilla, permaneció en el suelo, con la cabeza apoyada en la puerta de un armario. Lo había necesitado, se dijo a sí misma. Las cosas se estaban poniendo muy raras, y cuando eso sucedía, uno tenía que mantener alto el azúcar de la sangre. Nunca se sabía cuándo tendría uno que pasar a la acción.

Gideon no la había acompañado hasta el coche desde el piso de su padre. Se había limitado a acompañarla hasta la puerta y a cerrarla tras ella. Mientras salían del estudio, le había preguntado:

– ¿Estarás bien, Gid? Lo que quiero decir es que éste no es un sitio muy agradable para esperar. Escucha. ¿Por qué no te vienes a casa conmigo? Le podemos dejar una nota a tu padre, y cuando vuelva, puede llamarte y nosotros regresamos otra vez.

– Esperaré aquí -le había respondido. Y había abierto y cerrado la puerta sin siquiera mirarla una sola vez.

«¿Qué quería decir con eso de que quería esperar a su padre?», se preguntó. ¿Se iba a producir un ajuste de cuentas definitivo entre ellos? De hecho, hacía mucho tiempo que ese ajuste de cuentas había empezado entre padre e hijo.

Intentó imaginárselo, una confrontación provocada, por el motivo que fuera, por el descubrimiento de Gideon de que había tenido una segunda hermana de la que nunca había conocido la existencia. Cogería la tarjeta que le había mandado a Richard la madre de Virginia y la agitaría por delante de las narices de su padre. Le diría: «Cuéntame cosas de ella, desgraciado. Explícame por qué tampoco me permitiste tener noticias de ella».

Porque eso parecía haber sido lo que le había hecho enfadar cuando había leído la tarjeta: su padre le había negado la posibilidad de conocer a otra hermana mientras ésta aún estaba con vida.

«¿Y por qué? -pensó Libby-. ¿Por qué Richard había intentado aislar a Gid de esa hermana que había sobrevivido?» Tenía que ser por el mismo motivo por el que Richard hacía todo lo demás: para que Gideon se concentrara en el violín.

«No, no, no. No puedes tener amigos, Gideon. No puedes ir a fiestas. No puedes practicar deportes. No puedes ir a una escuela de verdad. Debes ensayar, tocar, actuar y ganar dinero. Pero si tienes otros intereses aparte del violín, nunca podrás hacerlo. Como una hermana, por ejemplo.»

«Dios», pensó Libby. Era una mierda de tío. Estaba arruinando la vida de Gideon.

«¿Cómo habría sido su vida si no se la hubiera pasado tocando el violín? -se preguntó-. Habría asistido a la escuela como un niño normal. Habría jugado a algo, como al fútbol, por ejemplo. Habría montado en bicicleta, se habría caído de los árboles, y quizá se habría roto un hueso o dos. Se habría reunido con sus amigos para irse a tomar cervezas por la noche, habría tenido citas y habría intentado montárselo con las chicas. Habría sido normal. No habría sido la persona que es ahora.»

Gideon se merecía todo lo que la otra gente tenía y daba por sentado, se dijo Libby a sí misma. Se merecía amigos. Se merecía amor. Se merecía una familia. Se merecía una vida. Pero no conseguiría nada de eso mientras Richard lo tuviera controlado y mientras nadie hiciera nada por cambiar la relación que Gideon tenía con su maldito padre.

Libby se estremeció y se dio cuenta de que la cabeza le zumbaba. Apoyó la cabeza en la puerta del armario para ver si así alcanzaba a ver la mesa de la cocina. Había dejado las llaves del coche de Gideon sobre la mesa cuando había entrado en la cocina a toda prisa después de admitir su derrota ante el deseo de alimentos blancos. Ahora le parecía que la posesión de esas llaves tenía un significado: como si fueran una señal de Dios que indicara que ella había sido la elegida para adoptar una actitud firme.

Libby se puso en pie. Se acercó a las llaves en un estado de resolución absoluto. Las cogió de la mesa antes de cambiar de opinión. Salió del piso.

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