GIDEON

11 de noviembre


Corrí, doctora Rose. Me dirigí a toda prisa hacia la puerta de la sala de música y me tiré escaleras abajo. Abrí la puerta de golpe. Dio un portazo contra la pared. Me precipité hacia Chalcot Square. No sabía adónde iba ni lo que tenía intención de hacer. Pero tenía que alejarme: alejarme de mi padre y de lo que me había obligado a afrontar sin darse cuenta.

Corrí a ciegas, pero vi su rostro. No su aspecto de alegría o inocencia, o incluso de sufrimiento, sino el que ponía cuando perdía la conciencia mientras yo la ahogaba. Vi cómo volvía la cabeza a uno y otro lado, cómo el pelo de bebé se le ahuecaba, cómo intentaba respirar como si fuera un pez, y cómo dejaba los ojos en blanco y le desaparecían. Luchó por seguir con vida, pero no pudo igualar la fuerza de mi ira. La sostuve bajo el agua, la sostuve bajo el agua, y cuando Katja y Robson entraron a toda prisa en el cuarto de baño, ella ya había dejado de moverse y de ofrecer resistencia. Pero, con todo, mi furia todavía no estaba satisfecha.

Mis pies resonaban sobre la acera a medida que corría precipitadamente por la plaza. No me dirigí hacia Primrose Hill, porque ese lugar está al descubierto, y estar al descubierto ante cualquier cosa, cualquier persona, era una idea que me parecía insoportable. Así pues, me dirigí con gran estruendo en otra dirección, girando la primera esquina con la que me encontré, embistiendo el silencioso vecindario hasta que aparecí de repente en la parte alta de Regent's Park Road.

Momentos después, oí cómo gritaba mi nombre. Mientras descansaba jadeante en el cruce de Regent's Park y Gloucester Road, giró la esquina, con la mano en el costado a causa del flato. Alzó un brazo. Gritó: «¡Espera!», pero yo empecé a correr de nuevo.

Lo que pensaba mientras corría era una frase simple: «Siempre lo ha sabido». Ya que estaba empezando a recordar más cosas, y lo que recordaba se me presentaba como una serie de imágenes.

Katja grita y patalea. Raphael la aparta a un lado para poder llegar hasta mí. Los gritos y las pisadas avanzan por la escalera y el pasillo. Una voz exclama: «Maldita sea».

Papá está en el cuarto de baño. Intenta alejarme de la bañera, donde mis dedos han empujado, empujado y empujado los frágiles hombros de mi hermana. Grita mi nombre y me abofetea. Me tira del pelo, y al final consigue que la suelte.

– ¡Sacadlo de aquí! -ruge, y por primera vez creo que se parece al abuelo y me asusto.

Mientras Raphael me arrastra a lo largo del pasillo, oigo que llega más gente. Mi madre grita: «¿Richard? ¿Richard?» mientras sube la escalera a toda prisa. Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino están hablando mientras bajan a toda velocidad desde el piso de arriba. Desde algún lugar mi abuelo vocifera: «¡Dick! ¿Dónde está mi whisky? ¡Dick!», y mi abuela, asustada, pregunta desde la planta baja: «¿Le ha sucedido algo a Jack?».

Entonces Sarah-Jane Beckett está conmigo y me dice: «¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa?». Me suelta de las fuertes garras de Raphael y protesta: «Raphael, ¿qué le estás haciendo?» y «¿por qué demonios llora?», refiriéndose a Katja Wolff, que no cesa de repetir: «No la he dejado. Sólo un minuto», pero Raphael Robson no añade nada a ese comentario.

Después de todo eso estoy en mi dormitorio. Oigo que papá dice a gritos: «No entres, Eugenie. Llama a urgencias».

«¿Qué ha sucedido? ¡Sosy! ¿Qué ha sucedido?»

Una puerta se cierra. Katja llora. Raphael dice: «Permitidme que la lleva abajo».

Sarah-Jane Beckett se coloca junto a la puerta de mi dormitorio, escucha, con la cabeza inclinada, y se queda allí. Me siento en la cama y me apoyo en la cabecera, con los brazos mojados hasta los codos, comienzo a temblar, y por fin me doy cuenta de la monstruosidad que acabo de perpetrar. Y durante todo ese tiempo la música ha seguido sonando, la misma música, el maldito Archiduque que me ha estado atormentando y persiguiendo cual demonio despiadado durante los últimos veinte años.

Eso es lo que recordaba mientras corría, y cuando llegué al cruce no hice el menor intento por esquivar el tráfico. Me parecía que el mejor acto de compasión era que me atropellara un coche o un camión.

No sucedió. Llegué al otro lado de la calle. Pero papá iba pegado a mis talones, sin dejar de gritar mi nombre.

Empecé a correr de nuevo, para alejarme de él, para sumergirme en el pasado. Y vi ese pasado como si fuera un calidoscopio de imágenes: el afable policía pelirrojo que olía a puro y que me hablaba con una amable voz paternal… esa noche en la cama con mi madre sosteniéndome, sosteniéndome, sosteniéndome, con mi cara apretada contra sus pechos como si me fuera a hacer lo que yo le había hecho a mi hermana… mi padre sentado en un extremo de la cama, sus manos sobre mis hombros mientras las mías descansaban sobre las de mi madre… la voz de mi padre que me decía: «Estás a salvo, Gideon, nadie te hará daño…». Raphael con flores, flores para mi madre, flores de condolencia para aliviar su dolor… y siempre voces calladas, en todas las habitaciones, durante una infinidad de días…

Finalmente, Sarah-Jane se aleja de la puerta junto a la que ha permanecido inmóvil, esperando y escuchando. Se encamina hacia el aparato de música, donde el violín del trío de Beethoven toca un pasaje de doble cuerda. Aprieta un botón y la música cesa felizmente, dejando un silencio tan vacío que sólo deseo que la música vuelva a sonar de nuevo.

El sonido de sirenas irrumpe en ese silencio. Se oyen cada vez más a medida que se acercan los vehículos. Aunque es probable que sólo hayan tardado minutos, me parece que ha pasado una hora desde que papá me estirara del pelo e intentara que dejara de asir a mi hermana.

«¡Aquí arriba! ¡Aquí!», grita papá desde la escalera mientras alguien deja entrar al equipo medicalizado.

Y entonces empieza el esfuerzo por salvar lo que no puede ser salvado, lo que yo sé que no puede ser salvado, porque fui yo quien la aniquilé.

No puedo soportar las imágenes, los recuerdos, los sonidos.

Corrí a ciegas, como un loco, sin importarme adónde me dirigía. Crucé la calle y volví en mí delante del pub de Pembroke Castle. Y más allá vi la terraza donde los bebedores se sientan en verano, pero entonces estaba vacía, delimitada por un muro, un bajo muro de ladrillo sobre el que me subí, a lo largo del que corrí, desde el que salté, sin pensar en la arcada de hierro del puente de peatones que cruza la línea férrea diez metros más abajo. Salté pensando: «Así será».

Oí el tren antes de verlo. Al oírlo, obtuve mi respuesta. El tren avanzaba muy poco a poco y, por lo tanto, el conductor tendría tiempo de parar y yo no me moriría… a no ser que calculara mi salto con precisión.

Me acerqué al extremo de la arcada. Vi el tren. Observé cómo se acercaba.

– ¡Gideon!

Papá estaba en un extremo del puente de peatones. Gritó:

– ¡No te muevas!

– ¡Es demasiado tarde!

Y como un bebé, empecé a llorar, y esperé el momento, el momento perfecto, para poder saltar a la vía delante del tren y entrar en el olvido.

– ¿Qué dices? -me preguntó a gritos-. ¿Demasiado tarde para qué?

– Sé lo que le hice a Sonia -respondí-. Lo he recordado.

– ¿Qué has recordado? -Apartó los ojos de mí para mirar el tren, y ambos veíamos cómo se iba acercando. Dio un paso hacia mí.

– Ya lo sabes. Lo que hice. Esa noche. A Sonia. Cómo murió. Ya sabes lo que le hice.

– ¡No! ¡Espera! -exclamó mientras yo movía los pies y las suelas ya me colgaban del precipicio-. ¡No lo hagas, Gideon! ¡Cuéntame lo que crees que sucedió!

– La ahogué, papá. Ahogué a mi propia hermana.

Dio otro paso hacia mí, con la mano extendida.

El tren estaba cada vez más cerca. Veinte segundos y todo habría acabado. Veinte segundos y la deuda habría sido saldada.

– ¡No te muevas! ¡Por el amor de Dios, Gideon!

– ¡La ahogué! -grité entre sollozos-. La ahogué y ni siquiera lo recordaba. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Sabes cómo me siento?

Observó el tren y luego a mí. Dio otro paso adelante. Gritó:

– ¡No lo hagas! ¡Escúchame! ¡No mataste a tu hermana!

– Tuviste que separarme de ella. Ahora lo recuerdo. Y ésa es la razón por la que mi madre se marchó. Nos abandonó sin decir palabra porque sabía lo que yo había hecho. ¿No es así? ¿No es verdad?

– ¡No, no lo es!

– Lo es. Lo recuerdo.

– ¡Escúchame! ¡Espera! -Sus palabras fueron rápidas-. Le hiciste daño, sí. Y sí, sí, estuvo inconsciente. Pero, Gideon, hijo, escucha lo que te estoy diciendo. Tú no ahogaste a Sonia.

– Entonces quién…

– Lo hice yo.

– No te creo. -Miré hacia abajo, hacia las expectantes vías del tren. Sólo tenía que dar un único paso, un momento después estaría sobre las vías, y todo habría acabado. Un estremecimiento de dolor y después borrón y cuenta nueva.

– ¡Mírame, Gideon! ¡Por el amor de Dios, escúchame! ¡No hagas eso antes de comprender lo que en verdad sucedió!

– ¡Estás intentando ganar tiempo!

– Si fuera así, habrá otro tren, ¿no? Por lo tanto, escúchame. Te lo debes a ti mismo.

«Nadie había estado presente -me dijo-. Raphael se había llevado a Katja a la cocina. Mi madre se había ido a llamar a urgencias. La abuela se había ido a tranquilizar al abuelo. Sarah-Jane me había llevado a mi habitación. Y James el Inquilino había regresado al piso de arriba.»

– Podría haberla sacado de la bañera en aquel momento -declaró-. Podría haberle hecho la respiración boca a boca. Podría haber intentado hacerle la reanimación cardiopulmonar. Pero la sostuve allí, Gideon. La sostuve debajo del agua hasta que oí que tu madre acababa de hablar con los de urgencias.

– No puede ser. No tuviste suficiente tiempo.

– Sí que lo tuve. Tu madre se quedó junto al teléfono hablando con los de urgencias hasta que oímos que los del equipo medicalizado llamaban a la puerta. Me repetía los mensajes de los de urgencias. Hice ver que hacía lo que me indicaban. Pero no podía verme, Gideon; por lo tanto, no podía saber que yo no había sacado a Sonia de la bañera.

– No te creo. Me has mentido toda la vida. No decías nada. No me contabas nada.

– Te lo estoy contando ahora.

A mis pies pasó el tren. Vi cómo el conductor me miraba en el último momento. Nuestras miradas se cruzaron. El conductor, con los ojos bien abiertos, cogió el transmisor de radio. Envió aviso a los siguientes trenes. Había perdido la oportunidad del olvido.

– Debes creerme -insistió papá-. Te estoy diciendo la verdad.

– Entonces, ¿qué pasa con Katja?

– ¿Qué quieres decir?

– Fue a la cárcel. Y fuimos nosotros quienes la mandamos allí, ¿no es verdad? Le mentimos a la policía y ella tuvo que ir a la cárcel. Veinte años, papá. Por culpa nuestra.

– No, Gideon. Estuvo de acuerdo en ir.

– ¿Qué?

– Ven hacia mí. Te lo explicaré.

Por lo tanto, le di ese gusto: que se creyera que había conseguido convencerme de que no me tirara a las vías del tren, cuando en realidad sabía que los guardias de seguridad del tren debían estar a punto de llegar. Me volví a subir al puente de peatones y me acerqué a mi padre. Cuando estuve lo bastante cerca de él, me asió como si estuviera intentando apartarme del borde del abismo. Me abrazó, y pude sentir el martilleo de su corazón. No creía nada de lo que me había dicho hasta ese momento, pero estaba dispuesto a escucharle, a prestarle atención, y a intentar ver más allá de la máscara que llevaba para averiguar los hechos que se escondían tras ella.

Habló con precipitación, sin soltarme ni una sola vez mientras me relataba la historia. Al creer que yo -y no mi padre-había ahogado a mi hermana, Katja Wolff había sabido al instante que tenía una gran parte de culpa, ya que había dejado sola a Sonia. Si aceptaba cargar con las culpas -diciendo que había dejado a la niña sola durante un minuto para contestar a una llamada telefónica- entonces mi padre se ocuparía de recompensarla. Le pagaría veinte mil libras por el servicio que había prestado a su familia. Y en caso de que la llevaran a juicio por negligencia, entonces añadiría a esa cantidad otras veinte mil libras por cada año que fuera incomodada.

– No sabíamos que la policía formularía un caso contra ella -me susurró al oído-. No sabíamos nada de las fracturas curadas del cuerpo de tu hermana. No sabíamos que la prensa sensacionalista se ocuparía del caso con tanta ferocidad. Y tampoco sabíamos que Bertram Cresswell-White la juzgaría como si le hubieran dado una nueva oportunidad de juzgar a Myra Hindley. En circunstancias normales, habría estado en libertad condicional por negligencia. Como máximo, le habrían caído cinco años. Pero todo salió mal. Y cuando el juez insistió en que la condenaran a veinte años por el abuso… Era demasiado tarde.

Me aparté de él. «¿Verdad o mentira?», me pregunté mientras examinaba su rostro.

– ¿Quién abusó de Sonia?

– Nadie -respondió.

– Pero las fracturas…

– Era una niña frágil, Gideon. Tenía un esqueleto muy delicado. Formaba parte de su enfermedad. El abogado defensor de Katja se lo explicó al jurado, pero Cresswell-White tiró sus argumentos por el suelo. Todo salió mal. Todo salió al revés.

– Entonces, ¿por qué no declaró en defensa propia? ¿Por qué no habló con la policía? ¿Con sus abogados?

– Era parte del trato.

– El trato.

– Veinte mil libras si permanecía en silencio.

– Pero deberías haber sabido…

¿Qué?, pensé. ¿Qué debería haber sabido? ¿Que su amiga Katie Waddington no mentiría bajo juramento, que no declararía haber hecho una llamada telefónica que no había hecho? ¿Que Sarah-Jane Beckett la haría quedar todo lo mal que pudiera? ¿Que el fiscal del Estado juzgaría que había abusado de una niña y que la describiría como al diablo en persona? ¿Que el juez recomendaría una sentencia draconiana? ¿Qué debería haber sabido mi padre exactamente?

Me solté de él. Empecé a andar sobre mis pasos hacia Chalcot Square. Me seguía de cerca, pero no me hablaba. No obstante, sentía sus ojos a mis espaldas. Sentía cómo me penetraban. «Se lo ha inventado todo», concluí. Tiene demasiadas respuestas, y le vienen con demasiada rapidez.

Se lo dije en la puerta de entrada de mi casa. Afirmé:

– No te creo, papá.

– ¿Qué otro motivo podía tener para permanecer en silencio? -me contestó-. Iba en contra de sus propios intereses.

– Esa parte sí que me la creo -repuse-. Creo en esa parte de las veinte mil libras. Estoy seguro de que habrías pagado esa cantidad para que no me hicieran daño. Y para evitar que el abuelo se enterara de que el bicho raro de su hijo había ahogado a la rara de su hija.

– ¡Eso no es lo que sucedió!

– Ambos sabemos que así fue. -Me di la vuelta para entrar en casa.

Me cogió del brazo y me preguntó:

– ¿Creerías a tu madre?

Me giré. Debió de ver la pregunta, la incredulidad y el recelo en mi rostro, porque prosiguió sin esperar a que le respondiera.

– Me ha estado llamando. Desde los hechos de Wigmore Hall, me ha estado llamando, como mínimo, dos veces a la semana. Leyó en los periódicos lo que te había sucedido, me llamó para preguntar por ti, y no ha dejado de llamar desde entonces. Si quieres, lo arreglaré todo para que podáis veros.

– ¿De qué serviría? Me acabas de decir que no vio nada…

– ¡Gideon, por el amor de Dios! ¿Por qué crees que me dejó? ¿Por qué crees que se llevó todas las fotografías de tu hermana con ella?

Me lo quedé mirando. Intenté leer su rostro. Y mucho más que eso, intenté encontrar la respuesta a una única pregunta que no formulé en voz alta: «Aunque la viera, ¿me diría la verdad?».

Pero papá pareció percatarse de esa pregunta en mis ojos, porque se apresuró a decir:

– Tu madre no tiene ninguna razón para mentirte, hijo. Y, sin lugar a dudas, la forma en que desapareció de nuestras vidas revela que no podía soportar la culpabilidad de vivir la farsa que yo la había obligado a vivir.

– También podría indicar que no podía soportar vivir en la misma casa que el hijo que había asesinado a su hermana.

– Entonces, deja que ella misma te lo diga.

Nos mirábamos a los ojos, y esperé una señal que me indicara que estaba inquieto. Pero no llegó.

– Puedes confiar en mí -me aseguró.

Creer en esa promesa era lo que más deseaba en el mundo.

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