Capítulo 20

Libby Neale nunca había estado en casa de Richard Davies y, en consecuencia, no sabía qué esperar mientras llevaba allí a Gideon desde el Colegio de Abogados. Si se lo hubieran preguntado, podría haber conjeturado que vivía muy por encima de sus posibilidades. En los últimos cuatro meses había armado tanto alboroto por el hecho de que Gideon no tocara el violín, que le parecía razonable llegar a la conclusión de que necesitaba unos buenos ingresos que sólo podía obtener del dinero que Gideon le diera de forma sistemática.

Por lo tanto, cuando Gideon le dijo que aparcara en un lugar de la parte norte de una calle llamada Cornwall Gardens, Libby exclamó:

– ¡Es aquí!

Observó el vecindario con cierto aire de decepción, mientras veía edificios que eran -de acuerdo-majestuosos, pero que estaban en un estado ruinoso. Cierto, había algunas casas que tenían un aspecto decente, pero todas las demás parecían haber disfrutado de una época mucho mejor en el siglo pasado.

Las cosas empeoraron. Gideon, sin responder a su pregunta, se encaminó hacia un edificio que seguía en pie Dios sabe cómo. Sacó la llave para abrir una puerta principal que estaba tan torcida que ese acto más bien parecía un gesto de cortesía innecesaria para no herir los sentimientos de la puerta. Una tarjeta de crédito habría hecho la misma función. Cuando estuvieron dentro, la condujo por las escaleras hasta el segundo piso. Esa puerta no estaba torcida, pero alguien la había decorado con un poco de pintura verde y había pintado la letra Z, como si el Zorro Irlandés hubiera pasado a visitarles.

– ¿Papá? -preguntó Gideon a medida que abría la puerta de un golpe y entraban en casa de su padre-. Espérame aquí -le sugirió a Libby.

Ella lo hizo con sumo gusto mientras Gideon se asomaba a la cocina que había al lado de la sala de estar. Ese sitio le producía escalofríos. Nunca se habría imaginado que Richard Davies viviera en un sitio así.

En primer lugar, ¿qué pasaba con la combinación de colores?, se preguntó Libby. No es que ella fuera decoradora, eso se lo dejaba a su madre y a su hermana, ya que se tomaban muy en serio lo del Feng Shui. Pero incluso ella podía ver que los colores del piso garantizaban que a cualquiera le entraran ganas de saltar desde el puente más cercano. Paredes color verde vómito. Mobiliario color marrón diarrea. Y obras de arte muy extrañas, como esa mujer desnuda desde el cuello hasta los tobillos, y con un vello púbico que parecía que estuviera dentro de un retrete en el que alguien acabara de tirar la cadena. ¿Qué significaba? De encima de la chimenea -que por alguna razón estaba repleta de libros- colgaba una exposición circular de ramas. Parecía que hubieran sido reconvertidas en bastones, ya que estaban pulidas y tenían agujeros de los que pendían tiras de cuero, como si de muñequeras se tratara. Pero, qué extraño era exhibirlas en semejante lugar.

Lo único que vio que había esperado ver eran las fotografías de Gideon. Había muchísimas. Todas guardaban relación con el aburridísimo tema de siempre: el violín. «¡Vaya sorpresa!», pensó Libby. ¿No era posible que Richard tuviera una fotografía de Gideon en la que él estuviera haciendo algo que le gustara? ¿Qué razón podía tener para mostrarlo haciendo volar cometas en Primrose Hill? ¿Por qué fotografiarlo mientras hacía aterrizar a su planeador? ¿Qué sentido tenía hacer una fotografía de su hijo mientras éste le enseñaba a un chico del East End a sostener el violín si él mismo no lo sostenía, no lo tocaba, y no ganaba un salario astronómico? Richard necesitaba que alguien le diera una patada en al trasero, pensó Libby. No estaba haciendo nada por ayudar a Gideon.

Oyó el crujido de una ventana al abrirse en la cocina, y cómo Gideon llamaba a su padre en dirección al jardín que había visto a la izquierda del edificio. Era evidente que Richard no estaba ahí afuera, porque después de treinta segundos y unos cuantos gritos más, la ventana se cerró de nuevo. Gideon regresó por la sala de estar y se encaminó hacia el vestíbulo.

Esa vez no le dijo: «Espérame aquí»; por lo tanto, le siguió. Había tenido más que suficiente de esa escalofriante sala de estar.

Recorrió el lugar de arriba abajo mientras gritaba: «Papá», a medida que abría la puerta del dormitorio y del cuarto de baño. Libby lo siguió. Cuando estaba a punto de decirle que era obvio que su padre no estaba en casa, y que era inútil que le siguiera llamando porque no se debía de haber quedado sordo en las últimas veinticuatro horas, Gideon empujó otra puerta, la abrió de par en par y apareció la guinda que coronaba la tarta con respecto a la rareza general del piso.

Gideon asomó la cabeza por la puerta y Libby, que iba pisándole los talones, exclamó: «¡Epa! ¡Lo siento!», al echarle el primer vistazo al soldado uniformado que había en el interior. Tardó un momento en darse cuenta de que el soldado no era Richard jugando a disfrazarse con la intención de asustarles. Era un maniquí. Se acercó con cautela y le preguntó: «¡Ostras! ¿Qué demonios…?», pero Gideon ya se encontraba junto a un escritorio en el extremo más alejado de la habitación, con los cajones abiertos y examinando todos los rincones. Parecía estar tan concentrado que estaba segura que ni siquiera la oiría si le preguntaba lo que deseaba preguntarle: ¿Qué demonios hacía Richard con esa basura en medio de su casa? ¿Lo sabía Jill?

También había vitrinas, de la clase que se suelen ver en los museos. Estaban repletas de cartas, medallas, condecoraciones, telegramas y de toda clase de tonterías que, tras examinarlas, parecían guardar relación con la Segunda Guerra Mundial. De las paredes colgaban fotografías de la misma época, y todas ellas mostraban a un hombre en el ejército. En una estaba echado en el suelo, mirando a través del cañón de un rifle como si fuera John Wayne en una película de guerra. En otra corría junto a un tanque. En la siguiente estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, delante de un grupo de hombres similares que tenían las armas apoyadas en el cuerpo, como quien no quiere la cosa, como si el hecho de tener un AK-47 -o lo que fuera que se usara en esa época-sobre el hombro fuera lo más normal del mundo. Era precisamente lo que nadie, con un poco de sentido común, haría en estos momentos en público. A no ser que fuera miembro de algún grupo neonazi de esos que proclaman: Librémonos-de-todo-el-que-no-sea-blanco-anglosajón-protestante.

Libby se sentía mareada. Salir de allí en menos de treinta segundos no le parecía una mala idea.

Sus pensamientos se ratificaron cuando vio la última colección de fotografías, que mostraban al mismo tipo de antes pero en circunstancias totalmente diferentes. Parecía alguien de un campo de exterminio de los nazis. Debía de pesar unos sesenta kilos, y su cuerpo se asemejaba a una gran costra, con unos tres millones de llagas al rojo vivo. Estaba tumbado sobre una plataforma de madera de lo que parecía un campamento en medio de la selva, y tenía los ojos tan hundidos en el rostro que daba la impresión que bien podrían desaparecerle a través del cráneo.

A su espalda, unos cajones se cerraban de golpe y otros se abrían. Los papeles se entremezclaban. Las cosas caían al suelo. Se dio la vuelta, observó lo que Gideon estaba haciendo y pensó: «Richard sí que se va a subir por las paredes esta vez»; pero tampoco había por qué preocuparse, ya que Richard iba a cosechar lo que hacía tiempo que estaba sembrando.

– Gideon, ¿qué estamos buscando? -le preguntó.

– Tiene su dirección. Seguro que la tiene.

– Esto no tiene ningún sentido.

– Él sabe dónde está. La ha visto.

– ¿Te lo ha dicho él mismo?

– Ella le ha escrito. Él lo sabe.

– Gid, ¿te lo ha dicho él? -Libby creía que no era así. ¿Por qué iba ella a escribirle? ¿Por qué iba a intentar verle?-. Cresswell-White nos dijo que no podía ponerse en contacto con vosotros. Si lo hace, perderá la libertad condicional. Acaba de pasarse veinte años en la cárcel, ¿no es verdad? ¿Crees que le apetece pasar tres o cuatro años más ahí dentro?

– Lo sabe, Libby. Y yo también.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? Quiero decir, si tú también lo sabes…

Las cosas que Gideon hacía cada vez tenían menos sentido. Por un momento, Libby pensó en la psiquiatra de Gideon. Sabía su nombre, doctora lo-que-sea Rose, pero nada más. Se preguntaba si debería llamar a todas las doctoras Rose del listín, ¿cuántas podría haber?, y decir: «Mire, soy una amiga de Gideon Davies. Estoy empezando a asustarme. Se comporta de un modo muy extraño. ¿Puede ayudarme?».

¿Se podía llamar a casa de los psiquiatras? Y lo que era más importante, ¿se lo tomaban en serio si les llamaba el amigo de un paciente para decirle que las cosas se estaban descontrolando? ¿O pensaban que el amigo del paciente debería ser el siguiente en ir a la consulta? ¡Mierda! ¡Ostras! ¿Qué debería hacer? Llamar a Richard, no, desde luego. Se podría decir que no estaba representando el papel del señor Simpatía a Raudales.

Gideon había vaciado el contenido de todos los cajones en el suelo y lo había examinado todo con mucha atención. Lo único que quedaba intacto era un portacartas que había sobre el escritorio, que por alguna extraña razón -eran tantas que ya había dejado de contarlas-había dejado para el final, abriendo sobres y lanzándolos al suelo después de examinar el contenido. No obstante, se paró a leer la quinta carta que abrió. Libby vio que se trataba de una tarjeta con flores en la parte de delante y con una salutación impresa en el interior; iba acompañada de una nota. La mano le temblaba con violencia mientras leía el mensaje.

«Ya lo ha encontrado», pensó. Cruzó la habitación para acercársele. Le preguntó:

– ¿Qué? ¿De verdad le ha escrito?

– Virginia -respondió.

– ¿Qué? ¿Quién? ¿Quién es Virginia? -preguntó.

Los hombros le temblaban, asía la tarjeta con el puño como si quisiera estrangularla, y repetía: «Virginia. Virginia. Que Dios le maldiga. Me mintió». Empezó a llorar. No eran lágrimas, sino sollozos, fuertes estremecimientos como si todo pugnara por salir de su interior: los contenidos de su estómago, los pensamientos de su mente, los sentimientos de su corazón.

Poco a poco, alargó la mano hacia la tarjeta. Él le permitió que la cogiera de sus manos, y Libby le echó un vistazo para ver qué había causado esa reacción en Gideon. Rezaba:

Querido Richard:

Gracias por las flores. Te agradezco el detalle. La ceremonia fue muy breve, pero intenté que fuera algo del agrado de Virginia. Así pues, llené la iglesia con sus cuadros y puse sus juguetes favoritos junto al ataúd antes de la cremación.

Nuestra hija era una niña extraordinaria en muchos sentidos. No sólo porque desafió las probabilidades médicas y vivió treinta y dos años, sino también porque consiguió enseñar muchas cosas a todo el mundo que estuvo en contacto con ella. Creo que te habrías sentido orgulloso de ser su padre, Richard. A pesar de sus problemas, tenía tu tenacidad y tu espíritu de lucha, unos dones muy importantes para transmitir a un hijo.

Afectuosamente,

Lynn

Libby volvió a leer el mensaje y comprendió. «Tenía tu tenacidad y tu espíritu de lucha, unos dones muy importantes para transmitir a un hijo.» «Virginia -pensó-. Otra hija.» Gideon tenía otra hermana y también estaba muerta.

Miró a Gideon, sin saber qué decir. Había recibido tantos golpes en los últimos días que ni siquiera sabía por dónde empezar a aplicarle el bálsamo psíquico que pudiera aliviarle.

Con indecisión, le preguntó:

– ¿Sabías que existía, Gideon? -Al ver que no le respondía, dijo-: ¿Gideon? -Alargó la mano y le tocó el hombro. Permanecía inmóvil, a excepción de que el cuerpo entero le temblaba. De hecho, casi le vibraba bajo la ropa.

– Muerta -anunció.

– Así es -repuso-. He leído la nota. Lynn debía de ser… Bien, decía «nuestra hija», por lo tanto es obvio que era su madre. Lo que quiere decir que tu padre estuvo casado con anterioridad y que tenías una hermanastra. ¿No lo sabías?

Le cogió la tarjeta. Se levantó de la silla con un gran esfuerzo, puso la tarjeta dentro del sobre con torpeza y se lo guardó en el bolsillo trasero de los pantalones. En un tono de voz bajo, casi hipnótico, le dijo:

– Me miente. Siempre lo ha hecho. Y todavía sigue haciéndolo.

Empezó a andar entre los papeles que había tirado al suelo, como un hombre sin visión. Libby le siguió y le dijo:

– Quizá no te mintiera. -No se lo dijo porque quisiera defender a Richard Davies, que seguramente habría sido capaz de mentirle sobre el segundo advenimiento de Cristo si con ello pudiera conseguir lo que quería, sino porque no podía soportar la idea de que Gideon tuviera que preocuparse por más cosas-. Lo que quiero decir es que si nunca te contó lo de Virginia, quizá no fuera porque deseara mentirte. Quizá fuera tan sólo una de esas cosas que nunca salen en la conversación. Tal vez nunca surgiera la oportunidad de hablar de ella, o algo así. Quizá tu madre no quisiera hablar de ella. ¿Demasiado doloroso? Lo único que te quiero hacer ver es que no tiene por qué significar que…

– Lo sabía -repuso-. Siempre lo he sabido.

Entró en la cocina, reflexionando sobre eso, a medida que Libby le seguía. Si Gideon conocía la existencia de Virginia, ¿qué demonios le pasaba? ¿Se había sentido muy afectado por su muerte? ¿Se sentía turbado porque nadie le había dicho que había muerto? ¿Enfadado porque no había tenido la oportunidad de asistir al funeral?

Salvo que parecía que Richard tampoco había ido, teniendo en cuenta la nota. Así pues, ¿dónde estaba la mentira?

– Gid -empezó a decir Libby, pero se detuvo al ver que Gideon empezaba a marcar un número de teléfono.

Aunque se apretaba el estómago con una mano y daba pataditas al suelo con un pie, su expresión era severa: la típica expresión de una persona que ha tomado una decisión.

– Jill. Soy Gideon -dijo por teléfono-. Quiero hablar con papá… ¿No? ¿Cuándo estará…? Estoy en su casa. No, no está aquí… ya lo he mirado. ¿Sabes dónde puede…? -Se produjo una larga pausa durante la cual la prometida de Richard se debía de devanar los sesos o le debía recitar una larga lista de posibilidades; al cabo de un rato Gideon asintió-: Sí, de acuerdo. En Prenatal. Bien… Gracias, Jill. -E hizo otra pausa. Acabó la conversación diciendo-: No, no le dejes ningún mensaje. De hecho, si hablas con él, no le digas que he llamado. No me gustaría… De acuerdo, no quisiera que se preocupara. Ya tiene bastantes cosas en las que pensar. -Colgó-. Cree que se ha ido de compras a Oxford Street. Quiere un interfono para la habitación del bebé. Jill todavía no había comprado ninguno porque quería que el bebé durmiera con ellos. O con ella. O con él. O con alguien. Pero no tenía intención de dejarlo solo. Porque si un bebé se queda solo, Libby, si un niño se queda sin nadie que lo cuide por un momento, si los padres no están al caso, si se produce una distracción cuando no lo esperaban, si hay una ventana abierta, si alguien deja una vela encendida, si… Puede pasar cualquier cosa terrible. De hecho, acabará por suceder. ¿Y quién lo sabe mejor que mi padre?

– ¡Vayámonos! -sugirió Libby-. Salgamos de aquí, Gideon. Te invito a un café con leche, ¿de acuerdo? Seguro que por aquí cerca hay una cafetería Starbucks.

Negó con la cabeza y respondió:

– No, vete tú. Coge el coche. Vete a casa.

– No pienso dejarte aquí solo. Además, ¿cómo ibas a volver…?

– Esperaré a papá. Ya me llevará él.

– Podría tardar horas en llegar. Y si primero pasa por casa de Jill, y ésta se pone de parto y tiene el bebé, entonces podrían pasar días antes de que regresara. No quiero dejarte solo aquí.

Sin embargo, Libby fue incapaz de sacarlo de allí. No quería que se quedara ni tampoco quería irse con ella. Sólo quería hablar con su padre.

– No me importa el tiempo que tarde -afirmó-. Esta vez no me importa en absoluto.

De mala gana, asintió, no porque le gustara la idea sino porque veía que no podía hacer nada. Además, parecía más calmado después de hablar con Jill. O, como mínimo, parecía haber vuelto en sí.

– ¿Me llamarás si necesitas cualquier cosa?

– No necesitaré nada -respondió.


Helen en persona abrió la puerta cuando Lynley llamó al timbre de la casa de Webberly en Stamford Brook.

– Helen, ¿cómo es que estás todavía aquí? -le preguntó-. Cuando Hillier me contó que habías venido no me lo podía creer. No deberías hacer esto.

– ¿Por qué no? -le preguntó en un tono de voz razonable.

Entró en el mismo instante en que el perro de Webberly llegaba saltando desde la cocina, ladrando sin parar. Lynley dio un paso atrás mientras Helen lo cogía del collar y le decía:

– ¡Alfie, no! -Le pegó un estirón-. No parece muy simpático, pero no hace nada. Sólo ladra para darse importancia.

– Ya me he dado cuenta -apuntó Lynley.

Alzó la mirada del animal y puntualizó:

– De hecho, me refería a ti. -Soltó al pastor alemán una vez que éste se hubo calmado. El perro le husmeó las vueltas de los pantalones, aceptó la intrusión y se dirigió correteando hacia la cocina.

– No me digas lo que tengo que hacer, querido -le dijo Helen a su marido-. Como ves, tengo amigos en las altas esferas.

– Y con dientes peligrosos.

– Es verdad. -Hizo una inclinación de cabeza hacia la puerta y añadió-: No esperaba verte aquí. Creía que era Randie.

– ¿Aún no ha salido del hospital?

– Es un callejón sin salida. Randie no tiene intención de dejar a su padre; Frances no piensa salir de casa. Cuando nos dijeron lo del ataque al corazón creía que… Pensé que querría ir a verle, que haría un esfuerzo. Porque podría morir, y ella no estaría con él. Pero no.

– No es problema tuyo, Helen. Y si tenemos en cuenta los días que estás teniendo… Deberías descansar un poco. ¿Dónde está Laura Hillier?

– Ella y Frances tuvieron una discusión. De hecho, fue Frances. Una de esas conversaciones de no-me-mires-como-si-fuera-un-monstruo que empiezan cuando una persona intenta convencer a la otra de que no está pensando lo que la otra persona está convencida que piensa, porque en cierta manera, ¿debe de ser subconsciente?, es ella misma quien lo piensa.

Lynley, que intentaba vadear toda esa información, le preguntó:

– ¿Estas aguas son demasiado profundas para mí, Helen?

– Quizá necesites salvavidas.

– ¡Y yo que he venido porque pensaba que podría ser de utilidad!

Helen se había dirigido hacia la sala de estar. Allí había montada una tabla de planchar y una plancha mandaba vapor hacia el techo, lo que le indicó a Lynley -con gran sorpresa por su parte-que su mujer estaba en el proceso de ocuparse de la colada de la familia. Una camisa descansaba sobre la misma tabla, y Helen le había estado prestando sus servicios más recientes a una de las mangas. Por el aspecto de las arrugas permanentes que presentaba la prenda, bien podría decirse que la mujer de Lynley no había encontrado su vocación en la vida.

Helen se dio cuenta de su mirada y replicó:

– Sí. Bien. Quería sentirme útil.

– Es muy amable de tu parte, de verdad -le contestó Lynley con actitud de apoyo.

– No lo estoy haciendo bien. Es evidente. Estoy segura de que debe de tener una lógica, ¿un orden o algo así?, pero todavía no he conseguido averiguarlo. ¿Mangas primero? ¿La parte delantera? ¿La trasera? ¿El cuello? Cuando plancho un lado, ya lo he hecho, el otro lado se me arruga de nuevo. ¿Me puedes dar algún consejo?

– Seguro que hay una lavandería cerca.

– Eso es increíblemente útil, Tommy. -Helen sonrió con tristeza-. Tal vez debiera limitarme a las fundas de almohada. Como mínimo, son lisas.

– ¿Dónde está Frances?

– No, querido. No creo que debamos pedirle que…

Se rió entre dientes y replicó:

– No me refería a eso. Me gustaría hablar con ella. ¿Está arriba?

– Ah, sí. No ha parado de llorar desde que tuvo la discusión con Laura. Ésta se fue de inmediato, sollozando sin parar. Frances subió las escaleras a toda prisa con una expresión sombría; cuando fui a verla estaba sentada en el suelo en un rincón del dormitorio, agarrando la cortina. Me pidió que la dejara sola.

– Randie necesita estar con ella. Y ella necesita estar con Randie.

– Créeme, Tommy, he intentado decírselo. Con cuidado, con sutilezas, directamente, con respeto, con halagos, de todas las maneras que se me han ocurrido, excepto con agresividad.

– Tal vez sea eso lo que necesita: belicosidad.

– El tono de voz quizá funcione, aunque lo dudo, pero si le gritas te puedo asegurar que no conseguirás nada. Cada vez que subo a verla me pide que la deje sola, y aunque preferiría no hacerlo, creo que debo respetar sus deseos.

– Entonces, déjamelo probar.

– Voy contigo. ¿Se sabe algo más de Malcolm? No hemos tenido noticias del hospital desde que nos llamó Randie, pero supongo que eso es buena señal. Porque no hay duda de que Randie nos habría llamado enseguida si… ¿Ha habido cambios, Tommy?

– No -contestó Lynley-. El corazón ha complicado las cosas. Tenemos que esperar.

– ¿Crees que tal vez tengan que decidir…? -Helen se detuvo en el escalón de arriba del de él y lo miró, leyendo en su rostro la respuesta a su incompleta pregunta-. Lo siento muchísimo por todos ellos. Y también por ti. Sé lo que significa para ti.

– Frances debe ir al hospital. Si la situación empeora, Randie no podrá ocuparse de todo ella sola.

– ¡Claro que no! -asintió Helen.

Lynley nunca había estado en el primer piso de casa de Webberly y, por lo tanto, dejó que su mujer le condujera hasta el dormitorio principal. La primera planta de la casa estaba dominada por los olores: popurrí en cuencos dispuestos sobre una mesilla de tres niveles, olor a naranja de una vela que quemaba fuera de la puerta del cuarto de baño, limón procedente la cera que se había usado para limpiar el mobiliario. Pero los olores no eran lo bastante intensos como para tapar el fuerte aroma de aire sobrecalentado, intensificado por el humo de cigarro, y tan rancio que sólo la lluvia -violenta y constante-en el interior de la casa sería suficiente para limpiarlo.

– Todas las ventanas están cerradas -apuntó Helen en voz baja-. Bien, aunque estamos en noviembre y, por lo tanto, no se puede esperar que… Pero aun así… Debe de ser muy difícil para ellos. No sólo para Malcolm y Randie. Ellos pueden salir. Pero para Frances… porque debe de tener tantas ganas de… curarse.

– Supongo -asintió Lynley-. ¿Es por aquí, Helen?

Sólo una de las puertas estaba cerrada, y Helen hizo un gesto de asentimiento cuando la señaló. Dio un golpecito sobre el blanco entrepaño y dijo:

– Frances, soy Tommy. ¿Puedo entrar?

No hubo respuesta. La llamó de nuevo, esa vez un poco más alto, y lo acompañó con otro golpecito en la puerta. Al ver que no respondía, probó con el tirador. Se dio la vuelta y, en consecuencia, abrió la puerta. A su espalda, Helen le preguntó:

– ¿Frances? ¿Quieres ver a Tommy?

A lo que la mujer de Webberly finalmente respondió: «Sí», en un tono de voz que no era ni de miedo ni de resentimiento, sólo calmado y cansado.

La encontraron, no en la esquina donde Helen la había visto por última vez, sino sentada en una silla lisa de respaldo alto que había acercado para poder contemplar su reflejo en un espejo que colgaba de encima del tocador. Sobre la mesa había dispuesto cepillos, pasadores de pelo y lazos. Cuando entraron, se estaba pasando dos lazos entre los dedos, como si quisiera estudiar el efecto que producían en contraste con su piel.

Lynley se percató de que, sin lugar a dudas, llevaba la misma ropa que había llevado cuando llamó a su hija la noche anterior. Vestía una bata acolchada de color rosa atada a la altura de la cintura, y un camisón azul celeste debajo. No se había peinado a pesar de los cepillos que había dispuesto ante ella, por lo que el pelo le quedaba asimétrico a causa de la presión de la almohada, como si llevara un sombrero invisible a un lado.

Estaba tan pálida que Lynley pensó de inmediato que debería tomarse alguna bebida alcohólica, a pesar de la hora del día: ginebra, coñac, whisky, vodka o cualquier cosa para que su rostro recuperara un poco de color. Le preguntó a Helen:

– ¿Te importaría subir algo para beber? -Luego se dirigió hacia la esposa de Webberly-. Frances, creo que te sentaría bien un coñac. Me gustaría que te bebieras uno.

– Sí. De acuerdo -asintió-. Un coñac.

Helen los dejó. Lynley vio que había un arcón para guardar ropa a los pies de la cama, y lo acercó hasta donde Frances estaba sentada para poder hablar con ella al mismo nivel, y no tener que hablarle de pie como si fuera un pariente que la quisiera sermonear. No sabía por dónde empezar. No sabía lo que le sería más útil. Teniendo en cuenta el período de tiempo que Frances Webberly llevaba encerrada entre las paredes de esa casa, paralizada por miedos inexplicables, no le parecía muy probable que una simple explicación sobre la gravedad del estado de su marido y de las necesidades de su hija fueran suficientes para poder convencerla de que sus miedos eran infundados. Era bastante inteligente para saber que la mente humana no funcionaba así. La lógica normal y corriente no bastaba para destruir los demonios que habitaban en el interior de las tortuosas cavernas de la psique de una mujer.

– ¿Puedo hacer algo por ti, Frances? -le preguntó-. Sé que quieres ir a verle.

Se había llevado uno de los lazos junto a la mejilla y lo bajó poco a poco hasta dejarlo sobre la mesa.

– Lo sabes -dijo, no a modo de respuesta sino de afirmación-. Si tuviera el corazón de una mujer que sabe cómo amar a su marido como es debido, habría ido a verle de inmediato. Me llamaron de urgencias. Me preguntaron sin rodeos: «¿Es la señora Webberly? Le llamamos de Charing Cross Hospital. Desde urgencias. ¿Estoy hablando con algún familiar del señor Webberly?». Habría ido. No habría esperado a oír nada más. Es como hubiera actuado cualquier mujer que amara a su marido. Ninguna mujer de verdad, ninguna mujer adecuada, le habría preguntado: «¿Qué ha sucedido? ¡Santo Cielo! ¿Por qué no está en casa? Por favor, dígamelo. El perro regresó a casa pero Malcolm no estaba con él, y me ha dejado, ¿no es verdad? Al final, lo ha hecho. Al final me ha dejado». Y ellos me respondieron: «Señora Webberly, su marido está vivo. Pero nos gustaría hablar con usted. Aquí, señora Webberly. ¿Quiere que le mandemos un taxi? ¿Hay alguien que pueda traerla al hospital?». Y al fingir de esa manera fueron muy amables, ¿no es verdad? Al ignorar lo que yo les había dicho. Pero cuando colgaron, exclamaron: «Es una pobre loca. Pobre hombre, el Webberly ese. No es de extrañar que el pobre anduviera por la calle. Seguramente él mismo se lanzó delante del coche». Retorcía un lazo azul marino con los dedos, clavándole las uñas, formando surcos en el raso.

– Cuando uno recibe una mala noticia en medio de la noche, no mide las palabras, Frances. Las enfermeras, los médicos, los asistentes, todo el mundo que trabaja en un hospital lo sabe.

– Es tu marido -se dijo a sí misma-. Ha cuidado de ti durante todos estos desgraciados años y se lo debes. Y también se lo debes a Miranda, Frances. Debes sobreponerte, porque si no lo haces y algo le ocurriera a Malcolm mientras no estás allí… y si, de hecho, llegara a morirse… Levántate, levántate, levántate, Frances Louise, porque tú y yo sabemos, Dios me ayude, que no te pasa nada, nada en absoluto. Ahora no eres el centro de atención. Acepta ese hecho. Como si supiera cómo son las cosas. Como si, de hecho, hubiera pasado la vida en su mundo, en este mundo, aquí dentro -con violencia, se golpeó la sien-en vez de en su pequeño espacio, en el que todo es perfecto, siempre lo ha sido, y siempre lo será, amén. Pero las cosas no son así para mí. No lo son.

– Claro que no -respondió Lynley-. Todos observamos el mundo a través de los prismas de nuestras propias experiencias, ¿no es así? Pero a veces, en los momentos de crisis, la gente se olvida de eso. Y, en consecuencia, dicen y hacen cosas que… Todo se hace para conseguir un objetivo que todo el mundo quiere pero que no sabe cómo conseguir. ¿Qué puedo hacer por ayudarte?

En aquel momento, Helen entró de nuevo en la habitación con una copa en la mano. Estaba medio llena de coñac, la dejó sobre el tocador y miró a Lynley con una expresión que decía: «¿Y ahora, qué?». Ojalá lo supiera. Estaba convencido de que con las mejores intenciones del mundo, la hermana de Frances habría agotado todas las posibilidades. Ciertamente, Laura Hillier la habría hecho razonar en primer lugar, la habría manipulado en segundo, la habría hecho sentirse culpable en tercero, y habría acabado por proferirle amenazas. Lo que con toda seguridad hacía falta -un proceso lento de sacar a esa pobre mujer a un ambiente externo del que tenía miedo desde hacía muchos años-era algo que ninguno de ellos podía conseguir y que requeriría un tiempo del que no disponían.

«¿Y ahora, qué? -se preguntó Lynley junto a su mujer-. Un milagro, Helen.»

– Bebe un poco de esto, Frances -le sugirió mientras le alzaba la copa. Cuando hubo acabado, descansó su mano sobre la de ella-. ¿Qué te han contado exactamente sobre Malcolm?

– Los médicos quieren hablar con usted -murmuró Frances-. Debe venir al hospital. Debe estar con él. Debe estar con Randie. -Por primera vez, Frances dejó de contemplarse en el espejo. Observó que Lynley le cogía de la mano-. Si Randie está con él, no creo que necesite mucho más. «¡Qué nuevo y valiente mundo nos ha sido concedido!», exclamó cuando nació Randie. Por eso decidió que se llamaría Miranda. Era perfecta para él. Perfecta en todos los sentidos. Perfecta de un modo que yo nunca podría ser. Nunca. Jamás de los jamases. Papá tiene a su princesa. -Alargó la mano para coger la copa del mismo sitio donde Lynley la había dejado. Empezó a alzarla, pero se detuvo y exclamó-: ¡No! ¡No! ¡No es eso! ¡Para nada! ¡Papá ha encontrado a su reina!

Sus ojos permanecieron inmóviles, con la vista clavada en el coñac de la copa, pero los extremos se le enrojecían poco a poco a medida que empezaban a saltarle las lágrimas.

La mirada de Lynley se cruzó con la de Helen por encima del hombro derecho de Frances. Podía leer su reacción ante la situación, y sabía que coincidía con la suya propia. Exigía una huida. Estar presenciado unos celos maternales que eran tan fuertes que ni siquiera podía librarse de ellos en medio de una crisis de vida o muerte… Era de lo más desconcertante, pensó Lynley. Era obsceno. Se sentía como un voyeur.

– Si Malcolm se parece en algo a mi padre, Frances -apuntó Helen-, supongo que lo que sentía era una responsabilidad especial hacia Randie, por el hecho de ser una hija y no un hijo.

– Lo veo en mi propia familia -añadió Lynley-. La forma en que mi padre trataba a mi hermana mayor no se parecía en absoluto a la manera en que me trataba a mí. Y si me apuras, al modo en que trataba a mi hermano pequeño. A sus ojos, no éramos tan vulnerables. Necesitábamos endurecernos. Pero creo que lo único que quiere decir es que…

Frances apartó la mano que había estado debajo de la suya y respondió:

– No. Tienen razón. Los del hospital saben muy bien lo que se dicen. La reina está muerta y él ya no puede seguir viviendo. Ayer por la noche se lanzó debajo del coche. -Entonces, por primera vez, miró a Lynley directamente a los ojos. Lo repitió de nuevo-: Por fin, la reina ha muerto. Y no hay nadie para sustituirla. Desde luego, yo no.

Lynley lo comprendió de repente y exclamó:

– ¡Lo sabías!

– Frances, nunca debes creer…-empezó a decirle Helen.

Pero Frances la interrumpió poniéndose en pie. Se encaminó hacia una de las dos mesillas de noche, abrió el cajón y lo dejó sobre la cama. Del fondo, muy bien escondido entre los otros objetos, extrajo un pequeño cuadrado blanco de lino. Lo desplegó como si fuera un cura en un ritual, primero sacudiéndolo, y después alisándolo sobre la colcha de la cama.

Lynley se le acercó. Helen hizo lo mismo. Los tres contemplaron lo que resultó ser un pañuelo, normal y corriente, salvo por dos detalles: en una esquina estaban entrelazadas las iniciales E y D, y en el centro de la tela aparecía una oxidada mancha que describía un pequeño drama del pasado. Se corta el dedo, la palma, la mano haciendo algo por ella… serrando una tabla clavando un clavo secando una copa recogiendo los trozos de un frasco que se ha caído accidentalmente al suelo… y ella saca rápidamente un pañuelo del bolsillo del bolso de la manga del suéter, de la copa, del sujetador y se lo pone sobre la herida porque él nunca se acuerda de llevar el suyo. Ese trozo de lino acaba por aparecer en el bolsillo de los pantalones, en la chaqueta, en el abrigo y se olvida de él hasta que su mujer prepara la colada, la tintorería, la selección de ropa vieja para llevar a una institución benéfica; lo encuentra, lo ve, sabe lo que significa y lo guarda. «¿Durante cuántos años?», se pregunta Lynley. Durante muchísimos años, largos y horribles, en los que no le pregunta nada sobre lo que significa, sin darle a su marido la oportunidad de contarle la verdad, fuera lo que fuera esa verdad, o una mentira, inventando un motivo que podría haber sido perfectamente creíble o, como mínimo, algo a lo que agarrarse para poder mentirse a sí misma.

– Frances, ¿me permites que me deshaga de esto? -le preguntó Helen, y colocó los dedos no en el mismo pañuelo sino junto a él, como si éste fuera una reliquia y ella una novicia de una extraña religión en la que sólo los ordenados pueden tocar los objetos sagrados.

– ¡No! -gritó Frances mientras cogía el pañuelo-. Él la amaba. Él la amaba y yo lo sabía. Vi cómo sucedió. Vi cómo sucedió, como si estuviera representado todo un proceso de enamoramiento ante mí. Como si fuera un drama televisivo. Y seguí esperando, ¿os dais cuenta?, porque, desde el principio sabía cómo se sentía. Tenía que hablar de ello, decía. Por Randie… porque esa pobre gente había perdido a una niña un poco más pequeña que nuestra pobre Randie, y podía ver lo horrible que debía de ser para ellos, lo mal que lo debían de estar pasando, especialmente la madre y «nadie parece querer hablar del tema con ella, Frances. No tiene a nadie. Existe dentro de una burbuja de dolor, no, en un furúnculo infectado de dolor, y ninguno de ellos hace nada por liberarla. Es inhumano, Frances. Inhumano. Alguien debe ayudarla antes de que se desmorone». Por lo tanto, decidió hacerlo él mismo. Metería a su asesino en la cárcel, y tanto que sí, y no descansaría, querida Frances, hasta que ese asesino fuera perseguido, atrapado y entregado a la justicia. Porque, «¿cómo nos sentiríamos nosotros si alguien, que Dios no lo permita, hiciera daño a nuestra Randie? Nos pasaríamos las noches en vela, ¿no es verdad?, recorreríamos las calles, no dormiríamos, no comeríamos y ni siquiera volveríamos a apagar la luz del umbral si con ello consiguiéramos encontrar al monstruo que la lastimó».

Lynley suspiró aliviado, ya que se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración desde que Frances empezara a hablar. Se sentía tan falto de aire que tenía la sensación de que iba a ahogarse. Miró a su mujer como si buscara algún tipo de consuelo, y vio que se había llevado los dedos a los labios. Sabía que Helen sentía lástima, lástima por las palabras que habían permanecido silenciadas durante mucho tiempo entre los Webberly. Se encontró a sí mismo preguntándose qué debería de ser peor: años soportando la tortura de la imaginación o segundos experimentando la rápida muerte de la verdad.

– Frances, si Malcolm no te hubiese amado… -dijo Helen.

– El deber.

Frances empezó a doblar el pañuelo con cuidado. Y no dijo nada más.

– Creo que eso forma parte del amor, Frances -apuntó Lynley-. No es una parte fácil. No es esa primera avalancha de emoción: deseando y creyendo que algo ha sido escrito en las estrellas, y que nosotros somos de lo más afortunados porque hemos mirado hacia el cielo y hemos captado el mensaje. Es la parte en la que se decide continuar.

– Yo no le di elección -repuso Frances.

– Frances -musitó Helen, y Lynley sabía por el tono de voz lo que le costaba pronunciar esas palabras-, créeme si te digo que tú no tienes ese poder.

Entonces Frances miró a Helen, pero evidentemente no pudo ver más allá de la estructura que Helen había construido para vivir en el mundo que hacía tiempo que se había creado para sí misma: el moderno corte de pelo, la piel hidratada y sin mancha, las cuidadas manos, el perfecto cuerpo delgado que se hacía masajear una vez a la semana, ataviada con ropa diseñada para mujeres que sabían lo que era la elegancia y cómo usarla. No obstante, por lo que se refería a ver a Helen en sí, a conocer a una mujer que había escogido el camino más rápido para salir de la vida de un hombre -al que había amado profundamente-porque no podía seguir soportando una situación que había alterado demasiado radicalmente sus recursos y sus gustos… Frances Webberly no conocía a esa Helen y, en consecuencia, no podía saber que no había nadie que pudiera comprender mejor que Helen que la condición de una persona -mental, espiritual, psicológica, social, emocional, física, o cualquier combinación de éstas- no podía hacer nada por controlar las decisiones que otra persona tomaba.

– Debes saberlo, Frances -afirmó Lynley-. Malcolm no se lanzó a propósito debajo de ese coche. Es verdad que Eric Leach le telefoneó para contarle lo de Eugenie Davies, y supongo que leíste la noticia de su muerte en los periódicos.

– Estaba muy inquieto. Creía que la había olvidado, pero me di cuenta de que no era así. Todos esos años…

– No la había olvidado, cierto -asintió Lynley-, pero no por las razones que tú crees. Frances, la gente no olvida. No puede olvidar. No podemos pasar por alto todo lo que nos ha ocurrido a lo largo de nuestra vida. Las cosas no funcionan así. Pero el hecho de recordar es simplemente eso: porque eso es lo que hace la mente. Se limita a recordar. Y si tenemos suerte, esos recuerdos no se convierten en pesadillas. Pero eso es todo lo que podemos esperar. Es parte del trabajo.

Lynley sabía que estaba moviéndose entre la verdad y la mentira. Sabía que, fuera lo que fuera que Webberly hubiera experimentado con Eugenie Davies y durante los años posteriores a su romance, debía de ir más allá que el mero recuerdo. Pero no podía permitir que eso adquiriera relevancia en ese momento. Lo único que importaba era que la esposa de ese hombre comprendiera una parte de lo que había sucedido en las últimas cuarenta y ocho horas. Así pues, volvió a repetirle esa parte:

– Frances, tu esposo no se lanzó debajo de ese coche. Lo atropelló un coche. A propósito. Alguien intentó matarle. Y en las próximas horas o días averiguaremos si tuvo éxito en su cometido, porque cabe la posibilidad de que se muera. Además, ha sufrido un ataque al corazón muy grave. Ya te lo han dicho, ¿no es verdad?

Emitió un sonido: algo entre el agudísimo gemido de una mujer dando a luz y el tímido lamento de un niño abandonado.

– No quiero que Malcolm se muera -espetó-. Tengo tanto miedo…

– No eres la única -respondió Lynley.


El hecho de que tuviera una cita de trabajo con una mujer de la residencia fue lo que mantuvo a Yasmin Edwards tranquila desde el momento en que llamó al número de móvil que aparecía en la tarjeta de Winston Nkata hasta la hora en que habían acordado encontrarse en la tienda. Le había dicho que tendría que conducir desde Hampstead para verla y que, por lo tanto, no podía asegurarle a qué hora iba a llegar, pero que llegaría tan pronto como le fuera posible, señora, y que si mientras tanto empezaba a preocuparse por si no iba a ir, por si se había olvidado o por si cualquier cosa lo había retrasado, siempre podría llamarle al móvil de nuevo y él podría decirle dónde se encontraba, si así se quedaba más tranquila. Yasmin le había dicho que podía ir a verle ella misma o encontrarse en alguna parte. De hecho, le había asegurado que lo preferiría de esa manera. Pero él le había respondido que no, que era mejor que él pasara a verla.

En aquel momento, casi había cambiado de opinión. Pero pensó en el número cincuenta y cinco, en la boca de Katja cerrándose sobre la de ella, en lo que significaba que Katja aún pudiera mentirle sin parar para poder seguir amándola. «De acuerdo, estaré en la tienda», le había respondido.

Mientras tanto, acudió a su cita de la residencia de Camberwell. Tres hermanas de unos treinta años, una mujer asiática y una vieja arpía que llevaba cuarenta y seis años casada eran las únicas residentes del lugar. Entre todas ellas sumaban una cantidad infinita de morados, dos ojos a la funerala, cuatro labios partidos, una mejilla cosida, una muñeca rota, un hombro dislocado y un tímpano perforado. Eran como perros apaleados recién soltados de la cadena: encogidas de miedo e indecisas entre la huida y el ataque.

«No permitáis que nadie os haga eso», deseaba decirles a gritos. Lo único que le impedía gritar era la cicatriz de su rostro y la nariz torcida: ambas contaban la historia de lo que una vez había permitido que le hicieran.

Así pues, les dedicó una sonrisa y exclamó: «Venid aquí, tomates vistosos». Se pasó dos horas en la residencia de mujeres, con el maquillaje y la sombra de ojos, con los pañuelos, los perfumes y las pelucas. Y cuando por fin las dejó, tres de las mujeres se habían acostumbrado a sonreír de nuevo, la cuarta había conseguido reírse una vez, y la quinta había empezado a levantar la mirada del suelo. Yasmin pensó que era un buen día de trabajo.

Regresó a la tienda. Cuando llegó, el policía daba grandes pasos arriba y abajo por delante de la tienda. Vio cómo miraba el reloj y cómo intentaba mirar a través de la puerta metálica de seguridad que cerraba en la parte delantera siempre que no estaba en la tienda. Entonces miró el reloj de nuevo y sacó el móvil para ver si funcionaba.

Yasmin aparcó su viejo Fiesta. Cuando abrió la puerta, el detective ya había ido hacia ella antes de que pudiera poner el pie en la acera.

– ¿Se trata de algún tipo de broma? -le preguntó-. ¿Cree que se puede tomar a risa el hecho de entorpecer una investigación por asesinato, señora Edwards?

– Me dijo que no sabía cuánto… -Yasmin se detuvo. ¿Por qué se estaba excusando? Acabó por decirle-: Tenía una cita de trabajo. ¿Quiere ayudarme a descargar el coche o se va a quedar ahí mirándome el culo?

Levantó la barbilla mientras hablaba, dándose cuenta del doble significado de sus palabras después de haberlas pronunciado. Pero no quería darle el gusto de que viera cómo se ruborizaba. Lo miró a los ojos, mujer alta, hombre alto, y esperó a que él hiciera algún comentario ordinario: «¡Eh, nena, si me dejaras, miraría muchas cosas más que el culo!».

No obstante, no lo hizo. Sin decir palabra, se dirigió a la puerta trasera del Fiesta y esperó a que ella rodeara el coche y lo abriera.

Así lo hizo. Le puso la caja de cartón con todos los productos entre los brazos y lo remató con las lociones, el maquillaje y los cepillos. Después cerró la puerta del Fiesta de golpe y se dirigió hacia la tienda. Abrió la puerta metálica y la subió hacia arriba, empujándola con el hombro, tal y como siempre hacía cuando se quedaba atascada en la mitad.

– Espere un momento -le dijo mientras dejaba los bultos en el suelo. Sin poder evitar que sucediera, sus manos, anchas, lisas, negras y con unas pálidas uñas ovaladas muy bien cortadas, se plantaron a ambos lados de ella. Tiró hacia arriba mientras ella empujaba, y con el sonido eeeerrreek del metal contra metal, la puerta cedió. Permaneció donde estaba, justo detrás de ella, demasiado cerca, y le dijo-Tendrá que arreglarla. Dentro de poco no creo que pueda ni subirla.

– Puedo arreglármelas yo sola -respondió.

Cogió la caja metálica del maquillaje porque quería hacer algo, y porque quería demostrarle que podía arreglárselas con las cajas, la puerta y con toda la tienda sin la ayuda de nadie.

Pero cuando estuvo dentro, tuvo la misma sensación que la otra vez. Parecía llenar el lugar. Parecía hacérselo suyo. Y eso la irritaba, especialmente porque él no hacía nada para darle la impresión de que quería intimidarla o, como mínimo, dominarla. Se limitó a dejar la caja de cartón sobre el mostrador y a decirle con solemnidad:

– He perdido casi una hora esperándola, señora Edward. Espero que ahora que ya está aquí, pueda recompensarme por mi tiempo.

– No va a conseguir nada… -Se dio la vuelta. Se había dedicado a guardar los materiales mientras él hablaba, y su reacción fue instantánea, tan genuina como la de los perros rusos.

«No empiece a hacerse la estrecha, Yas. Una chica que ha sido bendecida con un cuerpo como el suyo debe usarlo para conseguir lo que quiera.»

Por lo tanto, quería dejarle claro al policía que de ella no conseguiría nada. Ni besos secretos en el cuarto de los trastos, ni tanteos bajo la mesa de la cena, ni quitarse la blusa ni bajarse los pantalones, ni manos separándole las rígidas piernas. «Venga, Yas. No se me resista.»

Sintió cómo el rostro se le helaba. La estaba observando. Vio cómo le miraba la boca, y después la nariz. Estaba marcada por lo que se había considerado amor de un hombre, y él leyó esas marcas; Yas nunca sería capaz de olvidarlo.

– Señora Edwards -dijo.

Yasmin odió ese sonido y se preguntó por qué había conservado el apellido de Roger. Se había convencido a sí misma de que lo había hecho por Daniel, madre e hijo unidos por un apellido en un momento en el que no podían estar unidos por nada más. No obstante, ahora se preguntaba si en verdad lo había hecho para castigarse a sí misma, no para tener un recuerdo constante de que había matado a su marido sino como una forma de cumplir penitencia por haberse liado con él.

Lo había amado, sí. Pero bien pronto había averiguado que no sacaría nada bueno de ese amor. Con todo, aún no había aprendido la lección, ¿verdad? Porque había vuelto a amar y no había más que ver la situación en la que se encontraba: intimidada por la mirada de un policía que en ese momento vería a la misma asesina pero con un cuerpo totalmente diferente.

– Tenía algo que decirme. -El agente Winston Nkata metió la mano en el bolsillo de una chaqueta que le quedaba a la perfección y sacó una libreta, la misma en la que había anotado cosas con anterioridad, de la que colgaba el mismo portaminas.

Al verla, Yasmin pensó en todas las mentiras que ya debía haber anotado, y en lo mal que lo iba a pasar si decidía contarle la verdad. Y esa imagen le hizo pensar en todo lo demás: ¿cómo podía ser que la gente mirara a una persona, y que a partir de su aspecto, de su forma de hablar, de su forma de comportarse pudiera llegar a una conclusión sobre ella y aferrarse a esa imagen aunque los hechos indicaran lo contrario? ¿Por qué? Porque la gente estaba desesperada por creer.

– No estaba en casa -respondió-. No estábamos viendo la televisión. Ella no estaba allí.

Vio cómo se desinflaba el tórax del detective, como si hubiera estado aguantando la respiración desde que llegó, apostando contra su propia respiración que Yasmin Edwards le había llamado esa mañana con la expresa intención de traicionar a su amante.

– ¿Dónde estaba? -le preguntó-. ¿Se lo dijo, señora Edwards? ¿A qué hora regresó a casa?

– A la una menos diecinueve minutos.

Nkata hizo un gesto de asentimiento. Lo anotó con prontitud e intentaba parecer tranquilo, pero Yasmin podía notar a la velocidad que le iba la mente. Estaba calculando. Y estaba comparando sus cálculos con las mentiras de Katja. Pero en el fondo, estaba celebrando que había ganado el juego por el que había apostado.

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