Capítulo 18

– ¿Lynn Davies?

Barbara Havers le mostró la tarjeta de identificación a la mujer que le había abierto la puerta del edificio de estuco amarillo. Estaba situado al final de una hilera de casas adosadas de Therapia Road, en la que los edificios Victorianos habían sido transformados en viviendas de dos plantas, en una zona de East Dulwich que estaba delimitada por dos cementerios, un parque y un campo de golf.

– Sí -respondió la mujer, pero pronunció la palabra como si fuera una pregunta, e inclinó la cabeza a un lado, perpleja, cuando miró la identificación de Barbara. Era de la misma altura que Barbara, lo que quería decir que era baja, pero su cuerpo parecía estar en buena forma bajo su sencillo atuendo de pantalones vaqueros azules, zapatillas deportivas y un suéter a rayas. Barbara llegó a la conclusión de que debía de ser la cuñada de Eugenie Davies, ya que Lynn parecía tener la misma edad que la mujer muerta, a pesar de que el abundante pelo que le caía por los hombros y la espalda tan sólo le empezaba a encanecer.

– ¿Podría hablar un momento con usted? -le preguntó Barbara.

– Sí, sí, por supuesto.

Lynn Davies abrió la puerta de par en par y la hizo pasar a un vestíbulo cuyo suelo estaba cubierto por una pequeña alfombra de ganchillo. Había un paragüero en una de las esquinas, y junto a él se ubicaba un perchero de junco del que colgaban dos impermeables idénticos, ambos de color amarillo chillón y con ribetes negros. Condujo a Barbara hasta la sala de estar, donde una ventana salediza daba a la calle. En el hueco de la ventana, un caballete sostenía una gruesa lámina de papel blanco sobre el que había trazos de color que reflejaban el estilo inconfundible de los cuadros pintados con los dedos. Más láminas de papel -éstas eran obras de arte acabadas- colgaban de las paredes de la sala, asidas de cualquier modo con chinchetas. La lámina del caballete no era una obra acabada, pero la pintura ya estaba seca, y daba la impresión de que el artista había sufrido un sobresalto en medio de su creación, ya que había tres dedos de pintura en una de las esquinas mientras que el resto del cuadro estaba pintado con unos trazos alegres e irregulares.

Lynn Davies no dijo nada mientras Barbara echaba un vistazo a los cuadros. Se limitó a esperar en silencio.

– Supongo que es familia de Eugenie Davies por matrimonio -le dijo Barbara.

– En realidad, no -le respondió Lynn Davies-. ¿De qué se trata, agente? -Frunció el ceño con un gesto de preocupación aparente-. ¿Le ha sucedido algo a Eugenie?

– ¿No es hermana de Richard Davies?

– Fui la primera esposa de Richard. Por favor. Cuénteme. Me está asustando. ¿Le ha sucedido algo a Eugenie? -Entrelazó las manos delante de ella, con fuerza, de tal modo que los brazos le formaban una V perfecta con el torso-. Debe de haber sucedido algo, porque si no fuera así, usted no se encontraría aquí.

Barbara intentó adaptarse a la nueva situación: no era la hermana de Richard, sino la primera esposa de Richard, con todo lo que implicaban las palabras «primera esposa de Richard». Observó a Lynn con atención mientras le explicaba las razones por las que la policía había ido a verla.

Lynn tenía la piel de color verde oliva, y unas oscuras medias lunas, parecidas a manchas de café, debajo de sus profundos ojos marrones. Su piel empalideció ligeramente cuando se enteró de los detalles del caso de atropellamiento y fuga de West Hampstead.

– ¡Santo Cielo! -exclamó y se dirigió a un antiguo sofá de tres plazas. Se sentó, mirando fijamente al frente, pero diciéndole a Barbara-: Por favor… -señalando después un sillón junto al que había una ordenada pila de libros infantiles. How the Grinch Stole Christmas, de Theodor Seuss Geisel, estaba, de modo oportuno, arriba del todo.

– Lo siento -dijo Barbara-. Entiendo que debe de tener un gran disgusto.

– ¡No sabía nada! -exclamó Lynn-. Y seguro que ha salido en los periódicos, ¿verdad? A causa de Gideon. Y a causa del… modo en que dice que murió. Pero no los he leído, me refiero a los periódicos, porque no me he encontrado tan bien como imaginaba… ¡Dios mío! ¡Pobre Eugenie! ¡Que todo haya acabado así!

No parecía en absoluto la típica reacción de una primera esposa amargada ante la muerte de la segunda.

– Supongo que la conocía bien -apuntó Barbara.

– Conocía a Eugenie desde hacía muchos años.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– La semana pasada. Vino al entierro de mi hija. Ésa es la razón por la que no he visto… por la que no sabía nada… -Lynn se frotó la palma de la mano derecho contra el muslo, como si con ello pudiera calmar algo en su interior-. Virginia, mi hija, murió de forma bastante repentina la semana pasada, agente. Sabía que podía suceder en cualquier momento. Pero uno nunca está lo bastante preparado.

– Lo siento -repuso Barbara.

– Estaba pintando, tal y como hacía cada tarde. Yo me encontraba en la cocina preparando el té. Oí cómo caía. Salí de la cocina a toda prisa. Y eso fue… ¿cómo lo diría, agente?… el final. Llegó ese momento tan importante y tan temido, y yo no estaba con ella. Ni siquiera pude decirle adiós.

«Igual que Tony», pensó Barbara, y le dolió que su hermano le viniera a la mente en un momento en el que no estaba preparada para pensar en él. Igual que Tony, que había muerto solo, sin ningún miembro de la familia junto a su lecho de muerte. No le gustaba pensar en Tony, en su muerte lenta y en el infierno que su familia había tenido que soportar. Se limitó a decir:

– Los hijos no deberían morir antes que sus padres, ¿no cree? -Sintió una tensión creciente en la garganta.

– Los médicos me dijeron que antes de caer al suelo ya estaba muerta -le explicó Lynn Davies-. Y sé que tenían intención de consolarme. Pero cuando te has pasado casi toda la vida cuidando de una niña como Virginia, una niña pequeña para siempre, tu mundo se hace pedazos cuando se la llevan, especialmente si sólo has salido de la habitación para prepararle la merienda. En consecuencia, no he sido capaz de leer un periódico, y mucho menos una novela o una revista, y tampoco he puesto la televisión ni la radio, porque aunque me gustaría distraerme, si lo hago existe la posibilidad de que deje de sentir lo que siento, y lo que siento en este mismo momento, si comprende lo que le quiero decir, es la única forma que tengo de sentirme unida a ella. -Los ojos de Lynn se llenaron de lágrimas a medida que hablaba.

Barbara le dio un momento, mientras ella misma digería toda esa nueva información. Entre todo lo que archivaba en su mente se encontraba el hecho inimaginable de que Richard Davies había sido el padre no sólo de una, sino de dos niñas con deficiencias. Porque ¿a qué más se podía referir Lynn Davies cuando describió a su hija como «una niña pequeña para siempre»? Virginia no era… Debía de haber un eufemismo en alguna parte -pensó Barbara con frustración-, y si hubiera sido de Norteamérica, ese gran país de lo políticamente correcto, lo habría sabido. Al final optó por preguntar:

– ¿No se encontraba bien?

– Mi hija era retardada de nacimiento, agente. Tenía el cuerpo de una mujer y la mente de una niña de dos años.

– ¡Santo Cielo! ¡Lo lamento mucho!

– El corazón no le funcionaba con normalidad. Desde el principio supimos que algún día le fallaría. Pero era una persona muy enérgica; por lo tanto, sorprendió a todo el mundo y vivió treinta y dos años.

– ¿Aquí con usted?

– No era una vida fácil para ninguna de las dos. Pero cuando pienso en cómo podría haber sido, no me arrepiento de nada. Gané más de lo que perdí cuando mi matrimonio se acabó. Y, al fin y al cabo, no puedo culpar a Richard de que me pidiera el divorcio.

– Y después se volvió a casar y tuvo otra… -Una vez más, no había ningún eufemismo que le sirviera. Se lo proporcionó la misma Lynn:

– Una niña imperfecta, tal y como entendemos la perfección. Sí. Richard tuvo otra, y los que creen en un Dios vengativo podrían argumentar que había sido castigado por habernos abandonado, a mí y a Virginia. Pero no creo que Dios funcione así. Richard nunca me habría pedido que nos marcháramos si yo hubiera estado de acuerdo en tener más hijos.

«"¿Pedido que nos marcháramos?" ¡Vaya hombre más encantador!», pensó Barbara. Era algo de lo que cualquier hombre podía estar bien orgulloso: pedirle a su mujer y a su hija retardada que se fueran a vivir a otro sitio.

Lynn se apresuró en darle una explicación:

– Vivíamos con sus padres, en la misma casa en la que él se había criado. En consecuencia, cuando llegó el momento de separarnos, no tenía ningún sentido que Virginia y yo nos quedáramos con sus padres y que Richard se fuera. Y, de todas maneras, eso era parte del problema: los padres de Richard. Su padre se mantenía firme con respecto a Virginia. Quería que la ingresaran en un centro. No paraba de insistir. Y Richard estaba… Para él era muy importante tener la aprobación de su padre. Así pues, le convenció con facilidad para que la internaran en una clínica. Pero yo no quería ni oír hablar de eso. Después de todo, era… -Sus ojos volvieron a mostrar el dolor, y se detuvo un momento antes de decir con dignidad-: Era nuestra hija. No había pedido nacer de esa manera. ¿Quiénes éramos nosotros para pensar que podíamos librarnos de ella? Y eso era lo que Richard pensaba al principio. Hasta que su padre lo convenció de lo contrario. -Miró de nuevo hacia la ventana, a las alegres pinturas que la decoraban-. Jack Davies era un hombre terrible. Lo era de verdad. Sé que había sufrido mucho en la guerra. Sé que tenía la mente destrozada, y que no se le podía culpar de la maldad que había dentro de él. Pero odiar a una niña inocente de tal manera que ni siquiera soportaba que estuviera en la misma habitación que él… Eso estaba mal, agente. Terriblemente mal.

– Parece un infierno -asintió Barbara.

– Sí, más o menos. «Gracias a Dios que no es de mi sangre», solía decir. Y la madre de Richard murmuraba: «Jack, Jack, no sabes lo que dices», cuando era evidente que si hubiera encontrado una manera de eliminar a Virginia de su planeta, lo habría hecho gustosamente sin pensárselo dos veces. -A Lynn le temblaban los labios-. Y ahora ya no está. Jack se sentiría de lo más feliz. -Metió la mano en el bolsillo de los vaqueros azules, sacó un pañuelo arrugado y se lo pasó por debajo de los ojos-. Lo siento muchísimo. Perdóneme por comportarme así. No debería… ¡Dios! ¡La echo tanto de menos!

– No pasa nada -le respondió Barbara-. Está haciendo lo que puede.

– Y ahora Eugenie -prosiguió Lynn-. ¿Cómo puedo ayudarla con lo que le ha sucedido a Eugenie? Supongo que ha venido por eso, ¿verdad? No sólo para contármelo, sino para que la ayude.

– Me imagino que usted y la señora Davies estaban muy unidas a través de sus hijas.

– Al principio, no. Nos conocimos cuando murió su pequeña Sonia. Un día, Eugenie se presentó en la puerta de mi casa. Quería hablar, y yo estaba contenta de escucharla.

– ¿La veía con regularidad?

– Sí. Venía a verme a menudo. Necesitaba hablar, ¿qué madre no lo habría necesitado en esas circunstancias?, y yo estaba contenta de poder ayudarla. Tenía la sensación de que no podía hablar con Richard, y aunque se había hecho muy amiga de una monja católica, la monja no era madre… Y eso era precisamente lo que Eugenie necesitaba: otra madre con la que poder hablar; sobre todo, la madre de un niño especial. Lo estaba pasando muy mal, y en aquella casa no había nadie que entendiera hasta qué punto estaba sufriendo. Pero sabía de mi existencia y de la de Virginia porque Richard se lo había contado poco después de la boda.

– ¿No se lo contó antes? Me parece extraño.

Lynn sonrió con resignación y contestó:

– Estamos hablando de Richard, agente Havers. Pagó los gastos de manutención de Virginia hasta que ésta fue mayor de edad, pero no la volvió a ver ni una sola vez después de que nos marcháramos. Pensé que quizá vendría al funeral. Le comuniqué su muerte. Pero mandó un ramo de flores y nada más.

– ¡Estupendo! -musitó Barbara.

– Él es así. No es un mal hombre, pero no está preparado para hacer frente a un hijo disminuido. Y no todo el mundo lo está. Como mínimo, yo había recibido cierta formación en primeros auxilios, mientras que Richard… bien, ¿qué había hecho aparte de su breve carrera en el ejército? Y, de todos modos, quería perpetuar el apellido de la familia, lo que significaba, evidentemente, que tenía que encontrar una segunda esposa. Y, de hecho, resultó ser lo correcto, ¿no es verdad?, porque Eugenie dio a luz a Gideon.

– ¡El premio gordo!

– En cierta manera, sí. Pero supongo que traer al mundo a un niño prodigio debe de ser una gran carga. Las responsabilidades son diferentes, pero no menores.

– ¿Eugenie no se lo contó?

– Nunca hablaba mucho de Gideon. Y cuando ella y Richard se divorciaron, nunca más me volvió a hablar de él. Ni de Richard. Ni de los demás miembros de la familia. Cuando venía, casi siempre era para ayudarme con Virginia. A mi hija le gustaban mucho los parques, y también los cementerios. Dar un paseo por el antiguo cementerio de Camberwell era un acontecimiento especial para nosotras. Pero no me gustaba pasear por allí si no había otra persona adulta que me ayudara a vigilar a Virginia. Si iba sola con ella, no podía quitarle los ojos de encima y, por lo tanto, no disfrutaba del paseo de la tarde. Pero era mucho más fácil si Eugenie venía con nosotras. La vigilaba. Yo también lo hacía. Podíamos hablar, tomar el sol y leer las lápidas. Se portó muy bien con nosotras.

– ¿Habló con ella el día del funeral de Virginia? -le preguntó Barbara.

– Sí, claro. Pero me temo que no hablamos de nada que pueda ayudarle en su investigación. Sólo hablamos de Virginia. De la pérdida. De cómo iba a enfrentarme con mi nueva situación. Eugenie fue un gran consuelo para mí. De hecho, lo había sido durante años. Y Virginia… había conseguido conocerla. Incluso la reconocía. -Se detuvo. Se puso en pie, se dirigió hacia la ventana y permaneció ante el caballete en el que el último cuadro de su hija mostraba su rápido pasaje de la vida a la muerte. En un tono de voz contemplativo, añadió-: Ayer estuve pintando algunos cuadros. Quería sentir lo que le había causado tanta alegría. Pero no lo conseguí. Lo probé cuadro tras cuadro hasta que tuve las manos negras de todos los colores que había mezclado, pero no pude sentir nada. Por lo tanto, me di cuenta de lo afortunada que había sido: ser eternamente una niña que pide muy poco de la vida.

– Eso sí que es una buena lección -asintió Barbara.

– Sí, estoy de acuerdo. -Observó el cuadro.

Barbara cambió de posición en el sillón, deseando que Lynn Davies regresara a su sitio.

– Eugenie estaba saliendo con un hombre de Henley, señora Davies. Un hombre retirado del ejército que se llamaba Ted Wiley. Es propietario de la librería que hay delante de casa de Eugenie. ¿Le habló de él alguna vez?

Lynn Davies se dio la vuelta y le respondió:

– ¿Ted Wiley? ¿Una librería? No, nunca me habló de Ted Wiley.

– ¿Le habló de cualquier otra persona con la que hubiera podido mantener una relación?

Lynn lo pensó durante unos minutos y contestó:

– Era muy cautelosa a la hora de contar cosas personales. Siempre había sido así. Pero creo que… No sé si esto puede serle útil, pero la última vez que hablamos, debía de ser antes de que la llamara para informarle de la muerte de Virginia, mencionó que… Bien, de hecho no sé si tenía ninguna importancia. Como mínimo, no puedo asegurarle que significara que estaba saliendo con alguien.

– Podría serme útil -le respondió Barbara-. ¿Qué le explicó?

– No fue lo que me dijo, sino la forma en que lo hizo. Había una alegría en su voz que jamás le había oído con anterioridad. Me preguntó si creía que uno podía enamorarse cuando no esperaba encontrar el amor. Me preguntó si creía que los años podían pasar y hacer que uno viera de repente a una persona de una forma totalmente diferente de como la había visto en el pasado. Me preguntó si me parecía posible que el amor pudiera surgir de eso, de esa nueva forma de mirar a una persona conocida. ¿Podría haberse estado refiriendo al hombre del ejército? ¿A alguien que hacía años que conocía pero que no había considerado como posible amante hasta entonces?

Barbara empezó a cuestionárselo. Parecía probable. Pero no se podía olvidar de una cosa: el lugar en el que se encontraba Eugenie Davies a la hora de su muerte y la dirección que llevaba apuntada sugerían algo completamente diferente.

– ¿Le habló alguna vez de James Pitchford? -le preguntó.

Lynn negó con la cabeza.

– ¿Y de un tal Pitchley? ¿O Pytches, tal vez?

– Nunca me habló de nadie con ese nombre. Pero ella era así: una persona muy reservada.

«Una persona muy reservada que había acabado siendo asesinada», pensó Barbara. Y se preguntó si esa necesidad de intimidad de la mujer muerta era el elemento central de su asesinato.


El comisario Eric Leach escuchaba lo que le decía la monja encargada de la Unidad de Cuidados Intensivos de Charing Cross Hospital, a medida que ésta le daba las malas noticias. «No ha habido cambios» era lo que decían cuando los doctores dejaban el estado de un paciente en manos de Dios, del destino, de la naturaleza o del tiempo. No era lo que solían decir cuando alguien hacía algún tipo de progreso, cuando había esquivado la inexorable muerte o cuando se había recuperado de modo repentino y milagroso. Leach colgó el teléfono y se dio la vuelta del escritorio, meditando con tristeza. No sólo se sentía triste por lo que le había sucedido a Malcolm Webberly, sino también por sus propias insuficiencias y por lo que estaban haciendo respecto a su incapacidad de anticipar los cambios en la investigación.

Tenía que ocuparse del problema de Esme. Eso estaba claro. Cómo ocuparse de él se le ocurriría bien pronto. Pero lo que era obvio era que tenía que hacer algo. Porque si no hubiera estado ocupado pensando en los miedos de Esme con respecto al nuevo novio de su madre -por no decir nada de sus propios sentimientos ante el hecho de que Bridget había encontrado un sustituto-, sin duda habría recordado que J.W. Pitchley, también conocido como James Pitchford, había sido en el pasado Jimmy Pytches, cuya relación con la muerte de un bebé en Tower Hamlets había sido el tema favorito de la prensa sensacionalista años atrás. No cuando murió ese bebé, claro está, ya que esa situación se resolvió poco después de practicarle la autopsia, sino años más tarde, cuando otro bebé murió en Kensington.

Cuando esa mujer con nariz chata de Scotland Yard le reveló el notición, de repente se acordó de todo. Había intentado convencerse a sí mismo de que había borrado esa información de los archivos de su memoria porque no habían conseguido inculpar a Pitchford de nada durante la investigación de la muerte de Sonia Davies. Pero la verdad era que debería haberlo recordado, y que no lo había hecho por culpa de Bridget, del novio de Bridget, y especialmente por la ansiedad que Esme sentía con respecto al novio de Bridget. Y no se podía permitir el lujo de no recordar lo que debería haber recordado sobre ese antiguo caso. Porque cada vez estaba más convencido de que ese caso estaba relacionado con el caso actual, y de que, además, éste parecía bastante difícil de resolver.

Un agente asomó la cabeza por la puerta de su despacho y le comunicó:

– Ha llegado el tipo ese de West Hampstead al que quería ver, señor. ¿Quiere que lo lleve a la sala de interrogatorios?

– ¿Ha traído a su abogado?

– Sí, claro. Dudo mucho que pueda ir al lavabo por la mañana sin antes llamar a su abogado para que le diga cuántos trozos de papel higiénico tiene derecho a usar.

– Entonces llévelos a la sala de interrogatorios -le ordenó Leach. No le gustaba que los abogados pudieran pensar que se sentía intimidado por su presencia, y tenía la sensación de que el abogado se llevaría esa impresión si dejaba entrar a Pitchley-Pitchford-Pytches en su despacho.

Se tomó unos minutos para hacer la llamada que le permitiría a Pitchley llevarse el coche. Ya no conseguirían nada más de tener el Boxter confiscado, y Leach pensaba que era mucho más probable que el hecho de conocer los detalles del pasado de James Pitchford y Jimmy Pytches les fuera más útil que el hecho de seguir reteniéndole el coche.

Después de la llamada, cogió una taza de café y se dirigió a la sala de interrogatorios, donde Pitchley-Pitchford-Pytches (Leach había empezado a llamarle el Hombre-P para no tener que acordarse de todos sus nombres) y su abogado le esperaban, sentados junto a la mesa de interrogatorios. Azoff fumaba, a pesar de un cartel explícito que lo prohibía; era su forma de mofarse y de sentirse superior, mientras que el Hombre-P se estaba pasando las manos por el pelo como si intentara arrancarse el cerebro.

– Le he aconsejado a mi cliente que no diga nada -empezó Azoff, absteniéndose de pronunciar cualquier tipo de saludo-. Hasta ahora ha cooperado, pero no he visto que le hayan recompensado de ningún modo.

– ¡Recompensado! -exclamó Leach con incredulidad-. ¿Dónde se cree que estamos? Estamos llevando a cabo una investigación por asesinato, y si queremos que su chico nos ayude, no le quedará más remedio que hacerlo.

– No veo ninguna razón para continuar con estos interrogatorios si no piensan acusarle de nada -contestó Azoff.

Al oírlo, el Hombre-P alzó los ojos, con la boca abierta, con una expresión que decía: «¿Qué demonios estás diciendo, memo?». A Leach le gustó, porque un hombre que fuera inocente de todo aunque estuviera relacionado con la investigación de un caso, no miraría a su abogado como si fuera un gamberro callejero con el garrote en la mano sólo porque su abogado hubiera pronunciado la palabra «acusarle». Un hombre que fuera inocente pondría una expresión que dijera: «Eso es. ¿Lo has comprendido, Jack?», y dirigiría esa expresión al policía. Pero Hombre-P no se estaba comportando de ese modo, y Leach estaba más convencido que nunca de que tenían que acabar con él. No estaba muy seguro de lo que ganarían al hacerlo, pero se sentía deseoso de intentarlo.

– Bien. De acuerdo, señor Pytches -dijo con afabilidad.

– Pitchley -replicó Azoff con un gesto de irritación que recalcó lanzando una bocanada de humo al aire, acompañada de la tintura olfativa de un avanzado estado de halitosis.

– Entonces, no lo sabe todo, ¿verdad? -le dijo Leach al Hombre-P mientras señalaba al abogado-. Por lo que parece, aún tiene un montón de secretos que todavía no ha sacado a la luz.

Hombre-P hundió la cara entre las manos; era su forma de expresar que de repente se había dado cuenta de que su desastrosa vida aún se estaba complicando más.

– Ya le he contado todo lo que sé -replicó pasando por alto la alusión a Jimmy Pytches-. No había visto a esa mujer, ni a ninguno de ellos, desde seis meses después del juicio. Seguí con mi vida. ¿Qué más podía hacer? Una nueva casa, una nueva vida…

– Nuevo nombre -apuntó Leach-. Tal y como ya había hecho antes. Pero el señor Azoff no parece estar al corriente de que un tipo como usted con un pasado como el suyo tiene la habilidad de meterse en líos sin querer, aunque piense que haya guardado ese pasado en una maleta pesada y la haya lanzado al Támesis.

– ¿De qué demonios está hablando, Leach? -le preguntó Azoff.

– Si se deshace de ese cigarro de mierda que le cuelga de la boca, haré todo lo posible por aclarar la situación -respondió Leach-. Estamos en una zona de no fumadores, y supongo que leer es una de sus habilidades, señor Azoff.

Azoff tardó un buen rato en quitarse el cigarro de la boca, y aún tardó mucho más para apagarlo en la suela del zapato, ya que lo hizo con cuidado para conservar el tabaco que quedaba y poder disfrutarlo después. Durante esa actuación, Hombre-P, de forma espontánea, le relató casi toda su historia. Al final de una explicación que fue lo más breve y favorecedora posible, Hombre-P añadió:

– No te he contado toda esta historia de la muerte del bebé porque no había ninguna necesidad, Lou. Y todavía no la hay. O, como mínimo, no debería haberla si éste -una inclinación de cabeza hacia Leach indicó que ni siquiera estaba dispuesto a dignificar la presencia de Leach haciendo uso de algo que no fuera un pronombre demostrativo-no se hubiera empeñado en hablar de algo que no tiene nada que ver con la verdad.

– Pytches -dijo Azoff, y aunque parecía pensativo mientras pronunciaba su nombre, sus entornados ojos sugerían que no estaba intentando procesar la nueva información que le acababan de dar, sino que estaba pensando en las medidas disciplinarias que iba a aplicarle a un cliente que seguía ocultándole hechos y que, por lo tanto, le hacía quedar como un estúpido cada vez que se sentía obligado a hablar con la policía-. ¿Me estás diciendo que murió otro bebé, Jay?

– Dos bebés y una mujer -le recordó Leach-. Y van en aumento. A propósito, ayer por la noche hubo otra víctima. ¿Dónde se encontraba ayer por la noche, Pytches?

– ¡No es justo! -gritó Hombre-P-. No los he visto… No he hablado con ellos… No sé por qué llevaba mi dirección apuntada… Y no me creo que…

– ¿Ayer por la noche? -le repitió Leach.

– Nada. En ningún sitio. En casa. ¿Dónde demonios podía ir si todavía no me ha devuelto el coche?

– Quizás alguien pasara a buscarle -sugirió Leach.

– ¿Quién? ¿Alguien que supuestamente me pasó a recoger por casa para dar un paseo y luego atropellar a alguien y darnos a la fuga?

– No he dicho en ningún momento que se tratara de un caso de atropello y fuga.

– No se haga tanto el listo. Afirmó que había habido otra víctima. Afirmó que habían atropellado a otra persona. ¿Qué quiere que piense? ¿Que le habían dado un golpe a alguien con un bate de cricket? Si así fuera, ¿por qué iba yo a estar aquí?

Estaba empezando a sudar. Leach se sentía satisfecho. También le complacía el hecho de que el abogado de Hombre-P estaba lo bastante molesto como para que él pudiera manipularlo durante un minuto o dos. Sin lugar a dudas, eso podría serle útil.

– Buena pregunta, señor Pytches.

– Pitchley -replicó Hombre-P.

– ¿Qué noticias recientes tiene de Katjia Wolff?

– Kat… -Hombre-P se detuvo-. ¿Qué pasa con Katja Wolff? -preguntó con gran cautela.

– Esta mañana he estado revisando los expedientes antiguos y me he dado cuenta de que nunca declaró en el juicio.

– Nadie me pidió que lo hiciera. Me encontraba en la casa, pero no vi nada, y, en consecuencia, no había ninguna razón…

– Pero Beckett, la maestra del niño, sí que declaró. Sarah-Jane se llamaba. Mis notas, ¿le he dicho que guardo todos los informes de las investigaciones?, demuestran que ustedes dos estaban juntos cuando asesinaron a la niña. Estaban juntos, lo que quiere decir que ambos lo vieron todo o que no vieron nada, pero en cualquier caso…

– ¡No vi nada!

– …en cualquier caso -Leach siguió presionándole-, Beckett declaró mientras que usted se quedó callado. ¿Por qué?

– Era la profesora del chico, de Gideon. El hermano. Veía a la familia más a menudo. También veía a Sonia con más frecuencia. Ella vio qué tipo de cuidados le daba Katja, y supongo que pensó que podía contribuir en algo si declaraba. Y escuche, nadie me pidió que lo hiciera. Hablé con la policía, hice mi declaración, esperé a que me avisaran pero nadie me lo pidió.

– Muy oportuno, ¿no es verdad?

– ¿Por qué? ¿Está sugiriendo que…?

– ¡Déjalo ya! -exclamó Azoff por fin. Se volvió hacia Leach -: Si no va al grano, nos marchamos.

– ¡Yo no me voy sin mi coche! -gritó Hombre-P.

Leach buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó el documento de autorización del Boxter. Lo dejó sobre la mesa entre él y los otros dos hombres.

– Usted fue la única persona de esa casa que no declaró contra ella en el juicio, señor Pytches. Supongo que habrá ido a darle las gracias ahora que ya ha salido de la cárcel.

– ¿Adónde quiere llegar? -gritó Hombre-P.

– Beckett declaró contra ella. Habló con nosotros y con todos los demás sobre los defectos de Katja Wolff. Un poco de mal carácter por aquí. Una dosis de impaciencia por allá. Que tenía otras cosas por hacer cuando el bebé necesitaba de sus cuidados. Que no siempre estaba dispuesta, tal y como debería haberlo estado una buena niñera cualificada. Y después el hecho de que se quedara embarazada…

– ¿Sí? ¿Bien? ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Hombre-P-. Sarah-Jane vio más cosas que yo y, por lo tanto, las contó. ¿Se supone que debo ser su conciencia o algo así? ¿Veinte años más tarde de esos hechos?

– Estoy intentando ver el objeto de esta conversación, comisario Leach -intervino Azoff-. Como no tiene ninguno, cogeremos esos documentos y nos marcharemos. -Azoff alargó la mano.

Leach los cogió por el otro extremo y replicó:

– Estamos hablando de Katja Wolff y de la relación que tiene con su cliente.

– ¡No tengo ninguna relación con ella! -protestó Hombre-P.

– Yo no estoy tan seguro de eso. Alguien la dejó embarazada, y no creo que fuera el Espíritu Santo precisamente.

– ¡No me eche la culpa de eso! Vivíamos en la misma casa. Eso es todo. Nos saludábamos cuando nos encontrábamos en la escalera. Le di alguna que otra clase de inglés, y sí, es posible que la admirara… Mire. Era una mujer atractiva. Se sentía segura de sí misma, y no actuaba como uno esperaría que lo hiciera una mujer extranjera que no domina la lengua. Es algo muy agradable de ver en una mujer. ¡Por el amor de Dios! ¡No estoy ciego!

– Entonces, tuvo algo con ella. Seguro que por la noche iban de puntillas de un lado a otro de la casa. Una o dos veces en el cobertizo del jardín, y mira lo que ha sucedido.

Azoff golpeó la mesa con el puño y protestó:

– ¡Una vez, dos veces, ochenta y cinco veces! Si no tiene ninguna intención de hablar del caso que nos ocupa, nos marchamos. ¿Lo ha comprendido?

– Éste es el caso que nos ocupa, señor Azoff, especialmente si tenemos en cuenta que nuestro chico ha pasado los últimos veinte años obsesionado por una mujer a la que embaucó y a la que se negó a ayudar cuando a) la dejó embarazada, o b) la acusaron de asesinato. Quizás estuviera dispuesto a rectificar. ¿Y qué mejor manera tenía de hacerlo que no fuera ayudándola a vengarse? Y, a propósito, ella puede pensar que él está en deuda con ella. El tiempo pasa con mucha lentitud en la cárcel, ¿saben? Y les sorprendería mucho saber cómo un asesino puede llegar a pensar que ha sido la parte agraviada.

– Esto es… esto es completamente… ridículo -farfulló Hombre-P.

– ¿De verdad?

– Usted sabe que sí. ¿Qué ocurrió según usted?

– Jay… -le aconsejó Azoff.

– Por lo que veo, piensa que averiguó mi paradero, que una noche llamó al timbre de mi casa y me dijo: «Hola Jim. Hace veinte años que no nos vemos, pero ¿qué te parecería ayudarme a librarme de unas cuantas personas? Para pasárnoslo bien, claro está. No estás demasiado ocupado, ¿verdad?». ¿Es así cómo se lo imagina, inspector?

– ¡Cállate, Jay! -le sugirió Azoff.

– ¡No! Me he pasado media vida limpiando las paredes y yo no soy el que se ha meado en ellas, y ya estoy harto. Estoy más que harto, joder. Cuando no es la policía, son los periódicos. Cuando no son los periódicos, es… -Se detuvo.

– ¿Sí? -Leach se inclinó hacia delante-. ¿De quién se trata, pues? ¿Qué es eso tan desagradable que nos oculta, señor P? Supongo que es algo más grave que la muerte del primer bebé. Es un hombre lleno de misterios, de verdad. Y le diré una cosa: todavía no he acabado con usted.

Hombre-P se hundió en la silla, carraspeando la garganta.

– ¡Qué extraño! -apuntó Azoff-. No he oído nada sobre medidas cautelares, inspector. Perdóneme si he tenido algún lapso inconsciente en algún momento de esta reunión, pero no recuerdo haber oído nada sobre medidas cautelares. Y si no lo oigo en los próximos quince segundos, mi sugerencia es que nos digamos adiós, por muy dolorosas que nuestras despedidas puedan resultar.

Leach les lanzó los documentos del Boxter y les advirtió:

– Señor P, no haga planes para irse de vacaciones. Señor Azoff, mantenga ese cigarro apagado hasta que esté en la calle, porque si no buscaré alguna excusa para arrestarle.

– ¡Coño! ¡De hecho, me cago de miedo, señor! -exclamó Azoff.

Leach empezó a hablar, pero luego se detuvo. Después gritó: «¡Fuera de aquí!», y se aseguró de que así lo hicieran.


J. W. Pitchley, también conocido como Hombre Lengua, también conocido como James Pitchford, también conocido como Jimmy Pytches se despidió de Jacob Azoff delante de la comisaría de Hampstead, a sabiendas de que era una despedida definitiva. Azoff se sentía molesto por haberse enterado de esa manera de que antes se llamaba Jimmy Pytches, más molesto de lo que se había sentido cuando se había enterado de lo de James PitchFord, y a pesar de que le habían declarado inocente de ambas muertes, primero como Pytches y después como PitchFord, ésa no era «la cuestión», tal y como Azoff lo había designado. Su abogado le había dicho que no estaba dispuesto a ponerse otra vez en una situación de desventaja por el hecho de que su cliente le ocultara cosas. ¿Cómo creía que se había sentido, allí sentado delante de un maldito policía que, con toda probabilidad, ni siquiera habría aprobado los exámenes de secundaria, mientras estiraba la alfombra bajo sus pies cuando ni siquiera sabía que había una alfombra en la habitación? «¡No hacía falta tener que pasar por esa experiencia tan jodida, Jay! ¿O debo llamarte James? ¿O Jimmy? O, si nos ponemos así, cualquier otra cosa.»

No tenía ningún otro nombre. Y aunque Azoff no le hubiera dicho: «Mañana te enviaré mi última factura por mensajero», él mismo se habría encargado de poner punto y final a su relación legal. No importaba que él se ocupara del laberinto en el que se había convertido la complicada situación financiera de Azoff. Este encontraría a cualquier otra persona, con el mismo talento, que se pudiera encargar de mover su dinero con más rapidez de la que Hacienda pudiera darse cuenta.

– De acuerdo, Jake -asintió, sin esforzarse por convencer al abogado de que no le dejara. En realidad, no podía echarle la culpa a ese pobre desgraciado. ¿Quién querría jugar de defensa en un equipo en el que nadie diera instrucciones al lanzador?

Observó cómo Azoff se ponía la bufanda alrededor del cuello y cómo se pasaba uno de los extremos por encima del hombro, como si fuera el desenlace de una obra que ha durado demasiado tiempo. El abogado se marchó, y Pitchley soltó un suspiro. Podría haberle dicho a Azoff que no sólo había pensado despedirle, sino también que lo había visto con claridad en medio de la conversación que habían mantenido con el comisario Leach; sin embargo, había decidido dejar que el abogado disfrutara su momento de gloria. El drama de abandonarle en medio de las calles de Hampstead era una pequeña compensación por haber soportado el oprobio de la ignorancia a la que se había visto recientemente expuesto a causa de los hechos que Pitchley le había ocultado. Pero eso era todo lo que Pitchley podía ofrecerle en ese momento; en consecuencia, se lo ofreció y permaneció de pie, con la cabeza inclinada, mientras Azoff le maldecía y hacía ese gesto airado con la bufanda.

– Me pondré en contacto con un tipo que conozco para que se ocupe de tu dinero como es debido -le había dicho al abogado.

– Me parece muy bien -le había respondido Azoff. No había hecho ninguna oferta similar por su parte: no le había recomendado ningún abogado que estuviera dispuesto a trabajar con un cliente que no se lo contaba todo. Pero con todo, Pitchley no había esperado eso de él. De hecho, ya no esperaba nada de nadie.

Ése no había sido siempre el caso, porque aunque podría decirse que años atrás no había tenido expectativas, sí que podría decirse que había abrigado ciertos sueños. Ella le había contado los suyos en ese tono de voz falto de aliento, de confianza y alegre, horas después de haber acabado sus clases de inglés y sus conversaciones en el piso superior de la casa, con un oído pegado al altavoz que estaba conectado al dormitorio del bebé, para que en el caso que se despertara, llorara o necesitara a su Katja, ella pudiera ir hasta allí lo más rápido posible. Katja le había dicho: «Existen escuelas donde enseñan a hacer ropa. A diseñar lo que uno quiere llevar. ¿Sabes a lo que me refiero? ¿Ves cómo hago estos diseños de moda? Ahí es donde estudiaré cuando tenga suficiente dinero ahorrado. En mi país, James, la ropa… No sé explicarlo, pero vuestros colores, vuestros colores… ¡Mira el pañuelo que me he comprado! Y eso que es de una tienda de segunda mano, James. ¡Pensar que alguien no lo quería!». Lo extendía y lo ondeaba como si fuera una bailarina oriental, un trozo de seda gastada con el borde deshilachado, pero para ella era una tela que se podía convertir en un fajín, en un cinturón, en un bolso de mano, en un sombrero. «Con dos como éstos podría hacerme una blusa. Con cinco, una falda de varios colores. Esto es lo que quiero hacer», solía decirle, con los ojos relucientes y las mejillas sonrojadas, y el resto de su cuerpo del color de la leche aterciopelada. Todo Londres iba vestido de negro, pero Katja nunca. Ella era el arco iris, la celebración de la vida.

A causa de todo eso, él también tenía sus propios sueños. No eran planes como los suyos, nada que hubiera expresado en voz alta, sino algo a lo que se aferraba, como si fuera una pluma que pudiera mancharse o ser inadecuada para el vuelo si uno la asía con demasiada fuerza o durante demasiado tiempo.

No actuaría con rapidez, se había dicho a sí mismo. Los dos eran muy jóvenes. Ella aún tenía que asistir a la escuela y él quería establecerse en el mundo financiero antes de asumir las responsabilidades que implicaba el matrimonio. Pero cuando llegara el momento… Sí, ella era la chica adecuada. Era tan diferente, tan capaz de ser, tan deseosa por aprender, tan dispuesta -no, tan desesperada-por escapar de la persona que había sido y poder convertirse en la persona que deseaba ser. Era, sin lugar a dudas, su equivalente femenino. Ella todavía no lo sabía, y nunca lo sabría si él seguía actuando a su manera, pero en el caso improbable de que lo descubriera, era una mujer que lo entendería. «Todos tenemos nuestros pequeños secretos», le diría.

«¿La había amado? -se preguntaba-. ¿O simplemente había visto en ella una buena oportunidad para llevar una vida en la que sus orígenes extranjeros pudieran ofrecerle una oportuna sombra bajo la que cobijarse?» No lo sabía. Nunca tuvo la ocasión de averiguarlo. Y dos décadas después todavía no sabía cómo habrían ido las cosas entre ellos. Pero lo que sí sabía con absoluta certeza era que, después de tanto tiempo, había tenido más que suficiente.

Con el Boxter de nuevo en su posesión, empezó el trayecto que sabía que debería haber hecho mucho tiempo atrás. Atravesó Londres, saliendo primero de Hampstead y dirigiéndose rumbo a Regent's Park, después enderezándose hacia el este, siempre hacia el este, hasta llegar a ese infierno de códigos postales: E3, de donde procedían todas sus pesadillas.

A diferencia de muchas otras zonas de Londres, Tower Hamlets no se había aburguesado. Las películas que allí se hacían no mostraban actores que hacían caídas de pestañas ni que se enamoraban ni que llevaban una vida bohemia ni que le daban un elegante toque de glamour a un lugar que había ido a menos, ni que conseguía renacer en manos de yuppies que conducían Range Rovers, ansiosos de parecer modernos. Porque la palabra renacer implicaba que un lugar había tenido una buena época en el pasado y que sólo necesitaba una inyección de dinero para recuperarla. Pero según Pitchley, Tower Hamlets había sido un barrio de mala muerte desde el momento que colocaron la primera piedra en los cimientos del primer edificio.

Se había pasado más de media vida intentando limpiar la mugre de Tower Hamlets de debajo de sus uñas. Había trabajado en empleos que no eran adecuados ni para los hombres ni para los animales desde que tenía nueve años, ahorrando para un futuro que deseaba, pero que no era capaz de definir con exactitud. Había soportado todo tipo de intimidaciones en una escuela en la que aprender era menos importante que atormentar a los profesores, destrozar las instalaciones antiguas y casi inservibles, hacer pintadas en todas las paredes, follarse a las tías en las escaleras, incendiar papeleras y robar cualquier cosa, desde el dinero para golosinas de los de tercer curso hasta la recolecta que se hacía cada año para ofrecer una comida decente de Navidad a los vagabundos borrachos de la zona. En ese ambiente se había visto obligado a aprender, como una esponja que hace cualquier cosa para salir de ese infierno; había llegado a aceptar que debía de ser el castigo por alguna atrocidad que había perpetrado en una vida anterior.

Su familia no comprendía la pasión que sentía por salir de aquel lugar. Su madre -soltera como siempre había sido y como lo sería hasta el día de su muerte- se dedicaba a fumar cigarrillos todo el día junto a la ventana de su piso de protección oficial, e iba a cobrar el dinero del paro cada mes, tal y como se merecía por hacerle al estado el favor de respirar, criaba los seis niños que había tenido de cuatro padres diferentes, y se preguntaba en voz alta cómo había podido dar a luz al bobo de Jimmy, tan ordenado y aseado que debería de pensarse que era algo más que un simple gamberro disfrazado.

«¡Miradle! -les solía decir a sus hermanas-. Nuestro Jim es demasiado para nosotros. ¿Qué vas a hacer hoy, chiquillo? -le preguntaba mientras lo examinaba de arriba abajo-. ¿Vas a ir de caza?»

«¡Basta, mamá!», le replicaba, y sentía cómo la tristeza le subía desde el ombligo hasta el pecho y las mismas mandíbulas.

«No pasa nada, hijo -le respondía-, pero asegúrate de coger uno de esos perros para que podamos tener la casa vigilada, ¿de acuerdo? Eso estaría muy bien, ¿verdad, chicos? ¿Os gustaría que Jimmy os trajera un perro?»

«Mamá, no voy a la cacería del zorro», le replicaba.

Y se reían. Se reían tanto que le entraban ganas de librarse de todos ellos por ser tan inútiles.

Su madre era la peor, porque ella era la que lo organizaba todo. Podría haber sido inteligente. Podría haber sido activa. Podría haber sido capaz de hacer algo con su vida. Pero se quedó embarazada -del mismísimo Jimmy- cuando tenía quince años, y entonces fue cuando aprendió que si seguía teniendo hijos, recibiría dinero del estado. Lo llamaban «ayuda familiar para los hijos». Jimmy Pytches lo llamaba «cadenas».

En consecuencia, acabar con su pasado se convirtió en el objetivo de su vida, y aceptó todos los trabajos que pudo tan pronto como fue lo bastante mayor para hacerlo. El tipo de trabajo no era importante: limpiar ventanas, fregar suelos, pasar la aspiradora por la moqueta, sacar a pasear el perro, limpiar coches, cuidar niños. No le importaba. Si le pagaban por hacerlo, lo hacía sin ningún problema. Porque aunque el dinero no podría darle una familia mejor, al menos sí que podría llevarle lejos de esa familia que amenazaba con asfixiarle.

Entonces aconteció la muerte en la cuna, ese momento horrible en el que él entró en su habitación porque ya pasaba mucho rato de la hora en la que solía despertarse de la siesta. Y allí estaba ella como una muñeca de plástico, con una mano enroscada en la boca, como si hubiera intentado ayudarse a sí misma a respirar -¡por el amor de Dios!-, y sus diminutas uñas estaban azules, azules, azules, del más azul de los azules, y en ese momento supo que estaba muerta. ¡Caramba! No se había movido de la sala de estar. No se había movido de la habitación de al lado. Había estado mirando al Arsenal, y pensando que era su día de suerte, ya que la mocosa de su hermana se encontraba bien lejos y no tendría que discutir con ella para mirar el partido. Había pensado eso -mocosa-, pero no lo pensaba en serio. De hecho, nunca lo habría dicho en voz alta, e incluso le sonrió cuando la vio junto a su madre en el cochecito en la tienda de comestibles del barrio. Por aquel entonces nunca la llamaba mocosa. Se limitaba a pensar: «Aquí está la pequeña Sherry con su mamá». «Hola, Bañales.» Porque así era cómo la llamaba: Bañales, un nombre que no tenía ningún sentido.

Estaba muerta y la policía se presentó en casa. Preguntas, respuestas y lágrimas por todas partes. ¿Qué tipo de monstruo era él para estar mirando al Arsenal mientras un bebé se moría? Además, aún recordaba la puntuación de su equipo.

Hubo susurros, claro está. También hubo rumores. Ambos alimentaron su pasión de irse para siempre. Y para siempre era lo que pensaba que había conseguido, una especie de paraíso eterno que consistía en una casa con fachada holandesa en Kensington Square, el tipo de casa tan importante que incluso tenía una inscripción con la fecha grabada -1879-en al aguilón. Y con gran regocijo de su parte, la casa estaba habitada por gente igualmente importante: un héroe de guerra, un niño prodigio, una institutriz para el niño, una niñera extranjera… No había podido ser más diferente del lugar del que procedía: desde Tower Hamlets había ido a parar a un estudio de Hammersmith, y se había gastado una fortuna para aprender de todo, desde saber pronunciar haricot verd hasta aprender qué implicaba usar los cubiertos, en vez de los dedos, para mover la comida de un lado a otro del plato. Por lo tanto, cuando llegó a Kensington Square, nadie lo sabía. Y mucho menos Katja, que no se habría dado cuenta, ya que nadie le había enseñado la gravedad de pronunciar la palabra salón en un contexto equivocado.

Y entonces se había quedado embarazada, de la peor manera posible. A diferencia de su madre, que había continuado con normalidad durante sus embarazos, y para la que llevar un niño dentro de su vientre sólo implicaba que tendría que ponerse un tipo de ropa diferente durante unos meses, Katja no lo había pasado nada bien; en consecuencia, había sido imposible ocultar que estaba embarazada. Y de ese embarazo había surgido todo lo demás, su propio pasado incluido, amenazando con filtrarse entre las rotas cañerías de Kensington Square, como si de aguas residuales se tratara.

Incluso después de todo eso, pensó que podría escapar de nuevo. James Pitchford, cuyo pasado se había cernido sobre él como la espada de Damocles, esperando a que su nombre apareciera en los periódicos sensacionalistas como «El inquilino que fue interrogado una vez respecto a la muerte de un bebé», y esperando a que se descubriera que su nombre verdadero era Jimmy Pytches. Después de esforzarse tanto por pronunciar correctamente, todo el mundo se reiría de el por haberles hecho creer que era mejor de lo que en realidad era. En consecuencia, cambió de nombre otra vez; se convirtió en J.W. Pitchley, inversor de primera categoría y mago de las finanzas, pero huyendo, siempre huyendo, y huyendo para siempre jamás.

Y eso era lo que ahora lo llevaba a Tower Hamlets: un hombre que había llegado a aceptar el hecho de que para huir de lo que no podía soportar, tendría que suicidarse, cambiar de identidad una vez más o huir para siempre, no sólo de la atestada ciudad de Londres, sino también de todo lo que Londres -e Inglaterra- representaba.

Aparcó el Boxter junto al bloque de pisos que había sido su hogar durante su infancia. Echó un vistazo a los alrededores y vio que poco había cambiado; seguía habiendo skinheads en el barrio; en ese momento había tres, que fumaban en la puerta de una tienda cercana, y que lo observaban a él y al coche con gran atención. Les gritó:

– ¿Queréis ganar diez libras?

Uno de ellos tiró un escupitajo amarillento al suelo.

– ¿Cada uno? -preguntó.

– De acuerdo. Diez libras por persona.

– ¿Qué tenemos que hacer?

– Vigilarme el coche. Aseguraos que no lo toque nadie. ¿De acuerdo?

Se encogieron de hombros. Pitchley interpretó que estaban de acuerdo. Les hizo un gesto de asentimiento y les dijo:

– Ahora os doy diez, y después os daré los otros veinte.

– ¡Trae! -exclamó el cabecilla, inclinándose hacia delante para coger el dinero.

Mientras le entregaba el billete de diez libras a ese gamberro, Pitchley se percató de que ese tipo bien podría ser su hermanastro pequeño, Paul. Habían pasado más de veinte años desde que viera al pequeño Paulie por última vez. ¡Qué gran ironía sería si le estuviera entregando ese dinero a su propio hermano sin que ninguno de los dos supiera quién era el otro! Pero le sucedería lo mismo con el resto de sus hermanos. Por lo que él sabía, su madre podría haber tenido más hijos, aparte de los cinco que ya tenía cuando él se marchó.

Entró en el recinto del bloque de pisos: una extensión de césped muerto, cuadrados mal dibujados con tiza para jugar a la pata coja sobre el estropeado asfalto, un balón desinflado con la raja de un navajazo, dos carros de la compra volcados y sin ruedas. Había tres niñas con patines de línea que intentaban patinar sobre uno de los senderos de hormigón, pero estaba en tal mal estado como el asfalto; en consecuencia, sólo tendrían unos dos metros y medio de suelo liso para patinar antes de tener que saltar o esquivar un lugar en el que la brigada de bombas bien podría encontrar una bomba sin explotar.

Pitchley se encaminó hacia el ascensor del bloque de pisos y se encontró con que no funcionaba. Un cartel con letras mayúsculas le informaba de la situación; colgaba de unas viejas puertas de cromo que hacía tiempo que habían sido decoradas por los artistas de graffiti de la vivienda.

Empezó a subir por la escalera. Eran siete plantas. A ella le encantaba -tal y como siempre decía-tener buena vista. Era muy importante, ya que lo único que hacía era apoyarse, sentarse, holgazanear, fumar, beber, comer o mirar la tele desde esa vieja silla que hacía siglos que estaba junto a la ventana.

En el segundo piso ya se había quedado sin aliento. Tuvo que hacer una pausa en el rellano y respirar profundamente el aire impregnado de orina antes de seguir subiendo. Cuando llegó al quinto piso, se detuvo de nuevo. Cuando llegó al séptimo, las axilas le goteaban.

Se frotó el cuello mientras se dirigía a la puerta del piso de su madre. Nunca se le pasó por la cabeza que no pudiera estar en casa. Jen Pytches sólo movería el culo si el edificio estuviera en llamas. E incluso entonces se quejaría de la situación: «¿Y qué pasa con mi programa de la tele?».

Llamó a la puerta. Se oía a alguien hablar, voces televisivas que indicaban la hora del día. Programas de entrevistas por la mañana, por la tarde, y afortunadamente -sólo Dios sabe por qué-culebrones por la noche.

No hubo respuesta, por lo que Pitchley llamó de nuevo, esa vez con más fuerza, y gritó: «¡Mamá!». Intentó abrir la puerta y se dio cuenta de que no estaba cerrada con llave. La entreabrió y gritó otra vez: «¡Mamá!».

– ¿Quién es? ¿Eres tú, Paulie? -preguntó-. ¿Ya has vuelto de la oficina de empleo? ¡Has tardado muy poco, chico! ¡No intentes engañarme! ¿Lo entiendes, hijo? ¡Ya soy perro viejo! -Empezó a toser de esa forma tan profunda y flemática propia de una fumadora de cuarenta años mientras Pitchley empujaba la puerta con las yemas de los dedos.

Entró sin hacer ruido y se encontró cara a cara con su madre. Hacía veinticinco años que no la veía.

– ¡Bien! -exclamó.

Estaba junto a la ventana, tal y como se había imaginado que estaría, pero ya no era la mujer que recordaba de niño. Veinticinco años de no mover un músculo a no ser que se hubiera visto obligada a hacerlo, habían convertido a su madre en una gran mole que llevaba pantalones elásticos y un jersey del tamaño de un paracaídas. Si se la hubiera encontrado en la calle, no la habría reconocido. Tampoco lo habría hecho allí mismo si su madre no hubiera dicho:

– Jim, ¡qué sorpresa tan agradable!

– ¡Hola, mamá! -dijo él mientras observaba el piso.

Nada había cambiado. Ahí estaba el mismo sofá azul con forma de U, las mismas lámparas con las pantallas deformes, y de las paredes colgaban las mismas fotografías: cada uno de los pequeños Pytches sentados en las rodillas de sus respectivos padres en la única ocasión en que Jen había conseguido que se comportaran como tales. ¡Santo Cielo! Al verlo, lo recordó todo de repente: ese risible ejercicio en el que ponía a todos sus hijos en fila y les decía: «Éste es tu padre, Jim. Se llamaba Trev, pero yo le llamaba mi pequeño amante». Y «el tuyo se llamaba Derek, Bonnie. ¡Mira qué cuello más bonito tenía! ¡Era incapaz de ponerle las manos cerca del cuello! ¡Oooh! ¡Qué gran hombre era tu padre, Bon!». Y así lo iba haciendo con todos, uno por uno, una vez por semana, a no ser que alguno de ellos se olvidara.

– ¿Qué quieres, Jim? -le preguntó su madre. Soltó un gruñido mientras alargaba la mano para coger el mando a distancia de la tele. Echó un vistazo a la pantalla, hizo una especie de nota mental sobre lo que estaba viendo y bajó el volumen.

– Me marcho -le comunicó-. Quería que lo supieras.

Sin apartar los ojos de él, le replicó:

– Ya hace tiempo que te has ido, chico. ¿Cuántos años hace ya? ¿Qué hay de diferente ahora?

– Me voy a ir a Australia -le contestó-. A Nueva Zelanda, a Canadá. Todavía no lo sé, pero quería decirte que me marcho para siempre. Voy a venderlo todo y a empezar una nueva vida. Quería que lo supieras para que se lo pudieras contar a los demás.

– No creo que les quite el sueño pensar adonde te has largado esta vez -le contestó su madre.

– Ya lo sé. Pero de todas maneras…

Se preguntó si su madre debía de estar enterada de lo que había sucedido. Por lo que recordaba, nunca leía los periódicos. La nación entera podría irse a pique de repente, los políticos podrían estar dispuestos a dejarse sobornar, la familia real podría renunciar a sus derechos, los lores podrían empuñar las armas para luchar contra los planes de los comunes de acabar con ellos, podrían morir las estrellas del deporte, las estrellas del rock podrían tomar sobredosis de drogas de diseño, los trenes podrían chocar, bombas podrían explotar en el mismísimo Piccadilly…pero nada de eso le importaría ahora ni nunca; así pues, seguro que no sabía lo que le había sucedido a un tal James Pitchford, y lo que le habían hecho para evitar que sucediera nada más.

– Supongo que lo hago por los viejos tiempos -concluyó Pitchley-. Al fin y al cabo, eres mi madre. Creía que tenías el derecho a saberlo.

– Tráeme los cigarrillos -le ordenó a medida que señalaba una mesa que había junto al sofá, donde un paquete de Benson and Hedges estaba desparramado sobre la portada de Woman's Weekly. Se los llevó y ella se encendió uno. Miraba la pantalla del televisor, donde la cámara ofrecía una vista de pájaro de una mesa de billar en la que un jugador, inclinado sobre la mesa, estudiaba una jugada como si fuera un cirujano con el escalpelo en la mano.

– ¡Por los viejos tiempos! -repitió-. Muy amable de tu parte. Gracias, Jim. -Y subió el volumen con el mando a distancia.

Pitchley movió los pies de sitio. Observó el piso en busca de algo que pudiera servirle. De todos modos, no había ido a verla a ella, pero era evidente que no iba a darle ninguna información sobre sus hermanos si se lo preguntaba directamente. Su madre no estaba en deuda con él, y ambos lo sabían. Uno no podía pasarse un cuarto de siglo haciendo ver que no tenía pasado y luego presentarse de repente con la esperanza de que su madre pudiera serle de ayuda.

– Mira, mamá. Lo siento. Era la única manera -se disculpó.

Le hizo un gesto con la mano para indicarle que se fuera; el humo del cigarrillo formaba una cortina transparente en el aire. Al verlo, recordó el pasado: esa misma habitación, su madre en el suelo, el bebé naciendo y ella fumando un cigarrillo detrás de otro, porque «¿dónde estaba esa ambulancia que habían avisado? ¡Maldita sea! ¿No tenían derecho a que se ocuparan de sus necesidades?». Y él, solo, había estado junto a ella cuando todo había sucedido. «No me dejes, Jim. No me dejes, chico.» Y la cosa era tan viscosa como un bacalao crudo, y sangrienta, y aún estaba unida por el cordón umbilical, pero ella no dejaba de fumar, no dejó de fumar durante todo el parto, y el humo se elevaba en el aire como si fuera una serpiente.

Pitchley entró en la cocina a toda prisa para librarse del recuerdo de cuando tenía diez años y sostenía un recién nacido cubierto de sangre entre sus asustados brazos. Había sucedido a las tres y veinticinco de la mañana. Sus hermanos y hermanas dormían, los vecinos dormían, el maldito mundo permanecía indiferente, profundamente dormido, soñando sus sueños.

Después de eso, ya no le habían vuelto a gustar los niños. Y sólo de pensar en tener uno propio… Cuanto más mayor se hacía, más se daba cuenta de que no necesitaba pasar dos veces por ese drama en la vida.

Se acercó al fregadero y abrió el grifo, pensando que un trago de agua o el hecho de refrescarse la cara le ayudaría a borrar ese recuerdo de la mente. Mientras cogía un vaso, oyó que se abría la puerta del piso. Oyó una voz de hombre que decía: «¡Esta vez la has jodido del todo! ¿Cuántas veces tengo que decirte que cierres el pico cuando intento engatusar a los clientes?».

Otro hombre respondió: «Lo hice con buena intención. A las tías siempre les gusta que las enjabonen un poco, ¿no es verdad?».

El primer hombre respondió: «¡Y una mierda! ¡Las hemos perdido, idiota!». Después se volvió hacia su madre: «¡Hola, mamá! ¿Cómo va todo?».

– Tenemos visita -apuntó Jen Pytches.

Pytchley se bebió el vaso de agua y oyó cómo los pasos atravesaban la sala de estar para dirigirse a la cocina. Dejó el vaso en el mugriento fregadero y se dio la vuelta hacia sus dos hermanos pequeños. Llenaban la habitación: eran hombres corpulentos como su padre, con cabezas de sandía y manos del tamaño de la tapa de un cubo de basura. En su presencia, Pitchley se sintió como siempre se había sentido: intimidado por el mismo diablo. E hizo lo que siempre había hecho al ver esas enormes criaturas: maldijo el destino que había llevado a su madre a copular con un verdadero enano cuando le tuvo a él, y a escoger un luchador de lucha libre -o, como mínimo, eso era lo que parecía-para que fuera el padre de sus hermanos.

– Robbie -dijo a modo de saludo al mayor-. Brent -le dijo al más joven. Vestían de forma idéntica: botas, pantalones vaqueros azules y una cazadora en la que estaban impresas las palabras CERVEZAS ANDANTES tanto en la parte delantera como en la trasera. Pitchley llegó a la conclusión de que habían estado trabajando en el intento de hacer funcionar el negocio de lavado de coches que él mismo había montado cuando tenía trece años.

Robbie, como siempre, cogió la iniciativa:

– ¡Bien, bien, bien! ¡Mira a quién tenemos aquí, Brent, a nuestro hermano mayor! ¿No te parece que va de lo más elegante con esos pantalones?

Brent soltó una risita disimulada, se mordió el pulgar y, como siempre, esperó a que Rob le diera instrucciones.

– ¡Tú ganas, Rob! -exclamó Pitchley-. ¡Me largo!

– ¿Qué quieres decir con eso de que te largas? -Robbie fue hasta el frigorífico y sacó una lata de cerveza, se la pasó a Brent y gritó-: ¡Mamá! ¿Quieres algo de la cocina? ¿Algo de beber o de comer?

– Gracias, Rob -respondió-. No le haría un feo al pastel de carne ese de ayer. ¿Lo ves, cariño? ¿En el estante de arriba? Tengo que comérmelo antes de que se pase.

– ¡Sí, ya lo tengo! -respondió Rob.

Dejó caer los desmenuzados restos del pastel encima de un plato, se lo entregó a Brent y éste desapareció durante un momento mientras iba a llevárselo a su madre. Rob estiró la anilla de su lata de cerveza, la tiró al fregadero y empezó a beber directamente de la lata. Se la acabó de un trago, y empezó a beberse la de Brent, ya que su hermano menor había sido lo bastante tonto para olvidársela.

– Bien -dijo Rob-. Así que te largas, ¿no es verdad? ¿Y adónde piensas ir, Jay?

– Emigro, Rob. Todavía no sé adónde. No importa.

– A mi sí que me importa.

«Por supuesto», pensó Pitchley. Porque, ¿de qué otro sitio podría sacar el dinero cuando tuviera mala suerte en las apuestas, destrozara otro coche o tuviera ganas de pasar las vacaciones junto al mar? Sin Pitchley para rellenarle cheques cada vez que tuviera dificultades económicas que necesitaran ser solucionadas, la vida que había conocido hasta entonces iba a cambiar. De hecho, tendría que tomarse muy en serio el asunto de CERVEZAS ANDANTES, y si el negocio fracasaba -tal y como había amenazado con hacer durante años bajo la quijotesca dirección de Rob-, entonces no tendría segunda línea de defensa. «Bien, así es la vida, Rob -pensó Pitchley-. La vaca se ha quedado sin leche, el huevo de oro se ha roto y el arco iris ha desaparecido para siempre. Has sido capaz de seguirme la pista desde el este de Londres a Hammersmith, a Kensington, a Hampstead, y a todos los demás lugares en los que he vivido, pero te será muy difícil encontrarme cuando esté en el extranjero.»

– No sé dónde acabaré -repitió-. Todavía no lo sé.

– Entonces, ¿qué sentido tiene todo esto? -Robbie levantó la lata de cerveza para señalar a Pitchley y su presencia en el destartalado piso de su infancia-. Ya no podremos hablar de los viejos tiempos, ¿verdad, Jay? Pero supongo que no has venido hasta aquí para hablar de los viejos tiempos. Seguro que quieres olvidarlos, ¿no es así, Jay? Pero el problema está en que algunos no podemos. No tenemos los medios. Por lo tanto, todo por lo que hemos pasado sigue aquí, dando vueltas y más vueltas. -Usó la lata de nuevo, pero esa vez para señalar el movimiento giratorio en su cabeza. Después tiró ambas latas dentro de la bolsa de plástico que colgaba del tirador de uno de los cajones y que había hecho de cubo de la basura de la familia desde hacía mucho tiempo.

– Ya lo sé -asintió Pitchley.

– ¡Ya lo sabes! ¡Ya lo sabes! -se mofó su hermano-. Tú no sabes nada, Jay, y eso no lo olvides nunca.

Pitchley le dijo por milésima vez a su hermano:

– No te pedí que les aporrearas. Lo que hiciste…

– ¡No! Tú no me lo pediste. Te limitaste a decir: «¿Has visto lo que han escrito sobre mí, Rob?». Eso es lo que dijiste: «Acabarán por destrozarme. Cuando todo esto acabe, ya no seré nadie».

– Puede que lo dijera, pero lo que quería decir…

– ¡A la mierda con lo querías decir! -Robbie le pegó una patada a la puerta de un armario. Pitchley se encogió de miedo.

– ¿Qué pasa? -Brent había vuelto a la cocina después de coger un cigarrillo del paquete de Benson and Hedges de su madre. Se lo estaba encendiendo.

– Este gamberro piensa huir de nuevo, pero no quiere decirnos adónde. ¿Qué te parece?

Brent parpadeó y contestó:

– ¡No puede ser!

– ¡Claro que no puede ser! -Rob le apretó la cara a Pitchley con un dedo-. Estuve en la cárcel por tu culpa. Seis meses. ¿Sabes cómo te sientes allí dentro? Déjame que te lo cuente. -Y empezó el recuento, la misma historia aburrida que Pitchley oía cada vez que su hermano quería más dinero. Comenzaba por el motivo que había causado que Robbie tuviera el primer altercado con la policía: por darle una paliza al periodista que había desenterrado a Jimmy Pytches del pasado cuidadosamente construido de James Pitchford. Dicho periodista no sólo había publicado la historia después de conseguir arrancársela a un chivato de la comisaría de Tower Hamlets, sino que también había tenido la desfachatez de publicar un segundo artículo, a pesar de que Rob ya le había dado un toque de atención, y éste al final no había ganado nada después de empuñar las armas por proteger la reputación de un hermano que les había abandonado hacía muchos años-. A la mierda con todo, Jay, ¿me oyes? Nosotros nunca nos acercamos a ti hasta que nos necesitaste, Jay. Y después nos dejaste sin nada.

Su capacidad para rescribir la historia era sorprendente, pensó Pitchley.

– En aquella época, viniste a mí porque viste mi fotografía en el periódico, Rob. Viste la oportunidad de ponerme en deuda contigo. Aporrear unas cuantas cabezas. Romper unos cuantos huesos. Todo para mantener el pasado de Jimmy oculto. A él seguro que le gustará. Se avergüenza de nosotros. Y si cree que vamos a estar dispuesto a ayudarle cada vez que nos necesite, el estúpido ése tendrá que pagar. ¡Y tanto que tendrá que pagar!

– Estaba todo el día en la celda -gritó Robbie-. Cagaba en un cubo. ¿Lo entiendes, colega? Meaba en la ducha, Jay. ¿Qué sacaste tú de todo eso?

– A ti -gritó Pitchley-. A ti y a Brent. Eso es lo que saqué. Teneros a vosotros dos pegados a mis talones, siempre con las manos a punto para coger el dinero, con la misma frecuencia que la lluvia en invierno.

– No podemos limpiar coches cuando llueve, ¿verdad, Jay? -remarcó Brent.

– ¡Cállate! -Rob le lanzó la bolsa de basura a la cabeza-. ¡Mira que llegas a ser estúpido, joder!

– Acaba de decir que…

– ¡Cierra el pico! ¡Ya he oído lo que ha dicho! ¿No has entendido lo que quería decir? Nos ha llamado sanguijuelas. Eso es lo que quería decir. Como si estuviéramos en deuda con él, y no al contrario.

– No he dicho eso. -Pitchley se metió la mano en el bolsillo. Sacó el talonario. Dentro estaba el talón incompleto que no había podido acabar de escribir por la visita inesperada de la policía-. Lo único que quiero decir es que se acabó, porque me marcho, Rob. Escribiré un último cheque y después ya os las arreglaréis.

– ¡Y una mierda! -Rob se lanzó sobre él. Brent se echó hacia atrás con rapidez.

– ¿Qué pasa, chicos? -gritó Jen Pytches.

– Rob y Jay…

– ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Maldita sea! ¿Cómo puedes ser tan imbécil, Brent?

Pitchley sacó el bolígrafo. Pero antes de que pudiera empezar a escribir, Rob estaba de nuevo sobre él. Le arrancó el talonario de las manos, lo lanzó contra la pared y fue a parar contra un estante de tazas que se cayó al suelo.

– ¡Eh! -gritó Jen.

Pitchley vio cómo su vida, como un rayo, le pasaba por delante.

Brent entró a toda prisa en la sala de estar.

– ¡Cabronazo estúpido! -musitó Rob. Cogió a Pitchley por las solapas de la chaqueta. Le empujó hacia delante con violencia. La cabeza le cayó hacia atrás-. ¡No entiendes nada joder! ¡Nunca lo has hecho!

Pitchley cerró los ojos y esperó el golpe, pero no llegó. Su hermano le soltó con la misma violencia que le había cogido, empujándole contra el fregadero de la cocina.

– ¡Yo no quería tu estúpido dinero! -replicó Rob-. Fuiste tú el que nos lo ofreció, ¿no es verdad? Y estuve contento de cogerlo, claro. Pero tú sacabas el talonario cada vez que me veías aparecer. «Si le doy mil o dos mil libras al tonto éste, seguro que se irá», eso es lo que pensabas. Y después me echaste la culpa por aceptar tu caridad, cuando sólo nos diste ese dinero porque te sentías culpable.

– No he hecho nada de lo que pueda sentirme culpable…

La mano de Rob cortó el aire, haciendo callar a Pitchley.

– Siempre has hecho ver que no existíamos, Jay Así que no me culpes de lo que tú hiciste.

Pitchley tragó saliva. No había mucho más que decir. Había demasiada verdad en la afirmación de Robbie y demasiada falsedad en su propio pasado.

Desde la sala de estar, el televisor cada vez se oía más alto. Jen había subido el volumen para no tener que oír lo que fuera que hicieran sus dos hijos mayores en la cocina. Era su forma de decir que no era asunto suyo.

«Claro -pensó Pitchley-. La vida de ninguno de ellos había sido asunto suyo.»

– Lo siento -se excusó-. Intenté crearme una nueva vida de la mejor manera que pude, Rob.

Rob se alejó. Se dirigió de nuevo hacia la nevera. Sacó otra cerveza y la abrió. Brindó por Pitchley, haciendo un burlón saludo de despedida.

– Yo sólo quería ser tu hermano, Jim.

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