GIDEON

16 de agosto


Me gustaría empezar diciendo que creo que este ejercicio va a ser una pérdida de tiempo y, tal y como intenté explicarle ayer, si hay algo que no me sobra en este momento es precisamente tiempo. Si quería que confiara en la eficacia de esta actividad, me podría haber explicado el paradigma sobre el que, según parece, se basa para definir el concepto de «tratamiento» en su libro. ¿Qué importancia tiene el tipo de papel que use? ¿O qué clase de libreta? ¿O qué bolígrafo o lápiz utilice? ¿Qué más da dónde me encuentre al escribir estas tonterías que me ha pedido que escriba? ¿No le basta que haya aceptado tomar parte en este experimento? No importa. No me conteste. Ya sé lo que me respondería: «¿De dónde viene toda esa ira, Gideon? ¿Qué hay detrás de todo eso? ¿Qué le viene a la memoria?».

Nada. ¿No lo ve? No recuerdo nada en absoluto. Por eso mismo he venido.

«¿Nada? -me preguntará-. ¿Nada de nada? ¿Está seguro de que está en lo cierto? Después de todo, sabe cómo se llama y, según parece, también reconoce a su padre; recuerda el lugar en el que vive, cómo se gana la vida y a sus compañeros más cercanos. Por lo tanto, cuando dice que no recuerda nada, debe querer decir que no recuerda…»

Nada que sea importante para mí. De acuerdo. Lo diré. No recuerdo nada que considere de importancia. ¿Es eso lo que quiere oír? ¿Cree que usted y yo deberíamos hacer hincapié en ese pequeño detalle desagradable de mi carácter para ver qué quiero decir con esa afirmación?

No obstante, en vez de responderme a esas dos preguntas, me dirá que empezaremos por escribir todo lo que recordemos, al margen de que sea o no importante. Pero cuando diga «empezaremos», en realidad querrá decir que yo empezaré por escribir, y que lo que yo anote será lo que yo recuerde, porque tal y como expresó de forma sucinta con su voz objetiva e intocable de psiquiatra: «Lo que recordamos suele ser la clave de lo que hemos elegido olvidar».

Elegido. Supongo que ha seleccionado la palabra de forma deliberada. Quería que reaccionara. Ya se lo explicaré, debería pensar. Ya le explicaré a esa pequeña arpía todo lo que recuerde.

De todos modos, ¿cuántos años tiene, doctora Rose? Dice que tiene treinta años, pero yo no me lo creo. Sospecho que ni siquiera tiene mi edad y, lo que es peor, parece una niña de doce años. ¿Cómo quiere que confíe en usted? ¿De verdad piensa que será capaz de sustituir a su padre? A propósito, fue a él a quien accedí a ver. ¿Se lo comenté la primera vez que nos vimos? Creo que no. Me dio demasiada lástima. La única razón por la que decidí quedarme al entrar en la consulta, y verla a usted en vez de a su padre, fue porque me pareció de lo más patética, allí sentada, vestida de negro de pies a cabeza, como si con esa vestimenta pudiera parecer lo bastante competente para resolver las crisis mentales de la gente.

«¿Mentales? -me pregunta, pronunciando la palabra como si fuera un tren fuera de control-. ¿Que ha decidido aceptar las conclusiones del neurólogo? ¿Eso le satisface? ¿Que no le hace falta que le hagan más pruebas para estar convencido? Eso está muy bien, Gideon. Es un paso adelante muy importante. Si está convencido de que no hay ninguna explicación fisiológica para lo que está experimentando, entonces el trabajo que vamos a realizar juntos será más fácil.»

¡Qué bien habla, doctora Rose! Tiene una voz de terciopelo. Lo que debería haber hecho era darme la vuelta y volver a casa tan pronto como abrió la boca. Sin embargo, no lo hice porque me manipuló para que me quedara con todas esas tonterías de que «visto de negro porque mi marido ha muerto». Quería evocar mi compasión, ¿no es verdad? Fraguar una amistad con el paciente, tal y como le han dicho que haga. Ganar su confianza. Hacerle «sugerible».

«¿Dónde está el doctor Rose?», le pregunto al entrar en la oficina.

«Yo soy el doctor Rose -me responde-. La doctora Alison Rose. ¿Tal vez esperaba encontrar a mi padre? Sufrió una apoplejía hace ocho meses. Se está recuperando, pero le va a llevar su tiempo; como aún no está en condiciones de volver a tratar a sus pacientes, yo me hago cargo de su clientela.»

Y ahí empieza todo: me cuenta las razones que la indujeron a volver a Londres, lo mucho que echa de menos la ciudad de Boston, pero que en cierta manera ya está contenta porque los recuerdos de allí son demasiado dolorosos. Me cuenta que es por él, por su marido. Llega a tal extremo que incluso me dice su nombre: Tim Freeman. Y la enfermedad que padecía: cáncer de colon. Y la edad que tenía cuando murió: treinta y siete años. Y los motivos que les habían llevado a posponer el tener hijos, porque cuando se casaron usted aún iba a la facultad de Medicina, y que cuando llegó el momento de replantearse la cuestión de la reproducción, él ya estaba luchando por su vida, y usted junto a él, y que en esa batalla ya no quedaba sitio para un hijo.

Y yo, doctora Rose, sentí lástima por usted. Por lo tanto, me quedé. Como consecuencia de eso, estoy aquí sentado en la primera planta, junto a una ventana que da a Chalcot Square. Escribo todas estas sandeces con un bolígrafo para que luego no pueda borrar nada, tal y como me ha ordenado. Uso una libreta de hojas sueltas para poder añadir más información, en caso de que, más tarde, recuerde algo más de forma milagrosa. Lo que no hago es precisamente lo que debería estar haciendo, y lo que el mundo entero espera que haga: permanecer al lado de Raphael Robson y hacer que desaparezca ese vacío infernal y omnipresente de las notas.

«¿Raphael Robson?», me preguntará. «Hábleme de él», me dirá.

Esta mañana me he puesto leche en el café y ahora estoy pagando por ello, doctora Rose. El estómago me arde. Las llamas me están lamiendo el intestino. El fuego avanza hacia arriba, pero no en mi interior. Sucede todo lo contrario, pero siempre tengo la misma sensación. Es una simple dilatación del estómago y del intestino, me asegura mi médico de cabecera. «Flato», me reza, como si me estuviera dando una bendición médica. Es un curandero y un charlatán, un matasanos de cuarta categoría. Tengo algo maligno devorándome las tripas y él insiste en que son flatulencias.

«Hábleme de Raphael Robson», repetirá.

«¿Por qué? -le preguntaré-. ¿Por qué quiere que le hable de él?»

«Porque es un tema por el que empezar. Su mente le ha dictado por dónde comenzar. Es así como funciona el proceso.»

«No obstante, Raphael no es el principio de la historia -le replicaré-. El principio se remonta a veinticinco años atrás, a una Peabody House [1] de Kensington Square.»


17 de agosto


Ahí es donde vivía. No en una de las Peabody Houses, sino en la casa de mis abuelos, en el lado sur de la plaza. Hace mucho tiempo que las Peabody Houses ya no existen y, según lo que vi la última vez que fui, han sido reemplazadas por dos restaurantes y una boutique. Aun con todo, recuerdo muy bien esas casas y cómo mi padre las empleó para inventar la Leyenda de Gideon.

Así es mi padre, siempre dispuesto a usar cualquier cosa que tenga a mano, si ésta puede llevarle adonde él quiere ir. En esa época, estaba muy inquieto, siempre lleno de ideas. Ahora me doy cuenta de que casi todas sus ideas eran meros intentos para tratar de disipar el miedo que mi abuelo sentía por él, ya que, según mi abuelo, el hecho de que mi padre no hubiera podido crearse una reputación en el ejército presagiaba que fracasaría en cualquier otro campo. Supongo que mi padre sabía lo que mi abuelo pensaba de él. Después de todo, mi abuelo no era el tipo de hombre que se guardara las opiniones para sí mismo.

Mi abuelo nunca se había vuelto a encontrar bien después de la guerra, y supongo que ésa era la razón por la que vivíamos con él y con la abuela. Los japoneses le habían tenido prisionero en Birmania durante dos años, y nunca se había recuperado del todo. Me imagino que el hecho de ser prisionero había desencadenado algo en su interior que, en otras circunstancias, habría permanecido latente. Pero, en todo caso, lo único que jamás me contaron sobre la situación era que mi abuelo padecía «episodios» que requerían que se lo llevaran de vez en cuando a pasar «unas bonitas vacaciones en el campo». Soy incapaz de recordar detalles concretos de estos episodios ya que mi abuelo murió cuando yo tenía diez años. Lo único que recuerdo es que siempre empezaban con unos sonidos violentos y aterradores, seguidos por los lloros de mi abuela y por los gritos de mi abuelo que decía: «No eres hijo mío», mirando a mi padre mientras se lo llevaban por la fuerza.

«¿Se lo llevaban? -me pregunta-. ¿Quiénes?»

Yo les llamaba los duendes. Tenían la misma apariencia que la gente normal, pero sus cuerpos estaban habitados por ladrones de almas. Mi padre siempre les dejaba entrar en casa, pero mi abuela solía recibirles en las escaleras, con lágrimas en los ojos. Siempre pasaban por delante de ella sin pronunciar palabra porque todo lo que tenían que decir había sido dicho más de una vez. Como ve, ya hacía muchos años que venían a buscar a mi abuelo. Desde mucho antes de que yo naciera. Desde mucho antes de que los observara desde la balaustrada de la escalera, asustado y agachado cual pequeño sapo.

Sí. Antes de que me lo pregunte, recuerdo ese miedo. También recuerdo más cosas. Recuerdo que alguien me apartaba de la balaustrada, separándome los dedos uno a uno para que dejara de asirla y me pudieran alejar de ella.

«¿Raphael Robson? -va a preguntarme, ¿no es así?-. ¿Es aquí donde aparece Raphael Robson?»

Pero no. Eso pasó años antes de que apareciera Raphael Robson. Raphael vino después de las Peabody Houses.

«Así pues, volvemos a la Peabody House», me dice.

«Sí. A la casa y a la Leyenda de Gideon.»


19 de agosto


¿Recuerdo la Peabody House? ¿O tan sólo he inventado los detalles para completar el esbozo que me dio mi padre? Si fuera incapaz de recordar a qué olía la casa, pensaría que simplemente estaba jugando a un juego según las reglas de mi padre para poder evocar la Peabody House en mi cerebro en momentos como éste. No obstante, ya que el olor a lejía puede transportarme de nuevo a la Peabody House en un instante, sé que la base de la historia es verdadera, por mucho que pueda haber sido adornada a lo largo de los años por mi padre, por mi agente, o por los periodistas que hayan hablado con ellos. Para serle franco, he dejado de hacerme preguntas sobre la Peabody House. Siempre digo: «Eso ya es agua pasada. A ver si esta vez podemos aportar información nueva».

Pero los periodistas siempre quieren que sus historias tengan gancho y, ya que mi padre les ha ordenado con firmeza que sólo mi carrera profesional puede ser motivo de entrevista, ¿qué mejor gancho puede haber que el que mi padre creó a partir de un simple paseo por los jardines de Kensington Square?

Tengo tres años y me acompaña mi abuelo. Voy sentado en un triciclo y avanzo con dificultad alrededor del sendero que delimita el jardín; mientras tanto, mi abuelo está sentado en esa especie de templo griego que sirve de cobijo junto a la verja de hierro forjado. Se ha traído un periódico, pero no lo está leyendo; en vez de eso, escucha música procedente de uno de los edificios que tiene a su espalda.

Me dice con un tono de voz muy bajo:

– Eso se llama concierto, Gideon. Es un concierto de Paganini en re mayor. Escucha.

Me hace señas para que vaya a su lado. Se sienta en un extremo del banco, y yo permanezco de pie junto a él mientras me pasa el brazo por los hombros. Escucho.

En un instante sé que eso es lo que quiero hacer. A los tres años sé lo que nunca he dejado de creer: «Escuchar es ser, pero tocar es vivir».

Insisto en que nos marchemos del jardín de inmediato. Mi abuelo tiene las manos artríticas y le cuesta abrir la verja. Le pido que se apresure «antes de que sea demasiado tarde».

– Demasiado tarde ¿para qué? -me pregunta con cariño.

Le cojo de la mano y se lo enseño.

Le llevo hasta Peabody House, al lugar de donde proviene la música. En un momento estamos dentro; acaban de limpiar el suelo de linóleo y los ojos nos pican a causa del aire impregnado de olor a lejía.

Arriba, en la primera planta, encontramos el origen del concierto de Paganini. Una de las grandes salas es la vivienda de la señorita Rosemary Orr, jubilada desde hace mucho tiempo de la Filarmónica de Londres. Permanece de pie delante de un gran espejo de pared, y tiene un violín debajo de la barbilla y un arco en la mano. Sin embargo, no toca. Escucha una grabación de Paganini con los ojos cerrados y con la mano que sostiene el arco bajada, mientras las lágrimas cubren sus mejillas y la madera del instrumento.

– ¡Va a estropearlo! -le advierto a mi abuelo.

Al oírlo, la señorita Orr sale de su estupor, se sobresalta, y sin duda se pregunta cómo puede ser que un anciano caballero artrítico y un mocoso hayan ido a parar a la puerta de sus aposentos.

No obstante, no tiene tiempo de expresar su consternación, porque me dirijo hacia ella, le cojo el instrumento de las manos y empiezo a tocar.

No muy bien, evidentemente, porque ¿quién se iba a creer que un niño de tres años sin educación musical, por mucho talento que pudiera tener, iba a coger un violín y a tocar el Concierto en re Mayor de Paganini después de haberlo oído una sola vez? Pero la materia prima está dentro de mí -el oído, el sentido innato del ritmo, la pasión-y la señorita Orr lo ve e insiste en que le permitan dar clases a ese niño prodigio.

Así pues, se convierte en mi primera profesora de violín. Sigo con ella hasta que tengo cuatro años y medio, momento en el que se decide que mi talento requiere un tipo de educación menos convencional.

Ésta es la Leyenda de Gideon, doctora Rose. ¿Conoce el violín lo bastante para ver en qué punto se convierte en fantasía?

Hemos conseguido promulgar la leyenda a base de llamarla leyenda, tomándonosla a risa incluso cuando la contamos. Solemos decir que son tonterías y cosas por el estilo, pero siempre lo hacemos con una sonrisa sugestiva. La señorita Orr hace mucho tiempo que murió y, por lo tanto, no puede rebatir la historia. Después de la señorita Orr vino Raphael Robson, que tiene muy pocas posibilidades de saber la verdad.

Aquí tiene la verdad, doctora Rose, porque a pesar de lo que pueda pensar por la reacción que he tenido respecto a este ejercicio que he acordado hacer, estoy interesado en contarle la verdad.

Ese día de verano me encuentro en el jardín de Kensington Square con un grupo de niños. Estamos realizando unas actividades que han organizado las monjas de una escuela cercana. El grupo está formado por los niños de la plaza, y lo dirigen tres estudiantes universitarios que viven en un hostal que hay detrás de la escuela. Uno de los tres monitores nos viene a recoger a casa cada día, para luego llevarnos cogidos de la mano al jardín central, en el que, por un módico precio, se espera que aprendamos las habilidades sociales que se aprenden al jugar en grupo. Eso nos será útil cuando vayamos a la escuela primaria. O, como mínimo, ésa es la idea. Los estudiantes universitarios nos entretienen con juegos, trabajos manuales y ejercicio. Una vez que estamos ocupados en la tarea que nos hayan asignado ese día, se van -sin que nuestros padres lo sepan-a esa especie de templo griego y empiezan a chismorrear y a fumar.

Ese día en especial está previsto que vayamos en bicicleta, aunque en realidad sólo me limito a ir en triciclo alrededor del sendero que rodea el jardín. Mientras pedaleo con dificultad por la parte posterior del pequeño jardín, un niño de mi edad -a pesar de que no recuerdo su nombre-se saca la colita y se pone a orinar encima del césped. Sobreviene una crisis y después de pegarle una gran reprimenda al malhechor, lo mandan directo a casa.

En ese momento empieza la música; los dos estudiantes que siguen allí después de haber mandado al niño a casa no tienen ni la más remota idea de lo que estamos escuchando. No obstante, yo quiero dirigirme hacia ese sonido e insisto con una firmeza tan poco habitual que uno de los estudiantes -creo que es una chica italiana, porque a pesar de tener un corazón muy grande no habla muy bien inglés-me dice que me ayudará a averiguar de dónde procede el sonido. Y así lo hacemos hasta que llegamos a Peabody House y a la señorita Orr.

Cuando la estudiante y yo entramos en la sala de estar, la señorita Orr no está ni tocando, ni haciendo ver que toca ni llorando. Sencillamente está dando clases de música. Después me entero de que siempre finaliza sus clases poniendo una obra musical en el tocadiscos para que su alumno la escuche. Ese día suena el concierto de Brahms.

Desea saber si me gusta la música.

No tengo respuesta. No sé si me gusta ni si lo que siento es afición o cualquier otra cosa. Lo único que sé es que quiero ser capaz de producir esos sonidos. Pero soy tímido y no digo nada, y lo único que consigo hacer es esconderme detrás de las piernas de la chica italiana hasta que ésta me coge de la mano, pide disculpas con su inglés chapurreado y me lleva de nuevo al jardín.

Eso es la realidad.

Estoy seguro de que quiere saber cómo puede ser que esos comienzos tan poco propicios en el mundo musical se convirtieran en la Leyenda de Gideon. En otras palabras, cómo puede ser que el arma desechada y -¿cómo podríamos explicarlo?-destinada a acumular depósitos de cal en una cueva se convirtiera en Excalibur, en la Espada de la Piedra. Sólo puedo hacer conjeturas, ya que la leyenda es una invención de mi padre, no mía.

Al final del día, los monitores llevaron a los niños a sus respectivas casas y entregaron a los padres unos informes sobre los progresos y el comportamiento de sus hijos. ¿Para qué iban los padres a gastarse el dinero sino para recibir indicios diarios y esperanzadores de que sus hijos estaban alcanzando un nivel adecuado de madurez social?

Sólo Dios sabe qué consecuencias tuvo el hecho de que el niño sacara la colita en público en vez de haberlo hecho en privado. En mi caso, la estudiante italiana les informó de mi encuentro con Rosemary Orr.

Supongo que todo eso debió de ocurrir en la sala de estar, mientras mi abuela presidía la mesa del té de la tarde que siempre preparaba para el abuelo, envolviéndole de ese modo en un halo de normalidad para protegerle de la aparición de un nuevo episodio. Quizá mi padre también estuviera allí, o tal vez estuviera James el Inquilino, que había alquilado una de las habitaciones vacías de la cuarta planta de la casa y que nos ayudaba a llegar a final de mes.

Supongo que habrían invitado a la estudiante italiana -aunque ahora pienso que bien podría haber sido griega, española o portuguesa- a tomar el té con la familia, lo cual le habría dado la oportunidad de relatar nuestro encuentro con Rosemary Orr.

Diría: «El pequeño quiere saber de dónde procede la música que estamos escuchando y, por lo tanto, le seguimos el rastro…».

«Creo que quiere decir "oyendo" y "averiguamos su procedencia"», replica el inquilino. Tal y como ya he dicho, se llama James, y muchas veces he oído al abuelo quejarse de que su inglés es «demasiado perfecto para ser verdadero» y que, en consecuencia, debe de ser un espía. De todos modos, me gusta escucharle. Las palabras brotan de la boca de James el Inquilino como si fueran naranjas rechonchas, jugosas y redondas. Él no es así, a excepción de sus mejillas, que son rosadas y que aún se vuelven más rojas cuando se da cuenta de que alguien le está prestando atención. «Continúe -le dice a la estudiante italiana-española-griega-portuguesa-. No me haga caso.»

Ella sonríe, porque el inquilino le cae bien. Supongo que le gustaría que le ayudara con el inglés, y que le gustaría hacerse amiga suya.

No tengo amigos -a pesar de los niños del grupo-, pero no soy consciente de su ausencia porque tengo a mi familia y disfruto de su amor. A diferencia de la mayoría de niños de tres años, no llevo una existencia separada de la de los adultos, lo cual implicaría: comer solo, que una niñera o cualquier otra persona encargada de cuidar niños me entretuviera y me mostrara la vida, hacer apariciones periódicas en el seno de la familia, o pasar el rato hasta que me pudieran mandar a la escuela. En vez de eso, soy parte del mundo de los adultos con los que vivo. Veo y oigo muchas cosas de las que pasan en mi casa y, aunque a veces no recuerde los eventos, sí que recuerdo la impresión que han dejado en mí.

Así pues, recuerdo esto: cómo contaban la historia de la música de violín y cómo el abuelo interrumpió la historia y se extendió en alabanzas de Paganini. Durante años, la abuela utilizó la música para calmar a su marido cuando éste estaba a punto de sufrir un episodio y cuando aún había posibilidades de que se produjera. Él hablaba de quiebros y de la técnica del arco, de vibrato y glisando con una aparente autoridad, aunque ahora sé que tan sólo era una ilusión. Habla con una enorme grandilocuencia, como si tocara en la orquesta y la dirigiera. Nadie le interrumpe o está en desacuerdo con él cuando, mirándome, le dice a todo el mundo: «Este niño tocará», como si Dios le hubiera ordenado que me guiara.

Papá lo oye, le confiere una significación que no comparte con nadie, y dispone de inmediato todo lo necesario.

Así es como empiezo a recibir clases de violín de la señorita Rosemary Orr. A partir de esas clases y de los informes del grupo infantil, mi padre empieza a crear la leyenda de Gideon que he tenido que soportar toda la vida como si fuera una condena.

«¿Por qué hizo que la historia girara en torno al abuelo? -sin duda me preguntará-. ¿Por qué no se centró en los personajes principales y dejó unos cuantos detalles sueltos? ¿No le preocupaba que alguien se presentara de repente, rebatiera la historia y contara la verdad?»

Le responderé de la única forma que soy capaz, doctora Rose: «Tendrá que preguntárselo a mi padre».


21 de agosto


Recuerdo mis primeras clases con Rosemary Orr: cómo mi impaciencia choca con su obsesión por los detalles minuciosos. «Encuentra la postura, estimado Gideon. Encuentra la postura», me dice. Y con un violín de dieciseisavo entre la barbilla y el hombro -porque en aquella época ése era el instrumento más pequeño que se podía conseguir-soporto las continuas correcciones que la señorita Orr hace de mi postura. Me arquea los dedos sobre el diapasón; me hace tensar la muñeca izquierda; me coge del hombro para que mueva bien el arco; me endereza la espalda y usa un largo puntero para darme golpecitos en la entrepierna cuando quiere que cambie de postura. Mientras toco -cuando por fin me permite hacerlo-su voz no cesa de sonar entre las escalas y los arpegios que al principio me hace tocar. «Espalda recta, hombros caídos, Gideon querido. El pulgar bajo esta parte del arco, no bajo la parte plateada, por favor, y no lo pongas a un lado. Todo el brazo hace el movimiento ascendente del arco. Son golpes largos e independientes. ¡No, no! Estás usando la parte corpulenta de los dedos, querido.» Continuamente me hace tocar una nota y me prepara para la siguiente. Vamos haciendo este ejercicio sin parar hasta que está satisfecha y todas las partes corporales que son extensiones de la mano derecha -es decir, la muñeca, el codo, el brazo y el omoplato- se mueven al compás del arco cual eje y rueda, y todo el cuerpo hace que el arco se mueva en la dirección correcta.

Aprendo que los dedos deben moverse independientemente uno del otro. Aprendo a encontrar ese punto de equilibrio en el diapasón que luego permitirá que mis dedos se muevan con rapidez, como si volaran en el aire, de una posición a otra de las cuerdas. Aprendo a escuchar y a distinguir el tono vibrante de mi instrumento. Aprendo a mover el arco arriba y abajo, el justo medio, staccato y legato, sul tasto y sul ponticello.

En resumen, aprendo método, teoría y principios, pero lo que no aprendo es lo que anhelo aprender: cómo quebrar el espíritu para producir el sonido.

Continúo con la señorita Rosemary Orr los dieciocho meses siguientes, pero pronto me canso de los ejercicios monótonos que ocupan mi tiempo. No eran ejercicios repetitivos lo que precisamente oí saliendo de su ventana ese día que estaba en la plaza, y despotrico cada vez que tengo que hacerlos. Oigo como la señorita Orr se excusa ante mi padre: «Después de todo, es un niño muy pequeño. No es de extrañar, pues, que a su edad el interés no le haya durado mucho tiempo». Sin embargo, mi padre -que en ese momento ya tiene dos trabajos para poder mantener a la familia de Kensington Square- no ha asistido a las clases que recibo tres veces por semana y, por lo tanto, es incapaz de comprender cómo me está desangrando la música que amo.

Mi abuelo, no obstante, ha permanecido junto a mí, ya que durante los dieciocho meses que he ido a clase con la señorita Orr no ha sufrido nada parecido a un episodio. Así pues, me ha llevado a clase, me ha escuchado desde una esquina de la sala, y si además tenemos en cuenta que ha observado la forma y el contenido de las clases con sus penetrantes ojos y que está sediento de Paganini, ha llegado a la conclusión de que el talento prodigioso de su nieto está siendo retenido, y que no está siendo educado por la bienintencionada Rosemary Orr.

«Quiere hacer música, maldita sea -le grita mi abuelo a mi padre cuando hablan del tema-. El niño es un artista de verdad, Dick, y si eres incapaz de ver lo que tienes delante de tus mismísimas narices, ni tienes cerebro ni eres hijo mío. ¿Alimentarías a un purasangre con comida para cerdos? Creo que no, Richard.»

Quizá mi padre acabe cooperando por miedo, miedo a que mi abuelo sufra otro episodio si él no consiente en su plan. Además, mi abuelo se encarga bien pronto de hacerlo manifiesto: vivimos en Kensington, no muy lejos del Royal College of Music, y es allí donde podrán encontrar a un profesor de violín adecuado para su nieto Gideon.

Así es como mi abuelo se convierte en mi salvador y en el portavoz de mis sueños ocultos. Así es como Raphael Robson entra en mi vida.


22 de agosto


Tengo cuatro años y seis meses de edad, y aunque ahora sé que en aquella época Raphael debía de tener tan sólo unos treinta años, para mí es una figura distante y temible, y que disfruta de mi obediencia más absoluta desde el primer momento en que nos conocemos.

No es una figura agradable de ver. Suda copiosamente. Le veo el cráneo a través de su pelo ralo de bebé. Tiene la piel del mismo tono blanquecino que los peces de río y está llena de manchas por haber pasado demasiado tiempo al sol. Pero cuando Raphael coge el violín y empieza a tocar para mí -porque es así como nos presentamos-la apariencia que pueda tener pierde toda importancia, y me convierto en barro para que me pueda moldear. Escoge el Concierto en mi Menor de Mendelssohn, y entrega su cuerpo entero a la música.

No toca notas, sino que existe entre los sonidos. Los fuegos artificiales de alegro que produce con su instrumento me hipnotizan. En un instante se ha transformado. Ya no es el hombre sudoroso con manchas en la piel y que toma pastillas para la tos, sino Merlín, y quiero su magia para mí.

Me doy cuenta de que Raphael no enseña ningún método, y cuando habla con mi abuelo le dice: «Es tarea del violinista desarrollar su propio método». Improvisa ejercicios para mí. Él me guía y yo le sigo. «Aprovecha la ocasión -me ordena mientras deja de tocar y observa cómo lo hago-. Enriquece ese vibrato. No tengas miedo de hacer portamento, Gideon. Deslízalo. Haz que fluya. Desrízalo.»

Así es como empiezo mi verdadera vida de violinista, doctora Rose, porque todo lo que aconteció con la señorita Orr era tan sólo un preludio. Al principio recibo tres clases a la semana, luego cuatro, y después cinco. Cada clase dura tres horas. Primero voy al despacho de Raphael, ubicado en el Royal College of Music, y mi abuelo y yo cogemos el autobús en Kensington High Street. Pero el hecho de que mi abuelo tenga que esperar tantas horas a que yo acabe las clases supone un problema; además, todo el mundo teme que, tarde o temprano, mi abuelo sufra otro episodio sin que mi abuela esté presente para poder ayudarle. Así pues, a la larga, se dispone que Raphael Robson venga a casa.

El coste, evidentemente, es enorme. Uno no puede pedirle a un violinista del calibre de Raphael que dedique su tiempo de profesor a un joven alumno sin recompensarle por el viaje, por las horas que ha dejado de enseñar a otros alumnos, y por el tiempo que cada vez me dedicará más a mí. Después de todo, el hombre no puede vivir del amor que siente por la música. Y aunque Raphael no tiene que mantener a ninguna familia, sí que tiene que alimentarse y pagar el alquiler; por lo tanto, debe conseguirse el dinero de una forma u otra para que Raphael no tenga necesidad de reducir la cantidad de horas que me dedica.

Mi padre ya tiene dos trabajos. Mi abuelo recibe una pequeña pensión de un gobierno que se siente agradecido por el sacrificio de su salud mental en época de guerra, y con el objetivo de conservar esa salud mis abuelos nunca se han trasladado a barrios más baratos y difíciles en la época de posguerra. Han reducido los gastos al mínimo, han alquilado habitaciones a inquilinos, y han compartido con mi padre los gastos y el trabajo que acarrea llevar una casa de esas dimensiones. Pero no tenían previsto tener un niño prodigio en la familia -así es como mi abuelo se empeña en llamarme-ni habían calculado los gastos que supondría educar a ese niño prodigio para que pudiera desarrollar su potencial.

No se lo pongo fácil. Cada vez que Raphael sugiere que hagamos alguna otra clase, que pasemos una, dos o tres horas más con nuestros instrumentos, expreso con entusiasmo hasta qué punto necesito esas clases de más. Ven cómo prospero bajo la tutela de Raphael: cuando entra en casa, yo ya estoy a punto, con el instrumento en una mano y el arco en la otra.

Así pues, se tiene que buscar una solución para que yo pueda recibir mis clases, y mi madre es la que se encarga de hacerlo.

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