Capítulo 12

Tras los talones del agente negro entraba Ashaki Newland, cuya oportuna llegada hizo que Yasmin Edwards pudiera ignorarlo por completo. La chica se quedó atrás de forma educada, dando por supuesto, por lo que parece, que el hombre venía por negocios y que, por lo tanto, le debía prioridad. Todos los hijos de Newland eran así: bien educados y considerados.

– ¿Cómo está tu madre? -le preguntó Yasmin a la chica, evitando mirar al agente.

– De momento, bien -respondió Ashaki-. Le hicieron una sesión de quimioterapia hace dos días, pero no le ha sentado tan mal como la anterior. En verdad no sé lo que significa, pero esperamos que sean buenas noticias. Ya sabe cómo son las cosas.

«Buenas noticias» podrían ser cinco años más de vida, que fue precisamente lo que los médicos le prometieron a la señora Newland tan pronto como le encontraron un tumor en el cerebro. Le dijeron que si no hacía el tratamiento conseguiría vivir unos dieciocho meses. Con el tratamiento podría vivir hasta cinco años. Pero ése sería el máximo, a no ser que ocurriera un milagro, y los milagros no parecían ser muy habituales cuando se trataba de cáncer. Yasmin se preguntó cómo debería ser criar a siete hijos con una sentencia de muerte cerniéndose sobre su cabeza.

Cogió la peluca de la señora Newland de la parte trasera de la tienda y la sacó sobre su base de poliéster.

– Ésa no parece la… -advirtió Ashaki.

– Es una peluca nueva -la interrumpió Yasmin-. Creo que le gustará el estilo. Se lo preguntas y, si no le gusta, le volveremos a hacer la peluca original, ¿de acuerdo?

El rostro de Ashaki resplandeció de placer, y respondió:

– Es muy amable de su parte, señora Edwards -apuntó mientras se colocaba la peluca bajo el brazo-. Muchas gracias. Así mamá tendrá una sorpresa.

Estaba de nuevo en la calle, después de hacerle una ligera reverencia al agente, antes de que Yasmin pudiera hacer nada por prolongar la conversación. Cuando la puerta se cerró tras ella, Yasmin miró al hombre. Se dio cuenta de que era incapaz de acordarse de su nombre, y eso le gustó.

Miró alrededor de la tienda para ver qué más tenía que hacer y, de ese modo, seguir ignorándole. Quizás había llegado el momento de hacer la lista de lo que le faltaba en el maletín de maquillaje, ya que antes había maquillado a esas seis mujeres. Sacó el maletín de nuevo, abrió los cerrojos de golpe y empezó a rebuscar entre lociones, cepillos, esponjas, pintura de ojos, pintalabios, maquillaje de base, colorete, mascarillas y lápices. Los fue dejando sobre el mostrador uno por uno.

– ¿Podría hablar un momento con usted, señora Edwards? -le preguntó el agente.

– Ya hablamos ayer por la noche. Y bastante rato, si no recuerdo mal. De todos modos, ¿quién es usted?

– Soy del Departamento de Policía de Londres.

– Me refiero a su nombre. No sé cómo se llama.

Se lo dijo. Se dio cuenta de que ese nombre le molestaba. Un apellido que hablara de sus orígenes no tenía nada de malo. Pero ese nombre cristiano, Winston, manifestaba el deseo humillante de querer ser inglés. Era mucho peor que Colin, Nigel o Giles. ¿En qué deberían de haber estado pensando sus padres cuando le pusieron Winston, como si fuera a convertirse en político o algo así? Era un acto estúpido. Y él también lo era.

– Supongo que se da cuenta de que estoy trabajando -le replicó-. Tengo otra clienta de aquí a… -Fingió que miraba la agenda que, gracias a Dios, estaba fuera de su vista-… diez minutos. Así pues, ¿qué quiere? Vaya rápido.

Se percató de que era corpulento. La noche anterior le había parecido grande, tanto en el piso como en el ascensor. Pero en la tienda aún le parecía más grande, tal vez porque estaba sola con él, y porque no tenía ningún Daniel que pudiera distraerla. Parecía llenar el lugar, con sus anchas espaldas, sus manos de dedos alargados y una cara que parecía amable -que hacía ver que era amable porque en eso consistía su trabajo- a pesar de la cicatriz de la mejilla.

– Sólo quiero hablar un momento con usted, señora Edwards. -Su voz era escrupulosamente educada. Mantenía las distancias, y el mostrador de la tienda los separaba. Pero en vez de empezar con la palabra que quería, dijo-: Está muy bien que haya abierto una tienda en una calle como ésta. Siempre me ha parecido triste ver los escaparates recubiertos con trozos de madera. Es bueno ver que alguien monta un negocio, en vez de que cualquiera compre todos los terrenos, traiga un equipo de derribos y construya un supermercado Tesco's o algo así.

Soltó un ligero bufido.

– El alquiler es barato cuando uno está dispuesto a montar un negocio en un estercolero -dijo como si para ella no significara nada haber conseguido realizar el sueño que había abrigado durante sus años de cárcel.

Nkata le dedicó una media sonrisa y comentó:

– Supongo que es verdad. Sin embargo, al vecindario le debe de parecer una bendición. Les da esperanza. Así pues, ¿qué tipo de trabajo hace?

El tipo de trabajo era más que evidente. Había pelucas sobre cabezas de poliéster a lo largo de las estanterías de la pared, y un taller en la parte de atrás donde las peinaba. Desde donde estaba, alcanzaba a ver tanto las pelucas como el taller y, por lo tanto, su pregunta era exasperante. Era un descarado intento de ser simpático en una situación en que la simpatía entre ella y alguien como él no sólo era imposible, sino también peligrosa. En consecuencia, le mostró su desprecio preguntándole:

– ¿Por qué trabaja de policía? -Lo miró de arriba abajo con una mirada despectiva.

Se encogió de hombros y contestó:

– Es una manera de ganarme la vida.

– A costa de sus hermanos.

– Sólo si tengo que hacerlo.

Parecía como si hubiera tenido que resolver el asunto al arrestar uno de los suyos años atrás. Eso la molestó y, por lo tanto, le señaló el rostro con la cabeza y le preguntó:

– Así pues, ¿cómo le hicieron esto? -Lo dijo como si la cicatriz que formaba una curva en su mejilla fuera la justa recompensa por haber abandonado a su gente.

– Fue una pelea con navajas -le contestó-. Me encontré con unos tipos en las viviendas de Windmill Gardens; tenía quince años y me sentía muy valiente. Tuve mucha suerte.

– Y supongo que el otro tipo no tuvo tanta suerte.

Se pasó los dedos por la cicatriz como si intentara recordar. Después añadió:

– Depende de lo que entienda por suerte.

Soltó una risita y se dispuso a seguir con la lista de artículos de maquillaje. Ordenó las sombras de ojos por colores, destapó las barras de pintalabios e hizo lo mismo, quitó la tapa del colorete y de los polvos, y comprobó lo que quedaba de base de maquillaje. Empezó a apuntar con cuidado, escribiendo en una libreta de pedidos y siendo tan escrupulosa con la ortografía que parecía que las vidas de sus clientas dependieran de la exactitud de esa solicitud de pedido.

– Pertenecía a una banda -prosiguió Nkata-. La dejé después de esa pelea. Sobre todo por mi madre. Echó un vistazo a mi cara cuando me llevaron a urgencias y cayó al suelo como una piedra. Sufrió una conmoción cerebral y acabó hospitalizada. Eso fue todo.

– Así pues, quiere a su mamá.

«Vaya cuento», pensó.

– Es mucho mejor que no quererla -le contestó.

Yasmin levantó la mirada con rapidez y vio que él estaba sonriendo, pero para sí mismo, no para ella.

– Tiene un hijo muy simpático -le dijo.

– ¡Manténgase alejado de mi Daniel! -Se sintió sorprendida de su propio miedo.

– ¿Echa de menos a su padre?

– ¡Le he dicho que se mantenga alejado!

Entonces Nkata se acercó al mostrador. Apoyó las manos. Con eso parecía querer indicar que no iba armado, pero Yasmin sabía que no era verdad. Los policías siempre llevan armas y, además, saben cómo usarlas. Eso fue precisamente lo que Nkata hizo en ese momento.

– Una mujer murió hace dos noches, señora Edwards -le informó-. En Hampstead. También tenía un hijo.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Fue atropellada. Tres veces por el mismo coche.

– No conozco a nadie en Hampstead. No suelo ir a Hampstead. Nunca he estado en Hampstead. Y si fuera allí, llamaría más la atención que un cactus en Siberia.

– Sí, desde luego.

Lo observó de repente para ver el sarcasmo en sus ojos que no oía en su voz, pero lo único que vio fue amabilidad, y ella sabía perfectamente lo que esa amabilidad significaba. Era una amabilidad fabricada para ese momento, una amabilidad que decía que se la tiraría en medio de la tienda si pudiera convencerla de ello, que se la tiraría si pudiera, que se la tiraría aunque tuviera que amenazarla, porque tirársela demostraría que él tenía el poder, porque ella simplemente estaba allí, como una montaña especialmente complicada pero no por ello menos gratificante que espera ser escalada.

– Me habían dicho que los policías no se comportaban así -le dijo.

– ¿A qué se refiere? -le preguntó, consiguiendo parecer lo bastante perplejo.

– Ya sabe a lo que me refiero. Fue a la Academia de Policía, ¿verdad? Los policías recurren a ex presidiarías que conocen bien. No exploran nuevos territorios si no tienen un motivo para hacerlo, ya que saben que es una pérdida de tiempo.

– Yo no creo que esté perdiendo el tiempo, señora Edwards. Además, tengo la sensación de que ya lo sabe.

– Maté a Roger Edwards con un cuchillo. Le hice unas buenas rajas. No lo atropellé. Por aquel entonces, ni Roger ni yo teníamos coche. Lo vendimos, ya que se nos acabó el dinero y su pequeño vicio necesitaba atención urgente.

– Lo siento muchísimo -declaró el agente-. Supongo que fue una época terrible para usted.

– Si quiere saber lo que es una mala época, pásese cinco años encerrado en la cárcel. -Se dio la vuelta y continuó haciendo el inventario de cosméticos.

– Señora Edwards, ya sabe que no estoy aquí por usted -apuntó.

– No sé de lo que me está hablando, señor agente. Sin embargo, supongo que será capaz de marcharse de inmediato si no es conmigo con quien quiere hablar. Soy la única persona en toda la tienda y la única que seguirá aquí hasta que venga mi próxima clienta. Claro que igual desea hablar también con ella. Tiene cáncer en los ovarios pero es una mujer muy agradable, y quizá pueda decirle la última vez que fue a Hampstead en coche. Por eso ha venido a esta parte de la ciudad, ¿no es verdad? Vieron a una mujer negra conduciendo un coche en Hampstead y todo el vecindario está alborotado, y usted ha venido hasta aquí con la intención de aclararlo, ¿no?

– Sabe que eso no es verdad.

Parecía infinitamente paciente, y Yasmin se preguntaba hasta qué punto podría atosigarle antes de hacerle perder la calma.

Le dio la espalda. No tenía ninguna intención de ofrecerle nada, y mucho menos lo que andaba buscando.

– ¿Qué pasó con su hijo mientras usted estaba en la cárcel, señora Edwards? -le preguntó.

Se dio la vuelta con tanta rapidez que las cuentas de las trenzas le golpearon las mejillas.

– ¡No se atreva a hablar de él! ¡No intente ponerme nerviosa hablándome de Daniel! ¡No le he hecho nada a nadie, y usted lo sabe de sobras!

– Supongo que es verdad. Pero lo que también es verdad es que Katja Wolff conocía a esa mujer, señora Edwards. A esa mujer que fue atropellada en Hampstead. Eso sucedió hace dos noches, señora Edwards, y Katja Wolff solía trabajar para ella. Hace veinte años. Cuando vivían en Kensington Square. Era la niñera de su hija. ¿Sabe de qué mujer le estoy hablando?

Yasmin sintió el pánico como si fuera un enjambre de abejas que le atacara el rostro. Se puso a gritar:

– ¡Ayer por la noche vio el coche! ¡Pudo ver que no había sufrido ningún daño!

– Lo único que vi es que el faro de delante estaba roto, y que nadie me pudo dar una explicación.

– ¡Katja no ha atropellado a nadie! A nadie, ¿me oye? ¿Me está intentando decir que Katja atropelló a una mujer y que sólo rompió un faro del coche?

No respondió, y se limitó a dejar que la pregunta y todo lo que ésta implicaba resonara en el silencio. Yasmin se dio cuenta de su error. No había dicho nada de que estuviera buscando a Katja. Había sido ella misma la que había conducido la conversación a ese tema.

Estaba enfadada consigo misma por haber permitido que el miedo la dominara. Volvió al maquillaje que estaba catalogando y empezó a meter ruidosamente todos los artículos dentro del maletín metalizado.

– No creo que esa noche estuviera en casa, señora Edwards -afirmó Nkata-. No en el momento que esa mujer fue atropellada. Sucedió entre las diez y las doce de la noche. Y creo que a esas horas Katja Wolff no se encontraba en su casa. Quizá saliera durante dos horas, tal vez tres o cuatro. Quizás estuviera toda la noche fuera. Pero no estaba en casa, ¿verdad? Y el coche tampoco estaba.

Se negó a responder. Se negó a mirarle a los ojos. Se negó a aceptar que estaba en la tienda. Tan sólo los separaba el mostrador; por lo tanto, prácticamente podía sentir su respiración. Pero no estaba dispuesta a permitir que su presencia -o sus palabras-la intimidara de ninguna de las maneras. Con todo, su corazón latía a tal velocidad que le golpeaba las costillas, y el rostro de Katja ocupaba su mente entera. Era un rostro que la había observado con atención durante la tentativa de suicidio de cuando acababa de llegar a la cárcel, un rostro que la observaba durante los períodos de ejercicio y asociación, un rostro que se le quedaba mirando durante la cena, y al fin y al cabo -aunque nunca había pensado, esperado o soñado que así fuera- un rostro que permanecía sobre el suyo en la oscuridad. «Cuéntame tus secretos. Yo te contaré los míos.»

Yasmin sabía por qué la habían encarcelado. Todo el mundo lo sabía, a pesar de que Katja no le había hablado nunca de eso a Yasmin. Lo que fuera que sucediera en Kensington no era uno de los secretos que Katja Wolff estaba dispuesta a revelar, y la única vez en la que Yasmin le había preguntado acerca del crimen por el que era tan odiada -durante años había tenido que vigilar que las otras mujeres no se desquitaran con ella-, Katja le había respondido: «¿Me crees capaz de haber matado a una niña, Yasmin? Muy bien. Dejémoslo así». Después se había dado la vuelta y la había dejado sola.

La gente no comprendía lo que era estar dentro, tener que elegir entre la soledad y el compañerismo, entre correr los riesgos que implicaba estar solo y aceptar la protección que venía con el hecho de elegir -o de permitir ser escogido- una amante, compañera y amiga. Estar sola era como estar encerrada dentro de la cárcel, y la aflicción que esa doble cárcel infligía en una mujer podría destruirla y dejarla inservible para cuando se reincorporara de nuevo en sociedad.

Por lo tanto, había dejado las dudas a un lado y había aceptado lo que implicaban las palabras de la versión de Katja. Katja Wolff no era una asesina de bebés. Katja Wolff no era ninguna asesina.

– Señora Edwards -dijo el agente Nkata con esa voz amable y formal que los policías siempre usaban hasta que veían que las cosas no estaban saliendo del modo que querían-, comprendo la situación en la que se encuentra. Ya hace mucho tiempo que están juntas. Siente lealtad hacia ella por la época en que estuvieron encerradas, y la lealtad es algo muy positivo. Pero cuando hay una persona muerta y alguien está mintiendo…

– ¡Qué sabrá usted de la lealtad! -le gritó-. ¡Usted no sabe nada de nada! Ahí está, pensándose que es Dios porque ha hecho una elección afortunada que le ha llevado por un camino diferente al nuestro. Sin embargo, no sabe nada de la vida, ¿verdad?, porque sus elecciones siempre le mantienen a salvo, pero no hay nada en ellas que le haga sentir vivo.

Él la observaba con placidez, y parecía que no hubiera nada que ella pudiera hacer o decir para alterar esa tranquilidad tan constante. Y le odiaba por ese aspecto tan tranquilo que mostraba, porque sabía, sin que nadie se lo tuviera que decir, que esa serenidad procedía directamente de su corazón.

– ¡Katja estaba en casa! -exclamó de pronto-. Tal y como le dijimos. Ahora salga de aquí. Tengo cosas que hacer.

– ¿Adónde se imagina que fue esos días que llamó a la lavandería para decir que estaba enferma, señora Edwards? -le preguntó.

– No llamó a la lavandería. No llamó para decir que estaba enferma ni nada parecido.

– ¿Se lo dijo ella misma?

– No tiene por qué hacerlo.

– Pues más le valdría preguntárselo. Y también fíjese en sus ojos cuando le responda. Si le miran fijamente, probablemente le esté mintiendo. Claro que, después de veinte años en la cárcel, seguro que sabe mentir muy bien. Por lo tanto, si sigue con lo que estaba haciendo cuando le haga la pregunta, también es muy probable que le esté mintiendo.

– ¡Le he pedido que se fuera! -exclamó Yasmin-. ¡Y no suelo pedirlo dos veces!

– Señora Edwards, está en una situación delicada, pero no es la única y creo que debe saberlo. Su hijo también está en peligro. Puede estar contenta con su hijo, es inteligente y bueno. Es evidente que la quiere más que nada en este mundo, y si cualquier cosa la obligara a separarse de él de nuevo…

– ¡Salga! -gritó-. ¡Salga de mi tienda! ¡Si no sale ahora mismo…!

«¿Qué? ¿Qué? -pensó, confundida-. ¿Qué estaría dispuesta a hacer? ¿Acuchillarle como a su esposo? ¿Insultarle? Pero después, ¿qué le harían a ella? ¿Y a Daniel? ¿Qué le sucedería a su hijo? Si se lo quitaban, y lo ponían bajo responsabilidad del estado aunque sólo fuera un único día mientras arreglaban las cosas del modo que siempre lo hacían, sería incapaz de soportar el peso de su responsabilidad por el dolor y la confusión de su hijo.»

Yasmin bajó la cabeza. No estaba dispuesta a dejarse ver la cara. Sin embargo, el detective podía notar su respiración entrecortada, podía observar las gotas de sudor que le bajaban por el cuello. Pero ella no estaba dispuesta a darle más que eso. Ni por el mundo, ni por su libertad, ni por nada.

De repente, vio cómo su oscura mano se deslizaba sobre el mostrador. Yasmin se echó hacia atrás, pero luego se dio cuenta de que no iba a tocarla. Simplemente se limitó a dejar una tarjeta de visita, y después apartó la mano. En un tono de voz tan bajo que parecía una plegaria, le dijo:

– Llámeme, señora Edwards. Mi número de móvil está en esa tarjeta, así que llámeme. De día o de noche. Llámeme. Cuando esté preparada…

– No tengo nada más que decirle. -Pero tan sólo susurró esas palabras, ya que le dolía demasiado la garganta para poder hacer más.

– Cuando esté preparada -repitió-, señora Edwards.

Yasmin no levantó la mirada, pero tampoco tuvo necesidad de hacerlo. Sus pasos resonaron con estrépito sobre el suelo amarillo de linóleo a medida que salía de la tienda.


Después de que ella y Lynley se separaran, Barbara Havers se dirigió en primer lugar a The Valley of Kings. Estaba lleno de camareros medio orientales de tez morena. Cuando por fin pareció que aceptaban, con cierta desaprobación colectiva, que una mujer fuera vestida de calle en vez de con una sábana negra, examinaron uno a uno la fotografía de Eugenie Davies que Barbara y Lynley habían conseguido desenterrar de la casa que la mujer tenía en Friday Street. Posaba junto a Ted Wiley en el puente que hacía de entrada a Henley-on-Thames, y habían tomado la fotografía durante la Regata, si había que guiarse por los estandartes, los botes y las multitudes vestidas con colores vivos del fondo. Barbara había doblado la fotografía con cuidado para excluir al comandante Wiley. No había necesidad de confundir la memoria de los camareros al enseñarles una fotografía de Eugenie Davies acompañada de un hombre que los camareros de The Valley of Kings probablemente nunca habrían visto.

No obstante, fueron negando con la cabeza uno por uno. La mujer de la fotografía no era nadie que recordaran.

Barbara, con el propósito de ayudarles, les dijo que probablemente habría ido acompañada de un hombre. Habrían entrado por separado pero con la intención de reunirse, probablemente en el bar. Habrían parecido estar interesados uno por el otro, interesados en un modo que conduce al sexo.

Dos de los camareros parecieron escandalizarse al percatarse del fascinante cambio que estaba tomando la información. Otro camarero, con cierta expresión de disgusto, afirmó que la lujuria en público entre un hombre y una mujer era precisamente lo que había esperado ver después de vivir en el Reino Unido y de ver cómo este país había respondido ante los hechos de Gomorra. No obstante, esa nueva información que Barbara les dio no sirvió de nada. Bien pronto estaba de nuevo en la calle, caminando despacio hacia el Comfort Inn.

Pensó que el nombre del hotel no correspondía con la realidad, pero ¿había algún hotel cómodo en una calle ruidosa de la capital de la nación? Mostró la fotografía de Eugenie Davies -al recepcionista, a las sirvientas, a todo el mundo que tuviera contacto con los residentes del hotel-pero con los mismos resultados. El recepcionista nocturno, sin embargo, la persona que habría visto a la mujer fotografiada más de cerca en caso de que ésta hubiera ido al hotel con su amante después de haber cenado en The Valley of Kings, aún no estaba de servicio. Por lo tanto, el director del hotel le dijo que si quería regresar más tarde…

Barbara decidió que eso era lo que haría. No tenía ningún sentido dejar algún cabo suelto.

Se dirigió hacia el lugar en el que había dejado el coche; estaba aparcado ilegalmente delante de una calle peatonal adoquinada que conducía a un frondoso vecindario. Se sentó en el interior, sacó un cigarrillo del paquete de Players y lo encendió, abriendo una ventana para que entrara el frío aire de otoño. Fumó pensativamente y analizó dos cosas: la ausencia de abolladuras en el coche de Ted Wiley y el hecho de que nadie hubiera podido identificar a Eugenie Davies en la zona de South Kensington.

Referente al coche de Wiley, la conclusión le parecía obvia: al margen de lo que Barbara hubiera pensado en un principio, Ted Wiley no había atropellado a la mujer que amaba. Respecto al otro tema, sin embargo, las cosas no parecían estar tan claras. Una conclusión posible era que Eugenie no se relacionaba con J.W. Pitchley, también conocido como James Pitchford, en el presente, a pesar de haber estado en contacto con él en el pasado y de la coincidencia de que ella tuviera su dirección apuntada y de que muriera en la misma calle en la que él vivía. Otra conclusión posible es que estuvieran relacionados de algún modo, pero no de una forma que implicara una cita en The Valley of Kings o unos cuantos revolcones en el Comfort Inn. Una tercera conclusión se basaría en que hacía tiempo que eran amantes y que se encontraban en cualquier otro sitio antes de la noche en cuestión, cuando decidieron quedar en casa de Pitchley-Pitchford, lo que explicaría el motivo por el que Eugenie Davies llevaba apuntada su dirección. Y la cuarta conclusión era que -aunque sería mucha casualidad- Eugenie Davies se había puesto en contacto a través de Internet con Hombre Lengua -Barbara se estremeció al pensar en el nombre- y que se había reunido con él, al igual que las demás amantes, en The Valley of Kings para tomar unas copas y cenar, y que después le había seguido hasta casa y había regresado otra noche para tener alguna especie de encuentro con él.

No obstante, lo que era importante era que existieran esas otras amantes. Si Pitchley-Pitchford acudía con regularidad a ese restaurante y a ese hotel, entonces alguien recordaría su cara, o la de Eugenie. Por lo tanto, cabía la posibilidad de que al ver su cara junto a la de Eugenie, recordaran algo que pudiera ser de utilidad para la investigación. Así pues, Barbara fue consciente de que necesitaba una fotografía de Pitchley-Pitchford. Y sólo había una forma de conseguirla.

Tardó cuarenta y cinco minutos en llegar hasta Crediton Hill, y deseó, no por primera vez, tener el mismo talento que un taxista que hubiera pasado el examen con matrícula de honor. Cuando llegó, no había ni un solo sitio donde aparcar, pero las casas tenían caminos de entrada; por lo tanto, Barbara usó el de Pitchley. Reparó en que era un barrio elegante, compuesto por casas de un tamaño que indicaba que en esa parte del mundo nadie tenía problemas de dinero. La zona aún no estaba tan de moda como Hampstead -con sus cafeterías, callejuelas y ambiente bohemio-pero era agradable, un buen lugar para familias con hijos y un sitio inesperado para un asesinato.

Cuando Barbara salió del coche, miró hacia arriba y vio un ligero movimiento en la ventana delantera de Pitchley. Llamó al timbre. No hubo respuesta inmediata, lo que le pareció extraño ya que la habitación en la que había visto el movimiento no estaba muy lejos de la puerta principal. Llamó por segunda vez y oyó que un hombre gritaba: «¡Ya voy! ¡Ya voy!», y un momento después, la puerta se abrió de par en par y vio a un tipo que no se parecía en absoluto al don Juan cibernauta que Barbara se había imaginado. Pensaba que sería alguien vagamente aceitoso, sin lugar a dudas con pantalones muy apretados, con la camisa descaradamente abierta y mostrando un medallón de oro como si fuera un premio que tuviera que ser desenmarañado del copioso vello que le cubría el pecho. No obstante, lo que vio delante de ella era un hombre de ojos grises parecido a un perro lebrel, que medía menos de metro ochenta y que tenía unas mejillas redondas y sonrosadas que habrían sido la ruina de su juventud. Vestía pantalones vaqueros azules y una camisa de algodón a rayas con cuello de botones, que llevaba abotonada hasta la mismísima garganta. Unas gafas asomaban del bolsillo de la camisa. También calzaba unas zapatillas que parecían caras.

«Se acabó lo de las ideas preconcebidas», pensó Barbara. Era evidente que había llegado la hora de elevar el nivel de sus lecturas, porque esas novelas románticas y baratas le estaban ensuciando la mente.

Sacó su placa y se identificó.

– ¿Podría hablar un momento con usted? -le preguntó.

La respuesta de Pitchley fue inmediata a medida que intentaba cerrar la puerta:

– No sin la presencia de mi abogado.

Barbara alargó la mano, intentó parar la puerta y le dijo:

– Mire, señor Pitchley, necesito una foto suya. Si no está relacionado con Eugenie Davies, no le perjudicará en lo más mínimo darme una.

– Le acabo de decir…

– Ya lo he oído. Y lo que yo le digo es lo siguiente: para conseguir la fotografía que quiero puedo seguir el proceso legal con toda la gente que haga falta, desde su abogado hasta el juez presidente del Tribunal Constitucional y del Supremo, pero creo que no sólo alargará sus problemas, sino que también será un entretenimiento estupendo para sus vecinos cuando me presente en el coche patrulla y con el fotógrafo de la policía. Con la sirena conectada y las luces en el techo para crear el efecto adecuado, evidentemente.

– No se atrevería.

– Póngame a prueba -le dijo.

Lo estuvo pensado, recorriendo la calle con la mirada. Al cabo de un rato, dijo:

– Ya he declarado que hacía años que no la veía. Ni siquiera la reconocí cuando vi su cuerpo. ¿Por qué todo el mundo se niega a creerme? Estoy diciendo la verdad.

– ¡De acuerdo! ¡Estupendo! Entonces, déjeme demostrarlo a todo el mundo que pueda estar interesado. No sé lo que piensa el resto del cuerpo policial, pero yo no tengo ningún interés en culpar de este asesinato a una persona que no guarde una relación directa con el caso.

Se balanceó de un pie a otro como un niño pequeño. Aún seguía asiendo la puerta con una mano y la otra mano se deslizó hacia arriba para coger la jamba.

Era una reacción interesante, pensó Barbara. A pesar de todo lo que le había dicho para tranquilizarle, seguía bloqueando la entrada. Se comportaba como un hombre que tiene algo que ocultar. Barbara deseaba saber qué era.

– Señor Pitchley… ¿se acuerda de la fotografía…?

– Muy bien. Voy a buscar una. Si es tan amable de esperar…

Barbara entró en la casa a empujones, no queriendo darle la oportunidad de añadir «aquí o en la escalera», al margen de que añadiera un educado «por favor». Le respondió sinceramente:

– Muchísimas gracias. Muy amable de su parte. Me sentará muy bien alejarme del frío durante unos minutos.

Movió las ventanas de la nariz en señal de desagrado, pero contestó:

– De acuerdo. Espere aquí. Volveré enseguida. -A continuación salió disparado hacia las escaleras.

Barbara escuchó sus pasos con atención. También se fijó en los sonidos de la casa. Había confesado que ligaba con mujeres maduras en la red, pero también cabía la posibilidad de que ligara con presas más jóvenes. Si ése era el caso, y si tenía el mismo éxito con las adolescentes que con las otras, nunca correría el riesgo de llevar una al Comfort Inn. Cualquier tipo cuya respuesta inicial fuera «quiero a mi abogado» cada vez que hablaba con un policía, seguro que sabía perfectamente lo que le sucedería si le pillaban con una menor de edad. Si las cosas iban por ahí, seguro que se aseguraba de no correr ningún riesgo en público. Si las cosas iban por ahí, seguro que correría el riesgo en casa.

El hecho de haber visto un movimiento desde la calle en la habitación de arriba al llegar a la casa le sugirió que, fuera lo que fuera que Pitchley estuviera haciendo, seguro que estaba ocurriendo en ese piso de la casa. Así pues, Barbara se dirigió poco a poco hacia una puerta cerrada que había a su derecha a medida que Pitchley trasteaba en el piso de arriba. Abrió la puerta de golpe y entró a una ordenada sala de estar amueblada con antigüedades.

El único objeto que parecía estar fuera de lugar era una raída chaqueta impermeabilizada que descansaba sobre una silla. Le parecía extraño que el pulcro de Pitchley hubiera dejado allí una prenda suya. Había algo en él que indicaba que era muy ordenado y que sugería que el último lugar en el que dejaría una chaqueta así después de su paseo diario o lo que fuera sería en esa sala de estar atestada de mobiliario antiguo.

Barbara echó un vistazo a la chaqueta, y luego más que un simple vistazo. La levantó de la silla y la observó a la altura de los brazos. Bingo, pensó. Era demasiado grande para Pitchley, pero también para una adolescente. Y, en realidad, para cualquier mujer que no fuera del tamaño de una luchadora de sumo.

Volvió a dejar la chaqueta en su sitio a medida que Pitchley bajaba las escaleras a toda velocidad y entraba en la sala de estar. Éste protestó:

– No le he dicho que…-. Pero se detuvo al ver que ella estaba alisando el cuello de la chaqueta. En ese momento dirigió la mirada hacia una segunda puerta que había en la habitación y que permanecía cerrada. Después miró a Barbara y alargó la mano-. Aquí tiene lo que ha venido a buscar. A propósito, la mujer que también aparece en la fotografía es una compañera de trabajo.

– Gracias -le respondió Barbara mientras cogía la foto. Se dio cuenta de que había elegido una fotografía que le favorecía. Pitchley llevaba una corbata negra y posaba cogido del brazo de una morena estupenda. Llevaba un vestido ceñido de color verde mar del que unos pechos con forma de globo amenazaban con salir disparados. Era evidente que eran implantes, ya que se elevaban abruptamente sobre su pecho como si fueran cúpulas gemelas diseñadas por sir Christopher Wren.

– Una mujer muy guapa -subrayó Barbara-. Parece americana.

Pitchley, que pareció sorprendido, le respondió:

– Sí, es de Los Angeles. ¿Cómo lo ha adivinado?

– Una deducción elemental -respondió Barbara. Se guardó la fotografía. Y continuó hablando con amabilidad-. Tiene una casa muy bonita. ¿Vive solo?

Sus ojos se dirigieron rápidamente hacia la chaqueta, pero contestó:

– Sí.

– ¡Todo este espacio! Tiene mucha suerte. Yo tengo un piso en Chalk Farm, pero no se parece en nada a esto. Sólo es un agujero apto para erizos. -Señaló la segunda puerta-. ¿Adónde lleva?

Se pasó la lengua por los labios y respondió:

– Al comedor, agente, si no hay nada más que…

– ¿Le importa si echo un vistazo? Siempre es agradable ver cómo vive la otra mitad.

– Sí, me importa. Lo que quiero decir es que ya tiene lo que ha venido a buscar, y no veo ninguna necesidad…

– Creo que oculta algo, señor Pitchley.

Se sonrojó hasta las orejas y contestó:

– No es cierto.

– ¿No? Muy bien. Entonces echaré un vistazo a lo que hay tras esa puerta. -La abrió de golpe antes de que pudiera protestar de nuevo.

– ¡No le he dado permiso! -exclamó, a medida que Barbara entraba en la sala.

Estaba vacía; en el extremo más alejado colgaban elegantes cortinas que estaban cerradas sobre unas puertaventanas. Al igual que en la sala de estar, todos los objetos estaban en su sitio. Pero al igual que en la sala de estar, uno de los objetos era una nota discordante. Un talonario descansaba sobre una mesa de nogal. Estaba abierto y había un bolígrafo junto a él.

– ¿Está pagando facturas? -le preguntó Barbara como quien no quiere la cosa. Mientras se dirigía hacia la mesa, reparó en que el aire estaba fuertemente cargado de un intenso olor a hombre.

– Me gustaría que se marchara, agente.

Pitchley hizo un movimiento hacia la mesa, pero Barbara llegó allí primero. Cogió el talonario. Pitchley exclamó con nerviosismo:

– ¡Espere! ¿Cómo se atreve? ¡No tiene ningún derecho a entrar así en mi casa!

– ¡Humm! Sí -respondió Barbara.

Leyó el cheque, aunque aún estaba incompleto. Sin lugar a dudas, le había interrumpido al llamar al timbre de la puerta principal. La cantidad en cuestión era de tres mil libras. El beneficiario se llamaba Robert, y la ausencia de apellido marcaba el momento de la llegada de Barbara.

– ¡Hasta aquí hemos llegado! -exclamó Pitchley-. Ya le he dado lo que quería. Si no se marcha ahora mismo, llamaré a mi abogado.

– ¿Quién es Robert? -le preguntó-. ¿La chaqueta y la loción para después del afeitado son de él?

A modo de respuesta, Pitchley se dirigió hacia una puerta giratoria.

– No pienso responder ninguna pregunta más -afirmó Pitchley por encima del hombro.

Pero Barbara todavía no había terminado. Fue tras él hasta la cocina.

– ¡Salga de aquí! -le ordenó.

– ¿Por qué?

Una ráfaga de aire frío le respondió a medida que entraba. Vio que la ventana estaba abierta de par en par. Se oyó un estruendo al otro lado del jardín. Barbara salió corriendo para investigar mientras que Pitchley se precipitaba hacia el teléfono. Mientras marcaba los números a sus espaldas, Barbara vio lo que había causado el ruido del jardín. Un rastrillo que había estado apoyado en la pared cercana a la ventana de la cocina estaba en el suelo de losas. Y los visitantes de la casa de Pitchley que lo habían derribado se encontraban en ese momento deslizándose a toda velocidad por una estrecha pendiente que separaba el jardín del parque que había detrás.

– ¡Hagan el favor de detenerse! -les ordenó Barbara. Eran corpulentos e iban mal vestidos; llevaban vaqueros sucios y botas cubiertas de barro. Uno de ellos vestía una cazadora de piel. El otro sólo llevaba un jersey para protegerse del frío.

Ambos se dieron la vuelta al oír los gritos de Barbara. El que llevaba el jersey le dedicó una mueca y la saludó con insolencia. El de la chaqueta de piel gritó: «¡Toda para ti, Jay!», y ambos se reían mientras se resbalaban en el barro, intentaban ponerse en pie de nuevo y empezaban a atravesar el parque a toda prisa.

– ¡Maldita sea! -exclamó Barbara mientras regresaba a la cocina.

Pitchley tenía a su abogado al otro lado de la línea. Le balbuceaba: «Quiero que vengas de inmediato. Te lo juro, Azoff, si no estás aquí dentro de diez minutos…».

Barbara le arrancó el teléfono de las manos y él exclamó:

– ¡Será desgraciada…!

– Tómese una pastilla para los nervios, Pitchley -le aconsejó Barbara. Luego se puso al teléfono: «Ahórrese el viaje, señor Azoff. Me marcho. Ya tengo lo que necesitaba», y sin siquiera esperar a oír la respuesta del abogado, le devolvió el teléfono a Pitchley y exclamó-: ¡No sé qué está tramando, listillo, pero le aseguro que lo averiguaré. Y cuando lo haga, volveré con una orden de registro y con un equipo para que le dejen la casa hecha pedazos. Si encontramos algo que le relacione con Eugenie Davies, tiene los días contados. Ya me encargaré yo personalmente. ¿Lo ha comprendido?

– No tengo nada que ver con Eugenie Davies -declaró fríamente, aunque el color le había desaparecido de las mejillas y el resto de la cara se le había vuelto pálido-, y ya se lo he contado al comisario Leach.

– De acuerdo -le respondió-. Dejémoslo, señor Pitchley. Pero rece para que mi investigación preliminar lo confirme.

Salió a grandes pasos de la cocina y se encaminó hacia la puerta principal. Una vez en la calle, se dirigió directamente al coche. No tenía ningún sentido intentar seguir a los dos tipos que habían saltado por la ventana de la cocina de Pitchley. Cuando consiguiera dar la vuelta a West Hampstead para llegar al otro lado del parque, ya se habrían ido o estarían bien escondidos.

Barbara puso en marcha el motor del Mini y lo hizo acelerar varias veces para que se calentara. Había estado dispuesta a tomarse la molestia de volver a TheValley of Kings y al Comfort Inn con la fotografía de Pitchley y la de Eugenie Davies sin la esperanza de conseguir nada. De hecho, había estado a punto de borrar a J.W. Pitchley, también conocido por James Pitchford, alias Hombre Lengua, de la lista de sospechosos. Pero en ese momento estaba empezando a dudar. Sin lugar a dudas, su comportamiento indicaba que había algo oscuro en su conciencia. Se comportaba como un hombre que estaba con el agua hasta el cuello. Y con un cheque de tres mil libras a medio escribir en su comedor y con dos gamberros del tamaño de un gorila saltando por la ventana de la cocina… Las cosas ya no parecían tan seguras para Pitchley, Pitchford, Hombre Lengua o quien demonios se supusiera que fuera.

Barbara reflexionaba sobre eso a medida que hacía marcha atrás para salir a la calle. «Pitchley, Pitchford y Hombre Lengua», pensó. Había algo raro en todo eso. Se preguntó inútilmente si el hombre de West Hampstead utilizaría algún otro nombre.

Sabía perfectamente cómo averiguarlo.


Lynley encontró la casa de Ian Staines en una calle tranquila que no estaba muy lejos de St. Ann's Well Gardens. Al haber usado la autopista, no había tardado mucho tiempo en ir desde Henley-on-Thames hasta Brighton, pero la escasa luz de noviembre se desvanecía con rapidez a medida que aparcaba el coche delante de la dirección correcta.

Una mujer que sostenía un gato entre sus brazos, como si de un bebé se tratara, le abrió la puerta. Era un gato de angora, un animal con pedigrí y de mirada insolente que observó a Lynley con sus siniestros ojos azules mientras éste se identificaba. La mujer era una eurasiática de gran belleza, y aunque ya no era lo atractiva y lo joven que habría sido en un pasado, era difícil apartar los ojos de ella a causa de una sutil severidad que se escondía bajo su piel.

Observó la identificación de Lynley y se limitó a decir «de acuerdo» cuando le preguntó si era la esposa de Ian Staines. Esperó a lo que fuera que él quisiera decirle, aunque el hecho de que entornara los ojos le sugirió a Lynley que ella tenía pocas dudas de quién era el objeto de su visita. Le preguntó si podría hablar un momento con ella, y ella se apartó de la puerta y lo condujo a una sala de estar que estaba a medio amueblar. Al darse cuenta de las marcadas huellas que los muebles habían dejado sobre la moqueta, le preguntó si se estaban mudando de casa. Le respondió que no, que no se estaban cambiando de casa, y después de la más diminuta de las pausas, añadió «todavía» de tal modo que Lynley sintió todo su desprecio.

No le indicó que se sentara en una de las dos sillas que quedaban en la escasamente amueblada sala, ya que en ese momento estaban ocupadas por gatos del mismo linaje que el felino que sostenía entre sus brazos. Ninguno de los gatos dormía, tal y como cabría esperar de un animal recostado en una cómoda silla, sino todo lo contrario, ya que estaban atentos, como si Lynley fuera un espécimen de algo en lo que podrían estar interesados si les daba un ataque repentino de energía.

La señora Staines dejó en el suelo el gato que sostenía. Con unas patas que mostraban que le peinaban el pelaje con sumo cuidado, se acercó poco a poco a una de las sillas, se subió tranquilamente de un salto y apartó a su compañero. El gato se unió al otro y se sentó sobre las patas traseras.

– ¡Qué animales tan bonitos! -exclamó Lynley-. ¿Se dedica a la cría de animales, señora Staines?

No respondió. En verdad, no era muy diferente de los gatos: observadora, reservada y manifiestamente hostil.

Se encaminó hacia una mesa que descansaba sola junto a las huellas de moqueta de lo que debería haber sido un sofá. Sobre la mesa no había nada, a excepción de una caja de carey, cuya tapa abrió de golpe la señora Staines con una uña muy cuidada. Sacó un cigarrillo, y del bolsillo de sus estrechos pantalones extrajo un encendedor. Encendió el cigarrillo e inhaló.

– ¿Qué ha hecho? -preguntó en un tono de voz propio de una mujer que quiere añadir «esta vez» a su pregunta.

No había ningún periódico en la sala. Pero su ausencia no significaba que los Staines no estuvieran al corriente de la muerte de Eugenie Davies.

– En Londres se ha producido una situación de la que me gustaría hablar con su marido, señora Staines. ¿Se encuentra en casa o todavía está en el trabajo?

– ¿En el trabajo? -Soltó una risita entrecortada antes de decir-: ¿Londres, ha dicho? A Ian no le gustan las ciudades, inspector. Apenas puede soportar las aglomeraciones de Brighton.

– ¿Se refiere al tráfico?

– A la gente. La misantropía es una de sus cualidades menos admirables, aunque la mayoría de las veces consigue ocultarlo. -Hizo una calada con la pose estudiada de una antigua estrella de cine, con la cabeza inclinada para que el pelo, grueso, cortado con estilo y con la ocasional veta de pelo cano que destacaba, le cayera por encima de los hombros. Se dirigió hacia una ventana delante de la cual había más huellas en la moqueta de muebles que ya no estaban-. No estaba en casa cuando ella murió. Había ido a verla. Se habían peleado, como ya debe de saber, porque si no, ¿qué otro motivo le habría traído hasta aquí? No obstante, no la mató.

– Entonces, está enterada de lo que le sucedió a la señora Davies.

– Por el Daily Mail -respondió-. Hasta esta misma mañana no sabíamos nada.

– Una persona vio a alguien discutir con la señora Davies en Henley-on-Thames, alguien que se marchó en un Audi con matrícula de Brighton. ¿Ese hombre era su marido?

– Sí -contestó-. Ése debía de ser Ian, hablando de otro excelente plan destinado a fracasar.

– ¿Plan?

– Ian siempre hace planes. Y cuando no tiene planes, tiene promesas. Planes y promesas. Promesas y planes. Y normalmente todo queda en nada.

– Ya es suficiente, Lydia.

La frase, pronunciada con dureza, procedía de la puerta. Lynley se dio la vuelta y vio aparecer a un hombre larguirucho, con la piel amarillenta y arrugada de un fumador crónico. Hizo lo mismo que su mujer había hecho: cruzó la habitación hasta la caja de carey y sacó un cigarrillo. Le hizo un gesto a su mujer con la cabeza. Según parece, eso comunicaba algún deseo, ya que, a modo de respuesta, ella sacó el encendedor por segunda vez. Lydia se lo pasó y él lo utilizó mientras preguntaba:

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Ha venido por lo de tu hermana -apuntó Lydia Staines-. Ya te dije que vendrían, Ian.

– ¡Déjanos solos! -Alzó la barbilla hacia las dos sillas para señalar a los gatos-. Llévatelos contigo antes de que se conviertan en el nuevo abrigo de alguien.

Lydia Staines tiró su cigarrillo, aún encendido, a la chimenea. Cogió un gato con cada brazo.

– Ven con nosotros, Cesar -le dijo al gato que quedaba. Después añadió-: Si no vienes, ya te las arreglarás.

Acompañada por los animales, salió de la habitación.

Staines observó cómo se iba, y había algo en sus ojos que se asemejaba al hambre de un animal a medida que le miraba el cuerpo de arriba abajo, algo en sus ojos que indicaba el odio que siente un hombre hacia una mujer que tiene demasiado poder sobre él. Cuando oyó el sonido de una radio en alguna parte de la casa, dedicó toda su atención a Lynley.

– Sí, vi a Eugenie. Dos veces. En Henley. Tuvimos una discusión. Me había dado su palabra, me había prometido que hablaría con Gideon (es su hijo, pero supongo que a estas alturas ya lo debe de saber, ¿verdad?) y confiaba en que lo haría. Pero después me dijo que había cambiado de opinión, que había surgido algo que hacía imposible que le pidiera… Y eso fue todo. Me marché de allí ciego de rabia. Pero, según tengo entendido, alguien nos vio. Me vio. Vio el coche.

– ¿Dónde está? -le preguntó Lynley.

– En el mecánico.

– ¿En cuál?

– En el del barrio. ¿Por qué?

– Necesito la dirección. Tengo que ver el coche y hablar con la gente del garaje. Supongo que también se ocupan de las carrocerías.

La punta del cigarrillo de Staines relució, larga y brillante, mientras inspiraba suficiente aire para salir de ese apuro.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó.

– Inspector Lynley. Del Nuevo Departamento de Scotland Yard.

– No atrepellé a mi hermana, inspector Lynley. Estaba enfadado. Estaba totalmente desesperado. Pero atropellarla no me habría ayudado a conseguir lo que quiero; por lo tanto, planeé esperar unos días, unas cuantas semanas si era necesario y si yo podía aguantar hasta entonces, e intentar convencerla de nuevo.

– ¿Convencerla de qué?

Al igual que su mujer, lanzó el cigarrillo a la chimenea.

– ¡Venga conmigo! -le sugirió, y salió de la sala de estar.

Lynley lo siguió. Subieron al primer piso de la casa, por unas escaleras tan bien enmoquetadas que sus pisadas no hacían el menor ruido. Recorrieron un pasillo en el que rectángulos de papel más oscuro en la pared indicaban que antes había habido cuadros o grabados. Entraron en una habitación oscura que hacía la función de despacho: encima del escritorio había una pantalla de ordenador que relucía con textos e información numérica. Lynley lo examinó y vio que Staines estaba conectado a Internet y que había escogido la página de un corredor de bolsa como material de lectura o investigación.

– Invierte en bolsa -dijo Lynley.

– Abundancia.

– ¿Qué?

– Abundancia. Se trata de pensar y vivir en la abundancia. Pensar y vivir en la abundancia crea abundancia, y esa abundancia produce más de lo mismo.

Lynley frunció el ceño, intentando relacionar lo que le decía con lo que veía en pantalla. Staines prosiguió.

– Lo más importante está en el pensamiento. La mayoría de la gente no sale de la escasez porque es lo único que conoce y lo único que le han enseñado. Yo también era así antes. Mierda, claro que era así. -Se acercó a Lynley y puso la mano sobre un grueso libro abierto que estaba junto al teclado del ordenador. Estaba subrayado con rotuladores de varios colores, como si el lector lo hubiera estado estudiando durante años y hubiera aprendido algo nuevo con cada una de las cuidadosas lecturas. Parecía un libro de texto, A Lynley se le ocurrió que podía ser de economía, pero las palabras de Staines parecían hacer referencia a una filosofía new age. El hombre continuó en voz baja e intensa-: Atraemos a nuestras vidas lo que más se parece a nuestros pensamientos -afirmó con insistencia-. Si uno piensa en la belleza, somos bellos. Si uno piensa en la fealdad, somos feos. Si uno piensa en el éxito, al final lo obtiene.

– Si uno piensa en dominar el mercado internacional, ¿al final lo consigue? -le preguntó Lynley.

– Sí. Sí. Si uno se pasa la vida contemplando sus límites, no puede esperar ninguna libertad de esa limitación. -Los ojos de Staines se concentraron en la reluciente pantalla. Bajo esa luz, Lynley se dio cuenta de que tenía cataratas en el ojo izquierdo, y que la piel de debajo estaba hinchada-. Solía vivir dentro de mis límites. Estaba limitado por las drogas, por la bebida, por los caballos, por las cartas. Si no era una cosa, era otra. Lo perdí todo, mi mujer, mis hijos y mi casa, pero no me volverá a suceder. Lo juro. La abundancia llegará. Vivo abundancia.

Lynley empezaba a comprender lo que le decía.

– Pero invertir en la bolsa es bastante arriesgado, ¿no es verdad, señor Staines? -apuntó-. Se puede ganar mucho dinero, pero también se puede perder.

– Con fe, acciones correctas y convicción, no se corre ningún riesgo. Los pensamientos adecuados hacen que se lleven a cabo las intenciones de Dios, que es sólo bondad y que sólo quiere bondad para sus hijos. Si estamos unidos a Él y formamos parte de Él, entonces formamos parte de lo bueno. Debemos repetirnos ese mensaje.

Mientras hablaba, miraba la pantalla fijamente. Estaba dividida de tal modo que los precios continuamente cambiantes de la bolsa aparecían en una franja intermitente de la parte inferior de la pantalla. Staines parecía estar hipnotizado por esa franja, como si esas cifras variables fueran instrucciones en clave para encontrar el Santo Grial.

– Sin embargo, lo bueno puede tener diversas interpretaciones, ¿no es verdad? -le preguntó Lynley-. ¿Y no es posible que la línea del tiempo del hombre y la de Dios para alcanzar el bien puedan seguir calendarios diferentes?

– Todo reside en la abundancia -afirmó Staines, hablando entre dientes-. Nosotros la definimos y ésta viene a nosotros

– Y si no viene, tenemos deudas -apuntó Lynley.

Abruptamente, Staines se inclinó hacia delante y apretó un botón del monitor. La pantalla se fue apagando poco a poco. Dirigió sus palabras hacia la pantalla, y su tono de voz dejaba entrever una furia que mantenía a raya.

– Hacía años que no la veía. Hacía años que no me preocupaba de ella. La última vez fue en el funeral de nuestra madre, e incluso entonces me mantuve al margen, porque sabía que si hablaba con ella también tendría que hablar con él, y yo odiaba a ese cabrón. Desde el día en que me marché de casa, había leído todas las necrológicas con la esperanza de ver su nombre, esperando leer que el gran hombre de Dios por fin había abandonado el infierno que había creado para todos los que le rodeaban y que se había ido al suyo propio. Sin embargo, ellos se quedaron. Doug y Eugenie se quedaron. Permanecían sentados como buenos soldados de Cristo y escuchaban sus sermones de los domingos, mientras que el resto de la semana tenían que sentir la correa a sus espaldas. No obstante, yo me escapé de casa a los quince años y nunca regresé. -Se quedó mirando a Lynley-. Nunca le pedí nada a mi hermana. Durante todos esos años de drogas, bebida y caballos, nunca le pedí nada. Pensaba que era la más joven, que se había quedado, que había tenido que soportar lo peor de la furia de ese hijo de puta y que, por lo tanto, se merecía vivir su propia vida. Y no me importaba haberlo perdido todo, todo lo que alguna vez tuve o amé, porque ella era mi hermana y nosotros éramos sus víctimas, y porque ya me llegaría el momento. Así pues, acudí a Doug, y siempre que podía me ayudaba. Pero la última vez me dijo: «Esta vez no puedo ayudarte, hermano. Si no te lo crees, mira el talonario». Por lo tanto, ¿qué más podía hacer?

– Le pidió dinero a su hermana para pagar sus deudas. ¿Cómo las contrajo, señor Staines? ¿Especulando a la baja? ¿Contratando posicionistas de un solo día? ¿Comprando contratos de compra de valores bursátiles? ¿Cómo?

Staines se apartó del monitor, como si en ese momento se sintiera ofendido al verlo.

– Hemos vendido todo lo que hemos podido -replicó-. En nuestro dormitorio sólo nos queda la cama. Utilizamos una caja de cartón para comer en la cocina. Hemos vendido todos los artículos de plata. Lydia ha perdido todas sus joyas. Lo único que necesito es una racha de suerte, y ella me podría haber ayudado a conseguirla; prometió ayudarme. Yo le dije que le devolvería el dinero, que se lo devolvería a él. Debe de tener miles, millones. Seguro que los tiene.

– ¿Gideon? ¿Su sobrino?

– Confiaba en que ella le hablaría. Pero cambió de opinión. Me dijo que había sucedido algo y que, por lo tanto, no le podía pedir dinero.

– ¿Se lo contó cuando la vio la otra noche?

– Sí, me lo dijo entonces.

– ¿No se lo dijo antes?

– No.

– ¿Le contó de qué se trataba?

– Discutimos muchísimo. Supliqué. Le supliqué a mi propia hermana, pero… no. No me lo contó.

Lynley se preguntó por qué le estaría contando tantas cosas. Sabía por experiencia personal que los adictos eran unos virtuosos cuando se trataba de hacer bailar a sus amigos de confianza al son de su música. Su propio hermano lo había hecho durante años. Pero él no era un amigo íntimo del hermano de Eugenie, ni un familiar cercano cuyo abrumador sentido de la responsabilidad por algo que de hecho no era responsabilidad suya iba a obligarle a dejarle el dinero que necesitaba «sólo por esta vez». Con todo, su larga experiencia le decía que Staines no hablaba por hablar.

– ¿Adónde fue cuando dejó a su hermana, señor Staines?

– Estuve dando vueltas con el coche hasta la una y media de la madrugada, para no encontrarme a Lydia despierta cuando regresara a casa.

– ¿Hay alguien que pueda confirmarlo? ¿Se detuvo en alguna gasolinera?

– No tenía ninguna necesidad de hacerlo.

– Entonces tendré que pedirle que me acompañe al taller en el que le están arreglando el coche.

– ¡No atropellé a Eugenie! ¡No la maté! ¡No habría ganado nada con su muerte!

– Es pura rutina, señor Staines.

– Me aseguró que hablaría con él. Sólo necesito una racha de suerte.

Lo que necesitaba, pensó Lynley, era un remedio para sus ilusiones.

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