GIDEON

23 de agosto


No me ha gustado la forma en la que me ha formulado la pregunta, doctora Rose. El tono que ha usado y lo que implicaba me ha ofendido. No intente convencerme de que no había ninguna implicación, porque no soy tan tonto. Ni tampoco haga ninguna referencia al «significado real» que se esconde tras un paciente sacando conclusiones de sus propias palabras. Sé lo que oí, sé lo que sucedió, y se lo puedo resumir en una sola frase: ha leído lo que he escrito, y como ha visto que faltaba algo, se ha puesto a hacer preguntas sobre eso como si fuera un abogado criminalista con una mente tan cerrada que ya no sirve para nada.

Déjeme que le repita lo que dije en nuestra sesión: no mencioné a mi madre hasta la última frase porque me estaba esforzando en realizar la tarea que me había asignado, que era precisamente escribir lo que recordara, y yo fui escribiendo las cosas tal y como me venían a la memoria. No la recordé antes, antes de que Raphael Robson se convirtiera virtualmente en mi compañero y en mi profesor a jornada completa.

«Pero sí que recordó a la chica esa italiana-griega-portuguesa-española», me comenta de esa forma plácida, calmada e insufriblemente tranquila tan típica de usted.

Sí, así es. ¿Y eso qué quiere decir? ¿Que tengo una afinidad hasta ahora desconocida con las chicas portuguesas-italianas-españolas-griegas, causada por un agradecimiento no reconocido hacia una joven sin nombre que sin saberlo me condujo a la fama? ¿Se trata de eso, señora Rose?

Ya veo. No tiene respuesta. Mantiene una distancia de seguridad, ahí sentada en el sillón de su padre, y fija sus patéticos ojos en mí, y se supone que yo debo enfrentarme a esta distancia como si fuera el Bósforo esperando a que me zambulla. Me sugieren que me sumerja en las aguas de la veracidad. ¡Como si no le estuviera diciendo la verdad!

Estaba allí. Claro que mi madre estaba allí. Y si mencioné a la chica italiana en vez de a mi madre, fue por la simple razón de que la chica italiana -¿por qué soy incapaz de recordar su maldito nombre, por el amor de Dios?-formaba parte de la Leyenda de Gideon, a diferencia de mi madre. Y pensaba que me había ordenado que escribiera todo lo que recordara, empezando por el primer recuerdo que me viniera a la cabeza. Si eso no es lo que me pidió que hiciera, y en vez de eso deseaba que yo inventara los detalles más destacados de una niñez que es ficción en su mayor parte, pero que lo ha sido de una forma tan segura y antiséptica que usted puede identificar y etiquetar lo que quiera y donde quiera…

«Claro que estoy enfadado», le digo antes de que lo sugiera. Porque no entiendo lo que tiene que ver mi madre, un análisis de mi madre, o una conversación superficial sobre mi madre con lo que aconteció en Wigmore Hall. Ésa es la razón por la que he venido a verla, doctora Rose. No lo olvidemos. He aceptado tomar parte en este proceso porque cuando me encontraba en el escenario de Wigmore Hall, delante de un público que había pagado grandes sumas de dinero para beneficiar al Conservatorio de East London -que es mi propia sociedad benéfica, le recuerdo-, me subí al estrado, me coloqué el violín sobre el hombro, cogí el arco, flexioné los dedos de la mano izquierda como de costumbre, saludé con la cabeza al pianista y al chelista… y fui incapaz de tocar. ¡Por todos los santos! ¿Sabe lo que significa eso?

No sentí terror de estar en un escenario, doctora Rose. No tuve un bloqueo temporal a causa de una obra musical, que, a propósito, llevaba más de dos semanas ensayando. Fue una pérdida de habilidad total, absoluta, completa y humillante. No sólo la música se había borrado de mi cerebro, sino que había olvidado cómo tocar, por no decirle que también me había olvidado de cómo vivir. Me sentí como si nunca hubiera sostenido un violín con las manos, después de haber pasado los últimos veintiún años de mi vida tocando en público.

Sherrill empezó a tocar el Alegro, y yo lo oí sin reconocerlo en lo más mínimo. Y cuando se suponía que tenía que unirme al piano y al violonchelo: nada. No sabía ni qué tenía que hacer ni cuándo. Era la encarnación del hijo de Lot, si éste y no la esposa del hombre se hubiera dado la vuelta y hubiera presenciado la destrucción.

Sherrill intentó que no se notara. Hizo todo lo que pudo. Improvisó, que Dios le ayude, con Beethoven. Se las arregló para que yo pudiera empezar de nuevo. Pero tampoco pasó nada. Un silencio similar al vacío, mientras que ese mismo silencio retumbaba en mi cabeza cual huracán.

Así pues, bajé del estrado. Caminé, a ciegas, temblando, como un autómata. Papá se reunió conmigo en la Sala Verde, llorando. «¿Qué? Gideon. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué?», con Raphael tras él, a tan sólo un paso.

Le entregué el instrumento a Raphael y me desvanecí. Sólo recuerdo que todo me daba vueltas y que mi padre me decía: «Es a causa de esa chica, ¿verdad? ¡Maldita sea! ¡Domínate! ¡Tienes obligaciones!».

Sherrill, que había bajado del estrado tras de mí, me preguntaba: «¿Gid? ¿Qué te ha pasado? ¿Te has quedado en blanco? ¡Mierda! ¡Son cosas que pasan!».

Mientras Raphael dejaba el violín sobre la mesa, dijo: «Sabía que esto sucedería tarde o temprano». Al igual que la mayoría de la gente, pensaba en sí mismo, en todas las innumerables veces que había sido incapaz de tocar en público, como su padre y el padre de éste. Todos los miembros de su familia tienen carreras brillantes en el mundo de la música, salvo el pobre y sudoroso Raphael, y supongo que había estado esperando ese momento en secreto, esperando a que el desastre me aconteciera y así poder ser hermanos oficiales en la miseria. Él fue el que me advirtió que no tomara parte en el frenesí que se produjo en mi vida profesional después de mi primer concierto en público, cuando todavía tenía siete años. Es obvio que ahora piensa que están empezando a aparecer las consecuencias de ese frenesí.

Pero no eran nervios lo que sentía en la Sala Verde, doctora Rose. Tampoco eran nervios lo que había sentido antes, cuando estaba delante de todo ese público que llenaba la sala. Era una especie de bloqueo, que ahora siento irrevocable y completo. Y lo que es extraño es que, aunque era capaz de oír las voces de todos ellos -la de mi padre, la de Raphael, la de Sherrill-con bastante claridad, lo único que alcanzaba a ver delante de mí era una blanca luz que brillaba en una puerta completamente azul.

¿Estoy sufriendo un episodio? ¿Un episodio como los del abuelo que se pueden curar yendo a una bonita y tranquila casa de campo? Por favor, dígamelo, porque la música no es a lo que me dedico, la música es lo que soy, y si no la tengo -el sonido y su absoluta caballerosidad-me convertiré en una cascara vacía.

Por lo tanto, ¿qué importancia puede tener que no hablara de mi madre cuando le conté mi iniciación a la música? Fue una omisión lógica, y debería concederle la importancia que se merece. «Pero omitirla ahora sería deliberado», me dice. «Cuénteme cosas de su madre, Gideon», me ruega.


25 de agosto


Trabajaba. Fue una presencia constante durante mis primeros cuatro años de vida, pero cuando se hizo evidente que tenía un hijo de talento excepcional y que debía ser cultivado, lo cual no sólo iba a suponer una gran cantidad de tiempo sino también de dinero, aceptó un trabajo para poder ayudar con los gastos. Me pusieron al cuidado de mi abuela -cuando no estaba tocando el instrumento, recibiendo lecciones de Raphael, escuchando las grabaciones que había traído para mí o asistiendo a conciertos con él-, pero mi vida había cambiado de una forma tan radical desde que oyera por primera vez esa música en Kensington Square que apenas notaba su ausencia. Sin embargo, antes de eso la acompañaba -creo que a diario- a la misa matinal.

Se había hecho amiga de una monja de la escuela religiosa, y entre las dos decidieron que mi madre podría asistir a la misa diaria que hacían para las hermanas. Mi madre se había convertido al catolicismo. Pero como su padre era pastor anglicano, ahora me pregunto hasta qué punto su conversión tuvo algo que ver con la devoción a un dogma diferente o en qué medida tan sólo quería llevarle la contraria a su padre. Por lo que tengo entendido, no era una persona muy agradable. No recuerdo nada más de él.

Mi madre no era como él, pero para mí es una figura en la sombra, ya que nos abandonó. Cuando debía de tener unos nueve o diez años -no lo recuerdo con exactitud- un día regresé a casa después de una gira de conciertos por Austria y me encontré con que mi madre se había ido de Kensington Square, sin dejar ninguna dirección. Se había llevado toda la ropa que tenía, todos sus libros y unas cuantas fotografías de familia. Y así se fue, como un ladrón figurativo en medio de la noche. A excepción de que, según me contaron, se marchó de día. Llamó a un taxi, se fue sin dejar ni una nota ni una dirección, y nunca más he vuelto a tener noticias de ella.

Mi padre estaba conmigo en Austria -papá siempre viajaba conmigo y Raphael también nos acompañaba a veces-, así pues, sabía tan poco como yo del paradero de mi madre y de los motivos que le habían llevado a marcharse. Lo único que sé es que cuando llegamos a casa, el abuelo sufría un episodio, mi abuela lloraba en las escaleras y Calvin el Inquilino intentaba encontrar el número de teléfono adecuado sin que nadie le ayudara.

«¿Calvin el Inquilino? -me pregunta-. ¿Qué había pasado con el inquilino anterior? Se llamaba James, ¿no?»

Sí. Se había marchado el año anterior, o dos años antes. No lo recuerdo. Durante un tiempo tuvimos varios inquilinos. Teníamos que hacerlo para llegar a final de mes, como ya le he comentado.

«¿Los recuerda a todos?», quiere saber.

No. Supongo que a aquellos que fueron más relevantes. Recuerdo a Calvin porque se encontraba allí el día que me enteré de que mi madre nos había dejado. A James lo recuerdo porque estaba presente el día que empezó todo.

«¿Todo?», me preguntará.

Sí. El violín. Las clases. La señorita Orr. Todo.


26 de agosto


Asocio a todo el mundo con la música. Cuando pienso en Rosemary Orr, pienso en Brahms, en el concierto que tocaba la primera vez que la conocí. Cuando pienso en Raphael, es el concierto de Mendelssohn. Papá es Bach, la Sonata para solo de violín en sol menor. El abuelo siempre será Paganini. El Capricho 24 siempre fue su favorito. «Todas esas notas -solía maravillarse-. Todas esas notas tan perfectas.»

«¿Y su madre? -me pregunta-. ¿Qué me tiene que decir de ella? ¿Con qué obra musical la asocia?»

Es interesante notar que soy incapaz de asociarla con ninguna pieza musical, tal y como hago con los demás. No estoy seguro del porqué. ¿Una forma de negación, tal vez? ¿Represión de las emociones? No lo sé. La psiquiatra es usted. Explíquemelo.

A propósito, aún lo sigo haciendo. Todavía asocio una persona a una obra musical. Sherrill, por ejemplo, es la Rapsodia de Bartok, que es la primera pieza que tocamos juntos en público hace años en St. Martin's in the Fields. Nunca la hemos vuelto a tocar desde entonces y eso que éramos adolescentes -el niño americano y el niño inglés juntos causaban muy buen efecto, créame-, pero cada vez que piense en él, siempre será Bartok. Así es cómo me funciona la mente.

Y lo mismo me sucede con gente que no tiene ninguna afición por la música. Libby, por ejemplo. ¿Le he hablado de Libby? Libby, la Inquilina. Sí, al igual que James, Calvin y todos los demás, a excepción de que ella pertenece al presente, no al pasado, ya que vive en la planta baja de mi casa de Chalcot Square.

No había pensado en alquilarla hasta que un día se presentó en mi casa, con un contrato de grabación que mi agente había decidido que se tenía que firmar de inmediato. Trabaja de mensajera, y no me enteré de que era una chica hasta que me entregó los papeles, se quitó el casco y, mientras miraba los contratos con aprobación, me dijo: «No se moleste, ¿de acuerdo? Pero tengo que preguntárselo. ¿Es cantante de rock o algo similar?», con ese estilo tan excesivamente casual y amistoso tan característico de los californianos.

– No. Soy violinista -le respondí.

– ¡No puede ser! -exclamó.

– Pues lo es -repliqué.

Al oírlo se quedó tan desconcertada que pensé que estaba ante una idiota congénita.

Nunca firmo contratos si antes no los he leído -al margen de lo que mi agente pueda decir sobre mi falta de confianza en su sabiduría-, y en vez de tener a esa pobre pilluela -porque eso es lo que me pareció entonces-esperando en las escaleras delanteras mientras yo leía el documento, le pedí que entrara y subimos al primer piso, donde tengo la sala de música que da a la plaza.

– ¡Caramba! Lo siento. Es alguien importante, ¿verdad? -me preguntó mientras subíamos, ya que había visto las portadas de los discos compactos en las escaleras-. ¡Me siento como una tonta!

– No tiene por qué -le respondí, y entré en la sala de música con ella pegada a los talones, y con la cabeza enterrada entre cláusulas de acompañantes, derechos de autor y fechas de conciertos.

– ¡Esto es estupendo! -gritó mientras me dirigía hacia el sillón de la ventana en el que ahora me encuentro escribiéndole estas notas, doctora Rose-. ¿Quién es ese chico con el que está en la fotografía? El chico que lleva muletas. ¡Ostras! Mírese. Parece que tenga usted siete años.

¡Santo Cielo! Quizá sea el mejor violinista del mundo y esta chica es tan ignorante como un tubo de pasta dentífrica.

– Itzhak Perlman -le contesté-. Y en esa época yo tenía seis años, no siete.

– ¡Caramba! ¿De verdad tocó con él cuando sólo tenía seis años?

– Muy poco. Pero fue lo bastante amable para escucharme una tarde que se encontraba en Londres.

– ¡Qué emocionante!

Mientras yo leía, ella continuó dando vueltas por la sala y profiriendo exclamaciones con su limitado vocabulario. Disfrutó mucho -o eso me pareció-observando el primer instrumento que tuve, ese violín de dieciseisavo que tengo expuesto en una mesilla de la sala de música. Allí también guardo el Guarneri, el violín que uso ahora. Lo tenía en la funda, pero la funda estaba abierta porque cuando Libby llegó con los contratos, yo estaba en medio de mi ensayo matinal. Obviamente desconocedora de la infracción que estaba perpetrando, se agachó con naturalidad y tiró de la cuerda del mi.

Bien podría haber disparado un tiro en medio de la sala. Me puse en pie de un salto y grité:

– No toques ese violín. -Se asustó tanto que parecía una niña a la que acabaran de pegar.

– ¡Ostras! -exclamó, y se alejó del instrumento con las manos en la espalda y los ojos llenándosele de lágrimas. Después se apartó con una expresión de desconcierto.

Dejé mi contrato a un lado y le dije:

– Mira, lo siento. No quería ser grosero, pero ese instrumento tiene más de doscientos cincuenta años de antigüedad. Lo trato con mucho cuidado y normalmente no permito que nadie…

Se dio la vuelta y me dijo adiós con la mano. Respiró varias veces antes de mover la cabeza con ahínco, lo que hizo que el pelo se le despeinara -¿le he comentado que tiene el pelo rizado? De color castaño y muy rizado-y luego se frotó los ojos. Se volvió hacia mí y me dijo:

– Lo siento mucho. No debería haberlo tocado, pero lo he hecho sin pensar. Ha hecho bien en reñirme, de verdad. No sé, pero por un instante me pareció tan Rock que me dejé llevar.

Expresiones de otro planeta.

– ¿Tan Rock? -le pregunté.

– Rock Peters -respondió-. Antiguamente conocido como Rocco Petrocelli y ahora mi ex marido. Bien, lo de ex es un decir, porque el dinero lo tiene él y no está haciendo nada por ayudarme a que me establezca por mi cuenta, que digamos.

Pensaba que parecía demasiado joven para estar casada con nadie, pero resultó que, a pesar de su apariencia y de su encantadora gordura tan característica de las adolescentes, tenía veintitrés años y que llevaba dos años casada con el irascible Rock. Sin embargo, en ese momento simplemente dije:

– ¡Ah!

– Tiene, entre otras cosas, un carácter explosivo, además de no saber que la monogamia suele formar parte de la vida matrimonial. Nunca sabía cuándo se iba a poner hecho un energúmeno. Por lo tanto, después de dos años de ser presa del miedo, lo dejé.

– ¡Lo siento!

Debo admitir que me sentí incómodo cuando me relató esos detalles personales. Y no porque no esté acostumbrado a ese tipo de confidencias. Esa tendencia a la confesión y al arrepentimiento me parece común a todos los americanos que he conocido, como si de alguna manera hubieran aprendido a contar sus intimidades con la misma naturalidad que saludan su bandera. Pero estar acostumbrado a algo no es lo mismo que aceptarlo con gusto. Porque, después de todo, ¿qué puede hacer uno con la información personal de los demás?

Siguió contándome la historia. Ella quería el divorcio, pero él no. Seguían viviendo juntos porque ella no podía permitirse el lujo de pagarse un piso. Cada vez que estaba a punto de conseguir la cantidad de dinero que necesitaba, él simplemente le retenía el salario hasta que ella se había gastado el último penique que había conseguido ahorrar.

– Lo que no entiendo de ningún modo es por qué quiere que siga con él. Toda su vida está regida por el instinto de la manada. Así pues, ¿qué sentido tiene?

Él era -según me explicó- un mujeriego sin igual, partidario de la teoría de que varios grupos de mujeres -la manada, ¿comprende?-deberían ser dominadas y atendidas por un único varón.

– Pero el problema radica que, a sus ojos, todo el sexo femenino es la manada. Y tiene que follárselas a todas para hacer que se sientan felices. -Después se tapó la boca con la mano-. ¡Lo siento! -Luego hizo una mueca-. De todas maneras, míreme, realmente me estoy yendo del pico. ¿Ya ha firmado los papeles?

No lo había hecho. Ni siquiera había tenido la oportunidad de leerlos. Le dije que los firmaría si no le importaba esperar. Se fue a un rincón y se sentó.

Los leí. Hice una llamada para aclarar una cláusula. Firmé los contratos y se los devolví. Se los metió en la bolsa, me dio las gracias y, mirándome con la cabeza ladeada, me preguntó:

– ¿Me puede hacer un favor?

– ¿Cuál?

Cambió el peso de lado y pareció sentirse incómoda. Pero hizo un esfuerzo por continuar y la admiré por ello.

– ¿Le importaría…? Bien, yo nunca he visto a nadie tocando el violín. ¿Le importaría tocarme una canción?

Una canción. No cabía duda de que era una filistea. Pero incluso los filisteos pueden aprender y, además, lo había pedido con educación. ¿Qué daño podía hacerle? De todos modos, había estado ensayando la Sonata para violín de Bartok y le toqué un fragmento de la Melodía, de la forma en que siempre la toco: poniendo la música delante de mí, delante de ella, delante de todo. Cuando tocaba el final del movimiento, incluso me había olvidado de su presencia. Seguí con el Presto, oyendo como siempre las instrucciones de Raphael. «Tócala como si fuera una invitación al baile, Gideon. Siente su ligereza. Haz que brille como si fuera una luz.»

Cuando acabé, me percaté abruptamente de su presencia.

– ¡Ostras, ostras, ostras! Es un músico excelente, ¿no es así?

Cuando me volví hacia ella me di cuenta que había empezado a llorar en algún momento de mi actuación, ya que tenía las mejillas húmedas y estaba buscando -supongo-algo con que secarse su rezumante nariz. Estaba satisfecho de haberla emocionado con Bartok, y aún más satisfecho de ver que había tenido razón al pensar que podía educarla. Y me imagino que ése fue el motivo que me llevó a pedirle que se uniera a mí en mi habitual taza de café de media mañana. Hacía un bonito día; por lo tanto, nos la tomamos en el jardín, donde, bajo la glorieta, había estado construyendo una de mis cometas la tarde anterior.

Aún no le he contado nada de mis cometas, ¿verdad, doctora Rose? De hecho, no son nada especial. Son cosas que hago cuando siento la necesidad de descansar de la música. Las hago volar desde Primrose Hill.

Sí, ya veo que está intentando encontrar una explicación. ¿Qué significado tiene en la historia y en el momento actual del paciente que éste construya y haga volar cometas? La mente inconsciente se manifiesta en todas nuestras acciones. Lo único que tiene que hacer la mente consciente es averiguar el significado que se esconde tras esas acciones y esforzarse por darle una forma comprensible.

Cometas. Aire. Libertad. Pero, libertad, ¿de qué? ¿Qué necesidad tengo de ser libre si tengo una vida llena, rica y completa? Déjeme que le complique la madeja que se ha empeñado en desenmarañar diciéndole que también me dedico a practicar el vuelo libre. No con los planeadores esos con los que uno salta desde la cima de una montaña observando cómo se los llevan las corrientes de aire, sino los planeadores que uno mismo pilota desde el aire remolcado por una avioneta y saltando para encontrar esas mismas corrientes.

Mi padre piensa que es una afición de lo más terrible. De hecho, se ha convertido en un tema tan conflictivo que ni siquiera hablamos de ello. Cuando por fin cayó en la cuenta de que ya no era capaz de tener ninguna influencia sobre mí con respecto a las actividades que puedo hacer en las pocas horas libres que tengo, me dijo: «¡Me lavo las manos, Gideon!»,y ese tema se convirtió en tabú para nosotros.

«Parece peligroso», me advierte.

«No más que la vida», le respondo.

Después me pregunta: «¿Qué es lo que le atrae de ese deporte? ¿El silencio? ¿Las habilidades técnicas de algo que es totalmente diferente de la profesión que ha elegido? ¿O tan sólo busca una forma de evasión, Gideon? ¿O tal vez los riesgos que comporta?».

Y yo le replico que también es peligroso escarbar demasiado para encontrar el significado de algo que tiene una explicación muy sencilla: de niño, una vez que mi talento fue evidente, nunca se me permitió hacer nada que pudiera poner en peligro mis manos. Diseñar y crear cometas, practicar vuelo libre… Mis manos no están expuestas a ningún peligro.

«Sin embargo, es consciente de que son actividades relacionadas con el cielo, ¿no es verdad, Gideon?», me pregunta.

Lo único que veo es que el cielo es azul. Azul como esa puerta. Esa puerta tan azul, azul y azul.

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