Capítulo 9

Esa noche, Yasmin Edwards cerró su tienda tal y como siempre solía hacer: con muchísimo cuidado. Hacía muchos años que la mayor parte de los establecimientos de Manor Place estaban entablados y que sufrían las consecuencias propias de los edificios abandonados al sur del río: se habían convertido en lienzos urbanos al aire libre de los artistas del graffiti, y si tenían ventanas delanteras, en vez de láminas de metal o de madera, la gente las rompía. La tienda de Yasmin Edwards era uno de los pocos comercios nuevos o resucitados del vecindario de Kennington, aparte de dos pubs que ya hacía mucho tiempo que habían sobrevivido al decaimiento urbano que había invadido la calle. Pero, claro, ¿cuándo no habían sobrevivido los pubs? ¿Y cómo iban a hacerlo si había bebidas por servir y tipos como Roger Edwards dispuestos a tragárselas?

Comprobó el candado que había colocado a través del pasador y se cercioró de que la reja estuviera bien cerrada. Cuando hubo acabado, recogió las cuatro bolsas de plástico que había llenado en el interior de la tienda y se encaminó hacia casa.

Su casa se encontraba en el edificio Doddington Grove, a poca distancia de allí. Vivía en Arnold House -había vivido allí durante los últimos cinco años, desde que la dejaran salir de Holloway y sobreviviera a la carrera de obstáculos que había tenido que soportar-y se sentía afortunada de tener un piso que diera al centro de jardinería que había al otro lado de la calle. Cierto, no era ni un parque público ni un jardín ni una plaza. Pero era un trozo de naturaleza y eso era lo que ella deseaba para Daniel. Sólo tenía once años, y se había pasado casi todo el tiempo que su madre estaba en la cárcel bajo custodia del estado -gracias a su hermano pequeño que «no podía hacerse cargo de un niño, comprendes, lo siento, pero es un hecho»-y estaba dispuesta a compensar a su hijo en la medida de lo posible.

La estaba esperando delante del ascensor, al otro lado del trozo de asfalto que hacía la función de aparcamiento de Arnold House. No obstante, no estaba solo, y cuando Yasmin vio con quién estaba hablando su hijo, aceleró el paso. El vecindario no estaba mal del todo -podría haber sido mucho peor y eso era verdad-, pero los vendedores de cocaína y de anfetaminas podían aparecer en cualquier parte, y si cualquiera de ellos osara a insinuarle a su hijo que había algo más en la vida que la escuela y los estudios, estaba dispuesta a cargarse al cabronazo en cuestión.

Ese tipo parecía traficante, ya que llevaba ropa cara y su resplandeciente reloj de oro brillaba bajo las luces del aparcamiento. Además, se movía con pasos ligeros. A medida que Yasmin se acercaba y gritaba: «Dan, ¿qué estás haciendo en la calle a estas horas?», se dio cuenta de que el hombre había enfrascado a su hijo en una conversación que a Dan le gustaba demasiado.

Ambos se dieron la vuelta. Daniel gritó:

– ¡Hola, mamá! Lo siento, pero me he olvidado la llave.

El hombre no dijo nada.

– Entonces, ¿por qué no has pasado por la tienda? -le preguntó Yasmin, todas sus sospechas en alerta máxima.

Daniel dejó caer la cabeza, tal y como hacía siempre que se sentía violento por algún motivo. Observando sus zapatillas deportivas -eran Nike y le habían costado una fortuna-, le respondió:

– He ido a uno de los centros de recogida de ropa, mamá. Un tipo la estaba mirando, ya que estaba expuesta en hileras en medio de la calle, y después me han invitado a tomar un té.

«Sociedades benéficas -pensó Yasmin-. Malditas sean.»

– ¿No se les ha ocurrido pensar que tenías que volver a casa? -le preguntó.

– Me conocen, mamá, y también te conocen a ti. Uno de ellos me ha preguntado: «Esa mujer que lleva cuentas en el pelo es tu madre, ¿verdad? ¡Mira que es guapa!».

Yasmin se aclaró la garganta. Había estado ignorando al compañero de su hijo a propósito. Le entregó dos bolsas de plástico a su hijo y le dijo:

– A ver cómo las tratas. Además, aún tienes que lavar las pelucas.

Yasmin marcó el código para llamar al ascensor.

Entonces fue cuando el hombre habló, con una entonación típica de la zona al sur del río, parecida a la suya propia, pero con un acento antillano mucho más marcado.

– Es usted la señora Edwards, ¿verdad?

– Ya he tenido demasiado de lo que vende -le contestó, sin apartar los ojos de la puerta del ascensor-, ¡Daniel! -exclamó, y su hijo se colocó junto a ella para esperar el ascensor. Le puso una mano protectora sobre la espalda. Daniel se dio la vuelta para mirar al hombre. Su madre le obligó a ponerse de cara al ascensor.

– Winston Nkata -dijo entonces el hombre-. Departamento de Policía de Londres.

Eso hizo que se diera la vuelta. Le mostró una tarjeta de identificación, y ella la examinó antes de mirarle a la cara. «Un poli -pensó. Un hermano y un poli. Sólo había una cosa que pudiera ser peor que tener un hermano rastafari, y era tener un hermano que trabajara para la bofia.»

Rechazó la identificación con una ligera inclinación de cabeza, y las cuentas que le colgaban de los extremos de las trenzas le depararon la música de su desprecio. La miraba del mismo modo que siempre la miraban los hombres, y ella sabía lo que debía de estar viendo y pensando. Lo que veía: un cuerpo de metro ochenta, un rostro color castaño, un rostro que podría haber sido el de una modelo -tenía la constitución y la piel adecuada-, si no hubiera sido por el labio -el superior-que lo tenía partido y con una cicatriz cual rosa púrpura en flor, allí donde el cabrón de Roger Edwards le había roto un florero un día que ella se negó a darle el salario que ganaba en Sainsbury o a trabajar de prostituta para pagarle los vicios. Tenía los ojos del color del café y airados, pero también cautelosos. Y si ella se quitara el abrigo en el aire frío de la noche, él vería todo lo demás, especialmente la veraniega camiseta corta que llevaba, porque tenía el estómago plano y la piel suave, y si ella deseaba enseñarle al mundo su estómago suave y terso, entonces lo haría, al margen del frío que hiciera. Eso es lo que vio. Pero ¿qué pensó? Lo mismo que todos, lo que siempre pensaban: «Si se tapara la cabeza con una bolsa, no me importaría tirármela».

– ¿Podría hablar con usted, señora Edwards? -le preguntó con ese tono de voz que siempre usaban, como si estuvieran dispuestos a dejarse atropellar por un autobús para salvar a sus madres.

Llegó el ascensor y la puerta se fue abriendo poco a poco, como si hubiera queso fundido en los raíles. Se deslizaba como si quisiera indicar que era de estúpidos entrar en al ascensor y subir hasta el tercer piso, ya que la puerta podría decidir no volver a abrirse.

Le dio un golpecito a Daniel en la espalda para que entrara. El policía le repitió:

– Señora Edwards, ¿podría hablar un momento con usted?

– ¿Es que tengo elección? -le respondió Yasmin apretando el botón del tercer piso.

– Gracias -le contestó el policía mientras entraba en el ascensor.

Era un hombre corpulento. Eso fue lo primero que notó bajo la desagradable luz del ascensor. Debía de ser unos diez centímetros más alto que ella. Y también tenía una cicatriz en la cara que se extendía cual marca de tiza desde el rabillo del ojo hasta la mejilla y ella sabía lo que era -un navajazo-, aunque no por qué lo tenía.

– Así pues, ¿de qué se trata? -le preguntó con una ligera inclinación de cabeza.

El policía se quedó mirando a Daniel, ya que éste le observaba tal y como solía mirar a los hombres negros: con esa cara tan resplandeciente, tan franca, y tan necesitada, esa cara que revelaba lo que le había faltado en la vida desde la noche en que su madre se había enfrentado contra Roger Edwards por última vez.

– De una advertencia -le contestó el policía.

– ¿Sobre qué?

– Sobre lo estúpido que puede llegar a ser un hombre por muy listo que se considere.

El ascensor se paró de golpe. Ella no hizo ningún comentario. El policía era el que estaba más cerca de la puerta; por lo tanto, fue el primero en salir cuando ésta consiguió abrirse. Pero les aguantó la puerta, ya que daba la impresión de que se iba a cerrar de repente y que podría golpear a Yasmin o a su hijo… Sí que debía de conocer el funcionamiento de esa maldita puerta. Se hizo a un lado y ella pasó por delante, diciendo:

– Cuidado con las bolsas, Dan. Intenta que no se caigan al suelo: está asqueroso. Si se te caen, nunca conseguiremos quitarles la porquería.

Les hizo pasar al piso y encendió una de las lámparas de lo que parecía ser la sala de estar. Después le sugirió a su hijo:

– ¿Por qué no vas a llenar la bañera? Quizás esta vez no tengamos tantos problemas con el champú.

– De acuerdo, mamá -respondió Daniel. Le lanzó una mirada tímida al policía, una mirada que decía tan claramente «Ésta es nuestra casa, ¿qué te parece, tío?», que Yasmin sufría por él, incluso físicamente, y que eso la hacía enfadar porque le recordaba una vez más lo que ella y Daniel habían perdido.

– Pues venga, espabila -le dijo a su hijo. Luego se volvió hacia el policía-. ¿Qué quiere? ¿Quién me ha dicho que era?

– Se llama Winston Nkata, mamá -respondió Dan.

– Ya te he dicho lo que tienes que hacer, ¿no es verdad, Dan?

Sonrió, con sus grandes y blancos dientes -los dientes de un niño que se había convertido en hombre antes de lo que a ella le hubiera gustado-, resplandecientes en un rostro que era más claro que el suyo, una mezcla de los colores de su piel y de la de Roger. Se dirigió hacia el cuarto de baño y abrió uno de los grifos, y el estruendo del agua indicó que estaba haciendo exactamente lo que su madre le había pedido que hiciera.

Winston Nkata no se movió de la puerta, y Yasmin se dio cuenta de que eso le irritaba mucho más que si hubiera empezado a pasearse por las habitaciones de su casa -sólo había cuatro habitaciones y, por lo tanto, habría tardado menos de un minuto, aunque se hubiera detenido a examinarlo todo-para examinar todas sus posesiones.

– ¿De qué se trata?

– ¿Le importa si echo un vistazo?

– ¿Por qué debería importarme? No tengo nada que ocultar. ¿Tiene una orden de registro? Pasé a fichar con Sharon Todd la semana pasada, como siempre hago. Y si ella le ha dicho otra cosa, si esa zorra le ha dicho otra cosa a la Sección de Prisiones… -Yasmin podía sentir cómo el pánico le subía por los brazos al caer en la cuenta del enorme poder que la agente responsable de su libertad condicional aún tenía sobre ella. Le dijo-: Había ido a ver a su médico de cabecera. O, como mínimo, eso fue lo que me dijeron. Sufrió una especie de ataque en la oficina y le dijeron que se fuera al hospital de inmediato. Cuando llegué allí… -Inspiró un poco de aire para tranquilizarse. Y estaba enfadada, enfadada, por el miedo que sentía y por el hecho de que ese hombre con una cicatriz de navaja en la cara había traído el miedo con él. Ese policía tenía el poder en sus manos, y ambos lo sabían. Se encogió de hombros, y contestó-: Mire todo lo que quiera. Sea lo que sea que esté buscando, no lo encontrará aquí.

Se miraron a los ojos durante un buen rato, y se negó a apartar la mirada porque hacerlo hubiera indicado que la había aplastado con el pulgar como si fuera una mosca. Por lo tanto, permaneció junto a la puerta de la cocina mientras el agua sonaba en el cuarto de baño y Daniel empezaba a lavar las pelucas.

– Gracias -le contestó el policía, con una inclinación de cabeza que a ella le pareció demasiado tímida y educada.

Primero se dirigió hacia el dormitorio; una vez allí, encendió la luz. Vio que se encaminaba hacia el armario que tenía la pintura desconchada, lo abrió, pero no vació los bolsillos de la ropa que había dentro, a pesar de que palpó varios pares de pantalones. Tampoco abrió los cajones de la cómoda, aunque observó la superficie con todo detalle: especialmente un cepillo de pelo y unos mechones rubios que se habían quedado enganchados entre las púas y la colección de cuentas que usaba cuando quería cambiarse los extremos de las trenzas. Pasó un buen rato observando la fotografía de Roger, idéntica a la fotografía que tenía en la sala de estar, idéntica a la fotografía que había en la mesita de noche del dormitorio de Daniel, idéntica a la fotografía que colgaba de la pared de la cocina sobre la mesa. Roger Edwards, que entonces contaba con veintisiete años de edad, un mes después de llegar de Nueva Gales del Sur, dos días después de meterse en la cama de Yasmin.

El policía salió de su dormitorio, la saludó con una cortés inclinación de cabeza y entró en la habitación de Daniel, en la que había más o menos lo mismo: un armario para la ropa, una cómoda y una fotografía de Roger. Desde allí se dirigió al cuarto de baño, y Daniel empezó a hablarle de inmediato.

– Normalmente me encargo de las pelucas. Mamá se las vende a las mujeres que tienen cáncer. Cuando empiezan a tomar medicinas, se les cae casi todo el pelo. Mamá les da pelo y, a veces, también les arregla la cara.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que les pone barba? -le preguntó el policía.

Daniel se rió y contestó:

– No, hombre, no. Las maquilla. Además, mi madre lo hace muy bien. Podría enseñarle…

– ¡Dan! -gritó Yasmin-. Tienes cosas que hacer.-Vio que su hijo volvía a agachar la cabeza junto a la bañera.

El policía salió del cuarto de baño, la saludó de nuevo y entró en la cocina. Había una puerta que conducía a un diminuto balcón en el que tendía la ropa. El policía la abrió, miró hacia el exterior, la cerró con cuidado y pasó la mano -grande como el resto de su cuerpo-por encima de la jamba, como si buscara astillas. No abrió ningún armario ni ningún cajón. De hecho, no hizo nada más, sino que se quedó junto a la mesa y contempló la misma fotografía que ya había visto en las demás habitaciones.

– Este tipo ¿quién es? -le preguntó.

– El padre de Dan. Mi marido. Está muerto.

– Lo siento.

– No hace falta que lo sienta -le replicó-. Lo maté yo misma. Pero supongo que eso ya lo sabe. Me imagino que ése es el motivo de su visita, ¿no es verdad? Australiano con problemas de alcohol aparece muerto con un cuchillo clavado en el cuello, los de la policía se encargan de introducir todos los detalles en el ordenador, y el nombre de Roger Edwards salta a la vista cual tostada recién hecha.

– No lo sabía -respondió Winston Nkata-. De todas maneras, lo siento.

Parecía… ¿qué? No podía describirlo, del mismo modo que tampoco era capaz de describir la expresión de sus ojos. Y sintió cómo la ira crecía dentro de ella, algo que no llegaba a entender y que era incapaz de explicar. Era la ira que había aprendido a sentir desde joven y que siempre -siempre-era provocada por algún hombre: tipos que había conocido y que le habían caído bien durante un día, una semana o un mes hasta que su verdadera personalidad anulaba el falso hombre que habían aparentado ser.

– Entonces, ¿qué quiere? -le preguntó con brusquedad-. ¿Por qué me molesta? ¿Por qué estaba en la calle hablando con mi hijo como si estuviera interesado en algo que él pudiera decirle? Si cree que he hecho algo malo, dígamelo a la cara ahora mismo o haga el favor de salir de mi casa. ¿Me ha oído? Porque si no…

– Katjia Wolff-respondió, y eso la detuvo. ¿Qué demonios quería de Katja?.-En la Sección de Libertad Condicional consta que ésta es su dirección. ¿Es verdad?

– Nos dieron el consentimiento -respondió-. Yo ya hace cinco años que salí de la cárcel. No tienen nada contra mí. Nos dieron el consentimiento.

– Sé que le dieron un trabajo en la lavandería de Kennington High Street -afirmó Winston Nkata-. Pasé por allí primero para hablar con ella, pero no había ido al trabajo en todo el día. Me dijeron que había llamado para decir que estaba enferma, con gripe o algo así. Ésa es la razón por la que he venido hasta aquí.

Oír eso le produjo cierta inquietud, pero hizo todo lo posible para que no se le notara.

– Está en el médico.

– ¿Todo el día?

– Ya sabe cómo es la Seguridad Social -respondió mientras se encogía de hombros.

Con la misma educación que había usado hasta entonces con ella, le replicó:

– Es la cuarta vez que ha llamado a la lavandería para decir que estaba enferma, señora Edwards. La cuarta vez en doce semanas. Los dueños de la lavandería de Kennington High Street no están muy contentos con ella, que digamos. Hoy mismo han llamado al agente responsable de su libertad condicional.

Esa pequeña inquietud se estaba convirtiendo en verdadero desasosiego. El temor le recorría la columna vertebral. Pero sabía que los policías mentían para poner nerviosa a la gente y para conseguir que les dijeran lo que querían oír, y cuando se lo recordó a sí misma con severidad, dijo en voz baja: «Tonta, no lo vayas a perder ahora».

– No sé nada de eso -respondió-. Es cierto que Katja vive aquí, pero ella lleva su vida. Yo ya tengo bastante con Daniel, ¿no cree?

Miró hacia el dormitorio, donde la cama de matrimonio, el cepillo sobre la cómoda y la ropa del armario contaban una historia diferente. Y Yasmin deseaba gritar: «Sí, ¿qué pasa? ¿Ha estado dentro alguna vez? ¿Ha experimentado, aunque sólo sea por cinco minutos, lo que se siente durante un período de tiempo que parece una eternidad al saber que uno no tiene a nadie en la vida? ¿Ni un amigo ni un colega ni un amante ni un compañero? ¿Sabe lo que se siente?».

Sin embargo, no pronunció palabra. Se limitó a mirarle a los ojos con una expresión de desafío. Y durante esos cinco largos segundos que parecieron cincuenta, el único sonido que se oyó en todo el piso era el que procedía del cuarto de baño, donde Dan había empezado a cantar canciones pop a medida que frotaba las pelucas.

Entonces ese sonido fue interrumpido por otro. Se oyó el ruido de una llave en la cerradura. La puerta se abrió de golpe.

Y Katja apareció ante ellos.


Lynley hizo su última parada del día en Chelsea. Después de dejarle a Richard Davies su tarjeta y de decirle que le llamara si tenía noticias de Katja Wolff o información que pudiera servirle de ayuda, consiguió avanzar a través del denso tráfico que había alrededor de la estación de South Kensington y bajó a toda velocidad por Sloane Street. Las farolas resplandecían en un selecto vecindario de restaurantes, tiendas y casas, y las hojas otoñales teñían las aceras de color bronce. Mientras conducía, pensaba en las conexiones y las coincidencias, y si la presencia de unas obviaba la posibilidad de otras. Le parecía muy probable.

La gente solía estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, pero rara vez ocurría que estuviera en el lugar equivocado en el momento equivocado y con la intención de visitar a alguien que había presenciado un crimen violento en el pasado.

Aparcó el coche en el primer sitio que encontró en las cercanías de St. James, un edificio alto de ladrillo color pardo oscuro que estaba situado en la esquina de Lordship Place y Cheyne Row. Abrió el maletero del Bentley y sacó el ordenador que se había llevado de la oficina de Eugenie Davies.

Tan pronto como llamó al timbre, oyó los ladridos repentinos de un perro. Procedían de la izquierda -probablemente del estudio de St. James, ya que Lynley vio a través de la ventana que había una luz encendida-y se acercaban a la puerta con el entusiasmo propio de un perro que está cumpliendo con su deber. Una voz de mujer le decía «¡Santo Cielo! Ya basta, Peach» a un perro que, como buen téckel que era, la ignoraba por completo. Se abrió una cerradura, se encendió la luz de encima de la entrada y la puerta se abrió de par en par.

– ¡Hola, Tommy! ¡Qué honor! -La que había abierto la puerta era Deborah St. James, y permanecía de pie con el téckel de pelo largo entre sus brazos, un montón de pelo color coñac que no paraba de retorcerse y de ladrar y que sólo quería husmear las piernas, las manos o el rostro de Lynley para ver si podía darle su aprobación canina-. ¡Peach! -Deborah reprendió al perro-. Sabes muy bien quién es. ¡Basta ya! -Se apartó un poco de la puerta-. Entra, Tommy. Me temo que Helen ya se ha ido a casa. Nos dijo que estaba cansada. Se fue a eso de las cuatro. Simon la acusó de acostarse tarde para no tener que compilar información de lo que están haciendo, nunca recuerdo qué es, pero ella le aseguró que tú la habías obligado a permanecer despierta hasta la madrugada para escuchar las cuatro partes del programa especial de música clásica. Salvo que no recuerdo si realmente hay cuatro partes. No importa. ¿Qué te ha traído hasta aquí?

Después de cerrar la puerta a sus espaldas, dejó al perro en el suelo. Peach pudo oler a sus anchas los pantalones de Lynley, reconocer su olor, echarse un poco atrás y mover la cola en señal de reconocimiento. «Gracias», le dijo al téckel con solemnidad. Se fue trotando hacia el estudio, donde la chimenea estaba encendida y una lámpara iluminaba el escritorio de St. James. Había una gran cantidad de hojas esparcidas por la habitación: algunas tenían fotografías en blanco y negro mientras que otras sólo tenían texto.

Deborah condujo a Lynley a la habitación y le sugirió:

– Deja esa caja donde quieras, Tommy. Parece pesada.

Lynley escogió una mesa auxiliar que había junto al sofá de delante de la chimenea. Peach husmeó el ordenador antes de regresar a un cesto desde el que recibía el cálido calor de las llamas. Una vez allí, se hizo un ovillo, soltó un suspiro de felicidad y se dispuso a observar los acontecimientos con la cabeza apoyada en las patas, en una digna posición de la que se movía con somnolencia de vez en cuando.

– Supongo que quieres ver a Simon -dijo Deborah-. Ahora está en el piso de arriba. Voy a avisarle.

– De aquí a un rato -Lynley pronunció las palabras sin pensar y con tanta rapidez que Deborah se dio la vuelta de inmediato, le dedicó una sonrisa burlona y se llevó un mechón de su espeso pelo detrás de la oreja.

– De acuerdo -respondió a medida que se encaminaba hacia un antiguo mueble bar que había junto a la ventana.

Era una mujer alta, con unas cuantas pecas sobre el puente de la nariz, no tenía la figura de una modelo ni era corpulenta, sino que estaba bien proporcionada y era muy femenina. Llevaba pantalones vaqueros de color negro y un jersey color verde oliva que hacía un bonito contraste con su pelo cobrizo.

Reparó en que la habitación estaba repleta de fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes o que estaban apoyadas en las estanterías; algunas estaban envueltas con papel de embalar, lo que le recordó que Deborah iba a hacer una exposición en una galería de Great Newport Street.

– ¿Jerez? ¿Whisky? -le preguntó-. Tenemos una nueva botella de Lagavulin que, según Simon, es lo más parecido a una bebida celestial.

– Simon no acostumbra a exagerar.

– Como el buen hombre de ciencias que es.

– Entonces, debe de ser bueno. Tomaré un whisky. ¿Te estás preparando para la exposición?

– Está casi todo a punto. Sólo me falta ocuparme del catálogo. -Mientras le pasaba el vaso de whisky, inclinó la cabeza en dirección al escritorio de su marido-. He estado repasando las galeradas. Las fotografías que han seleccionado están bien, pero han suprimido algunos trozos de texto que no venían a cuento. -Hizo una mueca; la nariz se le arrugó tal y como siempre hacía, haciéndola parecer mucho más joven de los veintiséis años que tenía-. Y creo que no me gusta mucho lo que han hecho. Mírame. Llegan mis quince minutos de gloria y enseguida me comporto como una gran artista.

Lynley sonrió y replicó:

– Me parece poco probable.

– ¿El qué?

– Lo de los quince minutos de gloria.

– Esta noche estás muy ocurrente.

– Sólo te estoy diciendo la verdad.

Le sonrió con dulzura, se dio la vuelta y se sirvió una copa de jerez. La alzó, extendió el brazo y exclamó:

– Por… Humm… No lo sé. ¿Por qué deberíamos brindar?

En ese momento Lynley supo que Barbara había cumplido con su promesa y que no le había dicho nada a Deborah de su embarazo. Se quitó un peso de encima, pero también se sentía incómodo. Deborah se enteraría tarde o temprano, y sabía que se lo tendría que decir él mismo. Deseaba decírselo en ese mismo momento, pero no sabía por dónde empezar, a no ser que le dijera sin rodeos: «Bebamos a la salud de Helen. Bebamos a la salud del bebé que mi esposa y yo vamos a tener». Y eso, evidentemente, era completamente imposible.

– ¡Brindemos para que el mes que viene vendas todas las fotografías! -exclamó-. Para que las vendas el mismo día de la inauguración a los miembros de la familia real, y así puedan demostrar de una vez que les interesa algo más aparte de los caballos y la caza.

– Nunca has podido olvidarte de la primera vez que participaste en una cacería de zorros, ¿verdad?

– En pos de lo innombrable.

– Has traicionado a tu clase social.

– Me gustaría pensar que es lo que me hace interesante.

Deborah sonrió y exclamó:

– ¡Salud! -Después tomó un sorbo de jerez.

Lynley tomó un largo trago del Lagavulin y pensó en todo lo que quedaba sin decir entre ellos. Se dio cuenta de lo difícil que era enfrentarse cara a cara con la propia cobardía e indecisión.

– ¿Qué harás cuando hayas acabado de organizar la exposición? ¿Tienes algún otro proyecto en mente?

Deborah echó un vistazo a las fotografías que llenaban la habitación y reflexionó sobre la pregunta, con la cabeza inclinada y los ojos pensativos.

– Me aterra un poco pensarlo -admitió con franqueza-. Llevo trabajando en esto desde enero. Ya han pasado once meses. Supongo que lo que me gustaría hacer si Dios me lo permitiera… -Inclinó la cabeza hacia arriba para señalar no sólo el cielo, sino también a su marido, que seguramente también tenía algo que decir sobre ese asunto-. Creo que me gustaría hacer algo relacionado con el extranjero. Seguir con los retratos, pues me encantan. Pero la próxima vez me gustaría retratar rostros extranjeros. Pero no de gente de procedencia extranjera residente en Londres, a pesar de que encontraría cientos de miles de ellos, porque, aunque no lo sepan, ya han sido britanizados. Me gustaría hacer algo bastante diferente: ¿África? ¿India? ¿Turquía? ¿Rusia? Aún no estoy segura.

– ¿Seguirías pues con los retratos?

– La gente no se esconde de la cámara cuando la fotografía no es para ellos. Eso es precisamente lo que me gusta: la naturalidad y la franqueza con la que miran al objetivo. El hecho de mirar cómo esos rostros se convierten en una realidad es como una adicción. -Tomó otro sorbo de jerez-. Pero seguro que no has venido a hablar de mis fotografías.

Aprovechó la oportunidad para escaparse, aunque se odió a sí mismo por hacerlo.

– ¿Está Simon en el laboratorio?

– ¿Quieres que vaya a avisarle?

– Ya subiré yo mismo, si no te supone ningún problema.

Le respondió que evidentemente que no y que ya conocía el camino. Se encaminó al escritorio en el que había estado trabajando, dejó la copa de jerez sobre la mesa y se dirigió de nuevo a él. Lynley se acabó el whisky, pensando que ella volvía para recogerle el vaso, pero le apretó el brazo, le besó en la mejilla y le dijo:

– Me ha gustado mucho volver a verte. ¿Necesitas ayuda con ese ordenador?

– Ya me las arreglaré -le respondió. Y lo hizo sin sentirse especialmente orgulloso de sí mismo por, aceptar la vía de escape que le estaba ofreciendo, sino recordándose a sí mismo que tenía trabajo que hacer y que el trabajo era lo primero, algo que, sin lugar a dudas, Deborah St. James comprendería.

Su marido estaba en la cuarta planta de la casa, donde tenía un estudio al que se referían como al laboratorio desde hacía mucho tiempo; Deborah había montado un cuarto oscuro en la habitación contigua. Lynley subió hasta el cuarto piso, y cuando llegó al rellano, gritó: «Simon, ¿estás ocupado?», antes de encaminarse hacia la puerta abierta.

Simon St. James estaba sentado delante del ordenador y parecía estar examinando una complicada estructura que se asemejaba a un gráfico de tres dimensiones. Cada vez que apretaba una tecla, el gráfico cambiaba. Al apretar unas cuantas teclas más, empezó a dar vueltas sobre sí mismo.

– ¡Qué curioso! -murmuró, y luego se volvió hacia la puerta-. ¡Hola, Tommy! Ya me había parecido oír la puerta de la calle hace un rato.

– Deb me ha ofrecido un vaso de tu Lagavulin. Quería que alguien le confirmara la calidad del producto.

– ¿Y?

– ¡Excelente! ¿Me permites…? -Hizo un gesto para señalar el ordenador.

– ¡Ah, sí! Lo siento. Ven aquí. Permíteme que mueva… Bien, creo que puedo apartar algo.

Apartó la silla de la mesa del ordenador, y al ver que la pieza de la pierna no le respondía cuando intentaba levantarse, le dio un golpe a la rodilla con una regla de metal.

– Estoy teniendo muchos problemas con esto. Es mucho peor que la artritis. Tan pronto como empieza a llover, la bisagra de la rodilla deja de funcionar. Creo que ha llegado el momento de llevarlo a revisar. Eso o una visita al mago de Oz.

Hablaba con una falta total de preocupación que Lynley sabía que era verdadera, pero que él no podía compartir. En los últimos trece años, cada vez que St. James había movido la pierna delante de Lynley, había tenido que hacer un gran esfuerzo por no apartar la mirada y sentirse avergonzado por haberle causado un dolor físico tan grande a su amigo.

St. James apiló un montón de papeles y de carpetas de manila, y apartó unas cuantas revistas científicas para poder dejarle un poco de espacio libre sobre la mesa. Como quien no quiere la cosa le preguntó:

– ¿Cómo se encuentra Helen? Esta tarde me ha parecido que tenía aspecto de estar enferma. Ahora que lo pienso, me lo ha parecido todo el día.

– Esta mañana se encontraba bien -respondió Lynley, convenciéndose a sí mismo de que aunque no era la pura verdad, al menos se le acercaba. Se encontraba bien. Los mareos matinales no podían considerarse una enfermedad-. Supongo que está un poco cansada. Estuvimos conectados a Internet hasta muy tarde… -Pero de repente se percató de que eso no era lo que su mujer le había contado a Deborah. Maldijo a Helen por ser tan creativa cuando tenía que inventarse historias-. No, lo siento. Eso fue hace dos noches. ¡Santo Cielo! No soy capaz de acordarme de nada. De todos modos, se encuentra bien. Me imagino que se siente cansada por no haber dormido lo suficiente.

– Sí, bien, de acuerdo -respondió St. James, pero el hecho de que se le quedara mirando durante tanto tiempo lo hizo sentir incómodo. En el corto silencio que siguió, la lluvia empezó a caer. Golpeaba la ventana cual tambor en miniatura, e iba acompañada de una repentina ráfaga de viento que hacía crujir el marco como si fuera una tácita acusación.

– ¿Qué me has traído? -le preguntó mientras señalaba el ordenador.

– Un poco de trabajo de detectives.

– ¡Pero si eso es tu especialidad!

– Dijéramos que esto requiere un enfoque más delicado.

St. James hacía más de veinte años que conocía a Lynley y, por lo tanto, era capaz de leer entre líneas.

– ¿Estamos pisando un terreno peligroso, Tommy?

– Lo único que necesito averiguar es un simple pronombre -le respondió Lynley con honradez-. Tú estás limpio; si me ayudas, claro está.

– Eso es muy tranquilizador -contestó St. James con su característico buen humor-. Entonces, ¿por qué me imagino a mí mismo en el futuro en un lugar desagradable, sentado en el banquillo de los acusados o de pie en la tribuna de los testigos, pero en cualquiera de los casos sudando como un gordo en Miami?

– Es tu instinto natural de lealtad hacia los hombres; a propósito, una cualidad que admiro mucho en ti, por si no te lo había dicho antes. Aunque también es, sin embargo, una de las primeras cosas que desaparece después de llevar muchos años tratando con criminales.

– Entonces, ¿es algo relacionado con un caso? -le preguntó St. James.

– Yo no te he dicho nada.

St. James, meditabundo, se pasó los dedos por encima del labio superior mientras observaba el ordenador. Seguro que sabía lo que Lynley debería estar haciendo con esa máquina. Pero por qué no lo estaba haciendo… era algo que más le valdría no preguntar. Inspiró profundamente y exhaló el aire, haciendo una pequeña inclinación de cabeza que indicaba que iba en contra de sus principios.

– ¿Qué necesitas?

– Que averigües qué uso ha hecho ella de Internet, especialmente su correo electrónico.

– ¿Ella?

– Sí, ella. Es posible que recibiera mensajes de un internauta abominable que se hace llamar Hombre Lengua…

– ¡Santo Cielo!

– … pero no encontramos ningún mensaje de él cuando nos conectamos en su oficina.

A continuación, Lynley le dio a St. James la contraseña de Eugenie Davies, y éste la apuntó en un trozo de papel amarillento que arrancó de una libreta que había sobre la mesa.

– ¿Debo buscar algo en particular aparte del Hombre Lengua ese?

– Cualquier cosa puede ser importante, Simon: los mensajes que haya enviado y recibido, las páginas que haya consultado por Internet… Cualquier cosa que hubiera hecho una vez que estuviera conectada… durante los dos últimos meses. Es posible, ¿verdad?

– En la mayoría de los casos, sí. Pero no hace falta que te diga que cualquier experto de la policía podría hacerlo con mucha más rapidez; además, si consiguieras una orden de una autoridad legal, podrías presionar al servidor de Internet.

– Sí, ya lo sé.

– Todo esto me hace pensar que sospechas que encontraré algo -colocó las manos sobre la máquina- que puede poner a alguien en una posición difícil, alguien a quien no te gustaría causarle ningún problema. ¿Tengo razón?

– Sí, la tienes -respondió Lynley con convicción.

– Espero que no tenga nada que ver contigo.

– ¡Por el amor de Dios, no!

St. James asintió con la cabeza y contestó:

– Entonces, estoy satisfecho. -Por un momento, pareció sentirse incómodo, y para ocultar ese sentimiento, bajó la cabeza y empezó a rascarse la nuca-. Así pues, todo va bien entre Helen y tú -dijo para terminar.

Lynley vio la línea de razonamiento que había seguido. Una ella misteriosa, un ordenador en manos de Lynley, alguien desconocido que podría tener problemas si su dirección de correo electrónico apareciera en el ordenador de Eugenie Davies… Todo ello le hacía pensar en algo ilícito, y la vieja amistad que St. James tenía con la esposa de Lynley -después de todo, conocía a Helen desde que ésta tenía dieciocho años-haría que la protegiera mucho más de lo que podría esperarse de un simple jefe.

Lynley se apresuró a decir:

– Simon, no tiene nada que ver con Helen. Ni tampoco conmigo. Tienes mi palabra. ¿Me harás ese favor?

– Estarás en deuda conmigo, Tommy.

– ¡Y tanto! Pero en este momento estoy tan en deuda contigo que más me valdría regalarte mis posesiones en Cornualles y poner fin a todo esto.

– Es una oferta muy tentadora. -St. James esbozó una sonrisa-. Siempre he deseado tener una casa en el campo.

– Entonces, ¿lo harás?

– Supongo que sí. Pero no hace falta que me des tus tierras. Bien sabe Dios que no queremos que tus antepasados se revuelvan en la tumba.


El agente Winston Nkata supo que esa mujer era Katja Wolff antes de que ésta abriera la boca, pero por mucho que le hubieran insistido, habría sido incapaz de explicar cómo lo había sabido. Cierto, tenía llave del piso, y eso ya era bastante para identificarla, ya que ese piso del edificio Doddington Grove figuraba como su dirección, tal y como le había informado un rato antes, a petición del inspector Lynley, la agente encargada de la libertad condicional de Katja. No obstante, aparte del hecho de que tuviera llave del piso, había algo más que le indicaba a quién estaba mirando. Era su modo de moverse -como si temiera algún encuentro fortuito- y también la expresión de su rostro, totalmente inexistente, el tipo de expresión característica de los presidiarios que no quieren llamar la atención.

Se detuvo nada más cruzar la puerta, y su mirada fue de Yasmin Edwards a Nkata, y de nuevo a Yasmin, donde permaneció.

– ¿Te interrumpo, Yas? -le preguntó con una voz ronca que tenía mucho menos acento alemán de lo que en un principio se había imaginado. Pero ya llevaba más de veinte años en ese país; además, no había estado rodeada de compatriotas alemanes precisamente.

– Es un poli -le explicó Yasmin-. Un agente que se llama Nkata.

El cuerpo de Katja Wolff se puso en estado de alerta: un estado de conciencia sutil y tenso que alguien que no hubiera nacido en el país de la lucha entre pandillas, como el mismísimo Winston Nkata, podría haber pasado por alto.

Katja se quitó el abrigo -color rojo cereza-y el ajustado sombrero gris que llevaba una cinta a juego con el vivo color del abrigo. Debajo llevaba un jersey azul cielo, que parecía cachemir pero que estaba muy gastado en los codos, y unos pantalones color gris claro de un material brillante con hilos plateados entrelazados que brillaban bajo la luz.

– ¿Dónde está Dan? -le preguntó a Yasmin.

Yasmin, señalando el cuarto de baño con la cabeza, le contestó:

– Está lavando pelucas.

– ¿Y éste qué quiere? -Inclinó la barbilla hacia Nkata.

Decidió tomar las riendas mientras tuviera la oportunidad, y le preguntó:

– ¿Es usted Katja Wolff?

No respondió. Simplemente se dirigió al cuarto de baño y saludó al hijo de Yasmin Edwards, que según parecía estaba cubierto de espuma hasta los mismísimos codos. El chico la miró, y después echó un vistazo a la sala de estar, donde su mirada se entrecruzó con la de Nkata por un instante. Sin embargo, no dijo nada. Katja cerró la puerta del cuarto de baño y se dirigió a grandes pasos hacia el viejo sofá de tres plazas que constituía el único mobiliario de la sala. Se sentó, cogió un paquete de Dunhills de encima de la mesa, sacó un cigarrillo y lo encendió. Cogió el mando a distancia de la tele y cuando estaba a punto de ponerla en marcha, Yasmin pronunció su nombre: no a modo de súplica, sino de advertencia, según le pareció a Nkata.

Al oírlo, Winston se dio cuenta de que quería observar de cerca a Yasmin Edwards, ya que deseaba comprenderla: a ella misma, a su situación en Kennington, a su hijo, a la relación que mantenían las dos mujeres. Sentía interés por ella, pero no sólo porque fuera atractiva. Sin embargo, aún estaba intentando entender su ira, así como los temores que estaba haciendo todo lo posible por ocultar. Tenía ganas de decirle: «No te pasará nada, mujer», pero se dio cuenta de que habría sido una estupidez.

– En la lavandería de Kennington High Street me han dicho que hoy no se ha presentado al trabajo -le dijo a Katja Wolff.

– Esta mañana estaba enferma. De hecho, lo he estado todo el día -le contestó-. Acabo de llegar de la farmacia. Supongo que no hay ninguna ley que lo prohíba. -Dio una calada del cigarrillo y se lo quedó mirando.

Nkata se percató de que Yasmin los miraba a ambos. Tenía las manos entrelazadas ante ella, justo delante de su sexo, como si quisiera ocultarlo.

– ¿Ha ido hasta la farmacia en coche? -le preguntó a Katja Wolff.

– Sí. ¿Qué pasa?

– Así pues, tiene coche, ¿no es verdad?

– ¿Por qué me lo pregunta? -le dijo Katja-. ¿Ha venido hasta aquí para pedirme que le lleve a alguna parte? -Su inglés era perfecto, realmente extraordinario, tan impresionante como la mujer en sí.

– ¿Tiene coche, señorita Wolff? -le repitió con paciencia.

– No. No suelen dar coches cuando sueltan a la gente en libertad condicional. Aunque creo que es una lástima. Especialmente para aquellos que cumplen condena por haber perpetrado un robo a mano armada. Deben de ver su futuro muy negro sabiendo que tendrán que escaparse a pie de sus futuros escenarios del crimen. En cambio, para alguien como yo… -Apagó el cigarrillo en un cenicero de cerámica que tenía forma, según correspondía a la estación, de calabaza-. No me hace falta ningún coche para ir a trabajar a la lavandería. Lo único que necesito es un alto grado de tolerancia para soportar no sólo un aburrimiento sin fin, sino también un calor insufrible.

– Entonces, no tiene coche.

Yasmin atravesó la habitación en el instante en que Nkata acababa de pronunciar la frase. Se sentó en el sofá junto a Katja, y empezó a ordenar unas revistas y unos periódicos sensacionalistas que había sobre la mesa con patas de hierro que tenía delante. Cuando hubo acabado, colocó una mano sobre la rodilla de Katja. Observó a Nkata más allá de la línea imaginaria que había acabado de trazar, tal y como si la hubiera dibujado con tiza sobre la moqueta.

– ¿Qué quiere de nosotras? -le preguntó-. Vomítelo o márchese.

– ¿Tiene coche? -le preguntó.

– ¿Qué pasa si lo tengo?

– Pues que me gustaría verlo.

– ¿Por qué? ¿Con quién ha venido a hablar, agente?

– Supongo que llegaremos a eso de aquí a un momento -le contestó Nkata-. ¿Dónde está el coche?

Las dos mujeres permanecieron inmóviles durante un momento, y el constante sonido de agua procedente de la bañera les indicó que Daniel estaba sometiendo las pelucas de su madre a un aclarado manual. Katja fue la que rompió el silencio, y lo hizo con la confianza de una mujer que se ha pasado dos décadas aprendiendo sobre sus derechos con respecto a la policía.

– ¿Tiene orden de registro?

– No creo que necesite ninguna, porque sólo he venido a hablar.

– ¿A hablar del coche de Yasmin?

– Sí. Del coche de la señora Edwards. ¿Dónde está?

Nkata intentó no parecer demasiado orgulloso. No obstante, la mujer alemana se sonrojó al darse cuenta tal vez que había metido la pata a causa de la antipatía y la desconfianza que sentía hacia Nkata.

– ¿Nos puede decir de qué va todo esto? -preguntó Yasmin con brusquedad, con un tono de voz más agudo y asiendo la rodilla de Katja con ansiedad-. Necesitará una orden de registro si quiere inspeccionar mi coche, ¿me ha entendido?

– No creo que haga falta inspeccionarlo, ¿verdad, señora Edwards? -le contestó-. Pero, de todas maneras, le echaré un vistazo.

Las mujeres intercambiaron una mirada, y después Katja se puso en pie y se dirigió hacia la cocina. Empezó a oírse el ruido de armarios abriéndose y cerrándose, el sonido metálico de una tetera sobre la cocina y el siseo del quemador. Yasmin esperó durante un momento, como si estuviera pendiente de recibir alguna señal de la cocina que no tuviera que ver nada con el té. Al ver que no recibía ninguna, se puso en pie y cogió una llave de un gancho que colgaba a la derecha de la puerta principal del piso.

– ¡Vamos! -le indicó a Nkata, y le condujo hasta afuera, sin siquiera coger el abrigo a pesar del mal tiempo que hacía. Katja Wolff se quedó en el piso.

Yasmin avanzaba a grandes pasos hacia el ascensor, como si no le importara en lo más mínimo que el detective la siguiera o no. Al moverse, las trenzas -eran tan largas que le llegaban hasta la clavícula-creaban una música que era no sólo hipnótica, sino también relajante, y Nkata se dio cuenta de que no podía responder del efecto que esa música causaba en él. Primero notó la reacción en la garganta, después detrás de los ojos, y por último en el pecho. Intentó librarse de esa sensación, y luego observó el aparcamiento y lo que parecían plazas de aparcamiento al otro lado de la calle; después dirigió la mirada hacia Manor Place, donde divisó la primera hilera de casas abandonadas, que expresaban muy bien lo que la indiferencia del gobierno y el decaimiento urbano habían causado al barrio a lo largo de esos años.

– ¿Se crió en este barrio? -le preguntó cuando aún estaban dentro del ascensor.

Yasmin se le quedó mirando en silencio; al cabo de un rato, él apartó la mirada en dirección a las palabras CÓMEME HASTA QUE GRITE que estaban pintadas con esmalte para uñas en la pared del ascensor a la altura del hombro derecho de Yasmin. El graffiti le recordó a su madre de inmediato: una mujer vigilante que no podía soportar que nadie ensuciara el paisaje con pintadas ni que soltara palabrotas delante de ella. Alice Winston habría actuado con tanta rapidez con el quitaesmalte que la frase ni siquiera habría tenido tiempo de secarse antes de que la acabara de borrar. Mientras pensaba en eso y en su decorosa madre, y en cómo había conseguido mantener su dignidad en una sociedad que primero veía a una mujer negra y después a la mujer en sí, y eso si tenía un día de suerte, Nkata sonrió con ternura.

– Le gusta tener a las mujeres controladas, ¿verdad? -espetó Yasmin-. Ésa es la razón por la que se unió a la bofia, ¿no?

Deseaba decirle que no debería hablar con desprecio de la gente, no porque esa expresión de burla le deformara la cara y le aumentara el tamaño de la cicatriz hasta hacerla florecer, sino porque cuando lo hacía, parecía asustada. Y el miedo era el peor enemigo de las mujeres.

– Lo siento -se disculpó-. Estaba pensando en mi madre.

– ¡En su madre! -Dejó los ojos en blanco-. Lo próximo que me dirá es que le recuerdo a ella.

Nkata se rió abiertamente al pensar en la comparación.

– No se parecen en nada -respondió, y siguió riéndose.

Yasmin entrecerró los ojos. La puerta del ascensor se abrió con un chirrido y ella salió con paso airado.

Al otro lado de una zona de césped reseco, el aparcamiento contenía una pequeña colección de coches que revelaba la situación económica general de la gente que vivía en el edificio Doddington Grove. Yasmin Edwards condujo a Nkata hasta un Ford Fiesta cuyo parachoques trasero colgaba del vehículo cual borracho en una farola. El coche había sido rojo en algún momento, pero ya hacía tiempo que el color se había oxidado y, por lo tanto, era del color del orín. Nkata lo rodeó con cuidado. El faro delantero de la derecha tenía una rotura desigual, pero aparte de eso y del parachoques trasero, el coche no había sufrido ningún otro daño.

Se puso en cuclillas delante del Fiesta y, usando una linterna de bolsillo para iluminar un poco la parte inferior, la examinó. Hizo lo mismo en la parte trasera del vehículo, sin ninguna prisa. Yasmin Edwards permanecía de pie y en silencio, con los brazos alrededor del cuerpo para protegerse del frío, ya que su camiseta de verano era una protección muy pobre para resguardarse del viento que arreciaba y de la lluvia que había comenzado a caer.

Cuando Nkata hubo acabado, se puso en pie.

– ¿Cuándo se le rompió el faro? -le preguntó.

– ¿Qué faro? -Yasmin se dirigió a la parte delantera del coche y lo examinó por sí misma-. No lo sé. -Y por primera vez desde que supiera qué y quién era Nkata, no pareció combativa a medida que pasaba los dedos sobre la desigual rotura del cristal-. Los faros funcionan bien. Supongo que es por eso que no me di cuenta.

Había empezado a temblar, pero era más probable que fuera de frío que de preocupación. Nkata se quitó el abrigo, se lo entregó y le dijo:

– ¡Tenga!

Yasmin lo cogió.

Nkata esperó a que hubiera pasado los brazos por las mangas, a que se lo ajustara a la perfección, a ver qué aspecto tenía con el cuello levantado que se curvaba junto a su oscura piel. Después le preguntó:

– Este coche lo usan las dos, ¿verdad, señora Edwards? Usted y Katjia Wolff.

Se quitó el abrigo de inmediato y se lo tiró a la cara antes de que pudiera acabar la pregunta. Si había habido algún momento entre ellos que no fuera hostil, él consiguió hacerlo pedazos. Yasmin alzó los ojos hacia el piso en el que Katja Wolff estaba preparando el té. Luego se volvió para mirar a Nkata, y con los brazos de nuevo alrededor del cuerpo, le preguntó sin alterarse:

– ¿Desea algo más de nosotras?

– No -le respondió-. ¿Dónde estaba ayer por la noche, señora Edwards?

– Aquí -le contestó-. ¿Dónde iba a estar? Supongo que se ha dado cuenta que tengo un niño que necesita a su madre.

– ¿La señorita Wolff también estaba en casa?

– Sí -respondió-. Katja se quedó en casa. -Sin embargo, lo dijo de tal modo que a él le pareció que podría no ser verdad.

Cuando una persona miente, siempre hay algo que se altera. A Nkata se lo habían repetido un centenar de veces. Le habían enseñado a fijarse en el tono de voz. A estar alerta por si se producían cambios en las pupilas de los ojos. A prestar atención al movimiento de la cabeza, a fijarse en si los hombros estaban relajados o tensos, o si los músculos del cuello estaban rígidos. Busca algo -cualquier cosa-que no hubiera estado allí antes, y eso te indicará con exactitud si la persona está diciendo la verdad.

– Tengo que preguntárselo a ella -afirmó mientras inclinaba la cabeza en dirección al piso.

– Ya le he contestado yo.

– Sí, ya lo sé.

Nkata se encaminó de nuevo hacia el ascensor y recorrieron el mismo camino que habían recorrido con anterioridad. Pero el silencio que reinaba entre ellos le pareció tenso, mucho más tenso de lo que era normal entre hombre y mujer, policía y sospechoso o ex convicta y amante en potencia.

– Estaba aquí -repitió Yasmin Edwards-. No obstante, no me cree porque no puede, ya que si investigó dónde vivía Katja, seguro que averiguó todo lo demás y que sabe que estuve en la cárcel y, cuando hay problemas, a las convictas y a las mentirosas se las juzga del mismo modo. ¿No es verdad?

Nkata ya había llegado a la puerta del piso. Pero ella se le adelantó y le impidió el paso.

– Pregúntele qué hizo ayer por la noche. Pregúntele dónde estaba. Ella le responderá que estaba aquí. Y para cerciorarme de no interrumpirle, me quedaré aquí afuera hasta que acabe con su interrogatorio.

– Haga lo que quiera -le respondió Nkata-. Sin embargo, si tiene intención de quedarse aquí, como mínimo, póngase esto.

En esa ocasión, él mismo le colocó el abrigo sobre los hombros y le subió el cuello para protegerla del viento. Ella se hizo a un lado. Nkata deseaba decirle: «¿Qué le impele a comportarse de ese modo?», pero se limitó a agachar la cabeza y a entrar de nuevo en el piso para encararse con Katja Wolff.

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