Capítulo 2

J.W Pitchley, alias Hombre Lengua, había pasado una noche estupenda. Se había saltado la regla número uno -nunca sugerir encontrarse con ninguna mujer con la que hubiera practicado cibersexo- pero le había salido muy bien, y le había demostrado una vez más que sus instintos para escoger fruta madura (que era más jugosa por haber pasado tanto tiempo ignorada en el árbol) estaban tan afilados como un instrumento quirúrgico.

Sin embargo, la humildad y la honradez le obligaban a admitir que no se había arriesgado mucho. Cualquier mujer que se hiciera llamar Bragas Cremosas dejaba muy claro lo que quería, y si hubiera abrigado alguna duda, el hecho de correrse cinco veces en sus calzoncillos Calvin Klein sin tener que menearse el miembro ni una sola vez en los cinco encuentros cibernéticos que tuvieron, le habría tranquilizado. A diferencia de las otras cuatro ciberamantes que tenía, cuyas habilidades ortográficas eran muy a menudo tan limitadas como su imaginación, Bragas Cremosas tenía una capacidad imaginativa que le agotaba el cerebro y una habilidad natural para expresar sus fantasías que le ponían la polla cual caña de pescar tan pronto como se conectaba a la red.

«Aquí Cremosa -le escribía-. ¿Estás a punto, Lengua?»

¡Ah, sí! ¡Y tanto! Siempre lo estaba.

Así pues, en esa ocasión había sido él el que había tomado la iniciativa, en vez de esperar a que lo hiciera su compañera cibernética. Eso era muy poco habitual en él. Normalmente les seguía el juego, y siempre estaba al otro lado de la línea cuando alguna de sus amantes quería acción, pero nunca se había aventurado a encontrarse con ellas, a no ser que éstas se lo sugirieran. Siguiendo estas normas, había conseguido que veintisiete encuentros en la super autopista de la información se convirtieran en veintisiete citas muy gratificantes en el Motel Comfort Inn de Cromwell Road; éste se encontraba a una distancia muy prudente de su barrio y, además, de noche lo vigilaba un caballero asiático cuya memoria para recordar las caras no era nada comparada con la pasión que tenía por ver videos de las antiguas obras de teatro de la BBC. Había sido víctima de una broma cibernética una sola vez: una ocasión en la que había aceptado encontrarse con una amante llamada Házmelo con Dureza, y en la que había acabado encontrándose con dos niños de doce años con la cara llena de granos y vestidos como los hermanos Kray. Sin embargo, no le importó mucho, ya que se los quitó de encima con bastante rapidez y con la certeza de que no volverían a hacer ese tipo de travesuras.

Pero Bragas Cremosas lo tenía bien obsesionado. «¿Estás a punto?» Desde un buen principio se había estado preguntando si sería capaz de hacer en persona lo mismo que hacía con palabras.

Siempre se trataba de eso, ¿no es verdad? Anticipar, fantasear y conseguir una respuesta era parte de la diversión.

Le había costado mucho convencer a Bragas Cremosas para que se vieran. Con esa mujer, se había atrevido a hacer licencias descriptivas nuevas y vertiginosas. Para conseguir más ideas respecto a lo carnal, se había pasado seis horas durante una quincena examinando los artículos de placer expuestos en las tiendas de Brewer Street. Y cuando finalmente se dio cuenta de que se pasaba el viaje diario al centro de la ciudad imaginándose con lujuria a sus dos cuerpos saciados y entrelazados de modo inextricable sobre la colcha de horribles colores de una cama del Motel Comfort Inn -en vez de leer el Financial Times, que era el elemento esencial de su carrera profesional- supo que tenía que pasar a la acción.

«¿Lo quieres de verdad? -le había escrito por fin-. ¿Estás a punto para un encuentro?»

Lo estaba.

Hizo la misma sugerencia que siempre hacía cuando una amante cibernética insistía en verle: ir a tomar unas copas al Valley of Kings, un sitio muy fácil de encontrar y que estaba muy cerca del Sainsbury's de Cromwell Road. Podía llegar hasta allí en coche, en taxi, en autobús o en metro. Y si al verse por primera vez no se gustaban… ningún problema, se tomaban un martini rápido en el bar y tan amigos.

El Valley of Kings tenía la misma calidad impagable que el Comfort Inn. Al igual que la gran mayoría de negocios en el sector de servicios de Londres, los camareros apenas hablaban inglés y todos los ingleses les parecían iguales. Había llevado a sus veintisiete amantes cibernéticas al Valley of Kings sin que el dueño, ni los camareros ni el barman mostraran el menor indicio de que lo conocían; por lo tanto, estaba seguro de que también podría llevar allí a Bragas Cremosas sin que ninguno de los empleados le traicionara.

Supo quién era en el mismo instante en que se acercó a la barra del restaurante que olía a azafrán. Una vez más se sentía satisfecho de haber adivinado quién era y cómo sería. Debía de tener como mínimo cincuenta y cinco años, iba muy aseada y llevaba la cantidad correcta de perfume; no era una putilla de esas que van a ver lo que pillan. No era una guarra del Mile End que intentara mejorar su posición ni tampoco una tía del norte recién llegada a la capital con la esperanza de encontrar un tipo que le solucionara la vida. Era exactamente lo que había supuesto que sería: una divorciada solitaria cuyos hijos ya habían crecido y que se enfrentaba con la perspectiva de que la llamaran abuela diez años antes de lo que habría deseado. Estaba ansiosa por demostrarse a sí misma que aún tenía un poco de atractivo sexual, a pesar de las arrugas y de la incipiente papada. Las razones que él podía tener para escogerla, a pesar de que se llevaban doce años de diferencia, no tenían ninguna importancia. Estaba contento de poder confirmarle que aún poseía encanto.

Esa confirmación sucedió en la habitación 109, en la primera planta, a unos noventa metros del estruendo del tráfico. El ruido de la calle -siempre lo decía en voz baja antes de cerrar la puerta con llave-eliminaba la posibilidad de quedarse a pasar la noche. De hecho, sería imposible para cualquier persona con un oído normal dormir en una habitación que diera a Cromwell Road. Y, como pasar la noche con una amante cibernética era lo último que le gustaría hacer, el hecho de ser capaz de decir «Dios mío, qué estrépito» en un momento u otro a menudo le servía de preludio para poder salir de la situación como un caballero.

Todo había sucedido según lo previsto: las bebidas habían llevado a la confesión de una atracción física y, por lo tanto, se habían ido paseando hasta el Comfort Inn, donde un acoplamiento enérgico había acarreado satisfacción mutua. En persona, Bragas Cremosas -cuyo nombre verdadero se negó a revelar-era tan sólo un poco menos imaginativa que en el teclado. Cuando hubieron acabado de probar todas las permutaciones sexuales, posiciones y posibilidades, se apartaron uno del otro, cubiertos de sudor y otros fluidos corporales, y se dispusieron a oír el estruendo de los camiones que iban arriba y debajo de la carretera.

– ¡Dios mío, qué ruido! -refunfuñó-. Debería haber elegido un sitio mejor. No podremos dormir.

– ¡Ah! -respondió ella-. No te preocupes. De todos modos, no me puedo quedar.

– ¿No? -dijo él con una expresión de disgusto. Sonrió y añadió-: No contaba con ello. Después de todo, cabía la posibilidad de que tú y yo no hubiéramos conectado en persona del mismo modo que en la red, ¿sabes?

Eso ya lo sabía. Pero mientras regresaba a casa en coche se preguntaba: «¿Qué pasará a continuación?». Lo habían estado haciendo con intensidad durante dos horas enteras, y los dos habían disfrutado muchísimo. Se habían separado con promesas por ambos lados de «seguir en contacto», pero había tenido la ligera sensación de que el abrazo de despedida de Bragas Cremosas desmentía sus palabras y que el sentido común requería que se mantuviera alejado de ella durante un tiempo.

Y eso es precisamente lo que decidió hacer al final, después de un trayecto en coche, largo y sin rumbo bajo la lluvia, con el objetivo de reducir la tensión sexual.

A medida que llegaba a su calle, soltó un bostezo. Dormiría plácidamente después de los esfuerzos de la noche. No había nada como practicar sexo enérgico con una persona casi desconocida y de avanzada edad para disponerse al sueño.

Miró de soslayo a través del cristal a medida que el limpiaparabrisas lo adormecía con su ritmo constante. Subió la cuesta y puso el intermitente para girar hacia el camino de entrada -más por costumbre que por necesidad-y cuando estaba pensando cuánto tiempo pasaría antes de que Mujer Fogosa y Cómeme le propusieran encontrarse en persona, vio un montón de ropa empapada junto a un Calibra último modelo.

Suspiró. ¿No era verdad que la sociedad se estaba desmoronando? Bajo una delgada capa de piel, los seres humanos se estaban convirtiendo en cerdos. Después de todo, ¿para qué tenía que molestarse uno en ir hasta Oxfam a dejar sus trastos si, en realidad, podía dejarlos en medio de la calle? Era patético.

Cuando estaba a punto de pasar por delante, le llamó la atención una luz blanca entre las ropas mojadas. Echó un vistazo. ¿Un calcetín empapado de lluvia? ¿Una bufanda hecha jirones? ¿Una pobre colección de bragas de mujer? ¿Qué era?

Pero entonces lo vio. Apretó el freno con violencia.

Se dio cuenta de que el blanco resplandor era una mano, una muñeca y un trozo de brazo que sobresalía de un abrigo negro.

«Debe de ser parte de un maniquí -se dijo a sí mismo con decisión para apaciguar los latidos de su corazón-. Debe de ser la broma de alguien que tiene un cerebro de mosquito. De todos modos, es demasiado pequeño para ser una persona. Tampoco veo ni las piernas ni la cabeza. Sólo ese brazo.»

Sin embargo, bajó la ventanilla, a pesar de esas conclusiones tan reconfortantes. La lluvia le salpicó en la cara, y examinó de cerca el cuerpo sin forma que yacía en el suelo. Luego vio el resto.

Había piernas y también una cabeza. En un primer momento, cuando lo había divisado a través de la ventanilla empapada de lluvia, no lo había visto porque la cabeza estaba inclinada dentro del abrigo, como si estuviera rezando, y las piernas estaban ocultas bajo el Calibra.

«Un ataque al corazón -pensó, aunque lo que veían sus ojos no se lo confirmaba-. Aneurisma. Apoplejía.»

Pero ¿qué hacían esas piernas bajo el coche? La única explicación lógica para eso era que…

Cogió el móvil y llamó a la policía.


El cuerpo del comisario Eric Leach mostraba todos los síntomas de la gripe. Le dolía en todas las partes posibles. Le sudaba la cabeza, el rostro y el pecho. Tenía escalofríos. Debería haber llamado para decir que estaba enfermo tan pronto como había notado lo mal que se encontraba. Debería haberse metido en la cama. Si lo hubiera hecho, habría matado dos pájaros de un tiro: habría recuperado el sueño que había perdido mientras intentaba reorganizar su vida después del divorcio, y habría tenido una excusa cuando el teléfono sonó a medianoche. Pero en vez de eso, ahí estaba él sacando por la fuerza a su temblante culo de una casa mal amueblada para llevarlo al frío, al viento y a la lluvia, lo que, sin lugar a dudas, suponía arriesgarse a pillar una neumonía doble.

«Vive y aprende -pensaba el comisario Leach con hastío-. ¡La próxima vez que te cases, sigue casado, joder!»

Vio las intermitentes luces azules de los coches policía en el momento en que doblaba la esquina. Eran casi las doce y veinte de la noche, pero por la luz que había en la empinada calle que tenía frente a él, bien podría decirse que eran las doce del mediodía. Alguien había colocado focos, y a éstos se sumaban las rápidas luces del fotógrafo del equipo forense.

La frenética actividad que había delante de todas esas casas había reunido a una gran colección de curiosos, aunque no podían acercarse gracias al cordón policial que habían dispuesto a ambos lados de la calle. Barreras y más cordón policial bloqueaban la entrada a la calle desde los dos extremos. Detrás, ya se habían reunido un montón de fotógrafos de prensa, esos vampiros de las ondas radiofónicas que no cesaban de sintonizar la frecuencia del Departamento de Policía de Londres, con la esperanza de averiguar si había sangre fresca en alguna parte.

El comisario Leach sacó un Strepsil del paquete con los dedos. Aparcó el coche detrás de una ambulancia, en la que los responsables, ataviados con impermeables de pies a cabeza, pasaban el rato apoyados en el parachoques delantero, bebiendo café de la tapa de un termo de una forma tan relajada que quedaba bien claro qué servicios se iban a necesitar. Leach les saludó mientras encorvaba los hombros para protegerse de la lluvia. Mostró su tarjeta de identificación al policía joven y desgarbado que se ocupaba de mantener a los periodistas a raya, atravesó la barrera y se acercó a la colección de profesionales que estaban reunidos en torno a un turismo aparcado en medio de la calle.

Oyó fragmentos de conversaciones vecinales a medida que subía la cuesta con dificultad. La mayoría eran pronunciadas con ese tono reverencial tan característico de los que entienden hasta qué punto puede ser imparcial el autor de un crimen cuando está a punto de perpetrar una fechoría. Pero también oyó alguna queja malintencionada sobre la confusión que se creaba cuando una muerte repentina se producía en medio de la calle y se requería presencia judicial. Y cuando oyó una de esas quejas en ese tono de superioridad y de arrogancia que Leach tanto odiaba, éste dio media vuelta. Se encaminó poco a poco hacia el origen del griterío y consiguió oír un fragmento de la frase: «… y que a uno le despierten sin tener motivo aparente que no sea el de satisfacer las preferencias más ruines de los fotógrafos de la prensa amarilla…». La persona que hablaba tenía un aspecto horripilante, con el pelo parecido a un casco, y que seguramente había invertido todos los ahorros de su vida en una operación de cirugía plástica que necesitaba un repaso. Cuando estaba diciendo «… y si con los impuestos municipales que pagamos no nos pueden proteger de este tipo de cosas…», Leach la interrumpió y le dijo al policía más cercano:

– ¡Que hagan callar a esa zorra! ¡Mátenla, si es necesario! -Y siguió con su camino.

En ese momento, la acción del lugar del crimen se centraba alrededor del patólogo del equipo forense. Bajo una improvisada protección de láminas de politeno, llevaba una extraña mezcla de traje de lana, botas de goma y ropa impermeable de marca. Estaba acabando el reconocimiento preliminar del cuerpo, y Leach tuvo suficiente con un vistazo para saber que se trataba de un travestido o de una mujer de edad indeterminada, mal mutilada. Tenía los huesos faciales aplastados; la sangre brotaba del agujero en el que antes había habido una oreja; la piel en carne viva de la cabeza mostraba las partes en las que el pelo le había sido arrancado; la cabeza colgaba de forma natural, pero con una torsión muy forzada. Era el tipo de cosa que uno necesitaba ver cuando ya estaba mareado por la fiebre.

El patólogo -el doctor Olav Grotsin-apoyó las manos en los muslos y se puso en pie. Se quitó los guantes de látex, se los lanzó a un ayudante y vio que Leach tenía la intención de olvidarse de su precaria salud y de ayudar en lo que fuera posible desde el lugar en el que se encontraba, es decir, a poco menos de un metro de distancia del cadáver.

– Tiene un aspecto horrible -le dijo Grotsin a Leach.

– ¿Qué tenemos?

– Mujer. Llevaba una hora muerta cuando llegué aquí. Dos, como máximo.

– ¿Está seguro?

– ¿De qué? ¿De la hora o del sexo?

– Del sexo.

– Tiene pechos, viejos pero los tiene. Por lo que respecta al resto, no quería cortarle las bragas en medio de la calle. Supongo que puede esperar hasta mañana.

– ¿Qué ha sucedido?

– La han atropellado y se han dado a la fuga. Tiene lesiones internas. Me atrevería a decir que tiene roto todo lo que podría tener.

– ¡Mierda! -exclamó Leach, pasando por delante de Grotsin para agacharse junto al cadáver. Yacía a pocos centímetros de la puerta del conductor del Calibra, de lado y de espaldas a la calle. Tenía un brazo retorcido tras la espalda y las piernas estaban ocultas bajo el chasis de un Vauxhall. Leach cayó en la cuenta de que el Vauxhall estaba sin mancha, pero eso apenas le sorprendió. No podía imaginarse que un conductor pudiera estar tan desesperado por encontrar aparcamiento que fuera capaz de atropellar a alguien para conseguirlo. Buscó marcas de neumático en el cadáver y en el oscuro impermeable que llevaba.

– Tiene el brazo dislocado -le iba diciendo Grotsin-. Tiene las dos piernas rotas. También he encontrado un poco de algodón azucarado. Dele la vuelta a la cabeza y lo verá.

– ¿No lo ha hecho desaparecer la lluvia?

– La cabeza estaba protegida bajo el coche.

«Protegida es una palabra muy rara para definirlo», pensó Leach. La pobre mujer estaba muerta, fuera quien fuera. La espuma rosa de los pulmones bien podría indicar que no murió en el acto, pero eso no les serviría de mucha ayuda, y menos a la desventurada víctima. A no ser, evidentemente, que alguien se le hubiera acercado mientras aún seguía con vida y hubiera conseguido oír algunas palabras importantes mientras yacía moribunda en la calle.

Leach se puso en pie y preguntó:

– ¿Quién llamó para notificarlo?

– Ese hombre de ahí, señor -respondió la ayudante de Grotsin mientras señalaba con la cabeza al otro lado de la calle.

Leach se dio cuenta, por primera vez, de que había un Porsche Boxter aparcado en doble fila con las luces de emergencia encendidas. Había un policía a cada lado del coche, y un poco más allá se encontraba un hombre de mediana edad que llevaba una trenca y que estaba bajo un paraguas a rayas; alternaba su ansiosa mirada del Porsche al cuerpo mutilado que yacía unos metros más atrás.

Leach se encaminó hacia el deportivo para examinarlo. Sería un trabajo muy fácil si el conductor, el vehículo y la víctima formaran una tríada perfecta allí mismo, pero incluso cuando se encaminaba hacia el coche, Leach sabía que eso era muy poco probable. Grotsin no hubiera dicho que la habían atropellado y que se habían dado a la fuga, si sólo la primera acción era pertinente.

Con todo, observó el Boxter minuciosamente. Se plantó delante del coche y examinó la parte delantera y la carrocería. Desde allí se dirigió hacia los neumáticos y los inspeccionó uno por uno. Se tendió en el suelo mojado y revisó la parte inferior del Porsche. Cuando hubo finalizado, ordenó que confiscaran el coche para que pudieran examinarlo los del Departamento de Homicidios.

– ¿Cómo? Seguro que no hace falta -se quejó el señor Trenca-. Me paré, ¿no es verdad? Tan pronto como vi… Además, lo comuniqué a la policía. Seguro que entiende que…

– Es pura rutina. -Leach se acercó al hombre en el instante en que un policía le ofrecía una taza de café-. Se lo devolverán muy pronto. ¿Cómo se llama?

– Pitchley -respondió el hombre-. J.W Pitchley. Pero, mire, es un coche muy caro, y no entiendo por qué… ¡Santo Cielo! Si la hubiera atropellado, el coche tendría alguna marca.

– ¿Cómo sabe que es una mujer?

Pitchley parecía nervioso.

– Supongo que pensé que… Me acerqué al cadáver. Después de llamar a la policía, salí del coche y fui hasta allí para ver si podía hacer algo. Podría haber estado viva.

– Pero no lo estaba, ¿verdad?

– De hecho, no lo sé. No… Bien, lo único que vi es que estaba inconsciente. No decía nada. Quizá respirara. Pero sabía que no debía tocar nada… -Tomó un sorbo de café. Salía vapor de la taza.

– Está en un estado lamentable. Nuestro patólogo ha llegado a la conclusión de que era una mujer porque tenía pechos. ¿Qué hizo?

Pitchley parecía horrorizado al oír lo que estaba insinuando. Se quedó mirando el suelo, como si tuviera miedo de que el grupo de curiosos que había a su alrededor pudieran oír la conversación que estaba manteniendo con el detective y llegar a conclusiones erróneas.

– Nada -respondió en voz baja-. ¡Dios mío! ¡No he hecho nada! Es evidente que vi que llevaba una falda debajo del abrigo. Además, tiene el pelo más largo que el de un hombre…

– Allí donde no se lo han arrancado.

Pitchley hizo una mueca, pero prosiguió:

– Cuando vi la falda, supuse que se trataba de una mujer. Eso es todo.

– ¿Es ahí mismo donde estaba tendida? ¿Justo al lado del Vauxhall?

– Sí, ahí mismo. Ni la toqué ni la moví.

– ¿Vio a alguien en la calle? ¿En la acera? ¿En el porche? ¿En alguna ventana? ¿En algún sitio?

– No. No vi a nadie. Simplemente pasaba en coche por la calle. No había nadie a excepción de ella, y ni siquiera la habría visto si no hubiera sido porque la blancura del brazo o de la mano… me llamó la atención. Eso es todo.

– ¿Iba solo en el coche?

– Sí. Claro que iba solo. Vivo solo. Un poco más arriba en esta misma calle.

Leach se preguntó por qué le estaba dando tanta información.

– ¿De dónde venía, señor Pitchley? -le preguntó.

– De South Kensington. Estaba… cenando con una amiga.

– ¿Cómo se llama esa amiga?

– ¿Me está acusando de algo? -Pitchley parecía más bien aturdido que preocupado-. Porque si el hecho de llamar a la policía cuando uno encuentra un cadáver es motivo de sospecha, entonces solicito la presencia de mi abogado… ¡Eh! ¿Podría apartarse de mi coche, por favor? -Eso último se lo dijo a un policía moreno que formaba parte del equipo encargado de buscar huellas dactilares.

Más policías empezaron a peinar la zona alrededor de Pitchley y Leach, y de entre todo ese grupo apareció una mujer policía que sostenía un bolso con las manos enfundadas en unos guantes de látex. Se encaminó hacia Leach, y éste se puso sus propios guantes y, después de pedirle a Pitchley que diera su nombre y dirección al policía que custodiaba el coche, se alejó. Se reunió con la mujer policía en medio de la calle y le cogió el bolso de las manos.

– ¿Dónde estaba?

– Unos diez metros más allá. Debajo de un Montego. Las llaves y la cartera están dentro. También está el carné de identidad y el de conducir.

– ¿Es de aquí?

– De Henley-on-Thames -respondió la agente de policía.

Leach abrió la cremallera del bolso, buscó las llaves y se las entregó a la mujer policía.

– Compruebe si son de alguno de los coches aparcados por aquí -le ordenó, y mientras ella se alejaba para hacerlo, él sacó la cartera y la abrió para buscar el carné de identidad.

En un principio leyó el nombre sin relacionarlo con nada. Más tarde se preguntó cómo había sido capaz de no reconocerlo al instante. Pero la verdad es que se sentía como un zurullo aplastado de caballo, y hasta que no leyó el carné de donante de órganos y su nombre escrito en el talonario no se dio cuenta de quién era en realidad.

Apartó la mirada del bolso y la dirigió hacia el cuerpo aplastado que yacía en medio de la calle como si fuera un desecho. Y mientras empezaba a temblar, exclamó:

– ¡Dios, Eugenie! ¡Santo Cielo, Eugenie!


En el otro extremo de la ciudad, la agente Barbara Havers cantaba junto con sus compañeros y se preguntaba cuántas estrofas más de «porque es un chico excelente» tendría que soportar antes de poder escapar. No estaba preocupada por la hora. Cierto, la una de la mañana significaba que ya no podría hacer su cura de sueño, pero teniendo en cuenta que aunque hiciera de Bella Durmiente su aspecto general tampoco iba a mejorar tanto, sabía y aceptaba que si conseguía dormir cuatro horas, sería muy afortunada. Más bien estaba preocupada por el motivo de la fiesta, ya que no entendía por qué ella y sus compañeros de New Scotland Yard llevaban más de cinco horas en una casa abarrotada y calurosa de Stamford Brook.

Sabía que veinticinco años de matrimonio era algo que merecía ser celebrado. Podía contar con los dedos de una mano las parejas que conocía que habían conseguido esa gesta de longevidad conyugal, y ni siquiera tendría que usar el dedo pulgar. Pero había algo en esa pareja en particular que no le acababa de cuadrar, y desde el primer momento que entró en esa sala -papel crep amarillo y globos verdes intentaban por todos los medios ocultar cierto mal gusto que tenía mucho más que ver con la indiferencia que con la pobreza- había sido incapaz de desprenderse de la sensación de que los invitados de honor y demás personas allí reunidas formaban parte de un drama doméstico en el que a ella -Barbara Havers-no le habían asignado ningún papel.

Al principio se dijo a sí misma que esa sensación de desconexión era debida a que estaba de fiesta con sus superiores: uno de ellos le había salvado el cuello de la horca hacía casi tres meses, y otro había estado dispuesto a tirar de la cuerda. Después pensó que esa incomodidad era motivada por el hecho de haber ido a la fiesta en su estado normal -es decir, sola-mientras que todo el mundo había llevado acompañante, incluido Winston Nkata , su compañero y agente favorito, que se hacía acompañar de su madre, una mujer imponente que medía metro ochenta y cinco y que iba vestida con los colores caribeños de su tierra natal. Por último, decidió que ese malestar era producido por el hecho de celebrar el matrimonio de otros. «Soy una vaca celosa. Eso es lo que soy», se dijo Barbara a sí misma no sin cierto enojo.

Pero ni siquiera esa explicación podría resistir un examen demasiado profundo, porque en circunstancias normales Barbara no era una persona muy dada a sentir envidia. Era verdad que a su alrededor veía un montón de razones para sentir esa ineficaz emoción. Se encontraba entre una multitud de parejas que no paraban de hablar -maridos con sus mujeres, padres con sus hijos, amantes con sus compañeros- mientras que ella no tenía ni marido ni compañero ni hijos; además, no había ni una sola perspectiva en el horizonte que indicara que esa situación iba a cambiar. Pero después de haberse dedicado a inspeccionar todo lo que había en el bufé libre en busca de alguna distracción comestible, tal y como hacía siempre que tenía ese estado de ánimo, se enardeció pensando en la libertad que le aportaba su condición de persona soltera y desechó cualquier emoción perturbadora que amenazara con arruinarle la tranquilidad de espíritu.

Con todo, no se sentía lo alegre que sabía que debería sentirse en una fiesta de aniversario, y cuando los invitados de honor asieron, con las manos estrechadas, un cuchillo descomunal y empezaron a atacar un pastel que estaba decorado con rosas, hiedra, corazones entrelazados, y las palabras FELICES BODAS DE PLATA, MALCOLM & FRANCES, Barbara empezó a mirar de reojo a la multitud para ver si había alguien, aparte de ella, que estuviera prestando más atención al reloj que a los momentos finales de la celebración. No vio a nadie. Todo el mundo sin excepción tenía la mirada puesta en el comisario jefe Malcolm Webberly y en la mujer que llevaba veinticinco años enamorada de él, la formidable Frances.

Esa noche fue la primera vez que Barbara vio a la mujer del comisario jefe Webberly y, mientras observaba cómo la mujer ponía un tenedor con un trozo de pastel en la boca de su esposo y cómo ella aceptaba gustosamente el que le ofrecía su marido, Barbara cayó en la cuenta de que había pasado la noche entera evitando pensar en Frances Webberly. Las había presentado Miranda, la hija de Webberly en su papel de anfitriona, y habían mantenido el tipo de conversación educada que siempre se tiene con la esposa de un compañero de trabajo: «¿Cuántos años hace que conoce a Malcolm? ¿Le parece difícil trabajar en un ambiente en el que hay tantos hombres con los que luchar? ¿Qué le hizo entrar en el Departamento de Homicidios?». Aun así, a lo largo de toda esa conversación, Barbara se había muerto de ganas de escapar de Frances, a pesar de que la mujer le había hablado con amabilidad y de que la había mirado dulcemente con sus ojos de caracol.

Barbara llegó a la conclusión de que quizá fuera por eso. Tal vez el origen de su intranquilidad estuviera en los ojos de Frances Webberly y en lo que se escondía tras ellos: emoción, preocupación, la sensación de que algo no era como debía ser.

No obstante, Barbara era incapaz de saber qué era. Por lo tanto, dedicó sus energías a lo que esperaba con ahínco que fueran los últimos momentos de la celebración, y aplaudió con el resto de invitados mientras cantaban… «y siempre lo será».

– ¡Cuéntanos cómo lo has hecho! -gritó alguien entre la multitud en el instante en que Miranda Webberly se acercaba al pastel para ayudar a sus padres.

– Pues no teniendo ninguna expectativa -respondió Frances Webberly con rapidez mientras cogía a su marido del brazo con ambas manos-. Lo tuve que aprender muy pronto, ¿no es verdad, cariño? Y ya está bien, porque la única cosa que he ganado con este matrimonio, aparte de mi Malcolm, claro está, son los catorce kilos que nunca he llegado a perder después de dar a luz a Randie.

Los invitados se unieron a su alegre risa. Miranda simplemente agachó la cabeza y siguió cortando el pastel.

– ¡No me parece un mal negocio! -espetó Helen, la mujer del agente Thomas Lynley. Acababa de coger un plato de pastel de las manos de Miranda y le dio un golpecito amistoso en el hombro.

– ¡Exacto! -exclamó el comisario jefe Webberly-. Tenemos la mejor hija del mundo.

– Evidentemente tienes razón -añadió Frances mientras le dedicaba una sonrisa a Helen-. Sin Randie, no sería nadie. Pero ya verás, condesa, llegará un momento en que ese delgado cuerpo que tienes empezará a hincharse y en que los tobillos se te abultarán. Entonces entenderás de lo que estoy hablando. Lady Hillier, ¿querría un poco de pastel?

«Eso era lo que no le cuadraba -pensó Barbara-: Condesa y Lady.»

Al mencionar esos títulos en público, Frances Webberly no estaba haciendo lo correcto. Helen Lynley nunca usaba su título -su marido era conde además de ser inspector, pero antes se dejaría torturar que mencionar ese hecho, y su mujer era igual de reticente-, y aunque lady Hillier fuera en verdad la esposa del subjefe de policía sir David Hillier -que estaría dispuesto a dejarse torturar antes que fracasar en el intento de hacer público su título a la gente que lo rodeaba-, era a la vez la hermana de Frances Webberly y, al usar su título, cosa que había estado haciendo la noche entera, parecía estar esforzándose en subrayar unas diferencias sociales que, de otro modo, podrían haber pasado inadvertidas.

«Todo es muy extraño -pensó Barbara-. Muy raro. Muy… fuera de tono.»

Se dirigió hacia Helen Lynley. Barbara tenía la sensación de que la simple palabra condesa había erigido un sutil muro entre Helen y el resto de invitados y, en consecuencia, la mujer estaba sola comiéndose el pastel. Su marido no parecía darse cuenta -muy típico de los hombres-ya que estaba enfrascado en una conversación con dos de sus colegas: el inspector Angus MacPherson, que intentaba superar sus problemas de obesidad comiéndose un trozo de pastel del tamaño de una caja de zapatos, y John Stewart, que estaba disponiendo de forma compulsiva las migas de su propio pastel de tal manera que parecía la bandera del Reino Unido. Así pues, Barbara se fue al rescate de Helen.

– ¿Está su alteza contenta de las festividades de la noche? -le preguntó en voz baja cuando estuvo junto a Helen-, ¿O tal vez no ha recibido suficientes atenciones?

– Compórtate, Barbara -replicó Helen, aunque sonrió al decirlo.

– No puedo. Tengo que mantener mi reputación. -Barbara aceptó un trozo de pastel y empezó a comérselo con alegría-. ¿No se le ha ocurrido pensar, delgada condesa, que quizá debería intentar tener una apariencia tan obesa como todas nosotras? ¿Ha considerado la posibilidad de llevar rayas horizontales?

– Acabo de comprar papel a rayas para empapelar la habitación de los invitados -respondió Helen con seriedad-. El único problema es que son verticales, pero supongo que me lo podría poner de lado.

– Se lo debe a sus compañeras. Cuando hay una mujer que mantiene el peso ideal, todas las demás parecemos elefantes.

– Me temo que no podré mantenerlo por mucho tiempo -apuntó Helen.

– Bien, yo no estaría tan segura porque… -Barbara se dio cuenta de repente de lo que Helen le estaba diciendo. Sorprendida, se quedó mirando a Helen y vio que ésta sonreía con una timidez inusitada en ella.

– ¡Por todos los santos! -exclamó Barbara-. Helen, ¿es verdad que estás…? ¿Tú y el inspector? ¡Ostras! ¡Eso sí que es una buena noticia! -Observó a Lynley en el otro extremo de la habitación; tenía la rubia cabeza inclinada para poder oír algo que le estaba diciendo Angus MacPherson-. El inspector no nos ha dicho nada.

– Nos hemos enterado esta semana. De hecho, nadie lo sabe todavía. Nos pareció mejor así.

– Sí, claro -asintió Barbara, pero no sabía qué pensar sobre el hecho de que Helen Lynley se lo hubiera contado a ella. Sintió que un cariño repentino la invadía y notó unas pulsaciones rápidas en la parte trasera de la garganta-. ¡Santo Cielo! Bien, no te preocupes, Helen. Mamá no se lo contará a nadie hasta que no le den permiso. -Cuando se dio cuenta de la broma poco agraciada, Helen también lo hizo, y ambas se rieron.

En ese momento Barbara vio que la camarera salía de la cocina de puntillas y se acercaba al comedor con un teléfono inalámbrico en la mano.

– Lo siento. Una llamada para el comisario jefe -anunció, deshaciéndose en disculpas, como si de hecho hubiera podido hacer algo por evitarlo.

– Seguro que pasa algo -murmuró el inspector Angus MacPherson.

– ¿A estas horas? -preguntó Frances Webberly con ansiedad-. Malcolm, por el amor de Dios, ahora no puedes…

Se produjo un murmullo de comprensión entre los invitados. Todos ellos sabían -de primera o segunda mano- lo que podía significar una llamada a la una de la mañana. Webberly también lo sabía.

– Así son las cosas, Fran. -Le puso la mano en el hombro mientras se disponía a responder al teléfono.


El inspector Thomas Lynley no se sorprendió lo más mínimo cuando el comisario jefe se excusó de la fiesta y subió las escaleras con el auricular del inalámbrico pegado a la oreja. Lo que sí le sorprendió, no obstante, fue que su superior tardara tanto en regresar. Como mínimo habían pasado unos veinte minutos, tiempo en el que los invitados del comisario jefe habían acabado sus pasteles y sus cafés y habían empezado a despedirse para irse a sus respectivas casas. Frances Webberly, que iba echando miradas reprobatorias a la escalera, protestó. Les dijo que todavía no podían marcharse y que, como mínimo, podían esperar a que Malcolm pudiera darles las gracias por haber asistido a su fiesta de las bodas de plata. ¿No podían esperar a que bajara Malcolm?

No añadió lo que nunca estaría dispuesta a admitir. Si los invitados se marchaban antes de que su marido finalizara su conversación telefónica, la cortesía la obligaría a salir al jardín delantero para despedirse de la gente que había ido hasta allí para celebrar sus veinticinco años de matrimonio. Y lo que hacía mucho tiempo que Malcolm Webberly y sus compañeros de trabajo no comentaban era el hecho de que Frances no había salido de casa desde hacía más de diez años.

«Fobias -le había explicado Webberly a Lynley la única vez que habían hablado de su mujer-. Empezó con pequeños detalles de los que no me percaté. Cuando fueron lo bastante importantes para que yo me diera cuenta, ya se pasaba el día encerrada en el dormitorio. Envuelta en una manta, ¿te lo puedes creer? ¡Qué Dios me perdone!»

«Los secretos con los que viven los hombres», pensó Lynley mientras contemplaba cómo Frances se movía entre los invitados. En su alegría había cierto nerviosismo que nadie podía obviar, un indicio típico de la gente resuelta y ansiosa por disfrutar de las cosas. A Randie le hubiera gustado organizar una fiesta sorpresa para el aniversario de sus padres en un restaurante de la zona, ya que habrían tenido más espacio e incluso una pista de baile para los invitados. Pero eso no había sido posible a causa del estado de Frances y, por lo tanto, habían tenido que conformarse con la vieja casa de familia de Stamford Brook.

Finalmente, Webberly bajó por las escaleras en el momento en que los invitados se estaban despidiendo, acompañados hasta la puerta por Randie, que mantenía un brazo alrededor de la cintura de su madre. Fue un gesto muy bonito de su parte. Servía un doble propósito, porque le daba seguridad a Frances y también evitaba que ésta se alejara a toda prisa de la puerta.

– ¿Ya se marchan? -gritó Webberly desde las escaleras, en las que acababa de encender un cigarro que enviaba una nube azul hacia el techo-. ¡La noche es joven!

– La noche se ha convertido en día -le replicó Laura Hillier mientras le acariciaba la mejilla a su sobrina y se despedía-. Ha sido una fiesta estupenda, Randie. Has hecho que tus padres estén orgullosos de ti. -Cogió a su esposo de la mano y se adentraron en la noche; la lluvia que había estado cayendo con insistencia toda la tarde había, por fin, parado.

La partida del subjefe de policía Hillier había dado permiso al resto de los invitados para que se fueran, y así lo hicieron, Lynley incluido. Cuando esperaba a que el abrigo de su mujer fuera desenterrado de algún lugar del primer piso, Webberly se acercó a la puerta de la sala de estar y le dijo en voz baja:

– Tommy, ¿serías tan amable de quedarte un momento?

El rostro del subjefe de policía expresaba tal preocupación que Lynley no pudo más que murmurar:

– Por supuesto.

Su esposa, que estaba junto a él, dijo:

– Frances, ¿tienes las fotos de la boda a mano? No dejaré que Tommy me lleve a casa hasta que no te haya visto en tu día de gloria.

Lynley le lanzó a Helen una mirada de agradecimiento. Diez minutos más tarde, ya se habían marchado todos los demás invitados. Mientras Helen se ocupaba de distraer a Frances Webberly y Miranda ayudaba a la camarera a quitar los platos y las bandejas de la mesa, Lynley y Webberly se retiraron al estudio, una habitación estrecha que apenas tenía espacio para el escritorio, el sillón y las estanterías que la amueblaban.

Quizás en deferencia a los hábitos abstemios de Lynley, Webberly se acercó a la ventana y, después de un gran esfuerzo, consiguió abrirla para que saliera el humo del cigarro. Un frío aire de otoño, cargado de humedad, penetró en la habitación.

– Siéntate, Tommy. -Webberly permaneció en pie, junto a la ventana, donde la débil luz del techo hacía que casi permaneciera en sombras.

Lynley esperó a que Webberly hablara. No obstante, el subjefe de policía se mordía el labio inferior, como si las palabras que deseaba decir se encontraran allí y necesitara probarlas para pronunciarlas con fluidez.

Fuera, se oía el chirriar discordante del cambio de marchas de un coche, mientras que dentro se oía el ruido de los armarios de cocina al cerrarse. Esos ruidos parecieron animarle a hablar, ya que dejó los pensamientos a un lado y dijo:

– El del teléfono era un tipo llamado Leach. Antes trabajábamos juntos. Hacía años que no hablaba con él. Es una pena perder el contacto de esta manera. Son cosas que pasan, aunque no entiendo el porqué.

Lynley sabía que el subjefe no le había pedido que se quedara para oírle hablar de la melancolía que le suponía la pérdida de una amistad. Las dos menos cuarto de la madrugada no era la mejor hora para hablar de antiguos compañeros de trabajo. Con todo, y con la intención de darle una oportunidad a su superior para que confiara en él, Lynley le preguntó:

– ¿Sigue Leach en la policía, señor? Creo que no le conozco.

– Trabaja en el Departamento de Policía de Northwest London -contestó Webberly-. Trabajamos juntos hace veinte años.

– ¡Ah! -Lynley se quedó pensativo. En esa época Webberly debía de tener treinta y cinco años, lo que quiere decir que se refería a los años que pasó en Kensington-. ¿En el Departamento de Investigación Criminal? -le preguntó.

– Era mi sargento. Ahora está en Hampstead, dirigiendo el Departamento de Homicidios. Eric Leach. Un buen hombre. Muy bueno.

Lynley observó a Webberly con atención: el pelo, color paja y fino, le caía de forma desordenada por encima de la frente; sus características mejillas sonrosadas se habían vuelto pálidas, el cuello le sostenía la cabeza de tal forma que indicaba que soportaba demasiada presión en los hombros. Todo su aspecto sugería una única explicación: malas noticias. Y una sola razón: la llamada telefónica.

Webberly se despabiló, pero no se movió de las sombras.

– Está trabajando en un caso de atropellamiento y fuga en West Hamstead, Tommy. Por eso me ha llamado. Sucedió a eso de las diez o las once de la noche. La víctima es una mujer. -Webberly hizo una pausa, como si esperara que Lynley le diera algún tipo de respuesta, pero vio que Lynley tan sólo se limitaba a asentir con la cabeza. Desgraciadamente, esos casos sucedían con una frecuencia alarmante en una ciudad en la que los extranjeros a menudo olvidaban en qué lado de la carretera tenían que conducir o a qué lado debían mirar si iban a pie. Webberly se quedó mirando la punta del cigarro y se aclaró la voz-. La brigada de Leach, que está estudiando el caso, cree que alguien la golpeó con el coche y que luego la atropello a propósito. También piensan que después salió del coche, arrastró el cuerpo a un lado y se marchó.

– ¡Santo Cielo! -susurró Lynley con reverencia.

– Encontraron su bolso en los alrededores. Dentro estaban las llaves del coche y el carné de identidad. Su coche no estaba muy lejos; de hecho, estaba aparcado en la misma calle. Dentro del coche encontraron un mapa callejero de Londres con indicaciones claras para llegar a la calle en la que fue atropellada. También había una dirección: el número treinta y dos de Crediton Hill.

– ¿Quién vive ahí?

– El mismo hombre que encontró el cadáver, Tommy. El mismo tipo que casualmente conducía calle arriba una hora después de que fuera asesinada.

– ¿Estaba en casa esperando a la víctima? ¿Tenían una cita?

– Que nosotros sepamos, no, pero tampoco hemos averiguado muchas cosas. Leach me ha contado que cuando le dijeron al cabrón ese que la mujer tenía su dirección apuntada dentro del coche, éste se quedó como si se hubiera tragado una cebolla. Lo único que dijo fue: «No. Eso es imposible», y llamó a su abogado de inmediato. Estaba en su derecho, evidentemente. Pero les pareció muy sospechoso que reaccionara así al saber que la víctima de un asesinato llevara apuntada su dirección dentro del coche.

Aún así, Lynley no llegaba a entender por qué Leach había llamado a Webberly a la una de la madrugada para explicarle el caso de atropellamiento y fuga y la extraña forma en que había sido descubierto; tampoco entendía por qué le estaba relatando la conversación telefónica que había mantenido.

– Señor, ¿el comisario se siente desbordado por algún motivo? ¿Hay algún problema con el Departamento de Homicidios de Hampstead?

– ¿Que por qué me llamó? Y lo que es más importante, ¿por qué se lo estoy contando? -Webberly no esperó a oír la respuesta antes de sentarse en la silla del escritorio y decir-: Es por la víctima, Tommy. Se trata de Eugenie Davies y quiero que investigues el caso. Quiero mover el cielo y la tierra, y el infierno si es necesario, para llegar al fondo de la cuestión.

Webberly comprendió de inmediato que Lynley no sabía de quién le estaba hablando.

Lynley frunció el ceño y preguntó:

– ¿Eugenie Davies? ¿Quién era?

– ¿Cuántos años tienes, Tommy?

– Treinta y siete, señor.

Webberly exhaló un suspiro y contestó:

– Entonces supongo que eres demasiado joven para acordarte.

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