El subdirector en persona, Colin Carswell, le estaba esperando en su cómodo y alfombrado despacho.
– Siéntese, por favor.
Carswell se había erguido a medias para darle la mano.
Rebus se sentó frente a él, mirando la mesa por si algo le daba una pista. El de Yorkshire era alto, con una prominente barriga de bebedor de cerveza. Pelo castaño y escaso, nariz pequeña y casi chata como la de un boxeador. Dio un resoplido.
– Lamento no poder hacer honor a su petición de galletas, pero, si quiere, hay café o té.
Rebus recordó la llamada telefónica: «¿Habrá té y galletas? Si no, no voy». Se lo habían comentado.
– No, gracias, señor.
Carswell abrió una carpeta y sacó un recorte de periódico.
– Una verdadera lástima lo de Lawson Geddes. Me han dicho que en su día fue un inspector excepcional.
Una nota sobre el suicidio de Geddes.
– Sí, señor -dijo Rebus.
– Hay quien dice que es una solución de cobardes, pero a mí, desde luego, me faltarían agallas para hacerlo -comentó, alzando la vista-. ¿Ya usted?
– Espero no tener que planteármelo, señor.
Carswell sonrió, metió el recorte en la carpeta y la cerró.
– John, sufrimos un verdadero asedio por parte de los medios de comunicación. Al principio eran sólo los de la tele, pero es que ahora parece ser que todos se apuntan al carnaval -añadió, mirándole-. Mal asunto.
– Sí, señor.
– Así que hemos decidido, el director y yo, que hay que hacer un esfuerzo.
– ¿Va a revisarse el caso Spaven? -dijo Rebus, al tiempo que tragaba saliva.
Carswell sacudió un polvo imaginario de la carpeta.
– No de inmediato. No hay nuevas pruebas que lo hagan necesario. -Alzó rápidamente la vista-. A menos que sepa usted de algún motivo que nos obligue a ello.
– Era asunto concluido, señor.
– Dígales eso a los medios de comunicación.
– Tenga la seguridad de que ya lo he hecho.
– Vamos a abrir una investigación interna, para estar seguros de que no se pasó nada por alto o… de que no se cometió un error… en su momento.
– Estoy bajo sospecha.
Rebus sentía crecer su furia.
– Sólo en caso de que nos oculte algo.
– Vamos, señor, si se revisa una investigación, todos empiezan a parecer pringados. Y al haber muerto Spaven y Lawson Geddes quien paga el pato soy yo.
– No hay ningún pato que pagar.
Rebus se puso en pie.
– ¡Siéntese, inspector! ¡No he terminado todavía!
Rebus volvió a sentarse y se aferró con las manos a los brazos del sillón, convencido de que explotaría si se soltaba. Carswell se detuvo para recobrar la calma.
– Bueno, por mor de objetividad, realizará la investigación alguien ajeno a Lothian y Borders- y me informará directamente a mí. Se revisarán los archivos originales…
Avisar a Holmes.
– … haciendo los interrogatorios de seguimiento que se estime necesario y se redactará un informe.
– ¿Esto se va a hacer público?
– No, hasta que me llegue el informe definitivo. Que no puede reducirse a un simple enjalbegado, por supuesto. Si en algún punto ha habido una infracción del reglamento hay que subsanarla. ¿Está claro?
– Sí, señor.
– Bien, ¿tiene algo que decirme?
– ¿Para que quede entre nosotros o se lo va a contar al inquisidor?
Carswell dejó pasar la broma.
– No creo que pueda calificársele así.
Era un hombre.
– ¿A quién va a encargárselo, señor?
– A un inspector del DIC de Strathclyde, Charles Ancram.
«¡Dios bendito, hay que joderse!» Él que se había despedido de Ancram con una imputación de soborno. Y Ancram estaba en el ajo; al tanto de todo lo que a él se le venía encima. Por aquella manera de sonreír como si guardara algún secreto, por el modo de mirarle midiendo a un adversario.
– Señor, podría darse cierta animosidad entre el inspector jefe Ancram y yo.
– ¿Quiere explicarse?
Carswell lo miró fijamente.
– No, señor; con todo respeto.
– Bueno, supongo que, en ese caso, puedo encomendárselo al inspector jefe Flower, que en estos momentos se cree la mar de listo por echar el guante al hijo de ese diputado por cultivo de cannabis…
– Preferiría a Ancram, señor -objetó Rebus, tragando saliva.
– ¡No es usted quien decide, inspector! ¿Entiende? -replicó Carswell, con el ceño fruncido.
– No, señor.
Carswell lanzó un suspiro.
– A Ancram ya se le ha informado. Que lo haga él… ¿Le parece?
– Gracias, señor. -«Adónde he llegado -pensó-, dando las gracias por ponerme a Ancram sobre mis talones…»- ¿Puedo marcharme ya, señor?
– No. -Carswell volvía a mirar en la carpeta y Rebus entretanto procuraba calmarse; el subdirector jefe comenzó a hablar sin levantar la vista de una nota que estaba leyendo-. ¿Qué hacía usted esta mañana en Ratho?
– ¿Cómo dice, señor?
– Sacaron un cadáver del canal y me han dicho que se le vio por allí. Ratho no es Craigmillar, ¿cierto?
– Andaba por la zona.
– Parece ser que identificó el cadáver.
– Sí, señor.
– Es útil tenerle a usted a mano -comentó con ostensible ironía-. ¿De qué le conocía?
«¿Lo suelto o me callo? Ninguna de las dos.»
– Lo reconocí porque era confidente nuestro, señor.
– ¿De quién concretamente?
Carswell alzó la vista.
– Del inspector Flower.
– ¿Iba a invadir su terreno? -Rebus guardó silencio para que Carswell sacara sus propias conclusiones-. Se cayó al canal por la mañana… ¿qué raro, no?
Rebus se encogió de hombros. -Cosas que pasan, señor -dijo, clavando la mirada en Carswell, quien se la sostuvo.
– Puede marcharse, inspector.
Rebus no parpadeó hasta llegar al pasillo.
Llamó a St. Leonard desde Fettes con mano temblorosa. Pero Gill no estaba y nadie sabía dónde se encontraba. Dejó el recado en centralita y a continuación pidió que le pusieran con el DIC. Contestó Siobhan.
– ¿Está ahí Brian?
– Hace dos horas que no lo veo. ¿Es que tramáis algo?
– Lo único que se trama es joderme. Si lo ves, dile que me llame. Y a Gill Templer también.
Colgó antes de que ella comentara nada. Seguramente se habría ofrecido a ayudar y en ese momento no quería implicar a nadie más. Mentir para protegerse…, mentir para proteger a Gill Templen… A Gill… tenía que hacerle unas preguntas. Preguntas urgentes. Llamó a su casa y le dejó un mensaje en el contestador; acto seguido, marcó el número de casa de Holmes. Salió otro contestador y dejó el mismo mensaje: «Llámame».
«Alto. Piensa un momento.»
Le había pedido a Holmes que echase un vistazo al caso Spaven, lo que implicaba revisar los archivos. Cuando la comisaría de Great London Road se incendió muchos se perdieron, pero los antiguos no, porque ya los habían trasladado para hacer sitio. Los tenían almacenados con los demás casos antiguos, todos los viejos esqueletos, en una nave cerca de Granton Harbour. Era de suponer que Holmes ya los habría localizado, o quizá no…
De Fettes al almacén había diez minutos. Él llegó en siete. Sonrió satisfecho al ver en el aparcamiento el coche de Holmes. Se dirigió a la puerta principal, la empujó y se encontró en un amplio espacio con escasa luz en el que resonaban sus pasos. Filas de estanterías metálicas verdes llenas de cajas de cartón con la historia de la policía de Lothian y Borders -y de la policía de la ciudad de Edimburgo hasta su desaparición- entre los años cincuenta y setenta. Seguía llegando documentación y había cajones de madera con rótulos casi desprendidos, a la espera de que los vaciaran. Al parecer estaba en marcha una renovación y ahora sustituían las cajas de cartón por otras de plástico con tapa. Un viejecillo muy atildado, con bigote negro y gafas de culo de botella, vino a su encuentro.
– ¿En qué puedo servirle?
Era el prototipo del «oficinista». Cuando no miraba al suelo atisbaba más allá de la oreja derecha de Rebus. Llevaba un guardapolvo de nailon gris y camisa blanca de cuello gastado con corbata de tweed verde. Por el bolsillo superior del guardapolvo asomaban lápices y bolígrafos.
Rebus le mostró su tarjeta de identificación.
– Busco a un colega, el inspector Holmes. Creo que está revisando casos antiguos.
El hombre examinó la tarjeta, cogió una carpeta sujetapapeles y apuntó el nombre y rango de Rebus con la fecha y hora de llegada.
– ¿Es imprescindible? -inquirió él.
El hombre le miró como si en su vida le hubiesen preguntado algo semejante.
– Papeleo -espetó, mirando en derredor a lo que se almacenaba allí-. Todo es necesario, si no, yo estaría de más. -Sonrió-. Venga por aquí.
Condujo a Rebus por un pasillo de cajas, dobló a la derecha y finalmente, tras un momento de duda, giraron a la izquierda y desembocaron en un claro donde estaba sentado Brian Holmes ante una especie de pupitre escolar, con tintero y todo. A falta de silla había recurrido a un cajón puesto del revés y estaba acodado sobre el pupitre con la cabeza entre las manos. Una lámpara en el improvisado escritorio iluminaba la escena. El empleado tosió.
– Alguien quiere verle.
Holmes se giró y se levantó al ver de quién se trataba. Rebus se volvió hacia el hombre.
– Gracias por guiarme.
– No tiene importancia. No hay muchas visitas.
El hombrecillo se alejó arrastrando los pies, dejando oír sus pasos.
– No temas -comentó Holmes-, he dejado un reguero de migas para saber volver. ¿No es el lugar más siniestro que has visto? -añadió mirando en derredor.
– Uno de ellos -replicó Rebus-. Brian, hay un problema -dijo-. Se armará una buena.
– Cuenta.
– El subdirector va a abrir una investigación sobre el caso Spaven previa a su revisión. Y se la ha encargado precisamente a alguien con quien hace poco me enemisté.
– Una tontería por tu parte.
– Sí. Pero no tardarán en venir a por los archivadores. Y no quiero que vengan a por ti.
Holmes miró los apretados cartapacios y la tinta negra desvaída de sus tapas.
– Podrían perderse los archivadores, ¿no?
– Podrían. Pero hay dos problemas. Uno: que resultaría muy sospechoso. Dos: supongo que el de la entrada sabe cuáles estás revisando.
– Cierto -admitió Holmes-. Y los tiene apuntados en su lista.
– Con tu nombre.
– Podríamos intentar untarle.
– No me parece ese tipo de persona. No está aquí por dinero, ¿no crees?
Holmes adoptó una actitud dubitativa. Su aspecto era horrible: mal afeitado, despeinado y sucio. Y enormes ojeras.
– Mira -dijo al fin-, voy por la mitad… o más. Si me quedo hoy el tiempo que haga falta y acelero la lectura, quizá mañana haya acabado.
Rebus asintió con la cabeza pausadamente.
– ¿Qué impresión tienes hasta el momento?
Sentía casi temor de tocar los archivadores y hojearlos. Más que historia era arqueología.
– Que no ha mejorado tu mecanografía. No, hay algo chungo, por lo que he leído entre líneas. Redactando el caso a tu manera, me he dado cuenta de a quién encubres exactamente. No eras muy sutil en aquel entonces. La versión de Geddes queda mejor, tiene más soltura. Se permite enrollarse sobre el asunto. Lo que yo quisiera saber es qué sucedió en principio entre él y Spaven. Me dijiste que estuvieron los dos en Birmania o algo así. ¿Por qué se enemistaron? Si lo averiguásemos sabríamos hasta qué extremo Geddes se sentía agraviado y hasta dónde estaba decidido a llegar.
Rebus volvió a dar una palmada amortiguada de admiración.
– Es un buen enfoque.
– Dame un día más y a ver qué saco. Quiero hacerte este favor.
– ¿Y si te pillan?
– Ya sabré salir, no te preocupes.
Sonó el busca de Rebus y miró a Holmes.
– Cuanto antes te marches, antes habré acabado -dijo Holmes.
Rebus le dio una palmada en la espalda y se perdió entre las hileras de estanterías. Brian Holmes era realmente un amigo. Resultaba difícil ver en él al personaje que había maltratado a Mental Minto. Pero la esquizofrenia era una condición intrínseca en la policía; se daba fácilmente la doble personalidad…
Preguntó al empleado si podía usar el teléfono y llamó desde uno que había en la pared.
– Soy el inspector Rebus.
– Sí, inspector. Creo que trataba usted de localizar a la inspectora jefe Templer.
– Sí.
– Bien, pues, a ver… está en un restaurante de Ratho.
Rebus colgó airado, maldiciéndose por no haberlo pensado.
El viento había barrido el embarcadero de madera donde depositaron el cadáver de McLure y no quedaban indicios del macabro suceso. Los patos volvían a surcar las aguas, una embarcación acababa de zarpar con media docena de turistas y los comensales miraban desde el restaurante aquellas dos figuras a orillas del canal.
– Llevo medio día de reuniones -dijo Gill- y sólo hace media hora que me he enterado. ¿Qué pasó?
Hablaba con las manos en los bolsillos de la gabardina, una Burberry beige. Parecía triste.
– El forense lo dirá. McLure presentaba una brecha en la cabeza, pero eso no significa gran cosa. Pudo golpearse al resbalar.
– O le golpearon y le empujaron.
– O se tiró -agregó Rebus con un estremecimiento. Aquella muerte le recordaba las posibles disyuntivas del caso Mitchison-. Creo que lo único que vamos a sacar en limpio con la autopsia es si estaba vivo al caer al agua. Y probablemente lo estaba; lo que sigue sin aclarar si ha sido accidente, suicidio o porrazo y empujón.
Gill giró sobre sus talones y se dirigió hacia el camino de sirga. Le dio alcance. Volvía a llover en gotas finas, dispersas, y contempló cómo caían en la gabardina de ella, oscureciéndola poco a poco.
– Mi operación se fue al agua -dijo ella con cierta crispación en la voz.
Rebus asintió reiteradamente con la cabeza y Gill, captando el sentido, sonrió.
– Ya habrá otras -comentó él-. De momento, ha muerto un hombre… no lo olvides. -Ella afirmó con la cabeza-. Oye, esta tarde el subdirector me ha echado un rapapolvo.
– ¿Por el caso Spaven?
Rebus asintió.
– Y, además, quería saber qué hacía aquí esta mañana.
Gill le miró:
– ¿Y tú qué le has dicho?
– No le he dicho nada. Pero lo que sucede es que… McLure está relacionado con Spaven.
– ¿Qué? -exclamó ella, todo oídos.
– En aquellos tiempos mantenían una cierta amistad.
– Santo Dios, ¿por qué no me lo dijiste?
– No lo creí importante -respondió Rebus, mientras se encogía de hombros.
Gill pensaba a toda velocidad.
– Pues si Carswell vincula a McLure con Spaven…
– El que yo haya estado aquí la misma mañana en que Feardie Fergie dijo adiós va a resultar algo sospechoso.
– Tienes que decírselo.
– No lo creo.
Ella se volvió hacia él y le agarró por las solapas.
– Actúas como si fueses mi refugio nuclear.
La lluvia arreciaba y las gotas mojaban su melena.
– Bueno, digamos que soy antirradiactivo -respondió él, llevándola de la mano hacia el bar.
No tenían mucho apetito y tomaron una tapa. Rebus pidió un whisky y Gill un agua mineral Highland. Se sentaron frente a frente a la mesa de un compartimiento. El local estaba medio vacío y no había cerca nadie que pudiera oírles.
– ¿Quién más lo sabía? -dijo Rebus.
– Tú eres el único a quien se lo comenté.
– Bueno, de todos modos, pueden enterarse. Quizá fue Fergie quien perdió los nervios, o que confesó. O quizá sospechaban.
– Demasiados quizá.
– ¿Qué otras conjeturas hay? -preguntó Rebus-. ¿Y los otros confidentes que heredaste?
– ¿Por qué?
– Los soplones oyen cosas, y a lo mejor Fergie no era el único que estaba enterado de esa operación de narcos.
Gill negó con la cabeza.
– Se lo pregunté en su momento y él me aseguró que era el único que lo sabía. Tú das por supuesto que lo han matado, pero ten en cuenta que tenía antecedentes de crisis nerviosas y problemas mentales. Quizás el miedo pudo más que él.
– Mira, Gill, haznos un favor y cíñete a la investigación. Indaga con los vecinos. Si recibió alguna visita esa mañana y si era alguien conocido o un sospechoso. Trata de comprobar las llamadas telefónicas. Apostaría a que va a quedar como un accidente sin que nadie se lo tome muy en serio. Apriétales las clavijas; pídeselo como un favor si es preciso. ¿Solía dar un paseo por las mañanas?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Algo más?
– Sí…, ¿quién tiene las llaves de la casa?
Gill hizo las llamadas pertinentes y tomaron café hasta que llegó un agente con las llaves recién recogidas del depósito de cadáveres. Hasta ese momento ella le había estado preguntando sobre el caso Spaven, pero Rebus se limitaba a responder con evasivas. Hablaron también de Johnny Biblia, de Alian Mitchison… Sólo conversaron sobre trabajo, lejos de cualquier asunto personal. Pero hubo un momento en que se miraron a los ojos, sonriéndose uno a otro, conscientes de que los interrogantes estaban en el aire aunque los callaran.
– Bien -dijo Rebus-, ¿qué sabes?
– ¿De la información que me dio McLure? -Suspiró-. Con eso no vamos a ninguna parte. Era demasiado vaga… Sin nombres, ni detalles, ni fecha concreta… Nada.
– Bueno, a lo mejor… -dijo Rebus, agitando las llaves en la mano-. Depende de si quieres ir a fisgar o no.
Las aceras de Ratho eran estrechas y Rebus iba por la calzada al lado de Gill. Caminaban en silencio; no había necesidad de hablar. Era la segunda vez que se veían, y Rebus se sentía a gusto con ella pero manteniendo las distancias.
– Éste es su coche.
Gill dio una vuelta alrededor del Volvo mirando por los cristales. En el salpicadero parpadeaba una lucecita roja: la alarma automática.
– Tapizado de cuero. Parece recién comprado.
– El típico coche de Feardie Fergie: bonito y seguro.
– No sé qué decirte -replicó ella pensativa-, es la versión turbo.
Rebus no se había percatado. Pensó en su viejo Saab.
– Es extraño -Se dirigieron a la casa. Abrieron con un llavín y una Yale de seguridad. Rebus dio la luz del recibidor.
– ¿Sabes si alguien de los nuestros ha estado aquí antes? -inquirió.
– Somos los primeros, que yo sepa. ¿Por qué?
– Por hacer conjeturas. Supongamos que tuvo una visita y le metieron miedo, que le invitaron a dar un paseo…
– ¿Y?
– Pues que él aún tuvo la entereza de cerrar la puerta con las dos llaves. Luego no estaba tan asustado…
– O quien estuvo aquí la cerró de ese modo, suponiendo que era lo que McLure hacía normalmente.
Rebus asintió con la cabeza.
– Otra cosa: el sistema de alarma -agregó, señalando un cajetín en la pared con una lucecita verde encendida-. No está conectado. Si tenía prisa, pudo olvidársele. Pero si pensó que no iba a volver con vida, ni se preocuparía.
– Tampoco se habría preocupado de haber salido a dar un paseo.
Sí, Gill tenía razón.
– Conclusión: el que cerró la puerta con dos llaves se olvidó de la alarma o no reparó en ella. Es decir, cerrar con dos llaves y dejarse la alarma desconectada no cuadra. Y una persona como Fergie, que conduce un Volvo, debe de ser consecuente.
– Bueno, vamos a ver si hay algo que valga la pena.
Entraron en la sala de estar, atiborrada de muebles y cachivaches, algunos modernos y otros que parecían herencia de familia. Pero, pese al exceso de objetos, era una pieza limpia, sin polvo y con alfombras caras, no precisamente de ocasión.
– Suponiendo que alguien viniera a verle -dijo Gill-, quizá deberíamos buscar huellas.
– Por supuesto. Que mañana sea lo primero que hagan.
– Como usted diga, señor.
– Perdone usted, señora -replicó él, sonriendo.
Recorrieron atentos la estancia con las manos en los bolsillos, reprimiendo la poderosa tentación de tocar los objetos.
– No hay señales de forcejeo y no parece que hayan tocado nada.
– Estoy de acuerdo.
Después de la sala de estar había un corto pasillo que conducía a un dormitorio de invitados y a lo que probablemente había sido el salón de visitas y que Fergus McLure había transformado en despacho. Había papeles por todas partes y una mesa de comedor plegable con un ordenador nuevo.
– Me imagino que alguien tendrá que mirar eso -dijo Gill, con ganas de hacerlo ella.
– Detesto los ordenadores -comentó Rebus.
Vio un grueso taco de notas junto al teclado y sacó una mano del bolsillo para cogerlo por los bordes y mirarlo a la luz. El papel conservaba marcas de la última hoja anotada. Gill se acercó a verlo.
– ¡No me digas!
– Casi no se lee, y no creo que sirva de nada el truco de rayarlo con lápiz.
Se miraron el uno al otro pensando lo mismo.
– Howdenhall.
– ¿Miramos ahora la papelera? -dijo ella.
– Hazlo tú; yo voy arriba.
Rebus volvió al recibidor y vio otras puertas que fue abriendo: una cocina no muy grande, anticuada, fotos de familia en la pared; un aseo y un trastero. Subió a la otra planta por una escalera de mullida alfombra que silenciaba sus pasos. Era una casa tranquila, y le daba la impresión de que siempre había sido así pese a habitarla McLure. Otro dormitorio de invitados, un cuarto de baño amplio -sin modernizar, igual que la cocina- y el dormitorio principal. Miró en los lugares de rigor: bajo la cama, colchón y almohadillas; mesillas, cómoda y armario. Estaba todo rigurosamente ordenado: los jerséis perfectamente doblados y por colores, zapatillas y zapatos en hilera, los marrones a un lado, los negros, a otro. Había una pequeña librería con una colección anodina sobre alfombras y arte oriental y un volumen con fotografías de los viñedos de Francia.
Una vida sin complicaciones.
A no ser que los trapos sucios de Feardie Fergie estuvieran en otra parte.
– ¿Has visto algo? -preguntó Gill desde el pie de la escalera.
Rebus salió al descansillo.
– No, pero que alguien eche un vistazo al local de su negocio.
– Mañana a primera hora.
– ¿Y tú? -dijo Rebus, ya abajo.
– Nada. Lo que se encuentra en las papeleras. Nada que diga «Droga: el viernes a las dos y media en la subasta de alfombras».
– Lástima -comentó él con una sonrisa, mirando su reloj-. ¿Qué tal una copa?
Gill dijo que no con la cabeza, desperezándose.
– Me marcho a casa. Ha sido un día pesado.
– Otro día pesado.
– Otro día pesado -repitió ella, ladeando la cabeza-. ¿Y tú? ¿Vas a tomarte otra copa?
– ¿Por qué lo dices?
– Lo digo porque no deberías -le espetó sin dejar de mirarle.
– ¿Cuánto debería beber, doctor?
– No te lo tomes así.
– ¿Cómo sabes lo que bebo? ¿Es que alguien se ha quejado?
– Recuerda que anoche salimos juntos.
– Y no tomé más que dos o tres whiskies.
– ¿Y después de irme yo?
– Me fui a casa a dormir -respondió él, tragando saliva.
Gill sonrió entristecida.
– Qué embustero. Seguiste bebiendo: un coche patrulla te vio salir del pub que hay detrás de Waverley.
– ¿Es que me vigilan?
– Simplemente hay gente que se preocupa por ti.
– Es increíble -dijo Rebus, al tiempo que abría la puerta.
– ¿Adónde vas?
– A tomarme una puñetera copa. Si quieres, puedes acompañarme.