Le perseguían por escaleras endiabladas que subían y bajaban y a sus pies el mar rugiente crecía y crecía combando el metal. Le falló la mano al sujetarse y rodó por peldaños de hierro, desgarrándose el costado; al llevarse la mano a la herida la retiró manchada de petróleo y no de sangre. Estaban a sólo siete metros por encima de él, riéndose y tranquilos: ¿dónde iba a huir? Podría quizá volar, mover los brazos como un pájaro y elevarse en el espacio. Lo único temible era la caída.
Igual que aterrizar en el cemento.
¿Era mejor o peor que aterrizar sobre pinchos? Tenía que decidirse: sus perseguidores le daban alcance. No lograba dejarlos muy atrás aunque siempre les llevaba ventaja a pesar de ir herido. «Que salga de ésta», pensó.
«¡Que salga de ésta!»
Una voz a su espalda: «En tus sueños». Y un empujón al vacío.
Fue tal el sobresalto al despertar que se golpeó la cabeza con el techo del coche. Notaba la sensación física del miedo y la adrenalina.
– Joder -exclamó Ancram, que conducía, corrigiendo el desvío del vehículo con un golpe de volante-, ¿qué pasa?
– ¿Cuánto tiempo he dormido?
– Ni me había fijado que dormía.
Miró el reloj: quizá sólo habían pasado un par de minutos. Se restregó la cara instando a su corazón a frenar un poco. Podía explicarle a Ancram que había sido una pesadilla, o un ataque de pánico. Pero no quería decirle nada. Hasta que se demostrara lo contrario, Ancram era tan enemigo como cualquier matón con pistola.
– ¿Qué estaba usted diciendo? -aventuró.
– Perfilaba el trato.
– Ah, sí, el trato.
Se le había escurrido del regazo el dominical The Sunday; lo recogió del suelo. La última faena de Johnny Biblia ocupaba sólo la primera página. Las otras ya estaban impresas al llegar la noticia.
– Con lo que hay hasta ahora tengo de sobra para que le suspendan de empleo -dijo Ancram-. No es una situación nueva para usted, inspector.
– Pues no.
– Aun haciendo caso omiso del interrogatorio acerca de Johnny Biblia, está lo de su falta de colaboración en mi investigación sobre el caso Spaven.
– Tenía gripe.
– A los dos nos constan dos cosas -siguió Ancram sin hacerle caso-. Primero, que un buen policía no está exento de problemas de vez en cuando. En una ocasión se recibieron quejas de mi persona. Segundo, que esos programas de televisión casi nunca aportan nuevas pruebas, aparte de simples especulaciones e hipótesis; todo lo contrario de una investigación policial meticulosa en la que los informes y los datos se remiten a Interior para que los criben algunos de los mejores abogados criminalistas del país.
Rebus se volvió en su asiento para mirar a Ancram, preguntándose adónde iría a parar. Veía por el retrovisor su propio coche conducido con cuidado y atención por el sicario del inspector jefe que no apartaba la vista de la carretera.
– Mire, John, lo que yo digo es: ¿por qué andar huyendo si no tiene nada que temer?
– ¿Quién dice que no tengo nada que temer?
Ancram sonrió. El truco de los viejos colegas estaba muy visto. Confiaba en Ancram menos que en un pedófilo en un jardín con niños. De todas formas, cuando Tío Joe le mintió a propósito de Tony El, había sido él quien dio la información sobre Aberdeen… ¿De parte de quién estaba? ¿Jugaba a dos bandas? ¿O es que pensaba simplemente que él no iba a ser capaz de llegar a ninguna parte con información o sin ella? ¿Era un modo de encubrir que Tío Joe lo tenía en el bolsillo?
– Si no he oído mal, dice que no tengo nada que temer del caso Spaven.
– Podría ser.
– Y depende de usted. -Ancram se encogió de hombros-. ¿A cambio de qué?
– John, ha herido demasiadas susceptibilidades, y sin ninguna sutileza.
– ¿Quiere que sea más sutil?
En tono más severo Ancram contestó:
– Quiero que ponga los pies en la tierra de una puta vez.
– ¿Y abandone la investigación sobre Mitchison?
Ancram no contestaba y Rebus repitió la pregunta.
– Eso le beneficiaría mucho.
– Así usted le hace otro favor a Tío Joe, ¿no, Ancram?
– Sea realista. No todo es blanco o negro.
– Claro, están también los trajes grises de seda y los billetes verdes nuevecitos.
– Se trata de un toma y daca. Los tipos como Tío Joe nunca desaparecen; te libras de ellos y les sale un suplente.
– ¿Mejor malo conocido…?
– Es una buena máxima.
John Martyn: I'd Rather Be the Devil [17].
– Pero hay otra: «No hacer olas». ¿Es lo que trata de decirme? -replicó Rebus.
– Se lo aconsejo por su propio bien.
– No sabe cómo se lo agradezco.
– Joder, Rebus, ahora entiendo por qué siempre está solo. ¿Sabe lo difícil que es tratarle?
– Mister Personalidad con seis años de mandato.
– No lo creo.
– Pues incluso lloré en la tribuna. -Hizo una pausa-. ¿Le ha preguntado a Jack Morton algo de mí?
– Jack, extrañamente, tiene de usted una buena opinión, supongo que es puro sentimentalismo.
– ¡Qué generoso!
– Esto no nos lleva a ninguna parte.
– No, pero nos ayuda a pasar el rato. ¿Va a parar para almorzar? -añadió Rebus al ver un indicador de área de servicio.
Ancram negó con la cabeza.
– Mire, hay una pregunta que no me ha hecho.
Ancram consideró no darse por aludido, pero finalmente cedió.
– ¿Cuál?
– No me ha preguntado qué hacían Stanley y Eve en Aberdeen.
Ancram señaló con un frenazo que iba a entrar en el área de servicio, obligando al conductor del Saab a hacer lo mismo, con un chirrido de neumáticos, para no pasarse la entrada.
– ¿Pretendía darle esquinazo? -comentó Rebus con fruición al advertir el nerviosismo de Ancram.
– Sólo un café -dijo él con un gruñido abriendo la portezuela.
Rebus se sentó frente a él a leer lo de Johnny Biblia. En esta ocasión la víctima era Vanessa Holden; veintisiete años, casada. Las otras víctimas eran solteras. Directora de una empresa que organizaba «presentaciones corporativas», actividad que Rebus no tenía del todo clara. La foto del diario era la habitual: sonreía mirando al fotógrafo, un amigo de la víctima. Melena ondulada hasta los hombros y bonita dentadura; con toda probabilidad jamás se habría planteado morir antes de los ochenta.
– Tenemos que cazar a ese monstruo -dijo Rebus, haciéndose eco de la última frase del artículo.
Estrujó el periódico y cogió el café. Al bajar la vista a la mesa vio de soslayo la cara de Vanessa Holden y tuvo la impresión de conocerla de algo, de algún lugar en que se hubieran cruzado sus miradas. Le tapó el pelo con la mano, pero era una foto antigua y quién sabe si no había cambiado de peinado. Trató de imaginarse el rostro con más años. Ancram, ausente, hablaba con su sicario y no advirtió el respingo de Rebus al recordar por fin aquel rostro.
– Tengo que llamar por teléfono -dijo levantándose.
El teléfono público estaba cerca de la entrada y se veía desde la mesa. Ancram dio su consentimiento con un movimiento de cabeza.
– ¿Qué problema tiene ahora? -inquirió.
– Es domingo y tendría que haber ido a la iglesia. Para tranquilidad del cura.
– Este beicon es más fácil de tragar que eso -replicó Ancram hincando el tenedor en el tocino; pero no le impidió ir al teléfono.
Rebus marcó el número con la esperanza de que le alcanzase la calderilla. Tarifa dominical reducida y, además, en la jefatura de policía de Grampian descolgaron de inmediato.
– El inspector jefe Grogan, por favor -dijo sin quitar ojo a Ancram.
Pero el restaurante estaba lleno de domingueros con niños y no podía oírle.
– Lo siento, está ocupado en este momento.
– Es sobre la última víctima de Johnny Biblia. Llamo desde un teléfono público y tengo poco dinero.
– Un momento, por favor.
Treinta segundos; Ancram le miraba frunciendo el ceño.
– Al habla el inspector jefe Grogan.
– Soy Rebus.
Suspiro de Grogan.
– ¿Qué coño quiere?
– Hacerle un favor.
– No me diga.
– Podría ser el broche de oro de su carrera.
– Escuche, si está gastándome una broma…
– No es ninguna broma. ¿Oyó lo que dije sobre Eve y Stanley Toal?
– Lo oí.
– ¿Piensa tomar medidas?
– Tal vez.
– No deje de tomarlas…, hágame ese favor.
– ¿Y en contrapartida me hace usted su favor de primera división?
– Exacto.
Tos de Grogan para aclararse la garganta.
– De acuerdo.
– ¿De verdad?
– Yo cumplo lo que prometo.
– Escuche, entonces. Acabo de ver una foto de la última víctima de Johnny.
– ¿Y?
– Esa cara la conozco.
Un silencio.
– ¿De dónde?
– Una noche, en el momento en que Lumsden y yo salíamos del Burke's entraba ella.
– ¿Y qué?
– Que iba del brazo de alguien que conozco.
– Conoce usted a mucha gente, inspector.
– Lo que no quiere decir que yo esté relacionado con Johnny Biblia. Pero sí que puede estarlo el hombre que le daba el brazo.
– ¿Y acaso sabe cómo se llama?
– Hayden Fletcher; trabaja de relaciones públicas en T-Bird Oil.
Grogan tomaba nota.
– Bien; lo comprobaré.
– No olvide su promesa.
– ¿He prometido algo? No me acuerdo.
La comunicación se cortó y Rebus pensó en estrellar el receptor contra la pared, pero Ancram le miraba y además había niños cerca embobados ante un escaparate de juguetes, planeando ya un ataque al bolsillo de sus padres. Así que colgó como Dios manda y volvió a la mesa. El chofer se levantó para marcharse sin dirigirle una sola mirada, de lo que dedujo que cumplía órdenes.
– ¿Todo bien? -dijo Ancram.
– Positivo. -Se sentó frente a él-. Bueno, ¿cuándo empieza la inquisición?
– En cuanto encontremos una cámara de tortura libre. -Ambos sonrieron-. Mire, Rebus, a mí me importa un rábano lo que pasara hace veinte años entre su amigo Geddes y ese Spaven. No es la primera vez que veo malhechores injustamente incriminados; no se les puede acusar de lo que uno está convencido y se les trinca por otra cosa que no han hecho. -Alzó los hombros-: Son cosas que pasan.
– Corrió el rumor de que eso fue lo que sucedió con John Biblia.
Ancram negó con la cabeza.
– No creo. Pero, mire, el meollo del asunto es si su colega Geddes se obsesionó con Spaven y le empapeló… con ayuda de usted, a sabiendas o no… Bien, ¿sabe lo que eso significa?
Rebus asintió con la cabeza incapaz de expresarlo: hacía semanas que le atosigaban. Y lo que vendría.
– Significa -siguió Ancram- que el verdadero asesino quedó impune. Nadie ha tratado de dar con él y anda por ahí tan campante. -Sonrió y se recostó en el asiento-. Mire, voy a decirle una cosa sobre Tío Joe. -Rebus le escuchaba con atención-. Probablemente está implicado en narcotráfico. Es un buen negocio y no es de extrañar que quiera su tajada. Pero en Glasgow hace años que todo quedó atado, por lo que en vez de embarcarse en una guerra con la competencia, pensamos que lo que ha hecho ha sido echar sus redes allende.
– ¿Hasta Aberdeen?
Ancram asintió.
– Estamos confeccionando un dossier previo a un operativo de vigilancia conjunta con la brigada de allí.
– Y todas las vigilancias anteriores han fallado.
– En ésta se ha montado un doble dispositivo y si alguien da el soplo a Tío Joe sabremos de dónde proviene la filtración.
– ¿Para cazar a Tío Joe o al soplón? Puede salir bien… si no va usted por ahí diciéndoselo a todo el mundo.
– En usted tengo confianza.
– ¿Por qué?
– Porque si no sería capaz de joderlo todo.
– ¿Sabe que no es la primera vez que se me propone abandonar y dejar las cosas a los demás?
– ¿Y?
– Pues que generalmente es porque hay algo que ocultar.
– Esta vez no -replicó Ancram negando con la cabeza-. Pero sí tengo algo que ofrecer. Como le he dicho, a mí el caso Spaven no me interesa, pero profesionalmente no me queda más remedio que cumplir con mi obligación. Ahora bien; hay maneras y maneras de realizar un informe. Podría minimizar su intervención en ese asunto dejándole totalmente al margen. No le estoy diciendo que abandone ninguna investigación, sino que la aparque durante una semana.
– ¿Para que el asunto se enfríe y dé tiempo a un par de suicidios y muertes accidentales más, por ejemplo?
Ancram hizo un gesto de irritación.
– Cumpla con su obligación, inspector jefe -dijo Rebus-, que yo cumpliré con la mía.
Se puso en pie, cogió el periódico con la noticia sobre Johnny Biblia y se lo guardó en el bolsillo.
– El trato que le propongo -siguió Ancram conteniendo su furia- es ponerle alguien de vigilancia permanente o la suspensión de empleo.
– ¿Ése? -dijo Rebus basculando el pulgar hacia la ventana.
Afuera el chofer fumaba apaciblemente un pitillo al sol.
Ancram negó con la cabeza.
– Alguien que le conoce mejor.
Rebus pronunció el nombre un segundo antes que Ancram.
– Jack Morton.
Estaba ya esperándole delante de casa. Los sumideros tragaban el agua del lavado de coches de los vecinos. Jack se había pasado la espera dentro del coche con el cristal de la ventanilla bajado y el periódico abierto por la página de crucigramas. Pero en esos momentos estaba fuera tomando el sol cruzado de brazos. Llevaba una camisa de manga corta, vaqueros gastados y zapatillas deportivas blancas y nuevas.
– Siento fastidiarte el fin de semana -dijo Rebus bajando del coche de Ancram.
– Ya sabe -dijo éste a Morton-, no le pierda de vista. Si va a cagar, compruébelo por el ojo de la cerradura, y si dice que va a tirar la basura, le acompaña, ¿entendido?
– Sí, señor.
El policía-chofer preguntó a Rebus dónde aparcaba el Saab y éste le indicó las dobles líneas amarillas más adelante. Seguía en el parabrisas el tarjetón de policía de Grampian y Rebus no tenía ninguna prisa por quitarlo. Ancram se apeó y abrió el maletero. El chofer entregó a Rebus las llaves del Saab, sacó el equipaje y fue a ponerse al volante del coche de su jefe ajustando el asiento y el retrovisor. Rebus y Morton les miraron alejarse.
– Bueno -dijo Rebus-, me han dicho que te has pasado a la iglesia de los zumos.
Morton hizo una mueca.
– Lo que prediquen ni me va ni me viene, pero me ha ayudado a dejar la bebida.
– Magnífico.
– ¿Por qué será que nunca sé cuándo hablas en serio?
– Años de práctica.
– ¿Has tenido buenas vacaciones?
– Buenas es poco.
– Ya veo que te han acariciado la cara.
Rebus se llevó la mano a la zona tumefacta y notó que había bajado la inflamación.
– La gente, que se pone temperamental si te sientas en su tumbona.
Subieron la escalera. Morton le seguía a una distancia de un par de escalones.
– ¿En serio que no vas a quitarme ojo?
– Eso quiere el jefe.
– ¿Y consigue lo que quiere?
– Siempre que yo sepa lo que me conviene; y mis años me ha costado llegar a la conclusión de qué es lo que me conviene.
– Habló el filósofo. -Rebus metió la llave en la cerradura y abrió. El correo estaba tirado en la alfombra-. No sé si sabrás que esto va en contra de por lo menos una docena de leyes. Es decir, que no puedes ir siguiéndome a todas partes si yo no quiero.
– Pues plantéalo ante el tribunal de Derechos Humanos.
Morton entró tras Rebus en el cuarto de estar; la maleta quedó en el recibidor.
– ¿Una copita? -dijo Rebus.
– Ja, ja.
Rebus alzó los hombros, vio un vaso limpio y se sirvió del whisky de Kayleigh Burgess. Lo apuró de un trago y eructó.
– Tú te lo pierdes.
– Constantemente -dijo Morton resignado dejándose caer en el sofá.
– A mí me sucedería igual -replicó Rebus sirviéndose de nuevo.
– Eso ya es media batalla ganada.
– ¿Qué?
– Reconocer que es un problema.
– Yo no he dicho eso.
Morton se encogió de hombros y se puso en pie.
– ¿Puedo hacer una llamada?
– Como en tu propia casa.
– Parece que tienes mensajes -comentó al acercarse al aparato-. ¿Quieres oírlos?
– Serán todos de Ancram.
Morton cogió el auricular y marcó siete cifras.
– Soy yo -dijo cuando respondieron al otro extremo-. Aquí estamos. -Y colgó.
Rebus le miró por encima del vaso.
– Ahora viene hacia aquí un equipo a registrar el piso -dijo Morton-. Chick me ha comentado que te lo había dicho.
– Me lo dijo. Sin orden de registro, claro.
– Podemos conseguir una si te empeñas. Pero yo en tu caso les dejaría hacer… rápido y sin historias. Además… si el asunto llegara a los tribunales tendrías a tu favor lo de defecto de forma.
Rebus sonrió.
– ¿Tú estás de mi parte, Jack? -Morton volvió a sentarse sin contestar-. Le dijiste a Ancram que te telefoneé, ¿verdad?
Morton negó con la cabeza.
– Yo cierro el pico cuando tal vez no debería -replicó inclinándose hacia delante-. Chick sabe que tú y yo nos conocemos hace tiempo; por eso estoy aquí.
– No lo entiendo.
– Una cuestión de lealtad. Está comprobando si le soy leal, sopesando el pasado, tú y yo, y mi futuro.
– ¿Y hasta qué extremo eres leal, Jack?
– No me busques las cosquillas.
Rebus apuró el whisky.
– Van a ser unos días muy interesantes. ¿Y qué pasa si tengo la suerte de echar un polvo? ¿Vas a estarte debajo de la cama como un orinal o el puto hombre del saco?
– John, no…
Rebus se puso en pie.
– ¡Es mi casa, joder! ¡El único sitio en que puedo evadirme de toda la mierda que nos rodea! ¿Acaso se supone que tengo que estarme calladito, aguantándome? Tú montando guardia, los de la forense oliendo como perros en una farola… ¿Es que tengo que quedarme sentado por las buenas como si no pasara nada?
– Sí.
– ¡Pues que les den por saco, y a ti también, Jack! -Sonó el timbre de la puerta-. Abre tú. Serán tus sabuesos.
Morton se dirigió a la entrada con gesto ofendido. Rebus cogió la maleta del recibidor y la llevó al dormitorio; la tiró en la cama y la abrió. Estaba todo revuelto. Tendría que llevarlo a la lavandería. Cogió la bolsa de ropa sucia y vio que había un papel doblado: una nota señalando que algunas prendas quedaban en poder de la policía de Grampian para «análisis» forense. Revisó el contenido y vio que faltaban los pantalones manchados de hierba y la camisa rota de la noche del ataque. Grogan mandaría examinarlos por si era el asesino de Vanessa Holden. «Que le den por saco; que les den por culo a todos. Que les den a todos por el mismísimo culo.» Tiró la maleta abierta al suelo en el momento en que entraba Morton.
– John, dicen que será cosa de nada.
– Diles que se tomen el tiempo que quieran.
– Y mañana por la mañana hay que hacer el análisis de sangre y el de saliva.
– Con el segundo no tendré problema. Ponme a Ancram delante y verás.
– Esto no es cosa suya, ¿sabes?
– Vete a la mierda, Jack.
– Ojalá pudiera.
Rebus le dejó allí plantado y salió a mirar en el cuarto de estar. Había varios hombres, algunos de ellos conocidos, todos con monos blancos y guantes de goma. Levantaban los almohadones del sofá y miraban entre las hojas de los libros. Aunque, eso sí, no parecían hacerlo con fruición: consuelo de tontos. Era lógico que Ancram utilizase personal de Edimburgo; resultaba más fácil que desplazar a un equipo desde Aberdeen. Uno que estaba agachado delante del armario del rincón se puso en pie y al volverse sus miradas se cruzaron.
– ¿Et tu Siobhan?
– Buenas tardes, señor -dijo Siobhan Clarke, roja como un tomate.
Aquello era lo último; Rebus cogió la chaqueta y se dirigió a la puerta.
– ¡John! -exclamó Morton a sus espaldas.
– A ver si me coges -replicó ya a media escalera, seguido de cerca por el otro.
– ¿Adónde vamos?
– Vamos a un pub -contestó Rebus-. En mi coche. Como tú no bebes, conduces a la vuelta y así no infringimos la ley. Ahora veremos lo resistente que es tu nueva religión de los zumos -apostilló abriendo el portal.
Estuvo a punto de tropezar con un hombre alto, moreno, de pelo rizado y cano. Vio un micrófono y oyó que le hacía una pregunta: Eamonn Breen. Se limitó a flexionar con fuerza la cabeza para darle un golpe en el puente de la nariz. El «beso de Glasgow» no opuso resistencia y le abrió paso sin más.
– ¡Hijo de puta! -farfulló Breen, soltando el micro y llevándose las manos a la nariz-. ¿Lo has filmado? ¿Lo has cogido?
Rebus miró de reojo y vio que Breen tenía sangre en los dedos y que el cámara movía afirmativamente la cabeza, y también a Kayleigh Burgess a un lado con el bolígrafo en la boca, dirigiéndole una mirada y una sutil sonrisa.
– Seguro que pensó que te animaría ver un rostro amigo -comentó Jack Morton.
Estaban en la barra del Oxford y Rebus acababa de comentarle lo de Siobhan.
– Dadas las circunstancias, yo le estaría agradecido -insistió.
Morton se había tomado media jarra mediana de zumo natural de naranja con gaseosa. El hielo hacía sonar el vaso cuando se servía. Rebus ya iba por la segunda jarra de Belhaven Best. La tarde del domingo, veinte minutos después de abrir, en el Oxford el ambiente era tranquilo: tres clientes más en la barra, que estiraban el cuello hacia el televisor mirando un concurso cuyo presentador llevaba una especie de arbusto a guisa de peinado y sus dientes parecían teclas de piano Steinway; su cometido era sostener una tarjeta delante de las narices, leer la pregunta, mirar a la cámara y repetir la pregunta como si de su respuesta dependiese el desarme nuclear.
– Bien, Barry -canturreó-, por doscientos puntos: ¿qué personaje interpreta el Muro en El sueño de una noche de verano?
– Pink Floyd -dijo el primer cliente.
– Snout -soltó el segundo.
– ¡Hasta luego, Barry! -dijo el tercero, agitando la mano hacia la pantalla que enmarcaba a un Barry muy apurado.
Sonó una chicharra y el presentador planteó la pregunta a los otros dos concursantes.
– ¿No? -dijo-. ¿No hay respuesta? -A pesar de su cara de sorpresa tuvo que mirar la tarjeta para leerla él-. Snout -agregó mirando al desventurado trío y repitió el nombre como insinuando que la próxima vez no lo olvidasen. Nueva tarjeta-: Jasmine, por ciento cincuenta puntos: ¿en qué estado americano encontrarías el nombre de Akron?
– En Ohio -dijo el segundo cliente.
– ¿No es un personaje de Star Trek? -inquirió el primero.
– Hasta luego, Jasmine -dijo el tercero.
– Bueno -cortó Morton-, ¿hablamos?
– No voy a ofenderme porque asalten mi casa, me confisquen la ropa y sobre mi cabeza penda la sospecha de asesinato múltiple. Claro que hablamos, ¡coño!
– Pues estupendo, coño.
A Rebus se le escapó un resoplido en la jarra y tuvo que limpiarse espuma de la nariz.
– No sabes lo mucho que he disfrutado con el cabezazo a ese gilipollas.
– Y él seguramente ha disfrutado porque lo han filmado.
Rebus se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo para coger el tabaco y el mechero.
– Venga, dame uno -dijo Morton.
– Lo has dejado, ¿recuerdas?
– Sí, pero no hay Fumadores Anónimos. Venga.
Rebus negó con la cabeza.
– Aprecio tu actitud, Jack, y tienes razón.
– ¿En qué?
– En mirar por tu futuro. Tienes toda la razón. Así que no te rindas; continúa. Nada de bebida ni tabaco, y a Ancram le informas de mis movimientos.
– ¿Lo dices en serio?
– Completamente. -Rebus apuró la cerveza-. Menos lo de ancram, por supuesto.
Pidió otra ronda.
– La respuesta es Ohio -exclamaba el presentador, sin que ninguno de los de la barra se sorprendiera.
– Creo -siguió Morton, mediada su segunda jarra de zumo- que vamos a tener nuestra primera crisis de confianza.
– ¡Tienes que ir a mear! -espetó Rebus y Morton asintió con la cabeza-. Pues olvídate; yo no te acompaño.
– Dame tu palabra de que no vas a largarte.
– ¿Dónde iba a ir?
– John…
– Vale, vale. ¿Te buscaría yo complicaciones, Jack?
– No sé. ¿Tú qué crees?
Un guiño de Rebus.
– Ve al meadero y lo averiguarás.
Morton aguantó hasta que no pudo más. Rebus permaneció con los codos apoyados en la barra, fumando. Pensaba en qué haría Morton si se largaba por las buenas. ¿Informaría a Ancram o no diría nada? ¿Sacaría algo positivo por informar? En último extremo, si lo hacía quedaría mal y no le interesaba. Así que, a lo mejor, no le delataba. Y él podría dedicarse a sus asuntos sin que Ancram lo supiera.
Lo malo era que Ancram tenía maneras de enterarse. Para ello no dependía exclusivamente de Jack Morton. No obstante, era un planteamiento interesante: cuestión de fe, muy a tono con una tarde de domingo. Quizá llevase después a Jack Morton a ver al padre Conor Leary. Jack siempre había sido un concienciado, sabelotodo, quizás aún lo fuese. Una copa con un cura católico podría ser un buen repaso de las profundidades de la conciencia. Miró hacia atrás y vio a Morton que coronaba la escalera con gesto de alivio, en el doble sentido de la palabra.
«Pobre cabronazo», pensó Rebus. Era una jugarreta por parte de Ancram. Se le notaba la contrariedad por el rictus en la boca. De pronto se sintió cansado y recordó que llevaba en pie sin parar desde las seis. Apuró el vaso y señaló la puerta, propuesta que encantó a Morton. En la calle, Rebus le preguntó si no había estado a punto de hacerlo.
– ¿El qué?
– Pedir una copa de verdad.
– Más que nunca.
Rebus se apoyó en el techo del coche esperando a que abriera.
– Perdona que te haya hecho eso -dijo.
– ¿El qué?
– Traerte aquí.
– Tengo que tener la fuerza de voluntad para ir a un pub y no beber.
– Gracias -agregó Rebus.
Y sonrió para sus adentros: Jack no estaba mal. Él no le vendería. Ya había perdido demasiado amor propio.
– Hay una habitación libre -comentó al subir al coche-, pero no tengo sábanas ni nada. Te pondré en el sofá, si te parece.
– Muy bien -dijo Morton.
Muy bien para Jack; pero no tan bien para él. Tendría que dormir en la cama. Se acabaron las noches medio desvestido en el sillón junto a la ventana. Se acabaron los Stones a las dos de la madrugada. Tenía trabajo, debería acabarlo lo antes posible; del modo que fuera.
A partir de mañana mismo.
Cuando arrancaban Rebus decidió desviarse y le indicó que fuese a Leith a dar una vuelta; en un momento dado le señaló el escaparate cerrado de una tienda.
– Ése era su sitio -dijo.
– ¿De quién? -inquirió Morton parando el coche.
No se veía una sola buscona en la calle.
– De Angie Riddell. Yo la conocía, Jack. Bueno, había hablado con ella un par de veces. La primera, para detenerla. Pero luego vine aquí una vez a buscarla. -Miró a Morton, esperando algún comentario jocoso, pero vio que continuaba serio, a la escucha-. Nos sentamos a charlar. Y luego, supe que había muerto. Es distinto cuando conoces a alguien. Recuerdas sus ojos… No me refiero al color ni nada de eso, sino a todo lo que unos ojos expresan de la persona. -Guardó silencio un instante-. Seguro que el que la mató no le miraba a los ojos.
– John, no somos curas, ¿sabes? Lo nuestro es un trabajo. Y a veces hay que saber distanciarse.
– ¿Es lo que tú haces, Jack? ¿A casita después del servicio y todo bien de nuevo? ¿Sin importarte lo que hayas visto en la calle? Tu casa es tu castillo, ¿no?
Morton se encogió de hombros acariciando el volante.
– No es cosa mía, John.
– Ah, que te aproveche.
Volvió a mirar la tienda como si fuese a ver algo: la mujer o alguna sombra, algo que quedara de ella. Pero sólo había una oscuridad absoluta.
– Llévame a casa -dijo mientras se cerraba los párpados con los pulgares.
El hotel Fairmount estaba en la zona más animada y transitada de Glasgow. Visto desde fuera era una masa anodina de cemento, pero dentro revelaba la clase de parador para directivos medios, activo sobre todo entre semana. Allí reservó John Biblia habitación para el domingo por la noche.
El domingo había corrido la noticia sobre la última víctima del Advenedizo, aunque demasiado tarde para que la publicase la prensa. Pero él escuchó en la habitación las noticias sintonizando diversas emisoras y vio cuantos noticiarios de televisión pudo, tomando nota de todo. Los mensajes de teletexto eran breves y lo único que sabía era que el cadáver de una mujer casada de veintitantos años había aparecido cerca del puerto de Aberdeen.
Otra vez Aberdeen. Todo encajaba. Pero al mismo tiempo, si es que, efectivamente, se trataba del Advenedizo, ahora rompía la pauta: ésta era la primera víctima casada, y quizá la de más edad. Lo que podría significar que nunca había habido una pauta; aunque no descartara necesariamente su existencia, ésta estaba todavía por concretar.
Que era lo que John Biblia esperaba.
Mientras, abrió en su portátil el archivo ADVENEDIZO para repasar las notas sobre la tercera víctima. Judith Cairns, Ju-Ju para los amigos, de veintiún años, compartía un piso alquilado en Hillhead, cerca de Kelvingrove Park. Desde la ventana él casi podía ver Hillhead. Aunque estaba registrada en el paro, Judith trabajaba en la economía sumergida: bares a la hora del almuerzo, un quiosco de patatas fritas por la noche y de camarera en el hotel Fairmount las mañanas del fin de semana. Circunstancia por la que el Advenedizo la había conocido, deducía John Biblia. Un viajante de comercio va a hoteles; bien lo sabía él. Le intrigaba hasta qué punto se parecería al Advenedizo; no físicamente, sino mentalmente. Él no quería sentirse identificado en ningún aspecto con su presuntuoso émulo, el usurpador. Él quería ser único.
Paseó por la habitación, anhelando hallarse en Aberdeen para seguir el desarrollo de la investigación; pero tenía trabajo en Glasgow. Un trabajo que no podía llevar a cabo hasta medianoche. Miró por la ventana, imaginándose a Judith Cairns cruzando Kelvingrove Park: lo habría hecho docenas de veces. Y una de ellas, acompañada por el Advenedizo. Lo bastante para él.
Durante la tarde y por la noche fueron difundiendo más detalles sobre la víctima. Ya la describían como «una eficiente directiva de veintisiete años». El término «hombre de negocios» se encendió en el cerebro de John Biblia. No era un camionero ni nada parecido, sino un simple hombre de negocios. El Advenedizo. Se sentó ante el ordenador y volvió a las notas sobre la primera víctima, la estudiante de geología de la Universidad Robert Gordon. Necesitaba más datos sobre ella, pero no sabía cómo procurárselos. Y ahora, con una cuarta víctima, más trabajo todavía. Tal vez el estudio de la número cuatro diera como resultado no tener que indagar sobre la primera para completar el perfil. Por la noche quizá sabría a qué atenerse.
Salió ya tarde a dar un paseo. La noche era sumamente agradable, con un aire perfumado y poco tráfico. Glasgow no estaba mal, aunque comparado con ciudades de Estados Unidos que él conocía, era un pueblo. Recordaba la ciudad en que se había criado, las bandas callejeras, los puñetazos y los navajazos. Había violencia en la historia de Glasgow, pero su historia no se reducía a eso. Resultaba también una ciudad preciosa, una ciudad para fotógrafos y pintores. Un lugar para enamorados…
«Yo no quería matarlas.» Le gustaría poder decírselo a Glasgow, pero resultaría falso, claro. En aquel entonces… en el último momento… lo que más deseaba en el mundo era su muerte. Había leído entrevistas con asesinos y había asistido a algún juicio por el deseo de hallar a alguien con quien poder identificarse. Pero nadie se aproximaba. Era imposible describir o entender sus sentimientos.
Lo que concretamente no entendieron muchos era por qué había elegido a la tercera víctima. Aquello fue como un sentimiento preordenado, habría podido contestar. Y no le importó que hubiera testigos en el taxi. Nada importaba; todo estaba decidido por un poder que venía desde arriba.
O desde abajo.
O sencillamente por un simple conflicto químico en su cerebro debido a una anomalía genética.
Después, su tío le había ofrecido un empleo en Estados Unidos y pudo marcharse de Glasgow. Dejar atrás toda una vida para crearse otra nueva, una nueva identidad… como si el matrimonio y el éxito en el trabajo pudiesen sustituir lo que dejaba atrás…
La mañana siguiente compró la primera edición del Herald y se sentó en un rincón de un bar a leerlo con avidez, tomando un zumo de naranja. Nadie se fijaba en él. Más detalles sobre la última víctima del Advenedizo: trabajaba en presentaciones de empresas, es decir, propaganda genérica con vídeos, escaparates, redacción de discursos, casetas para congresos… Volvió a examinar la foto. Una empresa de Aberdeen, y en Aberdeen realmente no había más que una industria: el petróleo. No la conocía; seguro que nunca habían coincidido. De todos modos, no sabía por qué la había elegido el Advenedizo: ¿le estaría enviando un mensaje? Imposible; habría significado que sabía quién era John Biblia. Y eso nadie lo sabía. Nadie.
Era medianoche cuando regresó al hotel. La recepción estaba vacía. Subió a la habitación y puso el despertador a las dos y media.
Bajó la escalera alfombrada hasta recepción, que seguía desierta. Entrar en la oficina fue cosa de medio minuto. Cerró la puerta y se sentó a oscuras ante el ordenador. Estaba puesto el salvapantallas. Movió el ratón para activar la pantalla y se puso manos a la obra. Retrocedió mes y medio a partir de la fecha del asesinato de Judith Cairns para comprobar las reservas de habitación y el modo de pago. Buscaba facturas cargadas a empresas de Aberdeen o cercanías. Tenía la impresión de que el Advenedizo no había ido específicamente al hotel a buscar a la víctima, sino que se alojaba allí por asuntos de trabajo y la había conocido casualmente. Quería ver si acababa de perfilarse aquella pauta inconcreta.
Un cuarto de hora más tarde disponía de una lista de veinte firmas con los individuos que habían pagado con tarjeta de crédito de la empresa. De momento, era lo que necesitaba, pero había un dilema: ¿borrar los archivos del ordenador o dejarlos? Si borraba la información tendría todas las posibilidades de ganar por la mano a la policía descubriendo al Advenedizo… Sí, pero alguien del hotel podría advertirlo y, picado por la curiosidad… A lo mejor llamaba a la policía. Y seguramente, además, tendrían copias de seguridad. Lo que, en realidad, equivaldría a ayudar a la policía alertándoles de su presencia… No, nada de tocarlos. Hacía sólo lo estrictamente necesario. Era una máxima que siempre le había dado buen resultado.
Ya en su habitación, volvió a repasar la lista que había recopilado. Comprobar la dirección de las empresas y sus actividades no sería difícil… ya lo haría. Al día siguiente tenía una reunión en Edimburgo y aprovecharía el viaje para hacer algo en relación con John Rebus. Miró el teletexto una última vez antes de acostarse. Después de apagar la luz, descorrió las cortinas y se tumbó en la cama. Había estrellas; algunas tan brillantes que se veían a pesar del alumbrado de la calle, y también otras muchas muertas, como decían los astrónomos. Había tantas cosas muertas en la vida, ¿qué importaba una más?
Nada en absoluto. Nada.