Al día siguiente, después de dormir unas horas en el sillón, Rebus telefoneó a Brian Holmes. Quería saber cómo estaba y si se habían desvanecido las amenazas de Ancram tras la carta de Geddes. Contestó inmediatamente una voz de mujer:
– Diga.
Era Nell. Discretamente, Rebus volvió a colgar. Había vuelto. ¿Aceptaba el trabajo de Brian? ¿O él le había prometido dejarlo? Ya se enteraría.
Morton estaba dando vueltas por el piso. Sabía que había terminado su tarea de «cuidador», pero había pasado allí la noche porque estaba demasiado cansado para recorrer los kilómetros que faltaban hasta Falkirk.
– Gracias a Dios que es fin de semana -dijo mesándose el cabello-. ¿Tienes algún plan concreto?
– Creo que me asomaré a Fettes a ver cómo está el asunto de Ancram.
– Buena idea. Te acompaño.
Esta vez cogieron el coche de Rebus. Pero al llegar a Fettes el despacho de Ancram estaba vacío y no había señal de que hubiera estado allí. Rebus telefoneó a Govan y le pusieron con él.
– ¿Se ha acabado el asunto? -preguntó.
– Redactaré el informe -respondió Ancram-. Seguro que su jefe querrá hablar con usted.
– ¿Y Brian Holmes?
– Lo mencionaré en el informe.
– ¿Todo?
– Óigame, Rebus, ¿es listo o tiene suerte?
– ¿Hay alguna diferencia?
– Ya ha fastidiado bastante las cosas. Si hubiéramos seguido con lo de Tío Joe habríamos podido cazar al topo.
– Y ahora han cazado a Tío Joe. -Gruñido de Ancram-. ¿Sabe quién es el topo?
– Tengo la corazonada de que es Lennox. Le conoce usted de aquel día en el Lobby. Pero no tengo pruebas.
El sargento Andy Lennox; el de las pecas y los ricitos. El sempiterno problema: jurídicamente no basta con saber. Y la ley escocesa era aún más estricta: exige que se corrobore.
– Otra vez será, ¿no? -dijo Rebus y colgó.
Regresaron al piso a que Jack Morton recogiera su coche, pero tuvo que volver a subir con Rebus porque se había dejado el equipaje.
– ¿Y me dejas así, solo? -dijo Rebus.
Morton se echó a reír.
– No tardo ni un minuto.
– Bueno, ya que estás aquí puedes ayudarme a meter las cosas en el cuarto de estar.
Era cosa hecha. Porque además Rebus no pensaba volver a colgar la marina en la pared.
– ¿Y ahora qué vas a hacer?
– Supongo que me arreglaré el diente. Y le prometí a Gill quedar con ella.
– ¿Trabajo o asueto?
– No, no, nada de trabajo.
– Me apuesto cinco libras a que acabáis hablando de trabajo.
Rebus sonrió.
– Seguro que ganas. ¿Y tú?
– Bah, he pensado que ya que estoy aquí a lo mejor paso por Alcohólicos Anónimos a ver si hay una reunión. Hace tiempo que no voy. ¿Me acompañas?
Rebus alzó la vista, inclinando la cabeza.
– Bien -dijo.
– O podemos seguir con la decoración.
Rebus arrugó la nariz.
– Se me han pasado las ganas.
– ¿Ya no lo vendes? -Rebus negó con la cabeza-. ¿Adiós casita junto al mar?
– Jack, voy a quedarme donde estoy. Parece que es lo mío.
– ¿Dónde en concreto?
Rebus pensó la respuesta.
– Al norte del infierno.
Volvió de su paseo dominguero con Gill Templer y metió cinco libras en un sobre con la dirección de Jack Morton. Gill y él habían estado hablando de los Toal y de los norteamericanos, de lo bien que les había venido la declaración grabada, ya que la palabra de Rebus no habría bastado para arrestar a Hayden Fletcher por cómplice de asesinato. Y además iban a trasladarle al sur para el interrogatorio. La semana se presentaba muy ocupada. Estaba limpiando el cuarto de estar cuando sonó el teléfono.
– John, soy Brian.
– ¿Qué, todo bien?
– Muy bien. -Pero lo decía con voz hueca-. Lo he estado pensando… y el caso es que… Voy a presentar la dimisión. -Hizo una pausa-. ¿Se dice así?
– Dios, Brian…
– Es que, mira, he intentado aprender de ti, pero no creo que fuese la elección acertada. Demasiado activo quizá, no sé… No sé, John, tú tienes algo que a mí me falta. Lo que sea. -Tras una pausa más larga-: Y, además, sinceramente, no estoy seguro de que quiera eso.
– No tienes que ser como yo para ser buen policía, Brian. Y habrá quien diga incluso que debes esforzarte por ser lo que precisamente yo no soy.
– Bueno…, he intentado las dos cosas y no acabo de decidirme. No me gusta ninguna.
– Lo siento, Brian.
– Nos vemos, ¿eh?
– Claro, hijo. Cuídate.
Se sentó en el sillón y miró por la ventana. Hacía una tarde de verano espléndida. Ideal para ir a dar un paseo por los Meadows. Pero él ya había estado paseando. ¿Le apetecía volver a salir? Sonó de nuevo el teléfono y en vez de cogerlo esperó a que se grabase la llamada; en lugar de una voz se oyeron ruidos estáticos y un silbido de fondo. Había alguien, no había colgado, pero no decía nada. Puso la mano sobre el auricular, esperó y descolgó.
– Diga.
Oyó que colgaban y se interrumpió la comunicación. Se quedó allí de pie un instante y luego colgó y fue a la cocina. Abrió el armarito, sacó los periódicos y los recortes de prensa y los tiró a la basura. Después, cogió la chaqueta y se fue a pasear.