Capítulo 1

– Dígame otra vez por qué las mató.

– Ya se lo he dicho, por impulso.

– Antes, dijo que fue por compulsión -replicó Rebus repasando sus anotaciones.

La figura derrengada de la silla asintió con la cabeza. Desprendía mal olor.

– Impulso o compulsión, qué más da.

– ¿Ah, sí? -comentó Rebus, apagando la colilla. Había en el cenicero tantas, que algunas, rebosándolo, habían caído en el escritorio metálico-. Háblenos de la primera víctima.

El individuo que tenía enfrente gruñó. Su nombre era William Crawford Shand, alias Craw, un cuarentón soltero que vivía solo en un bloque de viviendas subvencionadas de Craigmillar y que llevaba seis años en el paro. Se hurgaba con dedos temblorosos el pelo moreno grasiento, en ademán de cubrirse una incipiente coronilla.

– La primera víctima -insistió Rebus-. Cuéntenos.

«Cuéntenos» porque había otro hombre del Departamento de Investigación Criminal (DIC) en la «galletera». Era Maclay, y Rebus apenas sabía nada de él. Lo cierto es que aún no conocía muy bien a nadie en Craigmillar. Maclay, recostado en la pared, con los brazos cruzados, entornaba al máximo los ojos. Parecía una pieza de maquinaria en reposo.

– La estrangulé.

– ¿Con qué?

– Con un trozo de cuerda.

– ¿De dónde sacó la cuerda?

– La compré en una tienda, no recuerdo dónde.

Pausa de tres compases.

– ¿Y qué hizo después?

– ¿Cuando ya estaba muerta? -preguntó Shand rebulléndose ligeramente en la silla-. Le quité la ropa y mantuve relaciones con ella.

– ¿Con un cadáver?

– Aún estaba caliente.

Rebus se puso en pie y fue como si el chirrido de la silla contra las baldosas acobardase a Shand. Nada más fácil.

– ¿Dónde la mató?

– En un parque.

– En un parque, ¿de dónde?

– Cerca de su casa.

– ¿En qué sitio?

– En la calle Polmuir de Aberdeen.

– ¿Y qué hacía usted en Aberdeen, señor Shand?

Se encogió de hombros. Pasó los dedos por el canto de la mesa, dejando manchas de sudor y grasa.

– Tenga cuidado -dijo Rebus-. Son cantos afilados y podría cortarse.

Bufido de Maclay. Rebus se arrimó a la pared y le miró interrogante. Maclay asintió ligeramente con la cabeza y Rebus volvió a la mesa.

– Descríbanos el parque -dijo, apoyándose en el borde del escritorio y encendiendo otro cigarrillo.

– Pues, un parque. Con árboles, con césped; un parque donde juegan los críos.

– ¿De esos que cierran las puertas?

– ¿Cómo?

– Ya era de noche. ¿Estaban cerradas las puertas?

– No me acuerdo.

– No se acuerda. -Hizo una pausa de dos compases-. ¿Dónde la conoció?

Craw respondió precipitadamente:

– En una discoteca.

– No parece usted el clásico discotequero, señor Shand. -Otro bufido de la máquina en reposo-. Descríbame el local.

– Como todas las discotecas -replicó Shand, alzando de nuevo los hombros-: poca luz, focos deslumbrantes y una barra.

– ¿Y la víctima número dos?

– Lo mismo. -Shand tenía los ojos apagados y la cara chupada, pero se notaba que comenzaba a divertirse reanudando su relato-. La conocí en una disco, me ofrecí a acompañarla a casa, la maté y me la follé.

– ¿Se llevó algún recuerdo?

– ¿Qué…?

Rebus dejó caer ceniza al suelo y unas pavesas fueron a aterrizar en sus zapatos.

– Que si cogió algo del escenario del crimen.

Shand reflexionó y negó con la cabeza.

– ¿Y dónde fue exactamente?

– En el cementerio de Warriston.

– ¿Cerca de su casa?

– Vivía en Inverleith Row.

– ¿Con qué la estranguló?

– Con el trozo de cuerda.

– ¿El mismo trozo? -Shand asintió con la cabeza-. ¿Dónde lo llevaba, en el bolsillo?

– Sí.

– ¿Lo tiene aún?

– Lo tiré.

– No nos facilita las cosas que digamos. -Shand se sacudió satisfecho. Cuatro compases-. ¿Y la tercera víctima?

– En Glasgow. Kelvingrove Park. Su nombre era Judith Cairns, pero me pidió que la llamase Ju-Ju. Le hice lo mismo que a las otras -respondió Shand de carretilla, repantigado en la silla y con los brazos cruzados.

Rebus alargó la mano hasta tocar con gesto de curandero el antebrazo del hombre, para acto seguido darle un leve pero certero empujón que lo tiró al suelo con silla y todo. Se arrodilló a su lado y lo incorporó agarrándolo por la camisa.

– ¡Embustero! -le espetó entre dientes-. ¡Todo lo que cuenta lo ha leído en los periódicos y lo que se inventa es basura!

Lo soltó y se puso en pie con las manos mojadas del sudor de la camisa de Shand.

– No miento -protestó Shand tirado en el suelo-. ¡Le digo que es la pura verdad!

Rebus apagó el cigarrillo a medio consumir y del cenicero se desparramaron varias colillas sobre la mesa. Rebus cogió una y se la arrojó a Shand.

– ¿Va a presentar acusación contra mí?

– Claro, con el cargo de hacer perder el tiempo a la policía. Una temporada en Saughton, compartiendo celda con un buen maricón.

– La costumbre es dejarle que se vaya -terció Maclay.

– Que lo encierren -ordenó Rebus, saliendo del cuarto.

– ¡Soy él! -insistió Shand, mientras Maclay le levantaba del suelo-. ¡Soy Johnny Biblia! ¡Soy Johnny Biblia!

– Ni por asomo, Craw -le dijo Maclay, calmándolo de un puñetazo.


Rebus necesitaba lavarse las manos y refrescarse la cara. Cuando entró en los lavabos, dos agentes que fumaban y contaban chistes dejaron de reír.

– Señor -dijo uno de ellos-, ¿quién era el de la «galletera»?

– Otro farsante -contestó Rebus.

– Hay muchos aquí -añadió el otro policía.

Rebus no sabía si se refería a la comisaría, a Craigmillar, o a toda la ciudad. Era el peor destino de Edimburgo; allí nadie aguantaba más de dos años de servicio. No hallaría diversión en aquella comisaría. Estaba en una zona de la capital de Escocia tan dura como la que más, y bien se merecía el apodo de Fort Apache, Bronx. Situada al fondo de un callejón que daba a una calle llena de tiendas, era un edificio bajo de fachada lóbrega con casas de pisos de alquiler, más lóbregas aún, en la parte de atrás. Su situación en la callejuela la hacía fácilmente vulnerable al aislamiento del mundo civilizado y había sido asediada infinidad de veces. Indudablemente, Craigmillar no era un destino apetecible.

Rebus sabía por qué le habían trasladado allí. Por haber incordiado a gente importante. No habían podido asestarle el golpe definitivo y le habían relegado al purgatorio. Infierno no, porque no era para siempre. Una especie de penitencia. El oficio que le comunicaba el traslado señalaba que iba a sustituir a un compañero hospitalizado al mismo tiempo que ayudaría en la supervisión del cierre de la anticuada comisaría de Craigmillar. Estaban desmontándolo todo para el traslado a otra nueva cerca de allí. El viejo local era un desbarajuste de cajas y armarios ya vacíos y el personal no prestaba mucha atención a los casos pendientes. Como tampoco se habían molestado en dar la bienvenida al inspector John Rebus. Aquello parecía más una sala de hospital que una comisaría y a los pacientes se los tranquilizaba sin remilgos.

Volvió despacio a la sala del DIC, el «cobertizo», cruzándose con Maclay y Shand, que seguía proclamándose culpable, mientras era arrastrado hacia los calabozos.

– ¡Soy Johnny Biblia! ¡Que sí, joder!

Ni por asomo.

Eran las nueve de la noche de un martes de junio y en el «cobertizo» sólo estaba el sargento detective «Dod» Bain, que alzó la vista de la revista Offbeat, el noticiero territorial de Lothian y Borders y el área de Edimburgo. Rebus negó con la cabeza.

– Me lo imaginaba -dijo Bain, pasando una página-. Craw es famoso por los colocones de hierba que agarra, por eso te lo dejé.

– Tienes más valor que una tachuela.

– Y además pincho por el estilo. No lo olvides.

Rebus se sentó a su mesa dispuesto a redactar el informe sobre el interrogatorio. Otro farsante y otra pérdida de tiempo. Y Johnny Biblia campando a sus anchas.

Primero había sido John Biblia, el terror de Glasgow a finales de los años sesenta. Un joven bien vestido, pelirrojo, conocedor de la Biblia y que frecuentaba el salón de baile Barrowland. Allí se ligó a tres mujeres, a las que maltrató, violó y estranguló.

A continuación, desapareció, escapando al dispositivo policial más espectacular organizado en Glasgow para cazar a un hombre. No se supo nada más y el caso seguía pendiente. La policía disponía de una implacable descripción de él facilitada por la hermana de la última víctima, que había pasado casi dos horas con la pareja e incluso había compartido el mismo taxi; a ella la dejaron donde indicó y la hermana le dijo adiós con la mano por la ventanilla… Una descripción que no sirvió de nada.

Y ahora estaba Johnny Biblia. Los medios de comunicación no habían vacilado en darle ese nombre: tres mujeres maltratadas, violadas y estranguladas era suficiente para establecer comparaciones. A dos de ellas las había recogido en nightclubs, discotecas. Tenían la vaga descripción de un hombre a quien habían visto bailar con las víctimas, bien vestido y tímido, que coincidía con el John Biblia original. Sólo que John Biblia, suponiendo que aún viviera, sería un cincuentón, y la descripción del asesino actual era la de un joven de unos veintitantos años. En resumidas cuentas: Johnny Biblia era el hijo espiritual del tal John Biblia.

Existían diferencias, desde luego, pero los medios de comunicación no las mencionaban. Por una parte, las víctimas de John Biblia iban todas al mismo salón de baile, mientras que el radio de acción de Johnny Biblia era más amplio y abarcaba toda Escocia. De ahí que se barajaran diferentes teorías, entre ellas que se tratara de un camionero que hacía largos recorridos o un viajante de comercio. La policía no sabía qué pensar. Podría ser hasta el mismísimo John Biblia que regresaba al cabo de un cuarto de siglo, aunque no coincidiera su descripción con la de un hombre de veintitantos o treinta años; eran discrepancias que se habían dado otras veces con testigos presenciales en apariencia fiables. También se reservaban ciertos detalles respecto a Johnny Biblia, igual que en el caso de John Biblia, por mor de descartar docenas de falsas confesiones.

Apenas había comenzado Rebus su informe cuando entró Maclay balanceándose. Esa manera suya de caminar dando bandazos no era porque estuviese bebido o drogado, sino por culpa r de su grave sobrepeso, un trastorno metabólico. Padecía también sinusitis, muchas veces respiraba con exagerados silbidos y hablaba con una voz que recordaba un cepillo mellado raspando a contrapelo la madera. En la comisaría le llamaban Heavy.

– ¿Te has encargado de Craw? -preguntó Bain.

Maclay asintió con la cabeza apuntando a la mesa de Rebus.

– Quiere acusarle de hacernos perder el tiempo.

– Eso sí que es perder el tiempo.

Maclay se balanceó en dirección a Rebus. Tenía un pelo azabache lleno de rizos y ensortijado en la frente. Probablemente habría ganado algún concurso del niño más bonito, pero de eso ya hacía algún tiempo.

– Vamos, hombre -le dijo.

Pero Rebus negó con la cabeza y siguió escribiendo a máquina.

– Que te jodan.

– Que le jodan a él -añadió Bain de pie mientras se disponía a descolgar la chaqueta del respaldo de la silla, y dirigiéndose a Maclay preguntó-: ¿Un trago?

Maclay emitió un profundo suspiro sibilante.

– Es lo que toca.

Rebus ni se movió hasta que hubieron salido. No es que esperase que le invitaran a acompañarles. Se trataba precisamente de no invitarlo. Dejó de escribir y sacó del último cajón la botella de Lucozade, desenroscó el tapón, olió los cuarenta y tres grados del malta y bebió. Una vez devuelta la botella al cajón se metió en la boca un caramelo de menta refrescante.

Mejor. «Ahora lo veo más claro»: Marvin Gaye.

De un tirón, sacó de la máquina el informe y lo hizo un rebujo; luego, llamó al mostrador y ordenó que retuvieran a Craw Shand una hora y lo soltasen después. El teléfono comenzó a sonar en cuanto colgó.

– Inspector Rebus.

– Soy Brian.

Brian Holmes, sargento de policía, que conservaba su destino en St. Leonard. Se mantenían en contacto. Aquella noche su voz era neutra.

– ¿Problemas?

Holmes rió sin ganas.

– Todos y más.

– Pues cuéntame el último -dijo Rebus, abriendo la cajetilla, llevándose un cigarrillo a la boca y encendiéndolo, todo con una sola mano.

– No sé si debo, con lo jodido que estás.

– Craigmillar no está tan mal.

Rebus echó un vistazo a la anticuada oficina.

– Me refiero a lo otro.

– Ah.

– Escucha, es que… creo que voy a tener problemas…

– ¿Qué ha pasado?

– Un sospechoso que habíamos detenido me estaba tocando las pelotas.

– Y le zurraste.

– Sí.

– ¿Ha presentado denuncia?

– Lo va a hacer. Su abogado quiere llevarlo adelante.

– ¿Tu palabra contra la suya?

– Claro.

– Los de asuntos internos lo rechazarán.

– Imagino que sí.

– Que Siobhan te eche una mano.

– Está de vacaciones. En el interrogatorio me acompañaba Glamis.

– Malo, entonces. Es un gallina como no hay dos.

Pausa.

– ¿No vas a preguntarme si lo hice?

– Bajo ningún concepto quiero saberlo, ¿está claro? ¿Quién era el sospechoso?

– Mental Minto.

– Dios, ese borracho sabe más de leyes que un procurador. Bien, vamos a hablar con él.

Daba gusto salir de la comisaría. Bajó el cristal de las ventanillas del coche. El aire era casi cálido. El Escort de la policía llevaba mucho tiempo sin limpiar y tenía envoltorios de chocolatinas, bolsas de patatas fritas y cartones de zumo de naranja y Ribena aplastados. El alma de la dieta escocesa: azúcar y sal. Añádase alcohol y ya es todo puro sentimiento.

Minto vivía en el primer piso de un edificio de apartamentos de alquiler en South Clerk Street. Rebus ya había estado allí otras veces, ninguna de ellas fue agradable. No encontró aparcamiento y dejó el coche en doble fila. En el cielo, un rosado deslavazado luchaba inútilmente con la oscuridad arrolladora. Todo ello subrayado por un naranja halógeno. La calle estaba animada. Del cine y de los pubs aún abiertos se retiraban los últimos clientes. Olía a comida: fritangas, pizza y especias indias. Brian Holmes esperaba delante de una tienda con las manos en los bolsillos. Seguramente había venido a pie desde St. Leonard. Se saludaron con una inclinación de cabeza.

Holmes parecía cansado. Pocos años antes era joven, fresco, entusiasta. Rebus sabía que la vida hogareña se había cobrado su tributo: a él le había sucedido igual en su matrimonio, roto hacía años. La compañera de Holmes quería que éste dejase la policía. Deseaba un hombre que al volver a casa estuviera pendiente de ella y no enfrascado en los casos, en especulaciones mentales y en estrategias para ascender. Muchas veces, un oficial de policía está más unido a su compañero de trabajo que a su propia esposa. Cuando ingresas en el DIC te dan un apretón de manos y un papel.

El papel sin fecha fija, condicional a tenor de las circunstancias.

– ¿Sabes si está en casa? -preguntó Rebus.

– Le he telefoneado y contestó él mismo. Parecía medio sobrio.

– ¿Le has dicho algo?

– ¿Me tomas por idiota?

Rebus miró hacia las ventanas del edificio. La planta baja estaba ocupada por tiendas. Minto vivía justo encima de una cerrajería. La cosa tenía su gracia.

– Bien; subes conmigo y te quedas en el rellano. Sólo entra si oyes jaleo.

– ¿Seguro?

– Sólo quiero hablar con él. -Rebus le puso la mano en el hombro-. Tranquilo.

La puerta principal estaba abierta. Subieron la tortuosa escalera en silencio. Rebus tocó el timbre y respiró hondo. En cuanto comenzó a abrirse la puerta le dio un empujón con el hombro que propulsó a Minto y a él mismo hacia el recibidor escasamente iluminado. El inspector dio un portazo a su espalda.

Minto se puso a la defensiva hasta que vio quién era, tras lo cual se contentó con lanzar un gruñido y regresar dando zancadas al cuarto de estar, una pieza minúscula que incluía la cocina, con un armario que ocupaba toda una pared y que Rebus sabía que ocultaba una ducha con retrete y lavabo de casa de muñecas. Construían iglús más espaciosos.

– ¿Qué cono quiere? -le espetó Minto cogiendo una lata de cerveza, que vació de un trago, sin sentarse.

– Poca cosa -contestó Rebus, mirando alrededor despreocupado pero alerta, con las manos a los costados.

– Esto es allanamiento de morada.

– Sigue quejándote y yo te daré allanamiento.

El rostro de Minto se ensombreció. A sus treinta y tantos años parecía mucho mayor. Había estado enganchado a casi todas las drogas duras de su época, coca Billy "Whizz, caballo, speed Morningside, y ahora seguía un programa de metadona. Si antes era un problema menor, ahora era un loco. Un tarado.

– Por cierto, he oído que se la ha buscado -dijo.

Rebus dio un paso más hacia él.

– Pues, sí, Mental. Ya no tengo nada que perder. Podría rematar la faena.

Minto alzó las manos.

– Despacio. Vamos por partes. ¿Cuál es su problema?

Rebus serenó el rostro.

– Mi problema eres tú, Mental Minto. Has denunciado a un colega mío.

– Me pegó.

Rebus meneó la cabeza.

– Yo estaba presente y no vi nada. Fui a charlar con el inspector Holmes y estuve un buen rato; así que si te hubiera agredido lo habría visto, ¿no?

Se miraron mutuamente en silencio. Luego, Minto dio media vuelta y se dejó caer pesadamente en el único sillón del cuarto. Parecía enfadado. Rebus se agachó a coger algo del suelo. Era un folleto municipal de alojamientos para turistas.

– ¿Vas a algún sitio? -dijo, mientras miraba la lista de hoteles, hostales y habitaciones con derecho a cocina, y amenazaba con el papel a Minto-. Si atracan alguno de estos establecimientos tú serás el primero a quien visitaremos.

– Acoso -replicó Minto en voz baja.

Rebus dejó caer el folleto al suelo. Minto ya no parecía estar loco, sino hundido, como si la vida le atacara con una herradura dentro de un guante de boxeo. Rebus dio media vuelta para marcharse, cruzó el recibidor y ya estaba en la puerta cuando oyó que Minto pronunciaba su nombre. De pie, a cuatro metros, al otro extremo del recibidor, aquel hombrecillo, con su astrosa camiseta negra alzada hasta los hombros, le mostraba el pecho, para a continuación darse la vuelta y enseñarle la espalda. Pese a la poca luz de la bombilla de cuarenta vatios con tulipa cagada de moscas, Rebus los vio. Primero le parecieron tatuajes. Pero tenía magulladuras por todas partes: costillas, flancos y riñones. ¿Autoinfligidas? Tal vez. Siempre existe la posibilidad. Minto se bajó la camiseta y lo miró furioso, sin pestañear. El inspector abandonó el apartamento.

– ¿Todo bien? -preguntó nervioso Brian Holmes.

– Le he dicho que estuve en el interrogatorio.

– ¿Ah, sí? -inquirió Holmes tras un fuerte suspiro.

– Exacto.

Fue quizás el tono de voz lo que dio una pista a Holmes. Sostuvo la mirada de John Rebus, pero fue el primero en desviarla. En la calle le tendió la mano y dijo:

– Gracias.

Pero Rebus le había dado la espalda y se alejaba.


Cruzó con el Escort la capital desierta, sus calles flanqueadas por casas a precios de seis cifras. En la actualidad, vivir en Edimburgo era un lujo. Podía costarte cuanto tenías. Trató de no pensar en lo que había hecho, en lo que Brian Holmes había hecho. Del It's a Sin [1] de los Pet Shop Boys, que le vino a la cabeza, pasó sin transición al So What? [2] de Miles Davis.

Se dirigió dudoso hacia Craigmillar, pero cambió de idea. No, se iría a casa con la esperanza de que no hubiese periodistas al acecho. Al regresar siempre llevaba la noche pegada y tenía que frotársela y lavársela, como si fuera un viejo adoquinado que pisan todos a diario. A veces era mejor quedarse por las calles o dormir en la comisaría. Había noches en que no paraba de dar vueltas en coche, no por Edimburgo, sino por Leith, la zona de putas y maricones, por el muelle, en ocasiones por South Queensferry y el puente Forth, luego cruzaba Fife por la M90, hasta más allá de Perth, y llegaba a Dundee, daba la vuelta y regresaba, por lo general ya cansado; paraba en un arcén y se dormía en el coche.

Recordó que iba en un automóvil de la comisaría y no en el suyo. Que vinieran a recogerlo si les hacía falta. Al llegar a Marchmont no encontró aparcamiento en Arden Street y acabó dejándolo en una línea amarilla. No había periodistas; ellos también necesitaban dormir. Subió por Warrender Park Road hasta su tienda favorita de patatas fritas: las raciones eran generosas y también vendían pasta dentífrica y papel higiénico. Volvió despacio sobre sus pasos. La noche era propicia. Cuando se hallaba a mitad de la escalinata del edificio sonó el busca.

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