Minchell lo llevó al aeropuerto de Dyce. Era un avión de dos motores a hélice de catorce plazas, pero aquel día sólo llevaba seis pasajeros. Cuatro de ellos iban con traje, y de inmediato abrieron sus carteras para sacar papeles, informes, calculadoras, bolígrafos y portátiles. Había otro con una pelliza de borrego, que no iba, como habría dicho el resto, «vestido decentemente». Con las manos en los bolsillos, miraba por la ventanilla. Rebus, que no tenía ningún inconveniente en ocupar el asiento del pasillo, se acomodó a su lado.
El hombre trató de disuadirle con la mirada. Tenía los ojos enrojecidos y una barba grisácea. Rebus, ni corto ni perezoso, se ajustó el cinturón de seguridad y él lanzó un gruñido, aunque enderezándose en el asiento y dejándole medio apoyabrazos, tras lo cual volvió a concentrarse en mirar por la ventanilla. Un coche se acercaba al avión.
Sonó el motor y las hélices comenzaron a girar. En la cola había una azafata junto a la puerta aún abierta. El de la pelliza apartó la vista de la ventanilla y se volvió hacia el grupo de los trajeados.
– Preparaos para jiñaros -dijo, soltando una carcajada.
Rebus sintió en su rostro los efluvios del whisky de la noche y se alegró de no haber desayunado.
Un último pasajero subía a bordo. Asomó la cabeza por el pasillo y vio que era el mayor Weir, con falda escocesa y su correspondiente escarcela. Los trajeados se estremecieron, mientras el de la pelliza continuaba riéndose por lo bajo. Cerraron la puerta de golpe y en cuestión de segundos el avión rodaba por la pista.
Rebus, que detestaba volar, procuró imaginarse de pasajero en un simpático tren en tierra firme sin ninguna intención de despegar hacia las alturas.
– Si continúa agarrando con esa fuerza el maldito apoyabrazos lo va a arrancar -dijo su vecino.
El despegue fue como rodar por un camino de tierra. Rebus notaba como si los empastes se le fueran a caer y oía el traqueteo de tuercas y soldaduras. Pero el aparato acabó por estabilizarse y todo fue como la seda. Respiró tranquilo de nuevo y vio que las manos y la frente le sudaban. Reguló el dispositivo del aire que había encima del asiento.
– ¿Mejor? -preguntó el de la pelliza.
– Sí -contestó él.
Notó cómo se plegaba el tren de aterrizaje y se cerraba la compuerta. El de la pelliza le dio una detallada explicación de los ruidos y Rebus asintió con la cabeza agradecido, y oyó que la azafata decía desde el final del pasillo:
– Mayor, si hubiéramos sabido que venía usted habríamos preparado café. Lo lamento.
Se oyó un gruñido por toda respuesta; los trajeados seguían pendientes de su trabajo pero no parecían concentrarse. Una turbulencia zarandeó el aparato y Rebus volvió a aferrarse al apoyabrazos.
– Miedo a volar -comentó el de la pelliza con un guiño.
Rebus era consciente de que lo mejor era distraerse.
– ¿Trabaja en Sullom Voe? -dijo.
– Lo dirijo, prácticamente. No trabajo para ésos -añadió señalando con la cabeza a los trajeados-. Voy en su avión pero trabajo para el consorcio.
– ¿Las Seis Hermanas?
– Y los demás. Treinta y pico en el último recuento.
– Mire, yo no sé nada de Sullom Voe.
– ¿Es periodista? -replicó el de la pelliza, mirándole de soslayo.
– Soy de la policía criminal.
– Me da igual mientras no sea periodista. Yo soy el jefe suplente de mantenimiento. En la prensa siempre están dándonos la lata de que si roturas de tuberías, que si escapes, que si filtraciones… Pero las únicas filtraciones de mi terminal son las de los putos periódicos. -Volvió a mirar por la ventanilla como si la conversación hubiese terminado. Pero al cabo de un minuto volvió al ataque-. A la terminal llegan dos oleoductos. De Brent y Ninian, aparte de lo que descargan los petroleros. Con los cuatro muelles de atraque casi no damos abasto. Llevo allí desde el principio, en 1973. Cuatro años después de que los primeros barcos de prospección llegaran a Lerwick. Joder, tendría que haber visto la cara que ponían los pescadores. Seguramente pensaban que no iba a haber nada de nada. Pero ya lo creo que se encontró petróleo y bastante; fue una puja de la hostia con las islas, pero al consorcio le sacaron hasta el último céntimo. Hasta el último céntimo.
Su rostro se relajaba a medida que hablaba, y Rebus pensó que quizá seguía borracho, porque charlaba en voz baja, mirando casi constantemente por la ventanilla.
– Tendría que haber visto este lugar en los setenta, muchacho. Parecía Klondike: sólo un montón de remolques y chabolas, y las carreteras eran un auténtico barrizal. Nos cortaban la luz, faltaba agua potable y los de aquí nos odiaban a muerte. Una delicia. No había más que un pub y los víveres los traía el consorcio en helicóptero como si estuviésemos en guerra. Qué cojones, casi lo estábamos.
Se volvió hacia Rebus.
– Y el tiempo… el viento te desollaba la cara.
– Entonces, ¿no habría hecho falta que me trajera la maquinilla de afeitar?
El hombretón lanzó un resoplido.
– ¿A qué va a Sullom Voe?
– Una muerte en circunstancias sospechosas.
– ¿En Shetland?
– En Edimburgo.
– ¿Muy sospechosa?
– Quizá no, pero hay que comprobarlo.
– Sí, ya sé. Igual que aquí; hacemos al día miles de comprobaciones, sean necesarias o no. El otro día, en la zona de enfriamiento del LPG sospechábamos una avería; sospechábamos, repito. Bueno, pues Dios sabe la gente que tuvimos de guardia. Claro, porque está cerca del depósito de crudo.
Rebus asintió con la cabeza, sin estar muy seguro de lo que el otro decía. Le parecía que volvía a divagar y decidió centrarle.
– El difunto trabajó un tiempo en Sullom Voe. Alian Mitchison.
– ¿Mitchison?
– De mantenimiento, creo.
El de la pelliza agitó la cabeza.
– Ese nombre no me… No.
– ¿Y Jake Harley? Trabaja en Sullom Voe.
– Ah, sí, a ése le conozco. No me gusta mucho, pero le conozco.
– ¿Por qué no le gusta?
– Es de esos cabrones de los verdes. Ecologistas, ¿sabe usted? -añadió con despecho-. ¿Qué carajo nos ha dado a nosotros la ecología?
– ¿Así que le conoce?
– ¿A quién?
– A Jake Harley.
– Eso he dicho, ¿no?
– Está de vacaciones, haciendo senderismo.
– ¿En Shetland? -Rebus asintió con la cabeza-. Sí, no me extraña. Siempre está hablando de arqueología y cosas de ésas, y de observar a los pájaros. Los únicos pájaros que me paso yo el día observando no tienen plumas, se lo digo yo.
Rebus pensó: «Este tío es peor que yo».
– Pues sí, senderismo y observando pájaros. ¿Tiene idea de dónde puede estar?
– Pues donde van ellos. En el terminal hay unos cuantos observadores de pájaros. Es como el control de polución. Sabemos que lo estamos haciendo bien si los pájaros no la diñan. Como pasó con el Negrita -añadió, casi mordiendo la última sílaba y atragantándose-. Mire, lo que sucede es que los vientos y las corrientes son tan fuertes que lo dispersan todo. Como cuando el Braer. Alguien me dijo que en Shetland el viento cambia totalmente cada cuarto de hora. Condiciones ideales de dispersión. Y, qué cojones, si al fin y al cabo sólo son pájaros. Puestos a pensarlo, ¿para qué sirven?
Apoyó la cabeza en la ventanilla.
– Cuando lleguemos al terminal le consigo un mapa y le marco los sitios donde puede estar…
Segundos después había cerrado los ojos. Rebus se levantó y fue al váter de cola. Al pasar ante el mayor Weir, sentado en la última fila, vio que estaba enfrascado en la lectura del Financial Times. El retrete era como un ataúd infantil. Si hubiera estado más gordo habría tenido que ponerse a dieta. Se sonrojó, pensando en que sus orines iban a parar al mar del Norte… en lo que a polución respecta, una gota en el océano. Abrió la puerta acordeón y se sentó en la fila de al lado del mayor en la butaca que había ocupado la azafata, en aquel momento en la cabina del piloto.
– ¿Algún acierto en las carreras de caballos?
El mayor Weir alzó la vista del periódico y ladeó la cabeza para observar a aquella extraña criatura. No tardó más de medio minuto, pero no dijo nada.
– Nos conocimos ayer -añadió él-. Soy el inspector Rebus. Sé que usted habla poco… pero llevo un bloc de notas si lo precisa -apostilló, dándose unas palmaditas en la chaqueta.
– Inspector, ¿cuando está fuera de servicio se dedica al teatro?
Era una voz refinada y cortés. Pero también seca y algo cascada.
– ¿Me permite una pregunta, mayor? ¿Por qué ha puesto nombre de torta de avena a su campo petrolífero?
Weir enrojeció de cólera.
– ¡Es la abreviatura de Bannockburn!
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Una de las batallas que ganamos? -dijo.
– ¿No conoce su historia, amiguito? -Rebus se encogió de hombros-. Le juro que a veces es desesperante. ¡Es usted escocés!
– ¿Y bien?
– ¡El pasado tiene su importancia! Hay que conocerlo para aprender.
– Aprender, ¿qué, señor?
Weir lanzó un suspiro.
– Como decía un poeta, un poeta escocés que hablaba sobre lenguaje, de nosotros los escoceses, que somos «seres domados por la crueldad». ¿Comprende?
– No acabo de verlo claro.
– ¿Es bebedor? -añadió Weir, ceñudo.
– Abstemio es mi segundo nombre. -El mayor emitió un gruñido de satisfacción-. Lo malo es -añadió Rebus- que el primero es Nada-de-eso.
El viejo captó finalmente la broma y esbozó a regañadientes una torva sonrisa. La primera que veía Rebus.
– El caso es, señor, que he venido aquí…
– Sé a qué ha venido, inspector. Ayer, al verlo, le dije a Hayden Fletcher que averiguase quién era.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Porque no paraba usted de mirarme en el ascensor. Y no estoy acostumbrado a semejante comportamiento. Eso significaba que no trabajaba para mí y como iba con mi jefe de personal…
– ¿Pensó que buscaba un empleo?
– Quería asegurarme de que no se lo daban.
– Me halaga.
El mayor volvió a mirarle.
– ¿Por qué le envía mi empresa a Sullom Voe?
– Quiero hablar con un amigo de Mitchison.
– Alian Mitchison.
– ¿Le conocía?
– No diga tonterías. Me informó Minchell ayer por la tarde. Me gusta saber todo lo que sucede en mi empresa. Quiero hacerle una pregunta.
– Adelante.
– ¿Podría tener algo que ver T-Bird Oil con la muerte del señor Mitchison?
– De momento… no creo.
El mayor Weir hizo una inclinación de cabeza y levantó el periódico a la altura de los ojos. La conversación había terminado.