Ciudad granito
Capítulo 12

Hacía un par de años que Rebus no volvía a Aberdeen, y en aquella ocasión estuvo sólo una tarde visitando a una tía suya que ya había fallecido; y él sin enterarse. La mujer vivía cerca del estadio Pittodrie en una casa rodeada de nuevas edificaciones. Ya no debía de existir. Casi seguro que la habrían demolido. Pese a la asociación de ideas Aberdeen-granito, la ciudad evocaba para él lo efímero. En la actualidad casi toda su riqueza procedía del petróleo, pero éste no iba a durar siempre. Rebus, criado en Fife, había vivido un proceso similar con el carbón: no habían hecho previsiones para el futuro cuando se agotase. Acabado el carbón, se acabó la esperanza.

Lo mismo había ocurrido en Linwood, Bathgate y el Clyde: no escarmentaban.

Recordaba los primeros años del petróleo, las voces de los que acudían de las Lowlands al norte en busca de empleos duros y buenos sueldos: obreros sin trabajo de los astilleros y las metalúrgicas, gente recién salida de la universidad y estudiantes. Aberdeen era el Eldorado de Escocia. Los sábados por la tarde, te sentabas en un pub de Edimburgo o de Glasgow, abrías un periódico por la sección de carreras de caballos y era como si vieras tus sueños correr ilustrando fabulosas escapadas. Entonces había empleo de sobra, era un Dallas en ciernes que desbordaba el núcleo de un puerto pesquero. Un portento, algo increíble. Mágico.

La gente que seguía la serie de J. R. fantaseaba sin dificultad sobre algo similar en la costa nordeste. Hubo una invasión de norteamericanos, y los peones americanos -matones, pendencieros- no querían una ciudad marítima tranquila e independiente, sino armar jaleo, y por ahí empezó todo. A partir de entonces, las historias de Eldorado fueron convirtiéndose en relatos muy distintos: burdeles, matanzas, peleas de borrachos. La corrupción lo invadía todo, había millones de dólares en juego y los lugareños lamentaban la invasión del mismo modo que se beneficiaban del dinero y el trabajo. Para la clase trabajadora que vivía al sur de Aberdeen era como el verbo hecho carne, y no sólo un mundo de hombres sino un mundo de hombres duros en el que el respeto se obtenía con y por dinero. En cosa de semanas cambiaban, y se marchaban desengañados, rezongando sobre la esclavitud, los turnos de doce horas y la pesadilla del mar del Norte.

Y a medio camino entre el Infierno y Eldorado se situaba algo parecido a la verdad, siempre menos interesante que los mitos. El nordeste había prosperado gracias al petróleo y casi sin traumatismos, pues, a semejanza de Edimburgo, no se había permitido que el desarrollo comercial destrozara en exceso el centro de la ciudad. Pero en los alrededores proliferaban las viviendas tipo colmena y las naves industriales, muchas de éstas con nombres relacionados con el petróleo marítimo: On-Off, Grampian Oil, PlatTech…

Sin embargo, antes de llegar a todo eso había un maravilloso viaje en coche. Se mantuvo en la carretera de la costa el mayor tiempo posible, reflexionando sobre la mentalidad de una nación que construye un campo de golf al borde de un acantilado. En un alto que hizo en una gasolinera compró un mapa de Aberdeen para mirar dónde estaba la jefatura de policía de Grampian. Queen Street, en pleno centro. Esperaba que el sistema de tráfico de una sola dirección no fuese un problema. Puede que hubiera estado en Aberdeen seis veces, tres de ellas cuando era niño. Pese a ser una ciudad moderna, él seguía burlándose de ella como muchos de las Lowlands: llena de palurdos y destripaterrones, con un modo de hablar que daba risa. Pero para los de Aberdeen era la «ciudad de granito». Rebus sabía que tendría que andarse con cuidado en cuanto a burlas e ironías.

Cerca del centro había un embotellamiento que le vino de perlas para mirar el mapa y el nombre de las calles. Encontró Queen Street y aparcó, entró en la jefatura y dio su nombre.

– Antes hablé por teléfono con el agente Shanks.

– Voy a preguntar en el DIC -replicó la agente uniformada de recepción, diciéndole que tomara asiento.

Sólo por la mirada podía distinguir a los delincuentes de los policías de la secreta. Dos de ellos, jóvenes, hacían gala del bigote distintivo del departamento, poblado pero bien recortado, para parecer mayores. Frente a él, un grupo de jovenzuelos de aspecto sumiso, cara saludable y pecosa y labios pálidos, pero con un brillo peculiar en los ojos. Dos rubios y otro pelirrojo.

– ¿Inspector Rebus?

Estaba de pie a su derecha, seguramente desde hacía un par de minutos. Se levantó y se estrecharon la mano.

– Soy el sargento Lumsden. El agente Shanks me pasó su mensaje. Un asunto relacionado con una empresa petrolera, ¿no es eso?

– Cuya sede está aquí. Uno de sus empleados salió volando por una ventana de una casa en Edimburgo.

– ¿Se tiró?

Rebus se encogió de hombros.

– Había alguien más. Entre ellos un delincuente conocido como Anthony Ellis Kane. Me han informado que opera por la zona.

Lumsden asintió con la cabeza.

– Sí, me consta que el DIC de Edimburgo requirió información sobre él, pero a mí no me suena; lo siento. Normalmente se habría encargado de recibirle el oficial de enlace con las petroleras, pero está de permiso y yo le sustituyo. Así que seré su cicerone mientras se quede con nosotros. Bienvenido a la Ciudad de Plata -añadió sonriente.

Plata por el río Dee que la surca. Plata por el color de los edificios bañados por el sol que confiere al granito esa tonalidad.

Lumsden se lo fue explicando durante el trayecto en coche hacia Union Street.

– Otro mito de Aberdeen es que la gente es tacaña -dijo-. Ya vera usted lo que es Union Street un sábado por la tarde. Seguro que es la zona comercial más concurrida del Reino Unido.

Lumsden vestía un blazer azul con relucientes botones de latón, pantalón gris y mocasines negros, con una elegante camisa azul de rayas blancas y corbata color rosa-salmón. Era un hombre de metro ochenta y cinco, enjuto y fuerte, con el pelo rubio corto, lo que resaltaba las entradas de su frente. Sus ojos eran un poco amarillentos, con un iris azul intenso. No llevaba alianza. Aparentaba entre treinta y cuarenta años. Rebus no acababa de localizar su acento.

– ¿Es usted inglés? -preguntó.

– De Gillingham -respondió Lumsden-. Mi familia cambió de domicilio varias veces. Mi padre era de la policía. Ha acertado mi deje a la primera; casi todo el mundo piensa que soy escocés.

Rebus le dijo que se quedaría al menos una noche.

– Ningún problema -dijo Lumsden-. Conozco un hotel como Dios manda.

Se dirigieron a un hotel situado en Union Terrace, enfrente del parque, y Lumsden le indicó que aparcase a la puerta. Sacó una tarjeta del bolsillo y la puso sobre el salpicadero: POLICÍA DE GRAMPIAN. ASUNTO OFICIAL. Rebus cogió el equipaje del maletero pero Lumsden se empeñó en llevarlo él y se ocupó igualmente de los trámites en recepción. Un mozo se hizo cargo de la maleta y Rebus le siguió hacia la escalera.

– Mire la habitación, a ver si le gusta. Yo le espero en el bar -dijo Lumsden.

La habitación estaba en el primer piso y tenía unas ventanas altísimas con vistas al parque. Hacía un calor insoportable y el mozo corrió las cortinas.

– Cuando hace sol siempre pasa igual -dijo.

Rebus echó un vistazo al cuarto.

Probablemente era la mejor habitación de hotel en que había estado. El mozo le observaba.

– ¿Y champán no?

El mozo no captó el chiste y Rebus se limitó a darle una libra de propina. El hombre le puso al corriente del funcionamiento, servicio de habitación, restaurante y otros detalles, y le entregó la llave. Rebus volvió a bajar con él.

No había mucha gente en el bar, pues había pasado la hora de la comida y los clientes habituales habían vuelto a su trabajo; los platos y vasos continuaban en las mesas. Lumsden estaba sentado en un taburete de la barra, comiendo cacahuetes y mirando la televisión, con una jarra de cerveza.

– No le he pedido nada de beber -dijo cuando se sentó a su lado.

– Otra igual -dijo Rebus al barman.

– ¿Qué tal la habitación?

– Un poco lujosa para mi gusto, la verdad.

– No se preocupe, el DIC de Grampian corre con los gastos -comentó con un guiño-. Cortesía de la casa.

– Tendré que venir más veces.

Lumsden sonrió.

– Bueno, ¿y qué es lo que quiere hacer durante su estancia?

Rebus miró el televisor y vio a los Stones en su última gira. Dios, qué viejos. Stonehenge con ritmos de blues.

– Hablar con esa petrolera a ver si puedo localizar a un par de amigos del difunto. Y averiguar si hay algún indicio de Tony El.

– ¿Tony El?

– Anthony Ellis Kane -dijo Rebus, sacando del bolsillo sus cigarrillos-. ¿Le molesta?

Lumsden negó dos veces con la cabeza; una para indicar que no le importaba y otra para rehusar el pitillo que le ofrecía Rebus.

– Salud -dijo éste, dando un trago de cerveza y relamiéndose satisfecho. Era buena, pero la televisión encendida le distraía-. Bueno, ¿qué tal va el caso Johnny Biblia?

Lumsden se echó unos cacahuetes a la boca.

– Nada. Casi en vía muerta. ¿Está usted vinculado al de Edimburgo?

– Sólo en cierto modo. Interrogué a parte de los chiflados.

– Yo también -dijo Lumsden-. Me habría gustado estrangular a algunos. Tuve también que interrogar a DPF nuestros -añadió, haciendo una mueca: los Delincuentes Potenciales Fichados, eran los «sospechosos habituales» de una lista de pervertidos, agresores sexuales, exhibicionistas y mirones conocidos. En el caso de Johnny/ Biblia todos fueron interrogados y se verificaron sus coartadas.

– Supongo que se daría un buen baño a continuación.

– Media docena, por lo menos.

– ¿Y no hay nuevas pistas?

– Nada.

– ¿Creen que es alguien de por aquí?

Lumsden se encogió de hombros.

– Yo no creo nada. Cabe pensar cualquier cosa. ¿A qué se debe el interés?

– ¿Cómo?

– Ese interés por Johnny Biblia.

Rebus se encogió de hombros. Guardaron silencio hasta que finalmente preguntó:

– ¿Cuál es el cometido de un oficial de enlace con petroleras?

– De cajón: enlazar con la industria del petróleo. Aquí es fundamental. El motivo es que el cuerpo de policía en Grampian no es meramente un efectivo terrestre por tener también jurisdicción sobre las instalaciones marítimas. Si en alguna de ellas se produce un robo, una pelea o hay una denuncia, la investigación es competencia nuestra. Puedes verte volando tres horas seguidas en pleno infierno en un molinillo.

– ¿Un molinillo?

– Un helicóptero. Tres horas lejos de tierra, echando las tripas, para investigar un delito de poca monta. Gracias a Dios no suelen recurrir a nosotros. Aquello es otro mundo con su policía fronteriza.

Un agente de Glasgow había hecho el mismo comentario sobre la barriada del Tío Joe.

– ¿Es que tienen su propia policía?

– Es algo reprobable pero eficaz. Y si te evita un viaje de seis horas de ida y vuelta, para mí está bien.

– ¿Y Aberdeen qué tal?

– Relativamente tranquilo, salvo los fines de semana. Un sábado por la noche, Union Street es como el centro de Saigón. Tenemos mucha juventud frustrada. Se han criado sin problemas de dinero y oyendo continuamente hablar de eso, y ahora quieren su parte; pero sucede que ya no hay. Dios, qué rápido bebe. -Rebus observó que aunque él había dado cuenta de su jarra, la de Lumsden estaba casi llena-. Me gusta la gente bebedora de cerveza.

– Esta la pago yo -dijo él.

El barman estaba ya a la espera, pero como Lumsden no consumía, Rebus se contentó discretamente con una pequeña. Primeras impresiones y otras intrascendencias.

– Puede quedarse en el hotel cuanto guste -dijo Lumsden- y no pague ésta; cárguela a la cuenta de la habitación. Las comidas no están incluidas pero yo le indicaré algunos restaurantes. Diga que es poli y le harán un buen precio.

– Aja.

– A muchos compañeros no se lo diría, pero sí a alguien con quien me parece estar en la misma longitud de onda, ¿no? -dijo Lumsden, sonriendo de nuevo.

– Seguramente.

– No suelo equivocarme. Quién sabe si mi próximo destino no es Edimburgo… Una cara amistosa es siempre de agradecer.

– A propósito, no quiero que se divulgue mi presencia aquí.

– ¡Ah!

– Me siguen los pasos los medios de comunicación. Están preparando un programa de televisión sobre un antiguo caso y quieren entrevistarme.

– Ya entiendo.

– Puede que intenten localizarme por teléfono fingiéndose compañeros…

– Bueno, nadie sabe que está aquí salvo el agente Shanks y yo. Procuraré que no trascienda.

– Se lo agradezco. A lo mejor utilizan el nombre de Ancram. Es quien lleva la investigación.

Lumsden le hizo un guiño y acabó los cacahuetes.

– Pierda cuidado por su secreto.

Terminaron las cervezas y Lumsden dijo que tenía que volver a la comisaría. Le dio el número de teléfono -casa y comisaría- y anotó el número de la habitación.

– Si necesita algo, no dude en llamarme.

– Gracias.

– ¿Sabe cómo llegar a T-Bird Oil?

– Tengo un mapa.

Lumsden asintió con la cabeza.

– ¿Y esta noche? ¿Le apetece salir a cenar?

– Estupendo.

– Le recogeré hacia las siete y media.

Se dieron la mano y Rebus le vio salir antes de volver al bar a tomarse un whisky. Lo cargó en cuenta tal como le había dicho Lumsden y subió a la habitación. Con las cortinas echadas no era tan calurosa pero aún le faltaba ventilación. Intentó sin éxito abrir las ventanas: tendrían casi tres metros de alto. Sin descorrer las cortinas, se tumbó en la cama, se quitó los zapatos y se puso a repasar su conversación con Lumsden. Una costumbre que tenía, mediante la cual solía reflexionar sobre cosas que habría podido decir o sobre un modo mejor de decirlas. De pronto se sentó en la cama. Lumsden había mencionado la T-Bird Oit, y él no recordaba haber citado el nombre de la empresa petrolera. Tal vez… o quizá se lo dijo al agente Shanks por teléfono, y Lumsden lo sabía por él.

Intranquilo, se puso a mirar por la habitación y en un cajón encontró folletos turísticos y propaganda sobre Aberdeen; se sentó en el tocador a hojearlos. Los hechos hablaban por sí solos.

En la región de Grampian trabajaban cincuenta mil personas en la industria del gas y el petróleo, el veinte por ciento de la población activa. La población total de la zona había aumentado en sesenta mil personas desde principio de los años setenta y la construcción de viviendas había crecido un tercio, con la consiguiente aparición de nuevos suburbios en las afueras, donde se había edificado sobre cuatro millones de metros cuadrados. El aeropuerto había multiplicado por diez el tráfico de pasajeros y era ahora el helipuerto más activo del mundo. Ni un solo dato negativo con excepción de un comentario sobre un pueblo pesquero llamado Oíd Torry, merecedor de fueros propios tres años después del descubrimiento de América. Con el hallazgo de petróleo en el nordeste, Oíd Torry fue destruido para dejar sitio al terminal de la Shell. Rebus alzó su vaso y brindó en memoria del pueblo.

Se duchó, se cambió y volvió al bar. Una mujer de aspecto aturdido con falda larga escocesa y blusa blanca se le acercó animosa.

– ¿Es usted de la convención?

Rebus negó con la cabeza y recordó haber leído la noticia: polución en el mar del Norte o algo parecido. Finalmente la mujer dio con tres corpulentos ejecutivos a quienes dirigió hacia la salida. Rebus llegó al vestíbulo y vio cómo se marchaban en una limusina. Miró el reloj. Era hora de irse.

Encontrar Dyce fue fácil, no tuvo más que seguir los indicadores hasta el aeropuerto. Naturalmente, vio helicópteros. La zona del aeropuerto era una mezcla de terrenos agrícolas, hoteles nuevos y polígonos industriales. La sede de T-Bird Oil era un modesto hexágono de tres plantas, casi enteramente de vidrio tintado, con su aparcamiento delante y jardines de diseño con un camino que serpenteaba hasta la entrada. A lo lejos no paraban de despegar y aterrizar aviones.

La recepción era grande y luminosa. En unas vitrinas se veían maquetas de los campos petrolíferos del mar del Norte y de plataformas de extracción de T-Bird Oil. Bannock era la mayor y más antigua. Un autobús miniatura de dos pisos parecía a su lado una hormiga. En las paredes, enormes fotos en color y una panoplia de trofeos. La recepcionista le dijo que le esperaban y que tomase el ascensor a la primera planta. Recordó la escena en el exiguo ascensor de casa de Alian Mitchison, con Bain tapando el espejo. Se metió en la boca un caramelo de menta.

Le aguardaba una chica preciosa que le invitó a seguirla. No se hizo de rogar. Cruzaron una gran planta de oficinas con sólo la mitad de los escritorios ocupados y televisores conectados al servicio teletexto, a los índices de las acciones y a la CNN. Continuaron por un corredor más tranquilo y de mullida alfombra. En la segunda puerta, que estaba abierta, la joven le indicó que pasase.

Vio en la puerta el nombre de Stuart Minchell y supuso que era él quien se levantaba para saludarlo y darle la mano.

– ¿Inspector Rebus? Encantado, finalmente, de conocerle.

Era cierto eso de que es difícil adivinar la cara y el porte de un individuo por la voz. Minchell hablaba con autoridad, pero no tendría más de veinticinco años. De cara lustrosa y mejillas rubicundas, llevaba el pelo corto peinado hacia atrás, usaba gafas de montura metálica y sus cejas eran negras y espesas, lo que confería a su rostro cierto aire de pícaro. Además, exhibía unos tirantes rojos. Al girarse un poco, Rebus advirtió que llevaba una pequeña cola de caballo.

– ¿Café o té? -preguntó la joven.

– No hay tiempo, Sabrina -dijo Minchell, abriendo los brazos en dirección a Rebus, excusándose-. Ha habido cambios, inspector, y tengo que asistir a un congreso sobre el mar del Norte. Traté de localizarle para advertírselo.

– No pasa nada.

«Mierda -pensó Rebus-, si ha llamado a Fort Apache ya saben dónde estoy.»

– He pensado que podemos ir en mi coche y así hablamos durante el trayecto. Cosa de media hora. Si nos queda algo pendiente ya lo resolveremos más adelante.

– Muy bien.

Minchell se puso la chaqueta.

– Documentos -le dijo la secretaria.

– Positivo -dijo él, recogiendo media docena y guardándolos en la cartera.

– Tarjetas de visita.

Abrió la agenda.

– Positivo.

– Móvil.

Se palpó el bolsillo y asintió con la cabeza.

– ¿Está listo el coche?

Sabrina dijo que iba a comprobarlo y buscó su móvil.

– Podríamos esperar abajo -dijo Minchell.

– Positivo -dijo Rebus.

Aguardaron el ascensor y al llegar éste vieron que iba ocupado por dos personas, aunque había sitio. Minchell vaciló y pareció que iba a esperarse, pero siguió a Rebus, que ya había entrado, y dirigió una leve inclinación de cabeza al mayor de los hombres.

Rebus observó la escena por el espejo y vio que el anciano no le quitaba ojo de encima. Llevaba el pelo largo blanco-amarillento peinado hacia atrás por detrás de las orejas, vestía un traje cedido en las rodillas y apoyaba sus manos en un bastón de empuñadura de plata. Parecía un personaje de Tennessee Williams con aquel rostro cincelado y ceñudo y el porte tieso pese a la edad. Rebus bajó la vista y vio que calzaba unas zapatillas deportivas muy usadas. El hombre se sacó un taco de notas del bolsillo, escribió algo sin soltar el bastón y se lo pasó al otro, quien lo leyó y asintió con la cabeza.

El ascensor se detuvo en la planta baja y Minchell prácticamente contuvo a Rebus para que cediera el paso a los otros. Rebus los vio dirigirse a la puerta del edificio, al tiempo que el que llevaba la nota se acercaba a recepción a hacer una llamada. Afuera esperaba un Jaguar rojo con chofer de librea que abrió la portezuela de atrás al anciano personaje.

Minchell se pasó la mano por la frente.

– ¿Quién era ése? -preguntó Rebus.

– El mayor Weir.

– Si lo llego a saber le habría preguntado por qué no dan ya bonos-premio al repostar gasolina.

Minchell no estaba para bromas.

– ¿Y eso de la nota…? -inquirió Rebus.

– El mayor habla poco. Prefiere comunicarse por escrito. -Rebus se echó a reír-. Hablo en serio -añadió Minchell-, no le habré oído decir más de media docena de palabras en todo el tiempo que llevo aquí.

– ¿Le pasa algo en la voz?

– No, en absoluto; algo cascada, pero normal. Lo que sucede es que tiene acento norteamericano.

– ¿Y?

– Que le gustaría ser escocés.

Ya había arrancado el Jaguar cuando se dirigieron al aparcamiento.

– Está obsesionado con Escocia -prosiguió Minchell-. Sus padres eran escoceses que emigraron a Norteamérica y cuando él era niño le contaban historias del «viejo país», que le causaron una impresión imperecedera. Aquí pasará por lo menos una tercera parte del año, dado que T-Bird Oil es una red mundial, pero se le nota que detesta salir de Escocia.

– ¿Algo más que pueda interesarme?

– Que es un abstemio empedernido: un empleado que huela a alcohol, y a la calle.

– ¿Está casado?

– Viudo. Su esposa está enterrada en Islay o en un lugar parecido. Este es mi coche.

Era un Mazda deportivo azul oscuro con asientos bajos y espacio sólo para dos. La parte de atrás la llenaba prácticamente la cartera de Minchell, quien colgó el móvil antes de arrancar.

– Tenía un hijo -prosiguió-, pero creo que también murió, o él le desheredó. El mayor no habla nunca de él. ¿Por dónde empiezo, por la buena noticia o por la mala?

– Adelante con la mala.

– Aún no hay señales de Jake Harley. No regresa de sus vacaciones de senderismo hasta dentro de un par de días.

– De todos modos, me gustaría ir a Sullom Voe -dijo Rebus.

Y más si Ancram le localizaba en Aberdeen.

– No hay problema. Le llevaremos en un helicóptero.

– ¿Y la buena noticia?

– La buena, que hemos dispuesto otro helicóptero para llevarle a Bannock a que hable con Willie Ford. Como es un viaje de un día no necesita cursillo de supervivencia. Créame que es una buena noticia, porque en el entrenamiento te obligan a montar en un simulador y a tirarte a una piscina.

– ¿Usted lo ha hecho?

– Pues claro. Todo el que sume más de diez días de viaje al año está obligado a hacerlo. Pasé pánico.

– Pero los helicópteros son seguros, ¿no?

– Pierda cuidado por eso. Y en estos momentos tiene suerte: tenemos buenas previsiones. -Advirtió que Rebus ponía cara de circunstancias-. Previsiones meteorológicas. No se esperan fuertes temporales. Tenga en cuenta que el petróleo es una industria todo el año, pero también se rige por las estaciones. No siempre se puede acceder a las plataformas o salir de ellas: depende del tiempo. Cuando hay que transportar una torre o dos al mar, hay que consultar las previsiones y cruzar los dedos. En alta mar, los elementos… -Minchell movió de un lado a otro la cabeza-. Te hacen pensar a veces en Dios todopoderoso.

– ¿El del Antiguo Testamento? -comentó Rebus y Minchell sonrió, asintiendo con la cabeza, y a continuación hizo una llamada por el móvil.

Dejaron Dyce atrás y enfilaron por el puente de Don, siguiendo los indicadores del Centro de Conferencias y Exposiciones de Aberdeen. Rebus aguardó a que Minchell acabase su charla telefónica para hacerle otra pregunta.

– ¿Adónde iba el mayor Weir?

– Al mismo sitio que nosotros. Tiene que dar una conferencia.

– Pero ¿no dice que no habla?

– Y no habla él. Ese que le acompañaba es su gurú de relaciones públicas, Hayden Fletcher, que será quien lea el discurso en presencia del mayor tranquilamente sentado.

– ¿No es una excentricidad?

– No cuando se tiene una fortuna de cien millones de dólares.

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