Capítulo 26

Por la mañana, esperaban a que abriesen ante la tienda de fotografía. Morton miró el reloj por enésima vez.

– Nos matará -dijo también por enésima vez-. No, de verdad; nos matará.

– Tranquilo.

Morton miró alrededor sin saber qué hacer tratando de relajarse. Cuando el encargado acudió a abrir salieron corriendo del coche. Rebus con la colilla en la mano.

– Un minuto -dijo el hombre.

– Es que llegamos tarde a un sitio.

Sin quitarse el abrigo, el encargado buscó en un cajón lleno de sobres. Rebus pensó en días familiares, cumpleaños de gente con ojos rojos y borrosas escenas de boda. Había algo desesperado y enternecedor a la vez en acumular fotografías. En su vida había visto tantas fotos…, casi siempre para hallar pistas de un crimen o las amistades de la víctima.

– De todos modos tendrán que esperar a que abra la caja.

El hombre le entregó el sobre y Morton miró el precio, dejó en el mostrador mucho más del importe y arrastró a Rebus afuera.

Morton se dirigió hacia Fettes como si acudieran al lugar del crimen. Los otros coches les pitaban y protestaban por su manera de conducir. Llegaban con veinte minutos de retraso, pero a Rebus le tenía sin cuidado. Él tenía sus copias; las fotos que faltaban en el cuarto de Alian Mitchison. Eran también grupos pero menos numerosos. Y en todas ellas aparecía la chica de las trencitas, al lado de Mitchison. En una, le rodeaba con el brazo y en otra se besaban, sonrientes.

No le sorprendía. Ahora ya no.

– Espero que hayan valido la pena las jodidas fotos -dijo Morton.

– Hasta el último céntimo.

– No me refería a eso.


Chick Ancram les esperaba sentado con las manos juntas y cara de pocos amigos. Tenía delante los archivadores como si no los hubieran quitado desde la sesión anterior. Su voz tenía un ligero vibrato. Controlaba la situación a duras penas.

– Me ha llamado una tal Kayleigh Burgess -dijo.

– ¿Ah, sí?

– Quería hacerme unas preguntas. -Hizo una pausa-. Sobre usted. Y sobre el papel que el inspector Morton desempeña actualmente en su vida.

– Calumnias, señor. Jack y yo sólo somos buenos amigos.

Ancram plantó las manos en la mesa.

– Creí que habíamos llegado a un acuerdo.

– Pues no recuerdo.

– Bien, esperemos que su memoria a largo plazo no le falle tanto. -Abrió un archivador-. Porque ahora es cuando empieza lo divertido.

Hizo un gesto con la cabeza para indicar al sumiso Morton que pusiera en marcha la grabadora, tras lo cual empezó otra vez la rutina de fecha, hora y testigos… Rebus estaba a punto de explotar. Sentía que si continuaba sentado allí un segundo más se le saldrían los ojos de las órbitas como en esas gafas de broma. Había notado lo mismo antes de un ataque de pánico, pero ahora no se trataba de miedo, sino que no aguantaba más. Se puso en pie y Ancram enmudeció a media frase.

– ¿Sucede algo, inspector?

– Mire -contestó Rebus pasándose la mano por la frente-, hoy no puedo pensar con claridad… sobre Spaven. Imposible.

– Soy yo quien decide; no usted. Si se siente mal, podemos llamar a un médico, pero si no…

– No es que esté enfermo. Es simplemente…

– Pues siéntese. -Rebus se sentó y Ancram volvió a mirar sus notas-. Bien, inspector, en la noche de autos dice en su informe que estaba en casa del inspector Geddes y allí se recibió una llamada telefónica.

– Sí.

– ¿Usted no oyó realmente la conversación?

– No.

La de las trencitas y Mitchison… Mitch el organizador, el ecologista. Mitch trabajador del petróleo. Asesinado por Tony El, matón a sueldo de Tío Joe. Eve y Stanley en Aberdeen, en la misma habitación…

– ¿Y el inspector Geddes le dijo que era sobre Spaven? ¿Una confidencia?

– Sí.

El Burke's, local frecuentado por policías. Hayden Fletcher, allí. Ludovic Lumsden, allí. Michelle Strachan conoce a Johnny Biblia allí…

– ¿Y Geddes no le dijo quién le había llamado?

– Sí. -Ancram alzó la vista y Rebus se percató de su error-. No, quería decir no.

– ¿No?

– No.

Ancram se le quedó mirando, lanzó un bufido y volvió a concentrarse en sus notas. Tenía montones de páginas esencialmente preparadas para la sesión: preguntas, «hechos» comprobados dos veces y todo el caso despiezado y reconstruido.

– Que yo sepa, las delaciones anónimas son muy poco frecuentes -dijo.

– Sí.

– Y suelen dirigirse a la comisaría. ¿Está de acuerdo?

– Sí, señor.

¿Era entonces Aberdeen la clave o había que encontrarla más al norte? ¿Qué tenía que ver en todo aquello Jake Harley? Y a Mike Sutcliffe -el de la pelliza-, ¿no le había dado el toque el mayor Weir? ¿Qué había dicho Sutcliffe? En el avión había comenzado a contar algo… pero de pronto se calló. Algo sobre un barco…

¿Se relacionaba todo eso con Johnny Biblia? ¿Trabajaba Johnny Biblia en el petróleo?

– Por consiguiente, sería lógico pensar que el inspector Geddes sabía quién llamaba.

– O que ellos sabían a quién llamaban.

Ancram hizo caso omiso de la observación.

– Y la delación concernía precisamente al señor Spaven. En su momento, ¿no le pareció a usted demasiada coincidencia, inspector, sabiendo que Geddes ya había ejercido presión sobre Spaven? Quiero decir que a usted necesariamente debía quedarle claro que su jefe estaba obsesionado con Spaven.

Rebus volvió a levantarse y, frustrado, comenzó a dar zancadas por el pequeño despacho.

– ¡Siéntese!

– Perdone, señor, pero no puedo. Si sigo sentado ahí voy a darle un puñetazo.

Jack Morton se tapó los ojos con una mano.

– ¿Qué ha dicho?

– Rebobine la cinta y escúchelo. Me estoy moviendo para controlar la crisis, por así decir.

– Inspector, le advierto…

Rebus se echó a reír.

– No me diga. Qué amable por su parte, señor.

Ancram se levantó cuando Rebus giró sobre sus talones y caminó hasta la pared de enfrente. Se volvió, caminó en dirección contraria y se detuvo.

– Escuche -dijo-. Una simple pregunta: ¿quiere ver a Tío Joe jodido?

– Aquí no estamos…

– Aquí estamos para montar un número… y lo sabe tan bien como yo. Los jefazos tiemblan con los medios de comunicación y quieren que la policía salga bien librada en el programa de marras, si consiguen terminarlo. Así todos se arrellanan cómodamente en su poltrona y alegan que está en marcha una investigación interna. Por lo visto, la tele es lo único que asusta a los jefazos. Los malhechores les tienen sin cuidado, pero diez minutos de publicidad negativa, ¡no, por Dios! Eso no. Total, por un programa que van a ver unos cuantos millones de personas, la mitad de ellos a medio volumen y la otra mitad sin enterarse y que al día siguiente ya habrá caído en el olvido. Así que -respiró-, ¿sí o no?

Ancram no contestó y Rebus repitió la pregunta.

Ancram indicó a Morton que parase la grabadora y volvió a sentarse.

– Sí -dijo con voz queda.

– Aunque puede que suceda -prosiguió Rebus en el mismo tono de voz-, no quiero que usted solo se lleve los laureles. Si de alguien es el mérito, pertenece por derecho propio a la inspectora jefe Templer. -Rebus volvió a la silla y se sentó en el borde-. Bien, tengo un par de preguntas.

– ¿Hubo una llamada? -inquirió Ancram para sorpresa de Rebus. Se miraron los dos-. No está en marcha la grabadora. Esto queda entre los tres. ¿Hubo realmente una llamada?

– ¿Yo contesto la suya y usted contesta las mías? -Ancram asintió-. Claro que hubo una llamada.

Ancram sonrió.

– Mentiroso. El fue a casa de usted, ¿no es cierto? ¿Qué demonios le contó? ¿Le dijo que no hacía falta permiso judicial? Usted sabía que no era cierto.

– Era un buen policía.

– Cada vez que repite eso es menos creíble. ¿Qué sucede, ya no está convencido?

– Lo era.

– Pero tenía un problema, un demonio personal llamado Lenny Spaven. Usted era su amigo, Rebus, y debió pararle los pies.

– ¿Yo, pararle los pies?

Ancram asintió con la cabeza; sus ojos brillaban como lunas.

– Debió ayudarle.

– Lo intenté -dijo Rebus con un hilo de voz.

Otra mentira. Lawson era por entonces como un drogadicto y sólo le calmaba una cosa: la droga.

Ancram se recostó en el asiento tratando de ocultar su satisfacción. Pensaba que Rebus se desmoronaba. Había dejado ver sus dudas internas… No era la primera vez. Ahora las sazonaría con simpatía.

– Le diré una cosa -añadió-: no se lo reprocho. Puedo entender su estado anímico. Pero fue una tapadera. Una mentira sobre la que giraba todo: la llamada confidencial. -Levantó las notas dos centímetros-. Está escrito aquí y hace que todo encaje. Porque, si Geddes había estado siguiendo a Spaven, ¿qué iba a impedirle colocar sobre la marcha una prueba falsa?

– Él no era así.

– ¿Ni siquiera cuando llegó al límite? ¿Le había visto usted antes en esas circunstancias? -Rebus no sabía qué decir. Ancram se inclinó otra vez sobre la mesa apoyando las manos encima. Volvió a recostarse en el asiento-. ¿Qué quería preguntarme?

De niño Rebus vivía en una casa pareada con un pasadizo de separación de la casa vecina que conducía a los dos jardines de la parte trasera. Allí jugaba al fútbol con su padre y a veces trepaba hasta lo alto del muro. Otras se situaban en el centro y lanzaba con todas sus fuerzas una pelota de goma maciza contra las losas de piedra para que botara como loca en el suelo y de una pared a otra…

Eso era lo que sentía en aquel momento.

– ¿Cómo?

– Me ha dicho que tenía un par de preguntas.

Rebus regresó despacio al presente. Se restregó los ojos.

– Sí -contestó-. La primera es sobre Eve y Stanley.

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Son amigos?

– ¿Quiere decir que si se llevan bien? Pues sí.

– ¿Sólo bien?

– No hay peleas que yo sepa.

– Yo me refería más a cuestiones de celos.

Ancram cayó en la cuenta.

– ¿Entre Tío Joe y Stanley?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Es capaz ella de enfrentarlos?

Él la había conocido y creía saber la respuesta. Ancram se encogió de hombros. La conversación tomaba un derrotero inesperado.

– Es que -siguió Rebus- en Aberdeen compartían habitación en el hotel.

Ancram entornó los ojos.

– ¿Está seguro? -Rebus asintió-. Tienen que estar locos. Tío Joe los matará.

– A lo mejor piensan que no puede.

– ¿Qué quiere decir?

– A lo mejor piensan que son más fuertes que él. A lo mejor piensan que en un enfrentamiento los matones cambiarían de bando. Actualmente de quien todos tienen miedo es de Stanley; lo dijo usted mismo. Y más ahora que ha muerto Tony El.

– Tony era cosa del pasado, de todos modos.

– No estoy seguro.

– Explíquese.

Rebus negó con la cabeza.

– Primero tengo que hablar con un par de personas. ¿Sabe si Stanley y Eve han trabajado juntos antes?

– No.

– Luego esa excursión a Aberdeen…

– Yo diría que es algo nuevo.

– En el hotel dicen que hace seis meses que se alojan allí.

– Entonces la cuestión es: ¿qué se trae Tío Joe entre manos?

Rebus sonrió.

– Creo que usted sabe la respuesta: drogas. Ha perdido el mercado de Glasgow que ya estaba repartido. Así que o lucha por una tajada, o se lo monta en otro sitio. El Burke's recibiría la mercancía y la vendería, sobre todo si tienen a alguien del DIC en el bolsillo. Aberdeen es un buen mercado, no tanto como hace quince o veinte años, pero sigue siendo un mercado.

– Entonces, vamos a ver, ¿qué va usted a hacer que no podamos hacer nosotros?

– Es que aún no sé si usted habla con franqueza. Quiero decir que a lo mejor está indeciso.

Ancram esbozó una amplia sonrisa.

– Yo podría decir lo mismo de usted en el caso Spaven.

– Es probable.

– No estaré satisfecho hasta que lo sepa. Creo que eso nos iguala.

– Mire, Ancram, fuimos a aquel garaje y la bolsa estaba dentro. ¿Importa el modo como entramos nosotros?

– Pudieron ponerla allí.

– Que yo sepa, no.

– ¿Geddes nunca le hizo una confidencia?

Rebus se puso en pie.

– Estaré fuera un día o dos. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, nada. Le espero mañana aquí, a la misma hora.

– Por Dios bendito…

– O rebobinamos ahora mismo la grabadora y me dice lo que sepa. Así tendrá todo el tiempo que quiera. Y, además, creo que será un desahogo para usted.

– Nunca he necesitado desahogarme. El problema es respirar el mismo aire de gente como usted.

– Ya le he dicho que la policía de Strathclyde y la Brigada de Narcotráfico están planeando una operación…

– Que quedará en nada, porque como sabemos Tío Joe tiene en el bolsillo a la mitad de la policía de Glasgow.

– No soy yo quien va a verle a su casa con una carta de presentación de un tal Morris Cafferty.

Rebus sintió una opresión en el pecho. «Un infarto», pensó. Pero era simplemente Jack Morton que le sujetaba para que no se abalanzara sobre Ancram.

– Hasta mañana por la mañana, caballeros -dijo Ancram Como si no hubiese pasado nada.

– Sí, señor -dijo Morton sacando a Rebus a empujones del despacho.

Rebus le dijo a Jack que fuera por la M8.

– De eso nada, monada.

– Pues aparca en Waverley; cogeremos el tren.

A Morton no le gustaba el aspecto de Rebus; parecía como si pretendiera liar una buena. Le salían chispas por los ojos.

– ¿Qué vas a hacer en Glasgow? ¿Ir a Tío Joe a decirle: «Ah, por cierto, su mujer se acuesta con su hijo»? Ni tú puedes ser tan idiota.

– Claro que no soy tan idiota.

– Glasgow no es de nuestra jurisdicción -insistió Morton-. Yo volveré a Falkirk dentro de unas semanas y tú…

– ¿Yo dónde estaré, Jack? -dijo Rebus sonriendo.

– Sólo Dios o el diablo lo saben.

Rebus sonrió para sus adentros.

– Siempre tienes que ser el héroe, ¿no es cierto? -apostilló Morton.

– Vivimos en una época de héroes -replicó Rebus.


En la M8, a medio camino entre Edimburgo y Glasgow y ralentizado por el tráfico, Morton volvió al ataque:

– Esto es una locura. De verdad.

– Confía en mí, Jack.

– ¿Confiar en ti? ¿El que quiso tumbarme a puñetazos hace un par de días? Con amigos como tú…

– …no hacen falta enemigos.

– Aún hay tiempo.

– No lo hay; es lo que tú crees.

– No dices más que gilipolleces.

– Lo que pasa es que tú no escuchas.

Rebus se sentía más sosegado ahora. A Jack le pareció que había superado el cortocircuito: ya no había chispas. Casi prefería verle más alterado. La falta de emoción en su voz era escalofriante, incluso en aquel coche con calefacción. Abrió un poco más la ventanilla. La aguja no pasaba de sesenta y cinco y eso que iban por el carril más rápido. Si encontrase un hueco se metería en el otro; tenía que retrasar la llegada como fuese.

Había admirado mucho a Rebus -y había oído a otros policías elogiarle- por su tenacidad y por el modo de entregarse a los casos como un auténtico sabueso, llegando en muchas ocasiones a destriparlos, descubriendo motivos secretos y cadáveres ocultos. Pero esa misma tenacidad podía convertirse en una debilidad que lo cegaba y le abocaba al peligro, haciéndole impaciente y temerario. Sabía por qué iban a Glasgow y también lo que Rebus quería hacer allí. Y como Ancram le había ordenado no perderle de vista, se iba a ver metido en líos.

Años atrás los dos habían trabajado juntos y formaron un buen equipo; pero a él le alegró que le destinaran fuera de Edimburgo. Tanto la ciudad como su compañero le ahogaban. Por aquel entonces Rebus parecía vivir más consigo mismo que en compañía de los demás. Incluso el pub que frecuentaba era un local con menos distracciones de las habituales: un simple televisor, una tragaperras y una máquina de tabaco. Y siempre que se organizaban salidas en grupo -pesca, jugar al golf o excursiones en autocar- él nunca iba. Era un informal formal, un solitario entre la gente, y sólo se entregaba de lleno cuando investigaba algún caso. Morton sabía de sobra lo que era aquello. El trabajo te envolvía de tal manera que te aislaba del resto del mundo. Los otros suelen mirarte con suspicacia o franca hostilidad y uno acababa por relacionarse sólo con policías, lo cual resultaba aburrido para la esposa o la novia. Y luego también ellas comienzan a sentirse aisladas. Era una putada.

Desde luego que, en la policía, muchos sabían afrontar la situación. Su pareja era comprensiva, o ellos eran capaces de olvidarse del trabajo al volver a casa; podían lograr que fuera sólo eso: un trabajo, el modo de pagar la hipoteca. Imaginaba que en el DIC habría un cincuenta por ciento con vocación y otros tantos que habrían podido hacer un trabajo de oficina en cualquier otro lugar.

Pero no sabía qué otra cosa podría hacer John Rebus. Si le expulsaban de la policía… probablemente quemaría la pensión en bebida y se convertiría en uno de tantos ex policías que contaban batallitas, repitiéndoselas a las mismas personas y cambiando una forma de aislamiento por otra.

Era importante que John siguiera en la policía. Por lo tanto, era importante evitar que se metiera en líos. Se preguntaba por qué la vida sería tan difícil. Cuando Chick Ancram le dijo que le encargaba «vigilar a Rebus», le había complacido, pensando en que iban a estar juntos y recordarían casos y personajes, lugares, anécdotas. Pero no. Él había cambiado; ahora era un pelota, un chupatintas, un arribista, mas John era el mismo de siempre… pero peor. El tiempo había endurecido su cinismo. Ya no era un sabueso: era un perro de pelea con mandíbulas de hierro. Por mucho que sangrara, por mucho dolor que denotaran sus ojos, si mordía no soltaba la presa hasta morir…

– Ya se aclara el tráfico -dijo Rebus.

Era cierto. Resuelto el problema que fuese, ahora avanzaban más deprisa. El velocímetro subió hasta noventa. Pronto llegarían a Glasgow. Miró a Rebus; éste le dedicó un guiño sin dejar de mirar al frente. Morton se vio a sí mismo apoyándose en una barra, gastándose la pensión en copas. Mierda. Por el bien de su amigo jugaría el partido entero, pero sin prórroga ni penaltis. Nada de penaltis.


Fueron a la comisaría de Partick porque allí les conocían. Habrían podido ir a Govan, pero Govan era el cuartel general de Ancram y no habrían podido actuar con discreción. La investigación de Johnny Biblia había recuperado inercia por el último asesinato, pero la brigada de Glasgow estaría dedicada a leer y clasificar el material que les enviasen de Aberdeen. Rebus sentía un escalofrío al pensar que se había cruzado con Vanessa Holden en el Burke's. A pesar de lo que le había fastidiado Lumsden, su relación con el DIC de Aberdeen era positiva por la serie de coincidencias que le vinculaban con la investigación de Johnny Biblia. Y de tal manera que Rebus ya empezaba a dudar de que fuesen simples coincidencias. Aún no sabía exactamente cómo, pero Johnny estaba relacionado con alguna de sus investigaciones. De momento no era más que una simple corazonada sin perspectivas, pero que estaba ahí, pinchándole, y haciéndole preguntarse si no sabía sobre Johnny Biblia más de lo que pensaba…

Partick, nueva, limpia y confortable -prácticamente lo último en dependencias policiales- seguía siendo territorio enemigo. Rebus no sabía cuántos confidentes tendría Tío Joe allí, pero pensó que podría encontrar un rincón tranquilo, un lugar en el que estuvieran a sus anchas. A su paso por las distintas dependencias les saludaron varios agentes con un gesto o de viva voz a Morton.

– Campamento base -dijo Rebus entrando en el despacho vacío que albergaba provisionalmente a John Biblia.

Allí estaba esparcido por mesas y suelos y pinchado y pegado a las paredes. Era como una exposición. De la última foto robot de John Biblia, según la descripción de la hermana de la tercera víctima, había allí varios ejemplares con un anexo de detalle de lo más peculiar. Aquella acumulación de imágenes lo convertían en un ser real, transformando papel y tinta en carne y hueso.

– Detesto este cuarto -dijo Morton cuando Rebus cerró la puerta.

– Y, por lo que se ve, todos. Deben de estar tomando café y ocupados en otras cosas.

– La mitad de la plantilla no había nacido cuando John Biblia hacía de las suyas. Para ellos no tiene sentido.

– Pero contarán a sus nietos las andanzas de Johnny Biblia.

– Eso sí -replicó Morton. Y tras una pausa preguntó-: ¿Tú lo harás?

Rebus vio su propia mano sobre el teléfono. Cogió el auricular y marcó unas cifras.

– ¿Lo pones en duda? -dijo.

– Ni por un instante.

La voz que respondió era brusca y antipática. No era Tío Joe ni Stanley sino uno de los culturistas. Rebus se las ingenió sobre la marcha.

– ¿Está Malky?

Vacilación: sólo sus íntimos le llamaban Malky.

– ¿Quién le llama?

– Dígale que es Johnny. -Hizo una pausa-. De Aberdeen.

– Un momento.

Oyó un ruido procedente del auricular al golpear con una superficie dura. Rebus prestó atención y oyó voces de televisión y aplausos, tal vez un concurso. Quizá Tío Joe o Eve la estaban mirando. A Stanley no le gustarían los concursos. No acertaría una sola pregunta.

– ¡Teléfono! -voceó el culturista.

Al cabo de un rato contestó alguien:

– ¿Quién es?

– Johnny.

– ¿Johnny? -Elevó el tono de voz-: ¿Johnny qué?

– De Aberdeen.

– Diga.

Rebus respiró hondo.

– Procura disimular por tu propio bien. Sé lo de vosotros dos, Eve y tú, y lo que habéis estado haciendo en Aberdeen. Así que si quieres que la cosa no se sepa habla con naturalidad. Que el musculitos ese no sospeche nada.

Se oyó un crujido. Stanley se dio la vuelta y se pegó al teléfono.

– Bueno, ¿y de qué se trata?

– Estáis montando un buen timo y no quiero jodéroslo si no me obligáis, así que no hagáis nada para obligarme. ¿Entendido?

– Tranquilo.

La voz no estaba acostumbrada al tono displicente cuando el cerebro pide sangre.

– Muy bien, Stanley. Eve se sentiría orgullosa de ti. Tenemos que hablar; no sólo tú y yo, sino los tres.

– ¿Con mi padre?

– Con Eve.

– Bien. -Hizo una pausa para calmar la furia-. Sí… no hay problema.

– ¿Esta noche?

– Bueno… sí.

– En la comisaría de Partick.

– Un momento…

– Ése es el trato. Sólo hablar. No es ninguna trampa. Si te importa, cierra el pico hasta que nos pongamos de acuerdo. Si no te gusta podrás marcharte. No habrás dicho nada y nada tendrás que temer. No hay cargos ni trucos. No eres tú quien me interesa. ¿Estamos?

– No sé. ¿Puedo llamarte?

– Es sí o no, ahora. Si es no, puedes pasarme a tu padre.

Hasta los condenados reían con más ganas.

– No, si por mí no hay problema. Pero hay más personas en esto.

– Dile a Eve lo que te acabo de decir. Si ella no viene, no importa; pero tú sí. Os haré pases de visita con nombres falsos. -Rebus miró en un libro abierto que había delante y leyó-: William Pritchard y Madeleine Smith. ¿Me sigues?

– Creo que sí.

– Repite.

– William… no sé qué.

– Pritchard.

– Y Maggie Smith.

– No está mal. Ya sé que no puedes salir ahora mismo, así que dejamos la hora en blanco. Ven cuando puedas. Y si te da por pensártelo o arrepentirte recuerda esas cuentas bancarias y lo solas que van a estar sin ti.

Rebus colgó. Le temblaba la mano.

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