– Soy el inspector jefe Edward Grogan. Tenemos que hacerle unas preguntas, inspector Rebus.
«Eso es lo que me dicen todos», pensó, y permaneció cruzado de brazos con cara de mala leche. Ted Grogan. Ya había oído hablar de él: un cabronazo. Y lo parecía: cuello de toro y calvo, más parecido a Frazier que a Alí. Ojos pequeños y labios gruesos; luchador callejero de frente abombada, simiesca.
– Al sargento Lumsden ya lo conoce.
El mencionado estaba sentado junto a la puerta con la cabeza gacha y las piernas abiertas. Parecía agotado e incómodo. Grogan se sentaba frente a Rebus, detrás de la mesa. Era una «galletera», aunque allí seguramente la llamarían de otro modo.
– Bueno, no hay tiempo para andarse con rodeos -dijo Grogan, tan cómodo en la silla como un semental Aberdeen de concurso-. ¿Cómo se hizo esas contusiones?
– Ya se lo conté a Lumsden.
– Pues ahora cuéntemelo a mí.
– Me atacaron unos recaderos. Y el aviso fue un culatazo.
– ¿Y las otras señales?
– Me tiraron por encima de un muro y en la caída me clavé unas zarzas. Tengo el costado lleno de rasguños.
– ¿Ocurrió tal como dice?
– Claro. Mire, le agradezco su preocupación, pero…
– No es eso lo que nos preocupa, inspector. El sargento Lumsden dice que la otra noche le dejó cerca del puerto.
– Exacto.
– Y tengo entendido que se había ofrecido a llevarle al hotel.
– Es posible.
– Y que usted no quiso.
Rebus miró a Lumsden. «¿Qué coño pasa aquí?» Pero Lumsden continuaba mirando al suelo.
– Me apetecía pasear.
– ¿De vuelta al hotel?
– Sí.
– ¿Y cuando volvía, le pegaron?
– Con una pistola.
– ¿En Aberdeen, inspector?
Lo observó con una mezcla de simpatía e incredulidad.
– Hay más de un Aberdeen. No sé qué tiene esto que ver con nada.
– Tenga paciencia. ¿Así que regresó al hotel?
– Al carísimo hotel que me buscó la policía de Grampian.
– Ah, el hotel… Lo teníamos reservado para un jefe que canceló el viaje a última hora, y de todos modos habríamos tenido que pagarlo. Tengo entendido que el sargento Lumsden tomó la iniciativa de procurarle ese alojamiento. Cortesía de las Highlands, inspector.
Cuento de las Highlands, más bien.
– Si usted lo dice…
– No es lo que yo diga lo que importa aquí. ¿En ese paseo de vuelta al hotel, vio a alguien, habló con alguien?
– No. -Hizo una pausa-. Vi una pareja de sus mejores agentes discutiendo con unos quinceañeros.
– ¿Habló con ellos?
Negó con la cabeza.
– No quise entrometerme. No es mi zona.
– Por lo que me ha dicho el sargento Lumsden, ha estado usted actuando como si lo fuese.
Rebus miró a Lumsden, que le atravesaba con los ojos.
– ¿Le examinó un médico las heridas?
– Me hice una cura con el botiquín de recepción del hotel.
– Le preguntaron si quería un médico.
Rebus asintió con la cabeza.
– Dije que no era necesario. Autoconfianza de las Lowlands [15].
Sonrisa helada de Grogan.
– Estuvo ayer en una plataforma petrolífera, creo.
– Con el sargento Lumsden tras mis pasos.
– ¿Y por la noche?
– Tomé una copa, di un paseo y cené en el hotel. Por cierto, lo cargué a la cuenta.
– ¿Dónde tomó la copa?
– En el club Burke's, un paraíso de traficantes de College Street. Para mí que los que me atacaron procedían de allí. ¿Cuál es aquí la tarifa de matones? ¿Cincuenta por una paliza? ¿Setenta y cinco por romper un hueso?
Grogan lanzó un resoplido y se puso en pie.
– Un poquitín más alta.
– Escuche, con todo respeto, me quedan unas dos horas para irme. Si es una especie de advertencia, ya no viene a cuento.
– No es una advertencia, inspector. -Grogan vocalizó perfectamente la frase.
– ¿Pues qué, entonces?
– ¿Dice que al salir de Burke's dio un paseo?
– Sí.
– ¿Por dónde?
– Por Duthie Park.
– Un buen paseo.
– Soy fan de los Dancing Pigs.
– Un grupo musical, señor -terció Lumsden-. Anoche daban un concierto.
– Un auténtico tostón.
– Modérese, inspector.
Grogan se situó a sus espaldas.
El interrogador invisible. ¿Te vuelves a verle la cara o sigues mirando a la pared? Él también había recurrido al truco más de una vez con el propósito de poner nervioso al detenido.
Detenido… ¡Joder!
– Recordará, señor -intervino Lumsden, con una vocecita neutra-, que es el camino que siguió Michelle Strachan.
– Es cierto, ¿no, inspector? Supongo que lo sabía.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que ha estado usted mostrando mucho interés por el caso de Johnny Biblia, ¿no es cierto?
– Me he visto indirectamente implicado, señor.
– Indirectamente, ¿eh? -Grogan volvió a hacerse visible enseñando unos dientes amarillos que parecían recortados-. En fin, es una manera de decirlo. El sargento Lumsden afirma que usted se mostró muy interesado en el caso y que no cesaba de hacerle preguntas.
– Con todo respeto, señor, ésa es la interpretación del sargento Lumsden.
– ¿Y cuál es la suya?
Apoyó los puños sobre la mesa, inclinado hacia él.
Ahora el propósito era atemorizar al detenido y demostrarle quién mandaba.
– ¿Le importa que fume?
– ¡Conteste a mi pregunta!
– ¡Deje de tratarme como a un puto sospechoso!
Rebus se arrepintió inmediatamente de su arrebato. Era una señal de debilidad, de desconcierto. En los entrenamientos del Ejército había superado muchas sesiones de técnicas de interrogatorio. Sí, pero entonces tenía la cabeza más clara y con menos asuntos por los que sentirse culpable.
– Pero, inspector -replicó Grogan fríamente como agraviado-, eso es precisamente lo que es usted.
Rebus se agarró al extremo de la mesa, sintiendo el cortante borde metálico. Quiso incorporarse, pero le fallaban las piernas. Debía dar la impresión de estar muerto de miedo; hizo un esfuerzo y soltó la mesa.
– Anoche -prosiguió Grogan inflexible- se encontró el cadáver de una mujer en un cajón en el puerto. El forense certifica que fue asesinada anteanoche. Estrangulada, violada. Y falta un zapato.
Rebus meneaba la cabeza de un lado a otro. «Santo Dios -pensaba-, otra no.»
– No hay señales de que se resistiera, pues no hay piel en las uñas. Pero podría haberse defendido a puñetazos. Tenía el aspecto de ser una mujer fuerte, tenaz.
Involuntariamente, Rebus se llevó la mano a la contusión de la sien.
– Usted estaba cerca del puerto, inspector, y de un humor de perros, según el sargento Lumsden.
– ¿Intenta incriminarme? -Se puso en pie de un salto.
El contraataque era la mejor defensa, según decían. No es una verdad absoluta, pero si Lumsden quería jugar sucio, él no iba a quedarse corto.
– Siéntese, inspector.
– ¡Trata de cubrir a sus putos clientes! ¿Cuánto te sacas a la semana, Lumsden? ¿Cuánto te pasan?
– ¡He dicho que se siente!
– ¡Cabrón! -exclamó Rebus sin control-. ¡Intentas acusarme de ser Johnny Biblia! ¡Si casi tengo la edad de John Biblia, joder!
– Estaba usted en el puerto a la hora en que la asesinaron. Y volvió al hotel con contusiones y cortes y la ropa destrozada.
– ¡Esto es una gilipollez! ¡No lo aguanto más!
– Sí lo va a aguantar.
– Entonces, acúseme.
– Unas preguntas más, inspector. Puede usted facilitar las cosas o hacerlas infinitamente más penosas. Elija usted, pero antes ¡siéntese!
Rebus siguió de pie. Boquiabierto y quitándose saliva de la barbilla. Miró a Lumsden, que seguía sentado, aunque tenso y dispuesto a saltar si llegaban a las manos. Pero no iba a darle esa satisfacción y se sentó.
Grogan lanzó un profundo suspiro. El poco aire que quedaba en el cuarto era ya irrespirable. Todavía no eran las siete y media.
– ¿Bovril y naranjas en el descanso? -dijo.
– Aún falta bastante -replicó Grogan.
Abrió la puerta y asomó la cabeza. A continuación, entró alguien.
El inspector jefe Chick Ancram en persona.
– Le he visto en las noticias, John. No es muy fotogénico que digamos. -Ancram se quitó la chaqueta y la puso con cuidado en el respaldo de una silla. Parecía dispuesto a disfrutar-. Si hubiera llevado puesto el casco a lo mejor no le habría reconocido.
Grogan se acercó a Lumsden, que seguía sentado como un luchador de relevo en espera de entrar al ring, mientras Ancram comenzaba a remangarse.
– La cosa está que arde, ¿eh, John?
– Abrasa -musitó Rebus. Ahora sabía por qué en Homicidios les gustaba detener temprano: ya estaba agotado. Y el agotamiento te juega malas pasadas y te hace cometer errores-. ¿Sería posible que me tomara un café?
Ancram miró a Grogan.
– ¿Y por qué no? ¿Tú qué dices, Ted?
– Sí que me tomaría una tacita. Ande, hijo -añadió volviéndose hacia Lumsden.
– Puto recadero -musitó Rebus sin poder contenerse.
Lumsden se puso en pie de un salto, pero Grogan alzó una mano conciliadora.
– Tranquilo, hijo; vaya a por los cafés.
– Sargento Lumsden -terció Ancram-, el del inspector Rebus que sea descafeinado. No queremos que se ponga nervioso.
– Si me pongo más nervioso me convierto en canguro. Lumsden, que sea descafeinado legal; nada de meados ni gargajos, ¿eh?
Lumsden salió sin decir nada.
– Bueno, bueno -canturreó Ancram mientras se sentaba frente a Rebus-. Sí que es difícil de cazar.
– No sé por qué se ha tomado tantas molestias.
– Creo que merece usted la pena, ¿no es así? Dígame algo sobre Johnny Biblia.
– ¿Qué, por ejemplo?
– Lo que sea. Sus métodos, sus antecedentes, su perfil.
– Podría llevarnos todo el día.
– Tenemos todo el día.
– Usted quizá, pero yo tengo que dejar libre la habitación antes de las once o facturan un día más.
– Su habitación ya está libre -dijo Grogan-. Tenemos sus cosas en mi despacho.
– No sirve como prueba, falta la orden de registro.
Ancram se echó a reír secundado por Grogan. Bien sabía por qué; él mismo lo habría hecho en su lugar. Pero no estaba en su lugar. Estaba donde muchos hombres y mujeres, algunos casi unos niños, se habían visto antes que él. La misma silla, el mismo cuarto agobiante, el mismo decorado. Centenares, miles de sospechosos. Inocentes ante la ley hasta que se demuestre su culpabilidad, pero todo lo contrario a los ojos del interrogador. A veces, para estar seguro de que un sospechoso es inocente tienes que machacarlo. En ocasiones es necesario llegar a ese extremo para estar seguro. Ya ni recordaba en cuántas sesiones como aquélla había actuado… Centenares, desde luego; él mismo habría machacado por lo menos a una docena de sospechosos que posteriormente resultaron inocentes. Sabía dónde estaba y por qué se encontraba allí, pero eso no solucionaba nada.
– Le voy a decir una cosa sobre Johnny Biblia -dijo Ancram-. Su perfil puede corresponder a distintas profesiones, y una de ellas es la de policía en activo o retirado, alguien que conoce nuestros métodos y actúa con sumo cuidado para no dejar pruebas.
– Tenemos una descripción física de él. Yo soy demasiado viejo.
Ancram torció el gesto.
– John, todos sabemos que las descripciones fallan.
– Yo no soy Johnny Biblia.
– Lo que no quiere decir que no sea un imitador. Tenga en cuenta que no decimos que lo sea; simplemente, que hay que hacerle unas preguntas.
– Pues hágalas.
– Vino a Partick.
– Correcto.
– Sin duda para hablar conmigo de Tío Joe Toal.
– La astucia en persona.
– Sí, y si no recuerdo mal, acabó haciéndome muchas preguntas sobre Johnny Biblia. Y parecía saber mucho sobre el caso John Biblia. -Ancram aguardó por si Rebus le dirigía una réplica adecuada. Nada-. Mientras estuvo en Partick pasó un buen rato en la sala donde revisábamos los primitivos archivos de John Biblia. -Nueva pausa-. Y ahora, un periodista de la tele me dice que guarda recortes y notas sobre John Biblia y Johnny Biblia en los armarios de la cocina.
«¡Hija de puta!»
– Espere un momento.
– Estoy esperando -dijo Ancram mientras se recostaba en la silla.
– Todo eso que dice es cierto. Me interesan los dos casos. El de John Biblia… sería largo de explicar. Y el de Johnny Biblia… por… el hecho de que conocí a una de las víctimas.
– ¿Cuál?
Ancram se inclinó hacia él.
– Angie Riddell.
– ¿En Edimburgo?
Ancram y Grogan se miraron.
Rebus sabía lo que estaban pensando: una vinculación más.
– Formé parte del equipo que la detuvo en cierta ocasión. Y después volví a verla.
– ¿Cuándo?
– Una vez que fui a Leith como turista.
Grogan resopló.
– Como eufemismo es la primera vez que lo oigo.
– Sólo hablamos. La invité a té y a una empanadilla.
– ¿Y no se lo dijo a nadie? ¿Sabe lo que parece?
– Otra mancha negra. Tengo tantas que yo mismo parezco negro.
Ancram se levantó con la intención de pasear de arriba abajo, pero el cuarto no daba para tanto.
– Eso está mal -dijo.
– ¿Por qué va a estar mal la verdad?
Pero sabía que Ancram tenía razón. No quería estar de acuerdo con él en nada -eso equivalía a caer en la trampa del interrogador: identificarse con él-, pero en ese punto no podía por menos de hacerlo. Estaba mal. Su vida era como la de una canción de los Kinks: Dead End Street [16].
– Está con el agua al cuello, amigo -comentó Ancram.
– Gracias por recordármelo.
Grogan encendió un cigarrillo y ofreció otro a Rebus, que lo rehusó con una sonrisa. Tenía los suyos si quería fumar.
Y quería fumar, pero aún no. De momento se rascó la palma de las manos, clavándose las uñas para estimularse. En el cuarto se hizo el silencio durante un minuto. Ancram se apoyó en la mesa recostado en la silla.
– Joder, ese café, ¿lo están sembrando?
Grogan se encogió de hombros.
– Es el cambio de turno y la cantina estará llena.
– Es que en los tiempos que corren el servicio está fatal -dijo Rebus.
Ancram, con la cabeza gacha, sonrió y le miró de soslayo.
«Ahora empieza el truco de la simpatía», se dijo él. Y quizás Ancram le leyó el pensamiento porque cambió de táctica.
– Hablemos un poco más de John Biblia.
– Por mí que no quede.
– He comenzado a leer las notas del caso Spaven.
– ¿Ah, sí?
¿Habría sorprendido a Brian Holmes?
– Una lectura fascinante.
– Hubo dos editores interesados en su momento.
Esta vez no hubo sonrisa por parte del inquisidor.
– No sabía… que Lawson Geddes había trabajado en el caso John Biblia.
– ¿No?
– Ni que le prohibieran seguir investigando. ¿Tiene usted idea de por qué?
Rebus no contestó. Ancram detectó su indecisión, se levantó y se inclinó sobre él.
– ¿No lo sabía?
– Sabía que había trabajado en el caso.
– Pero no sabía que le prohibieron continuar. No, porque él no se lo dijo. He encontrado esa perla en los archivos sobre John Biblia. Pero no se menciona por qué.
– ¿Acaso eso nos conduce a alguna parte?
– ¿No le habló él del caso John Biblia?
– Puede que en alguna ocasión. Hablaba mucho de casos antiguos.
– Estoy seguro. Ustedes dos eran muy amigos. Y por lo que me han dicho, a Geddes le gustaba charlar más de la cuenta.
– Era un buen policía -espetó Rebus mirándole enfurecido.
– ¿Sí, eh?
– En serio.
– Pero también los buenos policías cometen errores, John. Incluso los buenos policías llegan a pasarse de la raya una vez en su vida. Un pajarito me ha dicho que usted se ha pasado más de una vez.
– Los pajaritos podrían cagar en su propio nido.
Ancram meneó la cabeza de un lado a otro.
– Su anterior conducta nada tiene que ver aquí. -Se levantó y dio media vuelta, haciendo una pausa, para continuar hablando de espaldas-. ¿Sabe una cosa? El interés de los medios de comunicación por el caso Spaven coincide con el primer asesinato de Johnny Biblia. ¿Y sabe lo que puede pensar la gente? -Se volvió apuntándole con un dedo-. Un policía obsesionado por John Biblia, que recuerda historias que le contaba sobre el caso su antiguo compañero. -Otro dedo-. La basura del caso Spaven a punto de salir, muchos años después cuando ya el policía en cuestión creía que estaba bien oculta. -Tercer dedo-. El policía estalla. Ha vivido todo ese tiempo con una bomba de relojería en su cerebro y ahora se activa…
Rebus se puso en pie.
– Sabe que todo eso no es verdad -dijo con calma.
– Demuéstremelo.
– No creo que haya necesidad.
Ancram le miró con desdén.
– Se tomarán muestras de saliva, sangre, huellas dactilares.
– ¿Para qué? Johnny Biblia no ha dejado pistas.
– Y quiero que un laboratorio forense examine sus ropas y que echen un vistazo a su piso. Si no ha hecho nada, no habrá incriminación. -Esperó una réplica que no llegó. Se abrió la puerta-. Ya era hora, cojones -exclamó.
Era Lumsden con una bandeja manchada de café vertido.
Descanso. Ancram y Grogan salieron a charlar al pasillo y Lumsden se quedó junto a la puerta con los brazos cruzados, como si estuviera de guardia, pensando si Rebus tendría energía suficiente para hacerle trizas.
Pero Rebus se contentó con seguir sentado tomándose lo que quedaba del café. Sabía fatal, así que seguramente era descafeinado. Encendió un cigarrillo y aspiró como si fuese el último de su vida. Lo sostuvo en posición vertical preguntándose cómo una cosa tan pequeña e insignificante había podido apoderarse de él hasta tal extremo… Al sostener el pitillo advirtió que le temblaban las manos.
– Lumsden, vaya cuento le has soltado a tu jefe. Tengo que aguantarme, pero no creas que lo voy a olvidar.
– Mira cómo tiemblo -replicó Lumsden clavando los ojos en él.
Rebus le sostuvo la mirada sin dejar de fumar y en silencio. Ancram y Grogan volvieron a entrar muy serios.
– John -dijo Ancram-, el inspector jefe Grogan y yo hemos decidido que es mejor llevar este caso desde Edimburgo.
Lo que significaba que no tenían ninguna prueba contra él, porque de haber existido el menor indicio, Grogan habría querido apuntarse el tanto.
– Hay aspectos disciplinarios -prosiguió Ancram-, pero pueden ser tratados conjuntamente con la investigación del caso Spaven. -Hizo una pausa-. Igual que lo del sargento Holmes.
Rebus no tuvo más remedio que entrar al trapo.
– ¿Qué pasa con él?
– Cuando fuimos a recoger las notas de Spaven, un funcionario nos dijo que habían suscitado un gran interés últimamente. Holmes las había estado consultando dos o tres días seguidos, a veces horas enteras, en lugar de atender sus obligaciones. -Otra pausa-. Usted también estaba en la lista de visitas. Por lo visto fue a verle. ¿Quiere decirme qué es lo que se traía entre manos?
Silencio.
– ¿Eliminar las pruebas?
– ¡Váyase a la mierda!
– Es lo que parece. Un lío estúpido, sea como fuere. El se ha negado a hablar y se le aplicará una sanción disciplinaria que podría costarle el empleo.
Rebus puso cara de palo, pero la procesión iba por dentro.
– Vamos -dijo Ancram-, volvemos a Edimburgo. Mi chofer llevará su coche y nosotros iremos en el mío. Quizá podamos charlar un poco por el camino.
Rebus se puso en pie y se acercó a Grogan, quien cuadró los hombros como a la defensiva. Lumsden cerró los puños, alerta. Rebus aproximó unos centímetros su rostro al de Grogan.
– ¿Se deja sobornar, señor?
Tenía su gracia ver aquel cabezón congestionado, mostrando las venas hinchadas y arrugas.
Ancram le amonestó:
– John…
– Es una pregunta sincera. Si no se deja, será mucho más fácil que ponga vigilancia a dos mañosos de Glasgow que andan por aquí por lo visto de vacaciones: Eve y Stanley Toal, aunque su verdadero nombre es Malky. El papá se llama Joseph Toal, Tío Joe, y es el amo de Glasgow, donde el inspector jefe Ancram trabaja, vive, derrocha el dinero y compra sus trajes. Eve y Stanley alternan en el club Burke's, un local donde la coca no es precisamente un dulce. Allí me llevó el sargento Lumsden, y me dio la impresión de que era cliente habitual. Y el propio sargento Lumsden me recordó que fue allí donde Johnny Biblia eligió su primera víctima. Y aquella misma noche, el sargento Lumsden me llevó en coche al puerto sin que yo se lo pidiera. -Miró a Lumsden-. Muy astuto el juego del sargento Lumsden. No es de extrañar que le llamen Ludo.
– No tolero comentarios malévolos sobre mis subordinados.
– Vigilen a Eve y Stanley -insistió Rebus-. Y si hay una filtración, ya sabe de dónde procede.
Del mismo sitio hacia donde miraba él.
Lumsden se abalanzó, dispuesto a estrangularle, pero Rebus se lo quitó de encima.
– Tienes más mierda que una sentina, Lumsden. ¡No creas que no lo sé!
Lumsden lanzó un directo que Rebus esquivó. Ancram y Grogan los separaron. Grogan señaló con un dedo a Rebus, pero se dirigió a Ancram.
– Quizá convendría dejarlo aquí, al fin y al cabo.
– No, me lo llevo yo.
– No sé qué decirte.
– Sí, Ted, me lo llevo.
– Hacía tiempo que dos hombres no se me disputaban -dijo Rebus con una sonrisa.
Los dos le fulminaron con la mirada, mientras Ancram le ponía en el hombro una mano con gesto posesivo.
– Inspector Rebus -dijo-, ¿no cree que es mejor que nos vayamos?
– Hágame un favor -dijo Rebus.
– ¿Cuál?
Iba en el asiento trasero del automóvil de Ancram camino del hotel para recoger su coche.
– Pasemos un momento por el puerto.
– ¿Para qué?
– Quiero ver dónde murió.
– ¿Qué pretende? -inquirió Ancram mirándole.
Rebus se encogió de hombros.
– Presentar mis respetos.
Ancram sólo tenía una vaga idea de dónde habían encontrado el cadáver, pero no tardaron en localizar el acordonamiento de cintas de color que había puesto la policía en el escenario del crimen. Los muelles estaban tranquilos y se habían llevado el cajón en que encontraran el cadáver. Estaría en algún laboratorio del departamento. Rebus se situó a la derecha y miró a su alrededor. Unas gaviotas se pavoneaban a una distancia prudencial. El viento era frío. No podía saber si aquel lugar quedaba cerca o lejos de donde le había dejado Lumsden.
– ¿Qué sabe de ella? -preguntó a Ancram, de pie a su lado con las manos en los bolsillos, mirándole.
– Creo que se llamaba Holden. Veintisiete o veintiocho años.
– ¿Se llevó algo?
– Un zapato. Escuche, Rebus… ¿Todo este interés es porque una vez invitó a una prostituta a un té?
– Se llamaba Angie Riddell. -Hizo una pausa-. Tenía unos ojos preciosos. -Miró hacia el casco oxidado de un buque amarrado al muelle-. Hay algo que siempre me he preguntado. ¿Dejamos que sucediera o fuimos responsables? ¿Usted lo sabe? -agregó mirando a Ancram.
– No estoy seguro de entenderlo -contestó encogiéndose de hombros.
– Ni yo. Dígale a su chofer que tenga cuidado con mi coche. La dirección está algo torcida.