El viaje de vuelta fue realmente una operación complicada, más espantoso que el de ida. Después de llevar a Jake y Briony a Brae dejaron el coche en Lerwick y pidieron que les llevaran a Sumburgh. Forres seguía enfurruñado pero finalmente se le pasó, comprobó los vuelos y ellos pudieron reservar uno que les permitía tomarse una sopa instantánea en la comisaría.
En Dyce volvieron a subir al coche de Morton y permanecieron quietos un par de minutos adaptándose a hallarse de nuevo en tierra. A continuación tomaron la A92 siguiendo las indicaciones de Harley. Era la misma carretera que Rebus había seguido la noche del asesinato de Tony El. Al menos ya tenían al responsable: Stanley. Rebus se preguntaba qué más podría cantar aquel subnormal, y más ahora que se había quedado sin Eve. Se habría percatado de que había alzado el vuelo llevándose el botín. Quién sabe si Gill no le había hecho confesar algo más.
De ella dependía.
Vieron los indicadores de Cove Bay, hicieron lo que Harley les había dicho y llegaron a una explanada donde había aparcadas docenas de furgonetas, remolques, autobuses y caravanas. Dando tumbos por caminos abandonados llegaron a un claro en el bosque. Los perros ladraban y unos niños jugaban al fútbol con una pelota pinchada. Entre las ramas había cuerdas con ropa tendida. Reunidos en torno a una hoguera un grupo fumaba canutos y una mujer rasgueaba una guitarra. No era la primera vez que Rebus iba a un campamento de vagabundos. Los había de dos tipos: el clásico estilo gitano con caravanas bonitas y camionetas, rumanos de tez aceitunada que hablaban una lengua que él no entendía. Y los de «viajeros new age», generalmente con autobuses que habían pasado la última ITV con Dios y ayuda. Eran jóvenes e inteligentes, cortaban madera para calentarse, cobraban el subsidio de desempleo a pesar de todos los esfuerzos del Gobierno por impedírselo y ponían un nombre a sus hijos por el que éstos de mayores serían capaces de matarlos.
Nadie hizo el menor caso a Rebus y a Morton mientras se acercaban a la fogata. Rebus iba con las manos en los bolsillos procurando no cerrar los puños.
– Buscamos a Jo -dijo. Reconoció la melodía que tocaba la de la guitarra: Time of the Preacher. Insistió-: Joanna Bruce.
– Mal rollo -dijo uno.
– Se puede arreglar -replicó Rebus.
El porro pasaba de mano en mano.
– Dentro de diez años esto será legal. Incluso lo recetarán -dijo otro.
Sus bocas risueñas expulsaban el humo en espirales.
– Joanna -volvió a repetir Rebus.
– ¿Orden judicial? -preguntó la de la guitarra.
– Sabe perfectamente -respondió Rebus- que sólo necesito una orden judicial si quiero desalojar el campamento. ¿Quiere que consiga una?
– Macho, macho, man -comenzó a tararear uno.
– ¿Qué quiere?
Una mujer se asomaba desde la parte superior de la puerta de un remolque blanco enganchado a un viejo Land Rover.
– ¿Hueles el tocino, Joanna? -dijo la guitarrista.
– Tengo que hablar con usted, Joanna -dijo Rebus dirigiéndose hacia el remolque-. Sobre Mitch.
– ¿De qué?
– ¿Por qué murió?
Joanna Bruce dirigió la vista hacia sus compañeros, vio que éstos miraban ahora a Rebus y abrió la parte inferior de la puerta.
– Será mejor que entren -dijo.
El remolque estaba abarrotado y no había calefacción. Tampoco televisor, sólo montones desordenados de revistas y periódicos, con artículos recortados, y en una mesa plegable, con asientos a ambos lados que se transformaban en cama, un ordenador portátil. De pie, la cabeza de Rebus tocaba el techo. Joanna apagó el ordenador y les señaló los asientos al tiempo que ella se sentaba sobre un montón de revistas.
– Bien -dijo cruzando los brazos-, ¿qué pasa?
– Ésa es exactamente mi pregunta -respondió Rebus. Señaló con la cabeza a espaldas de ella la pared donde había pinchadas fotos a guisa de decoración-. Fotos. -Ella volvió la cabeza para mirarlas-. Yo también he revelado unas cuantas.
Rebus explicó que si se trataba de las copias no estaban en el sobre de Mitch y ella le escuchó imperturbable sin manifestar ninguna emoción. Tenía los ojos pintados con kohl y, a la luz del farolillo, su pelo era rojo intenso. Durante medio minuto sólo se oyó el rumor de la llama de gas. Rebus le daba tiempo para que cambiase de idea, pero ella lo empleaba para oponer más obstáculos, entrecerrando los ojos con los labios apretados.
– Joanna Bruce -musitó Rebus-. Ha elegido un nombre interesante.
Ella abrió un poco la boca y volvió a cerrarla.
– ¿Joanna es su verdadero nombre de pila o también se lo cambió?
– ¿Qué quiere decir?
Rebus miró a Morton que estaba recostado, tratando de hacer el papel de visitante relajado para demostrarle a ella que no eran dos contra uno, y espetó:
– Su verdadero apellido es Weir.
– ¿Cómo… quién le ha dicho eso? -replicó ella en tono sarcástico.
– No hace falta que me lo dijese nadie. El mayor Weir tenía una hija, se pelearon y él la desheredó.
Y dijo que había sido un hijo; quizá por echar tierra al asunto. Según la fuente de información de Mairie.
«¡No la desheredó! ¡Ella se autodesheredó!»
Rebus se volvió hacia ella. Ahora estaba alterada y se aferraba tensa las rodillas.
– Dos detalles me dieron la pista -siguió Rebus con voz tranquila-. Uno, ese apellido: Bruce, que es como decir Robert… para que adivine el sobrenombre cualquier estudiante de historia de Escocia. Al mayor Weir le apasiona la historia de Escocia; a su concesión petrolífera le puso nombre inspirándose en el de Bannockburn, que como sabemos ganó Robert Bruce. Bruce y Bannock. ¿No será que eligió ese apellido porque pensó que a él le irritaría?
– Ya lo creo que le irrita.
Sonrió un poco.
– Lo segundo fue el propio Mitch, una vez que supe que habían sido amigos. Jake Harley me ha dicho que Mitch sabía algo del Negrita; un secreto. Bien, Mitch sería ingenioso en muchos aspectos, pero no me lo imagino siguiendo la pista de un papeleo complicado. Él viajaba ligero de equipaje y no dejó rastro de notas ni nada parecido ni en su piso ni en su cuarto de la plataforma. Debió de enterarse por usted, ¿no? -Ella asintió con la cabeza-. Es usted quien tiene la suficiente rabia a T-Bird Oil para preocuparse por desentrañar ese laberinto. Y como eso nos consta… por la manifestación en su sede y el encadenamiento en Bannock ante las cámaras de televisión, yo pensé que era algo personal.
– Lo es.
– ¿El mayor Weir es su padre?
Su rostro se contrajo en una mueca de disgusto infantil.
– Sólo en el aspecto biológico. Pero aun así, si me consigue usted un trasplante genético seré la primera de la cola. ¿Mató él a Mitch? -concluyó con marcado acento norteamericano.
– ¿Usted lo cree?
– Me gustaría creerlo. -Miró a Rebus a los ojos-. Es decir, me gustaría creer que ha caído tan bajo.
– ¿Pero?
– Pero nada. Tal vez sí, tal vez no.
– ¿Tenía motivos?
– Claro. -Sin darse cuenta empezó a morderse las uñas-. Por lo del Negrita y el modo en que se echó tierra sobre la responsabilidad de T-Bird Oil… y ahora lo del hundimiento de la plataforma. Tenía motivos económicos de sobra.
– ¿Le amenazó Mitch con denunciarlo a los medios de comunicación?
Ella se retiró un trozo de uña de la lengua.
– No; creo que primero intentó chantajearle. Callárselo todo a cambio de que T-Bird eliminara Bannock de una manera ecológica.
– ¿Todo?
– ¿Cómo?
– Ha dicho callárselo «todo», como si hubiese algo más.
– No -replicó y negó con la cabeza sin mirarle.
– Joanna, le voy a hacer una pregunta: ¿por qué no acudió usted a los periódicos o intentó chantajear a su padre? ¿Por qué tuvo que ser Mitch?
– Él tenía agallas -contestó ella mientras se encogía de hombros.
– ¿Es cierto?
Volvió a encogerse de hombros.
– ¿Algo más?
– Mire, por lo que veo… a usted no le importa atormentar a su padre… y cuanto más público haya mejor. Dirige las manifestaciones, se las arregla para salir en la tele… mientras que si divulgara quién es sería más eficaz. ¿A qué viene tanto secreto?
Su rostro recobró la expresión infantil, siguió mordiéndose las uñas; las rodillas juntas. La trencita le caía entre los ojos como si quisiera resguardarse tras ella y llamar la atención al mismo tiempo… Un juego pueril.
– ¿A qué viene tanto secreto? -repitió Rebus-. A mí me parece que es precisamente porque se trata de algo personal entre usted y su padre, algo parecido a un juego privado. Le gusta la idea de torturarle y causarle preocupación por el temor de que vaya a hablar. -Hizo una pausa-. Yo creo que manipuló a Mitch.
– ¡No!
– Le utilizó para llegar hasta su padre.
– ¡No!
– Lo que significa que él tenía algo que le pareció útil. ¿Qué podría ser?
– ¡Fuera de aquí! -exclamó ella levantándose.
– Algo que les unía a los dos.
Ella se tapó las orejas con las manos y sacudió la cabeza.
– Algo de su pasado…, de la infancia de ambos. Algo como un juramento de sangre. ¿Hasta dónde llegaron, Jo? Entre usted y su padre… ¿hasta dónde se remonta el pasado?
Ella rodeó la mesa y le dio una fuerte bofetada. Rebus no demostró que le había dolido.
– Vaya con la pacifista -dijo restregándose la mejilla.
Ella volvió a sentarse sobre el montón de revistas y se pasó la mano por la cabeza retorciendo nerviosa una trencita.
– Tiene razón -dijo en voz tan baja que Rebus apenas la oyó.
– ¿Sobre Mitch?
– Sobre Mitch -contestó, propiciando al fin su recuerdo y asumiendo la pena. A sus espaldas la luz arrancaba destellos de las fotos-. Era muy nervioso cuando nos conocimos. Nadie se acababa de creer que saliéramos juntos. Como el día y la noche, decían. Pero se equivocaban. Tardó bastante, pero una noche se abrió a mí. -Alzó la mirada-. ¿Conoce su infancia?
– Huérfano -dijo Rebus.
Ella asintió con la cabeza.
– Y el internado. -Hizo una pausa-. Lo violaron. Me dijo que a veces había pensado en confesarlo, decírselo a la gente, pero que al cabo de tanto tiempo… no sabía si iba a servir de algo. -Sacudió la cabeza con los ojos llorosos-. Era la persona menos egoísta que he conocido. Pero estaba amargado, y, Dios, yo sé muy bien lo que es sentir eso.
Rebus comprendió lo que insinuaba.
– ¿Su padre?
Ella lanzó un bufido.
– Dicen de él que es «una institución» en la industria del petróleo. Yo sí que estuve en una institución… internada… -Suspiró hondo sin fingimientos-. Y violada.
– Cielo santo -musitó Morton.
Rebus sentía latir su corazón y tuvo que hacer un esfuerzo para no alzar la voz.
– ¿Cuánto tiempo, Jo?
Ella alzó la mirada furiosa.
– ¿Cree que le consentí que me la metiera dos veces? Me largué en cuanto pude. Y no he dejado de correr durante años; pero luego pensé: qué coño, yo no tengo de qué avergonzarme. Yo no tengo nada que ocultar.
Rebus asintió con la cabeza.
– Por eso existía un vínculo entre usted y Mitch.
– Exacto.
– ¿Y le contó a él su historia?
– A cambio de la suya.
– ¿Y le reveló quién era su padre? -Ella comenzó a asentir con la cabeza, pero se detuvo y tragó saliva-. ¿Y chantajeaba a su padre con la historia del… incesto?
– No lo sé. Murió antes de que yo pudiera averiguarlo.
– ¿Pero su intención era hacerlo?
– Supongo -respondió ella encogiéndose de hombros.
– Jo, creo que tendrá que hacer una declaración. No ahora; después. ¿De acuerdo?
– Me lo pensaré. -Tras una pausa añadió-: No se puede demostrar nada, ¿verdad?
– Aún no.
«Quizá nunca», se dijo para sus adentros. Se levantó y Morton siguió su ejemplo.
Afuera había aumentado el jolgorio en torno al fuego. Había velas temblonas dentro de faroles chinos colgados de los árboles. Ahora los rostros parecían como calabazas naranjas. Joanna Bruce les contempló marchar desde la puerta, inclinada sobre la mitad inferior. Rebus se volvió a decirle adiós.
– ¿Va a seguir acampada aquí?
– A saber -respondió ella alzando los hombros.
– ¿Le gusta lo que hace?
Ella reflexionó un instante.
– Es nuestro modo de vida.
Rebus sonrió y siguió caminando.
– ¡Inspector! -Rebus se volvió y vio que el kohl le chorreaba por las mejillas-. ¿Si todo es tan maravilloso por qué la vida es una mierda?
Rebus no supo qué contestar.
– Que el sol no la pille llorando -replicó por decir algo.
Durante el camino de vuelta trató de contestar a la pregunta, pero no pudo. Quizá todo era cuestión de equilibrio, causa y efecto. Donde hay luz tiene que haber oscuridad. Sonaba a sermón. Probó con un mantra de su propia cosecha: So What? [20] de Miles Davis. Pero no parecía venir muy a cuento.
Nada a cuento.
– ¿Por qué no lo denunció? -preguntó Morton frunciendo el ceño.
– Porque por lo que a ella atañe no tiene nada que ver con nosotros. Ni siquiera tuvo nada que ver con Mitch; para ella fue una simple metedura de pata.
– Más bien parece que le invitaron.
– Más valía que hubiera rehusado.
– ¿Crees que fue obra del mayor Weir?
– No estoy seguro. Ni siquiera sé si importa. No nos lleva a ninguna parte.
– ¿Qué quieres decir?
– El mayor se encuentra en ese infierno privado que ella ha construido para los dos. Él sabe que ella está ahí manifestándose contra todo lo que él aprecia… Ese es el castigo y la venganza. Algo a lo que ninguno de los dos puede escapar.
– Padres e hijas, ¿eh?
– Padres e hijas -aceptó Rebus.
Faltas pasadas que difícilmente se olvidan…
Estaban agotados cuando llegaron al hotel.
– ¿Una partida de golf? -dijo Morton.
Rebus se echó a reír.
– Yo de lo único que sería capaz es de un té y unos bocatas.
– Me parece buena idea. Te espero en mi habitación dentro de diez minutos.
Les habían arreglado la habitación y había otra vez chocolatinas en la almohada y un albornoz limpio. Rebus se cambió enseguida y telefoneó a recepción por si había mensajes. No preguntó al llegar, pues no quería que Morton se enterara.
– Sí, señor -trinó la recepcionista-. Tengo uno para usted. -A Rebus le dio un vuelco el corazón: ella no se había largado sin más-. ¿Quiere que se lo lea?
– Sí, por favor.
– Dice: «En Burke's media hora después del cierre. Probé a otra hora, en otro sitio, pero no estaba». Sin firma.
– Es igual. Gracias.
– A usted, señor.
Sí, claro: el negocio es el negocio. Todo el mundo te hace la rosca si eres de una empresa. Pidió línea y llamó a casa de Siobhan, pero respondió el contestador. Probó en St. Leonard y le dijeron que no estaba. Volvió a llamar a su casa y esta vez decidió dejar en el contestador el número de teléfono. Antes de terminar ella descolgó.
– ¿Para qué pones el contestador si estás en casa?
– Digamos que es un filtro -respondió ella-. Así controlo si es un maniático.
– Yo no soy de ésos. Cuenta.
– Primera víctima. Hablé con alguien en la Robert Gordon. La difunta estudió geología, con prácticas en el mar. Los que estudian geología en ese centro consiguen casi siempre empleo en la industria del petróleo, todo el programa está orientado en ese sentido. Como realizó actividades en el mar, hizo un cursillo de supervivencia.
Rebus pensaba: simulador de helicóptero, zambullida en una piscina.
– Así que estuvo yendo al CSM -añadió Siobhan.
– El Centro de Supervivencia en el Mar.
– A donde sólo van los que trabajan en el petróleo. Les he pedido por fax la plantilla de profesores y de alumnos. Eso en cuanto a la primera víctima. -Hizo una pausa-. Lo de la segunda víctima cambia totalmente: era mayor, tenía otro tipo de amistades y vivía en otra ciudad. Pero era prostituta, y ya sabemos que muchos hombres de negocios utilizan sus servicios cuando están fuera de viaje.
– No lo sabía.
– La víctima número cuatro trabajaba en algo vinculado a la industria del petróleo, con lo que nos queda la víctima de Glasgow: Judith Cairns. Diversos empleos, incluida la limpieza a tiempo parcial en un hotel del centro de la ciudad.
– Otra vez hombres de negocios.
– Así que mañana empezarán a llegarme nombres por fax. Me costó un poco porque protegen a la clientela y todo eso.
– Pero tú sabes convencer.
– Sí.
– Entonces, ¿qué cabe esperar? ¿Un cliente del Fairmount que tenga relación con la Robert Gordon?
– Dios lo quiera.
– ¿A qué hora lo sabrás?
– Eso depende del hotel. Quizá tenga que ir allí a espabilarlos.
– Te llamaré.
– Si sale el contestador, deja un número donde pueda localizarte.
– De acuerdo. Hasta luego, Siobhan.
Colgó y se dirigió a la habitación de Morton. Jack se había puesto el albornoz.
– Igual salgo por ahí vestido así -dijo-. Los bocatas y el café están de camino. Voy a darme una ducha.
– Bien. Escucha, Siobhan anda detrás de algo.
– Aja. Parece prometedor…
– Caray, y yo me creía cínico.
Morton se encogió de hombros, le guiñó un ojo y entró en el cuarto de baño. Rebus aguardó hasta oír correr el agua y a Jack canturreando algo que sonaba a Puppy Love. Su ropa estaba en un sillón. Rebus hurgó en los bolsillos de la chaqueta, encontró las llaves del coche y se las guardó.
Se preguntó a qué hora cerraría Burke's los jueves y qué iba a decirle a Judd Fuller. Pensó que, dijera lo que dijera, Fuller se enfadaría.
Dejó de oírse la ducha y a Puppy Love le siguió What Made Milwaukee Famous. A Rebus le gustaban los tíos de gustos eclécticos. Morton salió del baño enfundado en el albornoz haciendo gestos de campeón.
– ¿Volvemos mañana a Edimburgo?
– A primera hora -contestó Rebus.
– A afrontar las consecuencias.
Rebus no añadió que a lo mejor él las afrontaba mucho antes, y cuando trajeron los bocadillos notó que había perdido el apetito. Tomó café; tenía que estar despierto. Tenía por delante una larga noche y ni siquiera había luna.
Un breve recorrido nocturno en coche. Rebus se sentía estimulado por el café; cables sueltos chispeando donde debían estar sus nervios. Pasaba un cuarto de hora de medianoche: había telefoneado a Burke's para preguntar a qué hora cerraban.
– ¡No falta mucho, dése prisa!
Y colgaron. La música de fondo: Albatross; una tontería de última hora. Dos o tres números de espectáculo y la última oportunidad de ligar con alguien para compartir el desayuno. Momentos desesperados en la pista; tan desesperados a los cuarenta años como a los quince.
Albatross.
Puso la radio: pop insípido, música máquina y llamadas de oyentes. Y jazz. El jazz estaba bien, muy bien. Incluso en Radio Two. Aparcó cerca de Burke's y vio un conato de pelea entre dos gorilas que querían zurrar a tres palurdos a quienes sus novias trataban de alejar de allí.
– Haced caso a las chicas -musitó Rebus-, que ya habéis demostrado lo que valéis.
El altercado desembocó en amenazas e insultos, y los gorilas con los brazos separados del cuerpo volvieron a entrar en el club. Una patada en la puerta y un escupitajo en las ventanas y después salieron corriendo. Se alza el telón y otro fin de semana en la costa nordeste. Rebus cerró el coche y respiró el aire de la noche. Cruzó la calle y se dirigió a Burke's.
La puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos pero no abrían: pensarían que eran los palurdos. Insistió. Alguien asomó la cabeza por la puerta interior; no parecía un cliente, y desapareció gritando algo. Salió un gorila con un manojo de llaves y con cara de desear irse a dormir tras la jornada de trabajo. La puerta chirrió y se abrió dos centímetros.
– ¿Qué quiere? -gruñó.
– Tengo una cita con el señor Fuller.
El gorila le miró y abrió del todo. La barra estaba iluminada y los empleados vaciaban ceniceros, limpiaban las mesas y recogían montones de vasos. Con luz, aquello parecía un páramo desolado. Dos que parecían pinchadiscos -coleta y camiseta negra sin mangas- estaban sentados a la barra, fumando y bebiendo cerveza. Rebus se volvió hacia el gorila.
– ¿Está el señor Stemmons?
– ¿No ha dicho que la cita era con el señor Fuller?
Asintió con la cabeza.
– Era por saber si podía ver al señor Stemmons.
Así hablaría primero con él; el socio, hombre de negocios y más conservador.
– A lo mejor está arriba.
Volvieron hacia la entrada y subieron la escalera que conducía a los despachos de Stemmons y Fuller. El gorila abrió una puerta.
– Pase.
Pasó y se agachó demasiado tarde. Sintió el manotazo en el cuello como una coz y cayó al suelo. Unos dedos le aprisionaban la garganta buscando la carótida. «Contusión cerebral, no -pensó Rebus mientras se le nublaba la vista-. Dios mío, que no haya lesión…»
Capítulo 31
Se despertó medio ahogado.
Tragaba espuma y agua por la boca y la nariz. Efervescente, así que no era agua. Cerveza. Movió enloquecido la cabeza y abrió los ojos. Sentía la cerveza en el esófago y trató de vomitarla. Había alguien de pie a su espalda, con la botella vacía en la mano. Una risita. Rebus intentó volverse y notó que le ardían los brazos. Fuego de verdad. Olía a whisky y vio en el suelo una botella rota. Le habían bañado los brazos con whisky y habían prendido fuego. Gritó y se retorció. Un toallazo y las llamas se apagaron. La toalla humeante fue a parar al suelo. Se oyó una carcajada estentórea.
Aquello apestaba a alcohol. Era una bodega. Bombillas desnudas y barriles de aluminio, cajas de botellas y vasos. Media docena de pilastras de ladrillo hasta el techo. No estaba atado a una de ellas, sino colgado de un gancho; la cuerda le mordía las muñecas y los brazos iban a descoyuntársele. Apoyó mejor un pie y el que estaba detrás de él tiró la botella de cerveza a un cajón y dio la vuelta para situarse delante. Pelo negro liso con un rizo en la frente y una gran nariz aguileña en un rostro venal. Un diamante brillaba en un diente. Traje oscuro y camiseta. A Rebus no le cupo duda: Judd Fuller. Pero ya era tarde para presentaciones.
– Siento no tener el arte de Tony El con las herramientas eléctricas -dijo el norteamericano-. Se hace lo que se puede.
– A juzgar por mi situación, lo hace muy bien.
– Gracias.
Rebus miró en derredor. Estaban solos en el sótano y nadie había pensado en atarle las piernas. Podía dar una patada en los huevos a Fuller y…
Fue un puñetazo bajo, justo encima de la ingle. Le habría doblado de haber tenido los brazos libres, pero lo único que hizo por instinto fue plegar las rodillas levantando los pies del suelo. A juzgar por las articulaciones del hombro no era el movimiento más acertado.
Fuller se apartó, flexionando los dedos de la mano derecha.
– Bien, poli, ¿qué tal va por ahora? -dijo volviendo junto a él.
– Por mí, podemos cortar si no le importa.
– El único corte te lo vas a llevar tú en el puto cuello.
Se volvió hacia él sonriendo y cogió otra botella de cerveza, la abrió rompiéndola en la pared y se bebió la mitad de un trago.
El olor a alcohol era asfixiante y los pocos tragos que Rebus había bebido comenzaban a hacer su efecto. Le picaban los ojos y la parte de las manos que habían lamido las llamas. Notaba ampollas en las muñecas.
– Tenemos un club precioso -decía Fuller- y todo el mundo se divierte. Puedes preguntar por ahí y verás lo conocido que es. ¿Quién te manda a ti aguar la fiesta?
– No sé.
– Incomodaste a Erik la noche que hablaste con él.
– ¿Está él al corriente de esto?
– Él no va a saber nada de esto. Erik es más feliz sin saberlo. Tiene úlcera, ¿sabes? Es por las preocupaciones.
– No sé por qué.
Rebus le miró a la cara. En cierta manera se parecía a Leonard Cohén de joven, no tanto a Travolta.
– Eres un estorbo, eso es lo que eres. Un estorbo que hay que eliminar.
– No lo entiende, Judd. Esto no es América. No puede hacer desaparecer un cadáver pensando que nadie lo encontrará.
– ¿Por qué no? -replicó separando los brazos-. De Aberdeen zarpan barcos constantemente. Un peso en los pies y al mar del Norte. ¿Sabes lo hambrientos que están allí los peces?
– Lo que sí sé es que se pesca más de lo debido. ¿Quiere que me recoja una red de arrastre?
– Segunda opción -prosiguió Fuller alzando dos dedos-: las montañas. Que te encuentren las putas ovejas y te monden hasta los huesos. Hay muchas opciones; no creas que no las conocemos por experiencia. -Hizo una pausa-. ¿A qué has venido aquí esta noche? ¿Qué pensabas que ibas a hacer?
– No sé.
– Cuando Eve telefoneó… no podía ocultarlo, se le notaba en la voz… Sabía que me estaba jodiendo, incordiándome. Pero la verdad es que yo esperaba algo con más clase.
– Lamento decepcionarle.
– Pero me alegro de que seas tú. Estaba deseando volver a verte.
– Pues aquí me tiene.
– ¿Qué te ha contado Eve?
– ¿Eve? No me ha contado nada.
Un gancho de través lleva su tiempo y Rebus hizo lo que pudo girándose de lado para evitarlo, pero lo recibió en las costillas. A continuación Fuller le dio un puñetazo en la cara moviendo tan despacio la mano que pudo ver la cicatriz del dorso, un costurón feo y largo. Le había partido un diente, uno de los implantados. Lo escupió con sangre sobre Fuller, que retrocedió un paso sorprendido por el resultado.
Rebus sabía que se las ventilaba con alguien a quien cuando menos cabía calificar de imprevisible, la peor clase de psicópata. Sin Stemmons para apaciguarle, Judd Fuller era capaz de todo.
– Lo único que hice -ceceó Rebus- fue negociar. Ella concertó la cita y la dejé marchar.
– Tiene que haberte dicho algo.
– Es dura de pelar. Y de Stanley saqué menos aún.
Trataba de parecer derrotado: cosa fácil. Quería que Fuller entrara en el juego.
– ¿Se han ido los dos juntos? -Fuller casi estallaba de risa-. Tío Joe va a morirse de miedo.
– Por no decir algo peor.
– Vale, poli. Dime qué es lo que sabes. Por las buenas; y a lo mejor podemos entendernos.
– Se aceptan ofertas.
Fuller meneó la cabeza.
– No creo. Ludo ya te lo insinuó.
– Él no tenía precisamente sus mismas cartas.
– Pues sí, es cierto. -Fuller le hizo un amago con el cuello roto de la botella y Rebus notó que le rozaba la mejilla-. La próxima vez tendré menos cuidado. Te afearé.
Como si a un condenado le importase el aspecto físico. Pero estaba temblando.
– ¿Tengo pinta de mártir? No hacía más que mi trabajo. ¡Me pagan por ello, no lo hago por amor!
– Pero eres perseverante.
– ¡La culpa es del puto Lumsden que me puso negro!
Le vino el curioso recuerdo de la hora de cierre en el Oxford, las noches en que salían de allí tambaleándose y bromeando acerca de que iban a encerrarse en el sótano a bebérselo todo. Ahora, lo único que quería era salir de allí.
– ¿Qué sabes? -Tenía el vidrio roto a dos dedos de la nariz. Fuller se lo acercó más. Olía a cerveza y notó el frío del cristal-. ¿Recuerdas ese chiste de cómo se puede oler sin nariz?
Rebus lanzó un resoplido.
– Lo sé todo -espetó.
– ¿Todo, el qué?
– La droga llega de Glasgow, directamente aquí. La vendéis y la enviáis a las plataformas. Eve y Stanley recogen el dinero y Tony El era el delegado de Tío Joe.
– ¿Pruebas?
– Casi inexistentes, sobre todo al estar muerto Tony El y largarse Eve y Stanley. Pero… -Tragó saliva.
– ¿Pero qué?
Rebus no contestó. Fuller arrimó levemente la botella y la apartó. De la nariz brotó sangre.
– ¡A ver si te desangro vivo! ¿Pero qué?
– Pero no importa -replicó Rebus, tratando de secarse la nariz en la camisa.
Tenía lágrimas en los ojos. Parpadeó y las lágrimas le rodaron por las mejillas.
– ¿Por qué no? -dijo Fuller interesado.
– Porque hay soplones.
– ¿Quién?
– Sabe que no puedo…
Acercó la botella a su ojo derecho y él cerró los dos con fuerza.
– ¡Vale, vale! -Se detuvo; tan cerca que el vidrio le impedía ver. Respiró hondo. Era el momento de remover la mierda-. ¿Cuántos polis tiene a sueldo?
– ¿Lumsden? -dijo Fuller con el ceño fruncido.
– Ha estado hablando… y alguien ha hablado con él.
Casi podía oír el mecanismo del cerebro de Fuller en acción; incluso él tenía que llegar a esa conclusión.
– ¿El señor H? -dijo Fuller abriendo los ojos por la sorpresa-. El señor H habló con Lumsden, ya lo sé. Pero era por lo de la mujer asesinada…
Fuller seguía pensativo.
El señor H, el que había pagado a Tony El. Y ahora Rebus sabía quién era el señor H: Hayden Fletcher, a quien Lumsden había interrogado a propósito de Vanessa Holden. Fletcher había pagado a Tony El para que se ocupara de Alian Mitchison; probablemente los dos se habían reunido allí. Quizá los había presentado el propio Fuller.
– No es sólo usted. Han hablado Eddie Segal, Moose Maloney…
Soltaba los nombres que había mencionado Stanley.
– ¿Fletcher y Lumsden? -repitió Fuller sin mucho convencimiento y mirando fijamente a Rebus, quien trataba de aparentar que estaba hecho un guiñapo; empresa bien fácil.
– Está en marcha una operación de la Brigada Criminal escocesa -dijo Rebus- y tienen a Lumsden y a Fletcher en el bolsillo.
– Son hombres muertos -dijo Fuller finalmente.
– ¿Por qué parar si eso le divierte?
Una sonrisa fría, malvada. Fletcher y Lumsden estaban en la lista, pero él estaba allí.
– Iremos a dar un paseo -añadió Fuller-. No te preocupes, te has portado bien y será rápido. Un tiro en la nuca.
Dejó caer la botella y pisó vidrios al dirigirse a la escalera.
Rebus miró a su alrededor rápidamente; no podía saber el tiempo de que disponía. El gancho parecía muy sólido; de momento había aguantado su peso. Si pudiese subir a un cajón para ganar algo de altura quizá podría intentar desatarse. A menos de un metro había uno vacío. Estiró los brazos cuanto pudo con un dolor inaguantable y tentó con el pie; el zapato tocó el borde del cajón y comenzó a arrastrarlo. Fuller había subido la escalera que se cerraba con una trampilla, pero la había dejado abierta. Oía voces en el bar. Estaría tal vez llamando a un gorila o a alguien para que vieran cómo moría. El cajón se atascó en un relieve del suelo y no se movía. Trató de levantarlo con la punta del zapato, pero no podía. Chorreaba sudor, sangre y alcohol. El cajón cedió y pudo acercarlo, se subió encima y soltó la cuerda del gancho; bajó los brazos despacio, como si disfrutara del dolor, notando cómo su sangre corría. Tenía los dedos helados y entumecidos. Mordió los nudos de la cuerda; era imposible deshacerlos. Había muchos vidrios rotos, pero cortarla le llevaría demasiado tiempo. Se agachó a coger una botella rota cuando vio algo mejor.
Un mechero corriente de plástico rosa. Probablemente el que usó Fuller para encender el whisky que le había rociado en los brazos. Lo cogió y miró en derredor. El sótano estaba lleno de cajas de botellas. La única salida era la escalera. Vio un trapo, abrió una botella de whisky y lo introdujo por el cuello. No era un cóctel molotov, pero serviría como arma. Una opción era encenderlo y lanzarlo dentro del club para que se disparase la alarma de incendios, con la esperanza de que llegase la caballería. Suponiendo que llegase. Suponiendo que eso impidiera que Fuller…
La otra opción era pensar en otra cosa.
Miró de nuevo en derredor. Bombonas de gas carbónico, cajas de plástico, trozos de tubos de goma. Colgado en la pared, un pequeño extintor. Lo cogió, lo cebó y se lo puso bajo el brazo para poder subir la escalera con la botella de whisky en las manos.
El club estaba desierto y en penumbra. Una bola reflectante giraba arrojando destellos sobre las paredes y el techo. Estaba en el centro de la pista cuando se abrió la puerta, enmarcando a Fuller a contraluz. Llevaba entre los dientes unas llaves de coche que se le cayeron al abrir la boca por la sorpresa. Echó mano al bolsillo de la chaqueta al mismo tiempo que Rebus encendía el trapo y le lanzaba la botella que, describiendo un arco, fue a estrellarse a los pies de Fuller. Una llamarada azul se esparció por el piso. Rebus siguió avanzando con el extintor preparado. Fuller empuñaba la pistola cuando el chorro le alcanzó en pleno rostro para recibir acto seguido un cabezazo de Rebus en la nariz y un rodillazo en los huevos. No era una llave de manual, pero resultó muy eficaz. El norteamericano cayó de rodillas y Rebus le golpeó en la cara y echó a correr, abrió la puerta que daba al mundo y casi cayó en brazos de Jack Morton.
– Cristo bendito, tío, ¿qué te han hecho?
– Jack, tiene una pistola. Larguémonos de aquí.
Echaron a correr hacia el coche. Morton cogió las llaves que Rebus llevaba en el bolsillo, subieron y se alejaron a toda velocidad. Rebus sentía una mezcla desconcertante de emociones, pero sobre todo euforia.
– Hueles como una fábrica de cerveza -dijo Morton.
– Santo Dios, Jack, ¿cómo llegaste al club?
– En taxi.
– No, me refiero…
– Puedes dar gracias a Shetland -replicó Morton estornudando-. Con aquel viento que hacía pillé un resfriado. Cuando fui a sacar el pañuelo del bolsillo del pantalón vi que no estaban las llaves del coche… ni el coche en el aparcamiento. Y tampoco John Rebus en su camita.
– ¿Y?
– En recepción me repitieron el mensaje que te habían dado, y llamé a un taxi. ¿Qué diablos ha pasado?
– Que me han zurrado.
– Yo diría que te quedas corto. ¿Quién era el de la pistola?
– Judd Fuller, el norteamericano.
– Vamos a pedir refuerzos en el primer teléfono que encontremos.
– No.
Morton se volvió hacia él.
– ¿No? -Rebus meneaba la cabeza de un lado a otro-. ¿Por qué?
– Era un riesgo calculado, Jack.
– Pues ya es hora de que te compres otra calculadora.
– Creo que dio resultado. Ahora sólo falta dar tiempo al tiempo.
Morton se quedó pensativo.
– ¿Qué intentas, ponerlos a unos en contra de los otros? -Una inclinación de cabeza-. Tú nunca sigues las reglas, ¿verdad? ¿El recado era de Eve? -Otra inclinación de cabeza-. ¿Y decidiste dejarme al margen? ¿Sabes una cosa? Cuando vi que no tenía las llaves me cabreé tanto que estuve a punto de decir: «A tomar por culo, que haga lo que quiera; que se juegue el pellejo».
– A punto he estado.
– Eres un gilipollas de órdago.
– Años de intensa práctica, Jack. Anda, para y desátame.
– Te prefiero atado. ¿Vamos a urgencias o llamamos a un médico?
– No hace falta.
La nariz había dejado de sangrarle y el diente roto no le dolía.
– Bueno, ¿y qué has hecho allí?
– Le di cuerda a Fuller y averigüé que Hayden Fletcher pagó al asesino de Alian Mitchison.
– ¿Y no había un modo mejor de hacerlo? -Morton movió la cabeza lentamente-. Aunque llegase a los cien años seguiría sin entenderte.
– Me lo tomo como un cumplido -dijo Rebus descansando en el reposacabezas.
En el hotel decidieron que debían marcharse de Aberdeen. Rebus se dio un baño y Morton le examinó las heridas.
– Ese Fuller es todo un sádico.
– Pidió disculpas al empezar -dijo Rebus mirando en el espejo su sonrisa mellada.
Le dolía todo el cuerpo, pero estaba vivo, y para eso no necesitaba un médico. Metieron sus cosas en el coche, firmaron la cuenta y se marcharon.
– Vaya colofón a las vacaciones -comentó Morton.
Pero su interlocutor ya se había dormido.
Cuando tuvo reducida la lista a cuatro individuos y cuatro empresas llegó el momento de utilizar la «clave»: Vanessa Holden.
Los otros sospechosos resultaron demasiado viejos, y el apellidado Alex era una mujer.
John Biblia llamó desde su despacho con la puerta cerrada. Tenía ante sí el bloc de notas. Cuatro empresas, cuatro individuos.
Eskflo James Mackinley
LancerTech Martin Davidson
Gribbin's Steven Jackobs
Yetland Oliver Howison
Llamó a la empresa de Vanessa Holden. Contestó una recepcionista.
– Buenas -dijo-. Aquí el DIC de Queen Street, sargento Collier. Una pregunta: ¿ustedes han hecho algún trabajo para Eskflo Fabrication?
– ¿Eskflo? Le paso al señor Westerman.
John Biblia anotó el nombre y cuando Westerman se puso al aparato le repitió la pregunta.
– ¿Tiene algo que ver con Vanessa? -inquirió el hombre.
– No, señor. Ya me enteré de lo de la señorita Holden, y es muy lamentable. Mi más sentido pésame y el de todos mis compañeros -añadió mirando las paredes del despacho-. Perdone que tenga que llamar en estas circunstancias.
– Gracias, sargento. Ha sido un duro golpe.
– Claro. Tenga la seguridad de que seguimos varias líneas de investigación sobre el caso de la señorita Holden. Pero mi pregunta tiene relación con una estafa.
– ¿Una estafa?
– No es nada relacionado con ustedes, señor Westerman, pero es que estamos investigando en diversas empresas.
– ¿Y Eskflo es una de ellas?
– Efectivamente. -John Biblia hizo una pausa-. Entiéndame, se lo digo de manera estrictamente confidencial.
– Sí, sí, por supuesto.
– Bien, las empresas que me interesan son… -Fingió remover papeles, sin apartar la vista del bloc de notas-. Aquí está: Eskflo, LancerTech, Gribbin's y Yetland.
– Para Yetland hicimos hace poco un trabajo -dijo Westerman-. No, un momento… Aspirábamos a un contrato pero no lo conseguimos.
– ¿Y con las otras?
– Escuche, ¿quiere que le llame? Tendré que mirar los archivos. En este momento no recuerdo bien.
– Es natural, señor. Tengo que salir a un servicio… ¿Le parece si le vuelvo a llamar dentro de una hora?
– O le llamo yo cuando lo tenga.
– Yo volveré a llamar, señor Westerman. Muchas gracias.
Colgó y se mordió una uña. ¿Llamaría Westerman al DIC de Queen Street preguntando por el sargento Collier?
Le daría cuarenta minutos.
Pero, al final, le dio treinta y cinco.
– ¿Señor Westerman? He terminado antes de lo que pensaba. No sé si habrá podido averiguar algo…
– Sí. Creo que tengo lo que quiere.
John Biblia se concentró en el tono de voz para captar cualquier inflexión de duda o recelo que pudiera alimentar Westerman sobre su identidad. Ni la más mínima.
– Como le dije -siguió Westerman-, intentamos firmar un contrato con Yetland pero no lo logramos. Fue en marzo. Y Lancer… Les hicimos un panel de exposición en febrero. Tenían un puesto en el congreso de seguridad marítima.
John Biblia consultó la lista.
– ¿Y sabe por casualidad quién fue el contacto?
– Lo siento. Vanessa trató con ellos. Sabía tratar muy bien con los clientes.
– ¿No le suena por casualidad el nombre de Martin Davidson?
– Me temo que no.
– No se preocupe. ¿Y las otras dos empresas?
– Sí, para Eskflo hemos trabajado hace tiempo, hará un par de años. Y Gribbin's…, con toda franqueza, no sé quiénes son.
John Biblia encerró en un círculo el nombre de Martin Davidson y trazó un interrogante junto al de James Mackinley: ¿un intervalo de dos años? Lo dudaba, pero podía ser. Decidió que Yetland era una tercera posibilidad remota, pero para estar seguro…
– ¿Y los de Yetland trataron con usted o con la señorita Holden?
– Vanessa estaba por entonces de vacaciones. Fue después del congreso y estaba agotada.
John Biblia tachó Yetland y Gribbin's de la lista.
– Señor Westerman, ha sido muy amable. Le estoy muy agradecido.
– No hay de qué. Una cosa, sargento.
– Diga usted.
– Si atrapan a ese cabrón que mató a Vanessa déle una de mi parte.
Dos Davidson en el listín telefónico, un James Mackinley y dos J. Mackinley. Apuntó las direcciones.
Y otra llamada; ésta a Lancer Technical Support.
– Hola, aquí la Cámara de Comercio. Una pregunta: estamos confeccionando una base de datos sobre las empresas de la localidad relacionadas con la industria del petróleo. LancerTech sería una de ellas, ¿no?
– Ah, sí -respondió la recepcionista-, desde luego.
Por la voz parecía algo cansada. Ruido de fondo: personal hablando, fotocopiadora y el timbre de un teléfono.
– ¿Podría darme más detalles?
– Pues… hacemos… diseñamos sistemas de seguridad de plataformas petrolíferas, barcos de apoyo… -Sonaba como si lo leyera en un folleto-. Ese tipo de cosas.
– Tomo nota -dijo John Biblia-. Si trabajan en temas de seguridad, ¿se supone que tienen relación con ITRG?
– Ah, sí, mucha relación. Colaboramos en media docena de proyectos y dos personas de la empresa trabajan allí a temporadas.
John Biblia subrayó el nombre de Martin Davidson. Dos rayas.
– Gracias. Adiós -dijo.
Dos M. Davidson en el listín. Uno quizá fuese mujer. Podía telefonear, pero con ello pondría en guardia al Advenedizo… ¿Qué haría con él? ¿Qué quería hacer con él? Había iniciado aquella faena enojado, pero ahora estaba tranquilo… y sentía más que curiosidad. Podía llamar a la policía; la llamada anónima que estaban esperando. Pero ahora ya sabía que no iba a hacerlo. En cierto momento había dado por supuesto que podía eliminar al miserable y reanudar su vida como antes, pero era imposible. El Advenedizo lo había cambiado todo. Comprobó el nudo de la corbata. Arrancó la hoja del bloc y la rompió en pedacitos que dejó caer en la papelera.
Se preguntaba si no hubiera debido quedarse en Estados Unidos. No, siempre había sentido nostalgia por su tierra natal. Recordaba una de las primeras teorías sobre su persona: que había sido miembro de la secta Exclusive Brethren. En cierto modo todavía lo era. Y pensaba seguir siéndolo.
El conocimiento es una gracia, pero el camino de trasgresión es duro.
Duro; era duro y siempre lo sería. Se preguntó si conocía bien al Advenedizo. Lo dudaba y no estaba muy seguro de que quisiera hacerlo.
La verdad era que ahora estaba allí y no sabía lo que quería.
Pero sabía lo que necesitaba.