Notificaron al mostrador de recepción para que hicieran pases de visita; a partir de entonces sólo cabía esperar. Morton dijo que hacía frío, que aquel cuarto olía a humedad y que tenía que salir. Sugirió ir a la cantina, al pasillo o a donde fuese, pero Rebus se negó.
– Ve tú. Yo me quedo a planear lo que voy a decirles a Bonnie y Clyde. Tráeme un café y un panecillo relleno si acaso. -Morton asintió con la cabeza-. Ah, y una botella de whisky.
Morton se le quedó mirando y Rebus sonrió. Trató de recordar la última vez que había bebido. Se vio en el Oxford con dos vasos y un paquete de cigarrillos. Y antes… ¿el vino con Gill?
Morton se había quejado de que allí hacía frío, pero a Rebus el despacho le parecía sofocante. Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa. Después se puso a dar vueltas por la estancia, mirando cajones y cajas de cartón gris.
Había transcripciones de interrogatorios con las pastas descoloridas y gastadas; informes manuscritos, informes mecanografiados; resúmenes de pruebas; planos, casi todos hechos a mano; horarios de servicio; y resmas y resmas de declaraciones de testigos…, descripciones de hombres vistos en el salón de baile Barrowland. Y luego estaban las fotos, en blanco y negro mate de veinticuatro por veinte y más pequeñas. El Barrowland por dentro y por fuera. Parecía más moderno que lo que sugería la palabra «baile», y le recordaba un poco su antiguo colegio: un edificio bajo, prefabricado, con alguna ventana. Tres focos en una marquesina de cemento dirigidos a las ventanas y al cielo. Y en la marquesina -útil para guarecerse de la lluvia mientras se esperaba para entrar o al salir- el nombre del local: Salón de Baile Barrowland. Casi todas las fotos exteriores las habían tomado una tarde lluviosa; se veían mujeres con impermeable y hombres con gorra y gabardina. Más fotos: hombres rana de la policía buceando en el río; los escenarios de los crímenes con los agentes del DIC enfundados en sus tradicionales sombreros y gabardinas…, un callejón, el patio trasero de una casa y otro patio trasero. Lugares típicos para besarse y meterse mano, quizás algo más. Excesivo para las víctimas. Había una foto del subjefe Joe Beattie con un retrato artístico de John Biblia. Su expresión y la del retrato parecían la misma. Algunas personas lo habían comentado. Mackeith Street y Earl Street: las víctimas segunda y tercera habían sido asesinadas en la calle donde vivían. ¿Las había llevado él tan cerca de sus casas? ¿Por qué? ¿Para que se confiaran? ¿O es que había estado dudando y demorando el ataque? ¿Le ponía nervioso pedirles que se dejasen abrazar o estaría asustado y acuciado por su impulso asesino? Los archivos estaban llenos de especulaciones inútiles por el estilo y de teorías de psicólogos y psiquiatras. Al final habían resultado de tan poco provecho como el vidente Croiset.
Rebus recordó que había conocido a Aldous Zane en aquel mismo cuarto. Zane volvía a salir en los periódicos; había examinado el lugar del último crimen, largando el mismo discurso inconexo antes de marcharse a su país. Se preguntaba qué se traería ahora Jim Stevens entre manos. Recordaba el modo de estrechar la mano de Zane y aquella sensación eléctrica. Las impresiones de Zane sobre John Biblia; aunque Stevens estaba delante, el periódico no las había publicado. Un baúl en el ático de una casa moderna. Bueno, él habría podido inventarse algo mejor si un periódico le hubiese pagado un buen hotel.
Lumsden le había alojado en un hotel de postín, pensando probablemente que el DIC no se enteraría. Lumsden, intentando congraciarse, diciéndole que eran iguales, y presumiendo ante él de ser importante en la ciudad: comida y bebida gratis, entrada libre en Burke's. Le había estado observando, por si estaba predispuesto al soborno. Pero ¿quién se lo habría pedido? ¿Los dueños del club? ¿El propio Tío Joe…?
Más fotos. No parecían acabarse. Eran los espontáneos los que interesaban a Rebus, los desconocidos que habían quedado retratados para la posteridad. Una mujer con zapatos de tacón, y buenas piernas; de hecho, sólo se veían tacones y piernas porque el resto lo tapaba un policía que participaba en la reconstrucción. Agentes de uniforme buscando en los patios traseros de Mackeith Street el bolso de la víctima. Parecía una zona bombardeada con los tendederos de secar la ropa asomando entre la hierba rala y la basura. Coches en las calles: Zephyr, Hillman y Zodiac. De hacía un siglo. En una caja había un rollo de carteles con la goma elástica podrida. Fotos robot de John Biblia con diversas descripciones: «Habla con acento culto de Glasgow y anda erguido». Muy útil. El número de teléfono del cuartel general de la investigación. Se recibieron miles de llamadas; había cajas llenas, con un resumen de cada una y un seguimiento más detallado cuando habían juzgado que merecía la pena indagar.
Recorrió con la vista el resto de las cajas. Eligió una al azar; una grande y plana de cartón que guardaba periódicos de la época, intactos durante veinticinco años. Miró las primeras planas y les dio la vuelta para echar una ojeada a los deportes. Algunos crucigramas estaban a medio hacer; probablemente algún agente aburrido. Unas tiras de papel grapado a guisa de banderitas señalaban el número de página en que había noticias sobre John Biblia. Pero él no buscaba nada allí. Lo que hacía era mirar otras noticias y sonreír al leer ciertos anuncios. Algunos eran burdos según el canon actual, pero otros no habían envejecido. En la sección de artículos de segunda mano la gente vendía cortacéspedes, lavadoras y tocadiscos a precios de saldo. Advirtió el mismo anuncio en un par de periódicos, encuadrado como algo oficial: «Encuentre una nueva vida y un nuevo empleo en América. Infórmese en Booklet». Había que enviar un par de sellos a una dirección de Manchester. Rebus se recostó en la silla, pensando si John Biblia se habría marchado tan lejos.
En octubre de 1969, el tribunal supremo de Edimburgo condenaba a Paddy Meehan, quien había gritado: «¡Cometen un error! ¡Soy inocente!». Aquello le hizo pensar en Lenny Spaven; alejó el pensamiento y cogió otro periódico. Ocho de noviembre: la galerna obliga a evacuar la plataforma petrolífera de Staflo. El 12, un artículo informando que los dueños del Torrey Canyon habían pagado tres millones de libras como indemnización por el vertido de cinco mil toneladas de crudo kuwaití en el canal de la Mancha. Dunfermline había decidido permitir la proyección de The Killing of Sister George [19], y un Rover nuevo de tres litros y medio costaba mil setecientas libras. Pasó a finales de diciembre. El presidente del Partido Nacional Escocés predecía que Escocia estaba en el «umbral de una década decisiva». Muy bien dicho, señor. El 31 de diciembre, Nochevieja, el Herald deseaba a sus lectores un feliz y próspero 1970, y traía la noticia de un tiroteo en Govanhill: un agente muerto y tres heridos. Dejó el periódico y el aire hizo volar unas fotos de la mesa. Las recogió: las tres víctimas llenas de vida. La primera y la tercera tenían cierta similitud fisonómica, y las tres parecían llenas de confianza, como si el futuro fuese a traerles cuanto soñaban. Era bueno tener confianza y no rendirse, pero dudaba de que mucha gente lo lograse. Sí, ante la cámara sonreían, pero fotografiadas por sorpresa seguramente tendrían un aspecto desaliñado y cansado, como los transeúntes de las otras fotos.
¿Cuántas víctimas había? No eran sólo las de John Biblia y Johnny Biblia sino las de todos los asesinos, los castigados y los impunes. Los asesinatos de Wend's End, de Cromwell Street, de Nilsen, el destripador de Yorkshire… Y Elsie Rhind… Si Spaven no la había matado, el asesino se habría estado riendo durante todo el proceso. Y seguía libre, quizá con otros trofeos en su haber, otros casos no resueltos. Elsie Rhind yacía en su tumba sin ser vengada; una víctima olvidada. Spaven se había suicidado porque no podía soportar el peso de su inocencia. Y Lawson Geddes…, ¿se había suicidado por el dolor de perder a su esposa o a causa de Spaven? ¿Habría llegado a planteárselo fríamente?
Todos habían desaparecido. Sólo quedaba el cabrón de John Rebus. Y en él querían descargar el peso de sus conciencias. Pero nunca lo admitiría. Se negaba a ello. No sabía qué otra cosa podía hacer. Salvo beber. En ese momento necesitaba una copa desesperadamente. Pero no iba a tomársela. Aún no. Tal vez más tarde; ya vería. La gente moría y no se les podía devolver la vida. Algunos, de forma violenta, trágicamente jóvenes y sin saber por qué les había tocado a ellos. Se sentía rodeado de ausencias. Todos aquellos fantasmas… gritándole…, suplicándole…, chillando…
– ¿John?
Alzó la vista de la mesa. Jack Morton estaba a su lado con un café en una mano y un panecillo en la otra. Parpadeó; se le nublaba la vista y era como si viera a Jack entre calina.
– Dios, tío, ¿te encuentras bien?
Tenía los labios húmedos y casi moqueaba. Se limpió. También las fotos de la mesa estaban húmedas. Sabía que había estado llorando y sacó el pañuelo. Morton dejó el café y el panecillo en la mesa y le pasó una mano por los hombros, dándole un leve apretón.
– No sé lo que me pasa -dijo Rebus sonándose.
– Sí que lo sabes -replicó Morton con voz queda.
– Sí, lo sé. -Recogió las fotos y los periódicos y volvió a meterlos en las cajas-. Deja de mirarme de ese modo.
– ¿De qué modo?
– No te lo decía a ti.
Morton se irguió y se apoyó en una mesa.
– No te quedan muchas defensas, ¿eh?
– Parece que no.
– Tienes que organizarte de una vez.
– Uf, cómo tardan Eve y Stanley.
– Sabes que eso no…
– Lo sé. Y tienes razón; tengo que organizarme. ¿Por dónde empiezo? No, no me lo digas… ¿La iglesia de los zumos?
– Decídelo tú -replicó Morton encogiéndose de hombros.
Rebus cogió el panecillo y dio un mordisco. Grave error: se le hacía un nudo en la garganta. Dio un sorbo de café para tragar y pudo acabarse el panecillo de jamón de York y tomate. Recordó que tenía que hacer otra llamada a un número de Shetland.
– Vuelvo dentro de un minuto -dijo.
En los servicios se lavó la cara. Tenía los ojos enrojecidos; venillas irritadas; como si hubiera estado de parranda.
Totalmente sobrio y sereno, se dijo para sus adentros yendo hacia el teléfono.
Contestó Briony, la novia de Jake Harley.
– ¿Está Jake? -preguntó Rebus.
– No, lo siento.
– Briony, nos vimos el otro día. Soy el inspector Rebus.
– Ah, sí.
– ¿ No ha llamado Jake?
Una larga pausa.
– Perdón, ¿cómo ha dicho? No se oye bien.
– Digo que si ha llamado -repitió Rebus que oía perfectamente.
– No.
– ¿No?
En tono crispado:
– Eso he dicho.
– Bien, bien. ¿Está preocupada?
– ¿Por qué?
– Por Jake.
– ¿Por qué iba a estarlo?
– Bueno, lleva fuera más de lo previsto. A lo mejor le ha sucedido algo.
– Está bien.
– ¿Cómo lo sabe?
Casi gritando:
– ¡Lo sé!
– Cálmese. Mire, ¿por qué no…?
– ¡Déjenos en paz!
Y colgó.
«Déjenos.» Rebus se quedó mirando el auricular.
– Se la oía desde aquí -dijo Morton-. Parece que empieza a ceder.
– Eso creo.
– ¿Tiene líos el novio?
– El novio tiene líos.
Colgó al ver que había una llamada.
– Inspector Rebus.
Era de recepción anunciando que acababa de llegar la primera visita.
Eve tenía casi el mismo aspecto que aquella noche en que él la había visto en el bar del hotel. Vestida de mujer de negocios con un traje sastre clásico y no rojo vampiresa; llevaba alhajas de oro en muñecas, dedos y cuello, y el mismo broche de oro sujetando por detrás su pelo teñido. Se puso el bolso bajo el brazo al prenderse en la solapa el pase de visita.
– ¿Quién es Madeleine Smith? -preguntó cuando subían la escalera.
– Saqué el nombre de un libro. Creo que era una asesina.
Ella lanzó a Rebus una mirada dura y divertida al mismo tiempo.
– Por aquí -dijo él conduciéndola hacia el cuarto de John Biblia donde esperaba Morton-. Jack Morton, Eve…, no sé su apellido. No es Toal, ¿verdad?
– Cudden -dijo ella con frialdad.
– Siéntese, señorita Cudden.
Tomó asiento y sacó del bolso un paquete de tabaco negro.
– ¿Les importa?
– En realidad, no se permite fumar -dijo Morton en tono de disculpa-. Y ni el inspector Rebus ni yo fumamos.
– ¿Desde cuándo? -replicó ella mirando a Rebus.
Él se encogió de hombros.
– ¿Y Stanley? -inquirió.
– Vendrá. Pensamos que era más prudente salir por separado.
– ¿Sospechará Tío Joe?
– Ése es nuestro problema, no el suyo. A Joe se le ha dicho que Malky está de juerga y yo he ido a visitar a una amiga. Es una buena amiga y no dirá nada.
Por su tono de voz Rebus comprendió que no era la primera vez que recurría a la supuesta amiga.
– Bien, me alegro de que haya llegado antes, porque quería hablar con usted a solas. -Se recostó en una mesa y cruzó los brazos para contener el temblor-. Aquella noche en el hotel, me estaba tendiendo una trampa, ¿verdad?
– Cuénteme lo que sabe.
– ¿De usted y Stanley?
– Malky. Detesto ese apodo -replicó ella y su rostro se ensombreció.
– Bien, Malky. ¿Lo que sé? Bueno, lo sé todo. Ustedes dos van al norte de vez en cuando por negocios de Tío Joe. Me imagino que hacen de mensajeros porque no tendrá muchos en quien confiar. -Pronunció la última palabra con retintín-. Gente que no comparta la habitación del hotel dejando la otra vacía. Gente que no le time.
– ¿Le timamos?
Haciendo caso omiso de Morton, ella encendió un cigarrillo. No había ceniceros a la vista y Rebus situó una papelera a su lado, aspirando el humo al mismo tiempo que ella. Un humo espléndido. Casi le colocó de inmediato.
– Sí -contestó volviendo a apoyarse en la mesa. Habían situado la silla de Eve en el centro y quedaba flanqueada por Rebus a un lado y Morton al otro. Ella no parecía incómoda-. No veo a Tío Joe como el malo que abre cuentas bancarias. Vamos, que si no confía en los bancos de Glasgow, menos en los de Aberdeen. Sin embargo, ustedes van allí, Malky y usted, a ingresar fajos de billetes en diversas cuentas. Tengo fechas, horas y cantidades. -Exageraba, pero sabía que podía improvisar-. Tengo el testimonio de los empleados de hotel, incluidas las camareras que nunca tenían que arreglar la habitación de Malky. Y eso que, curiosamente, no me parece un ejemplo de orden.
Eve echó humo por la nariz y sonrió.
– Vale -dijo.
– Bien -siguió Rebus para borrar su confiada sonrisa-, ¿qué diría Tío Joe de todo esto? Me refiero a que Malky es su propia sangre, pero usted no, Eve. Yo diría que de usted puede prescindir. -Hizo una pausa-. Y yo diría que usted lo sabe hace tiempo.
– ¿Con lo que quiere decir…?
– Quiero decir que no preveo a usted y a Malky un gran futuro juntos. Es demasiado burdo para usted y nunca llegará a ser lo bastante rico para compensarlo. Comprendo lo que él ve en usted, porque usted es una seductora de primera.
– No tan de primera -replicó ella buscando su mirada.
– Lo bastante. Lo bastante para enganchar a Malky. Lo bastante para inducirle a sisar del dinero de Aberdeen. Vamos a ver: el tema sería que ustedes dos pensaban largarse juntos cuando tuvieran bien cubierto el riñón, ¿no?
– No sé si yo lo habría expuesto tan claro.
Sus ojos calculadores eran ranuras, ya no sonreía. Rebus iba a negociar y por eso había accedido a venir. Reflexionaba en qué podía beneficiarse.
– Pero ése no era el plan, ¿verdad? Aquí, entre nosotros, usted planeaba largarse sola.
– ¿Ah, sí?
– Estoy seguro. -Se levantó y se acercó a ella-. Eve, yo no voy a por usted. Y puta suerte que tiene, mire. Coja el dinero y lárguese. -En tono más bajo-: Pero quiero a Malky. Lo quiero por lo de Tony El. Y quiero que conteste a ciertas preguntas. Cuando venga, usted le habla y le persuade para que colabore. Después haremos un interrogatorio grabado. -Ella abrió los ojos intrigada-. Lo hago como garantía para mí por si usted no se larga.
– Pero ¿qué busca en realidad?
– Cargarme a Malky, y a Tío Joe de paso.
– ¿Y yo de rositas?
– Lo prometo.
– ¿Y cómo sé que puedo confiar en usted?
– Soy un caballero, ¿no recuerda? Lo dijo usted en el bar.
Ella volvía a sonreír y apartó la vista. Parecía un gato: la misma moral y el mismo instinto. Acabó asintiendo con la cabeza.
Un cuarto de hora después llegaba Malcolm Toal a la comisaría; Rebus le dejó a solas con Eve en la sala de interrogatorios. Por la tarde, la comisaría estaba tranquila; todavía era pronto para las pendencias de pubs, peleas con navaja y malos tratos antes de acostarse. Morton le preguntó a Rebus cómo pensaba enfocarlo.
– Tú simplemente escuchas sentado lo que yo diga, como si estuvieras oyendo un sermón. Con eso me basta.
– ¿Y si Stanley intenta algo?
– Podemos controlarlo.
Le había dicho a Eve que averiguase si Stanley llevaba algún arma y que si era el caso, la dejara encima de la mesa para cuando ellos volvieran. Fue otra vez a los servicios sólo para sosegar su respiración y mirarse en el espejo. Procuraba relajar los músculos maxilares. En otras ocasiones ya habría echado mano a la petaca de whisky. Pero ahora iba a pelo; por una vez se enfrentaba a la realidad.
De nuevo en la «galletera», Malky le miró con ojos como rayos, prueba de que Eve le había explicado el asunto. En la mesa había dos cuchillos Stanley. Rebus hizo una inclinación de cabeza, satisfecho. Morton preparaba la grabadora y rompía el envoltorio de un par de cintas.
– ¿Le ha explicado la señorita Cudden la situación, señor Toal? -Malky asintió con la cabeza-. No me interesa lo de ustedes dos; me interesa todo lo demás. Han patinado, pero aún pueden salirse con la suya tal como habían planeado.
Rebus procuraba no mirar a Eve, quien dirigía los ojos a todas partes menos a su enamorado Stanley. Joder, qué dura. A Rebus casi comenzaba a gustarle; casi le gustaba más ahora que aquella noche en el bar. Morton hizo un gesto indicando que la grabadora estaba en marcha.
– Bien, ahora estamos grabando y quiero que quede claro que es por mi propia garantía y que no lo utilizaremos contra ustedes en ningún caso, a condición de que después se esfumen. Digan sus respectivos nombres.
Lo hicieron y Morton ajustó el volumen de la grabación.
– Soy el inspector Rebus y me acompaña el inspector Jack Morton. -Hizo una pausa y acercó la tercera silla a la mesa para sentarse; Eve estaba a su izquierda y Toal a la derecha-. Empecemos por aquella noche en el bar del hotel, señorita Cudden. No creo mucho en las coincidencias.
Eve parpadeó. Esperaba que las preguntas se refiriesen sólo a Stanley. Ahora comprendía que Rebus quería una garantía total.
– No fue casual -dijo, y fue a echar mano a otro Sobranie.
Pero se le cayó el paquete y Toal lo recogió, le encendió un cigarrillo y se lo pasó. Ella hizo ademán de rehusarlo, o tal vez deseaba que Rebus lo pensase. Pero éste miraba a Toal, sorprendido por el gesto. Había un afecto inesperado en el «loco Malky», auténtico gozo por estar junto a su amada, aun en aquella situación. Parecía muy distinto del quejica enfurecido que Rebus había conocido en la Ponderosa: ahora era más joven, parecía encandilado y tenía los ojos muy abiertos. Resultaba difícil pensar que pudiese matar a sangre fría… aunque no imposible. Vestía tan mal como la otra vez: pantalones de chándal y chaqueta de cuero color naranja con camisa estampada azul y mocasines negros muy usados. Movía la boca como si mascara un hipotético chicle y estaba recostado en la silla, con las piernas separadas y las manos apoyadas en los muslos junto a la entrepierna.
– En cierto modo lo planeamos -siguió Eve-. Yo pensé que había probabilidades de que pasara por el bar antes de acostarse.
– ¿Y por qué?
– Dicen que le gusta beber.
– ¿Quién lo dice?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Cómo sabía en qué hotel me alojaba?
– Me lo dijeron.
– ¿Quién?
– Los yanquis.
– Diga sus nombres.
«Así, según las reglas, John.»
– Judd Fuller y Erik Stemmons.
– ¿Se lo dijeron los dos?
– Stemmons en concreto. Ese cobarde -contestó ella sonriendo.
– Continúe.
– Debió de pensar que era preferible que nosotros le ganásemos que dejarle en manos de Fuller.
– ¿Porque Fuller me habría tratado con menos miramientos?
Ella negó con la cabeza.
– Pensaba en su propio interés. Si nosotros nos encargábamos de usted, ellos quedaban al margen. Judd es difícil de controlar a veces. -Un bufido de Toal-. Y Erik prefiere que no se exalte.
Probablemente Stemmons había frenado a Fuller y por sus matones se habían contentado con aquel culatazo en el parque que lo puso fuera de juego. Una tarjeta amarilla. Pero se le antojaba que Fuller no iba a enseñarle otra. Tenía ganas de preguntarle más, saber hasta dónde habría llegado ella para descubrir lo que él sabía… Pero pensó que un interrogatorio sobre eso desquiciaría a Malky.
– ¿Quién les dijo a los yanquis dónde me alojaba yo?
Sabía la respuesta -Ludovic Lumsden-, pero quería intentar grabarlo. Eve se encogió de hombros y Toal negó con la cabeza.
– Dígame qué hacía en Aberdeen -le preguntó Rebus.
Eve se concentró en el cigarrillo y Toal carraspeó.
– Trabajaba para mi padre.
– ¿En qué concretamente?
– Ventas y cosas así.
– ¿Ventas?
– Droga… Speed, caballo, de todo un poco.
– Lo dice muy tranquilo, señor Toal.
– Diga más bien resignado -replicó Toal irguiéndose en el asiento-. Eve me ha dicho que podemos confiar en usted. Eso no lo sé, pero sí lo que haría mi padre si se enterara de que le hemos estafado.
– ¿O sea, que yo soy el mal menor?
– Si usted lo dice…
– Bien, volvamos a Aberdeen. ¿Fue a vender droga?
– Sí.
– ¿A quién?
– Al club Burke's.
– Nombres de los compradores.
– Erik Stemmons y Judd Fuller. Bueno, concretamente Judd. Aunque Erik está en el ajo. -Sonrisa dirigida a Eve-. En el ajo -repitió y ella hizo una breve inclinación de cabeza para darle a entender que había captado la broma.
– ¿Por qué concretamente a Judd Fuller?
– Erik lleva el club y las cosas del negocio. No quiere ensuciarse las manos, sino que todo sea legal, ¿sabe?
Rebus recordaba el despacho de Stemmons lleno de papeles: el hombre de negocios.
– ¿Puede describir a Fuller?
– Usted le conoce. Fue el que le dio la paliza -añadió Toal con una sonrisita.
El de la pistola. ¿Tenía acento norteamericano? ¿Lo había notado Rebus?
– No llegué a verle.
– Bueno, es alto y tiene un pelo negro que siempre parece mojado, por el Brylcreem o algo. Y se lo peina hacia atrás, como el de ese que sale en Fiebre del sábado noche.
– ¿Travolta?
– Sí y en la otra película. Ésa de…
Toal hizo gesto de disparar a mansalva.
– ¿Pulp Fiction?
Toal chasqueó los dedos.
– Pero Judd tiene un rostro más alargado -añadió Eve-. Está muy delgado, aunque le gustan los trajes oscuros. Y tiene una cicatriz en el dorso de una mano; como si le hubiesen hecho una sutura muy apretada.
Rebus asintió.
– ¿Fuller trafica con drogas?
Toal negó con la cabeza.
– No, hace de todo; prostitución, porno, casinos, algo de reventa y falsificación de marcas… Relojes, camisas y eso.
– Un empresario completo -añadió Eve echando la ceniza en la papelera.
No decía nada que pudiese incriminarla.
– Y Judd y Erik no son los únicos. En Aberdeen hay yanquis peores que ellos: Eddie Segal, Moose Maloney…
Toal vio la mirada de Eve y se interrumpió.
– Malcolm -le increpó cariñosa-, queremos salir de esto con vida, ¿no?
Toal se ruborizó.
– Olvídelo.
Rebus asintió con la cabeza, pero ya estaba grabado.
– Bueno -dijo-, ¿por qué mató a Tony El?
– ¿Yo? -exclamó Toal fingiendo sorpresa.
– Creo que el inspector -terció Eve- quiere que lo digamos todo. Si no, hablará con tu padre.
Toal se la quedó mirando pero ella le sostuvo la mirada. Él volvió a ponerse las manos en la entrepierna.
– Pues sí; cumplía órdenes.
– ¿De quién?
– De mi padre, claro. Tony seguía trabajando para nosotros. Era el que llevaba los asuntos de Aberdeen. Todo eso de que se había marchado era un cuento. Pero como vino usted y habló con mi padre… él se subió por las paredes porque Tony había estado dando golpes fuera de Glasgow, poniendo en peligro la operación. Y como usted andaba tras él, pues…
– Tony sobraba, ¿no?
Rebus recordó que Tony El había presumido ante Hank Shankley de su «contacto en Glasgow»… No mentía.
– Eso.
– Y supongo que no le molestó mucho despacharle.
– No, desde luego que no -comentó Eve con una sonrisa.
– ¿Porque para salvar el pellejo Tony les habría delatado?
– Él no sabía lo del dinero, pero se había enterado de lo del hotel.
– Ése fue su gran error -dijo Toal también sonriente.
Se iba entusiasmando y disfrutaba contando la historia, confiando en que todo iba a salir bien. A medida que se enardecía, Eve le miraba cada vez con peores ojos. Se notaba que para ella era un alivio librarse de él. «Pobre cabronazo», pensó Rebus.
– Logró engañar al DIC. Creían que fue un suicidio.
– Bueno, cuando tienes a un par de polis en el bolsillo…
Rebus se le quedó mirando.
– Repita eso.
– Un par de polis en nómina.
– Nombres.
– Lumsden, Jenkins.
– ¿Jenkins?
– Uno que tiene algo que ver con las petroleras -añadió Eve.
– ¿Oficial de enlace?
Ella asintió con la cabeza.
El que estaba de vacaciones cuando él fue a Aberdeen y le sustituía Lumsden. Con aquellos dos a sueldo no habría problema para abastecer las plataformas de cuanto necesitaran… Un mercado cautivo. Y cuando los trabajadores bajaban a tierra, más oferta: clubes, prostitución, bebida y juego. Lo legal y lo ilegal codo a codo, realimentándose. No era de extrañar que Lumsden le hubiera seguido en el viaje a Bannock. Para proteger la inversión.
– ¿Qué sabe de Fergus McLure?
Toal miró a Eve, pidiéndole permiso para hablar. Ella asintió sin decir palabra.
– Sufrió un pequeño accidente al acercarse demasiado a Judd.
– ¿Le mató Fuller?
– Le echó mano, como dice él -respondió Toal con cierto tono de admiración-. Le dijo a McLure que tenían que hablar a solas porque las paredes oyen y fueron a dar un paseo hasta el canal; un culatazo y al agua -añadió con indiferencia-. Aún tuvo tiempo de volver a Aberdeen para desayunar. Tarde -sonrió a Eve, pero ella se mantuvo impasible, al margen de todo.
Rebus tenía más preguntas pero empezaba a sentir cansancio y decidió dejarlo. Se levantó, hizo un gesto a Morton para que parase la grabadora y a continuación le dijo a Eve que podía irse.
– ¿Y yo? -inquirió Toal.
– Salen por separado.
Toal pareció tranquilizarse y Rebus acompañó a Eve por el pasillo y bajó con ella la escalera. Ninguno de los dos cruzó palabra ni dijo nada para despedirse. Pero él se quedó contemplándola un instante mientras se alejaba antes de decirle al oficial de guardia que enviase rápidamente al cuarto de interrogatorios dos agentes de uniforme.
Cuando entró allí Morton acababa de rebobinar la cinta y Toal estaba de pie haciendo flexiones. Llamaron a la puerta y entraron los dos agentes. Toal se irguió alerta, figurándose algo raro.
– Malcolm Toal -dijo Rebus-, le acuso del asesinato de Anthony Ellis Kane la noche de…
Con un alarido de rabia el loco Malky se lanzó sobre Rebus para estrangularle.
Finalmente los dos agentes de uniforme lograron meterle en un calabozo. Rebus se sentó en el cuarto de interrogatorios mirándose las manos temblorosas.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Morton.
– ¿Sabes qué, Jack? Eres como un disco rayado.
– ¿Sabes qué, John? Hace falta preguntártelo constantemente.
Rebus sonrió y se restregó el cuello.
– Estoy bien.
Para repeler el ataque de Toal le había dado un rodillazo en la entrepierna capaz de levantarle del suelo. Tras lo cual, los uniformados pudieron controlarle con una llave de lucha libre sobre la carótida.
– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Morton.
– Una copia de la cinta se queda en el DIC de aquí. Así tendrán trabajo de sobra hasta que volvamos.
– ¿De Aberdeen? -aventuró Morton.
– Y más al norte -dijo Rebus señalando la grabadora-. Vuelve a meter la cinta y ponía en marcha. -Morton obedeció-. Gill, ahí va un regalito para ti. Espero que sepas qué hacer con él.
Hizo señal a Morton de haber acabado y éste sacó la cinta.
– La dejaremos en St. Leonard.
– Entonces, ¿volvemos a Edimburgo? -preguntó Morton pensando en la reunión del día siguiente con Ancram.
– Lo justo para cambiarnos y coger la baja por enfermedad.
En el aparcamiento les aguardaba una figura solitaria: Eve.
– ¿Vamos al mismo sitio?
– ¿Cómo lo ha sabido?
Le dirigió su sonrisa más femenina.
– Porque usted es como yo… y tiene cosas que resolver en Aberdeen. Yo voy simplemente a pasar por unos bancos y cancelar unas cuentas, pero dado que están reservadas esas dos habitaciones de hotel…
Era una buena idea ya que necesitaban un campamento base y mejor si Lumsden no lo conocía.
– ¿Le han metido en un calabozo? -inquirió ella.
– Sí.
– ¿Cuántos hombres hicieron falta?
– Dos.
– Me sorprende.
– Todos nos sorprendemos alguna vez -replicó Rebus abriéndole la portezuela trasera del coche de Morton.
Rebus no se sorprendió de encontrar ya cerrado el despacho de Gill Templer. Miró en el turno de noche y vio a Siobhan Clarke, que procuraba pasar inadvertida, temerosa del enfrentamiento después de haber formado parte del equipo que fue a registrar su piso. Rebus se dirigió directamente a ella con un sobre acolchado en la mano.
– No pasa nada porque fueses con ellos -dijo Rebus-. Debo darte las gracias.
– Yo pensaba…
Él hizo un signo afirmativo con la cabeza para mostrar que lo decía en serio y vio por el gesto de alivio de ella el mal trago que había pasado.
– ¿Estás trabajando en algo? -siguió él, por darle algo de conversación para aliviarla.
Morton y Eve aguardaban en el coche.
– He estado repasando los antecedentes del caso Johnny Biblia y son terriblemente aburridos -respondió ella animada-. Pero repasando los periódicos antiguos en la Nacional he descubierto una cosa.
– ¿Qué?
También él había estado allí.
– Me dijo un bibliotecario que alguien había consultado periódicos recientes y que estuvo preguntando qué lectores habían mirado los de 1968 a 1970. Pensé que era una combinación extraña porque los recientes eran todos justo antes del primer asesinato de Johnny Biblia.
– ¿Y los otros de los años en que actuaba John Biblia?
– Sí.
– ¿Era periodista?
– Eso dice el bibliotecario, pero la tarjeta que dio es falsa. Fue él quien se puso en contacto por teléfono con el bibliotecario.
– ¿Y ese bibliotecario tiene datos?
– Unos cuantos nombres. Los apunté por si acaso. Un par de ellos sí que son periodistas, otro eres tú y los demás Dios sabe.
Sí, él había pasado un día entero revisando los viejos artículos y pidiendo fotocopias de los más relevantes… para su colección.
– ¿Y el misterioso periodista?
– Ni idea. Tengo la descripción física, pero no sirve de mucho. Algo más de cincuenta años, alto, rubio…
– No es realmente ninguna excepción, ¿verdad? ¿Y por qué ese interés en los periódicos recientes? A ver… Qué enrevesado.
– Es lo que yo he pensado -dijo Siobhan-. Porque preguntar a la vez por la gente que ha mostrado interés por el caso de John Biblia… El caso es que, sea quien sea, ahora tiene tu nombre y dirección.
– Qué bien, un admirador -comentó Rebus sin dejar de pensar-. Y los otros nombres… Déjame verlos.
Ella buscó la página en su bloc de notas. Un nombre llamó su atención: Peter Manuel.
– ¿Qué pasa?
Rebus señaló con el dedo.
– Un nombre falso. Manuel fue un asesino de los años cincuenta.
– Entonces, el que…
Lector de material sobre John Biblia y un seudónimo que correspondía al nombre de un asesino.
– Johnny Biblia -dijo Rebus con voz queda.
– Tendré que volver a hablar con el bibliotecario.
– Mañana por la mañana sin falta -apostilló Rebus-. Por cierto… ¿Te encargas de entregarle esto a Gill Templer? -añadió dándole el sobre.
– Claro. -Lo meneó y notó que se movía el casete-. ¿Debo saber de qué se trata?
– Ni mucho menos.
– Pues ahora sí que me pica la curiosidad -dijo ella sonriendo.
– Pues te rascas.
Giró sobre sus talones para marcharse. No quería que notara su agitación. Alguien más estaba a la caza de Johnny Biblia, alguien que ahora sabía su nombre y dirección. Lo acababa de escuchar por boca de Siobhan: John Biblia… buscando a su retoño. Descripción: alto, rubio, poco más de cincuenta años. La edad coincidía con la de John Biblia. Y fuera quien fuese sabía su dirección… y habían entrado en su piso, sin robar nada; pero revolviéndole los periódicos y los recortes de prensa.
John Biblia… buscando a su retoño.
– ¿Qué tal va la investigación? -preguntó Siobhan.
– ¿Cuál?
– La de Spaven.
– Pan comido. -Se detuvo y se volvió hacia ella-. Por cierto, si estás aburrida…
– ¿Qué?
– En la de Johnny Biblia podría darse cierta relación con la industria del petróleo. La última víctima trabajaba en una empresa de servicio para las petroleras y alternaba con gente con actividad en ese campo. La primera víctima estudió en la TIRG, geología, creo. Averigua si existe relación con el petróleo y si hay algo que nos permita establecer un vínculo entre la segunda y tercera víctimas.
– ¿Crees que vive en Aberdeen?
– Ahora me apostaría algo.
Y se marchó. Otra escala que hacer antes del salto al norte.
John Biblia circulaba en coche por las calles de Aberdeen.
La ciudad estaba tranquila y a él le gustaba. El viaje a Glasgow había sido provechoso, pero la cuarta víctima había resultado más útil aún.
Del ordenador del hotel había sacado una lista de veinte empresas. Veinte clientes del hotel Fairmount que habían pagado con tarjeta de crédito empresarial en las semanas anteriores a la muerte de Judith Cairns. Veinte empresas radicadas en el noreste. Veinte individuos para comprobar: cualquiera de ellos podía ser el Advenedizo.
Había estado dándole vueltas a la cabeza sobre la relación entre las víctimas, y la primera y la cuarta le habían dado la clave: petróleo. En el petróleo estaba la clave. La primera víctima había estudiado geología en la Universidad Robert Gordon, y en el noreste estudiar geología estaba estrechamente relacionado con la prospección petrolífera. La empresa en que trabajaba la cuarta víctima contaba entre su clientela con empresas petrolíferas y auxiliares. Tenía que buscar a alguien relacionado con la industria del petróleo, alguien muy parecido a él. El descubrimiento le había conmocionado. Si por una parte resultaba aún más imperativo dar con el Advenedizo, por otra era mucho más arriesgado. No por el peligro físico; hacía tiempo que eso no le importaba. Era por el peligro de perder la identidad de Ryan Slocum que tanto le había costado. Casi se sentía como Ryan Slocum. Pero Ryan Slocum era un muerto, el nombre que había visto en una esquela de periódico. Él sólo había sacado un duplicado del certificado de nacimiento alegando que había perdido el original en el incendio de su vivienda. En tiempos anteriores a la era de la informática no le fue difícil.
Así su pasado dejaba de existir… al menos por un tiempo. Pero el baúl de la buhardilla desmentía lo del cambio de identidad: no se puede cambiar el modo de ser. Aquel baúl lleno de recuerdos, norteamericanos en su mayoría… Ya había hecho gestiones para trasladarlo en breve cuando su esposa estuviese fuera. Una empresa de mudanzas lo llevaría a un almacén. Era una precaución lógica pero no dejaba de pesarle. Era como admitir que el Advenedizo había ganado.
Independientemente del resultado final.
Veinte empresas que comprobar. Ya había descartado cuatro posibles sospechosos por su avanzada edad. Otras siete empresas no guardaban relación alguna con la industria del petróleo; las dejaría al final de la lista. Quedaban nueve nombres. Iba a llevarle tiempo. Cuando llamaba a las oficinas de las empresas se hacía pasar por otra persona, pero esa treta no podía durar mucho. También había recurrido al listín telefónico para localizar la dirección correspondiente a los nombres, ir a sus casas y ver qué aspecto tenían. ¿Conocería al Advenedizo nada más verle? Sí, creía que sí; al menos, reconocería el tipo de individuo. Pero también Joe Beattie había dicho lo mismo de John Biblia… que le reconocería en una sala llena de gente. Como si el corazón de un hombre se reflejase en las arrugas o rasgos del rostro como una especie de frenología del pecado.
Aparcó el coche cerca de una casa y llamó a su oficina para ver si había mensajes. Por el trabajo que hacía se suponía que pasaba fuera de la oficina bastante tiempo durante la jornada. Eso cuando no estaba ausente días o semanas. Realmente, era el trabajo ideal. No, no había mensajes ni nada en que pensar: sólo en el Advenedizo… y en sí mismo.
Al principio le reconcomía la impaciencia. Pero ahora ya no. Su paciente cerco al Advenedizo le haría disfrutar más al final. Pero ensombrecía tal consideración el hecho de que también la policía podía estar estrechando el círculo. Al fin y al cabo ellos tenían toda la información a su alcance; les bastaría con establecer las relaciones debidas. Hasta entonces sólo la prostituta de Edimburgo rompía la pauta, pero si podía relacionar tres o cuatro estaría más que satisfecho. Seguro que una vez que descubriese la identidad del Advenedizo encajaría su estancia en Edimburgo en el momento del asesinato. Quizá por los registros de los hoteles o por un recibo de gasolina de una estación de servicio de la ciudad… Cuatro víctimas. Una más que el John Biblia de los sesenta. Era mortificante; lo reconocía. Le dolía.
Y eso iba a pagarlo muy pronto.