Aquella noche, una vez recuperado del vuelo de regreso a Dyce, Rebus comió en el mismo restaurante indio que Alian Mitchison. Y no fue por casualidad; quería ver por sí mismo el lugar. La comida no estaba mal: empanada de pollo ni mejor ni peor que la que se comía en Edimburgo. Los clientes eran parejas jóvenes y de mediana edad que conversaban en voz baja. No parecía el tipo de restaurante para ir de parranda tras quince días en el mar, sino más bien un lugar para pensar, si uno cenaba solo, naturalmente. Cuando le trajeron la cuenta recordó los cargos en la tarjeta de crédito de Mitchison y comprobó que eran el doble de lo que él había gastado.
Enseñó su identificación de policía y pidió hablar con el encargado. El hombre llegó renuente a la mesa con la sonrisa pintada en el rostro.
– ¿Hay algún problema, señor?
– No -dijo Rebus.
El hombre se disponía a romper la nota, cuando Rebus le detuvo.
– No; lo abonaré -dijo-. Sólo quería hacerle unas preguntas.
– Por supuesto. Usted dirá. -Se sentó en la otra silla frente a él-. ¿En qué puedo servirle?
– Un joven llamado Alian Mitchison solía cenar aquí más o menos cada dos semanas.
El hombre asintió con la cabeza.
– Ya vino un policía preguntando.
Del DIC de Aberdeen; Bain ordenó que comprobasen datos de Mitchison y habían cursado un informe casi en blanco.
– ¿Le recuerda usted? Me refiero al cliente.
– Un joven muy amable -contestó el hombre, asintiendo varias veces con la cabeza-. Le habré visto unas diez veces.
– ¿Solo?
– A veces solo y a veces con una señora.
– ¿Podría describírmela?
Negó con la cabeza. Un estrépito en la cocina lo distrajo.
– Únicamente puedo decirle que no siempre venía solo.
– ¿Y por qué no se lo mencionó al otro policía?
El hombre se le quedó mirando como si no hubiese entendido la pregunta, mientras se ponía en pie, claramente preocupado por lo ocurrido en la cocina.
– Sí que se lo dije -respondió, alejándose.
Un detalle que el DIC de Aberdeen había omitido expresamente en el informe…
Había otro gorila en la puerta del Burke's, así que tuvo que pagar la entrada. Era la noche de los setenta, y se daban premios a los mejores disfraces. Observó el desfile de zapatos con plataforma, pantalones de pata de elefante, minifaldas y maxifaldas y corbatas estrechas. Una pesadilla: le recordaba las fotos de su boda. Había un Travolta de Fiebre del sábado noche y una chica bastante parecida a la Jodie Foster de Taxi Driver.
La música era una mezcla de disco kitsch y rock regresivo: Chic, Donna Summer, Mud, Showaddywaddy y Rubettes, intercalados con Rod Stewart, Rolling Stones, Status Quo y ráfagas del Hi-Ho Silver Lining de Hawkwind.
Jeff Beck: ¡El remate!
La vieja canción le hizo volver al pasado. El pinchadiscos tenía el Connection de Montrose, una de las mejores versiones de la canción de los Stones. Una noche él la estuvo escuchando en el barracón del Ejército en un radiocasete Sanyo, con un solo auricular para que no le oyeran, y por la mañana estaba sordo de un oído. Desde entonces cada noche cambiaba el auricular de lado para no quedarse sordo de verdad.
Se sentó a la barra. Era como la barrera desde donde hombres solos admiraban en silencio la pista. Los compartimientos y las mesas estaban reservados a parejas y fiestas de empresas; las mujeres chillaban como si realmente se divirtieran. Vestían tops escotados y faldas cortas ajustadas y con aquella escasa luz parecían todas estupendas. Pensó que estaba bebiendo demasiado deprisa; echó más agua al whisky y pidió hielo al camarero. Estaba en el extremo de la barra, a menos de dos metros del teléfono público. Imposible hablar con la música a todo volumen y, de momento, no había tregua. Eso le hizo pensar que el único momento razonable para llamar sería fuera de horas, cuando cesara el jaleo. Pero entonces no habría clientes; sólo el personal…
Se levantó y dio una vuelta en torno a la pista. Un letrero indicaba un pasillo para ir a los servicios. Se dirigió hacia allí y nada más entrar oyó en uno de los cubículos a alguien esnifando. Se lavó las manos y esperó. Oyó la descarga de la cisterna y el pestillo al abrirse la puerta y dar paso a un joven trajeado. Rebus le enseñó la placa.
– Queda detenido. Cualquier cosa que diga…
– ¡Eh, oiga! -protestó el joven.
Aún tenía restos de polvo blanco en la nariz. Veintitantos años; ejecutivo de baja categoría, aspirante a la mediana. Chaqueta nueva pero no cara. Le empujó contra la pared, dirigió el secador de manos a su rostro y apretó el botón del aire.
– ¿Y este polvo qué?
El individuo apartó la cara del calor. Temblaba como un flan sin saber qué decir.
– Una pregunta -dijo Rebus- y te largas… ¿Cómo dice la canción? Libre como un pájaro. Una pregunta.
El hombre asintió con la cabeza.
– ¿Qué?
Rebus aumentó la presión de la mano.
– La droga -dijo.
– Sólo la tomo los viernes por la noche.
– ¿De dónde la sacaste la última vez?
– De uno que a veces viene por aquí.
– ¿Está hoy?
– No lo he visto.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Corriente; nada de particular. Usted dijo una pregunta.
– Te mentí -replicó Rebus, soltándole.
El hombre dio un resoplido y se estiró la chaqueta.
– ¿Puedo irme?
– Largo.
Se lavó las manos y se aflojó el nudo de la corbata para desabrocharse el primer botón. Que se fuera con el de la farlopa. Se marcharía; o quizá se quejase a la dirección. Tal vez procuraban que no hubiera esa clase de incidentes. Salió de los servicios y buscó las oficinas, pero no veía ninguna puerta. En el vestíbulo había una escalera con un gorila que impedía el paso. Le dijo que quería hablar con el encargado.
– No se puede.
– Es importante.
El gorila meneó despacio la cabeza sin apartar los ojos de Rebus, quien lo catalogó rápidamente: un borracho de mediana edad, un tipo patético con esmoquin. No había más remedio que desengañarle. Le enseñó la placa.
– Departamento de Investigación Criminal. Hay gente vendiendo droga en el local y ha faltado un suspiro para que llamase a la Brigada de Narcóticos. ¿Puedo hablar con el jefe?
Y habló con el jefe.
– Soy Erik Stemmons -dijo el hombre mientras se levantaba de la mesa de despacho y acudía a darle la mano.
Era una oficina pequeña, bien decorada e insonorizada; sólo se oían levemente los graves de la música de pista. Había media docena de monitores de vídeo. Tres de la pista, dos de la barra y uno general de los compartimientos.
– Ponga uno en el meadero -dijo Rebus-, que es donde pasan las cosas. Veo que hay dos en la barra. ¿Problemas con el personal?
– Desde que pusimos las cámaras no.
Stemmons vestía vaqueros y una camiseta blanca de mangas cortas subidas hasta los hombros. Llevaba el pelo largo y rizado, quizá con permanente, pero ya estaba algo calvo y se le notaban arrugas en la cara. No era mucho más joven que Rebus y sus intentos por rejuvenecerse le hacían parecer mayor.
– ¿Es usted del DIC de Grampian?
– No.
– Ya me lo parecía. Casi todos vienen por aquí y son buenos clientes. Siéntese, haga el favor.
Rebus tomó asiento y Stemmons se acomodó tras su mesa, llena de papeles.
– Francamente, me sorprende su afirmación -prosiguió-. Cooperamos de lleno con la policía de aquí y el club está tan limpio como el primero. Aunque ya sabe usted que es imposible acabar con la droga al cien por cien.
– Había un tipo esnifando en los servicios.
Stemmons se encogió de hombros.
– ¿Lo ve? ¿Qué podemos hacer? ¿Cachear a todo el mundo en la entrada? ¿Tener un perro olisqueando por el local? -Soltó una breve carcajada-. Compréndalo.
– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí, señor Stemmons?
– Vine en el setenta y ocho. Me gustó y me quedé. Hace casi veinte años. Estoy prácticamente integrado. -Otra carcajada; y Rebus siguió impasible. Stemmons puso las palmas de las manos sobre el escritorio-. A cualquier parte del mundo adónde van los norteamericanos, Vietnam, Alemania, Panamá, llegan empresarios. Y mientras haya negocio, ¿por qué íbamos a marcharnos? -Se miró las manos-. ¿Qué quiere, en realidad?
– Quiero saber qué puede decirme de Fergus McLure.
– ¿Fergus McLure?
– Ha muerto. Vivía cerca de Edimburgo.
El norteamericano negó con la cabeza.
– Lo siento. No me suena de nada el nombre.
«¡Hombre, qué casualidad!», pensó Rebus.
– No tiene teléfono aquí, por lo que veo.
– ¿Cómo dice?
– Teléfono.
– Uso un móvil.
– La oficina portátil.
– Abierta las veinticuatro horas. Oiga, si tiene una queja plantéesela a la policía de aquí. No quiero problemas.
– No sabe usted lo que son problemas, señor Stemmons.
– Oiga -replicó el norteamericano apuntándole con el dedo-, si tiene algo que decir, dígalo. Si no, la puerta es eso que tiene detrás de usted.
– Y usted es eso que tengo aquí delante con la cara muy dura -replicó Rebus, levantándose al tiempo que se inclinaba sobre la mesa-. Fergus McLure tenía información sobre una operación de narcóticos. Y murió de repente. Pero en su despacho apareció el número de teléfono de este club. Y McLure no era precisamente un discotequero.
– ¿Y bien?
Fue como si viera a Stemmons ante el tribunal diciendo exactamente lo mismo. Y al jurado planteándose el mismo interrogante.
– Mire -añadió Stemmons aplacado-, si yo tuviese algo que ver con esa operación, ¿iba a darle a ese McLure el número del teléfono público del club, que puede cogerlo cualquiera, o le daría el del móvil? Usted que es policía, ¿qué cree?
Rebus se imaginó a un juez sopesando las dos opciones.
– Aquí conoció Johnny Biblia a su primera víctima, ¿verdad?
– Joder, no me saque eso ahora. ¿Es usted un morboso o qué? Bastante nos fastidiaron los del DIC durante semanas.
– ¿No le reconoció por las descripciones?
– Nadie; ni el gorila. Y les pago para eso, para que recuerden las caras. Ya les dije a sus compañeros que a lo mejor la conoció después de que ella se marchará de aquí. ¿Cómo puede saberse?
Rebus se dirigió a la puerta y se detuvo.
– ¿Su socio no está?
– ¿Judd? No, hoy no está.
– ¿Tiene despacho?
– La puerta de al lado.
– ¿Puedo verlo?
– No tengo llave.
Rebus comenzó a abrir la puerta.
– ¿Él también usa móvil?
Había pillado a Stemmons desprevenido. El norteamericano tosió antes de contestar.
– ¿No me ha oído?
– Judd no tiene móvil. Detesta el teléfono.
– ¿Y qué hace si hay una emergencia? ¿Envía señales de humo?
Rebus sabía perfectamente lo que haría Judd Fuller: hablar desde un teléfono público.
Pensó que se había ganado una copa antes de retirarse, pero a mitad de camino de la barra se quedó helado. Una nueva pareja ocupaba uno de los compartimientos. Y conocía a los dos. Ella era la rubia del bar del hotel y el hombre que tenía a su lado, con los brazos estirados sobre el respaldo de los asientos, tendría veinte años menos que ella y llevaba una camisa abierta que dejaba ver muchas cadenas de oro. Seguramente habría visto a alguien vestido así en alguna película, o quizá participaba en el concurso de disfraces imitando al malo de los años setenta. Aquel rostro con verrugas era inconfundible.
Mad Malky Toal.
Stanley.
Y estableció la relación. No paraba de establecer relaciones. Se sintió mareado y encontró apoyo en el teléfono público. Descolgó y metió una moneda. Tenía el número en el bloc de notas. Comisaría de Partick. Preguntó por el inspector Jack Morton y esperó una eternidad. Echo más monedas y al final le dijeron que Morton se había marchado.
– Es urgente -dijo-. Soy el inspector John Rebus. ¿Tiene su número particular?
– Puedo hacer que él le llame -respondió la voz-. ¿Le parece, inspector?
¿Qué podía decir? Glasgow era el territorio de Ancram. Si daba su número podía llegar a oídos suyos y sabría dónde estaba… A la mierda; sólo iba a estar allí un día más. Recitó el número y colgó, dando gracias al cielo porque el pinchadiscos hubiera puesto algo lento: In a Broken Dream [12] de Python Lee Jackson.
De ésos tenía él de sobra.
Se sentó a la barra de espaldas a Stanley y la mujer. Pero los veía deformados en el espejo tras las luces cambiantes. Figuras en sombra, distantes, que se enroscaban y desenroscaban. Claro, Stanley estaba en Aberdeen, ¿habría matado a Tony El? ¿Por qué? Y lo que era más importante: ¿estaba en Burke's por casualidad?, ¿qué hacía con la rubia del hotel? Comenzaba a atar cabos. Estaba atento por si sonaba el teléfono, rogando que pusieran otro disco lento. Bowie, John, I'm Only Dancing [13]. Una guitarra serrando metal. Daba igual: el teléfono seguía mudo.
– Ahí va una que más vale olvidarla -dijo el pinchadiscos con voz cansina-, pero quiero veros bailarla porque si no tendré que ponerla otra vez.
Mouldy Oíd Dough [14] de Lieutenant Pigeon. Sonó el teléfono y Rebus se abalanzó sobre él.
– Diga.
– John, ¿no tienes demasiado alta la música?
– Estoy en una disco.
– ¿A tu edad? ¿Es ésa la emergencia? ¿Es para que te saque de ahí?
– No. Quiero que me describas a Eve.
– ¿Eve?
– La mujer de Joe Toal.
– Sólo la he visto en fotos -contestó Jack Morton, pensando-. Rubia teñida y unas facciones duras. Hace veinte o treinta años quizá fuese una Madonna, aunque tal vez exagero.
La compañera de Tío Joe, Eve, intentando ligarle en un hotel de Aberdeen. ¿Coincidencia? Poco probable. ¿Para sacarle información? Buena jugada. Y allí estaba Stanley; los dos tan acaramelados… Recordó lo que le había dicho ella: «Ventas. Productos para la industria del petróleo». Sí, ahora comprendía qué clase de productos…
– John…
– Dime, Jack.
– Tu número de teléfono ¿no es un prefijo de Aberdeen?
– Que quede entre nosotros. No se lo chives a Ancram.
– John, una pregunta…
– ¿Qué?
– ¿Eso que se oye no es Mouldy Old Dough?
Rebus colgó, pagó su copa y se fue. Había un coche aparcado enfrente. El conductor bajó el cristal de la ventanilla para que le viera. Era el inspector Ludovic Lumsden.
Rebus sonrió, le saludó con la mano y cruzó la calle mientras pensaba que no podía creerlo.
– Hola, Ludo -dijo con el tono natural de quien ha salido a tomar una copa y a bailar-. ¿Qué haces por aquí?
– No estabas en el hotel y pensé que habrías venido aquí.
– Acertaste.
– Me has mentido, John. Me hablaste de un librillo de fósforos del club Burke's.
– Sí.
– En Burke's no hacen librillos de fósforos.
– Oh.
– ¿Te llevo a algún sitio?
– El hotel queda a dos minutos.
– John -dijo Lumsden con una mirada glacial-, ¿te llevo a algún sitio?
– Pues claro, Ludo -contestó, dando la vuelta al coche y sentándose a su lado.
Fueron hacia el puerto y aparcaron en una calle solitaria. Lumsden paró el motor y se volvió hacia él.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien, qué?
– Pues que fuiste hoy a Sullom Voe sin que te dignaras informarme. Mi terreno se ha convertido en tu terreno. ¿Qué te parecería si yo fuese a Edimburgo y me pusiera a actuar a tus espaldas?
– ¿Es que soy un prisionero? Creí que era del bando de los buenos.
– No es tu ciudad.
– Sí, ya lo veo. Pero quizá tampoco sea la tuya.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que quiero decir es quién manda realmente aquí en la sombra. Tenéis una juventud desquiciada por la frustración, candidata perfecta para la droga o cualquier cosa que les anime la vida. Y esta misma noche he visto en esa discoteca al loco del que te hablé: Stanley.
– ¿El hijo de Toal?
– El mismo. ¿Querrías decirme si ha venido aquí a una exposición de flores?
– ¿Se lo has preguntado?
Rebus encendió un cigarrillo y bajó el cristal de la ventanilla para tirar la ceniza fuera.
– No me vio.
– Tú crees que deberíamos interrogarle a propósito de Tony El. -La respuesta era obvia-. ¿Y qué nos va a decir: «Sí, claro, yo lo maté»? Vamos, John.
Una mujer golpeó con la mano en la ventanilla. Lumsden bajó el cristal. Era una buscona.
– ¿Dos? Bueno, normalmente no hago tríos, pero no estáis mal… Ah, hola, señor Lumsden.
– Buenas noches, Cleo.
La mujer miró a Rebus y, de nuevo, a Lumsden.
– Veo que ha cambiado de gustos.
– Lárgate, Cleo -dijo Lumsden subiendo el cristal.
La mujer desapareció en la oscuridad.
Rebus se volvió hacia Lumsden.
– Mira, no sé lo corrupto que estás. No sé quién paga mi hotel. Hay muchas cosas que ignoro, pero me da la impresión de que empiezo a conocer la ciudad. Lo sé porque es muy parecida a Edimburgo. Y sé que podrías vivir aquí varios años sin ver lo que hay bajo la superficie.
Lumsden se echó a reír.
– Llevas aquí… ¿Cuánto?, ¿día y medio? Eres un turista; no presumas de conocerla. A mí, que hace mucho más tiempo que vivo aquí, no se me ocurriría alardear.
– Es igual, Ludo… -musitó Rebus.
– Esta discusión no nos lleva a ninguna parte.
– Tú eres el que quería hablar.
– Y sólo hablas tú.
Rebus lanzó un suspiro y comenzó a hablar como si se dirigiera a un niño.
– El Tío Joe domina Glasgow, incluido, supongo, una buena tajada del narcotráfico. Ahora está aquí su hijo, tomando copas en el Burke's. Un confidente de Edimburgo tenía información sobre un cargamento que iba destinado al norte. Y además tenía el número de teléfono de Burke's. Y acabó ahogado. Es una pista -añadió, alzando un dedo-. Tony El torturó a un trabajador del petróleo, que también murió. Acto seguido ese Tony El viene aquí y aparece muerto. Son tres muertes de momento, todas sospechosas y nadie hace nada. -Alzó de nuevo el dedo-. Segunda pista. ¿Hay relación entre las dos últimas? No lo sé. De momento lo único que las relaciona es Aberdeen. Pero ya es algo. Tú no me conoces, Ludo. Todo lo que necesito es un buen comienzo.
– ¿Puedo cambiar ligeramente de tema?
– Adelante.
– ¿Sacaste algo en limpio en Shetland?
– Hostilidad. Una de mis aficiones. Soy coleccionista.
– ¿Y vas mañana a Bannock?
– No has perdido el tiempo.
– Unas simples llamadas. ¿Sabes qué? -añadió, dando al contacto-. Estoy deseando que te largues. Mi vida era muy tranquila antes de que tú llegaras.
– Soy una diversión continua -dijo Rebus, mientras abría la portezuela.
– ¿Adónde vas?
– Vuelvo a pie. Es una noche agradable.
– Como gustes.
– Siempre lo hago.
Rebus contempló cómo el coche se alejaba y tomaba una curva. Escuchó desvanecerse el ruido del motor, tiró el cigarrillo y echó a andar. El primer club que encontró era el Yardarm. Era la noche de baile exótico, con un espantapájaros en la puerta para cobrar la entrada. Él ya estaba de vuelta. El momento de auge de los bailes exóticos a finales de los setenta había sido generalizado en los pubs de Edimburgo: hombres con gafas oscuras, la chica del striptease elegía tres discos de la máquina y después, si querías que la cosa fuera a más, toda la colección.
– Sólo dos libras, amigo -dijo el espantapájaros, pero Rebus negó con la cabeza y siguió su camino.
La noche estaba llena de ruidos: alaridos de borrachos, silbidos y pájaros que ignoraban lo tarde que era. Unos polis interpelaban a dos quinceañeros. Pasó de largo como un turista más. Quizá Lumsden tuviera razón, pero él no pensaba así. Aberdeen era muy parecido a Edimburgo. A veces ibas a un pueblo o a una ciudad y no le cogías el pulso, pero no era el caso de Aberdeen.
En Union Terrace un múrete de piedra protegía el parque que se extendía en declive hacia una hondonada. Su coche seguía aparcado en la otra acera, justo delante del hotel. Iba a cruzar cuando dos manos le agarraron por los brazos, tirando de él hacia atrás. Cayó sobre el murete y siguió cuesta abajo dando tumbos y revolcones.
Caía, rodaba… Resbalaba por la pendiente del parque, sin poder parar, dejándose ir, golpeándose con matas y arbustos, rompiéndose la camisa. Le entraba tierra en la nariz y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Al fin aterrizó en el césped recién cortado boca arriba y sin aliento, más furioso que dolorido. Oyó ruido entre los arbustos. Bajaban a por él. Consiguió ponerse de rodillas, pero le alcanzó un puntapié que le tumbó de bruces con los brazos abiertos. El pie agresor le presionó con fuerza la cabeza y se la inmovilizó, haciéndole chupar hierba y aplastándole la nariz. Ahora le agarraban los brazos por detrás tirando un poco hacia arriba: un dolor insoportable que no le impidió darse cuenta de que no le convenía moverse.
Debían de ser al menos dos hombres. Las calles con borrachos quedaban muy lejos y el tráfico era un zumbido distante. Notó algo frío contra la sien. Sabía lo que era: una pistola. Fría como el hielo.
Una voz le silbó al oído. Le golpeaba el pulso agitado y tuvo que hacer un esfuerzo para escucharla. Casi un susurro, difícil de reconocer.
– Es un aviso, así que espero que escuche.
No podía hablar. Tenía la boca llena de tierra.
Aguardó a oír el aviso pero no decían nada.
Un culatazo en el temporal, por encima del oído. Miles de estrellas y oscuridad.
Se despertó; aún era de noche. Se sentó y miró a su alrededor. No podía ni mover los ojos de dolor. Se tocó la cabeza… no tenía sangre. Le habían golpeado con algo romo. Para que se enterara. Y le habían dejado tirado allí mismo. Miró en los bolsillos y tenía el dinero, las llaves, el carnet de policía y todo lo demás. Sí, claro que no era un atraco. ¿No le habían dicho que se trataba de un aviso?
Intentó levantarse. Le dolía el costado. Se miró y vio que tenía una rozadura de haber rodado por la pendiente. También rasguños en la frente y había sangrado un poco por la nariz. Miró en el suelo a su alrededor, pero no habían dejado ningún rastro. No era una chapuza. De todos modos, procuró rastrear por donde ellos habían bajado por si se les había caído algo.
Nada. Se irguió sobre el muro y lo saltó. Un taxista le miró asqueado y apretó el acelerador. Un borracho, un vagabundo, un perdedor.
Pura escoria.
Cruzó cojeando hacia el hotel. La recepcionista iba ya a descolgar el teléfono para pedir ayuda, pero le reconoció antes de hacerlo.
– ¿Qué le ha sucedido?
– Me caí por una escalera.
– ¿Quiere que avise a un médico?
– Sólo la llave, por favor.
– Tenemos un botiquín.
– Que me lo suban a la habitación.
Se dio un baño, tranquilo y sin prisas, se secó bien y se miró las contusiones. Un chichón en la sien y Un dolor de cabeza peor que diez resacas. Se le habían clavado espinas en el costado, pero se las pudo sacar. Se limpió la raspadura; no necesitaba emplastos. Le dolería por la mañana, pero podría dormir si no volvía a oír el ruidito de la almohada. Con el botiquín le llegó un coñac doble y se lo tomó con mano temblorosa. Se tumbó en la cama y telefoneó a su casa para escuchar los mensajes. Ancram y más Ancram. Era muy tarde para llamar a Mairie, pero probó con Brian Holmes. Tardó en contestar.
– ¿Sí?
– Brian, soy yo.
– ¿Qué deseas?
Rebus hablaba con los ojos cerrados, tratando en vano de conjurar el dolor.
– ¿Por qué no me dijiste que Nell se había marchado?
– ¿Cómo te has enterado?
– Fui a tu casa y vi el panorama. ¿Quieres hablar de ello?
– No.
– ¿El problema de siempre?
– Quiere que deje la policía.
– ¿Y?
– Quizá tenga razón. Pero ya lo he intentado y es duro.
– Lo sé.
– Bueno, hay más de una manera de dejarlo.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada.
Y se cerró en banda.
Sólo quería hablar del caso Spaven; el resultado de la lectura de las notas. Ancram se olería cierta connivencia, que no se decía toda la verdad; pero no podría hacer nada para evitarlo.
– También he visto que interrogaste a un antiguo amigo de Spaven: Fergus McLure. Acaba de morir, ¿sabes?
– Madre mía.
– Ahogado en el canal que pasa por Ratho.
– ¿Cuál es el resultado de la autopsia?
– Tiene un golpe feo en la cabeza anterior a la caída al agua. No creen que fuera un accidente, así que…
– Así que, ¿qué?
– Yo en tu caso no me dejaría ver. No le des más facilidades a Ancram.
– Hablando de Ancram… Te anda buscando.
– Digamos que me perdí la primera entrevista.
– ¿Dónde estás?
– Emboscado -dijo con los ojos cerrados y tres paracetamol en el estómago.
– No creo que se haya tragado tu cuento de la gripe.
– Él sabrá.
– Puede.
– Entonces, ¿has acabado lo de Spaven?
– Pues, sí.
– ¿Y el preso, el último que habló con Spaven?
– Estoy en ello, pero creo que no tiene domicilio fijo y a lo mejor tardo.
– Te lo agradezco mucho, Brian. ¿Te has preparado una explicación por si Ancram lo descubre?
– No te preocupes. Cuídate, John.
– Y tú, hijo.
¿«Hijo»? ¿De dónde había salido eso? Colgó y cogió el mando a distancia del televisor. Esa noche se las arreglaría con balonvolea playero…