Capítulo 29

Había media docena de aviones en el aeropuerto de Sumburgh y el mismo número de helicópteros, la mayor parte conectados como por un cordón umbilical a su correspondiente cisterna de carburante. Rebus entró en la terminal de Wilsness abriéndose la cremallera del traje salvavidas y observó que Morton seguía en la pista contemplando el paisaje costero de la isla plana y desolada. Se había levantado un fuerte viento y Morton se encogía para resguardarse. Estaba pálido y tenía el estómago algo revuelto. Esta vez Rebus había procurado durante todo el vuelo no pensar en el copioso desayuno. Morton vio al fin las señas que le hacía y fue hasta él.

– Qué azul está el mar.

– Del mismo color que se pone uno si se queda afuera dos minutos.

– Y el cielo… es increíble.

– No te pongas en plan new age, Jack. Vamos a quitarnos estos trajes. Creo que ha llegado nuestro acompañante con el Escort.

Pero era un Astra, cómodo para los tres, sobre todo teniendo en cuenta que el agente uniformado que conducía era un gigante. Su cabeza sin gorra rozaba el techo. Era la misma voz del teléfono. Estrechó la mano de Rebus como si se tratara de algún emisario extranjero.

– ¿Ha estado antes en Shetland?

Morton negó con la cabeza y Rebus confesó que había estado sólo una vez.

– ¿Y dónde desean que les lleve?

– A la comisaría -dijo Rebus desde el asiento trasero-. Le dejaremos allí y ya devolveremos el coche cuando acabemos.

El agente, llamado Alexander Forres, expresó su decepción.

– Llevo veinte años en la policía.

– ¿Ah, sí?

– Y ésta iba a ser mi primera investigación en un homicidio.

– Mire, sargento Forres, sólo hemos venido a hablar con un amigo de la víctima. Datos sobre la misma e información rutinaria de lo más aburrido.

– Ya, es igual; me hacía ilusión acompañarles.

Iban por la A970 en dirección a Lerwick a treinta kilómetros de Sumburgh. El viento azotaba y Forres mantenía sus manazas firmes sobre el volante como un ogro que ahoga a un niño. Rebus optó por cambiar de tema.

– Bonita carretera.

– Hecha con el dinero del petróleo -puntualizó el sargento.

– ¿Y qué tal se les da estar a las órdenes de Inverness?

– ¿Quién dice eso? ¿Cree que vienen a controlarnos todas las semanas?

– Supongo que no.

– Supone bien, inspector. Es como Lothian y Borders… ¿Cuántas veces va alguien de Fettes a echar un vistazo a Hawick? -Forres miró a Rebus por el retrovisor-. No crea usted que aquí somos unos idiotas que sólo sabemos quemar una barca cuando llega el Up-Helly-Aa.

– Up-Helly ¿qué?

– Esa fiesta en la que queman una barca, John -le susurró Morton.

– El último martes de enero -matizó Forres.

– Curiosa forma de calefacción -comentó Rebus.

– Es cínico de nacimiento -comentó Morton al sargento.

– Pues lástima si muere siéndolo -dijo el hombre sin quitar la vista del retrovisor.

En las afueras de Lerwick pasaron ante feos edificios prefabricados que Rebus imaginó relacionados con la industria del petróleo. La comisaría estaba allí, en la Ciudad Nueva. Dejaron a Forres y el sargento fue a buscar un mapa de la isla.

– No pueden perderse -dijo-. No hay más que tres carreteras.

Rebus miró el mapa y comprendió lo que quería decir. La isla tenía una configuración levemente cruciforme, su eje, la A970, con la 971 y la 968 a guisa de brazos. Brae quedaba en el extremo más al norte. Conduciría él, Morton prefería ir de copiloto. Dijo que así vería el paisaje.

La carretera era una sucesión de curvas espantosas en pleno páramo con panorámicas costeras, y en medio de aquella desolación alguna aldea y muchas ovejas -a veces en la carretera- y algún que otro árbol. Morton tenía razón: el cielo era increíble. Forres les había dicho que en aquella época del año era «luz de fuego lento» en que nunca anochecía. Pero en invierno la luz diurna era todo un lujo. La gente que vivía a cientos de kilómetros de cualquier comodidad merecía un respeto. En la ciudad resultaba fácil ser un cazador-recolector, pero aquí… No era un paisaje que inspirara conversación. Se les atascaba el diálogo en monosílabos y aun juntos en aquel coche a toda velocidad, parecían incomunicados. Rebus estaba convencido de que no hubiera podido vivir allí.

Tomaron un desvío a la izquierda en dirección a Brae y de pronto se encontraron en la costa oeste de la isla. No acababan de hacerse una idea exacta de cómo era. Forres era el único lugareño con quien habían hablado, y la arquitectura que habían visto en Lerwick era una mezcla de estilo escocés y escandinavo, una especie de Ikea moderno y ampuloso. Las granjas eran como las de todas las islas, pero en sus nombres se advertía la influencia escandinava. Al cruzar Burravoe antes de Brae, Rebus se dio cuenta de que se sentía más extranjero que nunca en su vida.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Morton.

– Un momento. La otra vez que estuve aquí entré por la dirección opuesta…

Rebus logró orientarse y finalmente encontraron la casa de Jake Harley y Briony. Los vecinos miraban el coche de policía como si nunca hubieran visto uno. Quizá fuese así. Llamaron a la puerta y nadie contestó. Rebus volvió a insistir más fuerte; sólo oyeron el eco. Echaron un vistazo por la ventana del cuarto de estar: estaba un poco desordenado. Desorden femenino dentro de un orden. Volvieron al coche.

– Trabaja en la piscina -dijo Rebus-. Vamos allá.


Fue fácil dar con la piscina de tejado metálico azul. Briony paseaba por el borde vigilando a los niños que jugaban. Llevaba el mismo atuendo de la vez anterior, camiseta sin mangas y pantalón de chándal, pero en esta ocasión calzaba zapatillas de tenis. Sin calcetines, lo cual era lógico en una socorrista. Tenía un silbato de árbitro colgado al cuello, pero los niños no alborotaban. Vio a Rebus y, al reconocerle, lanzó tres pitidos cortos; debía de ser una señal a otro empleado que ocupó su puesto junto a la piscina. Se acercó a ellos. Hacía una temperatura tropical, húmeda.

– Ya le dije que Jake no ha vuelto -dijo.

– Lo sé, y también que no estaba preocupada.

Ella se encogió de hombros. Tenía el cabello negro corto y liso con puntas rizadas. Un peinado que le hacía parecer unos seis años más joven, una quinceañera, pese a su rostro de adulta, algo duro, ya fuese por el clima o por las circunstancias. Resultaba difícil saberlo. Los ojos eran pequeños, igual que la nariz y la boca. Rebus intentó no compararla con un hámster, pero en ese momento ella arrugó la nariz y no pudo evitarlo.

– Él va a su aire -dijo.

– Pero la semana pasada estaba preocupada.

– ¿Yo?

– Pude advertirlo antes de que me cerrara la puerta.

– ¿Y qué? -replicó ella cruzándose de brazos.

– Una de dos, Briony: o Jake está escondido porque teme por su vida…

– ¿O?

– O ya está muerto. En cualquier caso, usted puede ayudarnos.

– Mitch… -balbució ella tragando saliva.

– ¿Le ha dicho Jake por qué han matado a Mitch?

Ella negó con la cabeza. Rebus sonrió: así que Jake se había puesto en contacto con ella desde la última vez.

– Está vivo, ¿verdad?

Ella se mordió el labio y asintió.

– Quisiera hablar con él. Probablemente podría sacarle del lío en que se encuentra.

Ella le miró intentando desentrañar la verdad, pero Rebus ponía cara de palo.

– ¿Está en apuros? -preguntó.

– Sí, pero no por nosotros.

Ella se volvió a mirar la piscina y vio que todo estaba en orden.

– Les llevaré a donde está -dijo.


Regresaron por el páramo hasta Lerwick para dirigirse a un lugar llamado Sandwick en la costa este, quince kilómetros al norte de donde había aterrizado el helicóptero.

Briony fue en silencio durante todo el camino y Rebus pensó que no debía de saber mucho del asunto. Sandwick era una zona en la que había antiguos poblados de la época del auge del petróleo. La joven les llevó a Leebotten, un enclave con casitas frente al mar.

– ¿Está aquí? -preguntó Rebus al bajarse del coche.

Ella negó con la cabeza y señaló hacia el mar. Se veía una islita en apariencia deshabitada. Acantilados y escollos. Rebus miró inquisitivo a Briony.

– Mousa -dijo ella.

– ¿Y cómo se llega allí?

– En barca, suponiendo que haya alguien que se preste a llevarnos.

Ella misma llamó a la puerta de una casita que abrió una mujer de mediana edad.

– Briony -dijo la mujer, más como constatación que como saludo.

– Buenas, señora Munroe. ¿Está Scott?

– Sí. -Abrió un poco más la puerta-. Pasen, por favor.

Entraron en una pieza bastante grande que parecía cocina y cuarto de estar. Una mesa de madera llenaba casi todo el espacio y junto a la chimenea había dos sillones. Un hombre se levantó de uno de ellos quitándose las gafas de leer. Las plegó y se las guardó en el bolsillo del chaleco. El libro que leía quedó en el suelo: una Biblia de tamaño familiar con pastas de cuero y cierre de latón.

– Vaya, vaya, Briony -dijo el hombre.

Era de mediana edad o algo mayor, pero su rostro curtido parecía el de un anciano. Tenía el pelo plateado. La mujer fue al fregadero a llenar la tetera.

– No, señora Munroe, gracias -dijo Briony volviéndose hacia el hombre-. Scott, ¿ha visto a Jake?

– Hace un par de días que estuve allí y estaba bien.

– ¿Podría llevarnos?

Scott Munroe miró a Rebus y éste le tendió la mano.

– Inspector de policía Rebus, señor Munroe. Aquí el inspector Morton.

Munroe les estrechó la mano sin gran entusiasmo.

– Bueno, ha disminuido algo el viento -dijo el hombre restregándose la barba gris del mentón-. Supongo que sí. Meg -añadió y se volvió hacia su mujer-, ¿preparas algo de pan y jamón para el muchacho?

La señora Munroe asintió sin decir nada y se puso manos a la obra mientras el marido hacía los preparativos. Cuando volvió con impermeables para todos y botas de agua para él, la mujer ya tenía listo un paquete con bocadillos y un termo de té. Rebus lo miró, consciente de que Morton hacía lo mismo. Los dos deseaban una taza.

Pero no tenían tiempo y se pusieron en marcha.

La barca era pequeña y estaba recién pintada, con motor fuera borda. Rebus se había estado preguntando si tendrían que remar.

– Hay un muelle -dijo Briony ya de camino, zarandeados por el mar picado- para el ferry que lleva a los turistas. No se tarda mucho.

– Vaya lugar tan inhóspito que ha elegido -gritó Rebus por encima del viento.

– No tanto -replicó ella con un esbozo de sonrisa.

– ¿Qué es eso? -preguntó Morton señalando hacia un promontorio.

Estaba en un saliente cerca de unas rocas que descendían hasta el agua: una estructura extraña en torno a la cual pastaban las ovejas. A Rebus le parecía una especie de castillo de arena gigantesco o un tiesto boca abajo, y a medida que se aproximaban juzgó que tendría unos trece o quizá diecisiete metros de diámetro en la base y que estaba construido con grandes piedras planas; miles de piedras.

– El Mousa Broch -dijo Briony.

– ¿Y eso qué es?

– Una especie de fuerte. Vivían allí, era fácil de defender.

– ¿Quiénes?

Ella se encogió de hombros.

– Los colonizadores. Cientos dé años antes de Cristo. -Detrás del fuerte había un recinto con muros bajos-. Eso era el Haa; ahora está en ruinas.

– ¿Y dónde está Jake?

– Pues dentro del fuerte -contestó ella.


Munroe los dejó en tierra y dijo que daría una vuelta a la isla y los recogería una hora más tarde. Briony cogió la bolsa de provisiones y se encaminó decidida hacia el fuerte, bajo la mirada de las ovejas que rumiaban morosamente y de unas aves remisas a apartarse a su paso.

– Vives toda tu vida en el campo -iba diciendo Morton con la capucha del impermeable puesta para resguardarse del viento- sin imaginar que haya cosas como ésta.

Rebus asintió con la cabeza. Era un lugar increíble. La sensación de pisar aquella hierba no era igual que caminar por el césped o por el campo: parecía como si uno fuese el primer ser vivo que ponía el pie allí. Siguieron a Briony por un pasadizo hasta el corazón del fuerte, a cubierto del viento pero sin un techo para la amenazante lluvia. La hora que les había concedido Munroe era improrrogable, pues más tarde la travesía podía ser movida, si no peligrosa.

La tienda individual de nailon azul era como una incongruencia en el centro del fuerte. De ella salió un hombre que abrazó a Briony. Rebus esperó un instante mientras ella le daba la bolsa con las provisiones.

– Dios mío, qué cantidad de comida -exclamó Jake Harley.

No le sorprendió ver a Rebus.

– Me imaginé que Briony cedería a la presión -comentó.

– No es cuestión de presión, señor Harley. Simplemente está preocupada por usted. Yo también lo he estado… pensando que habría tenido un accidente.. Harley sonrió débilmente.

– No se refiere a un auténtico accidente, ¿verdad?

Rebus asintió con la cabeza. Miraba a Harley tratando de imaginárselo como «el señor H», la persona que había dado la orden de matar a Alian Mitchison. No, ni mucho menos.

– No le reprocho que se haya escondido -dijo Rebus-. Es muy probable que haya sido lo más conveniente.

– Pobre Mitch.

Harley dirigió la vista al suelo. Era alto, fornido, de pelo negro corto, con entradas, y gafas de montura metálica. Su rostro conservaba algo de inocencia, pero necesitaba urgentemente un afeitado y un baño. Los faldones de la tienda estaban abiertos y se veía una esterilla con un saco de dormir encima, una radio y varios libros. Y, apoyado en el muro del fuerte, una mochila junto a un hornillo de camping y una bolsa de basura.

– ¿Podemos hablar? -dijo Rebus.

Jake Harley asintió con la cabeza. Vio que Jack Morton estaba más interesado en el fuerte que en la conversación.

– ¿A que es fantástico? -le dijo.

– Ya lo creo -contestó Morton-. ¿Tenía tejado?

Harley se encogió de hombros.

– Fuera de aquí vivían en cobertizos, así que a lo mejor no necesitaban tejado. Los muros son dobles y huecos y una de las galerías conduce a lo alto. -Miró a su alrededor-. Hay muchas cosas que no sabemos. Lleva ahí dos mil años -añadió mirando a Rebus- y ahí seguirá después de que se acabe el petróleo.

– No lo dudo.

– Hay gente que no lo ve. El dinero los vuelve miopes.

– ¿Cree que todo es por dinero, Jake?

– En absoluto, qué va. Vengan, les enseñaré la torre.

Volvieron a salir al viento y cruzaron la explanada de hierba para descender hasta el muro bajo de lo que había sido una casa de piedra de tamaño regular, de la que no quedaban más que cuatro paredes. Dieron la vuelta al recinto, acompañados por Briony, mientras Morton se rezagaba renuente a abandonar el fuerte.

– Mousa Broch siempre ha sido un refugio para perseguidos. Hay una historia en la saga Orkneyinga sobre una pareja que huye y se esconde aquí… -dijo el joven sonriendo a Briony.

– ¿Se enteró de que habían matado a Mitch? -inquirió Rebus.

– Sí.

– ¿Cómo?

– Telefoneé a Jo.

– ¿Jo?

– Joanna Bruce. Mitch y ella habían estado saliendo.

Por fin la de las trencitas tenía nombre.

– ¿Y ella cómo lo sabía?

– Salió en la prensa de Edimburgo. Jo lee muchos periódicos… Lo primero que hace por la mañana es leerse los periódicos para ver si hay algo que interese a los grupos activistas.

– ¿Y usted no se lo contó a Briony?

– Te habrías preocupado -dijo Harley cogiendo la mano de su novia y besándosela.

– Dos preguntas, señor Harley: ¿por qué cree que asesinaron a Mitch, y quién cree que lo hizo?

Harley se encogió de hombros.

– ¿Quién lo hizo…? Yo no podría demostrar nada. Pero sé por qué lo mataron… por culpa mía.

– ¿Culpa suya?

– Fui yo quien le dije que sospechaba del Negrita.

El barco que había mencionado el de la pelliza durante el vuelo a Sullom Voe antes de cerrarse en banda.

– ¿Qué sucedió?

– Fue hace meses. ¿Sabe que ahora en Sullom Voe se aplica un reglamento de lo más estricto? Hubo una época en que los petroleros vertían toda la basura al acercarse a la costa para ahorrarse la limpieza en la terminal… Ganaban tiempo y eso era dinero. Morían el martín pescador negro, los patos buceadores, los cormoranes, los patos de flojel y hasta las nutrias. Ahora ya no sucede…, se han vuelto más rigurosos. Pero se siguen cometiendo errores. Y es lo que pasó con el Negrita.

– ¿Una mancha negra?

Harley asintió con la cabeza.

– No fue muy grande comparado con las del Braer y el Sea Empress. El primer ayudante que estaba al mando se encontraba, por lo visto, en la enfermería… con resaca. Y un marinero que no había efectuado antes la operación movió las palancas equivocadas. El caso es que el marinero no sabía nada de inglés. Actualmente se dan estos casos porque aunque los oficiales son ingleses, contratan la tripulación más barata que encuentran con gente de cualquier nacionalidad: portugueses, filipinos y qué sé yo. Para mí que ese pobre desgraciado no entendió las instrucciones.

– ¿Y se echó tierra al asunto?

Harley se encogió de hombros.

– No era una gran noticia en principio, no se trataba de un vertido de gran magnitud.

– ¿Y cuál era, entonces, el problema? -inquirió Rebus con el ceño fruncido.

– Ya le he dicho que yo le conté la historia a Mitch…

– ¿Y usted cómo se enteró?

– Los tripulantes desembarcaron en la terminal y fueron a la cantina, yo estuve hablando con un marinero al que vi muy angustiado. Hablo un poco de español. Y el hombre me lo contó.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Y Mitch?

– Es que Mitch descubrió algo que se ignoraba. De quién era realmente ese petrolero. Es difícil enterarse, porque esos barcos los fletan con muchas banderas y en diversos sitios y es una auténtica estela de papeleo. No siempre es fácil obtener los datos de los puertos en que están registrados…, son empresas subsidiarias de otras y radicadas en países distintos…

– Un laberinto.

– Sí, hecho a propósito. Muchos de esos petroleros se encuentran en pésimas condiciones, pero la ley marítima es internacional y aunque se quiera impedir que atracasen sería imposible sin el consentimiento del resto de los signatarios.

– ¿Mitch descubrió que el petrolero era de T-Bird Oil?

– ¿Cómo lo ha adivinado?

– Cursillos de clarividencia.

– Sí, eso es lo que me dijo a mí.

– ¿Y usted cree que alguien de T-Bird Oil le mató? Pero ¿por qué? Tal como ha dicho, no era un vertido digno de ser noticia.

– Pero ponía a T-Bird en el candelero. En este momento hacen cuanto pueden para convencer al Gobierno de que les deje hundir las plataformas en el mar. Hablan de ecologismo y de sus logros en ese campo. Somos Mister Limpio, así que déjennos hacer lo que queramos. -Harley hablaba casi con desdén descubriendo sus blancos dientes-. Inspector, en serio. ¿Estoy paranoico? Que Mitch cayera por una ventana no significa que le asesinaran, ¿verdad?

– Ah, claro que le asesinaron. Pero de lo que no estoy seguro es de que el Negrita tuviese mucho que ver. -Harley se detuvo y se le quedó mirando-. Yo creo que no correrá peligro volviendo a casa, Jake -dijo Rebus-. Estoy seguro. Pero antes necesito una cosa.

– ¿Qué?

– La dirección de Joanna Bruce.

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