Morton podía sorprender aún más a su viejo amigo. Devoró la pizza y sólo comentó: «Has comido poco».
– La encontré algo insípida, Jack.
Ahora sí que rabiaba por fumarse un cigarrillo; y por ir a Aberdeen. Allí le esperaba algo, aunque no sabía exactamente qué.
La verdad, quizá.
Debería estar también rabiando por tomarse una copa, pero el vino le había quitado las ganas. Notaba su ardor en el estómago. Se sentó a la mesa y leyó la declaración de Shankley, ya encerrado en un calabozo del sótano. Morton no había dejado ningún cabo suelto.
– Bien. Aquí me tienes de vuelta de la libertad condicional. Me he portado, ¿no? -dijo.
– No te acostumbres. Mis nervios no lo aguantarían.
Rebus sonrió y cogió el teléfono. Quería comprobar el contestador de casa y ver si Ancram le necesitaba. Pero había otro mensaje: Kayleigh Burgess decía que la llamara. «Tengo una entrevista a las tres en Morningside, ¿qué le parece ese hotel en Bruntsfield? Podemos tomar el té.»
Insistía en que era importante y Rebus decidió ir. Le habría gustado dejar a Morton al margen…
– Jack, ¿sabes que estás afectando gravemente a mi estilo?
– ¿Por qué lo dices?
– Por las mujeres. Tengo que verme con una, pero tú vas a estar presente, ¿no?
Morton se encogió de hombros.
– Si quieres me quedo en la puerta.
– Será un alivio saber que estás de guardia.
– Podría ser peor. ¿Te imaginas cómo organizarían su vida amorosa dos siameses? -replicó Morton engullendo el último trozo de pizza.
– Mejor no contestar a ciertas preguntas -replicó Rebus.
«Y la pregunta se las trae», pensó.
Era un hotel bonito y bastante elegante. Rebus preparó mentalmente un posible diálogo. Ancram sabía lo de los recortes de prensa de su cocina y Kayleigh era la única fuente de información posible. En su momento le había enfurecido pero ya se le había pasado. Al fin y al cabo era su trabajo: utilizar lo que averiguaba para conseguir más información. Pero aún le dolía. Luego estaba la relación Spaven-McLure. Ancram la había detectado y Kayleigh lo sabía. Y después, sobre todo, estaba la incursión en su piso.
La esperaron en el vestíbulo. Morton hojeaba el Scottish Field mirando los anuncios de propiedades en venta: «Siete mil acres en Caithness, pabellón de caza, establo y granja de labor». Miró a Rebus.
– Vaya país. ¿Dónde se puede encontrar siete mil acres a precio de ganga?
– Hay un grupo teatral llamado 7:84, ¿sabes lo que quiere decir?
– ¿Qué?
– Que el siete por ciento de la población posee el ochenta y cuatro por ciento de la riqueza.
– ¿Y nosotros estamos en el siete?
– Ni por asomo, Jack -replicó Rebus con un bufido.
– Pues a mí no me importaría probar la buena vida.
– ¿A qué precio?
– ¿Cómo?
– ¿A cambio de qué?
– No, me refiero a que me tocase la lotería o algo parecido.
– ¿Aceptarías sobornos por dejar de investigar?
– ¿A dónde quieres ir a parar? -replicó Morton entornando la mirada.
– Vamos, Jack. He estado en Glasgow, ¿te acuerdas? Y allí vi buenos trajes, alhajas y hasta presunción.
– Les gusta vestir bien para sentirse importantes.
– ¿Y no se lo subvenciona el Tío Joe?
– No lo sé.
Morton alzó el periódico para taparse la cara.
Asunto zanjado. En ese momento entró Kayleigh Burgess.
Le vio de inmediato y el rubor tiñó su cuello. Cuando llegó junto a Rebus, que se levantó del asiento, le había subido hasta las mejillas.
– Inspector, recibió mi mensaje… -Rebus asintió con la cabeza sosteniéndole la mirada-. Le agradezco que haya venido.
Se volvió hacia Jack Morton.
– Inspector Morton -se presentó Jack, dándole la mano.
– ¿Le apetece un té?
Rebus le indicó con un gesto una silla y ella se sentó.
– ¿Y bien? -dijo, decidido a no volver a facilitarle las cosas.
Ella tenía el bolso en el regazo y retorcía la correa.
– Mire, quería excusarme con usted -dijo mirándole; luego apartó la vista y lanzó un suspiro-. Yo no le he dicho nada de esos recortes al inspector jefe Ancram. Ni tampoco que Fergus McLure conocía a Spaven.
– Pero sabe que él lo sabe.
– Se lo contó Eamonn.
– ¿Y a Eamonn quién se lo dijo?
– Yo. No sabía qué hacer con ello… Tenía que contárselo a alguien. Y como trabajamos en equipo se lo comenté, haciéndole prometer que no lo divulgaría.
– Pues lo hizo.
Ella asintió con la cabeza.
– Fue directamente al teléfono a decírselo a Ancram. Mire, es que a Eamonn… le deslumbran los jefes de policía. Si yo investigo algo de inspectores, a él le gusta pasar por encima y hablar con los superiores y saber lo que se cuece en las alturas.
Además, usted no le ha causado muy buena impresión, precisamente.
– Fue un accidente. Tropecé.
– Si usted lo dice…
– ¿Qué se ve en la filmación?
Ella reflexionó un instante.
– Era una toma por detrás de Eamonn y casi no se ve más que su espalda.
– ¿Y a mí no se me ve?
– No he dicho eso. Usted, aténgase a su versión.
Rebus asintió con la cabeza, captando su intención.
– Gracias. Pero ¿por qué Eamonn habló con Ancram y no con mi jefe?
– Porque Breen sabía que Ancram era el encargado de la investigación.
– ¿Y eso cómo lo sabía?
– Radio macuto.
Una radio macuto con muchos locutores. Volvía a pensar en Jim Stevens, mirando hacia su ventana desde la calle… Provocando…
– Otra cosa -dijo con un suspiro-. ¿Sabe algo de un allanamiento en mi piso?
– ¿Yo, por qué? -replicó ella enarcando las cejas.
– ¿Recuerda los recortes sobre John Biblia que tenía en el armarito? Forzaron la puerta del piso sólo por eso.
– No hemos sido nosotros -apostilló ella con repetidos gestos negativos de la cabeza.
– ¿No?
– ¿Allanamiento de morada? Por Dios bendito, somos periodistas.
Rebus alzó las manos en plan conciliador, pero quería presionar más.
– ¿Y no correría ese riesgo Eamonn?
Ella se echó a reír.
– Ni por una noticia como la del Watergate. Eamonn es el presentador y no investiga nada por sí mismo.
– ¿Quién investiga, usted y los suyos?
– Sí, y ninguno de los míos revienta pisos. ¿Estoy bajo sospecha?
Cruzó las piernas y Rebus se las miró. Había estado mirándola todo el rato como haría un niño con un Scalextric.
– Dé por zanjado el asunto -dijo.
– Pero ¿de verdad que le han entrado en el piso?
– Asunto zanjado.
Ella contuvo la risa.
– Bueno, ¿y qué tal va esa investigación? Digamos que es simplemente interés personal -puntualizó alzando una mano.
– Depende de la investigación a que se refiera -contestó Rebus.
– La del caso Spaven.
– Ah, eso -replicó él torciendo el gesto y pensándose la respuesta-. Bueno, el inspector Ancram es muy confiado y tiene fe en sus oficiales. Si uno alega ser inocente, él juzga por las apariencias. Es un alivio tener un superior así. Por ejemplo, me cree tanto que me ha puesto un vigilante que es una lapa. -Hizo un gesto en dirección a Morton-. Aquí, el inspector tiene por cometido no quitarme ojo de encima. Incluso duerme en mi casa. ¿Qué le parece? -espetó sosteniéndole la mirada.
– Es increíble -dijo ella finalmente.
Rebus se encogió de hombros y vio que ella metía la mano en el bolso y sacaba un bloc de notas y un bolígrafo. Morton frunció el ceño y Rebus le hizo un guiño. Kayleigh tuvo que pasar varias hojas hasta dar con una en blanco.
– ¿Cuándo empezó?
– Pues… -Rebus fingió que pensaba-. Creo que el domingo por la tarde, después de ser interrogado en Aberdeen y trasladado aquí.
– ¿Interrogado? -inquirió ella alzando la vista.
– John… -previno Morton.
– Ah, ¿no lo sabía? -añadió él abriendo mucho los ojos-. Soy sospechoso en el caso Johnny Biblia.
De vuelta al piso Jack Morton estaba furioso.
– Pero ¿por qué demonios hiciste eso?
– Para que no piense en Spaven.
– No lo entiendo.
– Jack, ella quiere hacer un programa sobre Spaven. No uno sobre policías que fastidian a otros policías ni sobre Johnny Biblia.
– ¿Y qué?
– Pues que ahora tendrá una empanada mental con lo que le he contado… y nada de ello tiene que ver con Spaven. Así estará… ¿cómo se dice?
– ¿Preocupada?
– Bueno, eso -dijo Rebus mirando el reloj. Las cinco y veinte-. ¡Mierda! ¡Las fotos!
El tráfico avanzaba a paso de tortuga cerca del centro. La hora punta en Edimburgo era una pesadilla. Semáforos y tubos de escape temblorosos que hacían perder los nervios. Cuando llegaron a la tienda habían cerrado. Rebus miró el horario: abrían a las nueve. Recogería las fotos camino de Fettes y sólo llegaría con un poco de retraso a su cita con Ancram. Ancram: sólo pensar en él le daban calambres.
– Vamos a casa -dijo, pero recordó el tráfico-. No, he cambiado de idea; pasaremos por el Oxford. -Jack sonrió-. ¿Creías que me habías curado? Hay veces que me tiro dos días seguidos sin beber. No es gran cosa.
– Pero podría serlo.
– ¿Otro sermón, Jack?
Morton negó con la cabeza.
– ¿Y el tabaco?
– Sacaré un paquete en la máquina.
Estaba en la barra, con un pie en el escabel y el codo en el mostrador. Ante él había cuatro objetos: un paquete de cigarrillos sin abrir, una caja de cerillas Bluebell, treinta y cinco mililitros de whisky Teacher's y una jarra de Belhaven Best. Los miraba con la concentración de un telépata que intenta moverlos.
– No aguanta ni tres minutos -dijo un cliente al otro lado de la barra, como si hubiese estado cronometrando la resistencia de Rebus.
Le estaba dando vueltas a una pregunta: ¿Ellos lo querían a él o era al revés? Cogió la cerveza. Como su nombre indicaba era bastante fuerte. La olió. No tenía un olor muy apetitoso; el sabor no estaba mal, pero había otras cosas mejores. El aroma del whisky sí era bueno: una fragancia ahumada que entraba desde la nariz hasta los pulmones. Le quemaría en la boca y entraría en su cuerpo, aunque el efecto no durase mucho.
¿Y la nicotina? Sabía que cuando estaba unos días sin fumar notaba el mal olor que dejaba en la piel, en la ropa, en el pelo. Era realmente un hábito asqueroso: si no pillabas cáncer, existía la posibilidad de que se lo provocases al pobre desgraciado que tenía la mala suerte de estar a tu lado. Harry, el barman, le miraba expectante. El bar entero le miraba. Notaban que algo sucedía: se leía en la cara de Rebus, casi un gesto de dolor. Jack Morton permanecía a su lado callado, conteniendo la respiración.
– Harry -dijo al fin Rebus-, retira esto.
Harry se llevó los dos vasos meneando la cabeza.
– La cosa merecería un foto -comentó.
Rebus deslizó el paquete de cigarrillos por la barra hacia un fumador.
– Quédeselos y no me los deje al alcance de la mano, no sea que cambie de parecer.
El fumador cogió el paquete sin acabar de creérselo.
– En compensación por los pitillos que me ha gorreado -dijo.
– Con intereses -apostilló Rebus mirando cómo el barman tiraba la cerveza en el fregadero.
– ¿Eso va directo al barril, Harry?
– Bueno, ¿quiere alguna otra cosa, o sólo ha venido a sentarse?
– Coca-Cola y patatas fritas. -Se volvió hacia Morton-. Puedo tomar patatas fritas, ¿no?
Morton apoyó una mano en su hombro, dándole palmaditas, muy sonriente.
Camino de casa pararon en una tienda y compraron comida.
– ¿Eres capaz de recordar la última vez que guisaste? -preguntó Morton.
– No creas que soy tan patoso.
Pero no lo recordaba.
Sin embargo, resultó que a Jack Morton le encantaba cocinar, aunque echó de menos en la cocina de Rebus los adminículos propios de su arte: ni exprimidor de limones, ni triturador de ajos.
– Pon el ajo ahí y yo lo aplasto -dijo Rebus.
– Yo también era un dejado -comentó Morton-, y cuando Audrey se marchó se me ocurrió freír tocino en una tostadora. Pero cocinar es sencillo si te pones a ello.
– Bueno, ¿y qué vas a preparar?
– Espaguetis bajos en calorías con ensalada; si te apartas, claro.
Rebus se apartó, pero vio que tenía que ir a comprar los ingredientes para el aliño. Como hacía buen tiempo no cogió la chaqueta.
– ¿Te fías de mí?
Morton probó la salsa y asintió con la cabeza. Una vez en la calle, Rebus pensó en no volver. Había un pub abierto en la esquina. Claro que iba a volver: para comer. Con el sueño tan profundo que tenía Jack, no le sería difícil darle esquinazo si quería.
Pusieron los platos en la mesa del cuarto de estar. La primera vez que se usaba a tal efecto desde que a Rebus le había dejado su mujer. ¿Sería posible? Hizo una pausa con la cuchara y el tenedor en la mano. Su piso, su refugio, le parecía de pronto más vacío que nunca. Sensiblero, además; otro motivo por el que bebía.
Compartieron una botella de agua mineral Highland y brindaron con ella.
– Lástima que no sea pasta fresca -comentó Morton.
– Pero es comida recién hecha -añadió Rebus llevándose una cucharada a la boca-. Cosa rara en esta casa.
A continuación despacharon la ensalada; estilo francés, puntualizó Morton. Rebus estaba acabando cuando sonó el teléfono. Lo cogió.
– John Rebus al habla.
– Rebus, soy el inspector jefe Grogan.
– Inspector jefe Grogan -dijo mirando a Morton-, ¿qué se le ofrece, señor?
Morton se acercó al teléfono a escuchar.
– Se ha realizado un análisis previo en sus zapatos y ropa y pensé que le gustaría saber que está fuera de sospecha.
– ¿Es que había alguna duda?
– Rebus, usted es policía, y sabe que existen procedimientos.
– Por supuesto, señor. Gracias por su llamada.
– Otra cosa. Hablé con el señor Fletcher. -Hayden Fletcher, el relaciones públicas de T-Bird Oil-. Y reconoció que conocía a la última víctima. Pero nos dio una descripción detallada de sus movimientos la noche del crimen. E incluso se ofreció a dar sangre para el análisis de ADN por si pudiera ser de utilidad.
– Qué creído.
– Eso es lo que yo diría de él. Me desagradó de inmediato; y no suele sucederme.
– ¿Ni siquiera conmigo? -dijo mirando a Morton, quien movió los labios diciendo «Cuidado».
– Ni siquiera con usted.
– Bueno, dos sospechosos eliminados. No es mucho avanzar, ¿verdad?
– No -respondió Grogan con un suspiro.
Rebus se lo imaginó restregándose los ojos cansados.
– ¿Y Eve y Stanley, señor? ¿Siguió mi consejo?
– Sí. Teniendo en cuenta su desconfianza hacia el sargento Lumsden, un excelente oficial, por cierto, destiné a dos de mis hombres a que vigilaran y me informaran directamente.
– Gracias, señor.
Grogan tosió.
– Estaban alojados en un hotel cerca del aeropuerto. Uno de cinco estrellas al que suelen ir directivos de las empresas del petróleo. Viajaban en un BMW. -El que había visto en el callejón de Tío Joe, pensó Rebus-. Tengo la descripción del mismo y la matrícula.
– No es necesario, señor.
– Bien. Mis hombres les siguieron a un par de clubes.
– ¿En horas de trabajo?
– Durante el día, inspector. Entraron sin nada y salieron igual. Pero también pasaron por varios bancos del centro de la ciudad. Uno de mis hombres se situó cerca de ellos en una de las entidades y vio que efectuaban un ingreso.
– ¿En un banco?
Rebus frunció el ceño. ¿El Tío Joe confiando en un banco? ¿Él dejando a extraños acercarse a menos de un kilómetro de sus mal ganadas riquezas?
– Y eso es todo, inspector. Comieron juntos por ahí, estuvieron en el puerto y se fueron de la ciudad.
– ¿Se fueron?
– Esta tarde. Mis hombres les siguieron hasta Banchory. Yo diría que iban a Perth. -De camino a Glasgow-. El hotel confirmó que se habían marchado.
– ¿Preguntó si son clientes habituales?
– Sí, nos lo confirmaron. Hará unos seis meses que se alojan allí.
– ¿Cuántas habitaciones?
– Reservan siempre dos. -Se notaba que Grogan estaba sonriendo-. Pero las camareras sólo limpian una. Parece que no utilizan más que ésa.
«Ajá -se dijo Rebus-. Polvetes de tapadillo.»
– Gracias, señor.
– ¿Puede servirle esto de algo?
– Quizá de mucho. Le tendré al tanto. Ah, quería preguntarle una cosa…
– Diga.
– ¿Dijo Hayden Fletcher cómo conoció a la víctima? -Por asunto de negocios. Ella organizó la caseta de T-Bird Oil en el congreso del mar del Norte.
– ¿Es eso lo que significa «presentaciones de corporaciones»?
– Parece ser que la señorita Holden diseñó varios proyectos y luego su empresa construyó el definitivo. Fletcher la conoció durante las negociaciones.
– Muy agradecido, señor.
– Inspector…, si vuelve al norte, llámeme, ¿de acuerdo?
Rebus se dio cuenta de que no era una invitación a tomar el té.
– Sí, señor. Buenas noches.
Colgó. Tenía que ir a Aberdeen, pero ni hablar de avisar previamente a nadie. No obstante, Aberdeen podía esperar un día más. Vanessa Holden relacionada con la industria del petróleo…
– ¿De qué se trata, John?
Rebus miró a su amigo.
– Johnny Biblia, Jack. Acabo de tener una corazonada.
– ¿De qué?
– De que trabaja en la industria del petróleo
Recogieron la mesa y fregaron los platos; después hicieron café y decidieron reanudar las tareas de decoración. Morton quería saber más cosas de Johnny Biblia y de Eve y Stanley, pero Rebus no sabía por dónde empezar. Tenía un atasco mental por acumular tanta información sin darle salida. La primera víctima de Johnny Biblia fue una estudiante de geología en una universidad muy vinculada a la industria del petróleo. Y ahora la cuarta víctima organizaba casetas para congresos y trabajaba en Aberdeen; no era difícil deducir quiénes eran sus mejores clientes. Si existía relación entre las víctimas primera y cuarta, ¿faltaba algo entre las víctimas dos y tres, algo que las vinculara? Una prostituta y una camarera, una en Edimburgo y la otra en Glasgow…
Sonó el teléfono y dejó la lija -la puerta estaba quedando bien- para atender la llamada. Morton estaba en una escalera trabajando en las molduras.
– Diga.
– John, soy Mairie.
– He estado intentando ponerme en contacto contigo.
– Lo siento; tenía otro encargo. Uno de pago.
– ¿Has averiguado algo sobre el mayor Weir?
– Bastante. ¿Qué tal Aberdeen?
– Vigorizante.
– Eso será para ti. Mis notas… Mira, me parece que hay mucho material para leértelo por teléfono.
– Pues podríamos vernos.
– ¿En qué pub?
– En un pub no.
– Debe de estar mal la línea. ¿Has dicho «en un pub, no»?
– ¿Qué te parece en Duddingston Village? Está casi a la misma distancia de tu casa y la mía. Aparco junto al lago.
– ¿Cuándo?
– Dentro de media hora.
– Bien, media hora.
– No acabaremos nunca esta habitación -comentó Morton bajando de la escalera.
Tenía pintura en el pelo.
– Te queda bien el gris -le dijo Rebus.
– ¿Otra mujer? -preguntó él limpiándose la cabeza mientras Rebus asentía-. ¿Cómo te las quitas de encima?
– El piso tiene muchas puertas.
Cuando llegaron Mairie ya estaba aguardándoles. Hacía años que Morton no iba; a Arthur's Seat, así que habían entrado por la ruta turística, aunque poco había que ver de noche. La silueta de la montaña, cuyo parecido a un elefante tumbado captaban hasta los niños, era un buen sitio para distraerse. Pero de noche estaba poco iluminado y muy apartado. Edimburgo tenía muchos lugares espléndidos como aquél. Eran sitios elegantes e íntimos hasta que te tropezabas con un heroinómano, un atracador, un violador o un gay al acecho.
Duddingston Village era un pueblo en medio de una ciudad, en la falda de Arthur's Seat. El lago de Duddingston -más bien un estanque grande- dominaba una reserva de pájaros y un sendero llamado la Vía de los Inocentes. Rebus no entendía de dónde provenía aquel nombre.
Morton detuvo el vehículo y apagó y encendió los faros. Mairie apagó los suyos, abrió la portezuela y llegó hasta ellos a grandes zancadas. Rebus se inclinó hacia atrás para abrirle la portezuela y presentó a Jack Morton.
– Ah, usted trabajó con John en el caso Knots and Crosses -comentó ella.
– ¿Cómo sabes eso, si aún no eras del oficio? -dijo Rebus perplejo.
– Me he documentado -respondió ella con un guiño.
¿Qué más sabría aquella mujer? Pero no tenía tiempo para especular. Ella le entregó un sobre marrón tamaño folio.
– El correo electrónico es una bendición. Me puse en contacto con el Washington Post y de ahí he sacado casi todo lo que hay.
Rebus encendió la luz interior. Había además una lamparita especial para leer.
– Generalmente me cita en pubs -comentó la periodista a Morton-. Y bastante cutres, además.
Morton sonrió y se volvió en el asiento con el brazo colgando del reposacabezas. Rebus notó que le gustaba la chica. Mairie atraía a todos al primer vistazo. Le habría gustado saber cuál era el secreto.
– Los pubs cutres hacen juego con su personalidad -dijo Morton.
– Una cosa -interrumpió Rebus-. ¿Por qué no me hacéis el jodido favor de ir a mirar los patos o lo que sea?
Morton se encogió de hombros y como a ella no le parecía mal abrió la portezuela. A solas, Rebus se acomodó mejor en el asiento y comenzó a leer.
Uno: el mayor Weir no tenía esa graduación militar. Era un apodo de su época de adolescente. Dos: sus padres le habían inculcado el ansia de independencia nacionalista. Había mucha información sobre sus primeros años en la industria, después en la industria del petróleo, unos informes sobre el fallecimiento de Thom Bird; pero nada sospechoso. Un periodista de Estados Unidos había empezado a escribir una biografía no autorizada de Weir, que dejó sin acabar, y se rumoreaba que le habían pagado para que no siguiera. Un par de historias no verificadas: Weir había abandonado a su esposa, entre grandes disputas y finalmente con una sustanciosa pensión alimentaría. Y algo sobre el hijo de Weir; fallecido o desheredado. O quizás en algún santuario hindú, alimentando a africanos hambrientos, o quién sabe si empleado en una hamburguesería o especulando con valores bursátiles en Wall Street. Pasó la página, pero no había más. La historia se había cortado en una frase. Se bajó del coche y se acercó a donde estaban Mairie y Morton charlando muy juntitos.
– Falta algo -dijo enarbolando las hojas.
– Ah, sí. -Mairie se metió la mano en el bolsillo y sacó una sola hoja doblada, que le entregó. Rebus se la quedó mirando esperando una explicación-. Era una broma -añadió ella encogiéndose de hombros.
Morton se echó a reír.
Rebus se puso a leerla a la luz de los faros. Se quedó boquiabierto de la sorpresa. La releyó tres veces, llevándose la mano a la cabeza para sujetársela.
– ¿Te encuentras bien? -comentó Mairie.
Él se la quedó mirando un instante sin verla y a continuación la atrajo hacia sí y le dio un beso en la mejilla.
– Mairie, eres única.
Ella se volvió hacia Jack Morton.
– Yo lo ratifico -añadió éste.
Sentado en el coche, John Biblia vio a Rebus y a su amigo en Arden Street. Su trabajo le había obligado a quedarse un día más en Edimburgo. Era frustrante, pero al menos había podido ver una vez más al policía. De lejos era difícil asegurarlo, pero parecía que Rebus tenía contusiones en la cara, y su atuendo no parecía muy cuidado. No podía evitarlo: a John Biblia le decepcionaba un poco; esperaba un adversario algo mejor. Aquel hombre parecía estar hecho polvo.
En realidad no los consideraba adversarios. El piso de Rebus no había dado para gran cosa, pero le había revelado que el interés de Rebus por John Biblia estaba relacionado con el Advenedizo. Y eso lo explicaba en parte. No pudo permanecer en el piso tanto tiempo como le habría gustado, pues, como no había logrado abrir con ganzúa, se vio obligado a apalancar la puerta. Y temía que algún vecino advirtiera su presencia. El piso le había servido para revelarle datos sobre el policía; ahora era como si le conociera: sentía hasta cierto punto la soledad de la vida de aquel policía, los espacios en que faltaban sentimientos, cariño y amor. Había música y libros, pero ni muchos ni buenos. La ropa era práctica; chaquetas muy parecidas. Ningún zapato. Eso sí que le parecía raro. ¿No tendría más que un solo par?
En la cocina no había utensilios ni provisiones. Y el baño necesitaba una remodelación.
Pero al volver a la cocina se encontró una sorpresa. Periódicos y recortes de prensa escondidos precipitadamente y fáciles de hallar. John Biblia y Johnny Biblia. Prueba de que Rebus se había tomado ciertas molestias; los periódicos de la época debía de haberlos comprado a un librero de viejo. Aquello era como una investigación dentro de la investigación oficial. Lo que a ojos de John Biblia hacía a Rebus más interesante.
En el dormitorio sólo halló papeles. Cajas con correspondencia antigua, estadillos del banco y algunas fotos; suficientes para comprobar que Rebus había estado casado y tenía una hija. Nada reciente; ni fotos de la hija ya crecida ni de nada.
Pero del objeto por el que había entrado allí…, su tarjeta de visita… ni rastro. Lo que significaba que o Rebus la había tirado o que aún la llevaba consigo en el bolsillo de la chaqueta o en la cartera.
En el cuarto de estar anotó el número de teléfono y cerró los ojos para asegurarse de que recordaría de memoria la distribución del piso. Era fácil. Podría volver de noche y caminar por allí sin tropiezos. Podría cazar a John Rebus cuando quisiera. En cualquier momento.
Pero le intrigaba el amigo de Rebus. El policía no parecía muy sociable. Habían estado pintando juntos el piso. Y no sabía si tendría relación con el registro policial. Probablemente no. Era un hombre de la edad de Rebus, quizás algo más joven, y parecía bastante reflexivo. ¿Otro policía? Tal vez. Su rostro no tenía la expresión apasionada de Rebus. En Rebus había algo; lo había advertido el día en que se conocieron, y aquella tarde se le hacía más evidente. Cierta firmeza; determinación. Físicamente, su amigo parecía más fuerte, sin que eso significara que Rebus no lo fuese. La fuerza física tiene su límite.
Después, lo que cuenta es la entereza.