Hicieron un descanso y fueron a pie a Marchmont Road a comprar comestibles. Morton iba en mono, alegando que así se sentía agente secreto. Salió sin limpiarse una mancha de pintura en la cara. Lo estaba pasando bien. No había parado de tararear las canciones aun sin saberse la letra de muchas de ellas. Compraron cosas de comer, fatales casi todas -hidratos de carbono-, pero agregaron cuatro manzanas y un par de plátanos. Morton preguntó si compraba cerveza. Rebus negó con la cabeza y optó por Irn-Bru y zumo de naranja.
– ¿Y a qué se debe todo esto? -preguntó Morton de vuelta en la casa.
– Es por aclarar la mente y tener tiempo para pensar… -respondió Rebus-. No sé, a lo mejor me da por venderlo.
– ¿El piso?
Rebus asintió.
– ¿Y qué harías exactamente?
– Podría comprarme un billete para dar la vuelta al mundo, ¿no? Cogería seis meses de vacaciones. O, si no, puedo meter el dinero en el banco y vivir de los intereses. -Hizo una pausa-. O comprarme algo fuera de la ciudad.
– ¿Dónde?
– A orillas del mar.
– Sería bonito.
– ¿Bonito? -Hizo un gesto de escepticismo-. Supongo que sí. Tengo ganas de un cambio.
– ¿Pero junto a la playa?
– O en un acantilado, ¿quién sabe?
– ¿Y cuál ha sido el detonante?
Rebus reflexionó un instante.
– Noto que esta casa ya no es mi castillo inviolable.
– Bueno, pero las cosas las hemos comprado antes de ver que habían entrado.
Rebus no supo qué decir.
Trabajaron el resto de la tarde con las ventanas abiertas para ventilar las emanaciones de la pintura.
– ¿Y yo tengo que dormir aquí esta noche? -inquirió Morton.
– En la habitación libre.
Sonó el teléfono a las cinco y media. Rebus lo cogió justo cuando se conectaba el contestador.
– Diga.
– John, soy Brian. Siobhan me ha dicho que habías vuelto.
– Claro, no lo va a saber ella… ¿Cómo estás?
– No sé si preguntarte lo mismo.
– Estoy bien.
– Yo también.
– Tú no eres lo mejor de la semana del inspector jefe Ancram.
Jack Morton comenzó a interesarse por la llamada.
– Puede que no; tampoco manda en mí.
– Pero tiene influencia.
– Pues que la tenga.
– Brian, sé lo que estás pasando y querría hablar de ello. ¿Podemos pasar a verte?
– ¿Podemos?
– Es largo de contar.
– Podría pasar yo por tu casa.
– Lo tengo todo patas arriba. Estaremos ahí dentro de una hora, ¿de acuerdo?
Holmes dudaba pero al final dijo que sí.
– Brian, te presento a Jack Morton, un viejo amigo mío. Está en el DIC de Falkirk, y ahora adscrito a John Rebus.
Morton dirigió un guiño a Holmes. Se había limpiado la pintura de la cara y las manos.
– Lo que él quiere decir es que se supone que estoy encargado de impedir que se meta en líos.
– En plan casco azul, ¿eh? Pasad.
Brian Holmes se había dedicado a ordenar el cuarto de estar mientras estaban de camino y advirtió la apreciación de Rebus.
– En la cocina mejor que no entréis. Es como si los apaches hubieran hecho una incursión.
Rebus sonrió y se sentó en el sofá con Morton a su lado. Holmes les preguntó si querían beber algo y Rebus rehusó con la cabeza.
– Brian, le he contado a Jack algo de lo sucedido. Es buena persona y podemos hablar delante de él. ¿De acuerdo?
Rebus adoptaba un riesgo calculado con la esperanza de que la vinculación afectiva de aquella tarde fuese sólida. Si no, al menos habían hecho un buen trabajo en el piso: una primera mano en tres paredes y media puerta rascada, aparte de la cerradura nueva.
Brian Holmes asintió con la cabeza y se sentó en un sillón. Había fotos de Nell sobre la estufa de gas. Parecían recién enmarcadas y puestas allí a modo de improvisado altar.
– ¿Se ha ido a casa de su madre? -preguntó Rebus.
Holmes asintió.
– Pero sobre todo se queda trabajando hasta última hora en la biblioteca.
– ¿Posibilidades de que vuelva?
– No sé.
Holmes hizo el gesto de morderse una uña, pero no quedaba nada que morder.
– No me parece que sea la respuesta.
– ¿Qué?
– No lo aceptas con resignación y vas a jugártela con Ancram, por no colaborar y empecinarte.
– Tuve un buen maestro.
Rebus sonrió. No dejaba de ser cierto. El había tenido a Lawson Geddes y Brian le tenía a él.
– No es la primera vez -siguió Holmes-. En el colegio tenía un buen amigo con quien pensaba ir a la universidad, pero como él decidió estudiar en Stirling, me dije, pues yo igual, aunque en principio había pedido Edimburgo, y para eliminar esa opción tenía que suspender en alemán avanzado.
– ¿Y qué?
– Pues que llegué al aula de examen pensando que… bastaría con permanecer allí sin contestar a las preguntas.
– Y las contestaste.
– No pude evitarlo. Saqué un aprobado -dijo Brian Holmes sonriendo.
– Y ahora se te plantea un problema igual -añadió Rebus-. Si sigues ese camino lo lamentarás toda tu vida, porque en lo más hondo de ti te niegas a dejar la policía. Te gusta tu trabajo y te estás dando una paliza…
– ¿Y doy palizas a otros? -replicó mirándole a los ojos, pensando en las contusiones de Mental Minto.
– Perdiste una vez la cabeza. Y ya es mucho -añadió Rebus alzando un dedo para poner mayor énfasis-. Pero se solucionó y no creo que vuelvas a hacerlo.
– Eso espero. -Se volvió hacia Morton-: Un sospechoso; le sacudí en la «galletera».
Morton asintió con la cabeza. Rebus se lo había contado.
– A mí también me ha sucedido, Brian -dijo-. Bueno, no he llegado a zurrar pero poco me ha faltado. En ocasiones me he destrozado los nudillos contra la pared.
Holmes estiró sus dedos para enseñar las marcas.
– ¿Lo ves? -terció Rebus-. Lo que yo digo: que te das una paliza. Mental se llevó unas señales, pero desaparecerán. Pero cuando las señales están aquí… -añadió dándose unos golpecitos en la cabeza.
– Quiero que Nell vuelva.
– Lógico.
– Pero también quiero ser policía.
– Tienes que hacerle ver a ella esas dos cosas con claridad.
– ¡Joder! -Holmes se restregó la cara-. Ya lo he intentado…
– Tú siempre has escrito informes excelentes, bien claros, Brian.
– ¿Y qué?
– Si no te salen las palabras, prueba a decírselo por escrito.
– ¿Y le mando la carta?
– Llámalo como quieras. Escribe lo que quieres decirle, explicando si acaso cómo lo sientes.
– ¿Has estado leyendo Cosmopolitan o qué?
– Sólo la página de consultas.
Se echaron a reír de algo tan inane y Holmes se estiró en el sillón.
– Tengo falta de sueño -dijo.
– Hoy te acuestas pronto y mañana escribes la carta a primera hora.
– Sí, a lo mejor lo hago.
Rebus se disponía a marcharse y Holmes le miró.
– ¿No quieres saber nada de Mick Hine?
– ¿Quién es ése?
– El ex presidiario; el último que habló con Lenny Spaven.
Rebus volvió a sentarse.
– Me costó localizarlo. Resulta que no se había marchado de Edimburgo. Duerme por ahí a la buena de Dios.
– ¿Y bien?
– Pues que al fin hablé con él. -Hizo una pausa-. Creo que tú también deberías hacerlo. Tendrás una imagen muy distinta de Lenny Spaven, créeme.
Rebus le creía, aun sin saber por qué. No quería creerle, pero le creía.
Jack Morton se oponía a la idea.
– Mira, John, mi jefe querrá también hablar con ese tal Hine, ¿cierto?
– Cierto.
– ¿Y qué pasará cuando descubra que tu amigo Brian le ha localizado y que tú has hablado con él?
– Pasará de todo, pero él no me lo ha prohibido.
Morton lanzó un gruñido de despecho. Habían dejado el coche cerca de casa de Rebus y ahora caminaban por Melville Drive: a un lado Bruntsfield Links y al otro los Meadows, unos céspedes espléndidos para las tardes de verano -tumbarse, jugar al fútbol o al criquet-, aunque de noche daban miedo. Había farolas en los caminos pero muy poco generosas en vatios, y algunas noches pasar por allí era casi como regresar al siglo XIX. Mas ahora era verano, el cielo conservaba un fulgor rosado y se veían los cuadrados de luz de las ventanas de la Royal Infirmary, y en George Square un par de torres de la universidad marcaban su presencia. Las estudiantes cruzaban los Meadows en manadas, quién sabe si como lección aprendida del reino animal. Aunque aquella noche no hubiera depredadores, el miedo persistía. El Gobierno había hecho una declaración para combatir «el temor al crimen» y lo anunciaban en la tele antes de la película de tiros de Hollywood de última hora.
Rebus se volvió hacia Morton.
– ¿Piensas chivarte?
– Debería.
– Sí, deberías; pero ¿vas a hacerlo?
– No lo sé, John.
– Bueno, que nuestra amistad no sea un obstáculo.
– Vaya ánimos que me das.
– Mira, Jack, estoy tan hundido que seguramente no saldré a flote, pero voy a hacer lo imposible.
– ¿Has oído hablar de las trincheras de las Marianas? Ancram tiene probablemente una dispuesta para ti.
– Te vas decantando.
– ¿Cómo?
– Antes era Chick y ahora es «Ancram». Atento.
– Oye, ¿estás sobrio?
– Como un juez.
– Ya. Entonces no es envalentonamiento por alcohol, sino pura locura.
– Bienvenido a mi mundo, Jack.
Se dirigían a la parte de atrás de la Infirmary. Había bancos en aquel lado de la tapia del recinto. Y en verano servían de cama a vagabundos, trotamundos o bohemios… Había uno, Frank, conocido de Rebus y a quien solía ver todos los veranos, que desaparecía al llegar el otoño como un ave migratoria, para reaparecer al año siguiente. Pero aquel año… aquel año Frank no se había dejado ver. Aquellos desheredados que ahora contemplaba Rebus eran más jóvenes que Frank, como sus hijos espirituales, si no nietos, pero distintos…, más duros y desconfiados, más ásperos y más cansados. ¿Los «caballeros andantes» de Edimburgo? Veinte años antes se habrían reducido a unas decenas, pero actualmente, no. Ni mucho menos.
Despertaron a un par de ellos. Respondieron que no eran Mick Hine y que no le conocían. En el tercer banco tuvieron suerte. El que lo ocupaba se incorporó y se sentó sobre un montón de periódicos; tenía un pequeño transistor que escuchaba pegado al oído.
– ¿Está sordo o le faltan baterías? -dijo Rebus.
– Ni sordo, ni mudo, ni ciego. El dijo que otro policía querría hablar conmigo. ¿Quiere sentarse?
Rebus tomó asiento en el banco y Jack Morton se apartó para apoyarse en la tapia, detrás, como para no escuchar. Rebus sacó un billete de cinco libras.
– Tome, para pilas.
Mick Hine cogió el dinero.
– ¿Así que usted es Rebus?
Hine le observó con detenimiento.
Tendría algo más de cuarenta años, era algo calvo y un poco estrábico. Su traje era bastante aceptable, pero tenía agujeros en las rodilleras y debajo asomaba una camiseta roja sucia. Llevaba dos bolsas de supermercado a rebosar que había dejado a un lado en el banco.
– Lenny me habló de usted. Pensé que sería distinto.
– ¿Distinto?
– Más joven.
– Cuando Lenny me conoció era más joven.
– Sí, claro. Sólo las estrellas de cine permanecen más jóvenes, ¿no lo ha advertido? El resto de los mortales nos arrugamos y encanecemos.
Pero no era el caso de Hine; lucía un leve bronceado lustroso, su cabello era color azabache y lo llevaba largo. Tenía rozaduras en mejillas y barbilla, en la frente y los nudillos. Una caída o una pelea.
– ¿Se ha caído, Mick?
– Es que me dan mareos.
– ¿Y qué dice el médico?
– ¿Cómo?
No había consultado a ningún médico.
– ¿Sabe que hay albergues? No tiene por qué dormir a la intemperie.
– Atestados. Me revienta hacer cola y siempre llego el último. Michael Edward Hine toma nota de su preocupación. Bien, ¿quiere oír la historia?
– Cuando guste.
– Conocí a Lenny en la cárcel, donde compartimos celda unos cuatro meses. Era una persona tranquila y pensativa. Sé que anteriormente ya había tenido problemas y que no era la clase de hombre que se adapta a la cárcel. Él me enseñó a hacer esos crucigramas en que hay que poner letras en orden. Tenía paciencia conmigo. -Estaba divagando, pero volvió a centrarse-. Era exactamente como el individuo que reflejan sus escritos. Él mismo me confesó que había quedado impune de malas acciones anteriores, pero que ello no le ayudaba a sobrellevar el castigo por un crimen que él no había cometido. Me lo repetía una y otra vez: «No fui yo, Mick, te lo juro. Lo juro por Dios y todos los santos». Era una obsesión. Yo creo que de no haber sido por aquellos relatos que escribía se habría suicidado antes.
– ¿No cree que le asesinaran?
Hine reflexionó antes de negar taxativamente con la cabeza.
– Estoy seguro de que fue suicidio. Aquel último día se notaba que había tomado una decisión y estaba reconciliado consigo mismo. Se le veía más tranquilo, casi sereno, pero sus ojos… Ya no me miraba. Era como si ya fuese incapaz de tratar con la gente. Hablaba, sí, pero sólo conversaba consigo mismo. Yo le apreciaba muchísimo. Y hay que ver lo bien que escribía…
– ¿El último día? -inquirió Rebus.
Morton miraba por la verja hacia el hospital.
– El último día -repitió Hine-. El último día fue el más espiritual de mi vida. Me sentí verdaderamente tocado por… la gracia.
– Una buena chica -musitó Morton, pero Hine no lo oyó.
– ¿Sabe cuáles fueron sus últimas palabras? -añadió Hine cerrando los ojos para hacer memoria-. «Dios sabe que soy inocente, Mick, pero estoy harto de decirlo.»
Rebus estaba inquieto. Quería mostrarse intrascendente, irónico, como era él, pero advertía ahora que su espíritu tendía a identificarse con excesiva naturalidad con las últimas palabras de Spaven; incluso algo con la persona. ¿Le había cegado realmente Lawson Geddes? Para él Spaven era casi un desconocido, y, sin embargo, le había ayudado a meterlo en la cárcel por homicidio, vulnerando reglas y reglamentos durante el proceso y prestando ayuda a un hombre enfebrecido por el odio e impulsado por la venganza.
¿Venganza de qué?
– Cuando me dijeron que se había dado un tajo al cuello, no me sorprendió. Se pasó todo aquel día acariciándoselo. -Hine se inclinó de pronto y elevó la voz-. ¡Y hasta ese último día no cesó de repetir que había caído en una trampa! ¡Tendida por usted y su amigo!
Morton se volvió hacia el banco, alerta. Pero Rebus permanecía impávido.
– ¡Míreme a los ojos y niéguelo! -espetó Hine-. Fue el mejor amigo que he tenido, el hombre más amable y agradable. Y ya no está… No está -añadió agarrándose la cabeza con las manos y rompiendo en sollozos.
De todas las opciones que tenía, Rebus sabía que la mejor era largarse. Y eso fue precisamente lo que hizo: echar a correr por los céspedes hacia Melville Drive seguido con notable esfuerzo por Jack Morton, que gritaba:
– ¡Espera! ¡Espera, hombre!
Estaban a medio camino, en la zona de juego, en el triángulo poco iluminado formado por los paseos. Morton le asió del brazo para intentar detenerle, pero Rebus giró sobre sus talones y le largó un puñetazo que fue a darle en la mejilla y le hizo tambalearse. Con cara de asombro, se puso en guardia y paró un segundo golpe con el antebrazo, lanzando él un derechazo con amago para que Rebus creyera que iba dirigido a la cabeza y que percutió con fuerza en su estómago. Rebus lanzó un gruñido de dolor, pero aguantó y retrocedió dos pasos antes de echársele encima. Cayeron los dos al suelo rodando, dándose golpes sin fuerza, pero luchando a brazo partido. Oía a Morton repitiendo sin cesar su nombre; le apartó de un empujón y se puso en cuclillas. Un par de ciclistas se habían parado a mirarles.
– John, ¿pero qué coño te pasa?
Enseñando los dientes, Rebus volvió a lanzarse con mayor ímpetu, dando a su amigo tiempo de sobra para esquivarle y replicar con un puñetazo que Rebus estuvo a punto de esquivar también; pero cambió de idea y aguantó el golpe. Un golpe que le alcanzó abajo; el tipo de puñetazo que dobla a un hombre sin hacerle daño. Rebus se quebró, para caer a cuatro patas y comenzar a escupir y a vomitar casi todo líquido. Y aun consciente de que había vaciado el estómago, seguía deseando echar más. Tras lo cual rompió a llorar. Lloraba por sí mismo y por Lawson Geddes, y quizá por Lenny Spaven. Y sobre todo por Elsie Rhind y por todas sus hermanas, víctimas a las que no había podido ni podría ayudar jamás.
Jack Morton aguardaba sentado a un par de metros con las manos en las rodillas. Sudoroso, recobraba el aliento y se quitaba la chaqueta. El llanto de Rebus parecía no tener fin; le chorreaban mocos por la nariz y saliva por la boca. Poco a poco los sollozos disminuyeron y cesaron por completo y vio que se tumbaba de espaldas, con la respiración agitada y un brazo sobre la frente.
– Joder, qué falta me hacía -dijo.
– No me había peleado desde los quince años -comentó Morton-. ¿Te sientes mejor?
– Mucho mejor. -Rebus sacó un pañuelo y se limpió los ojos, la boca y se sonó-. Siento que haya sido contigo.
– Mejor yo que el primer inocente que hubieras encontrado.
– Eso es bien cierto.
– ¿Por eso bebes? ¿Para evitar estas situaciones?
– Joder, Jack, no lo sé. Bebo porque siempre he bebido. Me gusta. Me gusta el sabor y la sensación. Me gusta ir a los pubs.
– ¿Y te gusta dormir sin soñar?
Rebus asintió con la cabeza.
– Eso más que nada.
– Hay otros modos, John.
– ¿Vas a intentar venderme ahora lo de la iglesia de los zumos?
– Eres mayorcito; decide tú mismo.
Morton se puso en pie y ayudó a Rebus a hacerlo.
– Seguro que parecemos dos pordioseros.
– Yo no sé, pero tú desde luego que sí.
– Tú tienes pinta elegante, Jack; sereno y elegante.
Morton le tocó el hombro con la mano.
– ¿Te sientes bien ya?
Rebus asintió con la cabeza.
– Es una bobada, pero hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Anda, vamos a dar un paseo.
Volvieron sobre sus pasos camino de la Infirmary. Morton no preguntó adónde iban, pero Rebus se dirigía a un sitio muy concreto: la biblioteca de la Universidad en George Square. Estaban cerrando cuando entraron y las estudiantes, carpeta contra el pecho, les abrieron paso hacia el mostrador sin hacerse de rogar. – ¿Qué desean? -les dijo el empleado mirándoles de arriba abajo.
Pero Rebus ya había rebasado el mostrador para acercarse a una joven enfrascada en sus libros.
– Hola, Nell.
Ella alzó la vista sin reconocerle al principio, y acto seguido se ruborizó.
– ¿Qué ha sucedido?
– Brian está bien -replicó él alzando una mano-. Es que Jack y yo…, bueno, nos…
– Tropezamos y nos caímos -apostilló Morton.
– No deberías ir a pubs con escaleras. -Ahora que ya sabía que Brian estaba bien recuperaba su aplomo y su recelo-. ¿Qué quieres?
– Hablar contigo. ¿Vamos afuera?
– Acabo en cinco minutos.
Rebus asintió con la cabeza.
– Te esperamos, entonces.
Salieron y Rebus quiso encender un cigarrillo, pero el paquete estaba aplastado e inservible.
– Caray, ahora que me apetece fumarme uno…
– Así apreciarás lo que es dejarlo.
Se sentaron en la escalinata mirando los jardines de George Square y los edificios del entorno, una mezcla de antigüedad y modernidad.
– Parece que se palpa en el ambiente todo ese esfuerzo intelectual -comentó Morton.
– Hoy en día la mitad de la policía pasa por la universidad.
– Y supongo que no van por ahí dando puñetazos a los amigos.
– Te he pedido perdón.
– ¿Sammy fue a la universidad?
– A una escuela superior. Creo que hizo algo de secretariado. Ahora trabaja en una organización benéfica.
– ¿En cuál?
– SWEEP.
– ¿Esos que reinsertan a ex presidiarios?
– Exacto.
– ¿Lo hizo por lanzarte una indirecta?
Rebus se había planteado la misma pregunta muchas veces. Se encogió de hombros.
– Padres e hijas, ¿no?
Se abrió la puerta a sus espaldas: Nell Stapleton. Era una mujer alta de cabello moreno corto y rostro desafiante. Sin pendientes ni alhajas.
– Podéis acompañarme al autobús -le dijo.
– Mira, Nell… -comenzó a balbucir Rebus, dándose cuenta de que habría debido prepararlo y ensayarlo-, lo único que quiero decirte es que siento lo que os ha pasado a ti y a Brian.
– Gracias.
Caminaba deprisa y a Rebus le dolía la rodilla.
– Ya sé que no soy el más indicado para dar consejos matrimoniales, pero hay una cosa que quiero que sepas: Brian ha nacido para policía. No quiere perderte y sufre una barbaridad, pero si abandona el cuerpo será la muerte lenta para él. Como es incapaz de dejarlo, lo que hace es buscarse complicaciones para que a los jefes no les quede otra alternativa que expulsarle. Pero ése no es modo de solucionar el problema.
Nell continuó un rato sin decir nada. Fueron hacia Potterrow, cruzaron el semáforo y se encaminaron hacia Greyfriars, donde paraban casi todas las líneas de autobús.
– Me hago cargo de lo que dices -dijo ella por fin-. Me lo expones como una situación insoluble.
– En absoluto.
– Haz el favor de escucharme. -Le brillaban los ojos a la luz de la farola-. No quiero pasarme el resto de mi vida aguardando la fatal llamada telefónica. No quiero hacer planes para el fin de semana y las vacaciones para luego anularlos porque antes que nada está cualquier investigación o una comparecencia judicial. Es pedir demasiado.
– Más que pedir demasiado -admitió Rebus-, es estar en la cuerda floja sin red debajo. Pero de todos modos…
– ¿Qué?
– Tú puedes hacer que funcione. No eres la única. Quizá no puedas planificar las cosas, y habrá anulaciones y lágrimas. Se trata de saber aprovechar las oportunidades que se presenten.
– ¿No estaré por casualidad en el programa de la doctora Ruth? -Rebus lanzó un suspiro y ella se detuvo y le cogió de la mano-. Mira, John, sé por qué haces esto. Brian sufre y a ti no te gusta verle así. A mí tampoco.
Se oyó una sirena a lo lejos, en dirección a High Street y Nell se estremeció. Rebus lo advirtió, la miró a los ojos y comprendió. Asintió con la cabeza. Tenía razón; también su mujer había dicho lo mismo. Y conocía aquella misma situación: la actitud de Morton y su expresión. Nell reanudó la marcha.
– Dejará la policía, Nell. Hará que lo expulsen. Pero el resto de su vida… No volverá a ser el mismo, Nell. No volverá a ser el mismo.
– ¿Y a mí qué? -replicó ella.
– Lo dices sin pensar.
– Pues sí.
– Asumes ese riesgo, ¿y no vas a asumir el reto de que siga en la policía? -El rostro de Nell se endureció, pero Rebus no le dio margen de réplica-. Aquí llega tu autobús. Piénsatelo, Nell.
Se dio media vuelta en dirección a los Meadows.
Hicieron la cama para Morton en la habitación extra, el antiguo dormitorio de Sammy lleno de postres de Duran Duran y Michael Jackson. Se lavaron y tomaron un té, sin alcohol ni tabaco. Rebus se tumbó en la cama y miró al techo, consciente de que tardaría una eternidad en dormirse, y que cuando lo hiciese tendría pesadillas. Se levantó y fue de puntillas al cuarto de estar sin encender la luz. Hacía frío porque habían dejado las ventanas abiertas hasta tarde, pero la pintura nueva y la que habían rascado en la puerta habían producido una mezcla olorosa agradable. Quitó la tela del sillón y lo arrimó a la ventana. Se sentó, se tapó con la manta y sintió que se relajaba. Había luces enfrente y se concentró en ellas. «Soy un mirón, un voyeur -pensó-. Todos los polis lo son.» Pero sabía que era algo más que eso: a él le gustaba implicarse en las vidas de sus congéneres. Era un ansia de saber que trascendía el simple voyeurismo. Una droga. Y el caso era que, una vez adquirido el conocimiento, tenía que recurrir al alcohol para borrarlo. Vio en los cristales su reflejo, bidimensional, fantasmagórico.
«Casi no estoy presente», pensó.