Grogan se tropezó con Rebus en el pasillo y le pasó un brazo por los hombros. No llevaba corbata y los dos primeros botones de la camisa estaban desabrochados y se le veía vello canoso. Había bailado una jiga con dos agentes femeninos y sudaba profusamente. Acababa de entrar el turno de relevo, pero a quienes les tocaba salir no se marchaban por no romper el encanto. Se citaban en pubs y clubes, restaurantes y boleras, pero nadie se iba; se oyó un fuerte aplauso cuando de un restaurante indio de la vecindad llegaron cajas y bolsas de comida, obsequio de los jefazos que ya habían abandonado la fiesta. Rebus se sirvió un poco de pakora en pan nan sin levadura y tikka de pollo.
A juzgar por su aliento, Grogan no había probado bocado a mediodía.
– Mi querido colega de las Lowlands -exclamó eufórico-, ¿qué tal? ¿Disfruta de la hospitalidad de las Highlands?
– Es una fiesta estupenda.
– ¿Y por qué esa cara tan larga?
Rebus se encogió de hombros.
– Ha sido un día agotador -dijo, pensando en que podía haber añadido: y la noche que queda por delante.
– Le recibiremos encantados cuando quiera. Será bienvenido cuando a usted le apetezca, cuando le venga en gana -añadió Grogan palmeándole la espalda antes de dirigirse a los servicios, pero se volvió y preguntó-: ¿Ludo sigue sin aparecer?
– Está en el hospital general, compañero de habitación de un tal Hayden Fletcher.
– ¿Qué?
– Y hay un agente de la Brigada Criminal a la espera de que recobren el conocimiento para tomarles declaración. Ya ve lo limpio que está Lumsden. Ya es hora de que despierte usted a la realidad.
Rebus bajó a las salas de interrogatorio y abrió la puerta de la que habían usado para interrogarle a él. Sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, estaba Judd Fuller. Ya antes les había explicado el caso a los interrogadores, mencionándoles las cintas y notas de Gill.
– Buenas tardes, Judd.
– ¿Nos conocemos?
Rebus se le acercó.
– Hijo de puta, imbécil, yo pude escapar pero tú, dale con el sótano. A Erik no le gustará -añadió meneando la cabeza.
– A Erik que le den por el culo.
– Que cada cual se las apañe, ¿no?
– Acabemos de una vez.
– ¿Cómo?
– ¿A qué has venido aquí? -replicó Fuller mirándole a la cara-. Si quiere zurrarme es la única oportunidad que tiene. Venga.
– No necesito pegarte, Judd -replicó Rebus sonriente mostrando el diente partido.
– Pues es un cobarde.
Rebus meneó la cabeza despacio.
– Lo fui, pero ya no.
Le dio la espalda y salió del cuarto.
En la sala del DIC la fiesta estaba en pleno apogeo. Habían puesto en marcha un radiocasete y se oían arpegios de acordeón distorsionado a todo volumen. Sólo bailaban dos parejas, sin mucha gracia; entre los escritorios faltaba espacio para marcarse debidamente un ceilidh escocés. Había tres o cuatro personas derrengadas en las mesas, bebidas, y un tipo en el suelo. Rebus contó nueve botellas vacías de whisky y ya había ido alguien a por más cajas de cerveza. Morton seguía de cháchara con la secretaria, colorado como un tomate por el calor. Aquello comenzaba a oler como unos vestuarios.
Rebus dio una vuelta por la sala: seguía en las paredes el material sobre las víctimas de Johnny Biblia en Aberdeen, con planos, diagramas, listas de turnos y fotografías. Miró las fotos, como tratando de recordar las caras sonrientes, y advirtió que el fax vomitaba algo. Los datos del propietario del BMW azul metalizado. Había cuatro en Aberdeen, pero sólo uno con la misma secuencia de letras que recordaba el testigo. A nombre de una empresa llamada Eugene Construction con sede en Peterhead.
Eugene Construction. ¿Eugene Construction?
Allí mismo, en una mesa, vació sus bolsillos: recibos de gasolina, el bloc, trozos de papel con números de teléfono, bicarbonato, una caja de cerillas… y… la tarjeta de visita. La que le había dado aquel tipo con quien entabló conversación en el bar del congreso. La leyó. Ryan Slocum, Jefe de Ventas, División de Ingeniería. Empresa: Eugene Construction, y una dirección de Peterhead. Con mano temblorosa, cogió la foto de Borneo, escrutándola e intentando recordar al hombre que había conocido en la cafetería.
«No me extraña que Escocia esté tan atrasada. Y queremos la independencia.»
Le había dado la tarjeta y después él le dijo que era policía.
«¿He dicho algo comprometedor…? ¿Es por Johnny Biblia?»
La cara, los ojos, la altura… muy parecidos al de la fotografía. Muy parecidos. Ray Sloane… Ryan Slocum. Alguien había entrado en su piso a buscar algo, sin llevarse nada. ¿Buscando algo comprometedor? Volvió a leer la tarjeta, cogió un teléfono y consiguió finalmente localizar a Siobhan en casa.
– Siobhan, ¿el individuo con quien hablaste en la Biblioteca Nacional…?
– ¿Qué?
– ¿Te dio la descripción del supuesto periodista? -Sí.
– Repítemela.
– Un momento. -Fue a buscar el bloc de notas-. Pero ¿por qué lo preguntas?
– Luego te lo explico. Léemela.
– «Alto, pelo rubio, algo más de cincuenta años, rostro alargado, sin características particulares.»
– ¿Algo sobre algún deje al hablar?
– No tengo nada apuntado. -Pausa-. Ah, sí. Me dijo algo… Dijo que era nasal.
– ¿Como de norteamericano?
– Pero escocés.
– Es él.
– ¿Quién?
– John Biblia; tú misma lo has dicho.
– ¿Qué?
– A la caza de su cachorro.
Rebus se restregó la frente y se apretó el puente de la nariz. Cerró los ojos con fuerza. ¿Era o no era? ¿Sería una obsesión suya? ¿Qué diferencia había entre la capilla de Johnny Biblia y su cocina llena de recortes?
– No lo sé -añadió. Pero sí que lo sabía. Estaba seguro-. Luego te llamo -dijo.
– ¡Espera!
Pero eso era lo único de lo que era incapaz. Tenía que averiguarlo. Tenía que averiguarlo enseguida. Miró a su alrededor y vio rostros ebrios y somnolientos; nadie que pudiera conducir ni ayudarle.
Salvo Jack.
En ese momento rodeaba con un brazo la cintura de la secretaria y le susurraba algo al oído. Ella sonreía y sostenía la taza con mano firme. Tal vez bebiera Coca-Cola como él. ¿Le dejaría Jack las llaves? No sin una explicación, y él quería hacer aquello solo. Era una necesidad. Su móvil tal vez fuera el enfrentamiento y el exorcismo. Además, John Biblia le había hecho trampa con Johnny Biblia.
Bajó a comunicaciones.
– ¿Hay un coche disponible para mí?
– No, si ha bebido.
– Hágame la prueba del alcohol.
– Afuera hay un Escort aparcado.
Rebus buscó en los cajones de las mesas y encontró un listín telefónico. Peterhead… Slocum, R. Nada. Podía preguntar a información, pero comprobar un número de abonado que no figura en el listín llevaría tiempo. Otra opción era ponerse en marcha. Lo que él quería en cualquier caso.
Las calles estaban inundadas de gente. Otra noche de viernes con jolgorio juvenil. Él iba cantando All Right Now y empalmó con Been Down So Long. Cincuenta kilómetros hacia el norte: Peterhead, puerto carguero. Allí iban los petroleros y plataformas para mantenimiento. Apretó el acelerador; no había mucho tráfico de salida. Un cielo rosado mortecino. Fuego lento, como decían en Shetland. Procuró no pensar en lo que iba a hacer: vulnerar las reglas que él siempre había aconsejado no transgredir. Solo. El lugar al que se dirigía estaba muy lejos de su territorio, lo que significaba menos control.
Tenía la dirección de Eugene Construction. Por la tarjeta de Ryan Slocum. «¡He estado al lado de John Biblia en un bar! ¡Y me invitó a una copa!» Sacudió la cabeza. Era probable que muchos otros pudieran decir lo mismo si fueran conscientes de ello. No tenía tanto mérito. En la tarjeta figuraba el número de teléfono de la empresa, pero había salido el contestador automático. Lo que no significaba que no hubiese nadie: los vigilantes no tenían por qué contestar al teléfono. En la tarjeta figuraba también el número del busca de Slocum; pero no pensaba utilizarlo.
Una valla alta de tela metálica rodeaba la empresa. Había estado veinte minutos dando vueltas y preguntando hasta dar con ella. No estaba cerca del muelle como él esperaba, sino al principio de un polígono industrial de las afueras. Encontró la entrada cerrada. Hizo sonar el claxon. Había una caseta con luz pero no veía a nadie. Detrás de las puertas había unos guardabarreras pintados de rojo y blanco. Enfocó los faros y vio que se acercaba parsimoniosamente un vigilante uniformado. Dejó el motor en marcha y se dirigió a las puertas.
– ¿Qué pasa? -dijo el vigilante.
Rebus acercó su placa de identificación a la alambrada.
– Policía. Necesito la dirección particular de un empleado.
– ¿Y no puede esperar a mañana?
– Me temo que no.
El vigilante, sesentón, con edad de jubilarse y protuberante barriga, se restregó la mejilla.
– Pues, no sé -replicó.
– Escuche. ¿A quién llama en caso de urgencia?
– A mi oficina.
– ¿Y ellos se ponen en contacto con alguien de la empresa?
– Supongo. No lo he tenido que hacer nunca. Hace meses unos críos intentaron saltar la valla, pero…
– ¿Puede telefonear?
– … me oyeron y echaron a correr. ¿Qué?
– Si puede telefonear.
– Supongo que sí, si es urgente…
El hombre echó a andar hacia la garita.
– ¿Y ya que está, me deja entrar? Después tengo que usar el teléfono.
El vigilante se rascó la cabeza, murmuró algo y sacó unas llaves del bolsillo, dirigiéndose a las puertas.
– Gracias -dijo Rebus.
Había poca cosa en la caseta. Una tetera, un vaso, café y un tarro con leche en una bandeja oxidada. Una estufa eléctrica, dos sillas y una novela del Oeste en la mesa. Rebus cogió el teléfono y explicó al jefe del vigilante de qué se trataba y éste pidió hablar con él.
– Sí, señor, con identificación -dijo el hombre, que miraba a Rebus como si fuese el jefe de una banda de atracadores.
Volvió a pasarle el auricular y el de la empresa de seguridad le dio el número que quería. Rebus marcó y esperó.
– Diga.
– ¿Señor Sturges?
– Al habla.
– Mire, lamento molestarle a estas horas. Soy el inspector John Rebus y le llamo desde la entrada de su empresa.
– No me diga que han intentado robar. -Emitió un profundo suspiro diciéndose que iba a tener que vestirse y llegarse allá.
– No, señor, únicamente necesito unos datos sobre uno de sus empleados.
– ¿Y no puede aguardar a mañana?
– Me temo que no.
– Bien. ¿De quién se trata?
– De Ryan Slocum.
– ¿Ryan? ¿Qué sucede?
– Una enferma grave, señor -dijo Rebus valiéndose de la habitual mentira-. Una anciana pariente suya. Necesitan la autorización del señor Slocum para operar.
– ¡Santo cielo!
– Por eso es urgente.
– Sí, claro. -Siempre daba resultado lo de las abuelas en peligro de muerte-. Bueno, no conozco de memoria la dirección de mis empleados.
– ¿Pero conoce la del señor Slocum?
– He ido un par de veces a cenar a su casa.
– ¿Está casado?
Una esposa. No se había imaginado a John Biblia casado.
– Su mujer se llama Una. Son una pareja encantadora.
– ¿Y la dirección, señor?
– Bueno, ¿no prefiere el número de teléfono?
– En realidad, las dos cosas. Así, si no está en casa podemos enviar a alguien a que le espere.
Rebus anotó los datos, le dio las gracias y colgó.
– ¿Sabe usted por dónde se va a Springview? -preguntó al vigilante.