Capítulo 13

El aparcamiento del Centro de Congresos estaba lleno de modelos de altos ejecutivos: Mercedes, BMW, Jaguar y algún que otro Bentley y Rolls Royce. Un tropel de chóferes fumaba cigarrillos mientras se contaban anécdotas.

– Cara al público, habría quedado mejor si todos hubiesen acudido en bicicleta -comentó Rebus al ver una manifestación ante la cúpula prismática de acceso al congreso.

Del tejado colgaba una gigantesca bandera blanca que decía en letras verdes: ¡NO MATÉIS LOS MARES! Desde arriba los de seguridad intentaban quitarla sin perder el equilibrio ni la dignidad. Una voz dirigía las protestas desde un megáfono. Muchos de los que protestaban lucían equipo completo de combate con capucha antirradiactiva, había otros vestidos de sirenas y sirenos, amén de una ballena hinchable, a la que, por impulso del viento, poco faltaba para soltar sus amarres. Policías de uniforme patrullaban por la zona, comunicándose a través de pequeños aparatos de radio. Rebus pensó que no andaría lejos algún furgón con la artillería pesada: escudos antidisturbios, cascos y porras estilo norteamericano… Aunque, de momento, no parecía esa clase de demostración.

– Tendremos que pasar por en medio -dijo Minchell-. Es lamentable. Con los millones que gastamos en protección ambiental… Yo hasta soy miembro de Greenpeace, de Oxfam. Pero todos los putos años sucede lo mismo.

Cogió la cartera y el móvil, conectó el dispositivo de cierre de control remoto, la alarma, y se encaminaron hacia la puerta.

– Le haría falta una tarjeta de identificación de delegado. Pero no creo que pase nada -comentó.

Estaban ya a dos pasos de la manifestación. La música difundía por megafonía una canción sobre las ballenas y Rebus reconoció el estilo de los Dancing Pigs. Se abalanzaron sobre él para darle octavillas; cogió una de cada y dio las gracias. Justo delante de él una joven paseaba como un leopardo enjaulado. Era la encargada del megáfono, su voz nasal tenía acento norteamericano.

– Las decisiones que se adopten en el presente afectarán a nuestros hijos y nietos. ¡El futuro no tiene precio! ¡Demos prioridad al futuro por el bien de todos!

Cuando Rebus pasó por delante la miró. Una expresión neutra sin odio ni desdén; era su trabajo. Llevaba el pelo decolorado y descuidado con trencitas brillantes, una de las cuales le caía sobre la frente.

– ¡Matad los océanos y mataréis el planeta! ¡La madre tierra es más importante que el dinero!

Antes de llegar a la entrada Rebus ya estaba convencido.

Ya en el interior, había una papelera para tirar las octavillas, pero él dobló las suyas y se las guardó. Una pareja de vigilantes les requirió la tarjeta de identificación, pero, efectivamente, bastó con su carnet de policía. Había más vigilantes: guardias de seguridad privada uniformados y con gorras relucientes que seguramente habrían asistido a un cursillo acelerado de veinticuatro horas sobre bromas de mal gusto. Entre los asistentes abundaban los trajes. Los megáfonos transmitían continuamente mensajes y había zonas de propaganda con mesas llenas de folletos, y un mercadillo de infinidad de productos. En algunas casetas parecían estar haciéndose negocios. Minchell se excusó y propuso reunirse en la entrada al cabo de media hora, pues tenía que «fingir» por ahí. Debía de tratarse de dar la mano a gente, sonreír, decir cuatro cosas y repartir alguna que otra tarjeta de visita. Rebus lo perdió de vista enseguida.

No vio muchas fotos de plataformas y las que había eran del tipo con patas de tensión y semisumergibles. La auténtica novedad parecía ser los SADPF -Sistemas de Almacenamiento y Descarga de Producción Flotante-, consistentes en una especie de depósitos que hacían prescindible el empleo de una auténtica plataforma. Los oleoductos conectaban directamente con aquellos depósitos con capacidad para trescientos mil barriles diarios.

– ¿Verdad que es impresionante? -preguntó un escandinavo; seguramente agente de ventas.

Rebus asintió con la cabeza.

– Se prescinde de la plataforma -dijo.

– Y es más fácil de convertir en chatarra cuando llega su hora. Barato y ecológico. -Hizo una pausa-. ¿Le interesa alquilar uno?

– ¿Y dónde lo aparco?

Se alejó sin esperar a que el vendedor pudiera interpretarlo.

Quizá por su olfato de sabueso dio fácilmente con el bar y se acomodó en un extremo de la barra con un whisky y algo de picar. Había almorzado un bocadillo en la gasolinera y empezaba a sentir apetito. Llegó un nuevo cliente que se puso a su lado, se secó el rostro con un pañuelo blanco y pidió una soda con mucho hielo.

– No sé por qué sigo asistiendo a estos eventos -farfulló.

Tenía acento de la costa atlántica, del centro; el hombre era alto y delgado, de pelo rojizo y algo calvo. Por la piel floja del cuello juzgó que tendría algo más de cincuenta años, aunque aparentaba algunos menos. Rebus no sabía qué decirle y guardó silencio. Le trajeron la soda, se la bebió de un trago y pidió otra.

– ¿Quiere una? -ofreció.

– No, gracias.

El sediento advirtió que Rebus no llevaba la tarjeta de identificación con la foto.

– ¿Es usted delegado? -preguntó.

– Observador.

– ¿Periodista?

Rebus volvió a negar con la cabeza.

– Ya me parecía. Las únicas noticias sobre el petróleo son las catástrofes. Es una industria mucho más importante que la nuclear, y se le da la mitad de cobertura.

– Pero en definitiva está bien si todas las noticias que publican son malas, ¿no?

El hombre reflexionó al respecto y se echó a reír, mostrando una dentadura perfecta.

– En eso estoy con usted -dijo, volviendo a secarse la cara-. Así que es usted observador: ¿de qué exactamente?

– Ahora no estoy de servicio.

– Suerte que tiene.

– ¿Y usted qué hace?

– Trabajar como un burro. Pero tengo que decirle que mi empresa está a punto de renunciar a vender a la industria petrolífera. Prefieren comprar productos yanquis o escandinavos. Pues que se vayan a tomar por culo. No me extraña que Escocia se esté quedando a la cola. Y queremos la independencia… -El hombre agitó la cabeza y se inclinó hacia él. Rebus le imitó en plan conspirador-. Fundamentalmente, mi cometido es asistir a congresos aburridos como éste y cuando vuelvo a casa por la noche me pongo a pensar qué estoy haciendo. ¿Seguro que no quiere nada?

– Bueno, de acuerdo.

Dejó que le invitase y por su modo de decir «que se vayan a tomar por culo» pensó que no debía decirlo con frecuencia. Era un simple pretexto para romper el hielo y hablar entre hombres, de un modo informal. Le ofreció un cigarrillo, pero el otro rehusó.

– Hace años que lo dejé. No crea que no me tienta aún, a veces. -Hizo una pausa y miró a su alrededor-. ¿Sabe quién me gustaría ser? -Rebus puso cara de circunstancias-. A ver si lo adivina.

– Ni la menor idea.

– Sean Connery -dijo-. Figúrese, con lo que gana por película, podría dar una libra a cada hombre, mujer y niño del país y aún le quedarían un par de millones. ¿No es increíble?

– Entonces, ¿si usted fuera Sean Connery, le daría a todo el mundo una libra?

– ¿Para qué necesitaría dinero si fuera el hombre más sexy del mundo?

Tenía razón y brindaron por la idea. Lo único malo fue que, al mencionar a Sean Connery, Rebus se acordó de Ancram por el parecido físico. Miró el reloj y vio que tenía que marcharse.

– ¿Puedo invitarle antes de irme? -dijo.

El hombre negó con la cabeza, al tiempo que, con un movimiento rápido, como de prestidigitador, le daba su tarjeta de visita.

– Por si le hiciera falta. Por cierto, me llamo Ryan.

Rebus leyó la tarjeta: Ryan Slocum, jefe de ventas de la Sección de Ingeniería y el nombre de una empresa: Eugene Construction.

– John Rebus -dijo estrechándole la mano.

– John Rebus -repitió Slocum-. ¿No tiene tarjeta de visita?

– Soy policía.

Slocum le miró con los ojos muy abiertos.

– No habré dicho algo incriminador…

– Aunque lo hubiera dicho, me tendría sin cuidado. Soy de la policía de Edimburgo.

– Está lejos de Aberdeen. ¿Ha venido por Johnny Biblia?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Porque ha asesinado en ambas ciudades, ¿no es cierto?

Rebus asintió con la cabeza.

– No, no es por Johnny Biblia. Cuídese, Ryan.

– Usted también. Que ésos están muy locos.

– Ya lo creo.

Stuart Minchell le esperaba en la puerta.

– ¿Quiere ver alguna cosa más o nos vamos?

– Vamonos.


Lumsden le llamó a la habitación y bajó a reunirse con él. Iba bien vestido, pero con un atuendo más informal y una chaqueta beige con camisa amarilla sin corbata que sustituía la blazer.

– Bueno -dijo Rebus-, ¿voy a estar toda la noche llamándole Lumsden?

– Me llamo Ludovic.

– ¿Ludovic Lumsden?

– El sentido del humor de mis padres. Ludo, para los amigos.

Aún hacía calor y no había anochecido. La algarabía de los pájaros llenaba el parque y las gaviotas picoteaban en las aceras.

– Hay luz hasta las diez, hasta las once incluso -comentó Lumsden.

– Son las gaviotas más grandes que he visto en mi vida.

– Las detesto. Fíjese cómo está la acera.

Era cierto, estaba llena de cagadas.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Rebus.

– Digamos que es una sorpresa. Podemos ir a pie. ¿Le gustan las sorpresas?

– Me gusta llevar guía.

Fueron a un restaurante italiano, donde era muy conocido y todos querían estrecharle la mano. El dueño pidió excusas a Rebus y se llevó a Lumsden para cuchichear un rato.

– Aquí, los italianos no nos dan guerra -comentó Lumsden una vez concluida su charla privada-. No consiguieron hacerse con el control de la ciudad.

– ¿Y quién lo tiene?

Lumsden reflexionó.

– Hay un poco de todo.

– ¿Norteamericanos también?

Lumsden asintió sin dejar de mirarle.

– Tienen muchas discotecas y clubes y algunos hoteles nuevos. La industria del sector servicios. Llegaron en los setenta y aquí los tenemos. ¿Querrá ir después a un club?

– No creo que sea un inconveniente -dijo Rebus con gesto de displicencia.

Lumsden se echó a reír.

– ¿O quiere ir a lo «fuerte», que es lo que se supone que hay en Aberdeen? Pues se equivoca; aquí domina lo empresarial. Si tiene interés, más tarde le llevaré a la zona portuaria donde hay locales de striptease y borrachos, pero son una minoría.

– Cuando uno vive en el sur oye contar historias.

– Sí, cómo no. Burdeles de lujo, droga, pornografía, juego y alcohol. También nosotros las oímos. Pero en cuanto a la realidad… -añadió, sacudiendo la cabeza-. La industria del petróleo es muy tranquila, en el fondo. Ya no quedan casi matones. El petróleo se ha vuelto legal.

Se habría convencido con facilidad, pero Lumsden insistía en exceso, habla que te habla, y cuanto más hablaba menos creíble resultaba. Se acercó otra vez el dueño para hablar con él y se alejaron a un rincón. Lumsden no cesaba de darle al hombre palmaditas en la espalda. Cuando volvió a sentarse se atusó la corbata.

– El hijo, que se le desmanda -comentó, encogiendo los hombros como si no hubiera más que decir, al tiempo que recomendaba a Rebus que probase las albóndigas.

La siguiente etapa fue un club nocturno donde los hombres de negocios competían con los jóvenes por los favores de las dependientas transformadas en elegantes zorras. La música era tan excesiva como las indumentarias. Lumsden seguía el ritmo con la cabeza pero no parecía pasarlo bien. Era como si fuese un guía turístico. Ludo, el organizador de juegos. Rebus era consciente de que le estaban vendiendo la moto, como a cualquier turista que viaja al norte: que no era más que la tierra de las sopas Baxter, de currantes en camiseta y abuelas en sus casitas, y donde el petróleo era una industria más que había beneficiado a la ciudad y a los lugareños. Una estampa que tiene mucho del estereotipo del Highland montañés.

Sin tacha alguna.

– Creí que este sitio le interesaría -voceó Lumsden por encima de la música.

– ¿Porqué?

– Aquí es donde Michelle Strachan conoció a Johnny Biblia.

Rebus se quedó de piedra. No se había fijado en el nombre del club. Ahora lo veía todo distinto: las chicas en las pistas de baile y las que estaban en la barra, brazos posesivos enroscándose en cuellos reticentes. Veía ojos de deseo y dinero corruptor.

Se imaginó a Johnny Biblia tranquilo en la barra, columbrando posibles presas y descartándolas hasta elegir una en concreto. Y sacando a Michelle Fifer a bailar…

Cuando Rebus sugirió ir a otro lugar Lumsden no se opuso. El gasto había consistido en una sola ronda, habían cenado «por cuenta de la casa» y el gorila del club les franqueó discretamente la entrada con una inclinación de cabeza.

Al salir se cruzaron con un hombre que acompañaba a una joven y Rebus volvió ligeramente la cabeza.

– ¿Los conoce? -preguntó Lumsden.

Rebus se encogió de hombros.

– Me sonaba la cara.

Acababa de verla aquella tarde: pelo negro rizado, gafas, tez olivácea. Hayden Fletcher, el gurú de relaciones públicas del mayor Weir. Parecía muy contento. La mujer cruzó su mirada con la de Rebus y sonrió.

Afuera el cielo conservaba un fulgor púrpura. En un cementerio del otro lado de la calle un árbol era asediado por el estruendo de los estorninos.

– ¿Adónde vamos? -dijo Lumsden.

– En realidad, Ludo -contestó Rebus, desperezándose-, creo que me vuelvo al hotel. Perdona que me raje.

Lumsden procuró ocultar el peso que se quitaba de encima.

– Bueno, ¿y dónde piensas ir mañana?

Se dio cuenta de que prefería no decírselo.

– A otra entrevista en la empresa del difunto -contestó, ante la aparente satisfacción de Lumsden.

– ¿Y te vuelves a Edimburgo?

– Dentro de un par de días.

Lumsden procuró ocultar su decepción.

– Bueno, que duermas bien. ¿Sabrás volver?

Rebus asintió con la cabeza y se dieron la mano. Tomaron direcciones opuestas. Siguió caminando hacia el hotel, despacio, mirando escaparates y atento por si le seguían. Luego se detuvo, consultó el plano y vio que la zona portuaria no estaba lejos, pero paró al primer taxi que pasaba.

– ¿Adónde vamos? -preguntó el taxista.

– A algún sitio en que pueda tomar una buena copa. Por el puerto.

«Donde se divierten los borrachos», pensó.

– ¿Con mucha marcha?

– Donde haya más.

El hombre asintió con la cabeza y arrancó. Rebus se inclinó hacia delante.

– Creí que aquí había más animación.

– Ah, es algo pronto. Pero los fines de semana es el desmadre. Vienen los de las plataformas con la paga.

– Y beben cantidad.

– Cantidad de todo.

– Tengo entendido que todos los clubes son de los norteamericanos.

– Yanquis. Están por todas partes -dijo el taxista.

– ¿Lo legal y lo ilegal?

El hombre miró por el retrovisor.

– ¿Qué es lo que busca, en concreto?

– Pues algo que me pusiera bien.

– No tiene usted el aspecto de ésos.

– ¿Y qué aspecto tienen éstos?

– No el de un poli.

Rebus se echó a reír.

– Fuera de servicio y lejos de mi ciudad.

– ¿Cuál?

– Edimburgo.

El hombre asintió con la cabeza, pensativo.

– Si yo buscase ponerme bien -añadió- tal vez iría al club Burke's en College Street. Hemos llegado.

Frenó. El contador marcaba algo más de dos libras. Rebus le dio un billete de cinco y le dijo que se quedase con la vuelta. El taxista se asomó por la ventanilla.

– Estaba usted a menos de cien metros de Burke's cuando le recogí.

– Lo sé.

Claro que lo sabía, el Burke's era donde Johnny Biblia había conocido a Michelle.

Mientras el taxi se alejaba echó un vistazo para situarse. Frente a él tenía el puerto, con barcos atracados y luces en algunos en los que aún trabajaban; equipos de mantenimiento, lo más probable. La acera donde estaba era una mezcla de viviendas, comercios y pubs. Un par de busconas y poco tráfico. Ante él había un local llamado Yardarm que ofrecía karaoke, bailarinas exóticas, bebida más barata a partir de cierta hora, televisión por satélite y «ambiente cálido».

Nada más cruzar la puerta sintió la calidez de sopetón: era un horno. Tardó más de un minuto en llegar a la barra, y a pesar de ser un fumador empedernido atracó en ella con los ojos irritados por el humo.

Algunos clientes parecían pescadores: rostros enrojecidos, pelo ralo y jerséis gruesos. Otros, con manos sucias de gasóleo; debían ser mecánicos de los muelles. Las mujeres tenían la mirada vacía por la bebida y los rostros muy maquillados o demacrados. Pidió un whisky doble en la barra. Ahora que se había impuesto el sistema métrico nunca sabía si treinta y cinco mililitros eran más de un cuarto de pinta. No había vuelto a ver tantos borrachos juntos desde el partido de los Hibs contra los Hearts, en un bar de Easter Road en que se había organizado un jaleo de órdago al ganar los Hibs.

A los cinco minutos ya había entablado conversación con su vecino, un tipo que había trabajado en el petróleo. Era bajo y enjuto y ya casi calvo con poco más de treinta años, además de usar gafas a lo Buddy Holly con cristales de culo de botella. Había estado empleado en la cantina.

– Una comida cojonuda. Tres menús en dos turnos. De lo mejor. Los nuevos se hartaban, pero escarmentaban enseguida.

– ¿Trabajaba dos semanas sí y dos no?

– Todos. Y semanas de siete días. -Hablaba con la cara casi pegada a la barra, como si el peso le venciera-. Algo que al final te engancha. Luego, en tierra, no me acostumbraba y estaba deseando volver al mar.

– ¿Y qué pasó?

– La cosa se puso mal. Reducción de personal.

– Me han dicho que en las plataformas corre la droga. ¿Usted lo vio?

– Ay, sí. Por todas partes. Fuera de las horas de trabajo, claro. A nadie se le ocurriría trabajar colocado. Un movimiento en falso y un tubo puede seccionarte la mano… Lo sé porque lo he visto. O si pierdes el equilibrio, vamos, que das un vuelo de treinta metros al agua. Pero sí, había mucha droga, y mucho alcohol. Y mire lo que le digo, no había mujeres pero teníamos revistas y películas porno a porrillo. No he visto cosa igual. Había para todos los gustos y algunas bien asquerosas. Yo he corrido mucho mundo y sé de qué hablo.

Eso pensaba Rebus. Le invitó a un trago. Si seguía inclinándose más sobre la barra acabaría dándose de narices con el vaso. Cuando anunciaron que faltaban cinco minutos para el karaoke, se dijo que era hora de irse. Aquello ya lo había visto. Recurrió al plano para regresar a Union Street. La noche comenzaba a animarse y se cruzaba con pandillas de quinceañeros y furgones de policía -Transit de color azul- haciendo la ronda. Un exceso de uniformes que a nadie parecía intimidar. Todos gritaban, cantaban y batían palmas. Entre semana, Aberdeen era como Edimburgo un sábado por la noche de los malos. Una pareja de policías discutía algo con dos jóvenes mientras sus respectivas novias aguardaban mascando chicle. Cerca de allí había una furgoneta con las puertas traseras abiertas.

«Yo soy turista», se dijo pasando de largo.

En un determinado momento giró hacia donde no debía y llegó al hotel por la dirección opuesta, pasando ante una enorme estatua de William Wallace que esgrimía una espada escocesa.

– Buenas noches, Mel.

Subió la escalinata del hotel y decidió tomarse la última copa; se la llevaría a la habitación. El bar estaba lleno de congresistas, muchos de ellos con la tarjeta credencial en la solapa, en mesas llenas de vasos vacíos. En la barra, una mujer sola fumaba un cigarrillo negro y expulsaba el humo hacia el techo. Rubia oxigenada con mucho oro y traje sastre granate con leotardos o medias negras. Rebus la miró y dedujo que serían medias. Tenía un rostro duro y el pelo peinado hacia atrás y recogido con un gran broche de oro; mejillas empolvadas y labios pintados de carmín oscuro brillante. Debía de tener su misma edad o quizás un año o dos menos: la clase de mujer que los hombres llaman «de bandera». Tenía delante un par de vasos, motivo suficiente, quizá, para que le sonriera.

– ¿Es congresista?

– No -respondió Rebus.

– Gracias a Dios. Le juro que no ha habido uno que no haya intentado ligarme, pero no saben más que hablar de crudo. -Hizo una pausa-. Petróleo crudo… crudo vivo y crudo muerto. ¿Sabía que hay una diferencia?

Rebus sonrió, negó con la cabeza y pidió una copa.

– ¿Toma otra o sólo quiere ligar?

– Ambas cosas. -Viendo que él miraba su cigarrillo añadió-: Sobranie.

– ¿Saben mejor por el papel negro?

– Saben mejor por el tabaco.

– Yo fumo picadura -dijo Rebus, sacando los suyos.

– Ya veo.

Les sirvieron la bebida y Rebus firmó la nota para que las cargasen a la cuenta de su habitación.

– ¿Está aquí por trabajo?

Tenía una voz profunda, probablemente de la Costa Oeste, clase trabajadora con estudios.

– Algo así. ¿Y usted?

– Por trabajo. ¿Y a qué se dedica?

La peor respuesta del mundo para ligar:

– Soy policía.

Ella enarcó una ceja con interés.

– ¿Del Departamento de Investigación Criminal?

– Sí.

– ¿Está en el caso de Johnny Biblia?

– No.

– Tal como lo ponen los periódicos, pensaba que estaba en ello toda la policía de Escocia.

– Yo soy una excepción.

– Recuerdo el caso John Biblia -dijo ella, dando una calada al Sobranie-. Me crié en Glasgow y mi madre estuvo semanas enteras sin dejarme salir de casa. Como si me tuviera en la trena.

– Les pasó a muchas mujeres.

– Y ahora vuelta a empezar. -Hizo una pausa-. Cuando dije que me acordaba de John Biblia hubiera debido decirme: «No parece usted tan mayor».

– Lo que demuestra que no estoy ligando.

Ella se le quedó mirando.

– Lástima -dijo, cogiendo el vaso.

Rebus no sabía dónde poner las manos y cogió también el suyo para ganar tiempo. Le había marcado la pauta claramente. Le tocaba a él actuar o no en consecuencia. ¿Invitarla a su habitación? O alegar… ¿qué exactamente? ¿Mala conciencia? ¿Miedo? ¿Repulsa de sí mismo?

Miedo.

Se imaginaba lo que podía dar de sí la noche, en un intento de extraer belleza de la necesidad, pasión de una especie de desesperación.

– Muy halagador -atinó a decir.

– No hay de qué -fue la inmediata réplica de ella.

Le tocaba a él; una partida de ajedrez de aficionado contra profesional.

– Bien, ¿ya qué se dedica? -inquirió.

Ella se giró. Sus ojos daban a entender que se sabía todas las tácticas del juego.

– Ventas. Productos para la industria del petróleo. Puede que tenga que trabajar con ésos -añadió, ladeando la cabeza hacia la barra-, pero nadie dice que tenga que pasar el tiempo con ellos.

– ¿Vive aquí en Aberdeen?

Negó con la cabeza.

– Ahora invito yo -ofreció.

– Tengo que madrugar.

– Una más no será grave.

– Podría serlo -replicó Rebus, sosteniéndole la mirada.

– Bueno, final perfecto para un día perfectamente asqueroso -dijo ella.

– Lo siento.

– Es igual.

Notaba sus ojos clavados en él mientras salía del bar hacia recepción. Tuvo que hacer un esfuerzo para subir la escalera hacia la habitación. Era muy atractiva. Y ni siquiera sabía su nombre.

Encendió el televisor mientras se desvestía. Un subproducto de la factoría de Hollywood: las mujeres parecían esqueletos con pintalabios y los hombres eran muy malos actores. Volvió a pensar en la mujer. ¿Sería una buscona? No, desde luego. Pero le había entrado rápido. Le había dicho que se sentía halagado, cuando, en realidad, le había aturdido. Siempre encontraba difícil la relación con el sexo contrario. Se había criado en un pueblo minero, un poco atrasado en lo que atañía a asuntos como la promiscuidad. Echabas mano a la blusa de una chica y enseguida tenías a su padre persiguiéndote con un cinto.

Después se había enrolado en el Ejército, donde las mujeres eran o fantasías eróticas o figuras intocables: escoria y vírgenes, sin término medio. Después de licenciarse ingresó en la policía, ya casado; pero el trabajo había resultado más atrayente, más entregado, que la relación, que cualquier tipo de relación. Y desde entonces, sus aventuras habían durado meses, semanas y a veces días. Tenía la sensación de que ya era demasiado tarde para algo más duradero. Gustaba a las mujeres; ése no era el problema, sino algo más íntimo que se agravaba con asuntos como el caso de Johnny Biblia y esas mujeres violadas y asesinadas. La violación era imponer el poder, y asesinar, tres cuartos de lo mismo. Y el poder, ¿no era la máxima fantasía masculina? ¿Acaso él no soñaba a veces con el poder?

Al ver las fotos de la autopsia de Angie Riddell la primera idea que le había venido a la cabeza, el primer pensamiento que tuvo que descartar fue: buen cuerpo. Y le fastidió, porque en aquel momento fue como si también él la hubiera visto como un simple objeto. Luego, una vez que el médico forense inició su faena, ella, de objeto, pasó a despojo.

Se durmió nada más rozar la almohada. Como cada noche, lo único que había rogado era no tener pesadillas. Se despertó en la oscuridad con la espalda mojada en sudor oyendo un tictac. No había reloj y el suyo estaba en el cuarto de baño. Aquello era más próximo, más recoleto. ¿Salía de la pared? ¿Del cabezal? Encendió la luz y dejó de oírlo. ¿Carcoma? El marco de madera del cabezal no tenía agujeritos. Apagó la luz y cerró los ojos. Volvía a oírlo: ahora más tipo contador Geiger que diapasón. Trató de distraer su atención, pero lo notaba muy cerca. No podía. Era la almohada; la almohada de plumas. Algo había dentro; algo vivo. ¿Se le metería en el oído? ¿Para devorar? ¿Para mutar y volverse crisálida, o simplemente regalarse con un poco de cerumen y pabellón de su oreja? El sudor le chorreaba por la espalda y mojaba la sábana. Se asfixiaba en aquella habitación; pero se encontraba demasiado cansado para levantarse y demasiado nervioso para dormir. Optó por hacer lo único razonable: tirar la almohada contra la puerta.

Dejó de oír el tictac, pero no podía dormir. El timbre del teléfono fue un consuelo. A lo mejor era la mujer del bar. Le diría que era un alcohólico, una basura, un desecho que no servía para nada.

– Diga.

– Soy Ludo. Lamento despertarte.

– No dormía. ¿Qué sucede?

– Ahora sale un coche patrulla a recogerte.

Rebus torció el gesto. ¿Le habría localizado ya Ancram?

– ¿Para qué?

– Un suicidio en Stonehaven. Pensé que te interesaría. Resulta que se llama Anthony Ellis Kane.

– ¿Tony El? ¿Se ha suicidado? -exclamó saltando de la cama.

– Por lo visto. El coche llegará dentro de cinco minutos.

– Estaré listo.

Ahora que John Rebus estaba en Aberdeen la situación era más peligrosa.

John Rebus.

Era el primer nombre de la lista del bibliotecario, con domicilio en Arden Street, Edimburgo EH9. Con una tarjeta de lector de plazo limitado, Rebus había consultado los ejemplares de The Scotsman entre febrero de 1968 y diciembre de 1969. Otras cuatro personas habían consultado los microfilmes equivalentes en los seis meses anteriores. A John Biblia le constaba que dos eran periodistas y el tercero un escritor, autor de un capítulo sobre el caso para un estudio sobre el crimen en Escocia. En cuanto al cuarto… el cuarto había dado el nombre de Peter Manuel. Para el bibliotecario que había extendido otra tarjeta de consulta de plazo limitado no significaría nada, pero el auténtico Peter Manuel era un asesino en serie de los cincuenta con doce víctimas en su haber, por lo que había pagado con la horca en la cárcel de Barlinnie. Para John Biblia estaba claro: el Advenedizo era lector de casos célebres de asesinato y a lo largo de sus lecturas se había tropezado con la historia de Manuel y la de John Biblia. Y para completar sus conocimientos había decidido centrar la indagación en John Biblia, ampliando detalles sobre el caso con los periódicos de la época. «Peter Manuel» había solicitado no sólo los Scotsman de 1968 a 1970, sino los Glasgow Herald del mismo período.

Una investigación exhaustiva, aunque la dirección de su tarjeta de lector -Lanark Terrace, Aberdeen- era tan ficticia como su nombre. Sí, pero el auténtico Peter Manuel había cometido sus asesinatos en Lanarkshire.

Aun siendo falsa la dirección, John Biblia se paró a pensar en el detalle de Aberdeen. Sus propias investigaciones le habían conducido a situar al Advenedizo en la zona de Aberdeen. Y esto parecía corroborar la vinculación. Y ahora John Rebus estaba también en Aberdeen… Ese John Rebus ya le había llamado la atención antes de saber quién era. Su primer enigma y ahora un problema. Mientras reflexionaba sobre qué hacer con el policía examinó y repasó con el ordenador algunos de los recortes de prensa más recientes sobre el Advenedizo. Leyó lo que decía otro policía: «Esta persona necesita ayuda y nosotros le pedimos que no dude en acudir a nosotros». Y seguían otras especulaciones. Simples palos de ciego.

Pero ahora Rebus estaba en Aberdeen.

Y John Biblia le había dado su tarjeta de visita.

Sabía de sobra desde un principio que sería peligroso seguir la pista del Advenedizo, pero difícilmente habría podido sospechar tropezarse con un policía. Y no cualquier policía, sino uno que había estado estudiando el caso de John Biblia. John Rebus, inspector de Edimburgo, con domicilio en Arden Street, y ahora en Aberdeen… Decidió abrir un nuevo archivo para él en el ordenador. Había leído algunos periódicos recientes y creía saber por qué había venido a Aberdeen: un trabajador del petróleo, caído desde la ventana de una vivienda de Edimburgo, por lo que se sospechaba algún asunto turbio. Era lógico llegar a la conclusión de que Rebus trabajaba en ese caso. Pero también que el inspector había estado estudiando el caso de John Biblia. ¿Por qué? ¿En qué le concernía a él?

Y un segundo dato, aún más problemático: Rebus tenía ahora su tarjeta de visita. A él no le diría nada; de momento. Pero podía suceder… cuanto más se acercara al Advenedizo más peligro correría. Con el tiempo, la tarjeta podría cobrar cierto sentido para el policía. ¿Podía asumir tal riesgo? Había dos opciones: acelerar la caza del Advenedizo o poner al policía fuera de juego.

Se lo pensaría. Mientras, tenía que fijar su atención en el Advenedizo.

Su contacto en la Biblioteca Nacional le había explicado que para obtener la tarjeta de lector hacía falta un carnet de identidad o el carnet de conducir. Quizás el Advenedizo se había buscado una identidad igual a la de «Peter Manuel», pero John Biblia lo dudaba. Lo más probable era que el Advenedizo hubiese sabido evitar enseñarlo. Sabía hablar bien, halagar y congraciarse con la gente. No parecería un monstruo: su cara, por el contrario, inspiraría confianza a hombres y mujeres; a mujeres sobre todo. Se le daba bien irse de las discotecas en compañía de mujeres que acababa de conocer un par de horas antes. Eludir una verificación de identidad no le plantearía grandes problemas.

Se puso en pie y se miró al espejo. La policía había difundido una serie de fotos robot, hechas por ordenador, en las que se había envejecido el retrato robot original de John Biblia. Una de ellas no estaba mal del todo, pero era una entre muchas otras. Hasta el momento nadie se le había quedado mirando ni ninguno de sus colegas había comentado ningún parecido. Ni siquiera el policía había advertido nada. Se restregó la barbilla. En su piel enrojecida se marcaron sombras en los puntos mal afeitados. La casa se hallaba en silencio. Su mujer no estaba. Se había casado para marcar una diferencia más con el perfil psicológico. Abrió la puerta del estudio, fue hasta la puerta de la vivienda y se aseguró de que estaba echada la llave. A continuación, subió a la planta superior y descolgó la escalerilla móvil de acceso a la buhardilla. Le gustaba estar allí, un lugar suyo. Miró el baúl con dos cajones viejos encima, simple camuflaje. No los habían movido. Los quitó, sacó el bolsillo una llave, abrió el baúl y soltó los dos cierres de latón. Volvió a prestar oído: silencio y el latido sordo de su corazón. Levantó la tapa.

El arca de los tesoros: bolsos, zapatos, pañuelos, baratijas, relojes y monederos; nada que tuviese una marca especial que permitiese identificar a la propietaria. Había vaciado y revisado cuidadosamente los bolsos y monederos por si tenían iniciales o algún defecto o señal distintiva. Había quemado cualquier carta o papel con un nombre o unas señas. Se sentó en el suelo ante su baúl sin tocar nada. No había necesidad. Recordaba a la vecina de su calle cuando él tenía ocho… o nueve años, y ella un año menos. Jugaban a tumbarse alternativamente en el suelo y a quedarse muy quietos, con los ojos cerrados, mientras el otro iba quitándole todas las prendas de ropa que podía sin que lo notara.

John Biblia no tardó en sentir los dedos de la chica tocándole… Él había jugado según las reglas, con ella tumbada, desabrochándole botones y cremalleras… y ella pestañeaba emocionada y sonriente… y se había quedado echada sin protestar, a pesar de que él sabía que debía de sentir sus torpes dedos.

Hacía trampa, claro.

Su abuela no dejaba de advertirle que anduviera con cuidado con las mujeres que iban muy perfumadas, que no jugase a las cartas en el tren con desconocidas…

La policía no había dicho nada de que el Advenedizo se llevase recuerdos. Era evidente que no querían divulgarlo; sus motivos tenían. Pero el Advenedizo cogía recuerdos. Tres hasta el momento. Y los atesoraba en Aberdeen. Se había descuidado un poco al dar Aberdeen como dirección en la tarjeta de lector… John Biblia se puso en pie de repente. Ahora lo veía, veía la escena entre el bibliotecario y «Peter Manuel». El Advenedizo diciéndole que necesitaba hacer unas consultas; el bibliotecario pidiéndole los datos: domicilio, nombre… El Advenedizo sonrojándose, alegando que tenía el carnet en casa. «¿No puede ir a por él?» Imposible: venía de Aberdeen a pasar el día y era muy lejos. Y el bibliotecario había accedido a darle la tarjeta. Y, claro, el Advenedizo no tuvo más remedio que dar una dirección de Aberdeen.

Vivía en Aberdeen.

Animado, John Biblia cerró el baúl, volvió a colocar los cajones igual que antes y bajó. Le acongojaba que John Rebus estuviera tan cerca; tendría que trasladar el baúl…, mudarse. Se sentó a su mesa en el estudio. El Advenedizo parecía tener su base en Aberdeen, aunque su campo de acción fuera mayor. Había aprendido de sus primeros errores y ahora planeaba sus agresiones con más anticipación. ¿Escogía las víctimas al azar o seguía una pauta de conducta? Era más fácil elegir víctimas premeditadamente; pero, entonces, también era más fácil para la policía determinar la pauta y llegar a capturarle. Pero el Advenedizo era joven y tal vez aún no sabía eso. Al elegir «Peter Manuel» demostraba cierto engreimiento, para tomar el pelo a quien lo detectara. Una de dos: conocía a las víctimas o no las conocía. Dos caminos que seguir. Primer camino: suponiendo que las conociera podría existir cierta relación entre ellas que las vinculase al Advenedizo.

El Advenedizo podía ser un viajante: camionero, representante de una empresa o un empleo por el estilo. En Escocia se viaja mucho y los viajantes suelen ser hombres solitarios, que a veces recurren a una prostituta. La víctima de Edimburgo era una prostituta. Se alojan con frecuencia en hoteles. La víctima de Glasgow era camarera. La primera víctima -la de Aberdeen- no encajaba en el esquema.

¿O sí? ¿Había algo que la policía no había detectado, algo que él pudiera descubrir? Cogió el teléfono y llamó a Información.

– Es un número de Glasgow -dijo a la operadora.

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