Una vez de vuelta en Aberdeen, aún le parecía notar el suelo moviéndose bajo sus pies. Lumsden se había marchado a casa tras arrancarle la promesa de que se fuera al día siguiente.
Él se abstuvo de decirle que a lo mejor volvía.
Era primera hora de la tarde y hacía frío, pero el cielo estaba despejado. Los últimos compradores del sábado volvían a casa y los primeros juerguistas comenzaban a salir. Echó a andar hacia el Burke's. Otro gorila distinto; un problema menos. Pagó su entrada como un buen chico y se abrió camino a través de la música hasta la barra. Llevaría abierto poco rato y los pocos clientes que había parecían dispuestos a marcharse si aquello no se animaba. Pidió medio whisky cargado de hielo, que le costó un riñón, y echó un vistazo al local por el espejo. Ni rastro de Eve y Stanley. Ni rastro evidente de traficantes. En eso Willie Ford tenía razón: ¿qué aspecto tenían los traficantes? Exceptuando los yonquis, tenían una apariencia corriente. Su negocio consistía en contactar con la mirada y un mutuo entendimiento con la otra persona. Reconocerse y una transacción con cuatro palabras.
Se imaginó a Michelle Strachan bailando en aquel lugar, rumbo a los últimos momentos de su vida. Movió el vaso para deshacer el hielo y pensó en dar un paseo hasta Duthie Park. A lo mejor ella no había seguido ese itinerario y era dudoso que le proporcionara alguna pista, pero quería hacerlo, igual que había querido llegarse a Leith a saludar a Angie Riddell. Tomó por South College Street y vio en el plano que en línea recta había un tramo que discurría a lo largo del Dee. Demasiado tráfico. Concluyó que Michelle habría cortado por Ferryhill y tomó esa dirección. Allí las calles eran ya más tranquilas y las casas grandes, de tipo residencial. Un barrio de clase media acomodada. Había algunas tiendas abiertas en los cruces; vendían leche, helados y diarios. Se oía jugar a los niños en los jardines. Era el lugar por donde habían pasado Michelle y Johnny Biblia, pero a las dos de la mañana estaría desierto. Si hubiesen hecho ruido, alguien de las casas lo habría oído. Pero nadie había declarado nada. Michelle no iría borracha; sus compañeros de estudios decían que cuando bebía armaba jaleo. Tal vez algo animada, lo justo para perder el instinto de supervivencia. Y Johnny Biblia iría… tranquilo, sobrio y con una sonrisa que velaba sus intenciones.
Giró en Polmuir Road. La pensión de Michelle estaba cerca, pero Johnny Biblia la convencería para continuar hasta el parque. ¿Cómo lo lograría? Rebus meneó la cabeza de un lado a otro, tratando de desentrañar algo. A lo mejor la patrona era muy estricta y no podía invitarle a subir. A ella le gustaba aquel alojamiento y no quería que la echasen por contravenir las reglas. O tal vez Johnny había comentado que era una noche espléndida, que no deseaba que tuviera fin y que ella le gustaba mucho. ¿Por qué no prolongar el paseo hasta el parque? ¿O incluso pasear por el parque? ¿No sería delicioso?
¿Conocía Johnny Biblia el Duthie Park?
Creyó oír música y, a continuación, silencio y aplausos. Claro, el concierto protesta. Los Dancing Pigs y sus colegas. Entró en el parque y cruzó un recinto de juegos infantiles. Michelle y su galán habían pasado por allí: su cuerpo había aparecido cerca, junto al invernadero y la cafetería… En el centro del parque había un amplio espacio donde estaba el escenario. Unos centenares de jovenzuelos. Los vendedores ilegales con su mercancía a la vista sobre el césped, junto con echadores de tarot, trenzadores de pelo y herboristas. Sonrió pensando en que parecía el concierto de Ingliston en miniatura. En medio del público circulaban unos tipos haciendo sonar las huchas. Sobre el escenario ondeaba ahora la pancarta que había adornado el tejado del centro de congresos: ¡NO MATÉIS LOS MARES! Y allí estaba también la ballena hinchable. Se le acercó una quinceañera.
– ¿Un recuerdo? ¿Camisetas, programas?
Rebus negó con la cabeza, pero cambió de idea.
– Dame un programa.
– Tres libras.
Consistía en fotocopias grapadas con una portada en color. Papel reciclado; igual que el texto. Lo leyó por encima. En la última hoja, había una lista de agradecimientos. El tercer nombre era Mitch, «con cariño y gratitud». Alian Mitchison había desempeñado un papel en la organización del concierto y lo hacían constar con gratitud: in memóriam.
– A ver si yo puedo mejorarlo -musitó Rebus, enrollando el programa y guardándoselo en el bolsillo.
Se dirigió a la zona de detrás del escenario, bloqueada por un semicírculo de camiones y furgonetas, y dentro de la cual los grupos y sus séquitos se movían como fieras enjauladas. Su identificación le abrió camino a la par que le valía unas cuantas miradas de odio.
– ¿Es usted el encargado? -preguntó a un gordo que le salió al paso.
Tendría sus cincuenta años; una especie de Jerry García pelirrojo con falda escocesa y chaleco blanco sucio y sudado.
– No hay encargado -replicó.
– Pero pertenece a la organización…
– Oiga, tío, ¿qué problema hay? Tenemos permiso y no queremos jaleo.
– No voy a montar ningún jaleo. Sólo quería hacer una pregunta sobre la organización.
– ¿El qué?
– Alian Mitchison… Mitch.
– ¿Y bien?
– ¿Le conocía?
– No.
– Tengo entendido que fue quien se ocupó de que vinieran los Dancing Pigs.
El hombre se quedó pensativo y asintió con la cabeza.
– Ah, sí, Mitch. No le conozco. Bueno, de vista sí.
– ¿Hay alguien aquí que pueda contarme algo de él?
– ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
– Ha muerto.
– Mal rollo. Ojalá yo pudiera hacer algo -agregó encogiéndose de hombros.
Rebus regresó a la parte delantera. El control de sonido era malo, como de costumbre, y el grupo no sonaba ni la mitad de bien que en el disco. Un tanto a favor del productor. De pronto paró la música y se hizo un silencio más dulce que cualquier melodía. El cantante se acercó al micrófono.
– Vamos a presentaros a unos amigos que hace pocas horas luchaban por la causa para intentar salvar nuestros mares. Un aplauso para ellos.
Aplausos y vítores. En el escenario aparecieron dos personas vestidas aún con impermeables color naranja, y reconoció sus caras de Bannock. Aguardó un poco más, pero la de las trencitas no aparecía, y, en cuanto iniciaron su discurso, se dio media vuelta para irse. Había que sortear otra recolecta, pero, pensándoselo mejor, dobló en cuatro un billete de cinco libras y lo echó en una hucha. Tras lo cual, decidió tomar una buena cena en el hotel. Cargada a la cuenta de la habitación, por supuesto.
Ruido insistente.
En un principio Rebus lo incorporó al sueño; pero al poco rato abrió un ojo y vio resquicios de luz en las gruesas cortinas. ¿Qué cono de hora sería? Encendió la lamparita y agarró el reloj, parpadeando. Las seis. ¡Pero bueno! ¿Tanto deseaba Lumsden que se largara?
Saltó de la cama y fue hacia la puerta. Había cenado regiamente con una botella de vino. Y el problema en sí no era el vino, sino que a guisa de digestivo se había bebido cuatro whiskies en flagrante transgresión de las reglas del bebedor de no mezclar.
Porrazos y más porrazos.
Abrió la puerta. Dos policías de uniforme, con aspecto de llevar allí un buen rato.
– ¿Inspector Rebus?
– Eso parece.
– Vístase, por favor.
– ¿No les gusta mi atuendo?
Calzoncillos y camiseta.
– Vístase, señor.
Rebus se los quedó mirando y decidió hacer lo que decían. Se dio media vuelta y ellos le siguieron dentro, observando la estancia con mirada profesional.
– ¿Qué he hecho?
– Pregúntelo en comisaría.
– Júreme que no es una puta broma -replicó Rebus sin dejar de mirarle a los ojos.
– Hable bien, señor.
Rebus se sentó en la cama y cogió unos calcetines limpios.
– Me gustaría saber qué significa todo esto. Vamos, en plan confidencial; de policía a policía.
– Son sólo unas preguntas, señor. Dese prisa.
Al descorrer el otro agente las cortinas de par en par, la luz hirió sus ojos somnolientos. El policía parecía arrobado ante el panorama.
– Hace unas cuantas noches hubo una pelea en el parque, ¿recuerdas, Bill?
Su compañero se acercó también a la ventana.
– Y hace quince días se tiró uno del puente y dio de lleno en Denburn Road.
– Menudo susto se llevó la mujer del coche.
Sonrieron los dos al recordarlo.
Rebus se puso en pie y miró en torno suyo, pensando qué llevarse.
– Será rápido, señor.
Ahora le sonreían. Tenía retortijones de estómago y trató de no pensar en las asaduras de cordero en avena y especias ni en el cranachan… Ni en el vino y el whisky…
– ¿Se siente indispuesto, señor?
El policía se mostraba solícito en extremo.