Pasada la medianoche llegaron al hotel. Estaba cerca del aeropuerto y era uno de los edificios de cristal que Rebus había visto en su visita a la T-Bird Oil. En el vestíbulo había demasiada luz, los múltiples espejos reflejaban a los tres cansados viajeros sin equipaje. Habrían despertado sospechas de no haber sido porque Eve era cliente habitual. No hubo problema.
– Cárguenlo a la empresa de taxis, en mi cuenta -dijo ella-. Firmen la factura para que la envíen a Taxis Joe.
– Sus habitaciones, señorita Cudden -dijo el empleado entregándole las llaves-, y otra más en el mismo piso.
Morton miraba los servicios del hotel.
– Sauna, gimnasios. Nos viene al pelo, John.
– Aquí todos son ejecutivos del petróleo -comentó Eve camino de los ascensores- y les encantan ese tipo de cosas. Así se mantienen en forma para colocarse. Ya saben.
– ¿Vende todo directamente a Fuller y Stemmons? -preguntó Rebus.
– ¿Quiere decir si hago yo misma el trato? -dijo ella sofocando un bostezo.
– Sí.
– No soy tan idiota.
– Y los intermediarios… ¿Algún nombre?
Ella negó con la cabeza sonriendo cansada.
– No para usted.
– Así no pienso en otras cosas.
Concretamente en John Biblia, Johnny Biblia… que andaban por ahí y quizá no muy lejos…
– Que duerman bien, muchachos -dijo ella entregándoles las llaves de sus habitaciones-. Seguramente habré salido ya cuando se levanten… y no volveré.
– ¿Cuánto se va a llevar? -inquirió Rebus.
– Unas treinta y ocho mil libras.
– Buen botín.
– Todo beneficios.
– ¿Cuánto tardará Tío Joe en enterarse de lo de Stanley?
– Bueno, Malcolm no arderá en deseos de decírselo, y Joe está acostumbrado a que desaparezca un día o dos por ahí de juerga… Con un poco de suerte no estaré en el país cuando estalle la bomba.
– Me parece que usted es el tipo de mujer con suerte.
La antigua habitación de Stanley era amplia y contaba con lo que Rebus suponía era la habitual parafernalia de los ejecutivos: minibar, planchaprensa para pantalones, un platillo con chocolatinas sobre la almohada y un flamante albornoz encima de la cama abierta. Con una nota que rogaba no llevárselo y añadía que si se deseaba uno se podía adquirir en el gimnasio. «Gracias por ser un cliente considerado.»
El cliente considerado se hizo una taza de café Hag. Había una lista de precios sobre el minibar detallando las delicias que encerraba. La guardó en un cajón. Dentro del armario había una caja fuerte; cogió la llave del minibar y la metió allí. Otro obstáculo que vencer y al mismo tiempo la posibilidad de cambiar de idea si se le ocurría beber.
De momento, el café estaba bueno. Se dio una ducha, se puso el albornoz, se sentó en la cama y miró hacia la puerta que daba a la habitación contigua. Claro, tenía que haber una puerta de comunicación; no iba a estar Stanley entrando y saliendo por el pasillo. Un simple pestillo, igual que al otro lado, seguramente. Se preguntaba qué pasaría si lo abría. ¿Tendría Eve también abierto? Si llamaba, ¿le abriría? ¿Y si llamaba ella? Apartó la vista de la puerta y miró al minibar. Tenía hambre… Dentro habría nueces y patatas fritas. Podría… No, no, no. Volvió a centrar la atención en la puerta y prestó oído, pero no se oía nada. A lo mejor Eve se había dormido… porque tenía que madrugar. Bueno, pues ahora no se sentía cansado. Y ya que estaba allí, no deseaba más que empezar a trabajar. Descorrió las cortinas. Llovía en esos momentos y el asfalto relucía como el dorso de un escarabajo gigante. Arrimó un sillón a la ventana. El viento arrastraba el agua y a la luz de las farolas trazaba formas raras. De tanto mirar fijamente, la lluvia comenzó a parecerle humo que caía de las nubes negras. Abajo, el aparcamiento estaba lleno a medias y los coches eran como ganado de pastores a cubierto y calentitos.
Johnny Biblia estaría por ahí, probablemente en Aberdeen, con toda seguridad relacionado con la industria del petróleo. Pensó en las personas que había conocido en los últimos días, desde el mayor Weir hasta el guía Walt. No dejaba de resultar una ironía que la persona cuyo caso le había llevado allí -Alian Mitchison- tuviera relación no sólo con el petróleo sino que fuese además el único candidato descartable por llevar muerto mucho tiempo antes del asesinato de Vanessa Holden. Sentía mala conciencia respecto a Mitchison. Su caso se estaba empantanando a causa de los asesinatos en serie. Y era un trabajo que tenía que hacer. Pero no le producía aquel nudo en la garganta como el caso de Johnny Biblia.
No era el único a quien le interesaba Johnny Biblia. Alguien había entrado en su piso. Alguien había estado comprobando un registro de lectores. Alguien con falsa identidad. Alguien con algo que ocultar. No era un periodista; ni otro policía. ¿Andaría realmente por ahí aún John Biblia? ¿Adormecido hasta que Johnny Biblia lo había despertado? ¿Enfurecido de rabia, por su temeridad y por el hecho de que con ello volvía a salir a la luz el caso antiguo? Y no sólo enfurecido: sintiéndose en peligro también… exterior e internamente. Por miedo a ser reconocido y capturado y por miedo a dejar de ser el monstruo legendario.
Un nuevo monstruo en los noventa; otro coco para asustar. Un mito que sustituye a otro.
Sí, lo presentía. Se imaginaba la hostilidad de John Biblia ante su nuevo rival. No era una emulación halagüeña. Ni mucho menos…
«Sabe dónde vivo. Ha estado en el piso, ha tocado los objetos de mi obsesión y habrá pensado hasta dónde estoy dispuesto a llegar. ¿Y por qué? ¿Por qué correr ese riesgo forzando un piso en pleno día?» ¿Qué buscaba exactamente? ¿Algo en concreto? ¿El qué? Dio vueltas a la pregunta en su cabeza y pensó si no le ayudaría un trago; fue hasta la caja fuerte, pero se arrepintió y se quedó en medio de la habitación temblando.
Todos dormían en el hotel; seguramente todo el país soñaba cosas inocentes. Stemmons y Fuller, Tío Joe, el mayor Weir, Johnny Biblia… todo el mundo era inocente en los sueños. Se acercó a la puerta de comunicación y abrió el pestillo. La puerta de Eve estaba entreabierta. La abrió poco a poco. No había ninguna luz encendida y las cortinas estaban echadas. La luz de su habitación era como una flecha sobre el suelo apuntando hacia la gran cama. Ella estaba echada de lado, con un brazo sobre la colcha. Tenía los ojos cerrados. Rebus dio un paso. Ya era un intruso. Permaneció allí mirándola. Debió de estar así unos cuantos minutos.
– Me estaba preguntando cuánto iba a tardar en decidirse -dijo ella.
Rebus se acercó a la cama y ella le abrió los brazos. Estaba desnuda, cálida y perfumada. Él se sentó en la cama y le cogió las manos.
– Eve -dijo en voz baja-, antes de que se vaya debe hacerme un favor.
– ¿Sin contar éste? -replicó ella irguiéndose.
– Sin contar éste.
– ¿El qué?
– Quiero que telefonee a Judd Fuller y le diga que tiene que verle.
– No le busque las cosquillas.
– Ya lo sé.
Ella lanzó un suspiro.
– Pero no puede evitarlo. -Rebus asintió con la cabeza y ella le acarició la mejilla con el dorso de la mano-. De acuerdo, pero yo quiero un favor a cambio.
– ¿Cuál?
– Que se tome el resto de la noche libre -dijo atrayéndole hacia sí.
Se despertó solo en la cama de ella; ya era de día. Buscó con la mirada por si había dejado una nota, pero no había nada, claro. No era esa clase de mujer.
Volvió a su alcoba, echó el pestillo y apagó las luces. Llamaron a la puerta: sería Morton. Se puso los calzoncillos y el pantalón y estaba a punto de abrir cuando recordó algo. Fue hasta la cama, quitó las chocolatinas de la almohada y tiró de la manta y la sábana arrugándolas. Echó un vistazo y hundió una almohada como si fuese la huella de la cabeza. Abrió.
No era Morton, sino un camarero con una bandeja.
– Buenos días, señor. -Rebus se apartó dejándole paso-. Siento haberle despertado. La señorita Cudden dijo que llamase a esta hora.
– Ha hecho muy bien.
Miró cómo el hombre ponía la bandeja en la mesita al lado de la ventana.
– ¿Desea que la abra?
Se refería a la media botella de champán de la cubitera. Había un zumo de naranja natural, un vaso de cristal fino y un ejemplar doblado del Press and Journal. Y un esbelto jarroncito de porcelana con un clavel rojo.
– No -dijo Rebus cogiendo el cubo de hielo con la botella-. Esto puede llevárselo.
– Muy bien, señor. Si quiere firmarme…
Rebus cogió el bolígrafo que le prestaba y añadió una buena propina. El joven le obsequió con una amplia sonrisa que le hizo desear poder ser generoso todas las mañanas.
– Gracias, señor.
Cuando se fue, Rebus se sirvió un vaso de zumo. El zumo natural costaba una fortuna en el supermercado. Afuera las calles aún estaban húmedas y el día estaba muy nublado, pero daba la impresión de que el cielo sonreiría antes del mediodía. De Dyce despegó un avión, seguramente con destino a Shetland. Miró el reloj y llamó a la habitación de Morton. Éste contestó con un gruñido.
– El despertador -gorjeó Rebus.
– Vete a la mierda.
– Ven a tomar zumo de naranja y café.
– Cinco minutos.
Rebus dijo que era lo menos que podía hacer. Luego, telefoneó a casa de Siobhan y salió el contestador. Probó en St. Leonard pero no estaba allí; él sabía que haría lo que le había encomendado, pero quería saber si descubría algo. Colgó, miró de nuevo la bandeja y sonrió.
Al fin y al cabo era el mensaje de Eve.
El comedor estaba tranquilo y la mayoría de las mesas las ocupaban hombres solos, algunos ya trabajando con móviles y portátiles. Rebus y Morton se lanzaron sobre el zumo y las palomitas de maíz y a continuación, el desayuno formal de las Highlands con un buen té.
Morton dio unos golpecitos a su reloj.
– Dentro de un cuarto de hora Ancram comenzará a subirse por las paredes.
– A ver si así entra en razón -dijo Rebus untando mantequilla en la tostada.
Sería un hotel de cinco estrellas, pero estaba fría.
– Bueno, ¿cuál es nuestro plan de ataque?
– Busco a una chica que aparece en las fotos con Alian Mitchison. Una ecologista.
– ¿Y por dónde empezamos?
– ¿Seguro que quieres intervenir en esto? -Rebus miró alrededor-. Podrías quedarte en el hotel, ir al gimnasio o ver una película… Paga Tío Joe.
– John, voy contigo. -Hizo una pausa-. Como amigo, no como sabueso de Ancram.
– En ese caso, nuestra primera visita será al Centro de Exposiciones. Ahora, come; va a ser un día largo, ya verás. -Una pregunta.
– ¿Qué?
– ¿Cómo es que a ti te llevaron zumo de naranja a la habitación?
El Centro de Exposiciones estaba casi vacío. Los diversos puestos y casetas, muchos de ellos, como Rebus sabía, diseñados por la cuarta víctima de Johnny Biblia, habían sido desmontados y retirados y el suelo estaba limpio y brillante. En el exterior no había manifestantes ni ballenas hinchables. Pidieron hablar con un responsable y les condujeron a un despacho donde una dinámica mujer con gafas les dijo que era «la adjunta» y preguntó qué se les ofrecía.
– En el congreso del mar del Norte tuvieron ustedes problemas con los manifestantes -dijo Rebus.
Ella sonrió distraída.
– Es un poco tarde para intervenir, ¿no cree? -replicó removiendo papeles de la mesa como buscando algo.
– Me interesa uno en concreto. ¿Cómo se llamaba el grupo?
– No estaban tan organizados, inspector. Había de todo: Amigos de la Tierra, Greenpeace, Salvad las Ballenas y Dios sabe…
– ¿Les causaron muchas molestias?
– Nada que no pudiésemos solventar.
Sonrió con frialdad. Parecía molesta por haber traspapelado algo. Rebus se puso en pie.
– Bueno, lamento haberla molestado.
– En absoluto. Siento no poder ayudarles.
– No se preocupe.
Rebus se dio la vuelta para marcharse cuando Morton se agachó a coger un papel del suelo y se lo entregó a la mujer.
– Gracias -dijo ella, levantándose para acompañarles fuera del despacho-. Ah, la marcha del sábado la organizó un grupo local.
– ¿Qué marcha?
– La que acabó en Duthie Park. Después hubo un concierto.
Rebus asintió con la cabeza: los Dancing Pigs. El día que él había ido a Bannock.
– Puedo darle su teléfono -añadió ella, ahora con una sonrisa más cálida.
Rebus telefoneó a la sede del grupo.
– Busco a una amiga de Alian Mitchison. No sé cómo se llama pero es rubia, de pelo corto y lleva trencitas, con abalorios y cosas de esas; una le cuelga por la frente hasta la nariz. Tiene acento norteamericano.
– ¿Y usted quién es?
Era una voz culta. Sin saber por qué, Rebus se imaginó a un hombre con barba, pero no el Jerry García de falda escocesa. Tenía otro acento.
– Soy el inspector John Rebus. ¿Sabe que Alian Mitchison ha muerto?
Una pausa y una exhalación. Estaba fumando.
– Sí, me enteré. Muy lamentable.
– ¿Le conocía usted bien?
Rebus trataba de recordar las caras de los que aparecían en las fotografías.
– Era un muchacho tímido. Sólo le vi en un par de ocasiones. Un gran admirador de los Dancing Pigs, por eso se esforzó tanto en traerlos para el concierto. Me sorprendió que lo consiguiera. Los bombardeó con cartas, más de cien, figúrese.
– ¿Cómo se llama su novia?
– No se dan nombres a desconocidos. Entiéndame, sólo sé que es policía porque usted lo dice.
– Puedo pasarme por ahí.
– No.
– Escuche, me gustaría hablar con usted…
Pero habían colgado.
– ¿Quieres que vayamos? -preguntó Morton.
Rebus negó con la cabeza.
– No nos diría nada voluntariamente. Además, me da la impresión de que cuando llegásemos se habría marchado. No puedo perder el tiempo.
Rebus tamborileó con el bolígrafo en los dientes. Estaban en su habitación y el teléfono tenía un dispositivo de escucha, que él había conectado para que Morton oyese la conversación. Éste comía ahora las chocolatinas de la víspera.
– La policía local -dijo Rebus cogiendo el auricular-. Seguramente el concierto estaba autorizado y en Queen Street sabían quiénes son los organizadores.
Se haría pasar por un oficial de Regulación de Comercio que indagaba sobre ventas no autorizadas de un concierto anterior de los Dancing Pigs. A Morton le pareció buena idea.
– Aquí John Baxter de Regulación de Comercio de Edimburgo. Le estaba diciendo a su colega…- Pero volvió a cortarse y cuando le pasaron a otro, reconoció la voz del primero con quien había hablado y colgó enfadado.
– Están cabreados porque no han podido armar follón.
– ¿Es un callejón sin salida? -dijo Morton pasándole una taza de té.
– Ni hablar.
Rebus consultó su agenda, descolgó, marcó el número y pidió que le pasaran con Stuart Minchell de T-Bird Oil.
– Inspector, qué agradable sorpresa.
– Perdone que vuelva a molestarle, señor Minchell.
– ¿Qué tal va su investigación?
– A decir verdad, no me sobraría una ayudita.
– Diga, diga.
– Es a propósito de Bannock. Cuando fui allí subieron a la plataforma unos manifestantes.
– Sí, me lo dijeron. Se encadenaron a la barandilla.
Lo decía como riendo y Rebus recordó el viento endemoniado, el casco oprimiéndole la cabeza, el helicóptero filmando…
– Quisiera saber qué fue de los manifestantes, si fueron detenidos.
Sabía que no porque había visto en el concierto a un par de ellos.
– Eso quien mejor lo sabe es Hayden Fletcher.
– ¿No podría usted preguntárselo, por favor? Sin que trascienda, como si fuera cosa suya, por así decir.
– Sí, cómo no. Déme su teléfono de Edimburgo.
– No se moleste. Le llamaré yo, dentro de… ¿veinte minutos?
Rebus miró por la ventana: casi podía ver el edificio de T-Bird Oil.
– Depende de si puedo localizarle.
– Bien, volveré a llamarle dentro de veinte minutos. Y, ah, señor Minchell.
– Diga.
– Si tiene que hablar con Bannock, ¿podría preguntar algo a Willie Ford?
– ¿El qué?
– Querría saber si está al corriente de que Alian Mitchison tenía una novia rubia con trencitas.
– Trencitas. -Minchell tomaba nota-. Muy bien.
– En caso afirmativo, que le diga el nombre y la dirección si es posible. -Rebus pensaba ya en otra cosa-. Cuando los manifestantes protestaban delante de la empresa lo filmaron en vídeo, ¿no?
– No recuerdo.
– ¿Podría averiguarlo? Es asunto de seguridad, ¿verdad?
– ¿Siguen siendo veinte minutos para tanta cosa?
– No, señor -dijo Rebus sonriendo-. Pongamos media hora.
Colgó y apuró el té.
– ¿Qué te parece hacer otra llamada? -dijo Morton.
– ¿A quién?
– A Chick Ancram.
– Jack, mírame -replicó señalándose el rostro-. ¿Tú crees que alguien tan enfermo puede hablar por teléfono?
– Acabarás en la horca.
– Como un péndulo.
Rebus concedió cuarenta minutos a Stuart Minchell.
– Inspector, ¿sabe una cosa? Usted hace que trabajar para el mayor Weir sea coser y cantar…
– Me alegra ser útil. ¿Qué ha podido averiguar?
– Casi todo. -Ruido de papeles-. No, los manifestantes no fueron detenidos.
– ¿No es algo generoso dadas las circunstancias?
– Habría sido más publicidad negativa.
– Lo que en este momento les interesa muy poco.
– A la empresa le constan los nombres de los manifestantes, pero eran falsos. Al menos, supongo que Yuri Gagarin y Judy Garland serán… seudónimos.
– Yo diría que sí.
Judy Garland: trencitas. Interesante elección.
– Así que los subieron a la plataforma, les dieron una bebida caliente y les llevaron en helicóptero a tierra firme.
– Buen gesto por parte de T-Bird.
– ¿Verdad que sí?
– ¿Y la grabación de vídeo?
– Sí, es lo que usted decía. La hizo el personal de seguridad a título preventivo, dicen. Si hay daños, disponemos de pruebas.
– ¿Y no utilizan la película para identificar a los manifestantes?
– Inspector, somos T-Bird Oil; no la CÍA.
– Perdone usted. Continúe.
– Willie Ford dice que Mitch había estado saliendo con una chica en Aberdeen, pero se pelearon. Mitch era…, le cito sus propias palabras, «un enigma en cuanto a vida amorosa», fin de la cita.
Otro punto muerto.
– ¿Eso es todo?
– Ajá.
– Bien, muchas gracias. Se lo agradezco de verdad.
– Ha sido un placer, inspector. Pero la próxima vez que quiera un favor procure que sea un día en que no tenga que despedir a una docena de trabajadores.
– ¿Tiempos difíciles, señor Minchell?
– Autor: Charles Dickens, inspector Rebus. Adiós.
– Buena salida -comentó Morton riendo.
– Ni que lo digas -dijo Rebus-. Perdona, pero estaba muy lejos de aquí.
Rebus se acercó a la ventana y vio que otro avión despegaba cerca de ella, hasta que el ruido de los motores a reacción se fue apagando a medida que se alejaba hacia el norte.
– ¿Vale por esta mañana? -preguntó Morton.
Rebus no contestó. Esperaba que Eve llamase. ¿Le haría ese favor? Se lo debía, pero molestar a Judd Fuller no parecía el paso más acertado en aquel baile, y ella llevaba años bailando a pasitos cortos. ¿Por qué dar uno en falso?
Morton repitió la pregunta.
– Nos queda una cosa -respondió Rebus volviéndose hacia él.
– ¿Qué?
– Volar.
En el aeropuerto de Dyce, Rebus mostró su carnet y preguntó si había vuelos a Sullom Voe.
– De momento no. Tal vez dentro de cuatro o cinco horas.
– No nos importa volar con quien sea.
La mujer se encogió de hombros y negó con la cabeza.
– Es un asunto importante.
– Podrían probar Sumburgh y hacer autostop.
– Está a muchos kilómetros de Sullom Voe.
– Lo digo por ayudarles. Pueden alquilar un coche.
Rebus lo consideró, pero se le ocurrió algo mejor.
– ¿Cuándo podríamos salir?
– ¿Para Sumburgh? En media hora o cuarenta minutos; un helicóptero que va a Ninian hace escala allí.
– Estupendo.
– Voy a hablar con ellos -dijo la mujer cogiendo el teléfono.
– Volvemos dentro de cinco minutos.
Morton siguió a Rebus hasta los teléfonos públicos desde donde llamó a St. Leonard y le pasaron a Gill Templer.
– He escuchado media cinta -le dijo ella.
– Mejor que el Saturday Night Theatre, ¿a que sí?
– Después me marcho a Glasgow. Quiero hablar con él personalmente.
– Buena idea. He dejado una copia en el DIC de Partick. ¿Has visto a Siobhan esta mañana?
– Pues no. ¿En qué turno está? Si quieres puedo intentar localizarla.
– Déjalo, Gill. Las conferencias salen caras.
– Vaya, ¿dónde demonios estás ahora?
– Enfermo en cama, si pregunta Ancram.
– ¿Y qué favor quieres ahora?
– Sólo un número de teléfono. De la comisaría de Lerwick. Supongo que existe.
– Sí. Bajo los auspicios de la División Norte. El año pasado hubo una conferencia y se quejaron de tener que hacer servicio de vigilancia en Orkney y Shetland.
– Gill…
– Lo estaba mirando mientras hablaba.
Le dio el número y él lo anotó en el bloc.
– Gracias, Gill. Adiós.
– ¿John!
Pero él colgó.
– ¿Cómo andas de calderilla, Jack?
Morton sacó unas monedas y Rebus las cogió casi todas y llamó a Lerwick para preguntar si podían dejarles un coche durante medio día. Explicó que era un asunto de asesinato de Lothian y Borders, pero nada del otro mundo: se trataba de interrogar a un amigo de la víctima.
– Es que un coche… ahora… -respondieron como si Rebus hubiese pedido una nave espacial-. ¿Cuándo piensan llegar?
– Vamos en un helicóptero que sale de aquí dentro de una media hora.
– ¿Son dos?
– Dos. No nos mande un motorista -dijo Rebus.
Se oyeron risas al otro extremo de la línea.
– ¡No, hombre, no!
– ¿Puede ser?
– Bueno, puedo hacer algo. El único problema es que los coches estén de servicio. A veces nos llaman del fin del mundo.
– Si no hay nadie esperándonos cuando lleguemos, vuelvo a llamar.
– Eso. Hasta luego.
Cuando volvieron al mostrador les dijeron que les habían acomodado en un vuelo que salía al cabo de treinta y cinco minutos.
– Nunca he subido en un helicóptero -dijo Morton.
– Una experiencia que nunca olvidarás.
Morton frunció el ceño.
– ¿No puedes decirlo con menos énfasis? -se quejó.