Hicieron un aterrizaje de emergencia en Arden Street a la hora del desayuno, aunque ninguno de los dos tenía ganas de tomar nada. Rebus había cogido el volante en Dundee para que Jack echara una cabezada de una hora en el asiento trasero. Era como volver a casa después de una de aquellas noches dando vueltas en coche, con las calles tranquilas y los conejos y los faisanes en las granjas. El momento más limpio del día antes de que todos comenzasen a ensuciarlo otra vez.
Al abrir la puerta vio correo en el suelo, y en el contestador había tantos mensajes que la luz roja parecía fija.
– No se te ocurra largarte -dijo Morton antes de entrar en su habitación sin cerrar la puerta.
Rebus se preparó un café y se dejó caer en el sillón junto a la ventana. Las ampollas de las muñecas parecían urticaria y tenía la nariz taponada de sangre.
– Bueno -dijo mirando a los peatones-, salió mejor de lo que cabía esperar.
Cerró los ojos cinco minutos. El café estaba frío cuando volvió a abrirlos. Sonaba el teléfono y lo cogió antes de que saltara el contestador.
– Diga.
– El DIC se despierta. Es como una película de Ray Harryhausen. -Pete Hewitt de Howdenhall-. Escuche, no debería decírselo, pero oficiosamente…
– ¿Qué?
– Todos esos análisis forenses que le han hecho: nada. Supongo que se lo comunicarán oficialmente, pero pensé que le tranquilizaría.
– Ojalá pudieses, Pete.
– ¿Una mala noche?
– Otra más para la posteridad. Gracias, Pete.
– Adiós, inspector.
Rebus colgó y llamó a Siobhan. Salió el contestador. Dijo que estaba en casa y marcó otro número. En éste contestaron.
– Diga -contestó una voz somnolienta.
– Buenos días, Gill.
– ¿John?
– Vivito y coleando. ¿Qué tal ha ido?
– Interrogué a Malcolm Toal y creo que es un tesoro; bueno, cuando no se da cabezazos contra las paredes del calabozo, pero…
– ¿Pero?
– He pasado el caso a la brigada de allí. Al fin y al cabo, son los especialistas. -Tras un silencio-: ¿John? Escucha, lo siento si crees que me he rajado…
– No, si me estoy riendo, Gill. Has hecho bien. Tendrás tu parte de gloria y que ellos hagan el trabajo sucio. Vas aprendiendo.
– Será que tengo un buen maestro.
– No, qué va -replicó él riendo.
– John…, gracias… por todo.
– ¿Quieres que te diga un secreto?
– ¿Qué?
– Ya no bebo.
– Estupendo. Eso sí que es una sorpresa. ¿Cómo ha sido?
En ese momento entró Morton bostezando y rascándose la cabeza.
– He tenido un buen maestro -contestó colgando.
– He oído el teléfono -dijo Morton-. ¿Hay café?
– En la cafetera.
– ¿Quieres uno?
– Vale.
Rebus fue al vestíbulo y recogió el correo. Había un sobre más grueso que los demás con sello de Londres. Lo abrió mientras iba a la cocina. Dentro, otro sobre grueso con su nombre y dirección. Y, además, una hoja con una nota. Se sentó a la mesa y la leyó.
Era de la hija de Lawson Geddes.
Mi padre dejó ese sobre diciéndome que se lo enviara. Acabo de volver de Lanzarote a donde fui para arreglar el entierro, vender la casa de mis padres y ordenar y recoger sus cosas. Como recordará, mi padre era un poco urraca. Perdone que haya tardado más de lo debido en enviárselo, pero espero que comprenda. Espero que usted y su familia se encuentren bien.
Estaba firmada Aileen Jarrold (de soltera, Geddes).
– ¿Qué es? -preguntó Morton cuando Rebus abría ya el segundo sobre y leía las dos primeras líneas. Alzó la mirada hacia Morton.
– Una nota muy larga de un suicida -dijo-. De Lawson Geddes.
Jack Morton se sentó y la leyeron juntos.
John: Aquí me tienes escribiendo con plena conciencia de que voy a suicidarme. Siempre decíamos que era una solución de cobardes, ¿recuerdas? Ahora no estoy tan seguro, pero tengo la impresión de que más que cobarde soy egoísta, egoísta porque sé que los de la tele están revolviendo lo de Spaven, incluso han enviado un equipo a la isla. No lo hago por Spaven, sino por Etta. La echo de menos y quiero ir con ella, aunque la vida en el otro mundo no sea más que mis huesos junto a los de ella.
A medida que leía iba retrocediendo en el tiempo. Oía la voz de Lawson y le veía entrar fanfarrón en la comisaría o en un pub como si fuera el amo, saludando a todos aunque no los conociera… Morton se levantó un instante y volvió con dos tazas de café. Continuaron leyendo.
Muerto Spaven y yo fuera de juego, sólo quedas tú para que te acosen los de la tele. No me gusta pensarlo… Sé que tú no tienes nada que ver con el caso. Por eso te escribo esta carta después de tantos años para intentar aclarar las cosas. Enséñala a quien creas conveniente si es preciso. Dicen que los moribundos no mienten y quizás acepten que lo que sigue es la verdad tal como yo la viví.
Conocí a Lenny Spaven en la Guardia Escocesa. Siempre se metía en líos, y siempre acababa arrestado o en el calabozo. Además, era un gandul y de ahí que se relacionara con el cura. Spaven iba los domingos a la iglesia (digo «iglesia» cuando en Borneo era en realidad una caseta prefabricada). Supongo que hay muchos lugares que son iglesias a los ojos de Dios. A lo mejor se lo pregunto cuando lo vea. Afuera hace treinta y pico grados y estoy bebiendo whisky escocés, el ardiente usquebaugh. Sabe mejor que nunca.
Rebus sintió el sabor fuerte del agua de fuego en el paladar. Jugarretas de la memoria. A Lawson le gustaba el Cutty Sark.
Spaven ayudaba al cura; ponía los misales en las sillas y al final de la misa los contaba. Tú sabes que en el Ejército hay cabrones que roban misales y de todo. No había muchos feligreses y si la cosa se ponía fea venían algunos más a pedir a Dios que no acabasen tiesos dentro de un ataúd. Bien, como digo, Spaven tenía un chollo. Yo no tenía nada en común con él ni con los beatos.
Bien, hubo un asesinato; cerca del campamento apareció muerta una prostituta y los nativos dijeron que era del kampong y nos echaron la culpa. Hasta los gurkas pensaban que había sido un soldado inglés. Se hizo una investigación civil y militar. Fue muy curioso, figúrate, pasábamos las de Caín matando gente a mansalva -para eso nos pagaban- y de repente se investigaba un asesinato. En fin, no descubrieron al culpable, pero el caso es que a la puta la estrangularon y desapareció una de sus sandalias.
Rebus pasó la página.
Bueno, todo eso quedó atrás. Volví a Escocia, me hice policía y vivía feliz. Hasta que me vi arrastrado en el caso de John Biblia. Recordarás que no le llamamos John Biblia hasta mucho más tarde. Fue después de la tercera víctima cuando se supo el detalle de que citaba versículos de la Biblia. Y entonces la prensa le puso ese apodo. Bien, cuando se me ocurrió pensar en alguien que citaba la Biblia, estrangulador y violador, me acordé de Borneo. Fui a ver a mi jefe y se lo conté. Me dijo que era una coincidencia descabellada, pero que podía seguir la pista en mi tiempo libre si quería. Tú sabes, John, que me gustan los retos. Además, tenía pensado un atajo: Lenny Spaven. Sabía que había vuelto a Escocia y que tendría información sobre todos los que iban a la iglesia. Así que me puse en contacto con él, pero estaba peor que nunca y no quiso saber nada. Tú sabes que soy persistente y él se quejó de ello a mi jefe. Me advirtieron que me calmara, pero yo no estaba dispuesto. Sabía lo que quería y me constaba que Lenny tendría fotos de la época de Borneo, quizá con otros de los que iban a la iglesia, y quería enseñárselas a la mujer que había ido en el taxi con John Biblia. Quería comprobar si reconocía a alguno. Pero el maldito Spaven me ponía obstáculos para todo. Finalmente conseguí unas fotos. Me costó lo mío; tuve que hablar con el Ejército para localizar al cura de marras. Tardé semanas.
Rebus miró a Morton.
– Las fotos que nos enseñó Ancram -dijo.
Enseñamos las fotos a testigos oculares. Ten en cuenta que eran instantáneas de hacía ocho o nueve años y, además, no muy buenas, y algunas estaban estropeadas. La mujer dijo que no estaba segura y añadió que uno «se parecía a él», según sus propias palabras. Pero como dijo mi jefe, había centenares de hombres en todo el mundo que tenían cierto parecido físico con el asesino, y ya habíamos interrogado a muchos de ellos. Pero yo no acababa de quedarme contento. Conseguí averiguar el nombre del sospechoso; se llamaba Ray Sloane -un nombre muy poco frecuente- y no fue difícil localizarlo. Pero había desaparecido. Después de vivir en una habitación amueblada de Ayr y de trabajar fabricando herramientas, se había despedido hacía poco y nadie sabía adónde había ido. Yo estaba plenamente convencido de que podía ser el hombre que buscábamos, pero no logré convencer a mi jefe para hacer lo que fuese para dar con él.
John, de todo el retraso en la investigación iniciada con el Ejército tuvo la culpa Spaven. Si él hubiese colaborado, habría dado con Sloane antes de que hubiera tenido tiempo de largarse. Estoy seguro; lo sé. Habría podido cazarle. Pero, por el contrario, me quedé con las ganas, frustrado, y lo dije claramente. El jefe me apartó de la investigación y se acabó.
– Se te enfría el café -dijo Morton.
Rebus dio un trago y pasó la página.
O al menos hasta que Spaven volvió a aparecer en mi vida al trasladarse a Edimburgo casi al mismo tiempo que yo. Era como si me persiguiera y yo no le podía perdonar lo que me había hecho. Es más, a medida que pasaba el tiempo mayor era mi despecho. Por eso quise imputarle lo de Elsie Rhind. Lo confieso, a ti y a quien lea esta carta, que le tenía tantas ganas que era como una bola en el estómago, algo que sólo podía eliminar la cirugía. Cuando me dijeron que le dejara tranquilo, no hice caso. Cuando me aconsejaron que le eludiese, le busqué las vueltas. Le seguí, en mi tiempo libre, yendo tras sus pasos un día y otro. Estuve casi tres días sin dormir, pero valió la pena cuando un día le vi dirigirse a aquel garaje, un sitio que no conocíamos. Estaba eufórico, en la gloria. Por eso fui a toda prisa a tu casa y te arrastré al lugar. Tú me mencionaste lo de la orden de registro y te dije que no fueras idiota. Te presioné mucho, chantajeándote con la amistad; estaba enfebrecido y habría hecho cualquier cosa, y una de ellas fue transgredir el reglamento que ahora veo que entorpece a la policía y protege a los delincuentes. Así que entramos y vimos aquellos montones de cajas robadas en la fábrica de Queensferry. Y el bolso, que resultó ser de Elsie Rhind. Estuve a punto de caer de rodillas dando gracias a Dios.
Sé lo que pensaron muchos, tú incluido. Pensaron que lo había puesto yo. Bien, te juro en mi lecho de muerte (bueno, estoy escribiendo en una mesa) que no. Lo encontramos por las buenas, a pesar de que vulnerásemos el reglamento. Pero date cuenta de que esa prueba fundamental no habría sido admitida por haberla encontrado del modo que lo hicimos, que es por lo que te convencí -aunque tú te resistías- para que declarases la historia que inventé. ¿Si lo siento? Sí y no. Para ti ahora será muy molesto, John, y debe de haberte costado mucho haberlo tenido que asumir durante todos estos años. Pero capturamos al asesino y para mí -he pasado Dios sabe cuánto tiempo pensando en ello, reviviéndolo, rememorando mi forma de actuar- es lo que realmente importa.
John, espero que todo este asunto se calme. Spaven no merece la pena. Nadie piensa en Elsie Rhind, ¿a que no? La víctima siempre pierde. Que Elsie Rhind se apunte este tanto. Por mucho que un malhechor sepa escribir no deja de ser lo que es.
Los jefes de los campos de concentración leían por la noche a los clásicos y escuchaban música de Beethoven. Los monstruos pueden hacerlo.
Ahora lo sé. Lo sé a costa de Lenny Spaven.
Tu amigo Lawson.
Morton dio unas palmaditas a Rebus en la espalda.
– Con esto te deja libre de toda sospecha, John. Se la pasas a Ancram por las narices y se acabó.
Rebus asintió con la cabeza, deseando poder sentir alivio u otra emoción sensible.
– ¿Qué sucede? -preguntó Morton.
– Esto -respondió Rebus golpeando las hojas-. Vamos, que casi todo es verdad, probablemente, pero no deja de ser una mentira.
– ¿Cómo?
Rebus se lo quedó mirando.
– Lo que encontramos en el garaje… lo vi en casa de Elsie Rhind la primera vez que fuimos allí. Lawson debió de cogerlo después.
– ¿Estás seguro? -dijo Morton sin entender nada.
– No -replicó Rebus levantándose-. ¡No estoy seguro, y eso es lo jodido del caso! ¡Que jamás estaré seguro!
– Ten en cuenta que hace veinte años y la memoria falla.
– Lo sé. Tampoco entonces estaba seguro de haberlo visto antes… Quizás era otro bolso y otro sombrero. Volví a la casa a echar otro vistazo, cuando Spaven ya estaba preso, y busqué el bolso y el sombrero que había visto… pero no los encontré. Ah, mierda, a lo mejor no los vi en realidad y pensé que sí. El hecho es que creo que los había visto. Siempre he pensado que a Lenny Spaven le tendieron una trampa… y me he callado. -Volvió a sentarse-. No se lo había dicho a nadie hasta ahora. -Fue a coger la taza, pero le temblaba la mano-. Delírium trémens -añadió forzando una sonrisa.
Jack Morton estaba pensativo.
– ¿Y qué puede importar? -dijo por fin.
– ¿Quieres decir si estoy en lo cierto o no? Por Dios, Jack, no lo sé. -Rebus se restregó los ojos-. Hace tanto tiempo… ¿Importa que el asesino haya quedado impune? Aunque en su momento lo hubiese denunciado, habría valido para librar a Spaven pero no habríamos capturado al verdadero culpable, ¿no? -Suspiró-. Le he estado dando vueltas todos estos años y ya no puedo más.
– Ha llegado el momento de dejarlo.
Rebus sonrió sincero.
– Tal vez tengas razón.
– Lo que no entiendo… es por qué el propio Spaven no explicó nada. Me refiero a que no toca el tema en su libro. Podría haber explicado por qué Geddes la tenía tomada con él.
Rebus se encogió de hombros.
– Mira a Weir y su hija -dijo.
– ¿Quieres decir que era algo personal?
– No lo sé, Jack.
Morton cogió la carta y pasó las páginas.
– Es interesante lo de las fotos de Borneo. Ancram creía que eran relevantes porque se veía en ellas a Spaven. Y ahora resulta que es por ese tal Sloane al que Geddes seguía la pista. -Morton miró su reloj-. Tenemos que pasar por Fettes a enseñarle esto a Ancram.
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí, vamos; pero primero voy a fotocopiarlo. Como tú dices, Jack, quizá no acabe de creérmelo, pero está todo ahí en negro sobre blanco. -Levantó la mirada hacia su amigo-. Suficiente para Justicia en directo.
Ancram estaba a punto de estallar. Su irritación era tal que había estado paseando de arriba abajo por el despacho. Su voz fue como la primera fumarola de un volcán.
– ¿Esto qué es?
Rebus le presentaba una hoja doblada. En el despacho estaban los tres: Ancram sentado y Rebus y Morton de pie.
– Léalo -dijo Rebus.
Ancram se le quedó mirando y desdobló la nota.
– Es la baja -añadió Rebus-. Dos días de dolor de estómago. El doctor Curt fue taxativo y me ordenó estar aislado. Dijo que podía ser contagioso.
Ancram replicó casi en un susurro:
– ¿Desde cuándo los médicos privados dan notas por escrito?
– No ha visto las colas en mi ambulatorio.
Ancram hizo una bola con la nota.
– Tiene fecha y todo -dijo Rebus, que había pasado por la clínica del doctor Curt antes de dirigirse al norte con Eve.
– Cállese, siéntese y escuche mientras le explico que esto es una reprimenda oficial. Y no crea que la cosa va a quedar así.
– Señor, tal vez debiera leer esto primero -dijo Morton entregándole la carta de Geddes.
– ¿De qué se trata?
– Para que la cosa no quede así, señor -añadió Rebus-. Creo que es la madre del cordero. Mientras usted lo asimila quizá yo podría echar un vistazo a los archivos.
– ¿Por qué?
– Por esas fotos de Borneo. Me gustaría darles una ojeada.
Al leer las primeras líneas de la confesión de Geddes, Ancram se quedó de piedra. Rebus habría podido salir del despacho sin que lo advirtiese llevándose los archivadores. Pero no, sacó las fotos del sobre y se puso a examinarlas, leyendo los nombres en el reverso.
En una de ellas, el tercero por la izquierda estaba marcado: recluta Sloane, R. Rebus miró su cara borrosa. Además de haberse mojado, estaba desenfocada. Un joven barbilampiño, con menos de veinte años y sonrisa un poco torcida, quizá por algún defecto en los dientes.
John Biblia tenía un diente torcido, según los testigos.
Rebus asintió con la cabeza. Aquello era forzar al máximo las pruebas, algo que Lawson Geddes había hecho muchas veces cuando trabajaba con él. Sin saber exactamente por qué, y comprobando antes que Ancram siguiera enfrascado en la lectura de la carta, se guardó la foto en el bolsillo.
– Bien -dijo por fin Ancram-, es evidente que tendremos que hablarlo.
– Evidentemente, señor. Entonces, ¿no hay interrogatorio hoy?
– Sólo un par de preguntas. Primera: ¿qué demonios ha pasado con su nariz y sus dientes?
– Tropecé con un puño. ¿Algo más, señor?
– Sí. ¿Qué demonios ha estado haciendo con Jack?
Rebus se volvió y comprendió por qué Ancram se lo preguntaba: Jack Morton se había quedado dormido en la silla.
– Entonces, es la gran oportunidad -dijo Morton.
Habían ido al bar Oxford por ir a algún sitio. Rebus pidió dos zumos de naranja y se volvió hacia Morton.
– ¿Quieres algo de desayuno? -Morton asintió-. Y cuatro bolsas de patatas del sabor que sea -cantó Rebus a la camarera.
Levantaron los vasos, brindaron y bebieron.
– ¿Te apetece un cigarrillo? -dijo Morton.
– Sería capaz de matar por uno -contestó Rebus riendo.
– Bien -dijo Morton-, ¿qué se ha conseguido?
– Depende -respondió Rebus.
Se había estado preguntando lo mismo. Quizá la brigada de Aberdeen había detenido a los narcotraficantes: Tío Joe, Fuller, Stemmons. O tal vez antes de eso Fuller se había ocupado de Ludovic Lumsden y Hayden Fletcher. Quizás Hayden Fletcher era cliente de Burke's. Allí se había reunido con Tony El, y a lo mejor éste le pasaba talco nasal. Tal vez Fletcher era la clase de tipo que alternaba con gángsteres… Había gente así. Sabiendo que el mayor estaba preocupado y que el problema era Alian Mitchison… no habría sido nada difícil hablar con Tony El, y éste sin duda habría aprovechado la ocasión de ganarse un dinero… A saber si no era el mayor Weir en persona quien había ordenado la muerte de Mitch. En cualquier caso, impune no quedaría; la hija se encargaría de ello. Quizás él, en el último momento, habría quitado la bolsa de la cabeza a la víctima, aconsejándole que se olvidase de T-Bird Oil.
Todo parecía formar parte de un esquema más amplio, en el que los accidentes se sucedían, concatenados. Padres e hijas, padres e hijos, infidelidades, ilusiones que a veces llamamos recuerdos. Antiguos errores enconados o inventados a partir de falsas confesiones. Cadáveres arrumbados hace años y olvidados por todos menos por los asesinos. La historia que se estropea o pierde nitidez como una fotografía antigua. Finales… disparatados. Se muere, se desaparece o se cae en el olvido. Y no queda más que un nombre en el reverso de una foto. A veces ni eso.
Jethro Tull: Living in the Past [21]. Hacía tiempo que Rebus era un esclavo de eso. Por culpa del trabajo. Como policía, vivía en el pasado de la gente: crímenes cometidos antes de haber nacido; recuerdos de testigos de los que uno se apropia. Se había convertido en historiador y la condición se había infiltrado en su vida privada. Fantasmas, pesadillas, ecos.
Pero quizás ahora tenía una oportunidad. Como Jack, que había sabido empezar de nuevo. Semana de buenas noticias.
Sonó el teléfono y lo cogió la camarera; hizo un gesto a Rebus con la cabeza y se lo pasó.
– Diga.
– Te he llamado antes a casa y he decidido probar en tu segundo hogar.
Era Siobhan. Rebus se irguió.
– ¿Qué has averiguado?
– Un nombre: Martin Davidson. Estuvo en el Fairmount tres semanas antes del asesinato de Judith Cairns. Su cuenta se cargó a la empresa, LancerTech. Está en Altens, en las afueras de Aberdeen. Diseñan elementos de seguridad para las plataformas y cosas por el estilo.
– ¿Has hablado con ellos?
– En cuanto supe el nombre. No te preocupes, que a él no le mencioné. Sólo les hice un par de preguntas genéricas y la recepcionista me dijo que era la segunda persona en dos días que preguntaba lo mismo.
– ¿Y quién era la otra persona?
– Me dijo que de la Cámara de Comercio.
Guardaron silencio.
– ¿Y Davidson concuerda con lo de Robert Gordon?
– Dio unos cursillos a principios de año. Su nombre formaba parte de la plantilla.
Una relación sólida. Para Rebus era como un puñetazo. Aferraba el aparato muy tenso.
– Hay más -decía Siobhan-. Ya sabes que los hombres de negocios suelen alojarse siempre en hoteles de una misma cadena. Bien, el Fairmount tiene otro establecimiento aquí, y Martin Davidson de LancerTech se alojó en él la noche en que asesinaron a Angie Riddell.
Rebus volvió a ver su foto: Angie. Esperaba que por fin descansara en paz.
– Siobhan, eres genial. ¿Se lo has contado a alguien más?
– Sólo a ti. Fuiste tú quien me dio la información.
– Era una simple corazonada. Podía haber quedado en nada. El mérito es tuyo. Escucha, explícale a Gill Templer, que es tu jefa, lo que me has dicho a mí y que ella lo pase al equipo de John Biblia. Sigamos el reglamento.
– ¿Es él, verdad?
– Tú haz correr la noticia y no te dejes arrebatar el mérito. Luego, ya veremos, ¿vale?
– Sí, señor.
Colgó y le contó a Morton lo que acababa de saber. Permanecieron en la barra tomándose los zumos y mirando al espejo. Despacio, primero, y luego con nerviosismo, Rebus fue el primero en decir lo que los dos pensaban.
– Tenemos que ir allí, Jack. Necesito ir.
Jack Morton le miró asintiendo con la cabeza.
– ¿Conduces tú o conduzco yo?