Capítulo 11

Se puso en marcha -blanco móvil, etc.- venciendo la galbana de la resaca matinal. Lo primero que hizo fue meter alguna cosa en la maleta y dejarse el busca en la repisa de la chimenea.

En el taller en que generalmente pasaba la ITV le hicieron un hueco para dar un repaso al Saab: neumáticos y niveles. Quince minutos, quince libras. La única pega que encontraron era que la dirección estaba floja.

– Como mi modo de conducir -les comentó.

Tenía que hacer llamadas, pero no desde el piso ni desde Fort Apache u otra comisaría. Pensó en los pubs que abrían a primera hora, pero eran como oficinas y sabían que solía llamar desde allí: Ancram le podía localizar fácilmente. Se decidió por la lavandería, rechazando al entrar la oferta de la semana: un lavado con el diez por ciento de descuento. «Oferta promocional.» ¿Desde cuándo necesitaban las lavanderías hacer ofertas de promoción?

Fue a la máquina a cambiar un billete de cinco libras en monedas, sacó café y un bizcocho de chocolate en otra y arrimó una silla al teléfono de la pared. Primera llamada: a casa de Brian Holmes, último recurso de su «investigación». No contestaban. No dejó mensaje. Segunda llamada: a Holmes al trabajo. Disimuló la voz y escuchó a un joven agente decirle que Brian aún no había llegado.

– ¿Quiere dejar algún mensaje?

Rebus colgó sin contestar. A lo mejor Brian estaba en su casa trabajando en la «revisión» y no cogía el teléfono. Podía ser. Tercera llamada: a Gill Templer en su despacho.

– Departamento de Investigación Criminal, Templer al habla.

– Soy John -dijo Rebus, mirando en torno a él.

Dos clientes embebidos en sus revistas, ruido sordo de motores y centrifugadoras. Olía a suavizante, la encargada echaba detergente en una máquina y se oía una radio al fondo: Double Barrel de Dave y Ansel Collins. Una letra estúpida.

– ¿Quieres las últimas noticias?

– ¿Para qué iba a telefonear, si no?

– Eres de lo más zalamero, inspector Rebus.

– Ya. ¿Qué habéis descubierto sobre Fergie?

– El cuaderno de notas está en Howdenhall, pero todavía no hay resultados. Un equipo del forense irá hoy a la casa para comprobar si hay huellas y todo lo demás. Han preguntado por qué les enviábamos.

– ¿Y se lo explicaste?

– Impuse mi rango. Al fin y al cabo para eso está.

Rebus sonrió.

– ¿Y el ordenador?

– Volveré esta tarde a examinar los disquetes. Preguntaré también a los vecinos por visitantes, coches raros, etc.

– ¿Y el local del negocio de Fergie?

– Dentro de media hora voy a la tienda. ¿Qué tal lo voy haciendo?

– De momento, no me puedo quejar.

– Vale.

– Ya te llamaré para ver cómo van las cosas.

– Te noto raro.

– ¿Raro, cómo?

– Como si estuvieras tramando algo.

– No soy de ésos. Adiós, Gill.

Siguiente llamada: a Fort Apache, línea directa al «cobertizo». Contestó Maclay.

– Hola, Heavy. ¿Tengo algún mensaje?

– ¿Alguno? Voy a tener que coger el teléfono con manoplas de amianto.

– ¿Del inspector jefe Ancram?

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Percepción extrasensorial. He estado intentando localizarle.

– ¿Pero dónde estás?

– En cama. Con gripe o algo.

– No lo parece por la voz.

– Afronto la situación.

– ¿Estás en casa?

– En la de una amiga que me cuida.

– ¿Ah, sí? Cuenta, cuenta.

– Ahora no, Heavy. Escucha, si vuelve a telefonear Ancram…

– No te quepa duda.

– Dile que intento localizarle.

– ¿Tiene teléfono tu abnegada enfermera?

Pero Rebus ya había colgado. Llamó a su piso para comprobar si el contestador aún funcionaba después de los malos tratos. Tenía dos mensajes: ambos de Ancram.

– Por favor -rezongó alucinado.

Terminó el café, se comió el bizcocho y permaneció sentado mirando los tambores de las lavadoras. Era como si su cabeza estuviera dentro de una de ellas mirando hacia fuera.

Hizo otras dos llamadas -a T-Bird Oil y al DIC de Grampian- y decidió acercarse en un momento a casa de Brian Holmes, con la esperanza de no encontrarse con Nell. Era una casa adosada estrecha, de dos plantas, bastante grande para una pareja. Delante tenía su jardincito, penosamente abandonado, y flanqueando la puerta dos sedientas macetas colgantes. Y él convencido de que a Nell le gustaban las plantas.

No contestaban. Se acercó a la ventana a mirar. No tenía visillos; en la actualidad había parejas jóvenes que no se preocupaban de eso. Parecía que hubiera estallado una bomba en el cuarto de estar: el suelo lleno de periódicos y revistas, envoltorios de comestibles, platos y tazas y jarras de cerveza vacías, la papelera a rebosar de latas de cerveza. El televisor transmitía un culebrón matinal con una pareja bronceada mirándose a los ojos. Sin oírlos parecían más convincentes.

Decidió preguntar en la casa contigua. Le abrió un niño.

– Hola, vaquero, ¿está tu mamá?

Una joven salía de la cocina secándose las manos con un trapo.

– Perdone que la moleste -dijo Rebus-. Busco al señor Holmes, de aquí al lado.

La mujer se asomó a la puerta.

– El coche no está y siempre lo deja en el mismo sitio -dijo, señalando hacia donde él había aparcado el Saab.

– ¿No ha visto usted, por casualidad, a su esposa esta mañana?

– Hace siglos que no la veo -respondió la mujer-. Antes pasaba a darle caramelos a Damon -añadió, revolviendo el pelo al niño, que escapó corriendo hacia dentro.

– Bien; de todos modos, gracias.

– Él volverá por la tarde. No está mucho tiempo fuera de casa.

Rebus asintió. Y aún seguía haciéndolo cuando subió al coche. Permaneció un rato sentado, pasando la mano por el volante. Ella le había dejado. ¿Cuánto tiempo haría? ¿Por qué el gilipollas no había dicho nada? Sí, claro, los policías tenían fama precisamente de exteriorizar sus emociones y comentar sus crisis personales. El mismo era un buen ejemplo.

Fue al almacén: ni rastro de Holmes, pero el empleado le dijo que había estado trabajando la víspera hasta la hora de cerrar.

– ¿Usted cree que había terminado?

El hombre negó con la cabeza.

– Al marcharse me dijo «hasta mañana».

Rebus consideró dejarle un recado, pero se dijo que no podía correr el riesgo. Subió al coche y arrancó.

Fue por Pilton y Muirhouse por no meterse demasiado pronto en la transitada Queensferry Road. No había mucho tráfico saliendo de la ciudad; al menos se avanzaba. Preparó las monedas para la entrada a la autopista en el puente Forth.

Iba en dirección norte. Y esta vez no era a Dundee, sino a Aberdeen. No sabía si huía o iba a enfrentarse a algo.

Tal vez las dos cosas. Los cobardes son héroes a veces. Puso un casete: Rock Bottom [8] de Robert Wyatt.

– Sé lo que es eso, Bob -musitó, y añadió-: Anímate, a lo mejor no.

Tras lo cual cambió de cinta: Deep Purple atacando Into the Fire [9]. Pisó el acelerador.

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