Fueron a Howdendall en el coche de Morton. Rebus en el asiento de atrás, llamándole «chofer». Era un Peugeot 405 negro brillante, versión turbo, con tres años. Rebus hizo caso omiso del letrero «No fumar» y encendió un pitillo, aunque abrió la ventanilla. Morton no dijo nada ni miró por el retrovisor. En la cama no había dormido bien: sudaba y sentía las sábanas como una camisa de fuerza. Aparte de haberse despertado casi cada hora con pesadillas de persecución que le hacían saltar al suelo, desnudo y temblando.
Morton, por su parte, se quejó en primer lugar de tortícolis. La segunda queja se centró en la cocina, por la nevera vacía y todo lo demás. Y no podía salir a comprar sin Rebus. En definitiva, que fueron directamente al coche.
– Me muero de hambre -dijo.
– Pues para y comemos algo.
Hicieron un alto en una panadería de Liberton para comprar pastas con salchicha, café y mostachones y se sentaron a comerlos en el coche aparcado en la línea amarilla de una parada de autobuses, que llegaban y frenaban casi rozándoles, como dando a entender que se fueran de allí. Algunos con letreros de «Ceda el paso» en la parte de atrás.
– Los autobuses tienen un pase -dijo Morton-. Son los conductores a quienes no trago.
– Aquí quien da el cante no son los autobuses -comentó Rebus.
– Sí que estás jovial esta mañana.
– Jack, cierra el pico y arranca.
En Howdendall le estaban esperando. El equipo del registro de la víspera había confiscado en el piso todos sus zapatos para que los de la policía científica los comparasen, inútilmente, claro, con las huellas de pisadas del escenario de los crímenes de Johnny Biblia. Lo primero que le dijeron es que se quitara los que llevaba puestos para darle unos chanclos de plástico e informarle que se los devolverían antes de marcharse. Los chanclos eran demasiado grandes e incómodos, y como le bailaba el pie tuvo que encoger los dedos para sujetarlos.
Prescindieron del test de saliva, que era el menos fiable, pero le arrancaron pelos de la cabeza.
– ¿No me los podría implantar en las entradas, cuando termine?
La mujer de las pinzas sonrió y siguió con su cometido, diciéndole que tenía que arrancarlos de raíz porque la reacción en cadena de la polimerasa no daba resultado con cabellos cortados. En otros laboratorios disponían de otro test, pero…
– ¿Pero qué?
No contestó. Rebus sabía lo que había insinuado: que con él se lo tomaban en plan tranquilo. Ni Ancram ni nadie esperaba que los análisis caros diesen ningún resultado positivo. El único propósito era fastidiarle y ponerle nervioso. Nada más. Lo sabían los de la científica, y él el primero.
Análisis de sangre -previa anulación del permiso potestativo- y a continuación huellas dactilares, sin contar los hilos y hebras que recogieron de su ropa. «De allí al ordenador -pensó-, y sin haber hecho nada quedo ya para siempre como sospechoso. Cualquiera que investigue en los archivos dentro de veinte años descubrirá que un policía fue interrogado y tuvo que someterse a análisis…» Era lamentable. Ya tenían su ADN, lo que equivalía… a tenerle archivado en persona. Precisamente cuando comenzaba a dar sus primeros pasos el banco de datos de ADN de Escocia… Ojalá hubiese exigido el permiso legal.
Jack Morton estuvo presente durante todo el proceso, apartando la vista. Una vez concluido, al devolverle los zapatos, le dio la impresión de que el personal le miraba, aunque no acababa de estar plenamente seguro. Pete Hewitt -que no había asistido a la toma de huellas- pasó en ese momento por la sala y soltó la gracia del cazador cazado. Morton contuvo a Rebus cogiéndole del brazo y Hewitt se largó a paso ligero.
– Tenemos que ir a Fettes -dijo Morton.
– Por mí, cuando quieras.
– Podríamos primero parar en algún sitio para tomar un café -añadió Morton mirándole.
Rebus sonrió.
– ¿Temes que empiece dándole un puñetazo a Ancram?
– Si piensas hacerlo, ten en cuenta que es zurdo.
– Inspector, ¿alguna objeción a que se grabe el interrogatorio?
– ¿Y qué destino tiene la grabación?
– Se registra el día y la hora y se hace una copia para usted. E igualmente con la trascripción.
– Ninguna objeción.
Ancram hizo un gesto con la cabeza a Jack Morton para indicarle que estaba ante la grabadora. Era un despacho muy estrecho de la tercera planta de Fettes y daba la impresión de que habían desalojado a alguien a la fuerza. Había una papelera llena junto a la mesa, clips por el suelo y aún se veían en la pared señales de la cinta adhesiva que sujetaba unas fotos arrancadas. Ancram estaba sentado detrás de aquella mesa rayada, con las notas sobre el caso Spaven amontonadas a un lado. Vestía un traje formal azul oscuro de raya diplomática con camisa azul celeste y corbata, y parecía haber pasado antes por la peluquería. Ante él tenía dos bolígrafos: un Bic amarillo de punta fina y tinta azul y otro lacado, de aspecto caro. Sus uñas cuidadas tamborileaban sobre un cuaderno nuevo en formato Din A4, a la derecha del cual tenía una lista mecanografiada de preguntas y puntos para plantear.
– Bien, doctor -dijo Rebus-, ¿qué posibilidades tengo?
Ancram se limitó a sonreír antes de hablar para la grabadora.
– Inspector jefe Charles Ancram del DIC de Strathclyde. Son… -miró el reloj de pulsera- las diez cuarenta y cinco del lunes veinticuatro de junio. Interrogatorio preliminar al inspector John Rebus de la policía de Lothian y Borders. El interrogatorio tiene lugar en la jefatura de la policía de Lothian, avenida Fettes, Edimburgo. Está también presente…
– Se le ha olvidado el código postal -dijo Rebus cruzándose de brazos.
– Era la voz del inspector Rebus. Está también presente el inspector Jack Morton del DIC de Falkirk, actualmente de servicio temporal en la policía de Strathclyde, Glasgow.
Ancram echó un vistazo a sus notas, cogió el Bic y lo llevó a lo largo de las dos primeras líneas. Luego, cogió un vasito de plástico con agua y dio un sorbo mirando a Rebus por encima del borde.
– Cuando quiera -dijo éste.
Ancram estaba más que dispuesto. Tenía a Jack Morton con la grabadora, de la que salían dos cables con sus respectivos micrófonos colocados sobre la mesa y orientados uno hacia él y el otro hacia Rebus, aunque éste desde su asiento no veía bien a Morton. Los protagonistas de aquella partida de ajedrez eran él y Ancram.
– Inspector -dijo Ancram-, ¿sabe por qué está aquí?
– Sí, señor. Estoy aquí porque me he negado a abandonar una investigación sobre la posible relación entre un gángster de Glasgow, Joseph Toal, el narcotráfico en Aberdeen y el asesinato en Edimburgo de un trabajador del petróleo.
Ancram hojeó las notas del caso con gesto de aburrimiento.
– Inspector, ¿sabe que se ha reavivado el interés por el caso de Leonard Spaven?
– Sé que los tiburones de la tele estrechan el círculo creyendo oler sangre.
– ¿Y la huelen?
– Es un simple escape de una vieja lata de salsa de tomate, señor.
Ancram sonrió; pero eso no iba a grabarse.
– El inspector jefe Ancram sonríe -dijo Rebus al micrófono.
– Inspector -mirando las notas-, ¿qué suscitó ese interés de los medios de comunicación?
– El suicidio de Leonard Spaven, unido a su notoriedad pública.
– ¿Notoriedad?
Rebus se encogió de hombros.
– Los medios de comunicación se emocionan inexplicablemente con los asesinos y matones reciclados cuando muestran cierta tendencia artística. Ellos también suelen tener aspiraciones artísticas.
Ancram parecía poco satisfecho con la respuesta. Se hizo un silencio; se oía el zumbido de la grabadora y el paso de la cinta. Alguien estornudó, afuera, en el pasillo. Era un día sin sol, con nubarrones que presagiaban lluvia y un viento frío del mar del Norte.
Ancram se recostó en la silla, como haciéndole ver que no necesitaba las notas. «Conozco el caso.»
– ¿Qué sintió al saber que Lawson Geddes se había suicidado?
– Me quedé hecho polvo. Era un buen policía y un buen amigo.
– Pero tenían sus diferencias, ¿no?
Rebus trató de sostenerle la mirada, pero acabó apartándola. Pensó que por acumular errores así se pierden las batallas.
– ¿Ah, sí?
El viejo truco de responder con otra pregunta. La mirada de Ancram era de por sí elocuente.
– Mis hombres han hablado con oficiales que estaban en el servicio por entonces.
Miró a Morton; apenas un segundo. Tratando de implicarlo. Sembrar la duda era una buena táctica.
– Teníamos pequeñas divergencias, como todo el mundo.
– ¿Pero usted le respetaba?
– Y le respeto.
Una inclinación de Ancram, con la cabeza, captando la intención. Pasaba ahora el dedo por las notas, como si acariciase el brazo a una mujer, posesivo. Pero también para darse confianza.
– ¿Así que trabajaban bien juntos?
– Bastante bien. ¿Le importa que fume?
– Haremos una pausa a las… -miró el reloj de pulsera- once cuarenta y cinco. ¿Le parece?
– Procuraré sobrevivir.
– Usted sabe sobrevivir, inspector. Su expediente habla por sí solo.
– Pues interrogue a mi expediente.
Sonrisita.
– ¿Cuándo descubrió que Lawson Geddes la tenía tomada con Leonard Spaven?
– No entiendo la pregunta.
– Creo que sí la entiende.
– No esté tan seguro.
– ¿Sabe por qué fue apartado Geddes de la investigación sobre John Biblia?
– No.
Era una pregunta de impacto. La que más podía afectar a Rebus. Porque le habría gustado saber la respuesta.
– ¿No? ¿Nunca se lo dijo?
– Nunca.
– Pero le hablaba de John Biblia…
– Sí.
– En realidad, todo es algo vago… -Ancram abrió un cajón y cogió dos archivadores gruesos, que dejó en la mesa-. Tengo el expediente de Geddes e informes sobre él. Aparte de cosas de la investigación sobre John Biblia; minucias de su intervención. Y parece que fue haciendo presa en él la obsesión. -Ancram abrió un archivador y lo hojeó distraídamente antes de volver a mirar a Rebus-. ¿Le suena eso?
– ¿Insinúa que estaba obsesionado con Lenny Spaven?
– Es que lo estaba -soltó Ancram, asintiendo con la cabeza-. Lo sé porque me lo han contado oficiales que estaban en el servicio en aquella época, pero lo más importante es que lo sé a causa de John Biblia.
El cabrón acababa de lanzarle un gancho de izquierda. Y llevaban sólo veinte minutos de interrogatorio. Rebus cruzó las piernas y trató de aparentar indiferencia. Era tal la tensión de su cara que pensó que debía de notársele el relieve de los músculos.
– Mire -prosiguió Ancram-, Geddes intentó implicar a Spaven en el caso de John Biblia. Pero las notas están incompletas. Fueron destruidas o se perdieron; o Geddes y sus superiores no lo pusieron todo por escrito. Pero Geddes iba a por Spaven, de eso no cabe duda. En los archivos encontré unas viejas fotos y en ellas aparece Spaven. -Alzó las fotos-. Son de la campaña de Borneo. Él y Geddes servían en el mismo regimiento de la Guardia Escocesa. Tengo la impresión de que entre ambos sucedió algo y a partir de ahí Geddes se la tuvo jurada a Spaven. ¿Cómo he llegado tan lejos?
– Llenando tranquilamente el tiempo hasta la pausa del cigarrillo. ¿Puedo ver las fotos?
Ancram se encogió de hombros y se las pasó. Rebus echó un vistazo. Fotos antiguas en blanco y negro con los bordes gastados; un par de ellas de cinco por tres centímetros y el resto de diez por quince. Enseguida reconoció a Spaven por su característica sonrisa de seductor. Había también un sacerdote con uniforme militar y alzacuello y otros hombres con pantalón corto ancho, calcetines largos y cara reluciente por el sudor, con ojos casi de temor. Algunas caras se veían borrosas y Rebus no reconoció a Lawson Geddes en ninguna foto. Las habían hecho al aire libre; se veían chozas de bambú en segundo término, y el morro de un jeep aparecía en una de las fotos. Les dio la vuelta y leyó algunos nombres y «Borneo, 1965».
– ¿Eran de Lawson Geddes? -inquirió al devolvérselas.
– No tengo ni idea. Estaban con todo lo demás de John Biblia.
Ancram volvió a guardarlas en el archivador, contándolas una por una.
– No falta ninguna -dijo Rebus.
La silla de Jack Morton chirrió: estaba comprobando si la cinta llegaba a su final para cambiarla.
– Bueno -dijo Ancram-, tenemos a Geddes y a Spaven sirviendo juntos en Borneo, después a Geddes tratando de incriminar a Spaven durante la investigación de John Biblia… y expulsado de ella. Luego, transcurren unos años, ¿y qué encontramos? Geddes que sigue persiguiendo a Spaven, esta vez por el asesinato de Elizabeth Rhind. Y de nuevo suspenden la investigación.
– Spaven conocía a la víctima.
– Eso no vamos a discutirlo, inspector. -Hizo una pausa de cuatro compases-. Usted conocía a una de las víctimas de Johnny Biblia, ¿significa eso que la mató?
– Encuentre su collar en mi piso y vuelva a preguntármelo.
– Ah, bien, ahora llegamos a lo interesante, ¿eh?
– Ah, menos mal.
– ¿Conoce la palabra serendipidad?
– Sazono con ella mi discurso.
– Definición del diccionario: la posibilidad de efectuar casualmente un hallazgo. Una palabra muy útil.
– Ya lo creo.
– Y Lawson Geddes tenía ese don, ¿verdad? Vamos, que les llegó una denuncia anónima sobre un cargamento de radio-relojes robados. Y fueron al garaje, sin orden de registro ni nada, y ¿qué encontraron? A Leonard Spaven, los radio-relojes más un bolso y un sombrero… pertenecientes a la víctima. Es lo que yo llamo un hallazgo muy casual. Salvo que no era casual, ¿verdad?
– Hubo orden de registro.
– Firmada con fecha retrospectiva por un juez paniaguado. -Otra sonrisa-. ¿Cree que domina la situación? ¿Piensa que yo me lo digo todo y que, por consiguiente, usted no está diciendo nada que pueda comprometerle? Pues escuche bien: hablo porque quiero que sepa cómo está el asunto. Después tendrá plena oportunidad de refutar o no.
– Lo estoy deseando.
Ancram miró sus notas. Rebus seguía mentalmente en Borneo y pensaba en las fotos: ¿qué diablos tendrían que ver con John Biblia? Ojalá las hubiera mirado con más atención.
– He leído su propia versión de los acontecimientos, inspector -prosiguió Ancram-, y empiezo a comprender por qué usted y su amigo Holmes rebuscaban tanto. Era por eso, ¿no? -apostilló alzando la vista.
Rebus guardó silencio.
– Mire, en aquella época le faltaba a usted veteranía a pesar de lo mucho que Geddes le enseñó. El informe está bien redactado, pero se nota que era consciente de las mentiras que decía y de las lagunas que se vio obligado a dejar. Yo sé leer entre líneas; llámelo crítica, si quiere.
A Rebus le vino una imagen a la cabeza: Lawson Geddes tembloroso y con ojos de loco en la puerta de su casa.
– Bien, esto es lo que yo creo que sucedió: Geddes iba detrás de Spaven, por cuenta propia esta vez, ya que habían suspendido la investigación, y un día le siguió hasta el lugar del alijo, esperó a que se marchase y forzó la entrada. Le gustó lo que vio y decidió colocar una prueba incriminatoria.
– No.
– ¿A lo primero o a lo segundo?
– A ambos.
– ¿Se ratifica?
– Sí.
Ancram había hablado inclinado sobre la mesa. Volvió a recostarse en la silla y miró su reloj.
– ¿Descanso y un cigarrillo? -inquirió Rebus.
Un no con la cabeza.
– No, creo que por hoy basta. Hizo tantas pifias en ese falso informe que me va a llevar tiempo enumerarlas. Las trataremos en la próxima reunión.
– Ardo en deseos -dijo Rebus levantándose y sacando los cigarrillos.
Morton apagó la grabadora, sacó la cinta y se la entregó a Ancram.
– Ahora mismo mando hacer una copia y se la enviaré para que la compruebe.
– Se agradece -replicó Rebus mientras aspiraba el humo deseando poder mantenerlo más tiempo hasta expulsarlo. Había quien al expulsar el aire no echaba humo. El no era tan egoísta-. Una pregunta.
– Diga.
– ¿Qué les tengo que decir a los compañeros que me vean entrar con Jack en este despacho?
– Piense algo. Últimamente está muy ducho en mentiras.
– No buscaba un cumplido, pero gracias.
Se levantó para irse.
– Me ha dicho un pajarito que le dio un cabezazo a uno de la televisión.
– Tropecé.
– ¿Tropezó? -replicó Ancram con sonrisa sibilina; aguardó hasta que Rebus se lo confirmó con una inclinación de cabeza-. Pues va a quedar muy bonito, ¿sabe? Lo tienen todo grabado en vídeo.
Rebus se encogió de hombros.
– Ese pajarito suyo… ¿no tendrá un nombre?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Bueno, tiene usted sus propias fuentes, ¿no es así? En la prensa, me refiero. Y Jim Stevens, por ejemplo, y usted son tan amigos…
– Sin comentarios, inspector. -Rebus se echó a reír, ya camino de la puerta-. Otra cosa -añadió Ancram.
– ¿Qué?
– Cuando Geddes intentaba imputar a Spaven el asesinato, interrogó usted a algunos amigos y socios de Spaven, incluido… -Fingió que buscaba el nombre entre sus notas-. Fergus McLure.
– ¿Y qué?
– McLure ha muerto hace poco. Y creo que fue usted a verlo la mañana en que murió.
¿Quién se lo habría soplado?
– ¿Y bien?
Ancram alzó los hombros con cierta petulancia.
– Otra… coincidencia. Por cierto, el inspector jefe Grogan me ha llamado esta mañana.
– Eso es amor.
– ¿Conoce el pub Yardarm, en Aberdeen?
– Está en el puerto.
– Sí, efectivamente. ¿Ha estado allí?
– Tal vez.
– Uno de los clientes lo asegura. Le invitó usted a una copa y hablaron del petróleo.
El cabezón aquel.
– ¿Y qué?
– Pues que demuestra que estuvo en el puerto la noche anterior al asesinato de Vanessa Holden. Dos noches seguidas, inspector. Grogan empieza a ponerse muy nervioso y me parece que le va a reclamar para detenerle en su jurisdicción.
– ¿Va usted a entregarme? -Ancram negó con la cabeza-. No, claro, no le interesa, ¿verdad?
Rebus le echó humo a Ancram a la cara. Bah, sólo un poco. Quizá fuese más egoísta de lo que pensaba…
– No fue tan mal la cosa -dijo Jack Morton, que iba al volante con Rebus al lado.
– Sólo porque tú esperabas que fuese un duelo a muerte.
– No dejé de pensar en mi cursillo de primeros auxilios.
Rebus se echó a reír y relajó la tensión. Le dolía la cabeza.
– En la guantera tienes aspirinas -dijo Morton.
Rebus la abrió y vio que también había una botellita de Vittel. Se tomó tres tabletas con un trago de agua.
– Jack, ¿tú estuviste en los Boys Scouts?
– Seis meses en los lobatos pero no pasé a los Scouts. Por entonces tenía ya otras aficiones. ¿Todavía existen?
– Que yo sepa, sí.
– ¿Te acuerdas de la semana de trabajo? Había que ir por las casas limpiando cristales y arreglando jardines. Y entregábamos todo lo que recaudábamos.
– Y ellos se quedaban la mitad.
– Desde luego, tienes algo de cínico -dijo Morton mirándole.
– Sí, algo.
– Bueno, ¿dónde vamos? ¿A Fort Apache?
– ¿Después de lo que he padecido?
– ¿Al Oxford?
– Vas haciendo progresos.
Jack Morton optó por un zumo de tomate -alegando el exceso de peso- y Rebus pidió una jarra mediana de cerveza y, tras un momento de indecisión, un chupito de whisky.
Todavía no era la hora del turno de comidas, pero ya estaban preparando las empanadas y lo demás. Quizás aquella camarera había estado en los Scouts. Se fueron con las bebidas al fondo, a un rincón tranquilo.
– Tiene gracia estar otra vez en Edimburgo -dijo Morton-. Aquí no veníamos nunca, ¿verdad? ¿Cómo se llamaba aquel bar de Great London Road?
– No me acuerdo.
Era cierto; ni siquiera recordaba su interior a pesar de que habría estado en él unas trescientas veces. Era un pub para beber y charlar, animado exclusivamente por la vida que le daban los que iban a tomar copas.
– Caray, el dinero que habremos gastado allí.
– Habla el bebedor arrepentido.
Morton esbozó una sonrisa y alzó el vaso.
– John, ¿quieres explicarme por qué bebes?
– Por matar los sueños.
– Al final, la bebida te matará a ti.
– De algo hay que morir.
– ¿Sabes lo que me dijo alguien? Que eras el suicida más viejo del mundo.
– ¿Quién te lo dijo?
– No importa.
Rebus se echó a reír.
– Tal vez podría solicitar la inscripción en el libro Guinness de los récords.
– Bueno -añadió Morton apurando el vaso-, ¿qué programa nos espera?
– Yo tendría que hacer una llamada; a una periodista. -Miró el reloj-. Supongo que estará en casa. Voy al teléfono de la barra. ¿Me acompañas?
– No, me fío de ti.
– ¿Seguro?
– Más o menos.
Así que Rebus fue a llamar a Mairie, pero sólo habló con el contestador automático. Dejó un breve recado y preguntó a la camarera si había cerca alguna tienda de fotografía. Ella dijo que sí, le indicó el sitio y siguió secando vasos. Llamó a Morton y salieron del local. Hacía más calor, pero persistía aquella capa opresiva de nubes, casi tormentosa. Aunque se notaba que el sol la zurraba como un niño a una almohada. Rebus se quitó la chaqueta y se la echó al hombro. El fotógrafo estaba en otra calle y cortaron por Hill Street.
Era una tienda con el escaparate lleno de retratos de recién casados como envueltos en una aureola y niños de sonrisa radiante. Momentos de felicidad congelados -gran engaño- para enmarcarlos y colocarlos en lugar destacado, en una vitrina o encima del televisor.
– ¿Fotos de tus vacaciones? -preguntó Morton.
– No preguntes de dónde las he sacado.
Rebus encargó una copia de los negativos y la dependienta anotó los que quería y le indicó que volviera al día siguiente.
– ¿No podrían hacerlas en una hora?
– No en el caso de segundas copias, lo siento.
Cogió el recibo y se lo guardó doblado en el bolsillo. Afuera el sol se había rendido y comenzaba a llover, pero Rebus no se puso la chaqueta porque aún sudaba.
– Mira -dijo Morton-, no tienes por qué decírmelo todo, pero me gustaría saber algo de todo esto.
– ¿De qué parte?
– De tu viaje a Aberdeen y esos mensajes cifrados entre tú y Chick. En fin, no sé; todo.
– Probablemente más vale que no lo sepas.
– ¿Por qué? ¿Porque estoy a las órdenes de Ancram?
– Tal vez.
– Vamos, John.
Pero Rebus estaba ya en otra cosa. Dos casas más allá del fotógrafo había una tienda de bricolaje: pintura, brochas y rollos de papel pintado. Se le había ocurrido algo. Ya en el coche, le indicó a Morton el camino que debía seguir, añadiendo que era una sorpresa, lo que le hizo recordar que eso mismo había dicho Lumsden la primera noche en Aberdeen. Cerca de St. Leonard le dijo que doblara a la izquierda.
– ¿Aquí?
– Eso es.
El aparcamiento del supermercado de bricolaje estaba casi vacío y pudieron dejar el coche cerca de la entrada. Rebus se apeó de un salto y logró localizar un carrito con las cuatro ruedas en buen estado.
– Se supone que en un sitio como éste deberían tener alguien que supiera arreglarlos.
– ¿Y a qué hemos venido aquí?
– A por unas cosas que necesito.
– Necesitas comida, no yeso.
– En eso te equivocas -replicó Rebus.
Compró pintura, rodillos y brochas, aguarrás, tela para cubrir el suelo, yeso, un secador, lija (gruesa y fina), barniz, y pagó con la tarjeta de crédito. Después invitó a Morton a comer en un café cercano, uno de sus predilectos de cuando estaba en St. Leonard.
Cuando acabaron fueron a casa. Morton le ayudó a subir las cosas.
– ¿Te has traído ropa vieja? -le preguntó Rebus.
– Tengo un mono en el maletero.
– Súbetelo.
Rebus se quedó de una pieza al ver la puerta abierta; dejó la pintura y entró como una tromba en el piso. Le bastó una ojeada para saber que no había nadie. Morton examinaba el marco de la puerta.
– La típica palanca. ¿Qué te falta?
– El equipo de música y la tele, no.
Morton cruzó el recibidor y fue a mirar en las habitaciones.
– Da la impresión de que está todo igual que cuando nos fuimos -comentó-. ¿Vas a denunciarlo?
– ¿Para qué? Sabemos perfectamente que es Ancram que quiere ponerme nervioso.
– Yo no lo creo.
– ¿No? Qué casualidad que entren en mi casa mientras él me interroga.
– Habría que denunciarlo, así el seguro te pagará el marco. -Morton miró a su alrededor-. Me extraña que nadie oyese nada.
– Vecinos sordos -apostilló Rebus-. La especialidad de Edimburgo. Bien, lo denunciaremos. Tú vuelves a esa tienda y compras una cerradura.
– ¿Y tú qué vas a hacer?
– Quedarme aquí quietecito, guardando el fuerte. Lo prometo.
Nada más salir Morton, Rebus fue al teléfono y pidió que le pusieran con el inspector jefe Ancram y mientras aguardaba echó un vistazo al cuarto: fuerzan la puerta y se marchan sin llevarse el equipo de música. Era descarado.
– Ancram al habla.
– Soy yo.
– ¿Alguna nueva idea, inspector?
– Han forzado la puerta de mi piso.
– Lo lamento. ¿Qué le han robado?
– Nada. Se les olvidó. Creo que debería usted comentárselo.
Ancram soltó una carcajada.
– ¿Cree que yo tengo algo que ver?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Esperaba que usted me lo explicara. Me viene a la cabeza la palabra «acoso».
Y nada más decirlo pensó en Justicia en directo. ¿Tan desesperados estarían como para allanar una vivienda? No lo creía; Kayleigh Burgess, no. Pero Eamonn Breen era otro cantar…
– Oiga, eso es una acusación muy grave. Pongamos que no he oído nada. ¿Por qué no se tranquiliza y recapacita?
Era precisamente lo que hacía. Colgó y sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta: llena de papelotes, recibos y tarjetas de visita. Encontró la de Kayleigh Burgess y llamó a su trabajo.
– No estará en toda la tarde -contestó una secretaria-. ¿Quiere dejar algún recado?
– ¿Y Eamonn, no andará por ahí? -añadió con un tono de voz como si fuera amigo suyo.
– Voy a ver. ¿Quién le llama?
– John Rebus.
– Un momento. -Se quedó en espera-. No, lo siento. Eamonn también ha salido. ¿Quiere que le diga que ha llamado?
– No, déjelo. Ya le veré más tarde. Gracias, de todos modos.
Volvió a recorrer el piso, esta vez con mayor minuciosidad. Su primera impresión es que habían sido ladrones; y la segunda, que se trataba de alguna especie de treta para inquietarle. Pero ahora cavilaba sobre otras posibles cosas que pudieran interesar a alguien. No era tan fácil advertir si faltaba algo; Siobhan y sus amigos no habrían dejado el piso igual que estaba, ni mucho menos. Aunque tampoco lo habrían revuelto demasiado. En la cocina, por ejemplo, no habían registrado ni habían abierto el armario donde guardaba sus recortes y periódicos.
Ellos no, pero alguien sí. Sabía perfectamente cuál era el último recorte que había repasado y ahora no estaba encima del montón, sino unas hojas más abajo. Tal vez Jack… no, no creía que él hubiera estado fisgando.
Pero alguien sí. De eso no cabía duda.
Cuando Morton regresó Rebus estaba ya en vaqueros y con una llamativa camiseta de manga corta con la leyenda DANCING PIGS. Habían venido también dos agentes de policía a examinar la puerta y hacer el atestado, y le habían dejado un número de referencia para el seguro.
Él solo había trasladado algunos muebles del cuarto de estar al recibidor y todo lo demás lo tenía tapado con telas, igual que el suelo. Descolgó el cuadro de la barca.
– Me gusta -dijo Morton.
– Me lo regaló Rhona en mi primer cumpleaños después de la boda. Lo compró en una feria de artesanía pensando que a mí me recordaría Fife.
Miró el cuadro y meneó la cabeza.
– ¿Y de eso nada?
– Yo soy del oeste de Fife, zona de pueblos mineros rústicos, no del Neuk oriental, lleno de riachuelos de pesca, turistas y casas de jubilados. Me parece que ella nunca lo entendió.
Sacó el cuadro al recibidor.
– No puedo creer que vayamos a pintar -dijo Morton.
– Y en tiempo de servicio. ¿Qué prefieres, pintar las paredes, rascar la puerta o montar la cerradura?
– Pintar.
Con el mono azul Morton parecía un auténtico pintor. Rebus le dio el rodillo y se deslizó bajo la tela que protegía el equipo de música para poner Exile on Main Street [18] de los Rolling Stones. Muy apropiado. Y comenzaron la faena.