Nada más despertar se dio cuenta de que pasaba algo raro. Se duchó y se vistió y seguía sin saber qué era. Luego, Morton entró cabizbajo en la cocina y le preguntó si había dormido bien.
Y sí que había dormido bien. Eso era lo raro. Había dormido muy bien sin haber bebido.
– ¿Noticias de Ancram? -preguntó Morton mientras abría la nevera.
– No.
– Entonces, seguramente que hoy libras. -Estará entrenándose para el próximo asalto. -En ese caso, ¿dejamos la decoración o seguimos con ella? -Haremos una hora de pintura -dijo Rebus.
Y se pusieron a ello, pero él no quitaba ojo de la calle. No había periodistas, ni Justicia en directo. A lo mejor los había asustado o puede que estuvieran esperando el momento propicio.
No se había producido la denuncia por agresión; lo más probable era que Breen estuviese tan eufórico con la toma de vídeo que ni se hubiera ocupado de ello. Tiempo de sobra tendría cuando emitiesen el programa…
Después de pintar fueron en el coche de Morton a Fort Apache. La primera reacción de éste no decepcionó a Rebus.
– Vaya pocilga.
En el interior todo era un frenético empaquetar y trasladar cosas; estaban sacando cajas para cargarlas en camiones y transportarlas a la nueva comisaría. El sargento de guardia hacía las veces de capataz, con la camisa remangada, controlando el etiquetado de las cajas y aleccionando a los hombres de la empresa de mudanzas sobre su concreta colocación en destino.
– Será un milagro si todo sale según lo previsto -dijo-. Y, además, los del DIC no arriman el hombro.
Morton y Rebus le aplaudieron en broma, pero sin mala intención, y fueron al «cobertizo».
Allí estaban Bain y Maclay.
– ¡El hijo pródigo! -exclamó Bain-. ¿Dónde diantre has estado?
– Colaborando en la investigación del inspector jefe Ancram.
– Tendrías que haber pasado por aquí. MacAskill quiere hablar contigo, bomboncito.
– Te dije que no volvieras a llamarme así.
Bain sonrió satisfecho. Rebus presentó a Jack Morton. Inclinaciones de cabeza, apretones de mano, gruñidos: el procedimiento habitual.
– Más vale que vayas a ver al jefe -dijo Maclay-. Está preocupado.
– Yo también le he echado de menos.
– ¿Nos has traído algo de Aberdeen?
Rebus se hurgó en los bolsillos.
– Debió de olvidárseme.
– Bueno, seguramente estarías ocupado -dijo Bain.
– Más que vosotros dos, lo que no es nada difícil.
– Ve a ver al jefe -insistió Maclay.
Bain esgrimió un dedo.
– Y pórtate bien con nosotros, si no, no te diremos lo que nos han contado los confidentes.
– ¿Qué?
Sus soplones locales: información sobre el cómplice de Tony El.
– Cuando hayas hablado con MacAskill.
Rebus fue a ver al jefe y Jack Morton se quedó aguardando fuera.
– John -dijo Jim MacAskill-, pero ¿dónde ha estado?
– Asuntos diversos, señor.
– Eso tengo entendido, y ninguno ha ido bien, ¿no?
Ya tenía el despacho medio vacío, pero aún quedaba algo. El archivador, sin los cajones, y las carpetas de expedientes en el suelo.
– Esto es una pesadilla -comentó al advertir la mirada de Rebus-. ¿Cómo va el traslado de sus cosas?
– Yo voy ligero de equipaje, señor.
– Es verdad, no lleva mucho con nosotros. Aunque a veces me parece una eternidad.
– Es el efecto que causo en las personas.
MacAskill sonrió.
– Lo primero que me planteo es la reapertura del caso Spaven. ¿Va a dar algún resultado?
– No, si me salen bien las cosas.
– Ese Chick Ancram es muy persistente… y minucioso. No se le escapa una.
– Sí, señor.
– He hablado con su jefe de St. Leonard y me ha dicho que el procedimiento es de lo más normal.
– No lo sé, señor. Es como si yo estuviera en desventaja.
– En fin, John, si puedo hacer algo…
– Gracias, señor.
– Conozco el modo de actuar de Chick: por desgaste. Se las hará pasar putas e irá estrechando el círculo para inducirle a que mienta y admita que es culpable en vez de decir la verdad. Tenga cuidado.
– Lo tendré.
– Bien, de momento, primera pregunta: ¿Qué tal se encuentra?
– Estoy bien, señor.
– Por aquí no hay nada nuevo que no podamos resolver. Así que tómese el tiempo que necesite.
– Se lo agradezco, señor.
– Chick es de la Costa Oeste, John. No tendría por qué estar aquí. -MacAskill meneó la cabeza y abrió el cajón para sacar una lata de Irn-Bru-. ¡Joder!
– ¿Algún problema, señor?
– He comprado la de régimen.
Rebus le dejó ocupado en el traslado.
Morton le esperaba en el pasillo.
– ¿Has oído eso?
– No estaba escuchando.
– Mi jefe acaba de decirme que puedo escaquearme cuanto quiera.
– Lo que quiere decir que podemos terminar el cuarto de estar.
Rebus asintió con la cabeza, pero él estaba pensando en acabar otro asunto. Fue al «cobertizo» y se plantó ante la mesa de Bain.
– Entonces, ¿qué?
– Pues que hicimos lo que pediste. Y los soplones nos dieron un nombre -dijo Bain.
– Hank Shankley -añadió Maclay.
– No está muy fichado, pero siempre está dispuesto a ganarse una pasta sin ningún escrúpulo si sale algo. Y no para. Corre el rumor de que pilló mucho dinero y al cabo de un par de copas se le oyó presumir de su «contacto en Glasgow».
– ¿Habéis hablado con él?
Bain negó con la cabeza.
– Esperábamos el momento propicio.
– Esperábamos a que aparecieras -añadió Maclay.
– ¿Habéis comprobado adónde va? ¿Dónde puedo encontrarlo?
– Le gusta nadar.
– ¿En algún sitio concreto?
– En la piscina olímpica.
– Descripción.
– Es un edificio grande al final de Dalkeith Road.
– Me refiero a Shankley.
– Es inconfundible -dijo Maclay-. Treinta y pico años, uno ochenta y delgado como una espingarda; tiene pelo rubio y corto. Aspecto nórdico.
– En la descripción dice que es «albino» -intervino Bain.
Rebus sacudió la cabeza.
– Os quedo muy agradecido, caballeros.
– Aún no te hemos dicho quién nos lo contó.
– ¿Quién?
– ¿Te acuerdas de Craw Shand? -dijo Bain sonriendo.
– ¿El que se empeñaba en que era Johnny Biblia? -Bain y Maclay asintieron con la cabeza-. ¿Por qué no me dijisteis que era confidente vuestro?
Bain se encogió de hombros.
– No queríamos divulgarlo. Pero Craw te ha tomado afecto. Es que le gusta que le den caña de vez en cuando…
Nada más salir, Morton se dirigió al coche pero Rebus tenía otros planes. Fueron a una tienda a comprar seis latas de Irn-Bru, no de régimen, y volvieron a la comisaría a entregárselas al sargento de guardia, que sudaba como un condenado.
– De servicio no se puede -dijo éste al ver la bolsa.
– Son para Jim MacAskill -dijo Rebus-. Que le lleguen cinco por lo menos.
Ahora ya podían marcharse.
La piscina de la Commonwealth, construida para los juegos de 1970, estaba al final de Dalkeith Road, al pie de Arthur's Seat, a unos cuatrocientos metros de la comisaría de St. Leonard. En los tiempos en que nadaba, Rebus solía almorzar en aquella piscina. Escogías un carril -nunca vacío y parecido a la entrada de un área de descanso de autopista- y nadabas rítmicamente para no tropezar con el de delante ni que te alcanzara el de atrás. La piscina estaba muy bien, aunque tenía demasiadas reglas de uso. La otra opción era hacer anchos en la piscina abierta, pero entonces te tropezabas con los críos y sus padres. Y había una tercera para niños pequeños y tres toboganes por los que nunca se había tirado; además estaban las saunas, el gimnasio y la cafetería.
Encontraron sitio para aparcar y entraron en el edificio. Rebus se identificó y dio la descripción de Shankley.
– Es cliente habitual -dijo la mujer.
– ¿Y está hoy?
– No lo sé. Yo acabo de entrar.
Volvió la cabeza para preguntar a una compañera que contaba monedas dentro de la taquilla y las metía en bolsas de plástico. Jack Morton dio un golpecito en el hombro a Rebus.
Detrás de la cabina había un espacio abierto con ventanales a la piscina principal. Allí, recostado, bebiendo una lata de Coca-Cola, se hallaba un hombre muy alto y delgado de pelo descolorido y mojado. Con una toalla enrollada bajo el brazo. Rebus se volvió a mirar y advirtió que tenía cejas y pestañas rubias. Shankley, al ver dos hombres mirándole, comprendió de inmediato quiénes eran y en cuanto ellos se dirigieron hacia él, echó a correr.
Fue a dar la vuelta a la esquina de la cafetería, pero por allí no había salida y siguió corriendo hasta la zona de juego infantil. Era un recinto amplio de tres plantas rodeado de red, toboganes, pasarelas y otros artefactos ideales para un cursillo de asalto a los pequeñajos. A Rebus le gustaba a veces después de nadar sentarse a tomar un café viendo jugar a los críos y elucubrando quién de ellos sería mejor soldado.
Shankley, al verse acorralado, se revolvió como dispuesto a plantarles cara. Rebus y Morton sonrieron. Pero su ansia por escapar era tan fuerte, que Shankley dio un empujón a la encargada, abrió la puerta del área de juego, se agachó y se metió allí. Dos cilindros enormes acolchados, cual rodillos gigantes de secadora, le cerraban el paso, pero él se escurrió entre ellos sin dificultad.
Jack Morton se echó a reír.
– ¿Pero adónde va?
– No sé.
– Vamos a tomar un té y aguardar a que se harte.
Rebus meneó con insistencia la cabeza. Acababa de oír un ruido en el último nivel.
– Hay un niño ahí dentro. ¿Verdad que sí? -añadió dirigiéndose a la encargada.
Ésta afirmó con la cabeza, y Rebus se volvió hacia Morton.
– Un posible rehén. Voy a entrar. Tú quédate aquí fuera y me vas señalando su posición.
Se quitó la chaqueta y entró en el recinto.
Los cilindros eran el primer obstáculo. Estaba demasiado gordo para pasar por allí, pero consiguió introducirse entre ellos y la red. Recordó su curso de entrenamiento en las Fuerzas Aéreas: de película. Vadeó una balsa de bolas de plástico de colores y a continuación un tubo curvado hacia arriba que conducía al primer nivel. Al lado había un tobogán; subió por él. Veía a Jack detrás de la red indicándole un lugar arriba en la esquina de atrás. Miró a su alrededor sin dejar de caminar agachado: sacos de arena y un foso con red, un cilindro para trepar y más toboganes y cuerdas para ascender. Y Hank Shankley en la esquina posterior, pensando cómo salir de aquélla. El público de la cafetería, perdido el interés por los esforzados nadadores, miraba expectante. Un piso más arriba estaba el niño. Rebus tenía que llegar a él antes que Shankley. Adelantarse a él o atraparle. Shankley ignoraba la presencia del niño y Rebus le distraía dando voces:
– ¡Oye, Hank, por mí podemos pasarnos aquí todo el día! ¡Y toda la noche, si hace falta! ¡Vamos, sal; simplemente queremos charlar contigo! Hank, estás ridículo ahí arriba. Mira que cerramos y te dejamos enjaulado.
– ¡Cállese!
A Shankley le salía espuma por la boca. Demacrado y delgado como estaba… Rebus sabía que era una tontería preocuparse por el VIH, pero no pudo evitar pensarlo. Edimburgo tenía una alta tasa de VIH. Estaba ya a unos cinco metros de Shankley cuando oyó un frufrú en aumento hacia donde él estaba, ya casi a punto de salir por el extremo de un tubo, y de pronto unos pies le golpearon, tumbándole de lado. Un niño de unos ocho años le miraba fijamente.
– Es demasiado grande para estar aquí, señor.
Rebus se levantó, vio a Shankley que se les venía encima y agarró al crío por el cogote y lo arrastró hacia el tobogán; una vez allí lo echó hacia abajo. Cuando se giraba para hacer frente a Shankley recibió otra patada: ésta del albino. Rebotó en la red y cayó en el tobogán acolchado. El niño iba ya camino de la salida desde donde la encargada hacía aspavientos para que se diera prisa. Shankley se tiró por el tobogán con los puños por delante, golpeando a Rebus en el cuello, y echó a correr detrás del crío, pero éste ya había cruzado los cilindros. Rebus se lanzó sobre Shankley, lo arrastró hasta las bolas de plástico y le propinó un directo limpio. Shankley, con los brazos cansados de nadar, le golpeaba en los costados, pero eran puñetazos como de muñeco de trapo. Rebus cogió una bola que le encajó en la boca y Shankley quedó con una cara ridícula de labios tensos y exangües. Acto seguido, dos golpes en la entrepierna y fin de la historia.
Morton entró a ayudarle a arrastrar el flaco inerte.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Me ha hecho más daño el niño que él.
La madre del pequeño, que estaba abrazándole y comprobando si tenía algún rasguño, dirigió a Rebus una mirada asesina: el niño protestaba porque le habían fastidiado los diez minutos que le quedaban para jugar. La encargada se le acercó.
– Perdone, ¿nos puede devolver la bola?
Como St. Leonard estaba tan cerca llevaron allí a Shankley. Pidieron una «galletera«y les asignaron una que debía de haber sido usada poco antes a juzgar por el olor.
– Siéntate -ordenó Rebus a Shankley, y a continuación salió con Morton para aleccionarle.
– Para tu información: Tony El mató a Alian Mitchison… aún no sé exactamente por qué. A Tony le echaron una mano -añadió señalando hacia la «galletera»-, pero no sé qué podrá aclararnos Hank.
Morton asintió con la cabeza.
– ¿No digo ni pío o participo?
– Tú haces de bueno -dijo Rebus dándole una palmadita en la espalda-. Siempre lo has hecho.
Y entraron formando equipo como en los viejos tiempos.
– Bien, señor Shankley -comenzó diciendo Rebus-, de momento tenemos resistencia a la autoridad y agresión a un policía. Y testigos de sobra.
– Yo no he hecho nada.
– Negación doble.
– ¿Qué?
– Dos negaciones equivalen a una afirmación. O sea, que sí ha hecho algo.
Shankley estaba abatido. Rebus le había podido bajar los humos recordando el comentario de Bain sobre la falta de escrúpulos del detenido. Para Shankley no había códigos, salvo quizás el de respeto al número uno. Le importaba un bledo todo y todos. Su intelecto no iba más allá de un arraigado instinto de supervivencia. Y Rebus sabía que podía jugar con eso.
– A Tony El no le debes nada, Hank. ¿Quién crees que te delató?
– ¿Tony… qué?
– Anthony Ellis Kane. Un duro de Glasgow mudado a Aberdeen y que estuvo aquí para hacer una faena y como necesitaba un socio, acabó encontrándote.
– Tú no tienes la culpa -terció Morton con las manos en los bolsillos-. Tú fuiste sólo su cómplice; no te imputamos el asesinato.
– ¿Asesinato?
– El de ese muchacho que buscaba Tony El -añadió Rebus-. Tú le acompañaste a un lugar para cogerle. Era lo único convenido contigo, ¿no? Y Tony El se encargaba del resto.
Shankley se mordió el labio superior, mostrando unos dientes estrechos y desiguales. Sus ojos eran azul claro y con manchas oscuras y las pupilas se le contrajeron como alfileres.
– Claro que podemos plantearlo de otra manera -prosiguió Rebus-. Y decir que tú le tiraste por la ventana.
– Yo no sé nada. -Shankley se cruzó de brazos y estiró las piernas-. Quiero un abogado.
– ¿Has estado viendo la reposición de Kojak, Hank? -inquirió Morton mirando a Rebus, quien asintió con la cabeza.
Se acabó lo del poli bueno,
– Hank, esto me aburre. ¿Sabes qué? Vamos a tomarte las huellas. Dejasteis huellas por todo aquel piso abandonado y en lo que comprasteis. Por todos lados. ¿Recuerdas que tocaste las latas? ¿Las botellas? ¿La bolsa? -Shankley intentaba recordar con todas sus fuerzas y Rebus bajó el tono-. Te tenemos, Hank. Estás jodido. Te doy diez segundos para que empieces a hablar y nada más, te lo aseguro. No pienses que vas a poder hablar después, pues no te escucharemos. El juez tendrá desconectado el sonotone y te las verás solito. ¿Sabes qué? -Hizo una pausa hasta obtener la atención de Shankley-. Tony El ha estirado la pata, rajado en una bañera. Tú podrías ser el siguiente. -Sacudidas persuasivas de la cabeza-. Necesitas amigos, Hank.
– Mire… -La historia de Tony El le había despertado. Shankley se inclinó en la silla-. Mire… yo… yo…
– Tranquilo, Hank.
Morton le preguntó si quería beber algo y Shankley aceptó.
– Coca-Cola o algo parecido.
– Tráeme una a mí, Jack -dijo Rebus.
Morton salió al vestíbulo donde estaba la máquina mientras Rebus aguardaba el momento propicio, paseando por el cuarto y dando tiempo a que Shankley decidiera lo que iba a contar y la manera de adornarlo. Morton regresó y le lanzó una lata a Shankley y otra a Rebus, que la abrió y echó un trago. Aquello no era una bebida de verdad. Era fría y demasiado dulce; lo único que iba a notar era el efecto de la cafeína, a falta de alcohol. Vio a Morton que le miraba y torció el gesto. El también quería un cigarrillo. Morton comprendió y se encogió de hombros.
– Bien, vamos a ver -dijo Rebus-. ¿Sabes ya lo que tienes que contarnos, Hank?
Shankley eructó y asintió con la cabeza.
– Es como usted dice. Me contó que había venido a hacer un trabajo y me dijo que tenía buenas relaciones en Glasgow.
– ¿Qué quería decir exactamente con eso?
Se encogió de hombros.
– Yo no le pregunté.
– ¿No mencionó Aberdeen para nada?
Negó con la cabeza.
– Sólo habló de Glasgow.
– Continúa.
– Me ofreció doscientos cincuenta billetes por encontrar un sitio donde pudiera llevar a un tipo. Le pregunté que para qué y me dijo que para preguntarle unas cosas y a lo mejor currarle un poco. Nada más. Después fuimos a esperar delante de aquel bloque de pisos elegante.
– ¿En el barrio financiero?
Se encogió de hombros.
– Entre Lothian Road y Haymarket. Salió el chico y le seguimos. Estuvimos así un buen rato hasta que Tony dijo que había que hablar con él.
– ¿Y?
– Pues nos pusimos a hablar con él. Yo comencé a divertirme y me olvidé del asunto. Y Tony también parecía que se había olvidado, por lo que pensé que a lo mejor no le haría nada. Pero luego, cuando salimos a por un taxi, en un momento en que el chico no nos veía, me hizo señas y comprendí que la cosa seguía en pie. Pero le juro que creí que sólo era para una tunda.
– Pues no.
– No. -La voz de Shankley se apagó-. Tony llevaba una bolsa. Llegamos al piso y sacó cinta adhesiva y ató al muchacho a la silla. Tenía también un plástico y le tapó la cabeza con una bolsa. -Se le quebró la voz, lanzó un carraspeo y dio otro trago de Coca-Cola-. Luego, empezó a sacar cosas de la bolsa, herramientas, como si fuese un carpintero: sierras, destornillador y todo lo demás.
Rebus miró a Jack Morton.
– Y entonces fue cuando comprendí que el plástico era para no manchar de sangre. No era una simple paliza.
– ¿Tony pensaba torturarle?
– Creo que sí. No sé… Quizá yo intenté impedírselo. Yo nunca he hecho una cosa así. Bueno, yo he dado lo mío en mi época, pero eso…
La siguiente pregunta era la que solía ser definitiva, pero Rebus ya no estaba tan seguro.
– ¿Alian Mitchison saltó o qué?
Shankley asintió con la cabeza.
– Estábamos de espaldas y Tony sacaba las herramientas y las miraba. El chico tenía puesta la bolsa en la cabeza, pero yo creo que podía vernos. Pasó entre nosotros y se tiró por la ventana. Debió de entrarle un miedo de muerte.
Mirando a Shankley y recordando a Anthony Kane, Rebus volvió a sentir lo insípida que puede ser la monstruosidad. Ni el rostro ni la voz delataban nada; ninguno tenía cuernos y colmillos sanguinolentos, ni el menor indicio de maldad. El mal era casi… casi infantil, ingenuo, simplista. Un juego por el que te dejas llevar hasta que luego despiertas y te das cuenta de que no era ficción. Los verdaderos monstruos no eran grotescos, sino hombres y mujeres apacibles, gente con la que te cruzas por la calle sin percatarte de nada. Era una bendición no tener el don de leer en la mente de las personas. Habría sido un infierno.
– ¿Y qué hicisteis?
– Lo recogimos todo y nos largamos. Volvimos primero a mi casa y tomamos un par de copas. Yo estaba temblando y Tony no dejaba de decir que era un desastre, pero no parecía preocuparle. Nos dimos cuenta de que nos habíamos dejado la bebida y no recordábamos si habían quedado huellas. Yo dije que creía que sí y entonces Tony se largó. Me dejó mi parte, eso sí.
– ¿Tu casa queda muy lejos de ese piso, Hank?
– A unos dos minutos a pie. No paro mucho allí. Los críos me insultan.
La vida es cruel a veces, pensó Rebus. Dos minutos: cuando él llegó al escenario del crimen Tony El se había largado dos minutos antes. Pero habían acabado encontrándose en Stonehaven…
– ¿No dijo Tony por qué iba a por Alian Mitchison? -Shankley negó con la cabeza-. ¿Y cuándo entró en contacto contigo?
– Un par de días antes.
Por tanto, fue premeditado. Bueno, claro que lo fue, pero lo importante era que, por consiguiente, Tony El había estado en Edimburgo preparando el plan mientras Alian Mitchison todavía estaba en Aberdeen. La noche de su muerte era su primer día de permiso; luego Tony El no le había seguido desde Aberdeen… pero conocía el aspecto físico de Alian Mitchison y dónde vivía… puesto que aunque en el piso había teléfono, no figuraba en el listín.
A Alian Mitchison le había tendido una trampa alguien que le conocía.
Le tocaba a Jack Morton.
– Hank, ahora piénsalo bien, ¿no dijo Tony algo sobre el trabajo, sobre quién le pagaba?
Shankley reflexionó y luego sacudió varias veces la cabeza, como complacido consigo mismo por recordar algo.
– El señor H -contestó-. Tony dijo algo sobre el señor H, pero luego cerró el pico como si se le hubiese escapado.
Shankley se removía animado en la silla por congraciarse con ellos. Sí: le sonreían. Rebus pensaba a toda velocidad: el único señor H que le venía a la cabeza era Jake Harley. No cuadraba.
– Muy bien -comentó Morton zalamero-. Ahora, piensa otra vez y dinos algo más.
Pero Rebus tenía otra pregunta.
– ¿Viste a Tony El picándose?
– No, pero sabía que lo hacía. Cuando íbamos siguiendo al chico, en el primer bar en que entramos Tony fue al meadero y cuando salió me di cuenta de que se había metido algo. Viviendo donde yo vivo te das cuenta enseguida.
Tony El se picaba. Pero eso no descartaba que le hubieran asesinado. Quizá la única consideración era que a Stanley le habría facilitado la faena. Un Tony El colocado era más fácil de matar que un Tony El con pleno conocimiento. Droga dirigida a Aberdeen… El Burke's, un centro de tráfico… Tony El, usuario… ¿y vendedor? Ojalá le hubiera preguntado a Erik Stemmons por Tony El.
– Necesito ir al váter -dijo Shankley.
– Ahora llamamos a un agente para que te acompañe. Espera.
Salieron los dos de la «galletera».
– Jack, te pido que confíes en mí.
– ¿Como cuánto?
– Quiero que te quedes aquí y tomes declaración a Shankley.
– ¿Mientras tú haces qué?
– Invitar a alguien a comer. -Echó un vistazo al reloj-. Y vuelvo a las tres.
– Mira, John…
– Tómalo como una libertad condicional. Voy a comer y vuelvo. Dos horas. Dos horas, Jack -insistió alzando los dedos.
– ¿A qué restaurante?
– ¿Qué?
– Dime adónde vas y así telefoneo cada cuarto de hora para comprobar que estás allí. -Rebus hizo un gesto de disgusto-. Y dime a quién invitas.
– A una mujer.
– Nombre.
Rebus lanzó un suspiro.
– Hay negociadores duros, pero tú eres un peso pesado.
– Nombre -repitió Morton sonriente.
– Gill Templer. Inspectora jefe Gill Templer, ¿vale?
– Vale. ¿Y el restaurante?
– No lo sé. Te lo diré desde el local.
– Me telefoneas. Si no lo haces se entera Chick, ¿de acuerdo?
– Ah, ahora vuelve a ser «Chick», ¿eh?
– Se entera.
– Vale, te llamo.
– ¿Y me das el número del restaurante?
– Te lo digo. ¿Sabes una cosa, Jack? Me has quitado el apetito.
– Pide mucha comida y me traes una bolsita.
Rebus fue a buscar a Gill Templer y la encontró en su despacho, pero ella dijo que ya había comido.
– Pues acompáñame y me miras.
– Eso no me lo pierdo.
Había un restaurante italiano en Clerk Street. Rebus pidió una pizza; lo que le sobrara se lo llevaría a Jack. A continuación, telefoneó a St. Leonard y dio el número de teléfono de la pizzería para que se lo pasaran a Morton.
– ¿Así que has estado ocupado? -dijo Gill cuando él volvió a sentarse.
– Muy ocupado. He estado en Aberdeen.
– ¿Para qué?
– Por ese número de teléfono del bloc de Feardie Fergie. Y por un par de cosas más.
– ¿Qué cosas?
– Bueno, no guardan relación.
– ¿Y ha sido un viaje sin incidentes? -inquirió ella cogiendo un trozo del pan de ajo que acababan de traer.
– No exactamente.
– Ah, ya.
– Para dar vidilla al asunto.
Gill cogió otro trozo de pan.
– ¿Y qué has averiguado?
– En el club Burke's hay gato encerrado. Además, es donde se vio por última vez con vida a la primera víctima de Johnny Biblia. Los dueños son dos yanquis, pero sólo hablé con uno, y lo más seguro es que el otro socio sea el más podrido.
– ¿Y qué?
– Además vi en Burke's a una pareja, miembros de una familia de mafiosos de Glasgow. ¿Conoces a Tío Joe Toal?
– De oídas.
– Creo que está suministrando droga a Aberdeen. Y supongo que desde allí parte de ella va a parar a las plataformas petrolíferas, un mercado cautivo. La vida en las plataformas es un aburrimiento.
– Sí, claro, bien lo sabes tú -replicó ella en broma, pero al ver la expresión de él entornó los ojos-. ¿Has estado en una plataforma?
– La experiencia más terrorífica de mi vida, pero es catártico.
– ¿Catártico?
– Una antigua amiga utilizaba palabras así y se le pega a uno. El dueño del club, Erik Stemmons, dijo que no conocía a Fergie McLure. Y creo que es cierto.
– Lo cual incrimina al socio.
– Para mí sí.
– Para ti; ¿sólo eso? ¿No hay pruebas?
– Ni la más mínima.
Llegó la pizza. Chorizo, champiñones y anchoas. Gill apartó la vista. La pizza venía ya partida en seis porciones. Rebus cogió una.
– No sé cómo vas a poder acabártela toda.
– Ni yo -dijo Rebus oliéndola-. Pero me quedará una buena bolsa de sobras.
Había una máquina de tabaco y por encima del hombro de Gill veía cinco marcas. Una cualquiera estaría bien. Una caja de cerillas esperaba en el cenicero. Pidió un vaso de vino blanco de la casa y Gill, agua mineral. Llegó el vino «de delicado bouquet» como decía la carta y lo olfateó antes de probarlo. Frío y ácido.
– ¿Qué tal el bouquet? -dijo Gill.
– Si llega a ser más delicado tengo que tomar Prozac.
En un soporte vertical estaba la carta de bebidas con todos los aperitivos, cócteles y digestivos, más los vinos, cervezas y licores. Era todo lo que leía Rebus desde hacía un par de días y se la leyó dos veces. Habría estrechado la mano al autor.
Con aquella porción de pizza tenía de sobra.
– ¿Falta de apetito?
– Hago régimen.
– ¿Tú?
– Quiero estar en forma para pasear por la playa.
Ella no captaba qué quería decir y sacudió la cabeza atónita para dárselo a entender.
– Gill -siguió él tras tomar un sorbo de vino-, el caso es que creo que andabas detrás de algo importante. Y creo que el asunto puede salvarse. Pero quiero asegurarme de que te lo apuntas tú.
– ¿Por qué? -replicó ella mirándole.
– Por todos los regalos de Navidad que no te he hecho. Porque te lo mereces. Porque es tu primer caso.
– Pero no cuenta si todo el trabajo lo haces tú.
– Sí que cuenta; yo sólo hago la labor de reconocimiento.
– ¿O sea que no has acabado?
Rebus negó con la cabeza y dijo al camarero que pusiese en una caja el resto de la pizza. Cogió el último trozo de pan.
– No he acabado del todo, pero puede que necesite tu ayuda.
– Ajá. Ya veo.
Rebus fue al grano.
– Chick Ancram me tiene empapelado para una serie de interrogatorios a la brasa. Ya he pasado uno y, entre nosotros, ha sido vuelta y vuelta. Pero la cosa va para largo y yo necesitaría volver al norte.
– John…
– Sólo con que tú… Puede que tenga necesidad de que un día telefonees a Ancram para que le digas que estoy trabajando para ti en algo urgente y que aplace el interrogatorio. Le haces la rosca para darme a mí un margen de tiempo. Simplemente eso. Si no me hiciera falta, no te lo pediré.
– En resumen, que cuanto necesitas es que yo mienta a un oficial de mi rango que tiene en curso una investigación interna. Mientras tú, sin pruebas materiales o verbales, te dedicas a resolver un caso de narcotráfico.
– Muy bien resumido. Ahora comprendo por qué tú eres inspectora jefe y yo no.
Se puso en pie y echó a correr hacia el teléfono. Lo había oído sonar antes que nadie en el restaurante. Era Jack, para comprobar si estaba y recordarle lo de la bolsa de comida.
– Precisamente ahora la traen.
Cuando volvió a la mesa Gill miraba la nota.
– Pago yo -dijo él.
– Déjame al menos que ponga la propina. Me he comido casi todo el pan. Y además, mi agua es más cara que tu vino. -Así sales ganando. ¿Qué me dices entonces, Gill? Ella asintió con la cabeza.
– Le contaré lo que tú quieras.