Capítulo 16

– Bienvenido a Mainland -dijo el guía de Rebus, al pie de pista.

El mayor Weir se alejó a toda velocidad en un Ranger Rover. Junto a ellos había una fila de helicópteros parados. El viento era… serio. Sacudía las palas de los rotores de los helicópteros y aullaba en los oídos de Rebus. El viento de Edimburgo era un profesional y había veces en que al salir de casa era como si te dieran un puñetazo, pero el viento de Shetland… parecía que fuera a levantarte y darte una tunda.

El descenso había sido movido, pero antes pudo divisar por primera vez las Shetland. La nada más absoluta. Apenas un árbol y muchas ovejas. Y un espectacular litoral desierto donde rompían blancas olas. Se preguntó si la erosión sería un problema. Las islas no eran precisamente grandes. Pasaron por el este de Lerwick y a continuación por algunas ciudades dormitorio que, según el de la pelliza, eran aldeas en los años setenta. Acababa de despertarse y volvió al ataque con más anécdotas.

– ¿Sabe lo que hicimos? Me refiero a la industria del petróleo. Mantuvimos a Maggie Thatcher en el poder. Los ingresos del petróleo sirvieron para compensar la reducción de impuestos. Asimismo, pagaron la guerra de las Malvinas. El petróleo corrió por las venas de todo su puto reinado y ella ni nos dio las gracias. Ni una sola vez, la mala puta. Pero es inevitable que le guste a uno -espetó, echándose a reír.

– Creo que hay un antídoto -dijo Rebus; pero el de la pelliza no le escuchaba.

– El petróleo y la política son inseparables. Las sanciones contra Irak eran sólo para impedir que llenara el mercado de petróleo barato. -Hizo una pausa-. Los cabrones de los noruegos.

– ¿Los noruegos? -preguntó Rebus perplejo.

– Ellos también tienen petróleo, pero metieron el dinero en el banco y lo emplearon en impulsar otras industrias. Maggie lo gastó en la guerra y las putas elecciones…

Después de Lerwick volvieron a salir a mar abierto. El de la pelliza señaló unos barcos. Unos putos barcos.

– De Klondiker -precisó-. Barcos factoría para procesar pescado. Probablemente hacen más daño al medio ambiente que toda la industria petrolera del mar del Norte. Pero los de aquí dejan que sigan y les importa un pito. La pesca es para ellos una tradición…, no como el petróleo. Bah, que les den por culo.

Se separaron en la pista sin que el hombre le hubiera dicho cómo se llamaba. A Rebus le esperaba un tipo que esgrimía una discreta sonrisa dentona: «Bienvenido a Mainland», le dijo. En el coche, camino del terminal de Sullom Voe, le explicó a qué se refería.

– Esto es lo que los de Shetland llaman isla principal, Mainland, diferente de la tierra firme, mainland con eme minúscula -añadió con un resoplido a guisa de carcajada y limpiándose la nariz con la manga de la chaqueta.

Parecía un crío que ha cogido el coche de papá: inclinado sobre el volante que agarraba con todas sus fuerzas. Se llamaba Walter Rowbotham y era nuevo en el Departamento de Relaciones Públicas de Sullom Voe.

– Le enseñaré todo esto con mucho gusto, inspector -dijo sin dejar de sonreír con ánimo de congraciarse.

– Si nos queda tiempo -comentó Rebus.

– Con mucho gusto, de verdad. Sabrá usted que la construcción del terminal costó mil trescientos millones. De libras, no dólares.

– Interesante.

El rostro de Rowbotham prácticamente se iluminó al oír el comentario.

– El primer crudo comenzó a llegar a Sullom Voe en 1978. La empresa da trabajo a muchas personas y ha contribuido enormemente a reducir la tasa de paro en Shetland, que es de un cuatro por ciento, la mitad de la de Escocia.

– Dígame una cosa, señor Rowbotham.

– Llámeme Walter, por favor. O Walt, si prefiere.

– Walt, ¿han vuelto a tener problemas con el enfriamiento del LPG? -dijo Rebus sonriente.

El rostro de Rowbotham se arrugó como una remolacha en conserva. «Caray -pensó Rebus-, les va a encantar a los periodistas…»

Tuvieron que recorrer en coche la mitad de las instalaciones para llegar hasta donde Rebus quería, por lo que tuvo que seguir escuchando a su cicerone y aprendió más de lo que hubiera podido imaginar sobre desbutanizar, desmetanizar y despropanizar, aparte de detalles sobre depósitos de rebose y medidores de integridad. «¿No sería fantástico -pensó- disponer de medidores de integridad para seres humanos?»

En el edificio de la administración general les dijeron que Jake Harley trabajaba en la sala de control de producción, y que sus compañeros estaban advertidos de que iba a hablarles un policía. Cruzaron los oleoductos de llegada de crudo, la estación de alimentación y el depósito terminal, y en un momento dado Walt dijo que pensaba que se habían perdido, aunque logró orientarse con el plano.

Afortunadamente, porque Sullom Voe era enorme. Se tardaron siete años en construirlo superando toda clase de récords (que Walt se sabía de memoria) y Rebus se rindió a la evidencia de que era un monstruo impresionante. Él había pasado muchas veces por Grangemouth y Mossmorran, pero no tenían punto de comparación. Mirando más allá de los depósitos de crudo y los muelles de descarga, se veía agua, la propia bahía al sur y la isla de Gluss al oeste, lo que producía la agradable impresión de naturaleza virgen. Era como una ciudad de ciencia ficción trasladada a la prehistoria.

La sala de control del terminal debía de ser el lugar más tranquilo en que Rebus había estado en su vida. En el centro, había dos hombres y una mujer sentados ante sus ordenadores; las paredes estaban cubiertas de organigramas electrónicos con luces parpadeantes y silenciosas que indicaban los flujos de gas y petróleo. Tan sólo se oía el ruido que producían los dedos al teclear y alguna conversación en voz baja. Walt tomó la iniciativa de presentar a Rebus -quien, de pronto, se había sosegado como si estuviera en una iglesia en pleno oficio religioso- y se dirigió a la consola central para hablar en voz queda con los tres oficiantes.

El mayor de los dos hombres se levantó y se acercó a Rebus a darle la mano.

– Milne, inspector. ¿En qué puedo servirle?

– Señor Milne, en realidad quería hablar con Jake Harley, pero, dada su ausencia, quizás usted pueda decirme algo de él. Concretamente de su amistad con Alian Mitchison.

Milne vestía una camisa a cuadros con las mangas arremangadas, y se rascaba un brazo mientras Rebus le exponía el motivo de su visita. Contaba algo más de treinta años, llevaba el cabello pelirrojo despeinado y tenía antiguas marcas de acné en la cara. Hizo una inclinación de cabeza, levemente girado hacia sus compañeros, asumiendo el papel de portavoz.

– Bueno, los tres trabajamos con Jake, así que podemos hablarle de él. Yo no conocía muy bien a Alian, aunque él me lo presentó en cierta ocasión.

– A mí no creo que me lo presentara -dijo la mujer.

– Yo le vi una vez -añadió el tercer empleado.

– Alian estuvo trabajando aquí sólo dos o tres meses -prosiguió Milne-. Y lo único que sé es que hizo amistad con Jake -agregó, encogiéndose de hombros.

– Si eran amigos, tendrían algo en común. ¿Observar a los pájaros?

– No creo.

– Las excursiones -terció la mujer.

– Ah, sí -comentó Milne con una leve inclinación de cabeza-. Claro, en un sitio como éste siempre se acaba por hablar de ecología más pronto o más tarde; el tema preocupa.

– ¿Está muy concienciado Jake?

– No en especial -dijo Milne, mirando a sus compañeros, quienes le apoyaron negando con la cabeza.

Rebus advirtió que todos hablaban en voz baja.

– ¿Es aquí mismo donde trabaja Jake?

– Exactamente. En turnos alternos.

– Es decir, que a veces coinciden…

– Y a veces no.

Rebus asintió con la cabeza. No estaba sacando nada en limpio, ni sabía si realmente estaba convencido de que iba a averiguar nada. Así que Mitchison había estado relacionado con la ecología… Pues vaya cosa. Allí se estaba bien, era relajante. Había dejado atrás Edimburgo con todos los problemas y lo notaba.

– Este trabajo parece un chollo -dijo-. ¿Admiten solicitudes?

– Tendrá que darse prisa -comentó Milne sonriente-. ¿Quién sabe cuánto durará el petróleo?

– No se acabará de la noche a la mañana, ¿verdad?

Milne se encogió de hombros.

– Depende de los costes de extracción. Ahora las empresas comienzan a hacer prospecciones al oeste, lo que llaman el petróleo atlántico. Y ya está llegando crudo del oeste de Shetland a Flotta.

– En Orkney -puntualizó la mujer.

– Se llevaron ellos la concesión -prosiguió Milne-. Allí, dentro de cinco o diez años el margen de beneficio será más sustancioso.

– ¿Y se irán del mar del Norte?

Asintieron con la cabeza como un solo hombre.

– ¿Ha hablado usted con Briony? -inquirió la mujer de pronto.

– ¿Quién es Briony?

– La… bueno, no está casada con Jake, ¿verdad? -añadió, dirigiéndose a Milne.

– Una novia, creo -agregó éste.

– ¿Dónde vive? -preguntó Rebus.

– Comparte una casa con Jake, en Brae -respondió Milne-. Trabaja en la piscina.

Rebus se volvió hacia Walt.

– ¿Está muy lejos?

– A unos diez kilómetros. -Lléveme allí.


Pasaron primero por la piscina, pero no estaba de turno y les indicaron dónde quedaba la casa. Brae parecía pasar por una crisis de identidad, como si de pronto hubiese tenido que cambiar. Las casas eran nuevas y anodinas; se notaba que había dinero, pero el dinero no lo compra todo y era imposible que Brae volviera a ser el pueblo de antaño, cuando aún no existía el terminal de Sullom Voe.

Encontraron la casa y Rebus le indicó a Walt que aguardase en el coche. Le abrió una joven veinteañera con pantalón de chándal y una camiseta de tirantes blanca. Iba descalza.

– ¿Briony? -preguntó Rebus.

– Sí.

– Perdone, pero no sé su apellido. ¿Puedo pasar?

– No. ¿Quién es usted?

– El inspector John Rebus -dijo, mostrando su identificación-. Se trata de Alian Mitchison.

– ¿De Mitch? ¿Qué sucede?

Había muchas respuestas a la pregunta y Rebus escogió una.

– Ha muerto.

Vio que ella palidecía y se agarraba a la puerta para sostenerse, pero no le dijo que entrara.

– ¿Desea sentarse? -aventuró Rebus.

– ¿Qué le ha sucedido?

– No lo sabemos exactamente; por eso quería hablar con Jake.

– ¿No lo saben exactamente?

– Podría tratarse de un accidente. Estoy intentando averiguar cosas sobre él.

– Jake no está.

– Lo sé. He intentado ponerme en contacto con él.

– Llamaron varias veces del Departamento de Personal.

– A petición mía.

La mujer asintió repetidamente con la cabeza.

– Pues él aún no ha regresado -añadió, sin apartar el brazo del marco de la puerta.

– ¿Podría darle un recado?

– Yo no sé dónde está. -A medida que hablaba sus mejillas iban recobrando el color-. Pobre Mitch.

– ¿Y Jake, no tiene usted idea de dónde puede estar?

– Se va por ahí a veces sin rumbo determinado.

– ¿Y no llama?

– Él necesita su territorio. Igual que yo; el mío es la natación, y el de Jake el senderismo.

– ¿Cuándo vuelve, mañana…, pasado?

– A saber -contestó ella, alzando los hombros.

Rebus sacó del bolsillo su bloc de notas, escribió unas líneas y arrancó la página.

– Tenga. Son dos números de teléfono. Dígale que me llame.

– Muy bien.

– Gracias. -Miraba la hoja, incapaz de llorar-. Briony, ¿hay algo que pueda usted decirme sobre Mitch? ¿Algún detalle que ayude en la investigación?

Alzó la vista del papel y se le quedó mirando.

– No -respondió, y a continuación le cerró despacio en las narices.

En el último instante sus miradas se cruzaron y en sus ojos Rebus vio algo que no era desconcierto ni pena.

Miedo, le pareció. Y un fondo calculador.


Sintió de pronto que tenía hambre y que le apetecía tomar un café. Fueron a comer a la cantina de Sullom Voe. Era un local blanco, limpio y espacioso con macetas y carteles de prohibido fumar. Walt seguía parloteando acerca de que Shetland seguía siendo más nórdica que escocesa; prueba de ello era que la mayoría de los topónimos eran noruegos. A Rebus le parecía el fin del mundo, lo cual le complacía. Le dijo a Walt lo que había hablado en el avión con el de la pelliza.

– Ah, ése debe de ser Mike Sutcliffe.

Rebus pidió que le llevara a verle.

Mike Sutcliffe había cambiado su pelliza de borrego por un impecable atuendo de trabajo. Le encontraron inmerso en una acalorada conversación junto a los depósitos de lastre de agua. Dos subalternos le escuchaban decir la poca diferencia que representaría sustituirles por un par de simios, a la par que hacía aspavientos mirando los depósitos y señalaba después los muelles, en uno de los cuales se veía un petrolero de tamaño no inferior a seis campos de fútbol. Al ver al inspector, Sutcliffe perdió el hilo del discurso; despidió a los trabajadores y echó a andar; pero tenía necesariamente que pasar por donde él estaba.

Rebus esgrimió su mejor sonrisa.

– Señor Sutcliffe, ¿me ha conseguido ese mapa?

– ¿Qué mapa? -replicó Sutcliffe sin detenerse.

– Me dijo que tenía alguna idea de dónde dar con Jake Harley.

– ¿Ah, sí?

Casi tenía que correr para mantenerse a su altura. Ya no sonreía.

– Claro que sí -espetó con brusquedad.

Sutcliffe se detuvo de pronto y Rebus lo rebasó por inercia.

– Escuche, inspector, en este momento estoy hasta las gónadas de líos. Ahora no tengo tiempo.

Y se largó sin dignarse a mirarle. Rebus le siguió sin decir palabra durante unos cien metros hasta que se cansó. Pero Sutcliffe continuó como si fuera a llegar al final del muelle y seguir caminando sobre las aguas si era preciso.

Rebus volvió junto a Walt, pensativo. Aquello era poco menos que echarle a patadas. ¿Por qué habría cambiado así de actitud? Le vino a la mente la imagen de un viejo de pelo blanco con falda escocesa y escarcela. Sí, debía de ser eso.


Walt le acompañó al edificio principal de la administración, y le dejó en un despacho con teléfono, diciéndole que iba a buscar café. Rebus cerró la puerta y tomó posesión de una mesa. Las paredes estaban invadidas por enormes fotos con plataformas petrolíferas, petroleros, oleoductos y el enclave de Sullom Voe; había montones de folletos de propaganda y, sobre un escritorio, la maqueta de un superpetrolero. Pidió línea y llamó a Edimburgo, buscando un término medio entre cierta diplomacia y un cuento chino, pero llegó a la conclusión de que ganaría tiempo diciendo la verdad.

Mairie Henderson estaba en casa.

– Mairie, soy John Rebus.

– Válgame Dios.

– ¿Cómo no estás en el trabajo?

– ¿Es que no has oído hablar de la oficina portátil? Con el fax, un módem y el teléfono lo tienes resuelto. Escucha, estás en deuda conmigo.

– ¿Cómo es eso? -replicó Rebus intentando parecer ofendido.

– Todo aquel trabajo que hice por ti y al final, de artículo nada. No es precisamente un toma y daca. Los periodistas tenemos memoria de elefante.

– Te filtré la dimisión de sir Ian.

– Sí, hora y media antes de que lo supieran los demás. Y, además, no era precisamente el crimen del siglo. Sé que me ocultas información.

– Mairie, me duele que digas eso.

– Me alegro. Y ahora dime que me llamas por cortesía.

– Totalmente. ¿Qué tal estás?

Se oyó un suspiro.

– ¿Qué quieres?

Rebus giró ciento ochenta grados en el sillón. Era cómodo; ideal para dormir.

– Necesito que escarbes un poco.

– Vaya, qué sorpresa más inesperada.

– Su nombre es Weir. Y se hace llamar mayor Weir, pero puede ser un rango espúreo.

– ¿T-Bird Oil?

Mairie era una periodista excepcional.

– Exacto.

– Hizo un discurso en ese congreso.

– Bueno, se lo leyó un tipo.

Una pausa. Rebus se estremeció.

– John, ¿estás en Aberdeen?

– Algo así -admitió.

– Cuéntame.

– Después.

– Y si hay una historia…

– Serás la primera en la parrilla de salida.

– ¿Con algo más de ventaja que los noventa minutos de la última vez?

– Dalo por hecho.

Silencio. Ella era consciente de que podía ser mentira. Como periodista sabía bastante de eso.

– De acuerdo. ¿Qué quieres saber de Weir?

– No sé. Todo. Lo interesante.

– ¿Negocios o vida privada?

– Ambas cosas; sobre todo, negocios.

– ¿Tienes un número de teléfono ahí en Aberdeen?

– Mairie, no estoy en Aberdeen; por si alguien te pregunta. Volveré a llamarte.

– Me han dicho que reabren el caso Spaven.

– Una simple investigación interna.

– ¿Previa a una revisión?

Entró Walt con dos cafés y Rebus se levantó.

– Escucha, tengo que dejarte.

– ¿Te ha comido la lengua el gato?

– Adiós, Mairie.

– He comprobado que su avión sale dentro de una hora -dijo Walt. Rebus asintió con la cabeza y cogió el café-. Espero que le haya gustado la visita.

«Joder -pensó Rebus-, lo dice en serio.»

Загрузка...