Crudo muerto
Capítulo 18

Petróleo: oro negro. Los derechos de prospección y explotación del mar del Norte estaban asignados desde hacía tiempo. Las compañías petrolíferas habían gastado mucho en los sondeos y había parcelas sin garantía de extracción de petróleo o gas. Llegaron barcos cargados de equipo científico y, mucho antes de plantar el primer pozo experimental, hubo que analizar y estudiar los datos. Había casos en que las bolsas estarían incluso a tres mil metros por debajo del lecho marino. La madre naturaleza no era pródiga con sus tesoros ocultos. Pero los saqueadores tenían mucha más pericia técnica y las profundidades de más de doscientos metros eran pan comido. De hecho, los últimos descubrimientos -petróleo atlántico a doscientos kilómetros al oeste de las Shetland- estaban a cuatrocientos o seiscientos metros.

Si la primera perforación daba buen resultado, valía la pena proceder a la extracción y levantar una plataforma con sus diversos módulos complementarios. En algunas zonas del mar del Norte el tiempo era tan imprevisible para racionalizar la carga de los petroleros que hubo que tender oleoductos: los de Brent y Ninian llevaban el crudo directamente a Sullon Voe, y otros conducían el gas a Aberdeenshire. A pesar de ello, el petróleo se resistía. Había campos en los que únicamente se podía extraer un cuarenta o un cincuenta por ciento de la reserva; pero se trataba de una reserva de un billón y medio de barriles.

Por otro lado, había que considerar la plataforma en sí, algunas eran de trescientos metros de alto, una infraestructura de cuarenta mil toneladas, que requería ochocientas toneladas de pintura más un peso adicional con módulos y equipo de otras treinta mil toneladas. Las cifras mareaban. Rebus trataba de retenerlas, pero al cabo de un rato optó por resignarse y rendirse a la admiración. El sólo había visto un pozo petrolífero con motivo de una visita a unos familiares en Methil. La calle de casitas prefabricadas desembocaba directamente en el almacén de materiales de construcción, junto al cual se erguía hacia el cielo aquella torre de acero, que ya desde kilómetro y medio le había parecido enorme. Lo recordaba ahora al mirar las relucientes fotografías del folleto sobre Bannock. Señalaba que la plataforma tenía mil quinientos kilómetros de cable eléctrico y albergaba a casi doscientos trabajadores. Sobre su base, una vez remolcada hasta el campo de extracción y anclada en él, se habían instalado una docena de módulos: cuanto era necesario para efectuar el proceso de separación y almacenamiento del crudo y el gas. La estructura estaba proyectada para resistir vientos de cien nudos y temporales con olas de más de treinta metros.

Esperaba que aquel día el mar estuviera en calma.

Leía sentado en una sala de espera del aeropuerto de Dyce, algo nervioso por el vuelo que iba a emprender. El folleto insistía en que la seguridad era primordial en un «entorno tan peligroso potencialmente» y lo ilustraba con fotos de los equipos de bomberos, de un barco de apoyo y seguridad siempre listo y de botes salvavidas perfectamente equipados. «Hemos aprendido la lección de la plataforma Piper Alpha.» La Piper Alpha, situada al nordeste de Aberdeen, se cobró más de ciento sesenta vidas una noche de verano de 1988.

Muy tranquilizador.

El acólito que le había dado el folleto le dijo que esperaba que hubiese traído algo para leer.

– ¿Por qué?

– Porque el vuelo puede durar tres horas y la mayor parte del tiempo hay demasiado ruido para charlar.

Tres horas. Se había acercado al quiosco del terminal a comprar un libro. Sabía que era un viaje de dos etapas: aterrizaje en Sumburgh y después en un helicóptero Puma hasta Bannock. Tres horas de ida y tres horas de vuelta. Bostezó y miró el reloj. Aún no eran las ocho. No había querido desayunar porque no le apetecía vomitar en pleno vuelo. Su dosis matinal: cuatro comprimidos de paracetamol y un vaso de zumo de naranja. Estiró los brazos para mirarse cómo le temblaban las manos debido a la conmoción.

Había dos anécdotas del folleto que le hacían gracia: que el nombre de las torres «derrick» procediera del apellido de un verdugo del siglo XVII y que el primer crudo descargado en tierra firme hubiera llegado a Cruden Bay, donde Bram Stoker solía pasar sus vacaciones. Un tipo de vampirismo por otro… sólo que el folleto no lo exponía así.

Tenía enfrente un televisor que pasaba un vídeo sobre seguridad explicando lo que había que hacer en caso de que el helicóptero cayera al mar del Norte. Todo parecía ir de perlas: los pasajeros abandonaban sus asientos, localizaban las balsas salvavidas hinchables y las botaban en unas aguas tan calmas como las de una piscina cubierta.

– ¡Santo Dios! ¿Qué te ha pasado?

Alzó la vista. Ludovic Lumsden con un periódico doblado en el bolsillo de la chaqueta y un vaso de café en la mano.

– Me atacaron -contestó Rebus-. Tú no sabrás nada, claro.

– ¿Que te atacaron?

– Anoche. Dos tipos me esperaban cerca del hotel. Me tiraron por encima del muro al parque y me dieron un culatazo -dijo, tocándose el chichón de la sien.

El dolor era peor que los moratones.

Lumsden se acomodó dos asientos más allá, horrorizado.

– ¿Lograste verlos?

– No.

Lumsden dejó el vaso de café en el suelo.

– ¿Te robaron algo?

– No querían robarme, era un simple aviso.

– ¿De qué?

– El golpe -contestó Rebus, y se llevó un dedo a la sien.

– ¿Ése era el aviso? -inquirió Lumsden ceñudo.

– Supongo que querían que leyera entre líneas. Tú no podrías ayudarme a interpretarlo, claro.

– ¿Qué insinúas?

– Nada -replicó Rebus, mirándole fijamente-. ¿Qué haces aquí?

Lumsden seguía con la vista clavada en las baldosas del suelo.

– Te acompaño en el viaje.

– ¿Por qué?

– Soy el enlace con las petroleras. Vas a visitar una plataforma y tengo que ir contigo.

– ¿Para vigilarme?

– Es el reglamento -respondió sin dejar de mirar el televisor-. No pienses en el chapuzón. Hice el cursillo de entrenamiento y el resumen es que al caer al agua le quedan a uno cinco minutos.

– ¿Y pasados esos cinco minutos?

– Hipotermia. -Lumsden cogió el café del suelo y dio un sorbo-. Así que reza por que no pillemos una tormenta.


Después del aeropuerto de Sumburgh no se veía más que agua y un cielo surcado por nubes. El ruidoso bimotor Puma volaba bajo. Los trajes salvavidas que les habían obligado a ponerse eran muy ceñidos e incómodos. El de Rebus era naranja intenso de una sola pieza, con capucha; le indicaron que se cerrase la cremallera hasta el cuello y el piloto le recomendó que se pusiera también la capucha, pero su experiencia le decía que yendo sentado con la capucha puesta las perneras acabarían por rajarle el escroto. Había ido en helicóptero en sus tiempos de militar, pero sólo en vuelos cortos. El diseño había cambiado con los años, pero aquel Puma era tan ruidoso como los cacharros utilizados antaño por el Ejército. Desde luego, todos llevaban protectores auditivos por los que les hablaba el piloto. Iban en compañía de otros dos ingenieros del consorcio. Desde aquella altura, el mar del Norte parecía tranquilo y sólo se advertía la suave ondulación de la superficie por efecto de las corrientes. El agua parecía negra debido a la capa de nubes. El folleto explicaba ahora con abundancia de detalles las medidas antipolución y Rebus trató de leer el libro, pero le temblaba en las rodillas y veía el texto borroso; además, no podía concentrarse en la historia. Lumsden miraba por la ventanilla, entornando los ojos por la fuerte luz. Rebus sabía que no le quitaba ojo porque la noche anterior le había tocado una fibra sensible. Lumsden le dio un golpecito en el hombro, señalándole la ventanilla.

A la derecha se veían tres plataformas y en una de ellas un petrolero maniobraba para dejar el muelle. Las enormes antorchas lanzaban llamaradas amarillas que lamían el cielo. El piloto dijo que sobrevolarían los campos de Ninian y Brent por el oeste antes de llegar a Bannock. Poco después anunciaba por radio:

– Estamos llegando a Bannock.

Rebus miró por encima del hombro de Lumsden y vio que se aproximaban a una plataforma. El punto culminante era una chimenea pero estaba apagada. Claro que Bannock estaba en las últimas y no quedaba mucho gas ni crudo. Al lado de la chimenea había un tubo, mezcla de chimenea industrial y cohete espacial, pintado de rojo con rayas blancas, como la antorcha. Debía de ser el pozo de perforación. Rebus leyó en el faldón de la plataforma T-Bird Oil, bloque número 211/7. En el borde de la plataforma se alzaban tres enormes grúas y una parte de la misma servía de helipuerto, pintada de verde con un círculo amarillo rodeando la letra H. Pensó que una simple ráfaga podía llevárselos. Y había una distancia de más de treinta metros. Del faldón colgaban botes salvavidas y en otra destacaban unos barracones blancos prefabricados parecidos a enormes contenedores. A un costado de la estructura había un barco de apoyo y seguridad amarrado.

– Vaya -dijo el piloto-, ¿qué es eso?

Acababa de avistar otro barco que navegaba en círculo alrededor de la plataforma a una distancia de casi media milla.

– Manifestantes -añadió-. Idiotas.

Lumsden miró por la ventanilla y señaló hacia abajo. Rebus lo veía ahora: era una embarcación alargada pintada de color naranja con las velas recogidas. Le pareció que estaba peligrosamente cerca del barco de seguridad.

– Se van a matar -comentó Lumsden-. ¡Que revienten!

– Vivan los polis con objetividad.

El aparato hizo un giro muy cerrado sobre el mar antes de enfilar hacia el helipuerto. Rebus rogaba al cielo en medio de un espantoso bamboleo a tan sólo unos veinte metros de la pista. Veía alternativamente el área de la H, el mar picado y otra vez la pista. Y de pronto aterrizaron en lo que parecía una especie de red de pesca que cubría la H mayúscula blanca. Nada más abrirse las puertas se quitó los audífonos de protección. Lo último que oyó fue: «Agachen la cabeza al salir».

Lo hizo. Dos hombres con mono color naranja, casco amarillo y protectores en los oídos les esperaban al pie del aparato y les entregaron sus respectivos cascos. A los ingenieros les encaminaron en una dirección y a Rebus y Lumsden en otra.

– Seguramente les apetecerá un té después del viajecito -dijo su guía, que advirtió que Rebus batallaba con su casco-. La correa es regulable -le dijo, mostrándole cómo hacerlo.

Rebus comentó que el viento era feroz y el hombre se echó a reír.

– Esto es calma chicha -le gritó para que pudiera oírle.

Rebus no pensaba más que en encontrar dónde asirse. No era sólo el viento, sino la sensación de fragilidad de aquella estructura. Esperaba ver petróleo, olerlo, y allí lo único que se veía era agua de mar: el mar del Norte por todas partes. Una inmensidad frente a aquella mota de metal soldado. Penetraba en sus pulmones y el salitre se le adhería a las mejillas; aquellas olas parecían amenazar con engullirle y se le antojaba más inmenso que el cielo, una fuerza de la naturaleza digna de respeto. El guía sonreía.

– Sé lo que está pensando. A mí me sucedió igual la primera vez.

Rebus asintió con la cabeza. Los nacionalistas decían que el petróleo era de Escocia y que las compañías tenían concesiones de explotación, pero él, in situ, lo veía distinto: el petróleo era del mar y no iba a entregarlo por las buenas.

El guía les condujo a la relativa seguridad de la cantina. Un local limpio y tranquilo con jardineras de ladrillo y largas mesas blancas ya preparadas para el turno siguiente. Dos tipos con mono naranja tomaban té en una mesa y otros tres con camisas de cuadros comían chocolatinas y yogur.

– A la hora de la comida es una locura -comentó el guía, cogiendo una bandeja-. ¿Té para los dos?

Lumsden y Rebus asintieron. Una mujer les sonreía desde el extremo de los mostradores.

– Hola, Thelma. Tres tés. ¡Qué bien huele el menú! -comentó el guía.

– Menestra y bistec con patatas o chili -dijo la mujer, sirviendo los tés de una gran tetera.

– La cantina permanece abierta las veinticuatro horas del día -comentó el cicerone a Rebus-. Muchos nuevos al principio se hartan de comer. El pudín es mortal -añadió a la par que se daba unas palmaditas en el vientre y reía-. ¿A que sí, Thelma?

Rebus recordó que el hombre de Yardarm le había hecho el mismo comentario.

A pesar de estar sentado, a Rebus le temblaban las piernas. Lo atribuyó al vuelo. El guía dijo que se llamaba Eric y que, dado que eran policías, omitiría el vídeo preliminar de seguridad.

– Aunque, de acuerdo con el reglamento, debería enseñárselo.

Los dos negaron con la cabeza y Lumsden preguntó cuánto faltaba para abandonar aquella plataforma.

– El último crudo ya ha sido extraído -respondió Eric-. Bombearemos una última carga de agua de mar en el depósito y casi todos marcharemos a tierra. Aquí sólo quedarán los de mantenimiento hasta que decidan qué hacer con ella. Y más vale que se decidan pronto porque mantener esto a base de turnos es muy caro, pues hay que traer las provisiones, hacer el cambio de turnos y, además, disponer de un barco de seguridad. Todo eso cuesta dinero.

– Lo cual no importa mientras Bannock produzca, ¿no es eso?

– Exacto -dijo Eric-. Pero si no produce… los responsables de finanzas empiezan a ponerse nerviosos. El mes pasado perdimos dos días de trabajo por unos problemas con la calefacción. Vinieron y anduvieron con sus calculadoras por todas partes… -añadió, y se echó a reír.

No era en absoluto el peón clásico, el tipo duro, sino un hombre delgado de uno sesenta y cinco con gafas de montura metálica sobre una nariz aguileña y barbilla alargada. Rebus miró a los otros tipos que había en la cantina, tratando de asimilarlos al estereotipo de «grandullón» trabajador del petróleo con la cara manchada de crudo y bíceps tensos tratando de taponar un chorro de oro negro. Eric advirtió que se fijaba en los de la otra mesa.

– Esos tres trabajan en la sala de control. Actualmente casi todo se hace por ordenador: circuitos digitalizados y monitores… Soliciten ustedes que les den una vuelta: es como la NASA, y con tres o cuatro personas funciona todo. Están muy lejos los tiempos de Texas Tea.

– Hemos visto unos manifestantes en un barco -dijo Lumsden, echándose azúcar.

– Están zumbados. Estas aguas son peligrosas para un barco pequeño. Y se acercan demasiado; una ráfaga fuerte podría lanzarles contra la plataforma.

Rebus se volvió hacia Lumsden.

– Tú representas a la policía de Grampian. Podrías hacer algo.

Lumsden lanzó un bufido y se volvió hacia Eric.

– De momento no han hecho nada ilegal, ¿verdad?

– Lo único que están infringiendo son las reglas tácitas de la navegación. Cuando acaben el té querrán ver a Willie Ford, ¿no es eso?

– Así es -dijo Rebus.

– Le dije que nos veríamos en el salón recreativo.

– Quisiera ir también a la habitación de Alian Mitchison.

Eric asintió.

– La misma de Willie. Son habitaciones de dos literas.

– ¿Y sabe usted lo que piensa hacer T-Bird Oil con la plataforma cuando deje de funcionar? -preguntó Rebus.

– A lo mejor acaban hundiéndola.

– ¿Después de todo el jaleo con Brent Spar?

Eric se encogió de hombros.

– Los de finanzas están a favor de ello. No necesitan más que dos cosas: que el Gobierno lo apruebe y una buena campaña de relaciones públicas. Y ésta ya va muy avanzada.

– ¿A las órdenes de Hay den Fletcher? -aventuró Rebus.

– Exacto -contestó Eric, cogiendo su casco-. ¿Han acabado?

– Cuando quiera -dijo Rebus, dando el último sorbo.

Fuera hacía ahora viento «tempestuoso», según expresión de Eric. Rebus avanzaba agarrado a la barandilla y vio que había trabajadores asomados en la plataforma, encuadrados por una cortina de espuma. Se acercó al grupo y vio que el barco de seguridad lanzaba chorros de agua sobre el barco de los manifestantes.

– Tratan de asustarlos para que no se acerquen demasiado a las patas de la plataforma -comentó Eric.

«Maldita sea, ¿por qué habrá tenido que ser hoy?», pensó Rebus, temiéndose que el barco chocara contra la plataforma y hubiera que evacuarla.

Continuaban acosándoles con las cuatro mangueras. Alguien le pasó unos prismáticos que enfocó sobre el barco. Impermeables color naranja, media docena de personas y pancartas: VERTIDOS NO. SALVEMOS EL MAR.

– Ese barco no parece muy seguro -comentó alguien.

En el puente se veía aparecer y desaparecer gente que agitaba los brazos y discutía.

– Esos gilipollas seguramente han ahogado el motor.

– No podemos dejarlo a la deriva.

– Podría ser un caballo de Troya, muchachos.

Se echaron a reír, mientras Rebus y Lumsden seguían a Eric. Subieron y bajaron escaleras de mano y en algunos tramos del suelo Rebus pudo ver a través de la celosía metálica el mar bullente bajo sus pies. Cables y tuberías por doquier, pero siempre de modo que no hubiera peligro de tropezar. Finalmente, Eric empujó una puerta y siguieron por un pasillo. Era un alivio estar a resguardo del viento. Habían permanecido a la intemperie ocho minutos seguidos, se dijo Rebus.

Pasaron por salas con mesas de billar, de pimpón, tableros de dardos y juegos de vídeo. Al parecer, los juegos de vídeo eran muy solicitados. No había nadie jugando al pimpón.

– Hay plataformas con piscina; pero aquí no -dijo Eric.

– ¿Es producto de mi imaginación o se mueve el suelo? -inquirió Rebus.

– Ah, sí -contestó Eric-, las juntas de dilatación; tiene que haber cierta holgura. Cuando azota el temporal se diría que se va a romper. -Otra carcajada.

Siguieron pasillo adelante para pasar por una biblioteca, vacía, y un salón de televisión.

– Hay tres salas de televisión -dijo Eric-. Exclusivamente por satélite, pero casi todos prefieren los vídeos. Aquí estará Willie.

Entraron en una amplia estancia con más de veinte sillas de respaldo recto y una gran pantalla. No había ventanas y estaba en penumbra. Frente a la pantalla había ocho o nueve hombres, de brazos cruzados, quejándose de algo. Uno de ellos miraba una cinta junto al proyector de vídeo. Se encogió de hombros.

– Lo siento -dijo.

– Ése es Willie -dijo Eric.

Willie Ford tendría algo más de cuarenta años, era fornido aunque algo encorvado y llevaba el pelo rapado. La nariz le tapaba una cuarta parte de la cara y la barba se ocupaba de ocultar el resto casi por completo. Si hubiese tenido la tez más oscura, habría podido pasar por un fundamentalista musulmán. Rebus se acercó a él.

– ¿Es usted el policía? -preguntó el hombre.

Rebus asintió.

– La gente parece inquieta.

– Por culpa de este vídeo. Tenía que ser Black Rain, con Michael Douglas, y resulta que es una peli japonesa de igual título pero sobre Hiroshima. Totalmente distinta. Pues sí, muchachos, tendréis que contentaros con otra cosa -dijo, volviéndose hacia el público alzando los hombros y alejándose con Rebus y los otros tres a la zaga.

Cruzaron el pasillo y entraron en la biblioteca.

– ¿Así que usted es el encargado del entretenimiento, señor Ford?

– No, simplemente me gustan los vídeos. En Aberdeen hay una tienda donde se pueden alquilar por dos semanas y casi siempre me traigo unos cuantos. -Conservaba en la mano la cinta japonesa-. No sé cómo ha podido suceder. La última película extranjera que han visto ésos debe de haber sido Emmanuelle.

– ¿Tienen películas porno? -preguntó Rebus para dar conversación.

– Docenas.

– ¿Muy fuertes?

– Depende. -Sonrió-. Inspector, ¿ha volado hasta aquí para interrogarme sobre vídeos porno?

– En absoluto. He venido a interrogarle sobre Alian Mitchison.

El rostro de Ford se ensombreció como el cielo. Lumsden miraba por la ventana, pensando quizá si iban a tener que pasar la noche allí…

– Pobre Mitch. Aún no acabo de creérmelo -dijo Ford.

– ¿Eran compañeros de habitación?

– Los seis últimos meses.

– Señor Ford, me perdonará que sea franco, pero no tenemos mucho tiempo -añadió Rebus, e hizo una pausa. Pensaba en Lumsden-. A Mitch lo asesinó un tal Anthony Kane, un matón a sueldo que antes trabajaba para un mafioso de Glasgow, pero parece que hace poco actuaba por cuenta propia en Aberdeen. El caso es que anoche también el señor Kane apareció muerto. ¿Sabe usted por qué Kane mató a Mitch?

Ford puso cara de perplejidad y pestañeó varias veces boquiabierto. Eric parecía también estupefacto y Lumsden adoptó una actitud de estricto interés profesional. Ford logró por fin balbucir:

– No… no tengo ni idea. ¿No sería por error?

Rebus se encogió de hombros.

– Podría ser cualquier cosa. Precisamente, he venido aquí para intentar hacerme una idea de la vida que llevaba Mitch. Para lo cual necesito que sus amigos me ayuden. ¿Puedo contar con usted?

Ford asintió con la cabeza y Rebus se sentó en una silla. -Pues, adelante, empiece por decirme todo lo que sepa -dijo.


En un determinado momento Eric y Lumsden se fueron a almorzar. Regresaron poco después, y Lumsden trajo unos emparedados para Rebus y Willie Ford. El hombre callaba de vez en cuando para beber agua. Explicó lo que Alian Mitchison le había contado: que sus padres eran adoptivos y que había pasado mucho tiempo en el internado juvenil. Ésa era la razón de que le gustara vivir en la plataforma: por la camaradería y la vida en común. Rebus comprendía ahora el motivo de que no se hubiera acostumbrado al piso de Edimburgo. Ford sabía muchas cosas de Mitch y dijo que era aficionado al montañismo y a la ecología.

– ¿Por eso hizo amistad con Jake Harley?

– ¿El de Sullom Voe? -Rebus asintió con la cabeza y Ford hizo lo propio-. Sí, Mitch me habló de él. Eran los dos muy aficionados a la ecología.

Rebus pensó en el barco de los manifestantes… y lo asoció con Alian Mitchison, trabajador de una industria blanco de protestas de los verdes.

– ¿Estaba muy comprometido?

– Era bastante activista. Bueno, con los turnos de trabajo que tenemos nosotros no se puede ser activista a tiempo completo. Él solo estaba en tierra dieciséis días al mes. Y aquí tenemos las noticias de la tele, pero de periódicos, poca cosa. Y menos de los que a Mitch le gustaba leer. No obstante, eso no le impidió organizar ese concierto. Pobre, tanto entusiasmo que puso en ello…

– ¿Qué concierto? -inquirió Rebus, frunciendo el ceño.

– El de Duthie Park. Creo que es esta noche, si el tiempo lo permite.

– ¿El concierto de protesta? -Ford asintió con la cabeza-. ¿Lo organizó Alian Mitchison?

– Bueno, intervino en la preparación contactando con un par de grupos para que vinieran a actuar.

Rebus ató cabos. Los Dancing Pigs tocaban en el concierto y Mitchison era un fan. Sin embargo, no tenía entrada para el concierto… Claro, porque no le hacía falta: ¡pase de invitado! Lo que significaba exactamente, ¿qué?

Nada.

Sólo que Michelle Strachan había sido asesinada en Duthie Park…

– Señor Ford, ¿a la empresa no le preocupaba la… lealtad de Mitch?

– No hay que estar necesariamente a favor de arrasar el planeta para tener un empleo en esta industria. De hecho, en cuanto a industria se refiere, la del petróleo es mucho más limpia que otras.

Rebus reflexionó sorprendido.

– Señor Ford, ¿puedo echar un vistazo a su camarote?

– Por supuesto.


Era pequeño. Contraindicado para claustrofobia nocturna. Dos camas individuales y sobre la de Ford unas fotos, pero encima de la de Mitchison sólo señales de chinchetas.

– Recogí todas sus cosas -dijo Ford-. ¿Sabe usted si hay alguien…?

– Nadie.

– Beneficiencia tal vez…

– Lo que a usted le parezca, señor Ford. Ahora es como su albacea.

Fue la gota que hizo rebosar el vaso. Ford se dejó caer en la cama, con la cabeza entre las manos.

– Dios, Dios…

John el discreto; siempre portador de malas noticias. Con lágrimas en los ojos, Ford se excusó y salió del cuarto.

Rebus se puso manos a la obra.

Abrió cajones y el pequeño armario empotrado y no encontró nada hasta dar finalmente con lo que buscaba debajo de la cama de Mitchison. Una bolsa de basura con bolsas de papel dentro: los bienes materiales del finado.

No eran gran cosa, pero tal vez estuvieran relacionados con el pasado de Mitchison. Ligero de equipaje puedes salir pitando en cualquier momento a donde sea. Algo de ropa, libros de ciencia ficción y de economía y The Dancing Wu-Li Masters. A Rebus este último le sonaba a concurso de baile. Había un par de sobres con fotos y se puso a mirarlas. La plataforma, compañeros de trabajo, el helicóptero con los tripulantes y más grupos; éstos en tierra con árboles al fondo. Pero aquéllos no parecían compañeros de trabajo: melenas, camisetas de colores teñidas a mano y sombreros reggae. ¿Amigos? ¿Ecologistas? El segundo paquete era menos voluminoso. Contó las fotos: catorce, y comprobó los negativos: veinticinco. Faltaban once. Los miró a trasluz y no vio gran cosa. Las copias que faltaban eran también parecidas: grupos, algunos de ellos de tres o cuatro personas. Se los guardó en el bolsillo justo en el momento en que volvía a entrar Willie Ford.

– Lo lamento.

– Fue culpa mía, señor Ford. Hablé sin pensar. ¿Recuerda que antes le mencioné lo de la pornografía?

– Sí.

– ¿Y en cuanto a drogas?

– Yo no tomo.

– Pero si tomase…

– Es un círculo reducido, inspector. Yo no tomo y nadie me las ha ofrecido. Por lo que a mí respecta, la gente podría pincharse en cualquier rincón y ni me enteraría porque no estoy en el rollo.

– Pero rollo hay.

Ford sonrió.

– Puede, pero sólo en tiempo de ocio. Me habría enterado si hubiera estado trabajando al lado de alguien drogado. Nadie se atrevería. En una plataforma necesitas estar en tu trabajo con los cinco sentidos, y aun así no es suficiente.

– ¿Ha habido accidentes?

– Uno o dos, pero no es una tasa muy alta. Y no tuvieron relación con las drogas.

Rebus se quedó pensativo y Ford parecía ahora recordar algo.

– Debería echar un vistazo a lo que sucede ahí fuera.

– ¿Qué?

– Que van a subir a bordo a los manifestantes.

Ya los subían, y Rebus y Ford salieron a verlo. Ford con el casco puesto, pero Rebus, que no acababa de ajustárselo bien, lo llevaba en la mano. De arriba sólo podía caerle la lluvia, que ya amenazaba. Lumsden y Eric estaban ya con los otros, mirando. Vieron subir los últimos escalones a las desaliñadas figuras. A pesar de los impermeables venían chorreando por culpa de las mangueras. Rebus reconoció a alguien: la de las trencitas, otra vez. Parecía melancólica y al borde de la cólera. Se acercó para que le viera.

– Esta no es manera de encontrarnos -dijo.

Pero ella ni le miraba. De pronto gritó: «;AHORA!», escabullándose hacia la izquierda y sacando la mano del bolsillo, en la que ya llevaba una esposa puesta, cerró la otra anilla en el pasamanos de la plataforma, secundada por dos compañeros. Tras lo cual, reanudaron los tres las protestas a voz en grito. Los otros dos pudieron ser reducidos antes de que hicieran lo mismo, y de paso les esposaron ambas manos.

– ¿Quién tiene las llaves? -gritaba uno de los trabajadores.

– ¡Las hemos dejado en tierra!

– ¡Joder! -exclamó el hombre, volviéndose hacia un compañero-. Tráete el soplete. No te preocupes -añadió mirando a la de las trencitas-, aunque te quemen las chispas, te soltamos en un periquete.

Ella, indiferente, seguía gritando consignas con los demás. Rebus sonrió. Era de admirar. El caballo de Troya trabado.

Llegó el soplete. Rebus no acababa de creerse que fueran por las bravas, y se volvió hacia Lumsden.

– Tú, chitón -le previno el de Aberdeen-. ¿No recuerdas lo que te dije de su propia ley? Nosotros no intervenimos.

Encendieron el soplete mientras un helicóptero sobrevolaba la escena y Rebus se debatía en su interior, casi ya decidido, a tirar el soplete al mar.

– ¡Joder, la tele!

Alzaron todos la cabeza. El helicóptero descendía hacia ellos enfocándoles con una cámara de vídeo.

– Las putas noticias de la tele.

«Ah, sensacional -pensó Rebus-. Esto sí que es en directo. In fraganti, John, y en el noticiario televisivo. Quizá pudiera enviarle una postal a Ancram…»

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