Springview era un área residencial moderna en la carretera de la costa al sur de la ciudad. Rebus aparcó fuera de Three Rankeillor Close, apagó el motor y contempló la casa. Delante de ella un jardín con el césped cortado, rocalla, matas y parterres. Sin valla ni seto de separación con la calle. Igual que las otras casas.
La construcción era nueva con dos pisos y tejado a dos aguas. A su derecha estaba el garaje y en una de las ventanas se veía un aparato de alarma. A pesar de las cortinas, en el cuarto de estar había luz. El coche aparcado en la grava era un Peugeot 106 blanco.
– Ahora o nunca, John -dijo para sus adentros dando un profundo suspiro al apearse.
Se dirigió a la puerta, tocó el timbre y retrocedió. Si abría el propio Ryan Slocum, quería estar apartado. Recordó el entrenamiento del Ejército para combate sin armas y la vieja máxima: disparar primero y preguntar después. La que habría debido recordar en Burke's.
Detrás de la puerta se oyó la voz de una mujer:
– Sí. ¿Qué desea?
Comprendió que le observaban por la mirilla y volvió a dar un paso al frente para que le viese la cara.
– ¿Señora Slocum? -dijo alzando su placa-. Departamento de Policía, señora.
La puerta se abrió de par en par. Era una mujercita delgada, con bolsas oscuras bajo los ojos y pelo negro corto y despeinado.
– Oh, Dios mío, ¿qué ha sucedido? -preguntó con acento norteamericano.
– Nada, señora. ¿Por qué iba a pasar nada?
Su rostro expresó alivio.
– No sé dónde está Ryan -dijo sorbiéndose unas lágrimas y buscando un pañuelo, pero se dio cuenta de que no tenía y le dijo a Rebus que pasara.
El la siguió a una sala bien amueblada, y mientras ella cogía un kleenex, aprovechó para descorrer levemente las cortinas de la ventana. Así podría ver si llegaba un BMW azul.
– Quizá se ha quedado trabajando -dijo, sabiendo de antemano la respuesta.
– Ya llamé a la oficina.
– Ah, bien; pero como es jefe de ventas, ¿no habrá tenido que acompañar a algún cliente?
– Él siempre me llama. En eso es muy cumplido.
Cumplido: extraño vocablo. La habitación tenía el aspecto de las que se limpian antes que se ensucien. Una Slocum debía de ser muy hacendosa. Preocupada, no cesaba de retorcer en sus manos el kleenex.
– Procure calmarse, señora Slocum. ¿Tiene algún tranquilizante?
Seguro que tenía algún fármaco a mano.
– Está en el baño. Pero no quiero tomarlo. Me atonta.
Al fondo del salón había una mesa de comedor de caoba y seis sillas ante una estantería de tres cuerpos con muñecas de porcelana e iluminación indirecta. Objetos de plata y ninguna foto familiar.
– ¿Quizás algún amigo podría…?
La señora Slocum se sentó y volvió a levantarse.
– ¿Quiere tomar un té, señor…?
– Rebus. Inspector Rebus. Sí, estupendo.
«Que haga algo y se entretenga.» La cocina era apenas más pequeña que la sala. Rebus echó un vistazo al jardín trasero. Allí sí que había valla y no era fácil que Ryan Slocum entrara en la casa sin ser visto. Rebus estaba atento a cualquier sonido de coches…
– Me ha dejado -dijo la mujer, deteniéndose en medio del cuarto con la tetera en una mano y el hervidor en la otra.
– ¿Por qué dice eso, señora Slocum?
– Falta una maleta… y ropa.
– ¿Y no será cuestión de negocios? ¿Algo urgente?
Ella negó con la cabeza.
– Habría dejado una nota o algo, un recado en el contestador.
– ¿Lo ha comprobado?
Ella asintió con la cabeza.
– He estado todo el día en Aberdeen, de compras y dando una vuelta, y cuando volví, no sé cómo decirle, encontré la casa distinta, más vacía. Me di cuenta enseguida.
– ¿Pero había insinuado algo de irse?
– No. -Intentó esbozar una sonrisa-. Pero una mujer casada lo sabe, inspector. Hay otra mujer.
– ¿Otra mujer?
Una Slocum asintió con la cabeza.
– ¿No es lo que pasa siempre? Últimamente ha estado tan…, no sé, distinto. De mal humor, distraído…, mucho tiempo fuera de casa, cuando yo sabía que no tenía reuniones de trabajo. -Subrayaba lo que decía con inclinaciones de cabeza-. Se ha marchado.
– ¿Y no tiene idea de dónde puede haber ido?
Negó con la cabeza.
– Donde esté ella.
Rebus volvió al salón y miró entre las cortinas pero no vio ningún BMW. Notó una mano en el brazo y se volvió sobresaltado. Era Una Slocum.
– Me ha dado un susto de muerte -dijo.
– Ryan siempre me reprocha lo silenciosa que soy. Es por la alfombra.
Metros y metros de Wilton de centímetro y medio.
– ¿Tienen ustedes hijos, señora Slocum?
Ella negó con la cabeza.
– Creo que a Ryan le habría gustado tener un hijo. Quizá por eso…
– ¿Cuánto tiempo llevan casados?
– Mucho. Quince años; casi dieciséis.
– ¿Dónde se conocieron?
Ella sonrió rememorando el pasado.
– En Galveston, Texas. Ryan era ingeniero y yo trabajaba de secretaria en la misma empresa. El había emigrado de Escocia poco antes. Se notaba que echaba de menos su tierra, y yo sabía que acabaríamos viniendo aquí.
– ¿Cuánto tiempo hace que viven aquí?
– Cuatro años y medio.
Cuatro años y medio sin ningún asesinato. Tal vez John Biblia había abandonado su retiro para una faena concreta.
– … Por supuesto -añadió Una Slocum-, de vez en cuando vamos a ver a mis padres. Viven en Miami. Y Ryan va a Estados Unidos por negocios tres o cuatro veces al año.
Hombre de negocios: Rebus añadió un dato a lo que había pensado. O quizá no.
– ¿Suele ir a la iglesia, señora Slocum?
Ella se le quedó mirando.
– Cuando nos conocimos, sí. Luego dejó de hacerlo, pero últimamente ha vuelto a ir.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Podría echar un vistazo? A lo mejor hay algún indicio de dónde ha ido.
– Pues… sí, supongo que sí. -Se oyó el clic del hervidor al desconectarse-. Voy a servir el té -añadió ella volviéndose para ir a la cocina, pero se detuvo y se dio la vuelta-. ¿A qué ha venido usted, inspector?
– Una investigación rutinaria, señora Slocum -contestó Rebus sonriendo-, relacionada con el trabajo de su esposo.
Ella asintió con la cabeza como si aquello lo explicase todo y se fue despacio a la cocina.
– El estudio de Ryan está a la izquierda -dijo desde allí.
Por allí empezó Rebus.
Era una estancia pequeña y los muebles y las estanterías llenas de libros contribuían a que así lo pareciera. Docenas de ellos sobre la Segunda Guerra Mundial ocupaban toda una pared. En el escritorio se veían muchos papeles ordenados del trabajo de
Slocum. En los cajones, más archivadores del trabajo y otros de impuestos, el seguro de vida y de la casa, la pensión. Una vida compartimentada. Había un pequeño aparato de radio que Rebus encendió. Radio Three. Lo apagó justo en el momento en que Una Slocum asomaba la cabeza por la puerta.
– El té está servido.
– Gracias.
– Ah, otra cosa: se ha llevado el ordenador.
– ¿El ordenador?
– Uno de esos portátiles. Lo utilizaba mucho. Se encerraba a trabajar, pero yo le oía teclear.
Había una llave por dentro y cuando ella salió Rebus cerró la puerta y echó la llave. Se volvió y trató de imaginarse aquella habitación como la guarida de un asesino. No podía. Era un simple despacho. Sin trofeos ni sitio para guardarlos. No había una maleta de recuerdos como los reunidos por Johnny Biblia. Ni capilla, ni libros con recortes siniestros. Ningún indicio de que aquella persona llevara una doble vida…
Abrió la puerta, fue al cuarto de estar y miró de nuevo por la ventana.
– ¿Ha encontrado usted algo? -preguntó ella sirviendo té en las tazas de porcelana.
Había una porción de tarta en un plato a juego.
– No -dijo Rebus y cogió la tarta que ella le ofrecía-. Gracias -añadió dirigiéndose otra vez a la ventana.
– Cuando se está casada con un vendedor -continuó ella- se acostumbra una a las ausencias, a tener que ir a fiestas y reuniones aburridas, a ser anfitriona de cenas con invitados con los que nada tiene en común.
– Fácil no debe de ser -comentó Rebus.
– Pero yo nunca me quejaba. Si lo hubiera hecho a lo mejor Ryan me habría prestado más atención. -Le miró a la cara-. ¿Seguro que no le ha pasado nada?
– Seguro que no, señora -respondió Rebus con su expresión más sincera.
– Yo sufro de los nervios, ¿sabe? Lo he probado todo, pastillas, infusiones, hipnosis… Pero si una es así no se puede hacer gran cosa, ¿no cree? Es algo congénito, una pequeña bomba de relojería… -añadió mirando en derredor-. Puede que sea por la casa, tan nueva; no puedo evitarlo.
Aldous Zane, el vidente, había vaticinado una casa moderna como aquélla…
– Señora -dijo Rebus sin dejar de mirar por la ventana-, tal vez le parezca una bobada y no puedo explicarlo, pero ¿podría echar un vistazo a la buhardilla?
Una cadena en el descansillo al final de la escalera. Al tirar de ella se abría una trampilla de la que descendían unos escalones de madera.
– Muy ingenioso -comentó Rebus al bajar mientras ella permanecía en el piso de abajo.
– El interruptor de la luz está a la derecha -dijo la señora Slocum.
Rebus asomó la cabeza como si fuese a recibir un martillazo y buscó a tientas la luz. Una simple bombilla iluminaba la buhardilla.
– Habíamos pensado habilitarla -le decía ella desde abajo-, pero ¿para qué? Nos sobra casa.
En la buhardilla había unos grados de temperatura menos que en el resto de la vivienda; prueba de la eficacia del aislamiento en la construcción actual. Rebus miró en derredor sin saber qué podía encontrar. ¿Qué había dicho Zane? Banderas: la de barras y estrellas y una nazi. Slocum había vivido en Estados Unidos y parecía fascinarle el Tercer Reich. Pero Zane había hablado también de un baúl en la buhardilla de la casa moderna. Bueno, allí baúl no había. Cajas de embalar, cajas con adornos de Navidad, un par de sillas rotas, una puerta extra y un par de maletas que sonaban a hueco…
– No subía aquí desde Navidades -oyó decir a Una Slocum y la ayudó a salvar los dos últimos escalones.
– Sí que es grande -dijo Rebus-. Comprendo que quisieran habilitarla.
– El problema habría sido conseguir el permiso de obra. No autorizan modificaciones en las casas. Se gasta uno una fortuna y no le dejan hacer cambios.
Alzó una tela que había encima de una de las maletas y le quitó el polvo. Parecía un mantel o una cortina; pero cuando se desplegó al sacudirla resultó ser una bandera negra con reborde rojo y un círculo blanco con la cruz gamada. Ella advirtió el gesto de estupefacción de Rebus.
– Él coleccionaba cosas de éstas -dijo mirando a su alrededor y frunciendo el ceño-. Qué raro.
– ¿El qué? -inquirió Rebus tragando saliva.
– Falta el baúl -respondió ella señalando un sitio en el suelo-. Ryan debe de haberlo cambiado de sitio.
Miró en derredor, pero era evidente que allí no había ningún baúl.
– ¿Un baúl?
– Una antigualla que tenía él de toda la vida. ¿Por qué se lo habrá llevado? O más bien, ¿cómo se lo habrá llevado?
– ¿A qué se refiere?
– Es que pesaba mucho. Lo tenía siempre cerrado y decía que estaba lleno de cosas viejas, recuerdos de antes de conocernos. Me había prometido enseñármelos algún día… ¿Cree que se lo habrá llevado?
Rebus volvió a tragar saliva.
– Cabe la posibilidad -contestó comenzando a bajar.
Johnny Biblia tenía una gran bolsa, pero John Biblia necesitaba un baúl. Comenzó a notar que se le revolvía el estómago.
– Todavía hay té -dijo ella cuando volvieron a la sala de estar.
– Gracias, pero tengo que irme.
Vio cómo ella trataba de ocultar su decepción. Era una crueldad que la única visita que recibes sea el policía que persigue a tu marido.
– Siento lo de Ryan -añadió y miró una última vez por la ventana.
Y allí estaba el BMW azul aparcado junto al bordillo.
Le saltó el corazón en el pecho. Y no se veía a nadie dentro del coche, ni cerca de la casa…
En ese momento sonó el timbre.
– ¿Ryan? -dijo la mujer yendo a abrir.
Pero Rebus la alcanzó y tiró de ella hacia atrás. Ella dio un chillido.
Rebus se llevó un dedo a los labios y le hizo seña de que no se moviese. Notaba una bola en la garganta, como si fuese a vomitar lo que había comido. Sentía electricidad en todo el cuerpo. Sonó otro timbrazo. Rebus suspiró hondo, se abalanzó sobre la puerta y la abrió de golpe.
En el umbral había un muchacho con cazadora y pantalones vaqueros, pelo en punta engominado y rostro lleno de acné. Con unas llaves de coche en la mano.
– ¿Dónde lo has encontrado? -vociferó Rebus y el muchacho retrocedió un paso perdiendo pie en el escalón-. ¿Dónde has encontrado el coche? -repitió ya fuera e inclinado sobre el joven.
– Mi trabajo -respondió-. Pa… parte del servicio.
– ¿Cuál?
– Devolverle el co… coche. Del aeropuerto. -Rebus le seguía mirando exigiendo más explicaciones-. Los limpiamos y todo eso. Si dejan un coche en un sitio y piden que se lo llevemos a casa lo hacemos. ¡Alquiler de coches Sinclair…, puede comprobarlo!
Rebus estiró el brazo y le ayudó a levantarse.
– Sólo he llamado para preguntar si quería que lo metiera dentro -añadió el muchacho, blanco como el papel.
– Déjalo ahí -dijo Rebus intentando dominar su temblor.
En ese momento llegó otro coche tocando el claxon.
– Vienen a recogerme -dijo el muchacho aún con cara de asustado.
– ¿Adónde ha ido el señor Slocum?
– ¿Quién?
– El dueño del coche.
El muchacho se encogió de hombros.
– ¿Y yo qué sé? -replicó dándole las llaves y alejándose de la casa-. No somos la Gestapo -espetó.
Rebus entregó las llaves a la mujer, que le miraba como exigiendo una explicación, pero él negó con la cabeza y se fue. Ella se quedó mirando las llaves.
– ¿Y qué voy a hacer yo con dos coches?
Pero Rebus ya no la oía.
Se lo contó a Grogan.
El inspector jefe estaba casi sobrio y… con ganas de irse a casa. Ya habían hablado con él los de la Brigada Criminal de Escocia y le habían dicho que al día siguiente se verían para hacerle unas preguntas sobre Ludovic Lumsden. Grogan le escuchó sin disimular su impaciencia y luego le preguntó qué pruebas tenía. Rebus se encogió de hombros. Podían citar que el coche de Slocum estaba cerca del escenario del crimen a altas horas de la noche; pero no más. Quizá los de la policía científica pudieran establecer alguna relación, pero ambos imaginaban que John Biblia era demasiado listo para haber dejado huellas. Estaba también la historia esbozada en la carta de Lawson Geddes -testimonio de un difunto- y la foto de Borneo. Pero todo eso no era nada si Ryan Slocum no confesaba que antes era Ray Sloane, que había vivido en Glasgow a finales de los sesenta y cuando era -y aún seguía siendo- John Biblia.
Pero Ryan Slocum había desaparecido.
Llamaron al aeropuerto Dyce, pero no constaba que hubiese tomado allí un avión, ni le habían visto taxistas ni agencias de alquiler de coches. ¿Había salido del país? ¿Dónde estaba el baúl? ¿Se escondía en algún hotel cercano esperando a que las cosas se calmaran?
Grogan dijo que harían averiguaciones y darían la alerta a puertos y aeropuertos. No veía qué más podían hacer. Enviarían a alguien a que hablase con la señora Slocum y quizá registrasen minuciosamente la casa… Mañana o pasado mañana. Grogan no parecía muy entusiasta. Ya había resuelto un caso de asesinatos en serie y no se mostraba muy predispuesto a perseguir fantasmas.
Rebus se encontró con Morton en la cantina, tomando un té y comiendo patatas fritas con judías.
– ¿Dónde has estado?
Se sentó a su lado.
– Por ahí, a ver si ligaba como tú.
Morton sacudió la cabeza.
– Pues mira, estuve a punto de proponerle que fuéramos a un hotel.
– ¿Y por qué no lo hiciste?
Morton se encogió de hombros.
– Me dijo que no se fiaba de los hombres que no beben. ¿Qué te parece si regresamos?
– Bueno.
– John, ¿dónde has estado?
– Te lo cuento por el camino. Así no te duermes…