De camino hacia Arden Street vio un grupo de gente ante la puerta de su casa. Andaban de un lado para otro, contándose chistes para animar la espera. Un par de ellos comía patatas fritas de un cucurucho de papel de periódico; curiosa ironía ya que parecían periodistas.
– Mierda.
Pasó rápido de largo, sin dejar de mirar por el retrovisor. No había donde aparcar y dobló por la primera bocacalle a la izquierda, yendo a parar a un aparcamiento de Thirlestane Baths.
Cerró la llave del contacto y golpeó el volante. Podía optar por largarse, tomar por la M90 hasta Dundee y luego volver, pero no le apetecía. Respiró hondo varias veces y notó que su circulación se activaba por la fuerte pulsación en los oídos.
– Vamos allá -dijo al bajar del coche.
Se dirigió por Marchmont Crescent a su puesto de patatas fritas y, a continuación, emprendió el camino de su casa, sintiendo el calor que desprendían las patatas a través de las hojas de periódico. Ya en Arden Street aminoró el paso. No esperaban que llegara a pie y estaba ya casi encima de ellos cuando uno le reconoció.
Era el equipo de filmación, con el cámara de Redgauntlet, Kayleigh Burgess y Eamonn Breen. Pillado de improviso, Breen tiró el cigarrillo al suelo y cogió el micrófono. Rebus vio un foco supletorio en la cámara de vídeo. Consciente de que las luces deslumbran, hacen parpadear y pareces culpable, mantuvo los ojos bien abiertos.
Un periodista le lanzó la primera pregunta.
– Inspector, ¿algún comentario sobre la encuesta Spaven?
– ¿Es cierto que se va a reabrir el caso?
– ¿Qué sintió al saber que Lawson Geddes se había suicidado?
Ante tal pregunta, Rebus miró hacia Kayleigh Burgess, quien tuvo la delicadeza de bajar la vista. Estaba ya a medio camino de la entrada, a pocos pasos del portal, pero rodeado de periodistas. Se detuvo y les hizo frente.
– Señoras y caballeros de la prensa, tengo una declaración que hacer.
Se miraron unos a otros, con gesto de sorpresa, y apuntaron hacia él las grabadoras. Un par de periodistas veteranos, que ya estaban acostumbrados a perder el tiempo, cogieron bolígrafo y cuaderno sin gran entusiasmo.
El rumor de voces decayó. Rebus alzó el paquete de patatas fritas.
– En nombre de los escoceses adictos a las patatas fritas, quisiera darles las gracias por proveernos de envoltorios.
Antes de que pudieran reaccionar ya estaba dentro.
En el piso, sin encender las luces, fue a la ventana del cuarto de estar para observarles. Algunos meneaban la cabeza sin salir de su asombro, otros llamaban por el móvil consultando con la redacción y un par iban hacia sus coches. Eamonn Breen hablaba con el operador de la cámara con aire pretencioso, como de costumbre. Uno de los más jóvenes alzó dos dedos por detrás de la cabeza del presentador.
Miró enfrente y vio a un hombre al lado de un coche, con los brazos cruzados. Miraba sonriente hacia su ventana. Alzó los brazos y le dirigió un silencioso aplauso para montar acto seguido en el coche y arrancar.
Jim Stevens.
Giró sobre sus talones y encendió el flexo, se sentó en el sillón y se puso a comer patatas fritas. Pero no tenía mucho apetito. Se preguntaba cómo habría llegado la noticia a los buitres. Había hablado con el subdirector por la tarde, y no se lo había comentado más que a Brian Holmes y a Gill Templer. El contestador parpadeaba furioso: cuatro mensajes. Probó a accionarlo sin el manual y logró que funcionase, para su gran satisfacción, hasta que oyó el deje de Glasgow.
– Inspector Rebus, soy el inspector jefe Ancram. -El tono era cortante y formal-. Es para decirle que seguramente llegaré a Edimburgo mañana para iniciar la investigación; cuanto antes empecemos, antes acabaremos. Es lo mejor para todos, ¿no le parece? Le dejé un mensaje en Craigmillar para que me llamase, pero por lo visto no ha ido usted por allí.
– Gracias y buenas noches -gruñó Rebus.
Bip. Segundo mensaje.
– Inspector, soy yo otra vez. Sería muy conveniente saber dónde va a estar, en términos generales, durante la semana que viene y así aprovecho el tiempo al máximo. Si puede hacerme por escrito un resumen lo más pormenorizado posible se lo agradecería.
Se acercó a la ventana inquieto. Ya se marchaban. Estaban metiendo la cámara en la ranchera. Tercer mensaje. Al oír la voz, giró atónito sobre sus talones y miró fijamente el aparato.
– Inspector, la investigación se llevará desde Fettes. Me acompañará uno de mis hombres, aunque, en caso contrario, utilizaremos agentes y personal de allí. Así que desde mañana por la mañana puede ponerse en contacto conmigo en Fettes.
Rebus fue hasta el aparato sin dejar de mirarlo, tentado de…
Cuarto mensaje.
– Mañana a las dos de la tarde, la primera reunión, inspector. Dígame si…
Rebus cogió el aparato y lo lanzó contra la pared. La tapa se abrió y la cinta salió disparada.
Sonó el timbre de la puerta.
Fue a escrutar por la mirilla. No podía creerlo. Abrió de par en par.
Kayleigh Burgess retrocedió un paso.
– Dios, parece furioso.
– Lo estoy. ¿Qué demonios quiere?
Ella sacó la mano de detrás de la espalda y le mostró una botella de Macallan.
– Vengo en son de paz -dijo.
Rebus miró la botella y después a la periodista.
– ¿Es su modo de tenderme una trampa?
– Ni mucho menos.
– ¿Trae micrófonos o cámaras?
Ella negó con la cabeza y los rizos castaños cubrieron sus mejillas. Rebus se hizo a un lado.
– Tiene suerte de pillarme seco -dijo.
Ella se encaminó al cuarto de estar, dándole ocasión de observarla. Estaba todo tan impecable como en casa de Feardie Fergie.
– Escuche -añadió él-, lamento de veras lo de la grabadora. Envíeme la factura.
Ella se encogió de hombros y vio el contestador.
– ¿Tiene algún problema con las máquinas?
– Diez segundos, y ya empieza con las preguntas. Espere que traiga unos vasos.
Fue a la cocina y cerró la puerta tras de sí, recogió los recortes de prensa y los periódicos de la mesa y los metió en uno de los armaritos. Enjuagó dos vasos y los secó despacio, mirando a la pared. ¿Qué querría? Información, desde luego. Le vino a la cabeza la cara de Gill. Ella le había pedido un favor y había muerto un hombre. En cuanto a Kayleigh Burgess… tal vez había tenido la culpa del suicidio de Geddes. Salió con los vasos y se la encontró en cuclillas ante el equipo de música, leyendo los títulos de los discos.
– Nunca he tenido tocadiscos -le dijo.
– Me han dicho que se van a poner de moda -comentó él mientras abría el Macallan y servía las bebidas-. Lo que no tengo es hielo, aunque podría arrancar un trozo del congelador.
– Solo está bien -dijo ella, levantándose y cogiéndole el vaso.
Vestía vaqueros negros ajustados, descoloridos en la entrepierna y las rodillas, y una cazadora vaquera forrada de borreguito. Advirtió que tenía los ojos algo saltones y las cejas arqueadas, sin depilar, pensó. Los pómulos marcados.
– Siéntese -dijo.
Ella se sentó en el sofá, con las piernas levemente separadas, los codos apoyados en las rodillas y sosteniendo el vaso a la altura del rostro.
– ¿No es el primero que toma hoy, verdad? -inquirió.
Rebus dio un sorbo y dejó el vaso en el brazo del sillón.
– Puedo dejarlo cuando quiera. ¿No ve? -contestó y le mostró las manos vacías.
Ella sonrió y bebió, observándole por encima del vaso. Rebus trató de interpretar su actitud. ¿Coqueta, descarada, tranquila, expectante, calculadora, risueña?
– ¿Quién le dijo lo de la investigación? -preguntó.
– ¿Quiere decir quién informó a los medios de comunicación o a mí personalmente?
– Lo mismo da.
– No sé de dónde salió, pero un periodista se lo contó a otro y corrió la noticia. A mí me llamó una amiga de Scotland on Sunday que sabía que estábamos cubriendo el caso Spaven.
Rebus se puso a pensar: Jim Stevens, al margen de la escena como si fuera el director de escena. Stevens, destinado en Glasgow. Chick Ancram, de Glasgow. Seguro que Ancram sabía que Rebus y Stevens hacía tiempo…
Cabrón. No le extrañaba que no le hubiera invitado a llamarle Chick.
– Es como un mecanismo.
– Me parece que ya sé de dónde procede.
Sonrió levemente.
Cogió la botella y la dejó al alcance de la mano. Kayleigh Burgess se reclinó en el respaldo del sofá y se sentó sobre las piernas recogidas, mirando en derredor.
– Bonito cuarto. Es muy espacioso.
– Necesita una mano de pintura.
Ella asintió con la cabeza.
– Las molduras, desde luego, y quizá la ventana. Pero yo eso lo eliminaría. -Se refería a un cuadro que había encima de la chimenea; una barca de pesca en el muelle-. ¿Dónde es?
– Un lugar ficticio -respondió Rebus, encogiéndose de hombros.
A él tampoco le gustaba el cuadro pero no hasta el extremo de deshacerse de él.
– Podría también rascar la pintura de la puerta -prosiguió ella-, quedaría bien en su tono natural. Acabo de comprarme un piso en Glasgow -añadió al interpretar su mirada inquisitiva.
– Me alegro.
– Los techos son muy altos para mi gusto, pero…
Se interrumpió al darse cuenta del tono con que Rebus había hecho el cumplido.
– Lo siento. Soy un poco anticuado para chismorrear.
– Pero no para la ironía.
– Tengo mucha práctica. ¿Qué tal va el programa?
– Pensé que no quería hablar de eso.
Rebus alzó los hombros.
– Será más interesante que Bricolaje en casa -replicó, mientras se levantaba para volver a llenar los vasos.
– Va bien -dijo ella, mirándole, pero él no levantaba la vista del vaso-. Iría mejor si usted se dejase entrevistar.
– No -respondió él cuando volvió al sillón.
– No -repitió ella-. Bien, pues con usted o sin usted el programa seguirá adelante. Ya está estructurado. ¿Ha leído el libro de Spaven?
– No soy un gran lector de ficción.
Ella se volvió hacia los numerosos libros que había al lado del equipo de música, que desmentían la afirmación.
– He conocido a pocos presos que no proclamen su inocencia -prosiguió Rebus-. Es un mecanismo de supervivencia.
– Y tampoco se habrá tropezado con un error de la justicia, ¿no?
– He visto muchos. Pero el «error» suele producirse cuando el criminal queda impune. Todo el sistema judicial es un error.
– ¿Puedo citar la fuente?
– Esta conversación es estrictamente extraoficial.
– Pues déjelo bien claro antes de decir las cosas.
– Extraoficial -insistió él, alzando un dedo.
Ella asintió con la cabeza y alzó su vaso para brindar.
– Por los comentarios extraoficiales.
Rebus se llevó el vaso a los labios pero no bebió. El whisky comenzaba a relajarle, fundía el cansancio y su dolorida cabeza. Un cóctel peligroso. Sabía que desde ese momento tenía que ir con mucho más cuidado.
– ¿Algo de música? -dijo.
– ¿Un sutil cambio de conversación?
– Preguntas, preguntas -replicó él, poniendo la cinta Meddle.
– ¿Qué es? -preguntó ella.
– Pink Floyd.
– Ah, me gusta. ¿Su nuevo disco?
– No precisamente.
Le dio pie para que le hablara de su trabajo y cómo se había dedicado a aquella profesión y ella le contó su vida hasta la niñez, interrumpiéndose de vez en cuando para preguntarle algo de su pasado, pero él negaba con la cabeza y la obligaba a seguir con su historia.
«Necesita parar -pensó-; un descanso.» Pero ella estaba obsesionada por su trabajo, y quizás aquella conversación era la máxima concesión que se hacía, sólo porque con él era como si trabajara. Volvió a surgir lo de la culpa; culpa y ética. Le vino a la cabeza una historia: Primera Guerra Mundial, Navidad, los enemigos salen de sus trincheras a darse la mano y jugar un partido de fútbol, para volver de nuevo a las trincheras a coger las armas…
Al cabo de una hora y cuatro whiskies, ella se había tumbado en el sofá con una mano detrás de la cabeza y la otra en el estómago. Se había quitado la cazadora y ahora se subía las mangas de la camiseta: la lámpara convirtió en filamentos dorados el vello de sus brazos.
– Será mejor que llame a un taxi… -dijo con voz queda, con el Tubular Bells de fondo-. ¿Y éste quién es?
Rebus no contestó. Era innecesario: se había rendido al sueño. Podía despertarla, ayudarla a subir a un taxi. Podía llevarla a casa; a aquella hora, Glasgow estaba a menos de una hora de coche. Pero la tapó con el edredón y dejó la música tan baja que casi no se oían las entradas de Viv Stanshall. Fue a sentarse en un sillón junto a la ventana y se tapó con un abrigo. La calefacción de gas caldeaba el cuarto. Esperaría a que se despertase y se ofrecería a llamar a un taxi o bien a hacer de chofer. Ella diría.
Tenía mucho que pensar, mucho que planear. Y una idea para el día siguiente, Ancram y la investigación. Estaba perfilándola, dándole forma, consolidándola. Mucho que pensar…
Le despertó la luz de las farolas de la calle y tuvo la sensación de no haber dormido mucho; miró hacia el sofá y vio que Kayleigh no estaba. Iba a cerrar de nuevo los ojos cuando advirtió que en el suelo estaba la cazadora vaquera.
Se levantó medio adormecido; ahora deseaba despejarse. La luz del recibidor estaba encendida y la puerta de la cocina, abierta. También había luz…
La encontró junto a la mesa, con dos paracetamol en la mano y un vaso de agua en la otra. Y los recortes de prensa esparcidos, delante. Dio un respingo al verle y a continuación fijó la mirada en la mesa.
– Buscaba café para despejarme y encontré eso.
– Trabajo -comentó Rebus lacónico.
– No sabía que era usted del equipo de investigación del caso Johnny Biblia.
– No lo soy -replicó él, recogiendo los papeles y volviéndolos a guardar en el armario-. No queda café. Se me acabó.
– Me arreglo con el agua -dijo ella, tragando las tabletas.
– ¿Resaca?
Ella dio un buen trago de agua y asintió.
– Creo que se me pasará. -Le miró fijamente-. No estaba fisgando. Quiero que quede claro.
Rebus se encogió de hombros.
– Si sale en el programa, los dos sabremos de dónde viene.
– ¿A qué viene ese interés por Johnny Biblia?
– Por nada. -Comprendió que no colaba-. Es difícil de explicar.
– Pruebe.
– No sé… llámelo el final de la inocencia.
Rebus bebió un par de vasos de agua y dejó que ella se fuese al cuarto de estar. Volvió con la cazadora puesta, sacándose el pelo por fuera.
– Me voy.
– ¿Quiere que la deje en algún sitio? -Negó con la cabeza-. ¿Y la botella?
– Quizá podamos acabarla en otra ocasión.
– No le garantizo que aún la tenga.
– No pasa nada.
Se dirigió a la puerta, la abrió y se volvió hacia él.
– ¿Se ha enterado de ese ahogado en Ratho?
– Sí -contestó impasible.
– Fergus McLure; le entrevisté hace poco.
– ¿Ah, sí?
– Era amigo de Spaven.
– No lo sabía.
– ¿No? Qué raro, a mí me contó que usted le llamó para interrogarle cuando el caso Spaven. ¿Algo que alegar, inspector? -añadió con sonrisa sarcástica-. No, no creo.
Cerró la puerta y oyó cómo bajaba las escaleras; después, volvió al cuarto de estar y, de pie ante la ventana, miró hacia la calle. La vio doblar a la derecha hacia el Meadows en busca de un taxi. No había señales del coche de Stevens. Clavó la mirada en su propio reflejo. Ella conocía el vínculo entre Spaven y McLure y sabía que él había interrogado a McLure. Era justamente la clase de munición que le vendría bien a Chick Ancram. Su propio reflejo le miraba, burlonamente tranquilo. Le costó un gran esfuerzo no estampar el puño contra el cristal.