En el listín telefónico de Aberdeen de British Telecom figuraban dos Martin Davidson. Pero era viernes por la tarde y lo más probable es que aún estuviera en el trabajo.
– No es seguro que vayamos a encontrarle en Altens -dijo Morton.
– De todos modos, vamos.
Durante todo el camino lo único que pensaba Rebus era que tenía que ver a Martin Davidson, no necesariamente hablar con él; sólo clavarle la vista encima. Verle. Quería ese recuerdo.
– A lo mejor está trabajando en la oficina o en el Centro de Seguridad en el Mar -insistió Morton-. A saber si está en Aberdeen.
– De todos modos, vamos -repitió Rebus.
El polígono industrial de Altens estaba al sur de Aberdeen y así lo señalaba el indicador de la A92. A la entrada había un plano y por él se guiaron para llegar hasta LTS, Lancer Technical Support. Llegaron hasta un punto en que una fila de coches bloqueaba la carretera. Rebus bajó a ver qué pasaba y ojalá no lo hubiera hecho. Eran coches de policía, sin rótulo, pero se oían los sonidos de sus radios. Siobhan había pasado la información y el resultado no se había hecho esperar.
Un policía de paisano fue hacia él.
– ¿Qué demonios hacen aquí?
Rebus se encogió de hombros con las manos en los bolsillos.
– ¿Observador… oficioso? -dijo.
El inspector jefe Grogan entrecerró los ojos. Pero su mente estaba en otra parte y no tenía tiempo para discutir, ni ganas.
– ¿Está ahí? -preguntó Rebus, señalando con la cabeza el edificio de LTS, la clásica nave industrial sin ventanas de techo ondulado.
Grogan negó con la cabeza.
– Hemos venido a todo gas, pero por lo visto hoy no ha ido a trabajar.
– ¿De permiso? -preguntó Rebus con el ceño fruncido.
– No ha avisado. Llamaron desde la centralita a su casa, pero no contesta.
– ¿Van ahora para allá?
Grogan asintió.
Rebus no le preguntó si podían ir con ellos, porque se lo habría negado. Pero una vez estuviera en marcha la caravana, nadie iba a percatarse de que había un coche de más al final de la cola.
Volvió a subir al Peugeot y, mientras Morton daba marcha atrás, le explicó lo que harían. Jack Morton aparcó un momento para aguardar a que los coches de policía dieran la vuelta para salir del polígono y a continuación ellos fueron detrás.
Tomaron dirección norte hacia Dee por Anderson Drive, cruzando ante otros edificios de la Universidad Robert Gordon y diversas sedes de empresas petroleras hasta salir de Anderson Drive, pasar ante la Summerhill Academy e internarse en la maraña urbanizada de las afueras con sus zonas verdes.
Un par de coches abandonó la caravana, probablemente para dar un rodeo y llegar a la casa de Davidson por la dirección opuesta, bloqueando su posible huida. Vieron las luces de los coches al frenar y detenerse en una calle. Se abrieron las portezuelas y comenzaron a apearse policías. Breve entrecruce de instrucciones y órdenes de Grogan señalando a izquierda y derecha. Casi todos dirigían sus miradas a una casa con las cortinas de las ventanas echadas.
– ¿Crees que ha huido? -dijo Morton.
– Vamos a ver -dijo Rebus desabrochándose el cinturón de seguridad y abriendo la portezuela.
Grogan enviaba a unos agentes a las casas contiguas, unos para que indagasen y otros para que rodeasen la casa del sospechoso.
– Esperemos que no sea una persecución endemoniada -musitó Grogan.
Vio a Rebus pero sin percatarse del todo de su presencia.
– Los hombres están preparados, señor.
La gente había salido de las casas preguntándose qué sucedía. Rebus oyó a lo lejos la campanilla de un vendedor de helados.
– Unidad de respuesta armada preparada, señor.
– No creo que haga falta.
– Tiene toda la razón, señor.
Grogan estornudó, se pasó un dedo por la nariz y escogió a dos hombres para que le acompañasen a la puerta del sospechoso. Tocó el timbre y todos contuvieron la respiración. Volvió a llamar.
– ¿Qué se ve por atrás?
Respuesta por la radio:
– Están echadas las cortinas y no se oye ningún ruido.
Igual que por delante.
– Que llamen a un juez y pidan una orden de registro.
– Muy bien, señor.
– Y mientras tanto que echen la puñetera puerta abajo.
El oficial asintió con la cabeza, hizo una señal y abrieron el maletero del coche, un auténtico repertorio de herramientas de construcción. Sacaron la maza y con tres golpes estuvo la puerta abierta. Diez segundos después pedían una ambulancia a gritos. Y diez segundos después alguien sugirió que mejor un coche funerario.
Morton era un buen policía: en el maletero de su coche llevaba todo lo necesario para abordar el escenario de un crimen, incluidos chanclos, guantes y toda clase de monos de plástico de esos que te hacen parecer un condón ambulante. Los agentes estaban fuera de la casa para no contaminar el escenario, apiñados en la puerta tratando de ver algo. Cuando Rebus y Morton se abrieron paso nadie se lo impidió, pues los tomaron por miembros de la policía forense y entraron sin problema.
Las reglas anticontaminación no parecían afectar a inspectores y a sus respectivos acólitos: Grogan, de pie en el cuarto de estar con las manos en los bolsillos, miraba la escena: el cadáver de un joven en un sofá de cuero negro. Tenía el pelo rubio apelmazado en una brecha y sangre reseca en la cara y el cuello. Había señales de lucha: la mesita cromada con sobre de vidrio volcada con unas revistas debajo. Le habían tapado el pecho con una chaqueta de cuero negro; un detalle piadoso después del derramamiento de sangre. Rebus se aproximó y vio unas señales en el cuello por debajo de los churretones de sangre. En el suelo, ante el cadáver, había una bolsa grande de ésas para el gimnasio o para un fin de semana. Dentro había una mochila, un zapato, el collar de Angie Riddell… y un trozo de cordel forrado de plástico de los de tender la ropa.
– Creo que podemos descartar el suicidio -musitó Grogan.
– Perdió el conocimiento por efecto del golpe y luego lo estrangularon -aventuró Rebus.
– ¿Cree que es él?
– Esa bolsa no está ahí de adorno. El que lo hizo sabía quién era y ha querido que nosotros nos enteremos.
– ¿Un cómplice? -dijo Grogan-. ¿Un compañero o alguien a quien se confió?
Rebus se encogió de hombros. Miraba fijamente el rostro del cadáver como si hiciera trampa con los ojos cerrados y su quietud. «Todo este viaje por tu culpa, hijo de puta…» Se acercó y levantó la chaqueta unos centímetros para observar con detalle. Martin Davidson, bajo la axila, tenía unas bragas negras y un zapato.
– ¡Oh, Dios! -exclamó volviéndose hacia Grogan y Morton-. Lo ha hecho John Biblia. -Vio la mezcla de incredulidad y horror en sus rostros y levantó la chaqueta un poco más para que vieran el zapato-. No se había marchado. Siempre ha estado aquí -dijo.
El equipo de la policía científica y forense hizo su trabajo fotografiando y filmando en vídeo, y guardando en bolsas de plástico las posibles pruebas. El médico forense examinó el cadáver y autorizó el levantamiento para que lo llevaran al depósito. Afuera estaban los periodistas, mantenidos a distancia por un cordón policial. Una vez que el equipo de la científica hubo finalizado su cometido en el piso de arriba Grogan subió con Rebus y Morton a echar un vistazo. No parecía importarle su presencia y seguramente no le habría importado aunque se hubiera tratado de Jack el Destripador en persona: era él, Grogan, quien saldría por la noche en la televisión, por haber atrapado a Johnny Biblia. Sólo que no lo había atrapado: alguien se les había anticipado.
– Repítame eso -dijo Grogan mientras subían.
– John Biblia cogía recuerdos…, zapatos, prendas de ropa, bolsos. Pero además colocaba una compresa en la axila izquierda de las víctimas. Ya lo ha visto abajo… Lo ha hecho para indicarnos quién había sido.
Grogan negó con la cabeza. Sería difícil que la gente creyera eso. Pero él tenía cosas que enseñarles. En el dormitorio principal no había nada de particular, pero bajo la cama había cajas de revistas y vídeos: porno duro como el que tenía Tony El en la pensión, en inglés y otros idiomas. Rebus se preguntó si no lo habría introducido en Aberdeen una de las bandas norteamericanas.
Llegaron a un dormitorio de invitados cerrado con candado. Lo forzaron y se disiparon todas las dudas de dos miembros del DIC que momentos antes comentaban si no se trataría de una artimaña de Johnny Biblia, que había matado a un inocente para hacerles creer que era el asesino. El cuarto era una prueba indefectible de que Martin Davidson era Johnny Biblia. Parecía una capilla a la memoria de John Biblia y otros asesinos: docenas de álbumes de recortes con artículos, fotos pinchadas cubriendo las paredes, vídeos de documentales sobre asesinos en serie, libros plagados de anotaciones y, en el centro, presidiéndolo todo, una ampliación de una octavilla de John Biblia: un rostro casi sonriente, amable, con la leyenda de «¿Ha visto a este hombre?».
Rebus estuvo a punto de asentir; había algo en el rostro que le resultaba familiar… de algún lugar, no hacía mucho. Sacó del bolsillo la foto de Borneo y miró sucesivamente a Ray Sloane y al cartel de la pared. Se parecían mucho pero no era similitud lo que le inquietaba. Era otra cosa, otra persona…
En ese momento Morton dijo algo desde la puerta y se le fue el santo al cielo.
Siguieron a la patrulla a Queen Street como si ambos formasen parte del equipo. En la comisaría reinaba un júbilo discreto apagado por la conciencia de que andaba suelto otro asesino. Pero finalmente un agente lo expuso sin pelos en la lengua: «Si ha sido ese hijo de puta, tanto mejor».
Lo cual, pensó Rebus, sería lo que esperaba John Biblia. Confiaría en que no le buscaran con mucho esfuerzo. Si había salido de su retiro era exclusivamente con un fin muy concreto: matar al suplantador. Johnny Biblia estaba usurpando a su antecesor la gloria, el mérito. Eso requería venganza.
Rebus se sentó en la oficina del DIC pensativo, mirando al infinito. Le dieron una taza y se la iba a llevar a los labios cuando Morton le detuvo.
– Es whisky -le advirtió.
Rebus miró el contenido y vio un líquido de agradable color miel, lo contempló un instante y dejó la taza en el escritorio. Se oían risas, gritos y cantos, como cuando la muchedumbre sale del fútbol después de un partido en que ha ganado su equipo.
– John -dijo Morton-, acuérdate de Lawson.
Sonaba a advertencia.
– ¿Qué pasa con él?
– Que acabó presa de la obsesión.
– Esto es distinto -replicó él negando con la cabeza-. Estoy seguro de que fue John Biblia.
– ¿Y qué?
Rebus meneó la cabeza de un lado a otro.
– Venga, Jack; después de lo que te he contado…, lo de Spaven y todo lo demás…, no deberías hacer eso.
Grogan hacía señas a Rebus de que cogiese un teléfono. Sonriente, con su hálito a whisky, le pasó el auricular.
– Alguien quiere hablarle.
– Diga.
– ¿Pero qué demonios haces ahí?
– Ah, hola, Gill. Enhorabuena. Por fin parece que salen bien las cosas.
Ella se ablandó un poco.
– Gracias a Siobhan; no a mí. Yo me limité a pasar la información.
– Asegúrate de que queda por escrito.
– No te preocupes.
– Ya hablaremos.
– John… ¿cuándo vuelves?
No era lo que quería preguntarle.
– Esta noche, o mañana.
– Muy bien. -Hizo una pausa-. Nos veremos entonces.
– ¿Te apetece hacer algo el domingo?
– ¿Hacer, qué? -replicó ella como sorprendida por la propuesta.
– No sé. ¿Salimos por ahí en coche, o vamos a pasear… por algún lugar de la costa?
– Ah, bueno.
– Te llamaré. Adiós, Gill.
– Adiós.
Grogan se sirvió otra taza. Había por lo menos un par de cajas de whisky y tres de botellas de cerveza.
– ¿De dónde saca todo eso? -dijo Rebus.
– Lo sabe perfectamente -contestó Grogan sonriente.
– ¿De los pubs? ¿De los clubes? ¿Gente que le debe favores?
Grogan se limitó a guiñarle un ojo. Llegaban más agentes en grupo, de uniforme y de paisano; incluso algunos que no parecían estar de servicio. Se habían enterado y no querían perdérselo. Los jefazos andaban por allí muy tiesos pero sonrientes, diciendo que no cuando les ofrecían volver a llenarles la taza.
– ¿No será que se lo consigue Ludovic Lumsden?
El rostro de Grogan se ensombreció.
– Ya sé que piensa que le jodió de lo lindo, pero Ludo es un buen policía.
– ¿Dónde está?
– Ni idea -respondió Grogan mirando alrededor.
De hecho, nadie sabía dónde estaba Lumsden; no le habían visto en todo el día. Habían llamado a su casa pero sólo respondía el contestador automático. Como tenía el busca conectado y no respondía, un coche patrulla de servicio se acercó a su casa pero allí no había nadie, a pesar de que estaba su coche aparcado. Rebus tuvo una idea y bajó a la sala de comunicaciones. Allí sí trabajaban; respondían llamadas, mantenían el contacto con los coches patrulla y los agentes de ronda. Pero también tenían su botella de whisky con unos vasos de plástico. Rebus preguntó si podían enseñarle el registro del día.
Sólo tuvo que retroceder a una hora más atrás. Una llamada de la señora Fletcher denunciando la desaparición de su marido. Había salido a trabajar por la mañana como de costumbre, pero no había vuelto a casa. En la denuncia figuraban detalles del coche y una breve descripción. Se había dado la alerta a las patrullas y si pasadas unas doce horas no aparecía se iniciarían indagaciones más concretas.
Nombre de pila del desaparecido: Hayden.
Rebus recordó a Judd Fuller hablando de deshacerse de cadáveres en el mar o en tierra, en lugares remotos donde nadie los descubriría. Pensó si no sería el destino de Lumsden y Fletcher… No, no podía hacer eso. Escribió una nota en el reverso de una de las hojas de registro y se la pasó al oficial de servicio, quien la leyó en silencio antes de coger el micrófono:
– A los coches patrulla circulando cerca del centro, diríjanse a College Street, al Burke's Club. Detengan a Judd Fuller, copropietario del local, y tráiganlo a Queen Street para interrogarle. -El oficial de comunicaciones se volvió hacia Rebus, quien asintió con la cabeza-. Y miren en el sótano, donde posiblemente hay personas retenidas contra su voluntad.
– Por favor, repita -transmitieron desde un coche patrulla.
Repitieron el aviso y Rebus volvió arriba.
A pesar de la fiesta el trabajo continuaba. Vio a Morton en un rincón tratando desaforadamente de ligarse a una secretaría. A su lado, un par de agentes atendían sin cesar llamadas telefónicas. Rebus fue a un teléfono y llamó a Gill.
– Soy yo.
– ¿Qué pasa?
– Nada. Escucha; ¿pasaste toda la información sobre Toal y Aberdeen a la brigada de aquí?
– Sí.
– ¿Quién es tu contacto?
– ¿Por qué?
– Porque tengo un recado para él. Creo que Judd Fuller ha secuestrado al sargento Ludovic Lumsden y a un tal Hayden Fletcher y seguro que piensa hacerlos desaparecer.
– ¿Qué?
– Un coche patrulla se dirige ahora mismo al club y Dios sabe lo que encontrarán, pero que los de la brigada echen un vistazo. Si dan con ellos los traerán a Queen Street. Que los de la brigada manden a alguien aquí.
– Ahora mismo lo hago, John. Gracias.
– De nada.
«Me estoy ablandando con los años -pensó-. O tal vez sea más consciente.»
Fue a dar una vuelta por los grupos haciendo la misma pregunta y finalmente le señalaron al oficial de enlace con las petroleras, el inspector Jenkins. Rebus sólo quería verle la cara. Stanley había mencionado su nombre en la declaración junto con el de Lumsden. Seguro que los de la brigada querrían tener unas palabritas con él. Sonreía como si tal cosa, bronceado y relajado de vuelta de sus vacaciones. Rebus sintió una gran satisfacción al pensar que pronto se vería empapelado en una investigación interna.
A lo mejor, al fin y al cabo, no se estaba ablandando tanto.
Se acercó a los que estaban al teléfono y miró por encima de sus hombros. Comenzaban a recopilar los datos preliminares sobre el homicidio de Martin Davidson, los detalles facilitados por los vecinos y su jefe en el trabajo, y tratando de localizar a algún familiar sin que se interpusiera la prensa.
Uno de ellos colgó el receptor con fuerza y sonrió de oreja a oreja. Cogió la taza de whisky y la apuró de un trago.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Rebus.
Una bola de papel alcanzó al agente en la cabeza y él la devolvió riéndose.
– Un vecino que al volver del turno de noche se encontró con un coche que bloqueaba el camino de entrada a su casa -dijo-. Tuvo que dejar el suyo aparcado en la calle y dice que como no había visto nunca aquel coche lo miró bien para acordarse si volvía a verlo. No estaba allí cuando se levantó por la mañana. Es un BMW azul metálico, serie 5, y hasta recuerda letras de la matrícula.
– ¡Hostia bendita!
El agente cogió el teléfono.
– Vamos a averiguarlo rápidamente.
– Más vale, porque si no Grogan estará tan borracho que le va a costar enterarse.